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CINEMA DE PERRA GORDA

Vincent Sherman

THE GARMENT JUNGLE (1956, Vincent Sherman & Robert Aldrich) Bestias de la ciudad

THE  GARMENT JUNGLE (1956, Vincent Sherman & Robert Aldrich) Bestias de la ciudad

THE GARMENT JUNGLE (Bestias de la ciudad, 1956) es, lo que suele denominarse, un film maldito. Las azarosas circunstancias de producción que motivaron la salida de la dirección del mismo de Robert Aldrich, han condicionado tanto el resultado como, sobre todo, la valoración del mismo. Al parecer, Aldrich se insertó en la recreación de una historia dura e inusual, centrada en la incidencia del sindicalismo y la mafia en el mundo de la moda en Nueva York. Las fuentes varían en torno al momento en que Aldrich abandonó el rodaje –algunos señalan que solo quedaban cinco días-, siendo sustituido por el preboste de la Columbia, Harry Cohn, por el ya veterano Vincent Sherman. En estas circunstancias, es hasta cierto punto comprensible que su configuración final pueda ser cuestionada. Ahí es nada, expresar un caso más de traición a los deseos de un artista, dentro del engranaje de la tiranía del cine de estudios.

Pero no siempre la integridad de una obra va en justa repercusión con la valía de sus imágenes, ni las supuestas interferencias han de concluir en un conjunto rechazable. Sencillamente, cada caso es un mundo en sí mismo. Y digo esto, porque contemplando las suavizadas y en ocasiones crispadas imágenes de THE GARMENT JUNGLE, uno encuentra más equilibrio que otros dramas rodados por Aldrich en solitario en aquel tiempo –pienso por ejemplo en el chirriante AUTUMN LEAVES, del mismo año-. Contra lo que pudiera parecer, y pese a ciertos desajustes y apresuramientos marcados en sus pasajes finales, estimo que nos encontramos con una atractiva propuesta que combina esa no muy habitual visión dentro del cine USA inclinada a temáticas sociales –en este caso heredada del ON THE WATERFRONT (La ley del silencio, 1954 de Elia Kazan; la presencia de Lee J. Coob no resulta casual-. Una especie de drama noir tardío, que aparece como un modelo casi agotado –aunque eficaz-, antes de que surgieran propuestas más sombrías y neo expresionistas, intentando buscar nuevos caminos a un género que se introducía en un ámbito socio temporal lleno de tensión.

Esto último es algo que comparte THE GARMENT JUNGLE, ya que sus fotogramas por momentos transpiran esa aura de incomodidad existente en un ámbito temporal en el que la negrura del macacarthysmo parecía disiparse, aunque sus ecos tuvieran aún cierta presencia. Es algo que aquí y allá, aparece en esta película, que prende ya desde su secuencia progenérico, describiendo una voz en off el distrito newyorkino de la moda –el denominado Garment-. A continuación la acción se trasladará al interior de la Roxton Fashion, empresa comandada con garra por el curtido Walter Mitchell (Lee J. Coob). Este discutirá con uno de sus socios, empeñado en que los trabajadores se sindiquen y, sobre todo, abandonen la protección que Mitchell asume desde hace tiempo de determinados grupos de matones. El espectador contemplará su asesinato, que en principio se mostrará como un supuesto accidente, al sabotearse el ascensor tripulado por este, descendiendo. La dramática introducción coincidirá con el regreso al entorno de Mitchell de su joven hijo Alan (un Kerwin Matthews que en esta película da la medida de un carisma que no prolongó en su carrera posterior). Antiguo combatiente de Corea, muy pronto percibiremos el por otra parte bastante habitual enfrentamiento generacional, que tendrá su moneda de toque en la progresiva comprensión que Alan manifestará hacia la humanidad existente en el movimiento sindical. Necesidad incluso que su padre jamás asumirá, manteniendo su coqueteo con el grupo del hampa comandado por el siniestro Artie Ravidge (impecable Richard Boone).

Una vez entrados en materia, surgirá el líder sindical Tulio Renata (el posterior villano Robert Loggia), a quien Alan se irá acercando, conociendo a su joven esposa –Teresa (Gia Scala)-, en una secuencia en la que la planificación marcará esa inmediata atracción que se establecerá entre ambos, imposible en ese momento de prolongar al encontrarse la joven casada.

Será un elemento que casi nos introducirá en ese riesgo de desaparición de Renata, como norma casi insoslayable al establecerse un extraño triangulo sentimental, en una película que combina dicha condición genérica, entremezclada con la crónica cercana al noir de lucha entre el grupo mafioso y la creciente influencia sindical. Y es curioso señalar esta circunstancia, que cuando en aquellos años, películas firmadas por cineastas por Martin Ritt o Don Siegel, centradas en ámbitos de delincuencia y narrativa percutante, han perdido vigencia con el paso de los años. De manera paradójica, la incardinación del convulso proceso laboral y sociológico, el enfrentamiento generacional, y la incipiente atracción que se forjará entre Alan Renata, aparecerá formulada con acierto, por más que en ese ya señalado último tramo aparezcan diversos elementos argumentales, lindando con lo previsible. Sin embargo, hasta que ello se produzca, nos encontramos ante un relato que sabe alternar la tensión con lo emocional, la presencia de lo intimista –los instantes en los que los dos jóvenes se encuentran en la vivienda de Renata junto a su suegra, temerosos de la actuación de los esbirros de Ravidge-, con secuencias dominadas por la tensión e incluso el virtuosismo dramático –el episodio en el que Tulio es apuñalado, tras el ataque de los matones, entre los que se encontrarán delatores y traidores del propio sindicato-, o incluso algunas de índole documental que sorprenden por su autenticidad –las que describen el multitudinario funeral del líder sindical-.

En esa confluencia de elementos, que en ocasiones sorprenden, en otras aparecen insertos en las mejores aguas del thriller urbano –la huída de Teresa por unos tejados, alejándose de la persecución de los matones de Artie, en búsqueda de esos libros de cuentas que podrían incriminar a este en una demanda que saque a la luz todas sus irregularidades contables-. Un título caracterizado por su condición innoble pero que, por el contrario, aguanta muy bien el paso del tiempo, conteniendo además un personaje fascinante dentro de ese lugar discreto y secundario en el que siempre se inserta. Se trata de Lee Hackett (Valerie French), que además de ser una gran cliente de Mitchell, en no pocas ocasiones se erigirá como la voz de su conciencia, siendo la que determinará cuando este sea asesinado de manera violenta, la decisión última de incriminar al entorno del facineroso Artie.

