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CINEMA DE PERRA GORDA

William A. Seiter

IN PERSON (1935, William A. Seiter) En persona

IN PERSON (1935, William A. Seiter) En persona

Artífice de una filmografía extensísima que supera el centenar de largometrajes y se establece entre 1920 y 1957, todos podemos retener el nombre del norteamericano William A. Seiter (1890–1964) fundamentalmente en su condición de artesano al servicio de algunos de los más reconocidos cómicos del burlesco norteamericano en sus primeros años del sonoro, aunque en ningún caso lograra con ellos resultados memorables. Será más recordada su tarea tras la cámara con uno de los largos más limitados al servicio de los Marx Brothers -ROOM SERVICE (El hotel de los líos, 1938)- aunque personalmente me quede con la divertida SONS OF THE DESERT (Compañeros de juerga, 1933), una de las más atractivas producciones sonoras de los inolvidables Laurel & Hardy. En cualquier caso, y aunque en su larga andadura practicó numerosos géneros, lo cierto es que en Seiter se dio cita un especialista en la comedia, rara vez capaz de logros de especial relieve, pero en su conjunto diestro en el género.

IN PERSON (En persona, 1935) es uno de los exponentes de esta vinculación, ubicado en el periodo en el que el realizador reiteró su febrilidad profesional dentro de la aún denominada Radio Pictures, que se suele señalar como el más estable de su filmografía, y en el que he tenido ocasión de contemplar alguna comedia apreciable. En este caso, nos encontramos ante una película que tiene su mayor grado de arrojo -también su mayor rémora- en sus primeros veinte minutos, donde se tarda en arrancar con un largo preámbulo atrevido pero carente de arrojo y mordiente, al tiempo que de credibilidad. Ello lastra un conjunto con posterioridad agradable, en el que sin embargo se echa de menos una mayor presencia de un nonsense que hubiera elevado su resultado.

Carol Corliss (Ginger Rogers) es una conocida estrella cinematográfica que parece agorafobia y huye de las servidumbres de la fama, escondiéndose en el hotel donde se encuentra instalada. Hasta tal punto sufre esta extraña situación que camufla su auténtica identidad con una serie de elementos que le ofrecen un semblante nada atractivo. En su ascensor tendrá un primer encontronazo con el joven Emory Muir (George Brent), que se reiterará cuando la actriz caiga desmayada junto a la multitud que se acumula junto a un accidente de coche, y Emory la socorra. A partir de ese momento, y conociendo la intérprete la intención del joven de pasar unas vacaciones en una cabaña en el campo, esta se impondrá y ambos acudirán hasta allí en una noche de tormenta, exteriorizándose las hostilidades entre ambos, ya que Carol, camuflada bajo la denominación de Clara Colfax, y acostumbrada a un lujoso modo de vida, demostrará su nula adaptación a este nuevo entorno rural. La oposición de caracteres se mostrará de manera casi inmisericorde, pero al mismo tiempo esta no llegará a ocultar la mutua y oculta atracción que se irá estableciendo entre ambos. Muy poco después Emory descubrirá la auténtica identidad de Carol, mientras esta prosigue con las muestras -cada vez más decrecientes- del síntoma que le atosiga. Unido a ello, en ese tan oculto como incesante flujo de atracción entre la insólita pareja, aparecerá de nuevo el estúpido compañero de las películas de la protagonista -Jay Holmes (Alan Mowbray)-, el inesperado y rápido retorno al mundo social de la fama y, en definitiva, la consolidación de esa relación.

Antes lo señalaba, el primer tramo de IN PERSON resulta hasta cierto punto desconcertante. Es cierto que la primera secuencia de la película -desarrollada en un ascensor- resulta bastante divertida, y lo es también esa presencia de Ginger Rogers camuflada bajo un nada atractivo aspecto exterior. Sin embargo, todo el planteamiento del equívoco sobre el que se sostiene el engranaje de la comedia no solo carece de credibilidad, sino que en sí mismo resulta hasta apático y escasamente hilarante. Será una rémora de la que se resiente el conjunto del metraje, aunque justo es reconocer que una vez los protagonistas alcanza esa vetusta y polvorienta cabaña en medio de una tormenta el relato prende en su interés. Paradójicamente, cuando la mañana siguiente los dos personajes se vean en un entorno rejado y primaveral, puede decirse que la película se eleva y adquiere una tonalidad revestida de elegancia. Un extraño y hasta romántico feeling que consigue hacernos olvidar la poco lograda configuración de sus mimbres argumentales.

