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CINEMA DE PERRA GORDA

Thorold Dickinson

THE PRIME MINISTER (1941, Thorold Dickinson)

THE PRIME MINISTER (1941, Thorold Dickinson)

Junto a la maestría desplegada en unas puestas en escena de extremada precisión, dentro de su inclinación a thrillers y títulos de suspense -en ocasiones con ambientación de época-, el otro inveterado apego demostrado por el británico Thorold Dickinson en su no demasiado extensa filmografía -13 largometrajes-, fue su inclinación el relato político, plasmando esta inquietud bajo diferentes formatos o géneros. THE PRIME MINISTER (1941) propone, bajo la apariencia de un biopic, una biografía de Benjamín Disraelí –cuya figura ya fue llevada al cine en los comienzos del sonoro, permitiendo ganar el Oscar el mejor actor, al hoy olvidado George Arliss-, una de las figuras más relevantes de la política británica de la segunda mitad del siglo XIX, siendo en dos ocasiones primer ministro del parlamento inglés, y alcanzando un papel de especial relevancia en la articulación de la política internacional, previa a la llegada del siglo XX. La propuesta de Dickinson se desarrolla en tres vertientes claramente definidas, aunque insertas de manera discontinua. La primera, la más formalista y, si se me permite, la menos interesante, se centra en una visión dramatizada de la biografía del político, insertándola en su contexto histórico –para lo cual se utilizará un cuidado diseño de producción-, aunque en la misma aparezca el elemento quizá más prescindible del conjunto –cierta abundancia de rótulos explicativos-, y en su recorrido personal no pocos comentaristas señalaran el olvido en la película, de las raíces judías del protagonista.

Sin embargo, de forma complementaria, aparecerán los otros dos vectores que, a fin de cuestas, permiten que este relato, inicialmente convencional, vaya prendiendo de manera progresiva, hasta una parte final conmovedora. Para ello, Dickinson apostará de un lado por su propia sensibilidad como narrador, y de otro, su metraje adquirirá una fuerza por momentos irresistible, al describir esa soledad finalmente compartida, que definirá la relación del propio Disraelí (una magnífica performance de John Gielgud, en uno de sus escasos roles protagónicos en la pantalla), con la reina Victoria (extraordinaria composición de Fay Compton). De tal forma, THE PRIME MINISTER se iniciará subrayando ese aspecto de biopic, describiendo la personalidad culta y refinada del protagonista, en su encuentro con la que se convertirá en la mujer de su vida; la acaudalada viuda Mary Anne Wyndham-Lewis (Diana Wynyard), que de manera inesperada, y solo a través de las lecturas que ha efectuado de su obra literaria, intuye que en la personalidad de Disraelí, se esconde un político destinado a entregar su talento a Inglaterra. De manera paulatina, el propio Benjamin irá adquiriendo conciencia de dicha circunstancia, siendo para ello espoleado por el entonces primer ministro inglés, lord Melbourne (Frederick Leister), y también por esa influyente dama, que muy pronto se erigirá como un apoyo incontestable para el hasta entonces escritor. La película, a través de una narración que se toma numerosos saltos temporales ligados mediante elipsis, irá describiendo tanto la llegada del protagonista a la política inglesa, la decepción de su primera intervención en las cámaras, o la sincera amistad que le unirá a Melbourne, lo que no le impedirá erigirse en directo contrincante suyo, cuando la ocasión y el desgaste político del mandatario así lo aconseje. En ese sentido, hay que admitir que el film de Dickinson se erige como una interesante apuesta a la hora de narrar los recovecos de la actividad política en sus diversas vertientes, dentro de un ámbito en el que las personas se someten a una actividad que les proporcionará minutos de gloria, pero que no dudará en devorarles, cuando sus posibles cualidades queden amortizadas. En ciertos momentos, esta producción rodada en la división inglesa de la Warner Bros, me induce a pensar que quizá Dickinson tuvo en cuenta el Capra de MRS. SMITH GOES TO WASHINGTON (Caballero sin espada, 1939), sobre todo al comprobar la fuerza que adquieren los pasajes que describen las cámaras legislativas británicas. Sin embargo, el alcance de THE PRIME MINISTER permite describir la propia política de Disrealí una vez nombrado primer ministro, su enfrentamiento con el responsable de exteriores de su gabinete –Lord Derby (Owen Nares)-, su intuición a la hora de analizar la situación internacional, e incluso su audacia al dictar una serie de normas de defensa, efectuadas al margen de su propio gabinete, destinadas a proteger al aliado turco, de sus intuidas amenazas rusas.