Extraña propuesta descrita en unos ámbitos –el de la moda y el mundo sindical- de manera insólita, en un contexto temporal revestido de convulsión para la vida americana, podrá cuestionarse de THE GARMENT JUNGLE, por no haber profundizado en las líneas que marca su base argumental, pero jamás por no encontrarnos ante un drama lleno de interés.

Calificación:

NORA PRENTISS (1947, Vincent Sherman) La sentencia

NORA PRENTISS (1947, Vincent Sherman) La sentencia

Rodada en el momento de mayor inspiración de su cineasta, el artesanal pero en no pocas ocasiones valioso Vincent Sherman, NORA PRENTISS (La sentencia, 1947) es, no solo uno de los mejores exponentes de la filmografía del cineasta –quizá solo superado, entre los títulos suyos que he podido contemplar, por la posterior THE DAMNED DON’T CRY (1950), con la que comparte elementos como la presencia de un flash-back que se extenderá a la casi totalidad de la película, o su aire de drama noir, marco este en el que Sherman demostró ser uno de los más competentes facturado del periodo dorado de la Warner –junto a Jean Negulesco o Michael Curtiz, por citar dos ejemplos más reconocidos-. En la conjunción de todos estos factores, nos encontramos ante una semidesconocida gema del estudio, que alcanza en todo momento una atmósfera de especial alcance sombrío a través de las oscuras tonalidades fotográficas brindadas desde sus primeros instantes por la fotografía del gran James Wong Howe, a través de esa panorámica general sobre la ciudad de San Francisco, que nos traslada a la detención de un ser que irá con la cara cubierta y acompañado por su abogado de oficio, quien en su encuentro en la celda no logrará de este manifestación alguna. Ello dará pie al ya mencionado flash-back que nos retrotraerá a la casi totalidad del metraje, introduciéndonos en sus primeros pasajes en la vida cotidiana de la familia que encabeza Richard Talbot (una impecable composición del habitualmente estólido Kent Smith). Se trata de un respetado doctor casado durante dos décadas con Lucy y padre de dos hijos. En estas primeras secuencias percibiremos con notable nitidez la rutina que preside un matrimonio que se adentra en un periodo en el que cualquier atisbo de felicidad ha sido transmutado por el conformismo y la simple derivación de la convivencia. Talbot establece sus jornadas intentando disimular los primeros aspectos de su madurez –genial el detalle de atusarse antes de salir hacia la consulta-, sobrellevando un ritual casi inalterable en el que la atención a su clientela aparece como algo tan funcional como caracterizado por su frialdad. A ese respecto, el trato dispensado al pobre enfermo de corazón al que le quedan pocos meses de vida –Walter Bailey (John Ridgely)-, es revelador de esa ritualidad que en el fondo esconde la ausencia de alicientes que ofrece la vida de este respectado galeno, descrito con un extraño sentido de lo sombrío por la cámara de Sherman.

Todo ello tendrá un punto de inflexión cuando Talbot atienda el accidente que ha sufrido en la calle la joven Nora Prentiss (la magnífica y eternamente infravalorada Ann Sheridan), una cantante de club que vive muy cerca de la consulta del médico, y durante tiempo ha observado sus costumbres. Una de las virtudes de la película, reside en la cotidianeidad con la que se expone en la pantalla la casi inevitable relación que se establecerá entre el hasta entonces hastiado protagonista y la cantante, que se encuentra a punto de viajar hasta New York, para ejercer como cantante en el nuevo club que allí quiere abrir su descubridor, Phil Dinardo (Robert Alda). Huyendo de cualquier connotación moralista –Nora nunca se establece como una femme fatal-, aunque acercándonos en algunos instantes al cariz de propuestas como SCARLET STREET (Perversidad, 1945. Fritz Lang). Poco a poco, y sin que él lo pueda remediar, el médico irá desatendiendo sus ritos familiares –llegará a olvidar el cumpleaños de su hija- e incluso profesionales –en una operación la ayuda de su fiel compañero de clínica le salvará de provocar la muerte del paciente-. Talbot entrará en una espiral de obsesión cegado por el deseo que le brinda Nora, una mujer que le da todo aquello que su esposa ya es incapaz de ofrecerle. Mediante un rápido montaje, veremos a la pareja viviendo momentos de intensa felicidad aunque siempre a escondidas, simulando el protagonista compromisos profesionales nocturnos, hasta que llegue un punto en el que ni este pueda seguir soportando vivir a escondidas una vida paralela, Nora resignarse a ser un complemento, y la esposa de Talbot intuir que hay una segunda mujer en su vida.

Ello forzará al doctor a solicitar a su esposa por escrito el divorcio –no tendrá arrestos en la debilidad de su personalidad para demandarlo cara a cara-, aunque un elemento se interpondrá en su destino; la llegada de ese enfermo de corazón que vivía de manera solitaria, y que fallecerá de noche, estando solo Talbot. Por ello este decidirá suplantar la identidad del fallecido –que se encontraba solo en el mundo-, y simular también un supuesto suicidio del doctor quemando el coche en el que ha ubicado el cadáver de Bailey –insertando en él todos sus elementos, y comprobando de inmediato la semejanza física existente entre ambos-. Así pues, y cuando Nora se encontraba a punto de viajar hasta New York –le había pedido a su amante que abandonaran su aventura-, este abandonará la identidad que hasta entonces han tenido, simulando ser Robert Thompson, viajando hasta la ciudad de la Gran Manzana junto a ella, donde ambos se hospedarán en un hotel. Mientras tanto, la esposa de Talbot observará como en la cuenta corriente se han producido una serie de considerables salidas de dinero, que tuvieron una de seis mil quinientos dólares el mismo día de la supuesta muerte de su esposo. En la gran urbe, poco a poco la relación entre Nora y Talbot se irá deteriorando, ya que este no ha confesado a su amante la realidad de su situación, hasta que llegue un momento en el que le plantee la realidad de la misma. La joven por su parte –y ante la imposibilidad de Richard de poder ejercer ni plantearse el divorcio- accederá a formar parte del show del nuevo local de Dinardo, mientras el antiguo galeno irá degradándose y adentrándose en una espiral autodestructiva, que le llevará finalmente a vivir un enfrentamiento con el dueño del club y eterno aspirante al amor de Nora, a consecuencias del cual sufrirá un espectacular accidente de tráfico que dejará su rostro desfigurado.

