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CINEMA DE PERRA GORDA

Clint Eastwood

A 2 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (LXXXIII) DIRECTED BY... Clint Eastwood

A 2 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (LXXXIII) DIRECTED BY... Clint Eastwood

Clint Eastwood, a la izquierda, junto a su hija Allison Eastwood y John Cusak, en un descanso del rodaje de MIDNIGHT AND THE GARDEN OF GOOD AND EVIL (Medianoche en el jardín del bien y del mal, 1997), en mi opinión, la obra cumbre del cineasta.

 

CLINT EASTWOOD... en CINEMA DE PERRA GORDA

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(8 títulos comentados)

JERSEY BOYS (2014, Clint Eastwood) Jersey Boys

JERSEY BOYS (2014, Clint Eastwood) Jersey Boys

Como al hablar de tantos otros grandes cineastas, estén estos enclavados en décadas y periodos precedentes, o bien en el de nuestros días, la obra de Clint Eastwood no se escapa a la fluctuación a la hora de la recepción de su obra. Una fluctuación que parece ofrecerse con una extraña sensación de maniqueísmo a la hora de recibir sus diversos exponentes, como si entre ellos solo se pudiera establecer la división entre el logro absoluto y el título fracasado. Una vez más se puede percibir ese cainismo a la hora de recibir los más cercanos exponentes, dentro de la andadura de un cineasta que se ofrece, con una obra de tan alto octanaje, como precisos objetivos y ligereza en sus procesos de producción. Y es que a fuer de ser sincero, no me imagino en nuestros días una mala película por parte de Eastwood. En mi experiencia como espectador creo que la veteranía, la pericia y la inspiración del realizador deviene siempre pertinente, a la hora de trasladar a la pantalla los proyectos elegidos, en los que se puede percibir de manera clara su auténtica visión del mundo.

JERSEY BOYS (2014) es uno de los títulos que han suscitado más controversia dentro de la andadura reciente de Eastwood, en la que por cierto predominan exponentes caracterizados dentro de dicha catalogación, aunque a mi modo de ver se escondan siempre en ellos títulos de valía. A falta de ver AMERICAN SNIPER (El francotirador, 2014) el último y muy polémico título de su filmografía hasta la fecha, lo cierto es que en absoluto puedo adherirme al rechazo que provocó el cercano estreno de la adaptación del musical de Broadway, que narraba el recorrido existencial de uno de los grupos de culto en las décadas de los sesenta y setenta –The Four Seasons-, liderados por el cantante Frankie Walli. Son precisamente el propio Walli, junto con Bob Gaudio, los dos componentes más característicos del grupo, los que asumen tareas de producción dentro del engranaje de una película, que en primera instancia podría erigirse como un biopic en torno a la andadura de este grupo musical. Sin embargo, cabía esperar algo más por parte de un director, que hace ya muchos años, en BIRD (1988), reinventó no pocos estilemas del subgénero, podríamos decir que retomando ciertos elementos ya existentes en aquella exitosa producción, enriquecidos por el bagaje del director marcado con el paso de los años. Y es curioso señalar que si bien la biografía de Charlie Parkerr logró una entronización a mi juicio excesiva, la plasmación de la andadura artística de The Four Seasons ha sufrido una recepción diametralmente opuesta. Cierto que el dramatismo existencial de Parker podía ofrecer más asideros que el devenir de un grupo musical quizá más fútil o superficial. No obstante, bajo la aparente blandura de la andadura de los protagonistas de la película, se esconde de manera muy palmaria, toda una reflexión distanciada en torno a la condición humana.

La importancia de la amistad, el peso de los relaciones humanas, la fuerza del amor, el reflejo del temperamento artístico, las causas y los efectos, la visión del mundo del espectáculo que los envuelve, o la cierta sensación de irrealidad y abstracción que presiden los en apariencia almibarados diseños de producción que podemos contemplar. No soy el primero en decirlo, pero es cierto que se puede detectar con una relativa facilidad, esa sensación de asistir a dos películas contemplando JERSEY BOYS. La primera sería la que plantea su propia base argumental, ese recorrido en torno al devenir de un grupo, que conforma la visión inicial del relato. Sin embargo, sobre la misma se sobreponen las maneras fílmicas de Eastwood. La manera que tiene el cineasta de desmarcarse de manera sutil de unas premisas que tiene que respetar y respeta, pero que le sirven como plataforma para esa visión abierta sobre la aventura humana.