En todo caso, el título de Dickinson alcanza por momentos una especial altura, aparece por un lado en la fuerza que esgrime la relación entre el político y la que en un momento dado se convertirá en su esposa –atención a la secuencia en la que le propondrá en matrimonio, definida en una extraña configuración de comedia-. Será una unión casi de admiración por parte de Mary, que no dudará en sacrificar su posición e incluso su propia vida, a la hora de proporcionar a su esposo, la posibilidad de cumplir su deseo, del que ella misma ha sido la primera que intuyó sus posibilidades. Y una vez cumplido este, la película incidirá en esa especial complicidad que mantendrá con la monarca, describiendo una complicidad, en la que Victoria y la esposa de Disraelí, compartirán en una de sus secuencias más emocionantes, la sensación de asumir la soledad que les espera. Ello se producirá en un episodio espléndido, en la que el político renunciará al título nobiliario que esta le ofrece como pago a su entrega, prefiriendo que se le conceda a su esposa, algo a lo que la reina accederá. Una vez este abandone las dependencias, comprobaremos que tras las cortinas se encuentra Mary, que ha contemplado la situación, confesando a la reina la proximidad de su muerte, y rogando que tras ello sepa convencer a su esposo, para que prolongue su vocación de servicio a Inglaterra. Un plano de detalle, en el que la reina mirará el retrato de su esposo fallecido, servirá para transmitirnos la sensación de percibir en Disraelí, la vivencia de una tragedia personal ya experimentada por ella.

Y es que, justo es reconocer que lo más hermoso. Lo más íntimo de una película que combina la ambición por la política, y experiencia vital, vendrá dado de la mano de esa relación establecida entre el protagonista y su mujer. Para ello, destacaremos dos escenas magníficas. La primera, plasmada en dos vertientes descritas en diferentes tiempos, nos describirá el accidente vivido en una mano por parte de Mary, cuando se dispone a subir al carruaje tras dejar a Benjamin presto a pronunciar un discurso de especial relevancia. Pese al dolor vivido, no exteriorizará ningún grito para que Disraelí no se distraiga en su objetivo. Años después, cuando se disponga a pronunciar la disertación que en teoría cambie su vida, será él mismo quien, con delicadeza, colocará las manos de su esposa para evitar que se produzca de nuevo aquella ya lejana situación. Sin embargo, nada habrá más emotivo en esta película, que la descripción de la muerte de la abnegada Mary, y la repercusión que la misma tendrá en Benjamín. Este se mostrará conmovido ante la convaleciente, hasta que la acompañe en sus momentos finales. Tras ello, leerá una carta que esta le ha escrito para que conozca tras su defunción, que al ya viudo hará vivir una dolorosa nostalgia. El plano de la mecedora en la que habitualmente se acomodaba la desaparecida, en la que aún se detectarán las huellas del cuerpo de Mary, será sin duda el instante más memorable de una película, que no dudo apareció casi como precursora, dentro de una corriente que, desde el cine de las islas, buscaba una concienciación de la población, atacada por la potencia nazi. La singularidad con respecto a otros títulos firmados por David Lean o Anthony Asquith, residirá en una base argumental, que se retrotraerá a un pasado, en el que no faltará el eterno enfrentamiento de clases, auténtica piedra de toque en las manifestaciones artísticas inglesas.

Calificación: 3

A 15 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (XIVL) DIRECTED BY... Thorold Dickinson

A 15 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (XIVL) DIRECTED BY... Thorold Dickinson

El realizador inglés Thorold Dickinson, tan necesitado de una revisitación de su obra.

 

THOROLD DICKINSON... en CINEMA DE PERRA GORDA

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(3 títulos comentados)

SECRET PEOPLE (1952, Thorold Dickinson)

SECRET PEOPLE (1952, Thorold Dickinson)

Lejanos están los tiempos en los que los ejecutivos de la Metro Goldwyn Mayer, quisieron destruir las copias de GASLIGHT (Luz de gas, 1940. Thorold Dickinson), en el momento en que se fue a estrenar su remake americano de la mano de George Cukor con GASLIGHT (Luz que agoniza, 1944). Sin entrar en consideraciones sobre la mayor o menor calidad de una u otra versión, lo cierto es que durante muchos años fue esa la única noticia que tuvimos sobre la obra del británico Thorold Dickinson, ignorándose una filmografía que tiempo después se revelaría muy valiosa, incluso contando con el hecho de que Dickinson no falleció hasta 1984. Catorce largometrajes filmados entre 1932 y 1955, de los cuales poco a poco hemos empezado a recuperar alguno, y de los que SECRET PEOPLE (1952) supuso su penúltima realización. Es esta, al mismo tiempo, la tercera vez que contemplo un título de su filmografía, y es fácil deducir con ese escaso margen, la confluencia de un personalísimo estilo en las formas fílmicas utilizadas por Dickinson, hasta el punto en que sin gran dificultad podría ser considerado uno de los más singulares realizadores que ofreció el cine de las islas –lo cual ya es mucho decir-.