Será el inicio de la definitiva resignación de un hombre al que las autoridades acusarán ¡por haber sido el asesino de sí mismo!, ya que con su silencio y el aterrador aspecto que ha quedado de su rostro –las imágenes en las que nos muestra este detrás de las rejas, o cuando la cámara lo encuadra en plena vista para determinar su culpabilidad o inocencia, son demoledoras-, parece decidido a acabar con su propia vida, como única salida a la situación en la que se ha introducido, siendo incapaz de revelar la realidad de su personalidad a una familia que lo supone muerto y cree no lo perdonaría, y a su propia decrepitud física, que le haría imposible reiniciar el camino con Nora, a la que pedirá que no interceda por él, revelando la verdad de la historia por la que ha sido condenado por ese falso asesinato.

Son varios los factores que proporcionan ese extraño interés a NORA PRENTISS. El primero de todos, es sin lugar a duda el atractivo del guión de Paul Webster y Jack Sobell que sirve de base el conjunto del film, en el que ningún detalle o elemento está expuesto al azar. Desde la forma de atildarse del protagonista como elemento de simular su indeseada madurez –y que más adelante se convertirá en la eliminación de su bigote, cuando inicie su segunda identidad-; la utilización de un nombre falso cuando sea presentado ante Dinardo –que luego servirá para ser recuperado una vez viaje a New York-; la inesperada presencia en estado de urgencia del enfermo de corazón, justo cuando el médico iba a escribir la carta pidiendo el divorcio a su mujer… Toda una serie de incidencias y elementos, que se insertan con un impecable sentido de la coherencia. Junto a todos estos elementos podemos destacar ese ya señalado aire sombrío y desasosegador que le brinda su patina fotográfica. Incluso en aquellos instantes iniciales donde se ofrece esa crónica familiar del entorno del doctor, definida por la rutina y la ausencia de emociones, que son las que aportará de manera inesperada Nora al entorno del apocado protagonista. Unamos a ello la ausencia de moralismos –el propio Talbot decidirá inmolarse al encontrarse destruido interiormente, pero en ello se atisba una elección moral que se aleja del sentido de la culpa más o menos convencional-. Todos estos factores son trabajados con auténtico interés en las manos de un inspirado Vincent Sherman, hasta el punto de lograr un conjunto atractivo, que si bien no se eleva aún más si cabe en su caudal de virtudes, es por el hecho de que en Sherman se encuentre un realizador competente, pero incapaz de aportar un mundo propio en su metraje. Ello no nos debe impedir valorar el más que considerable bagaje de este mélo noir, que culmina con ese picado en oscuro plano general, tomado desde el interior de la prisión, en donde Nora quizá aún albergue cierto grado de esperanza, al encontrarse Dinardo escondido esperándola, después de su contacto último con ese hombre que desea morir, para huir del infierno que él mismo ha creado para huir de su mediocridad existencial.

Calificación: 3

UNDERGROUND (1941, Vincent Sherman)

UNDERGROUND (1941, Vincent Sherman)

Es curioso constatar que cuando el cine antizani se va insertando en la producción norteamericana, funciona en sus primeros pasos de forma más contundente, cuando los relatos producidos se insertan dentro de marcos cotidianos e incluso de conflictos familiares, antes que los que se realizaban con un exclusivo afán didáctico, que han envejecido de manera más ostensible –es el caso de CONFESSIONAS ON A NAZI SPY (1939, Anatole Litvak)-, por poner un ejemplo concreto, también producido por la Warner, el mismo estudio que el título que centra estas líneas-. En su oposición, una propuesta como UNDERGROUND (1941, Vincent Sherman) puede considerarse –además de una sorprendentemente atractiva propuesta de esta vertiente-, una directa heredera, aunque asumiendo el estilo de la Warner y sin duda una personalidad menos marcada, que la esgrimida por el gran Frank Borzage de THREE COMRADOS (1938) o THE MORTAL STORM (1940) en el seno de la Metro Goldwyn Mayer. Más allá de suponer –sobre todo la segunda de ellas- exponentes magníficos –también podríamos incluir en ese capítulo el poco recordado THE SEVENTH CROSS (1944) de Fred Zinnemann-, de la influencia que el nazismo supuso como ruptura de la cotidianeidad de una sociedad a la que su presencia contribuyó a que aflorrara el lado más oscuro del ser humano, lo cierto es que UNDERGROUND viene a reafirmar el creciente interés que personalmente me viene reafirmando el ir contemplando diversas obras de Vincent Sherman, al que durante décadas se confinó entre los destajistas de la Warner –algo que en cierta medida nunca dejó de seer verdad- pero que cada vez encuentro en su filmografía más títulos llenos de atractivo.

El de esta película se ofrece ya desde sus primeros compases, con una panorámica vertical que indica el título del film en el quicio de una puerta a oscuras, siguiendo los títulos de crédito iluminados en medio de una penumbra que se erigirá prácticamente en la máxima protagonista de un relato protagonizado por la familia Franken. Un núcleo formado por una pareja de avanzada edad, una criada y dos hijos. Uno de ellos –Eric (Philip Dorn)-, en realidad es el líder de la emisora radiofónica de la resistencia que actúa en una Alemania que se encuentra por completo dominada por el III Reich, pero que pese a ello no logra cerrar las fisuras que brinda una resistencia organizada y cohesionada, que sabe llegar a transmitir primero de panfletos y las ondas de la radio, las verdades de un régimen que interiormente logra alienar a la población mediante el control de los resortes de la verdad. Sin embargo, la labor de Eric encontrará un inesperado contratiempo en lo que debería suponer un motivo de alegría; el retorno de su hermano Kurt (un excesivamente opaco Jeffrey Lynn), a quien han licenciado debido a haber perdido un brazo en el combate. El impacto recibido en la familia –que desconocía el hecho- por el suceso, no impedirá a Eric proseguir con la emisión que tenía prevista, y que a punto estará de ser localizada por las fuerzas nazis que encabeza el temible coronel Heller (Martin Kosleck). Muy pronto –y en ello Sherman sabrá articular la tensión existente entre los personajes que se encuentran en el interior de la vivienda de los Franken-, con la llegada de un vecino que pondrá en evidencia la realidad de la represión nazi, y la alienación que aún sigue albergando la mente del recién llegado, entendiendo que aquellos que no comparten el nazismo han de ser considerados como traidores a la patria.