En el fondo, Clint Eastwood es uno de los últimos humanistas que ha proporcionado el cine, y ello se pone de manifiesto en esa querencia por el melodrama que, a fín de cuentas, es una de las grandes cualidades de este cineasta clásico y limpio, que en esta ocasión puede parecer excesivamente superficial en sus costuras fílmicas, pero que entre plano y plano sabe transmitir no solo su clase, sino ante todo una visión existencial revestida de lucidez. Y al hacer mención de este rasgo, quizá no sea lo más pertinente subrayar ese carácter “brechtiano” de los diálogos y confesiones con el público de los componentes del grupo, ofreciendo miradas y puntualizaciones a todo aquello que contemplamos. Lo hará de igual manera ese extraño flashback que nos retrotraerá al inicio del malestar creado en el grupo, con las oscuras maniobras de Tommy DeVito (un magnífico Vincent Piazza). Serán elementos que poco a poco irán teniendo una presencia creciente, en una película en la que inicialmente se describirán unos tintes vitalistas –por más que la fotografía en color de Tom Stern, incida en una extraña textura, subrayando en una buscada sensación de irrealidad. Irrealidad que se marcará de igual manera en ese reencuentro final del grupo –tras una ausencia de más de dos décadas- que brindarán los emotivos instante finales de la función, en el que una conmovedora elipsis nos llevará hasta 1990. Alí podremos contemplar a los envejecidos componentes del grupo –una vez más, esos ostentosos maquillajes, que tanto se cuestionaron en J. EDGAR (2011), y que en esencia sirven para permitir otro enfoque, más abstracto, de la situación planteada-.

Esa especial modulación del conjunto, es la que permitirá a Eastwood hacer discurrir el drama, que se irá introduciendo de manera paulatina en sus costuras. Una vez más, el cineasta demuestra su maestría en el manejo renovado de los resortes del género. Lo hará idealizando ese contexto histórico en el que se desarrolla la película, con canciones representativa del momento o una dirección artística que quizá dulcifique el marco de las función -no olvidemos esa pequeña presencia del joven Eastwood en la pantalla, con la serie Rawride que le brindó la fama televisiva-, pero que sirve como contrapunto a la presencia de esta historia de una amistad compartida y deteriorada con el paso del tiempo. Es esa, en realidad, la auténtica intención de un cineasta, que puede brindar un fragmento tan conmovedor como el que plasma la inesperada muerte de la hija de Frankie –una vez más, la elipsis nos introducirá en la tragedia-, punteada por los atinados planos del funeral, envueltos en la bellísima melodía My Eyes Adored You, en la que se intercala de manera nihilista la oración del pastor que oficia el funeral, declamando “Oh, Dios, siempre nuestro Dios”. Será el preludio a un instante escalofriante, quintaesencia del estilo aplicado por Eastwood en la película, al hacer mirar a Walli a la pantalla, solo en el cementerio intentando asimilar la pérdida irrefrenable.

Así pues, haciendo modular la película entre el entusiasmo de la juventud, hasta insertarnos en el momento de la decrepitud, el reconocimiento y la resignación. Es el momento de mirar hacia atrás, lo que propone finalmente un Clint Eastwood en plena forma, conocedor a la perfección en su capacidad de lograr un crescendo dramático en sus películas –la importancia de la fuerza de un final para que la película adquiera un alcance perdurable-. En esta ocasión, el objetivo se cumplirá con creces con unos minutos finales revestidos de melancolía, en los que se recoge el triunfo rotundo de Walli, tras asimilar la tragedia de la muerte de su hija, con el estreno de esa composición que le brindara su eterno compañero Bob, con el inmortal tema Can’t Take My Eyes Off You –que el propio intérprete del personaje, John Lloyd Young, entona con fiereza, en una secuencia que lega a erizar por la garra con la que es expuesto en la pantalla.

Y junto a este cúmulo de cualidades, JERSEY BOYS destaca por su manera en mostrar la lealtad y la amistad –para ello, siempre estará latente la presencia del personaje que encarna magistralmente Christopher Walken-, en el preciso trazado de personajes –ese representante de la mafia que tanta importancia tendrá en el devenir de la banda-, el aire vitalista que adquirirá la descripción del entorno en que se desarrollará la acción o, finalmente, el acierto demostrado a la hora de culminar su metraje. Será de nuevo apelando a ese sentido brechtiano que marcará el baile jubiloso y vitalista que reunirá a todos los personajes –magníficamente interpretados todos ellos- que han estado presentes en la función. Una vez más, Eastwood ha apostado por la aventura de la vida. Una vez más, el veterano maestro me ha ganado. Gracias Clint, por ofrecer otro pequeño capítulo del gran sueño americano.