A partir de esas premisas, y sin adquirir en ningún momento un especial nivel -a ello contribuye la escasa gracia que en esta ocasión adquiere el habitualmente brillante Alan Mowbray, e incluso la limitada capacitación para la comedia que alberga el esforzado George Brent-, lo cierto es que la comedia de Seiter, dentro de su medianía sí que acierta a mostrar ciertos elementos en algunos momentos ligados al absurdo -esa niña que arrasa con las viandas que se encuentran en la cabaña, la excentricidad de su abuelo sheriff- e incluso otros ligados al slapstick -las tribulaciones de Carol intentando defenderse con la cocina con desastroso resultado en el horno, o intentando confeccionar una receta atendiendo los comentarios de una emisión radiofónica.

Sin embargo, una de las facetas en las que IN PERSON albergará una cierta personalidad será en la incorporación de tres canciones, en dos de las cuales de manera incipiente se vislumbrará la inclinación del estudio hacia un género aún entonces entre alfileres, y coreografiados por el posteriormente célebre Hermes Pan. No olvidemos que el año anterior había servido como plataforma de lanzamiento de una de las más más famosas parejas de baile que ha ofrecido el cine; la formada por la propia Ginger Rogers y el inmortal Fred Astaire, quienes con THE GAY DIVORCEE (La alegre divorciada, 1934. Mark Sandrich) sentaron cátedra. Ambos servirán para exteriorizar el estado de ánimo de la protagonista. Una de dichas canciones se planteará de manera muy original, puesto que será interpretada por la Rogers dentro de la propia película a la que ha acudido a su estreno en la propis sala de cine de absoluto incógnito -no olvidemos que se da a la actriz por desaparecida ante los medios-, y que servirá a Emory para renunciar a cualquier reticencia sobre su comportamiento.

Más atractivos resultarán aún las dos canciones que se enriquecerán con cierta coreografía y musicalidad tras la cámara. Una de ellas se introducirá en sus minutos finales, precisamente incluyendo dicho número dentro de la película que la protagonista se encuentra rodando tras su regreso a la profesión, y en la que con apenas dos planos se describirá un número elegante con un claro matiz meta cinematográfico. En cualquier caso, no cabe duda que el más atractivo de todos ellos lo propone precisamente el primero, descrito en el interior de la cabaña mientras Carol expresa su atracción ante Emory y canta la propia canción suya que se entona por la radio. En esos momentos la cámara y la propia actriz incorporan al número un brillante dinamismo, con la magnífica utilización de la escenografía y el tosco mobiliario del salón de aquella cabaña, precursor de futuras corrientes del musical.

Calificación: 2

DIPLOMANIACS (1933, William A. Seiter) Diplomanías

DIPLOMANIACS (1933, William A. Seiter) Diplomanías

Uno de los capítulos menos explorados dentro de la historia de la comedia cinematográfica norteamericana –por lo menos fuera de sus fronteras-, es el periodo que se inicia a partir de la llegada del sonoro, y que se extiende hasta la segunda mitad de los años treinta, con la consolidación de la screewall comedy. Son unos años en los que abundarán las producciones al servicio de estrellas cómicas hoy prácticamente olvidadas –por ejemplo, W. C. Fields o Eddie Cantor-, y firmadas por nombres vinculados al género como Eddie Cline, Edward Sedgwick o A. Edward Sutherland. Profesionales de ya probada eficacia en el cine cómico mudo, y que a lo largo de sus trayectorias trabajaron con las más populares personalidades del género. Siempre he manifestado que sería muy interesante establecer un cuadro general de la interacción existente entre estas figuras cómicas y dichos realizadores; las conclusiones serían poco menos que sorprendentes.

Pues bien, en este periodo de implantación del sonoro, la aplicación de la comedia se centraba en la adaptación de libretos más o menos satíricos, en los que los diálogos tuvieran un peso notable. La herencia del nonsense procedente del periodo mudo también alcanzara su importancia, contándose con el aderezo de canciones y números musicales. Una combinación que, punteada con ecos del viejo vaudeville, tuvo su exponente más exitoso en los hermanos Marx –de los que confieso no ser tan devoto como es habitual entre una auténtica legión de aficionados-. Y creo que no hay que ser demasiado observador para afirmar que en DIPLOMANIACS (Diplomanías, 1933. William A. Seiter), hay que buscar un intento de la primitiva R.K.O., de aprovechar el éxito reciente logrado por los Marx en la que supone su mejor película –en lo que tiene bastante que ver la labor de un Leo McCarey que quedó harto de ellos-. Me estoy refiriendo a DUCK SOUP (Sopa de ganso, 1933). No por esas claras influencias debemos despachar la capacidad satírica y de subversión cómica que alcanza esta película de Seiter –un artesano que navegó con habilidad en los meandros del género-, que debe bastante de su alcance a la mano del futuro realizador Joseph L. Mankiewicz –autor de la historia y coguionista-, ofreciendo un guión destinado a la entonces popular pareja de cómicos que en aquella época formaban Bert Wheeler y Robert Woolsey. Poder rememorar su estilo cómico nos permite la mixtura que en ellos se producía entre Laurel & Hardy y los citados Marx Brothers.