En esta ocasión, y al amparo de la Ealing Studios, Dickinson se enfrenta a un argumento más o menos contemporáneo, abandonando los relatos de época elegidos en ocasiones anteriores, al objeto de trasladar a la pantalla una historia en la que el propio Dickinson participó desde el primer momento, planteando un singular thriller político que, al parecer, fue no solo escasamente apreciado, sino incluso cuestionado con fuerza por la izquierda inglesa de su momento. Nunca podremos saber si dicha circunstancia contribuyó al cercano abandono del director en el ámbito de la realización –tan solo filmaría tres años después un título más-. Lo que resulta evidente, es que de manera deliberada, y utilizando ese mundo visual e incluso el complemento que le permitía insertarlo dentro de tramas abigarradas y sombrías, brindó la historia de las hermanas María (maravillosa Valentina Cortesa) y Nora Brentano (una jovencisima y ya luminosa Audrey Hepburn). Ambas se verán obligadas a viajar hasta Inglaterra, donde son acogidas por un viejo amigo de su padre –Anselmo (conmovedor Charles Goldner), dueño de un café-, al vivirse en su país –que no se cita, pero al parecer es Italia- una situación convulsa –la acción se inicia en 1937-. Lo que supone un encargo que Anselmo asume con cariño, muy pronto se convertirá en el eje del dramático descubrimiento del asesinato del padre por parte de las fuerzas que comanda el siniestro general Galdbern. Pasarán los años, y las entonces pequeñas crecerán hasta convertirse en adolescentes, integrándose en el entorno londinense en el que han vivido estos últimos años siendo agasajadas por su tutor con un viaje a Paris, que les haga olvidar, siquiera sea parcialmente, las penurias y rutina de su vida cotidiana. Por desgracia, este viaje devolverá a María la dolorosa presencia del autoritario Galdbern, al tiempo que volver a contemplar al que fuera su novio –Louis Balan (Serge Reggiani)-, con quien retornará a una relación de amistad, que pronto retornará al lugar en donde años atrás la dejaron. Será, en última instancia, el inicio del auténtico drama que plantea esta película sombría, abigarrada y desesperanzada, en el que sus personajes aparecen perdidos en sus decisiones, en sus anhelos, en el atavismo que generaron sus recuerdos, y en la imposibilidad de superarlos a la hora de afrontar un futuro que se antoja aún más siniestro que el presente en que viven.

Todo ellos quedará manifestado en una puesta en escena deliberadamente y solo en apariencia confusa, en la que ninguno de sus personajes parece encontrar el menor atisbo de paz. Thorold Dickinson planifica y monta sus secuencias con ese sentido de la inmediatez y lo abigarrado, como si quisiera penetrar en el ámbito de una pesadilla que por otro lado no se atreven a asumir. Es el ámbito en el que se encontrará ante todo, la encrucijada a que es sometida María, merced al ímpetu que le ofrece Louis, quien se aprovechará de los sentimientos de venganza que esconde en torno al siniestro general, forzándola a participar en un atentado de raíz anarquista, que ha estado preparando junto a una cédula a la que nunca veremos las caras –maravillosa la secuencia en la que, en penumbra, esta es introducida en la misma, pudiendo ver mirando al suelo una minusvalía física del líder del grupo, que en los últimos instantes del relato servirá para poder dar con ellos-. La manera con la que el director plasmará ese fallido atentado es definitoria de los métodos de Dickinson, orillando por completo la ortodoxia narrativa para introducir en el espectador el elemento emocional del drama sufrido por su inductora –que no ejecutora- al volver de la fiesta donde ha contribuido al mismo, y adelantar que en el mismo algo ha salido mal, como luego comprobaremos.

