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CINEMA DE PERRA GORDA

Wesley Ruggles

ARE THESE OUR CHILDREN (1931, Wesley Ruggles)

ARE THESE OUR CHILDREN (1931, Wesley Ruggles)

Nos encontramos en los primeros pasos de la Gran Depresión norteamericana. Un ámbito de crítica incidencia social, que tuvo en Hollywood una rotunda -y enriquecedora- expresión. Sería un contexto en el que la producción cinematográfica sería complemente indispensable en el ocio de esa población damnificada, al tiempo que parte de la misma se erigiría como crónica viva de su entorno. Todo ello, tendría una sólida expresión fílmica prácticamente desde los primeros pasos del sonoro, ayudado de manera esencial, con la consolidación de dos corrientes contrapuestas; el cine de gangsters, envuelta en un contexto de crónica social, e incluyo en dicho ámbito, una creciente presencia de análisis del mundo juvenil. Pues bien, uno de los primeros -y estimo que menos recordados- exponentes, de dicha corriente, lo brindaría el versátil y olvidado Wesley Ruggles -más conocida por su aportación a la comedia-, con ARE THESE OUR CHILDREN (1931), rodada a continuación de la exitosa y oscarizada CIMARRON (Cimarrón, 1931). En buena medida, puede decirse que nos encontramos con uno de los precedentes, de una corriente que, casi de inmediato, tendría una significativa expresión, en el seno de la producción de Warner Bros.

Sin embargo, nos estamos en el contexto de la ya consolidada RKO, proponiendo una insólita mirada al desencanto de esa juventud de clase obrera, en medio de una sociedad convulsa. Es lo que propone, con modos en cierto modo originales, la triste deriva vivida por el joven estudiante Eddie Brand (el hoy olvidado Eric Linden, iniciando una andadura de casi una década, encarnando con aciertos, roles juveniles dominados por conflictos interiores). La película se inicia, con el recurso de la plasmación del romanticismo de la joven pareja formada por Eddie, y su abnegada novia -Mary (Rochelle Hudosn)-, siendo encuadrados ambos en medio de una sobreimpresión con leves formas de corazón, mientras hablan con sinceridad durante la noche, en la vivienda de ella. Será la manera de describir la cotidianeidad de un muchacho bondadoso y con aspiraciones, bien cuidado por su abnegada abuela -la Sra. Martin (Beryl Mercer)-, y acompañado por su hermano pequeño Bobby. De cualquier forma, esa búsqueda de un sendero de normalidad social, albergará en Eddie un considerable fracaso personal, al quedar eliminado en una liga de conferenciantes escolares, en la que había puesto tantas ilusiones.

Será el inicio de una peligrosa deriva, en la que el desencanto del protagonista le llevará al desapego de las personas que ama y que le aman, dándose a la vida fácil, a juergas nocturnas, a ingresar en una reducida banda juvenil, en donde incluso recaerá en las redes de la joven Flo Carnes (Arline Judge), perdidamente enamorada de él -se encuentra fascinada ante el atractivo de Eddie-, y que llevará al muchacho al terreno de una abierta sexualidad, quizá para él inédito hasta entonces. En medio de esta deriva, los componentes de la pandilla y sus mujeres, vivirán una borrachera. En medio de la misma, el protagonista llevará a todos en un taxi, a la tienda que regenta su viejo amigo de la familia -Heinie (William Korlamond)-, al objeto de pillar unas botellas de bebida y prolongar la juerga nocturna de ambos. Eddie, completamente borracho, reclamará al viejo Heinie estas. Como quiera que el viejo amigo intente reconducir al muchacho, para que retroceda en sus intenciones, resultará muerto por los disparos de Eddie. A partir de este momento, este contemplará con temor las noticias de la policía, mientras asume su trabajo habitual, relajándose al percibir que pasadas unas semanas, las pesquisas no han dado resultado, intuyendo que su acción pueda quedar impune. Una vez más, su imprudencia, exteriorizando comentarios y actitudes, en el local donde los componentes de la banda reiteran sus juergas, harán que la policía finalmente detenga a todos sus componentes. En principio, todos ellos mantendrán el juramento de exteriorizar unas coartadas que los protejan de la indagación judicial. Sin embargo, una vez más, la arrogancia y, en el fondo, la inmadurez de Eddie, que en un momento dado decidirá actuar como su propio defensor, será el detonante para que la culpabilidad de su asesinato se haga pública, a partir de la imprevista delación de uno de los componentes de la banda, celoso como ha estado siempre, de la vinculación de este a Flo, quien en su declaración como testigo, no dejará de reiterar la pasión que siente por el acusado.