A partir de dicha premisa, UNDERGROUND –que parte de un inteligente guión de Charles Grayson, a partir de una historia elaborada por Edwin Justus Mayer y Oliver H. P. Garrett-, destaca en la densidad con el que se entrecruzan diversas subtramas, como puede ser la casi imposible integración del manco Kurt en la cotidinaneidad de una Alemania en la que solo puede lucir su vistoso e inútil uniforme nazi; la inteligente organización de una resistencia que logra penetrar incluso en los antros del poder; las grietas que se establecen en los mandos del III Reich con la simple manera de introducir una rumorología que es convenientemente exagerada por todos ellos -un apunte humorístico de sorprendente efectividad- y, sobre todo, la capacidad que se manifiesta en todo momento, a la hora de describir una Alemania totalmente amordazada por las fuerzas represivas del régimen de Hitler, al tiempo quen sobre ellas se refleje el sentir verdadero de una sociedad sobre la que se siente el miedo, manifestado en la película, sobre todo, por esas constantes espesuras y tonos sombríos –estupenda labor como operador de fotografía de Sid Hickox-, que unido al ritmo que mantiene el conjunto del relato, a los giros de guión expresados en el mismo –la visita de las fuerzas de la gestapo a la taberna en donde intentan desarticular a los resistentes, matando a uno de ellos –Josef (un jovencísimo Henry Brandon)-, el amor que Erik sentirá por la joven violoncelista componente de la resistencia –Sylvia (Kaaren Verne)-, y que condicionará el devenir de su comportamiento, o el episodio final, en el que finalmente este –una vez habiendo contribuido involuntariamente a que su hermano y el colectivo resistente sea detenido y condenado a muerte, contemple y advierta el horror de ese nazismo al que ha defendido hasta entonces. Será el instante en el que la infiltrada en el cuartel nazi le plantee la posibilidad de reemplazar a su hermano –de seguro condenado a muerte- al encabezar la resistencia a través de las ondas de la radio. Para ello, le mostrará las formas de tortura ejecutadas por los hombres de Keller, e incluso en un memorable episodio final, la cita que se albergaba en un cuadro familiar correspondiente a Shapkespeaere, permitirá a Eric asumir su muerte en la guillotina, con la alegría postrera de saber que su hermano ha prolongado la labor que él iniciara, a través de unas reconstruidas ondas radiofónicas que se escucharán en el propio patio del cadalso.

Poco conocida y apreciada, UNDERGROUND supone una gratísima sorpresa dentro de los primeros exponentes del cine antinazi norteamericano, al tiempo que poco a poco me permita reconsiderar la limitada opinión que hasta hace unos años albergaba sobre las capacidades de su realizador. Sin duda Sherman sabía mostrar en la pantalla las contradicciones y recovecos del drama, bien fuera en relatos como este, de marcado alcance antinazi y, por ende, actual –no sería el único en que tratara dicha temática, recordemos el insólito ALL THOUGHT THE NIGHT (1941) - o en otros más escorados al melodrama noir como THE DAMNED DON’T CRY (1950), que sigo considerando el mejor título de una obra nada escasa en títulos de interés.

Calificación: 3’5

THE RETURN OF DR. X (1939, Vincent Sherman)

THE RETURN OF DR. X (1939, Vincent Sherman)

Conocido por ser uno de los más recurrentes –y en ocasiones inspirados- directores con que contó la nómina de la Warner Bros, a la hora de apostar de manera decidida por los melodramas –y también el policíaco- durante toda la década de los años cuarenta y primeros cincuenta, pocos apreciarán sin embargo que la filmografía del vienés Vincent Sherman (1906 – 2006), se extendió en una treintena de largometrajes –uno de ellos incluso rodado en nuestro país-, y una posterior y amplia aportación televisiva. La misma, se inició con una sencilla, discreta pero al mismo tiempo simpática muestra de serie B dentro de su estudio de siempre, en la que se combinaba con desigual fortuna el misterio con la comedia –más acierto se alcanza en esa segunda vertiente que en la primera de ellas, todo hay que decirlo-. Con una duración que apenas sobrepasa la hora de duración, THE RETURN OF DR. X (1939), se asomaba a la pantalla como prolongación del ya lejano film de Michael Curtiz DOCTOR X (El Doctor X, 1932). En realidad, la propuesta auspiciada por el principiante Sherman se ofrece como una oportunidad para aprovechar el filón que aún venía capitalizando la Universal dentro del cine de terror, con unos cada vez más decrecientes exponentes que todos los aficionados conocen. En realidad, los primeros instantes de la película que comentamos nos predisponen a lo peor, con la presentación del periodista Wichita Garrett, encarnado por el insípido Wayne Morris –un galán al que se quiso lanzar infructuosamente dentro del estudio en KID GALAHAD (1937, Michael Curtiz)-. Los instantes de comedia que acompañan sus primeras andanzas y el encuentro con el cadáver de la actriz Angela Merrova, preludian la asistencia a un conjunto poco menos que insufrible, sobre todo observando esa escasa capacidad de integrar los aspectos de torpeza en el personaje protagonista, y los matices mortuorios que albergan dicho encuentro.