Calificación: 3’5

HEREAFTER (2010, Clint Eastwood) Más allá de la vida

HEREAFTER (2010, Clint Eastwood) Más allá de la vida

“Una vida basada en la muerte, no merece ser vivida”, dirá en un momento determinado el atribulado George Lonegan (Matt Damon) y, de alguna manera, en ese comentario expuesto a su hermano, cuando este le insiste en que haga de su don para conectar con los muertos un modo de vida cómodo, se puede definir el conjunto de una película tan incómoda para los tiempos que corren, como es HEREAFTER (Más allá de la vida, 2010). No me cabe la menor duda que admitir que un cineasta del prestigio de Clint Eastwood, pueda imbricarse en la aguas pantanosas de una propuesta que pueda –siquiera de soslayo- intuir la posibilidad de la existencia de una trascendencia, a no pocos comentaristas ha hecho afilar las uñas. No resulta políticamente correcto, en una sociedad que ha evolucionado con enorme rapidez de la dependencia religiosa al nihilismo más absoluto –algo presente incluso en el alejamiento absoluto que los jóvenes manifiestan ante la realidad incontrovertible de la mortalidad-. Es por ello que resulta hasta cierto punto comprensible –aunque nada justo- mirar con suficiencia este magnífico melodrama que nunca menciona a Dios, que llega a cuestionar la ritualidad religiosa, y que en un momento dado no cierra la posibilidad de que ese contacto con lo sobrenatural sea producto de otros conductos de la mente humana. Pero al mismo tiempo, sin dejar de lado dichos condicionantes, habla con sinceridad sobre el anhelo de supervivencia del ser humano, de la necesidad de enfrentarse a la propia mortalidad, y de encontrar la suprema superación del mismo a través del amor. En definitiva, con las matizaciones que se le quieran realizar, en Eastwood podría aplicarse a través de buena parte de su cine, una actualización de la máxima que regía el cine del nunca suficientemente añorado Frank Borzage. Es decir, su consideración como quizá el cineasta que mejor sabe manejar los resortes del melodrama. Que mejor sabe, película tras película, plantear sentimientos humanos, personajes a los que muestra mirándolos frontalmente, escrutando sus contradicciones, debilidades y aspectos humanos. Esa capacidad de Eastwood, que en muy pocos cineastas de nuestro tiempo puede tener parangón, se muestra en una película que, justo es reconocerlo, requiere cierto tiempo para ir atrapando al espectador, pero cuando lo hace ya no lo abandonará hasta su conclusión, llegando a conmoverlo. Por lo menos a mi me conmovió una conclusión que otros no han dudado en señalar como cursi, pero que –como en tantas otras ocasiones en su cine- se me antoja no sólo lógica, sino casi necesaria.

Y es que, en definitiva, lo que nos cuenta HEREAFTER es la historia de unos seres atormentados por diferentes experiencias vividas con la inmanente e irrenunciable presencia de la mortalidad. Da igual que se ofrezca con la impresionante vivencia de la locutora televisiva francesa Marie LeLay (Cécile De France), al sobrevivir las consecuencias del trágico tsunami sufrido en el sudeste asiático, el calvario sufrido desde su infancia por el citado Lonegan, al padecer lo que para otros sería un don, pero que a él le ha impedido vivir con normalidad, convirtiéndose en un ser reservado e introvertido, o la tragedia que vivirá Marcus (Frankie McLaren) al desaparecer de forma trágica e inesperada su hermano gemelo, debiendo abandonar un modo de vida poco recomendable junto a una madre drogadicta. Serán tres historias emanadas del espléndido guión de Peter Morgan, que no obstante en el primer tercio del film tardan  en prender en el espectador. No lo será por la sencillez con la que estas son entrelazadas, sino en la sensación que se advierte en algún momento ante la necesidad de tiempo para evitar que el paso de una a otra impida que estas se adhieran emocionalmente. En cualquier caso, las mismas representan perfiles complementarios, describiendo miradas contrapuestas ribeteadas todas ellas de valiosos apuntes que quizá algunos hayan reprochado, pero que considero de oportuna pertinencia –la ligazón de la película con hechos reales, como el citado tsunami o los atentados vividos en el metro de Londres-. Junto a ellos no conviene olvidar el acierto de describir en los ambientes intelectuales de la laica Francia esa sensación de dejar por completo de lado cualquier atisbo metafísico o trascendente, o el respeto con el que se atiende la siempre espinosa cuestión de las experiencia cercanas a la muerte –un tema que siempre me ha interesado, y que entre unos y otros nunca ha conseguido alcanzar en nuestra sociedad la importancia que quizá debiera adquirir-. En realidad, la mirada de Eastwood no se inclina por ninguna de las vertientes presentes en el film. Ninguna de ellas es tampoco desestimada. En realidad, uno de los importantes aciertos del film de Eastwood y, por ende, de su planteamiento de base del guión de Peter Morgan, estriba en asumir y trasladar todas las miradas posibles ante el hecho incontrovertible de la muerte, poniéndola en primer plano como referencia ante unos seres atormentados de una u otra manera ante su sombra.