A tenor de este resumen argumental, es más que probable que cualquier aficionado, pueda concluir que ARE THESE OUR CHILDREN, en el fondo, no aparezca más, que un exponente más, de esa pléyade de títulos que poblaron el cine americano en los años 30. Títulos en los que hay de todo, de lo mejor a lo más prescindible. De entrada, el hecho de ser uno de los precursores, le proporciona un plus de significación. Sin embargo, el interés de esta película de Ruggles, va más allá de esta circunstancia. Y es que nos encontramos con un relato que logra trascender esa aura moralista, inherente a buena parte de este tipo de películas, apostando, por el contrario, por un relato que suele hablar en voz baja, y que posee la singularidad, de estar apoyado en ciertos instantes, por sobreimpresiones y electos visuales, poco habituales. Una mirada intimista, que apuesta por la fuerza de sus detalles -esa moneda que Eddie entrega habitualmente a su hermano pequeño, el cariño que demostrará al perro con el que se encontrará en repetidas ocasiones a la puerta de su casa-. Que esgrime una extraña delicadeza al plasmar las relaciones humanas -el perenne sufrimiento de la abuela del protagonista; la sincera e incluso física atracción que Flo siente por Eddie, mostrada con brillantez en su primera explosión sexual, en el off narrativo-. Todo ello, permitirá enriquecer el entorno de ese joven protagonista. En el fondo, un joven de buen fondo, dominado por su inseguridad, y al que esa propia debilidad personal, será, en el fondo, la que le lleve al abismo de su existencia. La cámara de Ruggles acierta al extraer esa dualidad en su comportamiento, ayudado por la mezcla de inocencia y arrogancia que prestará Linden a su personaje, descrita sobre todo en el tercio final, donde este se propondrá como defensor propio, siendo incapaz de evitar la tentación de ser utilizado por la prensa -la coquetería que esgrime, a la hora de posar para los fotógrafos-, creyéndose alguien realizado y, en el fondo, sin darse cuenta, que no acabará, más que como otro juguete roto, de la sociedad cruel e injusta que, de alguna manera ha intentado sortear.

ARE THESE OUR CHILDREN concluirá de manera dolorosa, ante la soledad de la celda donde se encuentra Eddie, en la antesala del corredor de la muerte. Allí recibirá, desolado, a su abuelo, a su resignada novia, y a su pequeño hermano -para ello, pedirá una moneda a su vigilante, para poder entregársela, como último gesto de complicidad-. Y, en ese momento, la cámara se detendrá en plano medio sobre nuestro protagonista. Llegarán a sonar ciertos coros celestiales, mientras este entona un padrenuestro. Pero, contra ese riesgo moralizante, la fuerza que Ruggles imprime a ese plano, o la propia intensidad de su plasmación física, es una muestra de esa capacidad que ha venido demostrando hasta ese momento, logrando sortear una serie de lugares comunes, que en exponentes posteriores de esta corriente aparecían ligados casi por inercia y que, en este caso, permite un relato, en el que un notable grado de autenticidad y garra cinematográfica, preside su conjunto.