Por fortuna, y pese esos poco alentadores primeros minutos, preciso es reconocer que dentro de su modestia, THE RETURN OF DR. X levanta modestamente el vuelo, basándose a grandes rasgos en la agilidad de su ritmo y el ajustado juego de cámara demostrado por un director que sabe aplicar los movimientos adecuados a cada situación planteada. También, a partir de ese momento, y del desengaño que sufre el periodista al comprobar que lo que iba a ser una sensacional primicia, en realidad convierte al ambicioso e impetuoso reportero en el hazmerreír de la profesión, al comprobar la policía que tal cadáver en realidad no existe. Su caída en picado proseguirá hasta ser despedido del rotativo en que trabajaba. La desesperada situación le llevará a pedir la ayuda a su amigo, el también joven dr. Mike Rhodes (Dennis Morgan). Será el inicio que servirá a desenredar el ovillo, sobre todo al producirse el asesinato de un donante de un tipo de sangre muy especial. Ello nos llevará a la figura del dr. Flegg (John Litel), superior de Rhodes y, de manera implícita, al extraño y misterioso ayudante de este –Quesne (un Humphrey Bogart, cuya aparición con un aspecto cerúleo y fantasmal incide en ese aspecto e introduce la película en ese aroma inquietante que, aunque presente de manera intermitente, contribuirá a elevar su menguado interés)-. Y es que para valorar los modestos pero apreciables valores del film de Sherman, el espectador ha de asumir ciertas tragaderas de verosimilitud. Aspectos como el hecho de que el periodista pueda erigirse casi en testigo directo de las explicaciones y situaciones que contempla desde una ventana exterior de la mansión de Flegg, el viaje de un taxista con la enfermera de la que espera lograr sangre Quesne para mantenerse con vida, que no duda en preguntarse como se dirige a una casona situada en un campo nocturno y neblinoso, con un ser de tan siniestro aspecto y una mujer anestesiada con cloroformo… Ya lo decía al inicio de estas líneas y me mantengo en ello, que para apreciar la simpatía que en última instancia me despierta THE RETURN OF DR. X, prefiero centrarme en la progresiva humanización que advertimos en Flegg. Este dejará de convertirse en un personaje siniestro, no dudando en relatar al joven reportero y a Rhodes la verdadera naturaleza de sus descubrimientos, intentando erigirse en una nueva variación del gran demiurgo de la ciencia, investigando a través de los distintos tipos de sangre la posibilidad de utilizar una variante que pudiera regenerar la vida. Para ello no dudó en su momento en devolver la vida a un médico condenado a la silla eléctrica –posteriormente convertido en Quesne-, para junto a su ayuda lograr culminar con éxito sus experimentos, de los cuales reconoció finalmente “no encontrar el hilo conductor de la vida”. Es en esas circunstancias cuando el metraje se imbuye de una vertiente sombría e inquietante –en el que destacará la definitiva muerte de la actriz que Wichita encontrara por vez primera fallecida-, aspecto en el que incidirá el oportuno juego de iluminación en luces y sombras, y el creciente protagonismo adquirido por el personaje encarnado por Bogart, quien se erige como una moderna e insólita versión vampírica, situándose de forma muy curiosa en primer lugar en los títulos de crédito finales.

Así pues, sin poder destacar en THE RETURN OF DR. X unas especiales virtudes, no cabe duda que dentro de sus menguadas pero apreciables cualidades, demuestran ante todo la agilidad con la que Sherman acometió el posterior devenir de su carrera. Una filmografía nunca de grandes pretensiones, pero quizá en casi todo momento revestida de una innegable eficacia, de la cual esta pequeña producción de misterio supuso en su momento un aceptable aunque discreto anticipo.

Calificación: 2

MR. SKEFFINGTON (1944, Vincent Sherman)

MR. SKEFFINGTON (1944, Vincent Sherman)

Mezcla de típica producción de la Warner al servicio de una de sus máximas stars –Bette Davis- en la que se inserta a partes iguales comedia y drama, MR. SKEFFINGTON (1944, Vincent Sherman) es, ante todo, un film desconcertante. Lo es en la medida que su largo –excesivo- metraje, oscila entre lo banal y lo conmovedor, en que su componente de comedia en no pocas ocasiones chirría cuando enturbia un relato más o menos bien planteado, o cuando este incorpora al mismo un elemento de crónica de la vida sociopolítica de los Estados Unidos durante tres décadas cruciales para su historia contemporánea. De cualquier manera, y partiendo de antemano en el reconocimiento de esa irregularidad, no cabe duda que su conjunto alcanza un cierto grado de atractivo, lamentando tan sólo la sensación latente que se intuye, centrada en el hecho que una mayor profundización del material dramático que ofrece el film –el guión de los hermanos Julius & Philip G. Epstein, basado en una historia de Elizabeth von Arnim-, hubiera logrado trascender en mayor grado sus posibilidades. Quizá habiendo contado con un realizador de mayor personalidad y agudeza que este Vincente Sherman eficaz y competente, pero al mismo tiempo escasamente capaz de salirse de los cauces que marca la productora, de ofrecer un vehículo para el lucimiento de su protagonista femenina.

La película se inicia en el New York de principios del siglo XX. En medio de un contexto desprejuiciado, se desarrolla la existencia de la joven y deseada Fanny Trellis (Bette Davis). Se trata de una muchacha consciente de su atractivo entre los hombres, que le gusta vivir al borde del abismo, y que no tiene la más mínima preocupación a la hora de sobrellevar una existencia superficial en la que incluso la herencia familiar que posee se vea abocada a la ruina. Será una faceta en la que tendrá un aliado de excepción en la figura de su frívolo hermano Trippy (Richard Waring), cuya voracidad a la hora de insertarse en apuestas de carreras, le llevarán a cometer un desfalco de más de veinte mil dólares en la empresa que comanda Job Skeffington (Claude Rains). Será dicha apurada circunstancia, la que posibilitará la visita de este a la mansión de los Trellis reclamando dicha cantidad, aunque siendo condescendiente con Fanny. Será el primer encuentro, que de alguna manera ligará a dos personas totalmente opuestas, quienes de la noche a la mañana llegarán a casarse, aunque nunca haya una correspondencia entre el amor que Job brindará en todo momento a su frívola esposa. Pese a tener una hija, y a la mediación que en todo momento ofrecerá el siempre prudente George Trellis (Walter Abel), familia de Fanny y Trippy pero más ligado a la sensatez y sentimiento que predominará en la actitud de Skeffington, el paso de los años abocará a la separación de ambos cónyuges, proporcionando el esposo una generosa dotación económica a una Fanny incapaz de asumir ni el papel de madre, ni siquiera mostrar el más mínimo sentimiento de gratitud y cariño hacia un hombre que siempre la ha amado de forma abnegada.