Será, si se quiere, el auténtico inicio de un drama de carácter existencial. Ella intentará mantener un punto de equidistancia confesando a la policía pero sin implicar a los autores –que en realidad desconoce-. Nada podrá ser ya como se preveía. El grupo en el que se encuentra Louis se verá perseguido por los agentes en los alrededores del local de Anselmo, en el que se llegará a vivir una explosión, provocada por los anarquistas, en la que en apariencia nuestra protagonista pierda la vida. Sin embargo, entre las nebulosas de un periodo comatoso, esta volverá a la realidad, teniendo que someterse a la dramática circunstancia de modificar en el futuro no solo su aspecto exterior, sino incluso asumir una nueva identidad, para salvaguardar su existencia posterior. La dramática circunstancia no supondrá más que una parada frente al abismo, al margen de brindar al espectador el instante más conmovedor del relato. Ese plano subjetivo en el que María, ya bajo la identidad de Lena Collins, contemplando junto a los agentes dee policía que la han ayudado, como sobrellevan la vida cotidiana ese Anselmo que, dispuesto en la fachada de su recontraído café, vive una vida en la que ya no hay lugar para ella. El destino querrá que descubra, accidentalmente, a esa persona que se encontraba en la reunión secreta del círculo anarquista, abriéndose en realidad el abismo del fin de su existencia, en unas secuencias desarrolladas en un nocturno boscoso en el que se reúnen seres anónimos. Esa gente secreta a la que quizá alude el título de esta magnífica propuesta de Thorold Dickinson, destacada en la querencia por el detalle –la importancia del bolso y la pitillera de María en el atentado en que intervendrá, la fuerza que adquiere esa vieja pluma estilográfica de su padre, que se convertirá casi en el hilo conductor del relato- que dado su grado de abstracción, es indudable no fue comprendido en las estrechas miras de un cine que no es que fuera de escasa calidad, sino que los supuestos espectadores y comentaristas no estaban preparados para apreciar. Años atrás, de la mano de cineastas como Powell & Pressburger The Archers o Carol Reed, se habían planteado films políticos de manera más directa. La valía del de Dickinson, más allá de su enorme fuerza visual, parte del hecho de utilizar dicha base para explorar nuevos terrenos dentro de ese ámbito psicológico tan ligado al cine británico, en esta ocasión insertos en un apólogo moral de amargas pero irreductibles consecuencias. Que en su momento fueran dejados de lado, no es inconveniente que con una mirada renovada, puedan ser admirados en nuestros días. No solo por el hecho de su valía y vigencia, sino además por servir de homenaje a una de las figuras más relevantes del cine inglés de siempre, de la que se impone una urgente revisión completa de su obra.

Calificación: 3’5

THE QUEEN OF SPADES (1949, Thorold Dickinson) [La dama de blanco]

THE QUEEN OF SPADES (1949, Thorold Dickinson) [La dama de blanco]

Cualquier espectador que tenga la posibilidad de contemplar THE QUEEN OF SPADES (1949) –nunca estrenada comercialmente en nuestro país, aunque editada en DVD bajo el título LA DAMA DE BLANCO-, de antemano asumirá la sensación de que las cualidades que hicieron de GASLIGHT (Luz de gas, 1940) una valiosa referencia no fueron fruto de la casualidad. Es más, no solo me atrevo a afirmar que nos encontramos ante un título de superiores cualidades que el que sirviera de referencia al posterior remake firmado por George Cukor, sino que, sobre todo, invita ya a intentar redescubrir la no muy extensa filmografía del director de ambas; el británico Thorold Dickinson. Artífice de catorce largometrajes entre 1932 y 1955 –faceta que alternó con otras disciplinas cinematográficas, el título que comentamos supuso el antepenúltimo en una andadura como realizador que se iría ralentizando a partir del mismo. THE QUEEN OF SPADES aparece pues, como una extraña, en muchos momentos fascinante, combinación de ghotic story, de clara raíz británica, por más que su ambientación se desarrolle en la Rusia de mediados del siglo XIX. Basada en una historia corta de Alexander Pushkin, en última instancia nos encontramos ante un apólogo moral en torno a las tentaciones de la ambición humana, representados en esta ocasión en la figura del Capitán Herman Suvorin (Antón Walbrook), un joven oficial condicionado y obsesionado por sus limitaciones económicas, en lo que estas tienen además como impedimento para su ascenso de clase social. Amigo del más acaudalado Andrei (Ronald Howard), acudirá junto a él a las partidas de cartas que desarrollan de forma casi obsesiva los miembros del ejército ruso, aunque este siempre se quede como mero espectador –ahorrará sus honorarios al objeto de luchar contra ese confinamiento de clase que le obsesiona-.