Calificación: 3

CIMARRON (1931, Wesley Ruggles) Cimarrón

CIMARRON (1931, Wesley Ruggles) Cimarrón

Hermano del actor cómico Charles Ruggles, lo cierto es que la figura de Wesley Ruggles (1889 – 1972) representa a un director casi olvidado, quedando como uno de los artesanos que durante la década de los años treinta e inicios de los cuarenta, gozó de un cierto predicamento. Por ejemplo, en el canónico ‘50 años de cine norteamericano’ Tavernier y Coursodon ni siquiera lo mencionan. Sin embargo, y aún reconociendo que en su figura no nos encontramos ante un cineasta de primera fila, no es menos cierto que lo que he podido contemplar de su filmografía, avala a un director solvente, capaz fundamentalmente de recrear mixturas de género en las que imperaba el componente de comedia. Una apuesta que, por lo general, se utilizaba para atenazar el componente dramático de las mismas, caracterizándose sus films por una mirada provista de una cierta suave ironía. Quizá sea algo atrevido hablar de un rasgo común a su cine, cuando en realidad he podido contemplar pocos de sus más de cuarenta largometrajes, que tuvieron el inicio real de su inflexión a finales del periodo silente. Sin embargo, lo cierto es que este enunciado se cumple, punto por punto, en la atractiva CIMARRON (Cimarrón, 1931). Más allá del hecho anecdótico que se recoge en las líneas del titular, nos encontramos ante una propuesta que combina a partes iguales su adscripción al cine del Oeste, roza en no pocos momentos su inclinación con la vertiente Americana, esa querencia con la comedia que se convertiría en una de sus marcas de fábrica, y también un cierto rasgo de veracidad, a la hora de llevar a la pantalla la novela de Edna Ferber, que muchos años después –en concreto en 1960- volvería a retomar Anthony Mann, en uno de sus títulos menos reconocidos –a mi juicio injustamente-. Tengo bastante lejano el recuerdo del film de Mann, y con ello la comparación del que nos ocupa se me antoja ociosa. Pero a riesgo de que una revisión me hiciera recapitular en la comparación entre ambos títulos –que dentro de su divergencia, encuentro similares en el grado de interés-, lo cierto es que resulta interesante redescubrir a las nuevas generaciones una película que gozó de un gran éxito en el momento de su estreno, recibiendo el Oscar a la mejor película de aquel año.

CIMARRON se ofrece como una auténtica epopeya, narrando la evolución del estado de Oklahoma entre la aprobación del territorio en 1889, y las vísperas del crack financiero de 1929. Un periodo este último que finalmente tendría bastante cercanía con el del propio rodaje del film, lo que en primera instancia proporciona a sus imágenes un extraño aire de cercanía, incluso cuando su acción se remonta a los primeros instantes de la población del territorio. En un relato en el que casi en todo momento –salvo en sus instantes finales- se detecta la ausencia de música, una de sus cualidades -que le hace permanecer con una considerable vigencia casi nueve décadas después de su realización-, es ese casi inalterable rasgo de cotidianeidad, transmitido a través de un metraje dividido en capítulos, narrando la andadura vivida por el matrimonio formado por Yancey (Richard Dix) y Sabra Cravat (Irenne Dunne). Yancey es un hombre aventurero, que desde el primer momento logrará la aquiescencia de su esposa –perteneciente a una familia acomodada y conservadora-, para que le siga en la intención de compartir con él una andadura vital, alejada de las ataduras que imprime la familia de su esposa. Sabra desde el primer momento seguirá a su esposo, teniendo como inesperado acompañante al pequeño sirviente negro –Isaiah-, que les acompañará durante buena parte de su singladura en la ciudad de Osage.

A partir de la magnífica caravana inicial que describen los planos de Ruggles, en los que se percibe una sensación de veracidad de inusitada eficacia, la película se dividirá en una serie de episodios centrados en la aventura que acometerá Yancey, quien desde el primer momento creará un rotativo, pero no por ello dejará de imprimir constantes giros a su vida, aunque ellos vayan acompañados por el abandono durante años de su experiencia familiar. Tomando como base los avatares de la popular novela de la Ferber, el director logra imponer al relato un rasgo de personalidad propia, que equidista entre el seguidismo de ese western que en aquel tiempo aún estaba configurando sus rasgos de verdadera identidad, y el equilibrio entre el elemento melodramático y los constantes apuntes de comedia, ayudando a configurar un relato atractivo, quizá algo estático en algunos instantes –algo común en buena parte del cine del Oeste de su tiempo-, pero que el cineasta logra insuflar de personalidad propia, introduciendo en el recorrido temporal la evolución de una sociedad casi embrutecida, hasta la consolidación de un rasgo urbano.