Digamos que si uno se tuviera que basar en esa máxima –que personalmente encuentro muy reveladora- que indica que los primeros minutos de una película predisponen al espectador a vaticinar las presuntas cualidades de la misma, en este caso la predicción no podría ser más negativa. Ese ridículo desfile de acaudalados y estúpidos pretendientes hacen pensar lo peor, a lo que habrá que añadir la cretinez que desprende el personaje de Trippy, o los primeros compases de la sobreactuada y equivocada performance de la Davis, en una de sus caracterizaciones a mi juicio menos convincentes –por más que en su momento recibiera una de sus enésimas nominaciones a los Oscars-. Sin embargo, MR. SKEFFINGTON cobra la necesaria temperatura en el momento que el personaje encarnado de forma memorable por el gran Claude Rains, adquiere un mayor protagonismo en la pantalla. Con su modulación, la entrega y sencillez que brinda su retrato, la película adquiere una calidez y una sensibilidad que, bajo mi punto de vista, proporciona los mejores momentos del film. Momentos como esa inesperada conversación entre ellos, que confluirá en su igualmente inesperada y casi anónima boda, seguida de un viaje de luna de miel entre ambos, brindan a la película uno de sus fragmentos más hermosos. Y es en todos aquellos elementos en donde la interacción –y también los crecientes desprecios-, que sufre Jeb frente a su esposa, en donde por un lado observaremos ese personaje femenino que está definido con ausencia de matices, mientras que el encarnado por Rains ofrece ese aporte de dignidad herida y un amor siempre presente, hacia una mujer que el espectador siempre despreciará –uno de los grandes errores del film residen en no haber incorporado ningún grado de humanización a su personaje-. A partir de dichas coordenadas, el film de Sherman será llevado a cabo con su innata profesionalidad, utilizando con acierto la escenografía de interiores –la pertinencia de secuencias de especial impacto desarrolladas en la escalera central de la mansión de los Trellis-, incorporando a modo de elipsis unas adecuadas pinceladas sociopolíticas que enlazan el paso de los años en nuestros protagonistas, e integrándolos en hechos históricos tan trascendentes como la I Guerra Mundial, la participación americana en la misma, el Crack de 1929, el New Deal de Rooswelt o la llegada del nazismo.

De todos estos elementos se hará mella un film que prefiere por el contrario centrarse en el devenir y prematuro envejecimiento de un ser que solo se preocupó de su aspecto exterior, mostrando incluso hasta a su propia hija un egoísmo envuelto en frialdad. A partir de las tremendas consecuencias que la difteria provocará en la protagonista, se abrirá para ella un abismo de decadencia que no sabrá sobrellevar, aunque entienda en su intimidad la realidad de no representar ya una mujer deseable para nadie –solo lo será para un maduro pretendiente que se encuentra arruinado y busca en ella la posibilidad de salvación económica; plasmado en una secuencia que roza el ridículo-. Fanny consultará a un prestigioso psiquiatra, se gastará ingentes cantidades en postizos que intenten proteger su deteriorado aspecto, y llegará a convocar una fiesta para celebrar su cincuenta cumpleaños, que por su configuración no me extrañaría que sirviera de base para que la que años después rodó Billy Wilder como conclusión de SUNSET BLVD. (El crepúsculo de los dioses, 1950). Pese a su casi dolorosa percepción, lo cierto es que Vincent Sherman nunca apura hasta el fondo las posibilidades del relato, incluso en esos minutos finales que resultan emotivos pero nunca emocionantes, por más que de nuevo la presencia de un hundido Claude Rains conmueva –por su propio trabajo- al espectador, y sirva para que, por única vez en su vida, y quizá con ello alcanzando una definitiva redención a su constante egoísmo, se dedique a corresponder a alguien que la amado desde el primer momento en que se encontró con ella, y que la sigue venerando –quizá por el hecho de quedar ciego tras su internamiento en un campo de concentración nazi-, permitiendo a nuestra protagonista poder seguir manteniendo su ya estéril coquetería.

Como antes señalaba, MR. SKEFFINGTON adolece de una notable irregularidad, aunque no carece de muy buenos momentos, entre los que se podría destacar la intensidad del confesional entre Jeb y su pequeña hija, deseosa de trasladarse con él hasta Alemania, hasta que los dos fundidos en un abrazo deciden viajar juntos, los encadenados que muestran el desinterés de Fanny hacia su hija, mediante los escritos que le manda de año a año, o la declaración de esta, ya crecida, cuando decida abandonarla para unirse en matrimonio con un joven que su madre había pretendido poco antes de caer enferma de la difteria. Pero junto a ello, hay un elemento que deviene chirriante en la película, y me refiero a la banda sonora creada por Frank Waxman. Estoy convencido que con ella quiso aportar una vertiente novedosa, pero la realidad es que acentúa su validez cuando puntea los elementos de comedia que se integran en su metraje –y que a mi modo de ver se encuentran entre lo más prescindible de la misma-, mientras que por el contrario resulta chirriante a la hora de subrayar los crescendos melodramáticos de la misma.

Calificación: 2’5

BACKFIRE (1950, Vincent Sherman)

BACKFIRE (1950, Vincent Sherman)

Las primeras imágenes de BACKFIRE (1950, Vincent Sherman), podrían hacer pensar que su realizador quería revalidar el éxito que había logrado apenas un año antes en Inglaterra con THE HASTY HEARTH (Alma en tinieblas, 1949), en donde trataba el caso de un enfermo incurable –encarnado por Richard Todd-, en medio de la colectividad de un barracón de enfermos situado en Birmania. En esta ocasión nos encontramos en un hospital de veteranos en 1948, donde está internado -recuperándose tras varias operaciones- el joven Bob Corey (Gordon McRae). Este se encuentra en todo momento alentado por su amigo Steve Connolly (Edmond O’Brian) y la fiel enfermera Julie (Virginia Mayo). Es más, cuando en aquel tiempo se estrenaba THE MEN (Hombres, 1950. Fred Zinnemann), resulta previsible pensar que asistimos a los primeros pasos de una corriente que tuvo su prolongación en años sucesivos. Sin embargo, muy pronto el film de Sherman abandona esta configuración, para insertarse en unos senderos numinosos, con la repentina e inquietante presencia en plena nochebuena de una mujer ente el lecho de Bob –que ha sufrido previamente una pesadilla, y al cual se ha inyectado un calmante-, advirtiéndole que Steve se encuentra herido de gravedad en su columna vertebral. El encuentro –revestido de cierto alcance tenebrista-, pronto será asumido por nuestro protagonista como el fruto de un sueño indeseado –aunque hay un detalle que se olvida en una película cuidada en los elementos de intriga, la anotación que esta mujer le realiza y deja en plena cama-. De repente, a su salida del hospital, sin tener noticias de Steve, este será reclamado por la policía, quien le informará de la acusación de asesinato que recae sobre este.

