TOO MANY HUSBANDS (1940, Wesley Ruggles) Demasiados maridos
Aunque parezca lo contrario, TOO MANY HUSBANDS (Demasiados maridos, 1940. Wesley Ruggles), se estrenó meses antes de MY FAVORITE WIFE (Mi mujer favorita, 1940. Garson Kanin) –con una poderosa influencia de Leo McCarey, auténtico promotor del proyecto, que no dirigió finalmente por sufrir un accidente-. Digo esto por que puede citarse como menoscabo de esta simpática y en ocasiones brillante comedia el haber surgido como secuela o consecuencia del más conocido film protagonizado por Cary Grant, Irene Dunne y Randolph Scott, que propone igualmente la inesperada presencia de un imposible triángulo amoroso, en realidad dirimido al sobrepasar los vértices de una inesperada bigamia. Lo que sucede, al comparar ambos títulos, es que el film de Kanin – McCarey ha adquirido ya un merecido estatus de culto, mientras que el de Ruggles, por más de resultar una competente producción de la Columbia, hay que reconocer que se encuentra un par de peldaños por debajo.
No quisiera en estas líneas centrarme en una comparación entre ambos exponentes, ya que el que nos ocupa posee en sí mismo suficientes valores como para poder ser evocada e incluso resaltada, dado que se trata de una interesante –aunque un tanto irregular- aportación tardía el universo de la Screeball Comedy, dentro del ámbito de un estudio como el de la citada Columbia, que siempre apostó –y fuerte- por dicho género, hasta el punto de erigirse como una de las majors puente en la evolución del género desde la relativa decadencia que se produjo en estos años, hasta la renovación que auspició en el decenio siguiente de la mano de realizadores como George Cukor o el entonces emergente Richard Quine, por citar algunos ejemplos destacados. Dentro de la aportación en este periodo del estudio de Harry Cohn, recuerdo la atractiva combinación de comedia y western que el propio Ruggles firmara precisamente a continuación de TOO MANY HUSBANDS. Me estoy refiriendo a ARIZONA (1940), protagonizada por la misma Jean Arthur y el entonces joven William Holden. Menos lograda a mi juicio que esta última, la misma Jean Arthur –una personalísima actriz dotada tanto de una inconfundible voz como de una especial capacidad para encarnar roles dominados por cierta relajación interior, la convirtieron a mi juicio en una especie de precedente de la posterior Judy Holliday, curiosamente promocionada en el mismo estudio años después-. Jean Arthur es, junto a sus dos “maridos” –Melvyn Douglas y Fred McMurray-, la protagonista de esta disparatada historia, que parte de una insólita obra teatral de William Somerset Maugham, llevada en forma de guión a la pantalla de la mano del experto comediógrafo y ocasional director; Claude Binyon.
Y hay que reconocer que los primeros minutos de la función son brillantes. Iniciados con la contemplación bufonesca de Henry Lowndes (Douglas) ante el espejo, mientras el fondo sonoro subraya con sus estridentes sones la ridiculez del instante. Lowndes es el propietario de una empresa editorial cuyos linotipistas provocan una huelga, mientras en el despacho contiguo al suyo se borran las huellas de la antigua sociedad que formara con su desparecido amigo Bill Cardew (Fred McMurray). Muy pronto conoceremos que Cardew fue el antiguo esposo de su actual mujer, desaparecido en un accidente de mar hace un año, y que seis meses después convirtió en su esposa –Vicky (Jean Arthur)-. Una secuencia es reveladora a este respecto, cuando Bill recoge de un portarretratos la foto de Vicky dedicada a su antiguo esposo y socio suyo. La destruirá con saña, viendo inesperadamente esta la acción, y recriminando con modos amables a su actual marido el deseo de laminar cualquier recuerdo del que fuera además su socio. Este esgrimirá el cambio de denominación de la empresa y la retirada de su antiguo despacho, convertido por la firma en un auténtico vertedero de libros. Será el detonante para que el espectador conozca de primera mano la inusual situación vivida, dado que Vicky contrajo muy pronto nupcias cuando Bill despareció, al darlo las autoridades por muerto sin aparecer su cadáver. Acto seguido, desde muy lejos de Nueva York, contemplaremos a un barbudo Cardew, que no puede disimular la alegría de imaginar su inmediato regreso al lecho conyugal, mientras es dificultosamente afeitado por un barbero –su mostacho es cierta e hilarantemente excesivo-. Se decide a llamar a casa de su esposa –de la que no imagina ni por asomo se encuentra casada de nuevo-, cogiendo la llamada el padre de esta –George (el inmenso Harry Davenport)-. Este no saldrá de su asombro al reconocer la voz de su ex yerno, al que lógicamente consideraba muerto, teniendo que transmitir la noticia a su hija y, más adelante, los dos a Henry. Todo ello se articulará como el inicio de un enredo, dominado por unos diálogos siempre agudos, una notable dirección de actores –de destacar es especialmente el habitual “roba escenas” Davenport, o la presencia del impertinente y atildado criado Peter (Melville Cooper)-, y una traslación a la pantalla por parte de Ruggles, atendiendo fundamentalmente al sesgo teatral de la función, mediante una planificación que sigue el devenir y los movimientos de los actores, dentro de unos encuadres ágiles por lo general, sin que se observe ninguna tentación por transgredir la comodidad que ofrece una base argumental sin duda divertida, que posee algunos instantes donde la sensación de “comedia de salón” se enriquece con hilarantes fugas cómicas, pero que en última instancia se encuentra bastante lejos de la audacia y el alcance de la ya citada y excelente MY FAVORITE WIFE o, por situarnos unos años más atrás, la magnífica DESIGN FOR LIVING (Una mujer para dos, 1933. Ernst Lubitsch). Cierto es que en este último ejemplo nos encontramos en el periodo precode, y junto a ello la irónica sutileza inherente el cine del alemán, se pudo combinar introduciendo un elemento transgresor a la hora de plasmar ese insólito ménage à trois cinematográfico en los primeros años treinta. Es curioso señalarlo, porque aún cuando la conclusión de TOO MANY HUSBANDS ofrece en principio un alcance similar, el desarrollo precedente de la misma nos hace parecer que asistimos a una película, por decirlo así, inacabada.
Evidentemente, no serían esas las intenciones de los responsables del film. Por el contrario, y como antes indicaba, uno se queda en su desarrollo con aquellos instantes en donde se percibe la ruptura de su raíz teatral, introduciendo elecciones cómicas de indudable efectividad. Las impertinencias y miradas del mayordomo, los intentos estúpidos de Cardew por aparentar ser más deportivo, ejercitando ridículos saltos delante de la que fuera su esposa, las argucias de Henry para llevar a cabo un sorteo con dos papeletas y trucarlo para quedar él como el elegido por parte de su esposa, o ese instante en el que uno de ellos se introduce en la habitación de Vicky implorándole su amor delante del lecho donde se supone se encuentra dormida ¡Estando ocupado el mismo por su padre! Detalles y destellos de brillo que aquí y allá permiten complementar y elevar el tono de una comedia en última instancia amable y complaciente, reveladora del oficio de un cineasta competente aunque por lo general carente de auténtica inspiración, y que se nutre de manera evidente de unos materiales de base lo suficientemente sólidos, como para que su resultado resulte atractivo, erigiéndose como una más que aceptable comedia de transición en el devenir del género en aquellos años puente para el mismo.
Calificación: 2’5
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