Será ese, sin duda, uno de los atractivos más perdurables del film, y el que permite dejar de lado esas ya señaladas debilidades, permaneciendo vigente como un auténtico fresco épico, al que esa ya señalada y relativa cercanía otorga un plus de veracidad y autenticidad a su trazado. En este caso, el cineasta que muy poco después firmaría una de las más perdurables cintas al servicio de Mae West –I’M NO ANGEL (No soy ningún ángel, 1933)-, no dejará de mostrar con cierta simpatía la azarosa andadura vital de la joven Dixie Lee (Estelle Taylor), quien, forzada por circunstancias familiares y prejuicios sociales, se verá casi obligada a trabajar como dueña de un saloon. En el recorrido de CIMARRON, podremos contemplar como se van forjando los rasgos de una sociedad que poco a poco irá aceptando la realidad de los indios –veremos al principio como Sabra los desprecia abiertamente-. Como esa misma sociedad irá creando los mecanismos de poder, evolucionando desde su configuración rural –ese rotativo que ejercerá como elemento de ascenso de nuestro protagonista, y que incluso le propiciará para ejercer como pastor de la recién configurada población-. Pero al mismo tiempo, la película dejará el suficiente espacio para mostrar interesantes roles secundarios, como el joven Sol Levy (George E. Stone), un comerciante hebreo que será humillado por el facineroso Yountis y sus hombres, y que será defendido por Yancey, adivinándose en el muchacho –que irá envejeciendo a lo largo del film- una secreta admiración por Sagra. Junto a él, aparecerán no pocos personajes característicos, en su mayor parte escorados hacia un personal y relajado sentido de la comedia.

CIMARRON es una película que resalta al otorgar un especial protagonismo a esa ciudad, que irá avanzando y erigiéndose como auténtica protagonista de la función. Su trazado estará delimitado por la abundancia de travellings laterales exteriores, no dejando que la aventura interior y el progreso de sus personajes, ahogue en ningún momento el epicentro de la historia. La realización de Ruggles destacará igualmente en su clara apuesta por la desdramatización –incluso en instantes terribles, como la muerte de Isaiah en una refriega-, utilizando para ello inteligentemente la ausencia de sonido de fondo, precisamente en esos instantes donde se dejarán de escuchar los comentarios que emergerán en la mayor parte del metraje. Dotada de un extraño sentido de la fisicidad –se nos antojan muy cercanos el barro de las calles, la suciedad de sus lugares-, esa acertada ambientación, se erigirá como uno de los rasgos más atractivos de su discurrir. Con ello, potenciará la vitalidad del engranaje en una sociedad que aparece ante nuestros ojos con un notable sentido de la verdad fílmica, visualizando su consolidación como tal colectivo humano, y evitando con ello recaer en más ocasiones de lo deseable, en esa tendencia al estatismo que en ocasiones se perciben, como en buena parte del cine emanado en los primeros compases del cine sonoro. Algo de ello podemos apreciar en la hierática composición que ofrece Richard Dix en su rol protagonista, pero justo es reconocer que junto a esos elementos un tanto avejentados, y que se extendieron en la producción del género en aquellos años en que abandonaba su condición de productos ligados al serial, CIMARRON supone un paso adelante en el mismo. Una evolución quizá no tan valiosa como la aportada por Raoul Walsh con su estupenda THE BIG TRAIL (La gran jornada, 1930), pero si abriendo el terreno para otras producciones de similares características –quizá más elaboradas- como pudiera ser IN OLD CHICAGO (Chicago, 1937. Henry King) o, incluso en su propia vertiente narrativa, la cabalgada inicial planteará soluciones visuales que años después retomaría John Ford en su canónica STAGECOACH (La diligencia, 1939) –los planos filmados a ras de tierra, discurriendo por encima de la cámara las diligencias que se aprestan veloces para lograr ocupar un terreno virgen-.