Ya desde sus primeros instantes, desarrollados en una taberna rusa donde se celebran las partidas entre los soldados, el film de Dickinson destacará no solo por su magnífica ambientación, sino especialmente por una asfixiante pericia en el uso de un montaje que por momentos nos acercará a modos wellesianos –no será la única vez en que ello suceda a lo largo de su discurrir-. Atrapando al espectador desde este episodio, en el que Suvorin se encuentre a punto de una pelea con Fyodor (Anthony Dawson), cuando este le reproche no participar nunca en las partidas de cartas, poco a poco iremos descubriendo la desazón que atenaza a un hombre que suponemos de noble alma, pero al que su deseo irrefrenable de arribismo económico y social, le llevará a su propia destrucción. Siguiendo ese sendero, llegará hasta una lóbrega librería –que parece prefigurar el episodio desarrollado en la wellesiana MR. ARKADIN (Mister Arkadin, 1955)-, donde su intención inicial de adquirir un volumen sobre la vida y obra de Napoleón –su personaje de referencia; un cuadro suyo figurará en sus humilde habitación-, le llevará accidentalmente al encuentro con un volumen sobre ocultismo escrito por el Conde de St. Germain. Tras la advertencia del librero –que parece sacado del más siniestro relato dickensiano; la ascendencia británica del relato nunca se desprenderá del mismo-, Herman se imbuirá en la lectura de los oscuros secretos que esconde el volumen, que le llevarán a la figura de la Condesa Raneskaya (la inmensa Edith Evans). En el pasado fue una joven bella que no dudó en vender su alma a St. Germain, a cambio de una fórmula en el manejo de las cartas que le proporcionara el dinero necesario para cubrir el que sustrajo a su esposo, complaciendo la emergencia de su amante, en la actualidad se ha convertido en una mujer de elevadísima edad, encerrada en su mansión, dominada por miedos que no logra soslayar en un autoritario carácter que exterioriza con el personal que tiene a su servicio, en especial a su joven doncella Lizaveta (Yvone Mitchell). Dada su astucia, intentará hacerse con la muchacha seduciéndola mediante escritos amorosos que en realidad ha plagiado de otras publicaciones. Por su parte, Andrei también se encuentra atraído por la muchacha de forma sincera, provocando en ella una extraña sensación de nerviosismo, aunada por el ahogo al que le somete constantemente su ama, que no quiere que se despegue de su lado en ningún momento –“es ese miedo a la muerte que no se atreve a confesar” dirá su sobrino Fyodor en una función a la que asiste la vetusta anciana-, ya intuyendo la cercanía de su final.

Este se producirá de manera inesperada, en el encuentro de Suvorin con la condesa en su dormitorio, al cual ha llegado por las facilidades que le ha proporcionado la ingenua Lizaveta. El capitán intentará inútilmente conseguir de la decrépita anciana esa secreta fórmula para lograr la fortuna en el juego de las cartas, hasta que con sus amenazas esta fallezca de puro terror. Dickinson insertará en diversas ocasiones unos impactantes primeros planos del rostro de la anciana muerta, en los que no dejo de ver una cierta similitud con los del rostro del moribundo Charles Foster Kane de la célebre opera prima de Welles. Contrariados sus planes, el capitán recibirá la desaprobación de Lizaveta, sumiéndose en una espiral de desesperación de la que solo emergerá la voz de ultratumba de la vieja condesa, quien le perdonará por su muerte, facilitándole la deseada combinación de cartas, a cambio de que se case con su doncella. Transfigurado y reanimado en sus intenciones, retomará la pantomima con la dolorida joven, que no dudará en volver a rechazarlo, recuperando sus cuarenta y ocho mil rublos ahorrados para enfrentarse en una partida de cartas con Andrei –no acostumbrado a asumir timbas con tan altas cantidades, por los que expedirá sendos pagarés-, aplicando la fórmula casi mágica que le podría llevar a la riqueza y reconocimiento, aún a costa de su alma. Sin embargo, desde el más allá, la atormentada aristócrata no dejará de jugar una mala pasada al hombre que le acercó hasta el otro lado de la existencia.

Desde el primer momento, THE QUEEN OF SPADES –cuyos títulos de crédito se establecen sobre viejos pergaminos, y en donde se contó con Jack Clayton como productor asociado; su productor principal fue curiosamente el ruso Anatole de Grunwald ¿Una elección personal?-, destaca en la magnificencia de su ambientación de época. Una faceta esta no destinada al lucimiento del diseño de producción, sino directamente engarzada en el logro de una atmósfera malsana y progresivamente inclinada a su vertiente gótica, que se erigirá en uno de los elementos más brillantes de la misma. Aunado con una magnífica planificación y un montaje que subraya ese elemento tenebrista, unido a la magnífica fotografía en blanco y negro de Otto Heller, proporcionan al conjunto del relato de un aura casi sobrenatural, que por momentos parece acercarse a otros clásicos del fantastique –igualmente poco valorados hace pocos años, como el extraordinario THE LOST MOMENT (Viviendo el pasado, 1947. Martin Gabel)-. En esa conjunción de un relato sobrenatural fajado en un poso literario, en donde tendrá una importancia decisiva esa impronta ambiental irreal pero al mismo tiempo tan familiar dentro de este tipo de cine, nos encontraremos ante una película que por momentos, además de esas referencias wellesianas, aúna el eco de las adaptaciones de Dickens efectuadas por David Lean –en especial la maravillosa GREAT EXPECTATIONS (Cadenas rotas, 1946)-. Es por ello que pese a su adscripción dentro de una ambientación rusa, y sin dejar de lado la pertinencia de la misma, en todo momento tenemos la sensación de asistir a un film dominado por su contexto británico y, lo que es más importante, asumiendo del mismo buena parte de sus mayores virtudes. Cierto es que en su tramo central, la debida obediencia a una serie de secuencias en las que predomine el sustrato dramático –la vida cotidiana de la anciana Condesa, su asistencia a la función-, impiden que nos encontremos con un auténtico logro. Sin embargo, no por ello hemos de dejar de valorar un resultado magnífico, de obligada reivindicación para cualquier amante del cine fantástico en su vertiente gótica, trufado de instantes y pinceladas dignas de figurar en la más reputada galería del género. Momentos como el relato en off de una carta de amor por parte de la sombra de Andrei, que advertirá Suvorin como un modo para acercarse a Lisaveta, el propio episodio de la librería, en donde lo inquietante casi desborda sus planos, el relato de las páginas de ese siniestro libro de St. Germain, una de cuyas imágenes ofrecerá, bajo mi punto de vista, el momento más prodigioso del film. Me refiero a la súplica de la joven condesa, una vez ya ha vendido su alma, a un relieve de la Virgen María, en búsqueda de amparo. La imagen iluminada, de pronto quedará oscurecida al apagarse la vela que la iluminaba, en una idea de puesta en escena absolutamente magistral.