DIPLOMANIACS se inicia con unos divertidos rótulos que hablan de la ausencia de pelo en los indios, para a continuación comprobar como la pareja protagonista ha decidido –contra toda lógica- abrir una barbería en una reserva de dichos aborígenes. Los componentes de la tribu se los llevan con un embajador indio, prometiendo este a los dos provisionales barberos, acudir a la convención de paz en Ginebra para lograr un armisticio relativo a los miembros de su pueblo. Para ello, le entregarán un millón de dólares a cada uno en condición de dietas, con la promesa de duplicar dicha cantidad al cumplir la misión. Los protagonistas marcharán hasta allí embarcándose en un trasatlántico en el que también viaja Winklereid (Louis Calhern), un conspirador encargado de abortar los planes de los enviados por los indios. Esta faceta boicoteadora intentará llevarla a la práctica en numerosas ocasiones, pero sus destinatarios siempre saldrán indemnes de los atentados, logrando llegar a la caótica conferencia –que preside el entrañable cómico que fue Edgar Kennedy, al igual que el ya citado Calhern, presente en el cast de la recurrente DUCK SOUP-, donde llegarán a revertir el crispado ambiente de la misma retornando a USA con la ingenua convicción de haber alcanzado un pacto mundial contra la guerra. Al regresar a tierras americanas, se les hará entrega de sendos fusiles para que se sumen como soldados, mientras los indios los aplauden y jalean.

Lo mejor que se puede decir de DIPLOMANIACS es que aguanta el pulso comparada con el ya mencionado DUCK SOUP que le sirve de base. Es evidente que Seiter no alcanza la altura de McCarey y que Wheeler y Wolsey no son los Marx –aunque habría que hablar largo y tendido de virtudes y defectos entre ambos cómicos-, pero es cierto que planteamientos tan deliberadamente absurdos como los que contiene esta película, no son habituales en el cine de este periodo. El film de Seiter –de poco más de una hora de duración-, destaca por su fuerte apuesta por el slapstick, aplicando un auténtico torrente de gags y situaciones disparatadas al servicio de una sátira corrosiva que llega a manifestar en pantalla el absurdo de una conferencia mundial, en la que todos sus manifestantes se encuentran a la greña. Pero hay más. En su muy trepidante metraje, numerosos son los motivos de regocijo: la petición del intrigante Calhern de una conspiradora, y de una puerta en la pared aparecerá una joven envuelta en una bolsa transparente, la constante presencia de flechas indias que indicarán a los protagonistas que están siendo controlados en todo momento, o ese detalle genial de una flecha que huye, tras facilitarles en un papel la descripción que les demandaban o, por remontarnos al viaje en barco, el detalle de que dos viejos sordos comuniquen en voz alta la intención oculta entre la pareja protagonista.

Es cierto que el planteamiento subversivo de DIPLOMANIACS no debió ser muy habitual en el cine de su época, y en su estructura se encuentran bastante integradas las canciones y números que la acompañan –uno de ellos, con ecos del figurativismo de Busby Berkeley-, mientras que una de las canciones –que interpretan cuando están a punto de ser asesinados por los poco recomendables clientes del mesón “la rata muerta”-, adquiere un aire claramente nihilista. En su conjunto, estamos ante un título total e injustamente olvidado, pero que a más de seis décadas de su realización nos ofrece un apunte certero del paroxismo cómico y los caminos que dicho género podía alcanzar en aquellos años definidos por el impacto de la gran depresión.

Calificación: 3

PEACH-O-RENO (1931, William A. Seiter) ¿Nos divorciamos?

PEACH-O-RENO (1931, William A. Seiter) ¿Nos divorciamos?