En realidad, HEREAFTER parece apuntar a estas dos verdades incontrovertibles; la de que no hay mejor manera de asumir el gran suceso último de todo ser humano, que la de estar preparado experimentando el don de la existencia como el bien más preciado del ser humano, aún cuando en algunas ocasiones esta circunstancia discurra por senderos penosos. La otra, quizá la más importante, resida en el mayor asidero que tenemos para entender la propia muerte como suceso incontrovertible; la esencial importancia del amor. En este sentido, en realidad ese atormentado y auténtico medium que es George no comenzará a vivir, más que a partir del momento en que deje de lado su sombría y casi inevitable cercanía al mundo de los muertos –es oportuno en este sentido mostrar sus “lecturas” entre sombras-, y en el último momento se plantee la oportunidad –y en su caso, la certeza- de vivir ese amor tan deseado, que de manera paradójica ha surgido entre dos personas que se han visto transformados por la sombra ominosa de la muerte. Amor y dolor quedan ligadas en una película en la que quizá cueste entrar, que se inicia con una secuencia de impactante perfección, y cuya división en tres historias paralelas quizá contribuya a acrecentar esa frialdad que, por otra parte, Eastwood no se ha recatado en utilizar en no pocos de sus títulos. Quizá sea la fórmula perfecta para lograr, de manera paciente pero segura, introducir en el espectador esa temperatura emocional, que alcanza de nuevo por un lado en su mirada frontal a sus personajes, y en otra a partir de ese casi infalible recurso melodramático que funciona con tanta perfección en sus películas; el uso de la música –siempre recordaré a este respecto la importancia que adquiere la introducción del sonido de las teclas de un piano para advertirnos el surgir del amor entre los protagonistas de THE BRIDGES OF MADISON COUNTY (Los puntes de Madison, 1995)-. Como si emergiera en un engranaje casi infalible, de manera paulatina y casi infalible vamos asistiendo a este triple drama extremo, que es narrado con enorme pudor emocional, sin alzar nunca la voz, sabiendo encuadrar de la forma más adecuada, ofreciendo una cadencia casi musical a un tema que podría brindarse a todo tipo de excesos, pero que es expuesto de una manera pudorosa, en ocasiones crítica –la manera con la que muestra la inútil imaginería de los ritos religiosos, en esta ocasión incorporando un apunte multicultural, presente en la secuencia del funeral del pequeño gemelo-, en otras quizá un tanto chirriante –la sucesión de falsos médiums que va recorriendo el desconsolado gemelo, en la búsqueda de un contacto ultraterreno con su hermano-.

Lo que en última instancia importa, en una película que logra prender con fuerza hasta llegar a una conclusión tildada por algunos como cursi y que personalmente me conmovió –entendiendo como justificados los leves ralentis con que se cierra-, es su capacidad para adentrarse en un terreno mucho menos cómodo de lo que cabe suponer, y del logra emerger con la sabiduría de un cineasta que logra ofrecernos momentos de realización tan hermosos, como la grúa que se eleva tras la muerte del gemelo en el accidente, la serenidad que describe la visita de Marie a la clínica de enfermos terminales –aunque aparezca como debilidad argumental la facilidad que tiene esta de contemplar la agonía de una joven interna-, la fuerza que adquiere el episodio en el que el gemelo superviviente sortea la caída de la gorra de su hermano -con consecuencias inesperadas-, o todo el episodio final vivido por George, con la resurrección que para él supondrá su viaje a Londres, la vivencia de ese universo dickensiano que le ha servido hasta entonces como único consuelo, o el encuentro final con Mary que, de alguna manera, se podrá entender como el auténtico nacimiento en la vida de ambos. No sería, llegados a este punto, la primera ocasión en la que Clint Eastwood se acerque a elementos fantastiques en su obra. Personalmente creo que el ejemplo más rotundo lo brinda en la que no me cansaré en reiterar como su mejor obra –MIDNIGHT IN THE GARDEN OF GOOD AND EVIL (Medianoche en el jardín del bien y del mal, 2007)-, pero que se extiende a varios de sus títulos. Es por ello que me puede chocar la fácil recurrencia a esas leves visualizaciones o atisbes de un más allá –que por otra parte resultan reveladoras pero poco consoladoras-, pero ello no me impide rendirme a la evidencia de asistir a una propuesta con más miga de la que pudiera parecer, que sin tomar partido por ninguna de las vertientes que muestra, apela a su sensibilidad como analista de los sentimientos humanos y, ante todo, a su magisterio como cineasta, de la que HEREAFTER deviene un ejemplo manifiesto y, estoy convenido de ello, será más valorada conforme pasen unos pocos años.