Pero no serán estos los únicos momentos dignos de relieve, en un conjunto en donde tanta fuerza adquieren la utilización de luces y sombras o la propia escenografía. Los sonidos de los pasos de la condesa una vez muerta –insertos en la mente de Suvorin-, dentro de un episodio sucedido tras la muerte de la anciana, donde el capitán vivirá en su habitación un episodio aterrador, donde la fuerza del viento abrirá puertas, ventanas, hará discurrir violentamente cortinajes, hasta llegar el climax con la voz de ultratumba de la fallecida aristócrata –que incluso le habrá abierto los ojos, cundo este vaya a cumplimentarla en el túmulo donde se encuentra su cadáver; algo que quizá retomara Roger Corman quince años después en THE MASQUE OF THE RED DEATH (La máscara de la muerte roja, 1964)-, sin pensar realmente que en sus claves se esconde el justo castigo para un ser en realidad cruel y ambicioso. Pasadizos, imágenes tan sugerentes como la sobreimpresión de una telaraña sobre el rostro de una pensativa Lisaveta cuando se ve cortejada mediante cartas, o un sentido del ritmo sinuoso y siempre dominado por el lado oscuro del ser humano. Ese sentido de clase que representa una mujer tan irascible, orgullosa, envejecida y en el fondo aterrada ante la cercanía del fin de su existencia –con el terrible contrapunto que para ella supone su encuentro con la oscuridad de la eternidad-, son elementos que se combinan a la perfección en este apólogo moral que alcanza su más alto grado de interés, cuando se introduce sin recato en terrenos que bordean la frontera de lo sobrenatural, lo ignoto y, en definitiva, el límite de lo permisible y la nobleza en el comportamiento humano. 

Desprovista hasta el momento del más mínimo reconocimiento, THE QUEEN OF SPADES es otra más, de las numerosas gemas que aún atesoran las hipotéticas y semidesconocidas estancias de la filmografía británica.

Calificación: 3’5

GASLIGHT (1940, Thorold Dickinson) Luz de gas

GASLIGHT (1940, Thorold Dickinson) Luz de gas

Más de siete décadas después de su realización, creo que hay dos formas bastante concretas a la hora de valorar GASLIGHT (Luz de gas, 1940). Una de ellas sería quizá la más frívola, como es compararla con la posterior versión norteamericana –GASLIGHT (Luz que agoniza, 1944), firmada por George Cukor para la Metro Goldwyn Mayer, y para cuya promoción el estudio del león no tuvo mayor ocurrencia que intentar destruir las copias del referente norteamericano. Conservando un buen recuerdo del título que protagonizara Charles Boyer e Ingrid Bergman, y denostando de manera clara la actitud esgrimida a partir de la versión inglesa de la obra de Patrick Hamilton, sinceramente estimo que no es ese el mejor camino para intentar penetrar en la entraña de un título invisible durante décadas y, por ello, necesitado de una mirada limpia –aunque irónicamente no sea ese quizá el mejor de los argumentos posibles para un título que entre otros aspectos destaca en todo momento por su alcance sombrío y morboso-. Es decir, que la película que protagoniza estas líneas puede inducirnos a internarnos en la esencia de ese cine británico tanto tiempo denostado –y que de manera sorprendente, o quizá no tanto, emerge con el paso del tiempo con una fuerza inusitada- y, ante todo, internarnos en la personalidad de su realizador, un Thorold Dickinson (1903 – 1984), quien se inició en el terreno de la realización después de su aprendizaje en pleno periodo silente especialmente como guionista, aunque como tantos otros de los directores del cine de las islas, probara armas en diversas vertientes. Lo cierto es que fue en 1930 cuando rueda su primer film SCHOOL FOR SCANDAL, prolongando hasta 1956 una andadura de dieciséis títulos apenas conocidos. Es por ello que el redescubrimiento de GASLIGHT, puede ser un buen punto de partida para indagar en una figura que, y esto hay que reconocerlo, en el título que nos ocupa, demuestra un más que notable talento cinematográfico, erigiéndose este muy por encima del endeble –aunque exitoso en su tiempo- planteamiento dramático que supongo alcanzó la obra teatral que sirvió de base tanto la película que nos ocupa, como el “remake” hollywoodiense firmado por Cukor.