Sin embargo, para cualquier curioso que pudiera interesarse en el cine de su director, cierto es que Ruggles trasladó la fórmula de esta CIMARRON, mejorándola incluso a través de la posterior TUCSON, ARIZONA (Arizona, 1940), quizá el mejor exponente, en una filmografía caracterizada por la frecuencia con la comedia, su adscripción con la Paramount, y su dilatada colaboración con el dramaturgo Claude Binyon.

Calificación: 3

TOO MANY HUSBANDS (1940, Wesley Ruggles) Demasiados maridos

TOO MANY HUSBANDS (1940, Wesley Ruggles) Demasiados maridos

Aunque parezca lo contrario, TOO MANY HUSBANDS (Demasiados maridos, 1940. Wesley Ruggles), se estrenó meses antes de MY FAVORITE WIFE (Mi mujer favorita, 1940. Garson Kanin) –con una poderosa influencia de Leo McCarey, auténtico promotor del proyecto, que no dirigió finalmente por sufrir un accidente-. Digo esto por que puede citarse como menoscabo de esta simpática y en ocasiones brillante comedia el haber surgido como secuela o consecuencia del más conocido film protagonizado por Cary Grant, Irene Dunne y Randolph Scott, que propone igualmente la inesperada presencia de un imposible triángulo amoroso, en realidad dirimido al sobrepasar los vértices de una inesperada bigamia. Lo que sucede, al comparar ambos títulos, es que el film de Kanin – McCarey ha adquirido ya un merecido estatus de culto, mientras que el de Ruggles, por más de resultar una competente producción de la Columbia, hay que reconocer que se encuentra un par de peldaños por debajo.

No quisiera en estas líneas centrarme en una comparación entre ambos exponentes, ya que el que nos ocupa posee en sí mismo suficientes valores como para poder ser evocada e incluso resaltada, dado que se trata de una interesante –aunque un tanto irregular- aportación tardía el universo de la Screeball Comedy, dentro del ámbito de un estudio como el de la citada Columbia, que siempre apostó –y fuerte- por dicho género, hasta el punto de erigirse como una de las majors puente en la evolución del género desde la relativa decadencia que se produjo en estos años, hasta la renovación que auspició en el decenio siguiente de la mano de realizadores como George Cukor o el entonces emergente Richard Quine, por citar algunos ejemplos destacados. Dentro de la aportación en este periodo del estudio de Harry Cohn, recuerdo la atractiva combinación de comedia y western que el propio Ruggles firmara precisamente a continuación de TOO MANY HUSBANDS. Me estoy refiriendo a ARIZONA (1940), protagonizada por la misma Jean Arthur y el entonces joven William Holden. Menos lograda a mi juicio que esta última, la misma Jean Arthur –una personalísima actriz dotada tanto de una inconfundible voz como de una especial capacidad para encarnar roles dominados por cierta relajación interior, la convirtieron a mi juicio en una especie de precedente de la posterior Judy Holliday, curiosamente promocionada en el mismo estudio años después-. Jean Arthur es, junto a sus dos “maridos” –Melvyn Douglas y Fred McMurray-, la protagonista de esta disparatada historia, que parte de una insólita obra teatral de William Somerset Maugham, llevada en forma de guión a la pantalla de la mano del experto comediógrafo y ocasional director; Claude Binyon.