A partir de esos momentos, BACKFIRE se convertirá en el clásico ejemplo de un policíaco correcto, en ocasiones estimable incluso, pero en el que en todo momento se percibe la ausencia del necesario contexto turbio para convertirse en un auténtico noir. Y no es que le falten adscripciones para ello, en la medida que la película se articula en una reiterada sucesión de flash-backs, a través de lo cual girará la investigación paralela auspiciada por Corey, convertido en inesperado e indeseado detective –con esa agradable inexpresividad que mostraba McRae, evidente miscasting en estos lares-. En ese recorrido, poco a poco iremos descubriendo el laberinto en el que se introdujo su veterano compañero -del que cada vez es más consciente de su inocencia-, al tiempo que resultan más sorprendentes los recovecos que nuestro protagonista irá percibiendo, incluso en ocasiones poniendo en riesgo su propia vida, contemplando como a su alrededor se van sucediendo una serie de misteriosos asesinatos. En un momento determinado, tendrá que dar cuenta de sus progresos a unos agentes policiales que no verán con agrado la intromisión del impasible Bob, al que no dudará en ayudar incluso Julie, viviendo ambos una serie de situaciones de índole detectivesca, encaminadas ante todo a la búsqueda de Connelly, al tiempo que logren en sus pesquisas demostrar la inocencia de este, sin dejar de lado descubrir al auténtico culpable de la misteriosa sucesión de crímenes perpetrada.

El film de Sherman se debe ver con cierto agrado, pero lo cierto es que carece casi por completo esa atmósfera malsana propia del mejor noir –recuerdo su posterior THE DAMNED DON’T CRY (1950), en la que al menos se lograba una poderosa química entre la explosiva pareja formada por Joan Crawford y Steve Cochran-. En su lugar, asistimos a una simpática cinta policiaca, en la de dos improvisados aspirantes a detectives –Bob y Julie-, se embarcan sin pretenderlo en unas peligrosas aventuras, donde tan solo en contadas ocasiones se llega a percibir ese aroma oscuro y latente del peligro. Ambas se situarán en el tercio final del film –donde el interés del relato se eleva de forma considerable-, y para la enfermera metida a investigadora, tendrá su punto de inflexión en la visita clandestina al despacho del doctor que conoce el lugar donde está internado Steve, que culminará con el asesinato de este. En cambio para ese aspirante a cowboy –todo el mundo lo llamará así- que no se despeina en toda la película, los minutos finales supondrán el acceso a esa información definitiva, y el conocimiento de quien está detrás de los hilos de esta siniestra trata. Pero no se equivoquen, todo sucede dentro de unos márgenes más o menos “domésticos” –el protagonismo de McRae y la Mayo contribuyen a ello-, pese a que Sherman planifique con convicción, y logre describir una jugosa e incluso divertida galería de personajes secundarios, como ese recepcionista del cochambroso hotel donde se aloja nuestro protagonista, o la propia y veterana empleada de limpieza del mismo, caracterizada por su capacidad para definir a las personas a partir de los zapatos que estas llevan. Una galería que se extenderá al propio comisario encargado de la investigación –el estupendo Ed Begley– impagable su expresión cuando se va a disparar a Stephen huido y da la orden de detener los disparos: “Puede alcanzar a algún contribuyente”, o la propia Viveca Lindfors, caracterizada ya por su inquietante belleza.

Sin embargo, hay un elemento que, para bien y para mal, caracteriza y define la película. Con ello me refiero a la ya señalada abundancia de flash-backs, que parecen ejercer como elemento motriz de la función, y que bajo mi punto de vista en algunas ocasiones suponen incluso un lastre para la continuidad de la misma. No solo eso, sino que incluso en alguna ocasión –con ello me refiero en concreto al relato que el criado oriental herido de muerte, ofrece con todo lujo de detalles poco antes de expirar,  logrando con ello esclarecer el misterio existente- estos aparecen poco menos que increíbles ¿Cómo alguien a punto de morir puede brindar unos recuerdos tan concretos? No cabe duda que, aún siendo una película más o menos estimable, BACKFIRE carece casi por completo –la excepción sería precisamente esa inquietante presencia femenina en plena pesadilla del protagonista-, de lo que denominaríamos el “malestar específico” esencial en el noir. Si a ello unimos la apología a la convención que esgrimen los planos finales –con el triunfo de la pareja y el amigo con destino a su nuevo futuro profesional-, entenderemos que nos encontramos ante un título tan simpático como aséptico e inofensivo.