Calificación: 3’5

HIGH PLAINS DRIFTER (1973, Clint Eastwood) Infierno de cobardes

HIGH PLAINS DRIFTER (1973, Clint Eastwood) Infierno de cobardes

Hay películas que, más allá de de su autentico alcance, el marco donde el paso del tiempo las insertan impiden que sean valoradas con inocencia. Creo que HIGH PLAINS DRIFTER (Infierno de cobardes, 1973) sería un ejemplo perfecto de dicho enunciado. Estoy convencido que cuando se estrenó la que sería segunda película del hasta entonces conocido intérprete –entonces sometido al éxito y al mismo tiempo la polémica provocada con DIRTY HARRY (Harry el sucio, 1971. Don Siegel)-, el hecho de suponer una modesta y hasta cierto punto desconcertante propuesta de un género que ya se encontraba en un estado agónico, sería recibida con disciplencia o, lo más probable, ignorada con facilidad. Pero hete aquí que casi cuatro décadas después, el mismo Clint Eastwood está considerado “el último cineasta clásico” y, más allá, de esa etiqueta tan simplificadora como arquetípica, es uno de los mejores directores en activo del cine norteamericano desde hace ya más de dos décadas. Cuando llega la hora del revisionismo, lo que en su momento se ignoró ahora se observa con otra mirada, quizá buscando aquello que no se encontró en su momento… puede que en parte no se vislumbrara, quizá también de algún modo nunca estuvo. Dicho esto, aún asumiendo que no nos encontramos ante un título de especial relieve, no se puede negar que HIGH PLAINS DRIFTER posee los suficientes elementos como para ser recordada y defendida, al tiempo que su metraje permite atisbar los suficientes detalles, desmarcándose de los parámetros dominantes en el género en aquel periodo tan complejo. En definitiva, demostrando que aquella estrella tan consolidada y al mismo tiempo realizador incipiente, albergaba la simiente del excelente cineasta que iría asumiendo en su obra conforme fueron pasando los años y su filmografía fue abriendo sus horizontes.

Un hombre sin nombre (Eastwood) llega a caballo hasta la extraña población de Lago en el año 1870. Se trata de una población pequeña, situada en el sudoeste de USA, caracterizada por su reciente construcción, ya que la misma se ha erigido en función de la cercanía de una industria minera junto a un lago que con probabilidad ofreció su denominación. La inesperada llegada provocará –además de la ruptura de la cotidianeidad de la localidad- la extrañeza de sus habitantes, demostrando este muy pronto sus habilidades con la pistola al contraatacar a tres pistoleros que querían eliminarlo. La actuación del protagonista, pronto llamará la atención de las fuerzas vivas de la población, viendo en el visitante la posibilidad de contrarrestar la previsible llegada de tres forajidos que han sido liberados de la cárcel, decididos a vengar los vecinos que le denunciaron. Este aceptará el envite no sin proponer una serie de condiciones, destinadas por un lado en violentar y sacar a la luz pública la podredumbre que esconde el colectivo al que se presta a salvar, que en el pasado protagonizaron un acto repudiable que todos ellos mantienen oculto pero del que jamás se podrán olvidar.

Si hay algo que cabe destacar en HIGH PLAINS DRIFTER, es sin duda el grado de singularidad que plantea su propuesta. Cierto es que la misma en realidad no plantea nada nuevo –es la enésima narración de una venganza-, pero no es menos evidente que su articulación en la pantalla deviene atractiva e insólita. Lo es la propia llegada de Eastwood –ese plano inicial hace temer lo peor a la hora de insertar efectismos visuales como el uso del teleobjetivo, por fortuna ausente en el resto del metraje-, arribando a una población que, contra lo que es habitual en la iconografía en el cine del Oeste, aparece como de reciente construcción. De hecho, incluso la propia localización de esta, resulta insólita –en pocos westerns se apreciará ese protagonismo de una gran superficie acuática-, revistiendo un especial sentido ritual la llegada de ese extraño cowboy con una parsimonia especial, siendo observado por unos seres que aparecen casi como sacados de un film fantastique. Se trata sin duda de una elección premeditada por parte de Eastwood, quien apuesta por conceder a la película un aire de fantasmagoría, pretendiendo con ello hacer emerger la pútrida galería humana que puebla el reducido microcosmos, en el que la casi totalidad de sus habitantes tienen algo que esconder o simple y llanamente se trata de seres despreciables. Eastwood modula la descripción de dicha galería humana, subvirtiéndola a través de las condiciones impuestas a la hora de erigirse como salvador del peligro que se cierne sobre ellos, aunque en el fondo lo que busca en el exorcismo de las circunstancias que han motivado su llegada a este Lago que convertirá por orden imperativa en “Infierno / Hell”. Entre ese sentido casi metafísico que reviste su venganza –el linchamiento que se cometió contra su hermano cuando fue “sheriff” de la localidad- será mostrado con relativa insistencia –esa reiteración en su recordatorio por medio de unos planos efectistas que se visualizan de forma innecesaria en dos ocasiones-, aunque cierto es que demuestren esa voluntad de profundizar en una mirada singular dentro de una iconografía como la del western, que en aquellos años no gozaba de ningún respeto. Es de agradecer un esfuerzo que por momentos llega a resultar insoportable, ante todo debido por la voluntad del realizador por recrear una galería humana revestida de una crueldad poco frecuente –quizá solo la iguale en aquellos años, el excelente Joseph L. Mankiewicz de THERE WAS A CROOKED MAN… (El día de los tramposos, 1970)-, diseccionada por el protagonista con la secreta voluntad de exorcizarla e incluso destruirla. Es probable que esa intención de Eastwood no revista en esta su segunda película el necesario grado de homogeneidad. Sin embargo, no cabe duda que su propuesta reviste por momentos un carácter fascinante. La capacidad de describir una galería femenina caracterizada por su hastío y desencanto, esa genial idea de mostrar la población pintada de rojo –una condición impuesta por el forastero, tan inútil como necesaria en sus planes de venganza-, o la catarsis violenta que vivirán sus habitantes y la propia configuración de la misma, que quedará casi reducida a cenizas, serán elementos de gran interés en un conjunto irregular pero casi siempre atractivo, en el que uno de sus elementos más valiosos resulte la voluntad directa de su protagonista por transgredir las normas de convivencia que habían articulado sus habitantes. Esa circunstancia y su querencia por el fantastique, de alguna manera emparenta su resultado con propuestas tan alejadas en apariencia como THE WICKER MAN (1973, Robin Hardy) o la posterior SOMETHING WICKED THIS WAY COMES (1983, Jack Clayton), sobre todo a la hora de mostrar una tipología humana que oscila en la frontera de la irrealidad en su plasmación física, por más que en su representación se perciba la credibilidad sobre aquello que representan.