Y hay que reconocer que los primeros minutos de la función son brillantes. Iniciados con la contemplación bufonesca de Henry Lowndes (Douglas) ante el espejo, mientras el fondo sonoro subraya con sus estridentes sones la ridiculez del instante. Lowndes es el propietario de una empresa editorial cuyos linotipistas provocan una huelga, mientras en el despacho contiguo al suyo se borran las huellas de la antigua sociedad que formara con su desparecido amigo Bill Cardew (Fred McMurray). Muy pronto conoceremos que Cardew fue el antiguo esposo de su actual mujer, desaparecido en un accidente de mar hace un año, y que seis meses después convirtió en su esposa –Vicky (Jean Arthur)-. Una secuencia es reveladora a este respecto, cuando Bill recoge de un portarretratos la foto de Vicky dedicada a su antiguo esposo y socio suyo. La destruirá con saña, viendo inesperadamente esta la acción, y recriminando con modos amables a su actual marido el deseo de laminar cualquier recuerdo del que fuera además su socio. Este esgrimirá el cambio de denominación de la empresa y la retirada de su antiguo despacho, convertido por la firma en un auténtico vertedero de libros. Será el detonante para que el espectador conozca de primera mano la inusual situación vivida, dado que Vicky contrajo muy pronto nupcias cuando Bill despareció, al darlo las autoridades por muerto sin aparecer su cadáver. Acto seguido, desde muy lejos de Nueva York, contemplaremos a un barbudo Cardew, que no puede disimular la alegría de imaginar su inmediato regreso al lecho conyugal, mientras es dificultosamente afeitado por un barbero –su mostacho es cierta e hilarantemente excesivo-. Se decide a llamar a casa de su esposa –de la que no imagina ni por asomo se encuentra casada de nuevo-, cogiendo la llamada el padre de esta –George (el inmenso Harry Davenport)-. Este no saldrá de su asombro al reconocer la voz de su ex yerno, al que lógicamente consideraba muerto, teniendo que transmitir la noticia a su hija y, más adelante, los dos a Henry. Todo ello se articulará como el inicio de un enredo, dominado por unos diálogos siempre agudos, una notable dirección de actores –de destacar es especialmente el habitual “roba escenas” Davenport, o la presencia del impertinente y atildado criado Peter (Melville Cooper)-, y una traslación a la pantalla por parte de Ruggles, atendiendo fundamentalmente al sesgo teatral de la función, mediante una planificación que sigue el devenir y los movimientos de los actores, dentro de unos encuadres ágiles por lo general, sin que se observe ninguna tentación por transgredir la comodidad que ofrece una base argumental sin duda divertida, que posee algunos instantes donde la sensación de “comedia de salón” se enriquece con hilarantes fugas cómicas, pero que en última instancia se encuentra bastante lejos de la audacia y el alcance de la ya citada y excelente MY FAVORITE WIFE o, por situarnos unos años más atrás, la magnífica DESIGN FOR LIVING (Una mujer para dos, 1933. Ernst Lubitsch). Cierto es que en este último ejemplo nos encontramos en el periodo precode, y junto a ello la irónica sutileza inherente el cine del alemán, se pudo combinar introduciendo un elemento transgresor a la hora de plasmar ese insólito ménage à trois cinematográfico en los primeros años treinta. Es curioso señalarlo, porque aún cuando la conclusión de TOO MANY HUSBANDS ofrece en principio un alcance similar, el desarrollo precedente de la misma nos hace parecer que asistimos a una película, por decirlo así, inacabada.

Evidentemente, no serían esas las intenciones de los responsables del film. Por el contrario, y como antes indicaba, uno se queda en su desarrollo con aquellos instantes en donde se percibe la ruptura de su raíz teatral, introduciendo elecciones cómicas de indudable efectividad. Las impertinencias y miradas del mayordomo, los intentos  estúpidos de Cardew por aparentar ser más deportivo, ejercitando ridículos saltos delante de la que fuera su esposa, las argucias de Henry para llevar a cabo un sorteo con dos papeletas y trucarlo para quedar él como el elegido por parte de su esposa, o ese instante en el que uno de ellos se introduce en la habitación de Vicky implorándole su amor delante del lecho donde se supone se encuentra dormida ¡Estando ocupado el mismo por su padre! Detalles y destellos de brillo que aquí y allá permiten complementar y elevar el tono de una comedia en última instancia amable y complaciente, reveladora del oficio de un cineasta competente aunque por lo general carente de auténtica inspiración, y que se nutre de manera evidente de unos materiales de base lo suficientemente sólidos, como para que su resultado resulte atractivo, erigiéndose como una más que aceptable comedia de transición en el devenir del género en aquellos años puente para el mismo.