Calificación: 2

OLD ACQUAITANCE (1943, Vincent Sherman) [Vieja amistad]

OLD ACQUAITANCE (1943, Vincent Sherman) [Vieja amistad]

Aunque sigue siendo un título que goza de cierto predicamento dentro del público norteamericano –tan diferente en gustos en muchos aspectos-, lo cierto es que hoy día OLD ACQUAITANCE (1943, Vincent Sherman) –jamás estrenada comercialmente en España, quizá por la franca alusión a hacer el amor que se plantea en un momento de su metraje, aunque emitida en pases televisivos y editada en DVD bajo el título VIEJA AMISTAD-, es más conocida por partir de una obra teatral de John Van Drutten –también autor del propio guión de la película- que, convenientemente remozada, sirvió para que George Cukor realizara en 1982 el que se convertiría en su interesante y valiente testamento cinematográfico –RICH AND FAMOUS (Ricas y famosas, 1981)-. Como punto de partida, y aunque no sea justo plantear dicha disquisición a la hora de analizar esta producción de la Warner, no cabe duda que el remake de Cukor enriqueció de manera notable, con una aguda actualización e implicaciones psicológicas arriesgadas, un original dramático que en el título que nos ocupa se ciñe a un atractivo pero poco sustancial juguete destinado al lucimiento de su pareja protagonista, encubriendo en sus imágenes un velado discurso sobre la importancia de la oportunidad en la existencia. Será un tema que, de manera latente, discurrirá por todo su metraje, y que ya en los primeros instante del film tiene una metafórica plasmación en el momento en que Millie (Miriam Hopkins) recoge a su mejor amiga, la prestigiosa escritora Kit Marlowe (Bette Davis) regresa a su localidad natal en la década de los años veinte del pasado siglo. Una vez llegado el tren, del mismo no descenderá Kit, teniendo que introducirse en los vagones su amiga para encontrarla dormida. Un instante premonitorio de los cauces por los que discurrirá esta, mezcla de tragicomedia que, si bien está desprovista del grado de hondura que Cukor supo extraer de dicho referente, cierto es que se mantiene con un cierto cauce de frescura, centrado ante todo en la agilidad que Sherman logra insuflar a la película, mediante una planificación que quizá fuerza demasiado borrar su propia procedencia teatral –algo que en sí mismo no tendría que resultar un demérito-, pero que no cabe duda proporciona al conjunto un timming notable, por más que en ciertos momentos de su argumento se dejen entrever los grados de infelicidad que protagonizan sus personajes, en especial la siempre más lúcida Kit.

 

A partir de su reencuentro, la prestigiosa escritora conocerá al marido de esta. Se trata de Preston Drake (John Loder), un hombre amable y atractivo, que de la noche a la mañana tendrá que sufrir el oscurantismo tras su matrimonio con Millie al lograr esta convertirse en una escritora de éxito, aunque practicando una literatura de ínfima calidad –la manera con la que Sherman muestra esa repentina fama y la escasa enjundia de la obra literaria de esta, es tan sutil como venenosa; una elipsis unida a la sobreimpresión de la sucesión de los libros de esta, con unos títulos horrorosos, nos remitirá a ocho años después, en concreto a 1931-. La película se detiene en esos momentos en la relación que mantienen tanto el matrimonio de Preston y Millie, la presencia de la pequeña hija de esta, y la relación que ambos mantienen con Kit. Será un contexto bien diferente, dominado por la estridente personalidad de la insufrible y rentable escritora, empeñada en pensar en que el mundo circula a su alrededor, y en el que la lucidez evidenciada por su fiel amiga no podrá oponer ninguna de las excentricidades y muestras de egoísmo de esta, aunque sí mostrará su lealtad hacia ella al rechazar, pese a que en su fuero interno lo ama tanto como él a ella, la proposición de Preston de ligarse a ella, tras haber tomado la decisión irrevocable de separarse de Millie.

 

Un nuevo salto temporal nos llevará a una década después, en plena II Guerra Mundial, donde una arenga radiofónica de Kit permitirá que Preston –que se ha enrolado en el ejército- pueda localizarla e invitarla. Será un reencuentro que poseerá un trasfondo agridulce, ya que si bien para este le permitirá una inesperada oportunidad de ver de nuevo a su hija, de la que se había separado en el momento que abandonó a su mujer, para Preston supondrá por un lado reconocer que posee un compromiso sentimental –que nunca se mostrará-, y para este contemplar que Kit posee un pretendiente diez años más joven que él –Rudd Kendall (Gig Young)-. En medio de un contexto de infelicidades compartidas y ocasiones perdidas, le prestigiosa escritora será la que, en última instancia, y dada su visión más meditada de las cosas, se verá obligada a un nuevo sacrificio. Un sacrificio que se centrará en la persona de Rudd, al comprobar como este ha asumido las rémoras que la propia Kit le había manifestado hasta entonces al reiterarle este sus propuestas de matrimonio, y de la noche a la mañana se ha enamorado con la propia hija de Preston y Millie, convertida ya en toda una mujer –Deirde (Dolores Morgan)-. Será la última de las renuncias de una mujer que ha vivido la vida demostrando talento y hondura en su obra, pero que en su trayectoria existencial quizá no supo tener el valor necesario, para recoger o sentir en carne propia una serie de posibilidades –sobre todo de relaciones humanas- que sin duda proporcionarían a su vida un matiz más placentero, aunque quizá le hubieran impedido asumir su andadura con el grado de lucidez que había definido hasta entonces su personalidad. Esa sensación de que el pensamiento conlleva sufrimiento, se encuentra trasladado a través de la espléndida labor de Bette Davis –en el que es a mi juicio uno de los mejores papeles de su carrera-, aunque quizá por parte de los responsables de la película no se encuentre lo suficientemente explotado –es una de las facetas que Cukor sí supo extraer en la revisitación fílmica que ejecutó cuatro década después.

 

En su defecto, OLD ACQUAITANCE dirige sus armas en la confrontación de caracteres ofrecida por sus protagonistas –que además observan una transformación física muy adecuada marcando el paso de los años-, aunque en ello personalmente considere que Miriam Hopkins se presta con demasiada facilidad al exceso y la caricatura. Por el contrario, la pintura de los personajes secundarios de la función adquiere la suficiente consistencia, tanto en lo referente al jovencísimo Gig Young –que logra emerger por encima de su aspecto de galán petimetre- y, de manera especial, en la configuración del personaje de Preston. Un hombre callado y amable –al cual el generalmente gris John Loder ofrece la necesaria vulnerabilidad-, que protagonizará el que bajo mi punto de vista se configura como el instante más hermoso del film. Me refiero a ese encuentro en un rincón de hotel entre él y Kitt donde, tras haber abandonado de forma definitiva a su esposa, será rechazado por la persona a la que siempre ha amado. Un momento de dolorosa sinceridad, al cual un beso de despedida entre ambos ofrecerá un pequeño y casi obligado a la vez efímero reconocimiento a un personaje desgraciado que conmueve al espectador por su dignidad herida.

 

Calificación: 2’5