Aún sin haber podido contemplar aún algunos de sus títulos, creo que PEACH-O-RENO (¿Nos divorciamos?, 1931. William A. Seiter) supone una de las películas en las que más equilibrada ha quedado la presencia de la pareja cómica formada por Bert Wheeler y Robert Woolsey, al tiempo que se plantea como una divertida sátira sobre los modos y maneras utilizados en la época de realización del film, para tramitar los divorcios en la ciudad de Reno –el centro neurálgico de esta vertiente-. En su conjunto, la película que firma el experto William A. Seiter, deviene una de las más logradas de la pareja, sobre todo centrando sus puyas a un argumento ligado al absurdo, al nonsense, centrado además en una serie muy medida de situaciones, de las que se extrae todo el partido cómico a sus posibilidades. Sin embargo, y evitando con ello que nos encontremos ante un producto delirante, se echa de menos esa catarata de gags visuales que sí lograron estar presentes en otras muestras de la labor cinematográfica de la pareja –DIPLOMANIACS (1933, William A. Seiter) o HIPS, HIPS, HOORAY! (1934, Mark Sandrich)-, y que proporcionaban a estos dos títulos concretos, ese necesario “gramo de locura” que las define como quizá las más brillantes y efectivas muestras que esta pareja legaron al cine de los años 30.

PEACH-O-RENO se inicia con la conmemoración de las bodas de plata del veterano matrimonio formado por Prudence y Joe Bruno. En el convite –que acompañan con su presencia sus dos aleladas hijas-, muy pronto las palabras cariñosas de ambos se tornará en una progresivamente tensa disputa entre los componentes del veterano matrimonio. Una secuencia en la que además Seiter lograr trasladar a la imagen esa transposición de ánimos, demostrando en ella su sentido del tempo cómico.

A consecuencia de esta disputa, los dos esposos se marchan hasta la ciudad de Reno por separado, acogiendo ambos los servicios jurídicos de la firma Wattles & Swift, comandada por la pareja protagonista. Allí recalarán por separado los Bruno, siendo ambos atendidos por cada uno de los dos abogados, y recibiendo ambos la misma recomendación: que los vean con un acompañante para poder cerrar el proceso de divorcio. Es más, en el caso de Joe, será Wheeler quien travestido de mujer, acompañe e intente cortejar al veterano marido. Pero de forma paralela llegarán hasta allí las hijas del matrimonio, deseosas de que el divorcio no se lleve finalmente a cabo, así como un violento y petulante pistolero, que desea matar a Wattles (Wheeler), ya que fue el que facilitó el divorcio que le libró de su mujer. Como se puede comprobar, todo un cúmulo de situaciones divertidas y chispeantes, en las que el grado de absurdo es notable, y en la que están presentes diálogos de gran efectividad. Si a ello le unimos la escasa duración de la película –apenas sobrepasa la hora de duración, y en ella incluso hay lugar para la presencia de ciertas canciones y números musicales-, habrá que concluir en el reconocimiento de la eficacia de un producto, que revela la reiteración afortunada de unas fórmulas utilizadas llegado el sonoro, por tantos y tantos cómicos de aquel periodo.

En PEACH-O-RENO ese rasgo funciona con un notable sentido del ritmo cinematográfico, y logra incluso marcar algunos rasgos que posteriormente se convertirían en influencias cinematográficas para comedias largamente posteriores y mucho más alabadas que esta. Me estoy refiriendo, por ejemplo, a esa conversión de la sala de abogados en un auténtico salón de juego, algo que de forma más menos similar se mostraba en la magnífica SOME LIKE IT HOT (Con faldas y a lo loco, 1958. Billy Wilder) –esa funeraria que escondía una sala similar-. Pero esas semejanzas no se limitan ahí, ya que la actuación travestida de Wheeler no deja de parecer un curioso precedente del personaje que en el film de Wilder interpretaba el gran Jack Lemmon.

El sentido del absurdo tendrá de nuevo acto de presencia con esa auténtica batalla del rústico hombre del Oeste, que viene con la intención de matar a tiros a Wheeler, y finalmente es detenido… ¡por haber aparcado mal el coche en la entrada al edificio! A partir de ello, se desarrollará en los últimos minutos la vista entre los dos esposos que se quieren divorciar, siendo el momento en el que el sentido del absurdo se muestra con un grado superior de eficacia. Será esta una vista en la que cabe que se introduzcan vendedores de cacahuetes y chucherías, en la que el propio juez acceda a machacar nueces con el martillo que dispone para deliberar, y en el que incluso las lágrimas aflorarán en una secuencia opuesta a la que ha iniciado el film; si en aquella de la aparente felicidad conyugal pasábamos a una auténtica disputa entre el matrimonio que dará inicio al conflicto del film, en esta ocasión la declaración de ambos contrayentes les devolverá a la nostalgia por esos veinticinco años de matrimonio, registrando incluso de forma irónica las lágrimas de los presentes, y concluyendo el film con la conversión de los miembros del jurado en improvisados componentes de unas orquesta final dentro del juicio.