Calificación: 2’5

ARIZONA (1940, Wesley Ruggles) [Tucson, Arizona]

ARIZONA (1940, Wesley Ruggles) [Tucson, Arizona]

La primera sensación que a uno le invade tras contemplar ARIZONA (1940, Wesley Ruggles) es la que asistir a la visión de un western río quizá anticuado. Nos encontramos ya en 1940, cuando se han estrenado algunas de la muestras que marcaron la evolución del género –como la interesante pero sobrevalorada STAGECOACH (La diligencia, 1939. John Ford)- y lo cierto es que ya no se estilaban propuestas como la que se plantea de la mano del veterano Wesley Ruggles. Este rasgo no quiere decir que nos encontremos con un film desprovisto de interés. Antes al contrario, esa extraña sensación que desprenden sus fotogramas y la combinación de temáticas e incluso géneros que se intercambian, confluyen en un producto de verdadero atractivo y muy fluido en sus amenas dos horas de duración.

Nos encontramos en la pequeña localidad de Tucson, en Arizona. Hasta allí llegan los supervivientes de una caravana que ha sido comandada por Peter Muncie (William Holden). Tucson es un auténtico hervidero de personas que están intentando establecerse en ella y consolidarla como una ciudad. Entre sus habitantes se encuentra la atrevida Phoebe Titus (Jean Arthur). Phoebe tiene allí su negocio y goza de un gran carisma en su entorno, caracterizándose por tener unos modales muy cercanos a los vaqueros –viste de forma muy masculina-. Muy pronto se establece una singular relación entre Peter y Phoebe, aunque el primero desea proseguir su andadura hasta contemplar California. Por su parte ella inicia un negocio de transporte de víveres que tendrá un óptimo resultado.

Pero para luchar de forma secreta en contra de los buenos augurios de la muchacha y al mismo tiempo lograr consolidar su poder en la pequeña ciudad, se encuentra Jefferson Carteret (Warren William), individuo de aviesas intenciones encubiertas bajo unos modales caballerosos. Este llegará incluso a asociarse con bandidos de cortos vuelos e incluso con algunas tribus indias para que ataquen las diligencias de la empresa de Phoebe. La situación se hará bastante tensa cuando a ella le lleguen a robar los quince mil dólares que guardaba en su caja fuerte, lo que le llevará a tener que acceder al ofrecimiento del cínico Carteret para recibir un préstamo con el que proseguir con sus negocios. Todo ello coincidirá con el retorno de Muncie –esta vez investido como soldado-, que servirá para acrecentar las relaciones entre los dos jóvenes. Phoebe encarga a este que recoja medio millar de cabezas de ganado con la que abriría un rancho y se establecería como familia con él, mientras que Peter cada vez tiene mayores indicios que prueban la villanía de Carteret.

El tiempo pasa y el plazo del préstamo de Phoebe se cumple. El prestamista se presenta en el rancho que esta está edificando, mientras la nueva ranchera no tiene el dinero al pillarle desprevenida. Para ello necesitaría tener en su poder las cabezas de ganado que espera. Sin embargo, su intuición acertará al pensar que están a punto de llegar a la población, algo que finalmente lograrán tras resistir una embestida de los indios, fagocitados por Carteret. El ganado invade Tucson y se celebra la boda entre Phoebe y Peter. Pero para el segundo aún queda el importante rescoldo de su venganza contra Carteret, algo que finalmente sucederá prácticamente de forma paralela con el enlace entre la pareja.