Es más, sin entrar a valorar lo que nos ofrece el título que comentamos, queda claro, que la versión de Dickinson se inclina de manera más clara como un exponente de ese drama psicológico que los ingleses dominaban con mano maestra, introduciendo en él no pocas gotas de conflicto de clases y, sobre todo, ofreciendo todo ello por medio de un sentido de la puesta en escena vibrante y lleno de dinamismo, puesto al servicio de una historia que logra sublimar a través de su tratamiento narrativo y la espesura de su atmósfera. En su lugar, el recuerdo que tengo de la versión de Cukor, se centraba ante todo en su componente melodramático, erigiéndose como un exponente más de la corriente que introdujera con gran éxito Alfred Hitchcock con Rebeca (Rebecca, 1940) –dicho esto sin ningún ánimo peyorativo, puesto que dicho subgénero en líneas generales siempre me ha parecido muy atractivo-.

GASLIGHT se inicia ya de forma inusual, con una extraña disposición de los títulos de crédito en forma de rodillo –en ellos figura el productor, John Corfield, tras el director-. La acción se abre con una espléndida panorámica en grúa situada en Pimlico Square, girando hasta la izquierda, donde se encuentra el nº 12 de dicha calle –epicentro del film-, ascendiendo y alejándose de la mansión, que se mostrada en la totalidad de su exterior. La acción se introduce en el interior de la misma –que en todo momento aparecerá con una densa y sobrecargada escenografía-, donde una anciana –Alice Barlow- distrae su nocturnidad realizando ganchillo confiada en su aparente felicidad. Tras ella aparecerá una sombra –sin modificar el plano-, que finalizará con el estrangulamiento de la misma. No se puede pedir un inicio más rotundo y percutante, y no cabe duda que ya de entrada no es de extrañar que un título así lograra ser un notable éxito, que la avispada mirada de la industria norteamericana deseó llevar hasta sus pantallas. Sin contemplar su rostro, vemos que el asesino en realidad no busca las joyas que pueda portar la anciana, sino un objeto que nunca logrará encontrar, pese a llegar a destrozar con furia los sillones y sofás, incluso aquel donde se sentaba la víctima, a la que no dudará en tirar al suelo –en un plano de casi insoportable dureza-. La llegada de la criada por la mañana, marcará el descubrimiento de la macabra situación, que se extenderá por la prensa londinense.

La mansión se ha puesto en venta, y una hermosa elipsis nos muestra como su abandono y olvido se liga a la metáfora de un árbol que es plantado en esos momentos y ha ido creciendo hasta transcurrir dos décadas, nos brinda la primera muestra del sentido de la síntesis, de una planificación ajustada y destinada a potenciar el sustrato de drama psicológico que, en última instancia, sobresale sobre el elemento de suspense emergido en una mirada superficial sobre la película. Hasta la mansión largo tiempo abandonada llega el matrimonio formado por Paul (Antón Walbrook) y Bella Mallen (Diana Wynyard). Ambos aparentan ser una pareja de impecable condición, aunque muy pronto reciban el rechazo entre la colectividad que les rodea –es ejemplar a este respecto la secuencia de la salida del oficio religioso, en donde se pone en solfa ese puritanismo inherente a la sociedad inglesa de la época-. Sin embargo, más allá de esa superficialidad en el trato que demuestran, los Mallen expresan una relación casi enfermiza, basada en las constantes humillaciones que el esposo brinda hacia Bella, a la que en la práctica trata como una enferma mental. Quizá una de las mayores diferencias a este respecto sobre la versión de Cukor, es la capacidad que Dickinson manifiesta a la hora de trasladar a la pantalla ese juego de humillaciones –uno de los elementos que mejor han definido el drama inglés de todos los tiempos- y que tiempo después manifestarían –dentro de otros ámbitos y contextos- cineastas como el propio Joseph Losey.