Serán secuencias estas últimas, en las que además la agilidad de la cámara de Seiter será manifiesta, lo que unido a las ingeniosas réplicas y diálogos, nos lleve en los mejores momentos a ese sentido del absurdo que conocemos fundamentalmente en el mundo expresado por los Hermanos Marx, pero que también tuvo en la pareja comentada, un exponente quizá no tan valioso como el de aquellos, pero sí indudablemente merecedor de una cierta revisitación.

Calificación: 2’5

PROFESSIONAL SWEETHEART (1933, William A. Seiter) [Novio profesional]

PROFESSIONAL SWEETHEART (1933, William A. Seiter) [Novio profesional]

Si hubiera que establecer un estudio más o menos completo de lo que significó la screewall comedy en el cine norteamericano, quizá no solo habría que remarcar –justificadamente- los títulos emblemáticos recreados por Leo McCarey, Howard Hawks, George Cukor o Frank Capra, entre otros. Antes al contrario, y aún discutiendo –siempre bajo un punto de vista muy personal- parte de los valores que se le supone a un realizador como Gregory La Cava, lo cierto es que quedan un buen número de comedias firmadas por realizadores quizá de menor cualificación que los anteriormente citados, pero que en su conjunto lograron encauzar esa evolución en el género a través de pequeños y estimables títulos que en buena medida han sido olvidados.

Uno de los ejemplos de directores de estas características lo tenemos en William A. Seiter, firmante de algunos títulos de la inmortal pareja Laurel & Hardy o los hermanos Marx, y que durante bastantes años se especializó en mundo de la comedia, a la que aportó quizá no títulos de gran relieve, pero sí caracterizados por el conocimiento de los resortes del género. Uno de ellos es el que comentamos en estos momentos –PROFESSIONAL SWEETHEART (1933), jamás estrenado comercialmente en España aunque emitido en televisión con el título NOVIO PROFESIONAL-. Al parecer se trata de la primera película que protagonizó Ginger Rogers, y ciertamente se trata bajo mi punto de vista de una de las interpretaciones más sueltas y desenfadas de toda su carrera, cuando su look aun no se caracterizaba por ese aire cursi y relamido que posteriormente la definió. En esta ocasión la Rogers interpreta a Glory, la “chica pureza” de una campaña publicitaria que un empresario de toallas ha destinado en la radio. Se trata de una joven que canta en la radio y representa esa idílica imagen de mujer blanca e inmaculada, que en el fondo encubre un carácter caprichoso y no para de crear problemas al magnate textil que solo espera que su musa publicitaria firme un contrato que serviría para prolongar su utilización como publicidad de la empresa.

A partir de ahí y de los deseos de Glory por evadirse de esa imagen tan aburrida como falseadora de su auténtica personalidad, es cuando sus promotores la emparejarán –al azar- con un anónimo admirador que procede de Tennessee y que se puede erigir como auténtico representante del mundo rural norteamericano. Este será el joven Jim –interpretado por el futuro y nada desdeñable realizador Norman Foster-, quien tras una llegada apresurada de forma insólita establecerá relación con Glory. Ambos se llegarán a casar –en una divertida ceremonia programada y emitida por radio-, pero lo que no constarán los responsables de la empresa textil será que con esta boda, la impetuosa musa se convertirá en una mujer hogareña y campestre que querrá huir de la vorágine de lujo y capricho que hasta entonces la había caracterizado. A ello se añadirá el interés de un empresario de estropajos por lograr contratar a la musa de una empresa de su competencia.

Esta será la base de una comedia de escasa duración que Seiter resuelve con vodevilesca eficacia, aunque quizá no apurando demasiado las posibilidades de la historia y sin la mala uva que una temática de estas características podría haber establecido un par de décadas después un maestro de la comedia como Frank Tashlin. Ciertamente su corta duración y la escueta disposición en secuencias incida en ello, pero no es menos cierto que el mayor timbre de gloria del título que nos ocupa se marca en la presencia de algunos excelentes actores secundarios. Entre ellos cabe destacar la divertida performance de Gregory Ratoff encarnando a Sam Ipswich –el propietario de la empresa de toallas-, la impertinencia que ofrece la impagable Zasu Pitts como reportera del corazón y, por encima de todos ellos, un Franklin Pangborn como sensacional y siempre delirante ayuda de cámara de Glory, en una de sus interpretaciones más memorables y logrando en todo momento robar la función cuando asoma su presencia y amaneramiento del encuadre.

Calificación: 2