Desde el primer momentos, con la presencia de esos hermosos travellings laterales, ARIZONA apuesta por la vía de la descripción y la mirada serena, antes que inclinarse por una acción excesivamente dramatizada o una narrativa convencional. Ese será quizá uno de sus mayores aciertos, al que hay que unir en ciertos momentos la presencia de secuencias casi cercanas al serial del cine mudo –aquella en la que Phoebe es atada a la cama cuando por la noche le roban en su caja fuerte-. Pero por encima de todo, el rasgo más definitorio que destaca en la película –sobre todo en la relación que se establece entre sus dos personajes principales-, es el tono de irónica comedia que se establece entre ellos. Un tono que se manifiesta en unos diálogos sorprendentes en los que se nota la impronta del comediógrafo y ocasional director cinematográfico Claude Binyon. Se trata de una ironía seca que brinda una singularidad a la película y a la relación amorosa establecida entre los dos protagonistas. Una relación esta en la que apenas hay atisbos de romanticismo, y en la que en muchos momentos se tiene la impresión que más que dos amantes se trata de una relación de amistad basada en la confianza y el reconocimiento de la personalidad de aquel que tienen enfrente y con el que han decidido compartir sus vidas.

En ese elemento incide de forma especial la configuración física de Phoebe, casi iniciando esa galería de mujeres fuertes del western, que luego prolongarían actrices como Barbara Stanwych –FORTY GUNS (1957, Samuel Fuller)- o Joan Crawford –JOHNNY GUITAR (1954, Nicholas Ray)-. En todo momento ella adquiere el papel activo de la relación y se muestra su arrolladora personalidad no solo ante Peter, sino también hacia el entorno que la rodea –la secuencia casi inicial en la que reclama ante unos contratados un dinero que le han robado es reveladora-. Sin embargo, la presencia del amor –por más que su manifestación se efectúe dentro de las señaladas peculiaridades- hará que en ocasiones ella adquiera un mayor grado de femineidad –se viste con hermosos trajes cuando ha de pasar veladas con él y desea impresionarle-.

Y para lograr una definición de personajes como la que se manifiesta en ARIZONA, había que plasmarlo por medio de una pareja de actores que supieran expresarlo con certeza. Y en este caso la química es tan sorprendente como acertada. Más allá de poder contemplar la estupenda Jean Arthur en un rol bien diferente al que nos podíamos imaginar, hay que destacar el enorme carisma desplegado por un jovencísimo William Holden, quien demuestra unas innatas cualidades ante la pantalla, máxime cuando su brillante carrera cinematográfica no había hecho más que empezar.

Todo lo que hemos comentado pueda hacer parecer que ARIZONA no sea una película que brille estéticamente de forma especial. No es así, aunque lo cierto es que en su desarrollo destaque especialmente la ironía de sus situaciones y la larga y latente relación entre sus protagonistas. Sin embargo, en sus compases finales, y mas allá de despreciar abiertamente situaciones y momentos que hubieras favorecido secuencias llenas de tensión –el traslado del ganado por parte de Muncie prácticamente es mostrado elípticamente--, se encuentran los motivos narrativos más intensos, centrados fundamentalmente en plasmar la tensión a la hora del inevitable enfrentamiento final con Carteret. Una tensión que se expresa de forma magnífica mientras los dos novios son casados en la plaza del pueblo –el villano mata en el saloon a un vaquero para que los disparos sean escuchados por los novios; este dispara, la imagen pasa a plano americano de los novios mientras lo escuchan aparentemente impasibles, el juez de paz hace además de parar y ellos le indican que prosiga con la ceremonia-

La tensión aumenta cuando Muncie va al encuentro con Carteret y le dice a su ya esposa que se vaya al almacén. Ella intenta mantener la frialdad haciendo sus compras habituales dentro de un entorno de personajes totalmente electrizante; la cámara se detiene sobre ella en plano americano; se escucha una ráfaga de disparos; Phoebe prosigue con el encargo; primer plano de ella; nueva ráfaga de disparos; primer plano con su rostro descompuesto, hasta que Peter aparece en el encuadre y se restablece la armonía. Los novios retornarán al rancho y el futuro de sus vidas se puede iniciar definitivamente. Conclusión serena para una película realmente atractiva, que merece salir de las catacumbas del olvido.

Calificación: 3