En definitiva, Clint Eastwood planteó en aquellos años en los que su andadura como director apenas importaba a nadie, la primera muestra de una cierta personalidad cinematográfica. El paso de los años es probable que haya permitido destacar esa voluntad de proporcionar ese sello aún incipiente a su cine, mezclado con un laconismo que, con el paso del tiempo, sería una de las muestras más valiosas de su obra.

Calificación: 2’5

INVICTUS (2009, Clint Eastwood) Invictus

INVICTUS (2009, Clint Eastwood) Invictus

Nada mejor que evocar la catarsis que vivió España con el aún reciente triunfo en el último mundial de fútbol –que por unos días permitió olvidar al conjunto de la nación la tensión de una crisis galopante, e incluso desarrollar un sentimiento patriótico hasta entonces inusitado-, o la imagen de modernidad que proyectaron los juegos olímpicos de Barcelona 92, para entender la capacidad e influencia que el deporte podía y puede ofrecer como elemento generador de entusiasmos inusitados y emociones colectivas y transformadoras. Todo ello es mostrado con presteza en INVICTUS (2009), producción en la que se conjuga esta capacidad en el ser humano, combinando la plasmación cinematográfica de la misma, con el retrato entregado y emocionado hacia la figura del presidente sudafricano y posterior Premio Nóbel de la Paz Nelson Mandela, sin duda una de las personalidades más consensuadas y respetadas a la hora de representar sentimientos de igualdad y paz en la humanidad. Acercarse con admiración a la hora del retrato fílmico de un personaje al que se admira, entra de lleno en los vericuetos del biopic, aspecto este que el film de Eastwood asume sin esconderse en ninguno de sus aspectos. Por el contrario, abraza con nobleza las posibilidades que ofrece dicho subgénero, de la misma manera que en los años cuarenta lo podía plantear el gran Henry King con la hoy injustamente olvidada WILSON (1944).