Es evidente que Mallen propicia un doble juego en esa constante manipulación a la que somete a su esposa, mientras mantiene una relación adúltera con la joven asistenta Nancy (Cathleen Cordell), asimismo ligada al mozo de la mansión –un elemento que sorprende por su franqueza e incluso sordidez y fue pulido en la versión americana-. Y es que, a fin de cuentas, en GASLIGHT destaca por un lado una extraordinaria ambientación –tanto de interiores como de exteriores-, en la que destacan las secuencias nocturnas y sombrías, donde los claroscuros no presagian ningún elemento para el optimismo, sobre todo de cara a la sufrida Bella, a la que su esposo no deja en ningún momento de someter a crueles pruebas que pongan en duda su estabilidad emocional. Pero al mismo tiempo, los interiores del film, centrados en la mansión que ocupa el nº 12 de Pimplico Square, destacan ya desde esa extraordinaria secuencia inicial –remontada dos décadas antes con motivo del crimen cometido-, por una escenografía sobrecargada y asfixiante, trasladando al espectador esa sensación opresiva, a la que contribuirán no poco esos enfrentamientos que mantendrán ambos esposos. Serán instantes en los que el uso de los primeros planos y la potencia siniestra del rostro de Walbrook, se contrapondrá a la indefensión manifestada por la Codell, quien poco a poco se irá introduciendo en una espiral de matices casi fantasmagóricos –quizá en ocasiones un tanto pueriles, fruto de la base de la que emana su argumento-, aunque siempre potenciados por la entrega de la puesta en escena de un realizador británico que, sin duda, merecería un mayor seguimiento, ante todo, para conocer si las virtudes detectadas en esta ocasión son solo fruto aislado de la inspiración o, por el contrario, formaban parte de la personalidad de un cineasta con un mundo expresivo personal –me inclino a aportar por esta segunda vertiente-.

Y es que en el título que nos ocupa se detecta una especial oscuridad en su trazado –destacable la labor como operador de fotografía de Bernard Knowles-, en la crueldad con la que se muestra la frustrada relación social de los Mallen con el contexto social en el que se insertan –a la señalada secuencia de la salida de la Iglesia, podemos citar el desapego manifestado en el baile de sociedad, que Paul aprovecha para dejar en evidencia a su esposa, de la que en un momento dado sabremos se casó para utilizar su dinero y comprar esta mansión con fines ocultos. Es en ese aspecto concreto, donde GASLIGHT ofrece el elemento de investigación propiciado de forma inesperada por B. G. Rouge (estupendo Frank Pettinguell), quien cuando se produjo el asesinato que iniciara el film ejerció como policía, dejando el caso sin encontrar al asesino. Desde el primer momento, este sospechará que Mallen es en realidad Louis Barre, en quien recayeron todas sus sospechas, aunque en realidad nunca pudieran probarse las mismas, debido sobre todo a la huída de este. Será a partir de la confluencia de dos factores –la extraña búsqueda de Mallen de unos objetos que el espectador desconoce, y la de Rouge de indicios que avalen su teoría, donde se produzca un episodio nocturno e interior magnífico, cuando ambos se encuentren en el edificio anexo; el nº 14 de Pimlico Square- abandonado y lleno de telarañas, que podría aparecer como escenario de cualquiera de las producciones de la Universal, donde el ex policía confirma parte de sus sospechas, mientras el esposo se afana en una búsqueda inútil, al tiempo que con sus pasos incide en el constante terror a que ha visto sometida a su esposa. Serán instantes en los que ese aire fantasmagórico que por momentos impregna la película, adquieran una presencia casi pregnante, pese a estar dispuesta en una situación en teoría clarificadora de elementos que hasta entonces dejaban margen a la duda –esos objetos que iban desapareciendo, y que podían hacer dudar al espectador sobre la presunta locura de la protagonista-.

En definitiva, si GASLIGHT se erige en la realidad como un título notable, y en no pocos momentos magnífico, reside en esencia en el arrojo, la densidad y la capacidad para profundizar a través de la planificación, la ambientación y el juego de cámara, ese drama psicológico sobre un asesino arribista que, en esencia, contiene una historia de suspense, por lo demás bastante superada en las costuras de su arquetípico argumento. Para aquellos que siempre –creo que con demasiada ligereza- han reprochado al cine inglés su condición de servir de base a un concepto de clase media, el film de Dickinson es una de las numerosas demostraciones de que, mucho antes de que surgiera el Free Cinema, en tantas y tantas producciones de ambientación de época, se planteaba en ocasiones con contundencia y dureza ese conflicto de clases que en este caso se manifiesta de manera casi física, que tiene además el acierto de concluir con una elección de cámara casi simétrica a la que inicia la misma; un elegante movimiento de grúa se aleja de la mansión en la que se ha centrado la acción, deteniéndose en una farola en donde la luz de una llama permanece encendida en la nocturnidad londinense. La normalidad ha vuelto a la noche de la ciudad, tras la resolución de un drama criminal inmerso en una casi irrespirable vivienda veinte años atrás.

Calificación: 3