La acción se inicia en la Sudáfrica de 1990. En su seno de produce la liberación de Mandela (Morgan Freeman), dentro de un país en el que el appartheid sigue dividiendo a una sociedad en la que la minoría blanca contempla con un recelo nada oculto, el reconocimiento de la preponderancia negra que supone la integración de nuestro protagonista. La película lo mostrará con presteza y a modo de metáfora en esos planos iniciales en los que el coche de Mandela discurre por una carretera en la que a sus lados se encuentran separados con verjas, representantes ambos de esas nuevas generaciones de ciudadanos a los que pronto pondrá en práctica su acción decidida basada en la paz, el perdón y la integración. De manera muy rápida, la película adentra su trazado desde el momento en el que el líder asume en 1994 de forma democrática la presidencia del país, sucediendo a Frederick De Clerk. Este acoge el cargo con aplomo y una cierta herencia británica, provocando el lógico rechazo de la minoría blanca -que en modo alguno están dispuestos a aceptar a un presidente negro-, y el creciente escepticismo de su pueblo, quien esperaban de él una mayor combatividad y defensa de sus derechos. Por el contrario, el nuevo mandatario hará valer desde el primer momento su voluntad de integración, readmitiendo a buena parte del personal del anterior presidente –todos ellos blancos, y de inequívocas tendencias racistas en torno a los negros-; se trata de una percepción que capta con acierto la cámara de Eastwood. La inequívoca intención del personaje, contará en la película con el apoyo de un Eastwood que proporciona a sus imágenes un tratamiento revestido por la serenidad. Más allá de ofrecer un título memorable, Eastwood prefiere –a mi juicio con notable acierto- narrar ese proceso con tranquilidad, tomándose su tiempo, y basándose en pequeñas miradas y gestos de complicidad con las personas que rodean al nuevo mandatario –al que llaman cariñosamente Madiva-. Cierto es que en ocasiones esta inclinación puede escorarse hacia un terreno algo sensiblero o carente de tintes dramáticos, pero nadie puede negar que dicha elección formal está plasmada con auténtica sabiduría. Eastwood narra como Dios –tampoco voy a descubrir nada con esta afirmación-. A través de esa sencillez hace creíble esta parábola que habla de la comprensión y la valoración del ser humano por encima de cualquier consideración exterior, que es plasmada en la película a través de la historia planteada entre Mandela y el capitán del equipo de rugby sudafricano, el blanco y rubio François Pienaar (Matt Damon). Una historia real que Eastwood transformó como guión para la gran pantalla a partir del libro de John Carlin, y que es mostrada con esa experiencia como narrador, logrando a través de esa aparente sensiblería acercar al espectador un relato que avanza a través de la imagen. Será un marco en el que los diálogos emergen como soporte de esa mirada a través de hechos pequeños, ofreciendo una visión que puede parecer para sus colaboradores la de un hombre senil que quizá no se ha acostumbrado a la libertad, y que de repente descubre el poder catalizador de las masas ejercido por la pasión por el deporte. Es por ello que intentará bajo todos los medios, convertir a la selección de rugby de su país, no solo como detonante para una nueva Sudáfrica, sino como elemento clave para la transformación de un pensamiento excluyente –por ambas partes, aunque más lógico de admitir por parte de los agraviados negros-, en otro integrador. A partir de dicho objetivo, la película se centra en ese proceso que se extenderá durante apenas un año, y en el que la intuición del veterano presidente supondrá una visión no entendida –ni compartida- por los que le rodean, pero que revelará el profundo conocimiento de los recovecos de la condición humana, adquirido en su larguísimo periodo de cautividad.

Dentro de dicho contexto, INVICTUS alberga no pocas virtudes. Una de ellas es la de haber ofrecer un relato caracterizado por su clasicismo, por saber “mirar” cara a cara a sus personajes, e incluso por elementos concretos, como pueden ser la magnífica manera que Eastwood filma los encuentros de rugby. Confieso a este respecto, que es la única película en la que se encuentren escenas de partidos de este deporte, que me ha permitido descubrir sus reglas de funcionamiento. El hecho de no utilizar planos cortos y, por el contrario, abordar dichas secuencias con una planificación de gran acierto, permite al espectador implicarse e incluso tomar partido con esa selección que en sus inicios provocan nuestro rechazo, no por la deficiencia de su juego, sino por representar aquello que podía provocar arrogancia y racismo. Sus poco más de dos horas discurren ante la retina con un admirable sentido de la progresión, como una auténtica lección cinematográfica, a la que hay que sumar la admirable aportación de un Morgan Freeman –también productor del film- que se apropia de la esencia de Mandela, perfilando uno de los trabajos más prodigiosos de su carrera, y confirmando que estamos ante uno de los grandes actores de nuestro tiempo. A partir de esos elementos primordiales, el realizador pone a prueba su capacidad para conmover –la secuencia en la que Pienaar visita la celda en la que Mandela estuvo encerrado, la utilización de los versos que ha compuesto el veterano dirigente (imprescindible escuchar la versión original)-. Sin embargo, hay algo que impide que su resultado alcance la altura que en sus mejores momentos parece apuntar. Con ello me refiero sobre todo a esa inclinación final hacia la vertiente de sensiblería que apuntan los últimos minutos del partido que otorgará la final al equipo sudafricano. El recurso algo innoble –e innecesario- al ralenti, que además rompe con la serenidad alcanzada en los minutos precedentes, haciendo parecer que de alguna manera nos retrotraemos al esteticismo de la olvidable CHARRIOTS OF FIRE (Carros de fuego, 1981. Hugh Hudson). Esa debilidad –que en algunos pasajes previos del film ha sido soslayada con habilidad-, tendrá su coronación con el diálogo de gratitud mutua mantenida por Mandela y el capitán sudafricano –emocionante aunque un tanto previsible-. Más atractivo resultará en ese fragmento, contemplar la astucia del presidente al salir al terreno de juego vistiendo el uniforme de su selección –con el doble mensaje que la misma conlleva; integración ante esos espectadores que aún mantienen el racismo latente, y distracción ante el imbatible rival neozelandés-.

Por último, en el debe de la película se encuentra la recurrencia al pétreo Matt Damon como oponente de un Freeman que domina la pantalla como quiere. Ni siquiera en aquellos planos en los que comparte protagonismo –haciendo buena la ecuación de que ante un gran intérprete se puede proteger e incluso inspirar al actor limitado o mediocre; como podía ejemplificar el duelo Ian McKellen y Brendan Fraser en GOODS AND MONSTERS (Dioses y monstruos, 1998. Bill Condon)-, Damon ofrece la intensidad y modulación que su personaje pide a gritos, lo cual sorprende que Eastwood lo haya elegido para protagonizar la posterior HEREAFTER (Más allá de la vida, 2010)

Calificación: 3

GRAN TORINO (2008, Clint Eastwood) Gran Torino

GRAN TORINO (2008, Clint Eastwood) Gran Torino

Más allá de valorar sus cualidades –no me cabe duda que nos encontramos ante una excelente película, digna del mejor cine de su autor-, lo que más se vislumbra en GRAN TORINO (2008) es el hecho de suponer –aún que ya haya estrenado otro film con posterioridad – INVICTUS (2009)-, tenga a punto de estreno HEREAFTER (2010), o incluso pueda filmar algunos otros títulos; esperemos que los máximos posibles-, en sus imágenes se atisba la condición de auténtico testamento, sino cinematográfico, si existencial, de este lejano actor de series televisivas, convertido de la noche a la mañana en estrella del western de la mano de Sergio Leone, transformado años después en un agente de tintes poco ortodoxos –en su momento calificados como fascistas-, mientras que ya en aquellos primeros años setenta, inició de forma tímida su andadura como realizador, sin llamar la atención, sin ser tampoco muy atendido, hasta que a mediados de los ochenta su cine –a partir de BIRD (1988)- comenzó a ser atendido y respetado. Desde entonces, su obra no siempre ha alcanzado los niveles que se pretenden –como cualquier otro cineasta que se precie-, pero lo cierto es que en los últimos quince años ha dejado la estela de una serie de obras que emergen en bastantes casos entre lo mejor legado por el cine norteamericano de este periodo.

 

Pero más allá de citar títulos que se encuentran en la memoria de todos –y del que nunca me cansaré de citar el poco recordado MIDNIGHT IN THE GARDEN OF GOOD AND EVIL (Medianoche en el jardín del bien y del mal, 1997) como mi preferido-, lo cierto es que quizá nunca como en este GRAN TORINO, marca la inexorable sombra de la cercanía de su desaparición. Un punto y final no solo de su cine, sino del propio personaje cinematográfico que ha ido configurando con el paso del tiempo, reforzando esa aseveración con una mirada provista de ese escepticismo que el cineasta ha insuflado a sus obras más personales. Profundo conocedor de los recovecos del alma humana y, sobre todo, admirablemente dotado para trasladar cinematográficamente todas esta enorme gama de matices, el ya veteranísimo intérprete de Harry Callahan anunció que esta sería su última aparición cinematográfica como actor –un detalle que estimo tienen un notable calado a la hora de destacar el aspecto personal que GRAN TORINO supone en su trayectoria-.

 

Una interpretación por cierto magnífica que, más que en el propio registro del actor, se basa en su rostro gastado y rugoso, en ese semblante revestido de escepticismo –e incluso mal genio-, encarnando al ya anciano Walt Kowalski, un inmigrante polaco por completo integrado en la vida norteamericana, que acaba de perder a su esposa. La película se iniciará en la celebración de sus funerales, describiendo con agudos y mordaces apuntes el contraste de la mirada de nuestro protagonista, con el de los familiares que asisten a la ceremonia, e incluso la visiones del sacerdote –el Padre Janovich (Christopher Carley)-. Todos ellos son contemplados con abierta hostilidad por un hombre cerrado en un mundo interior, del que quizá solo su esposa le pudo permitir momentos de felicidad, aunque sea tras el momento de su ausencia cuando ante su mente se acumulen una serie de recuerdos –que en la pantalla aparecen solo intuidos- y que se centran en su pasado luchando en la Guerra de Corea. Sumemos a ello la abierta hostilidad que le produce convivir con vecinos chinos, la persuasiva intención del joven sacerdote para que este se confiese –era una petición que su difunta esposa le formuló al joven pastor- o la intención de sus hijos de internarlo en una lujosa residencia de ancianos. Todos ellos serán elementos que acentuarán su sensación de ser el representante de un mundo que ya pertenece al pasado, por lo que en realidad nada le liga a la vida, aunque tampoco ofrezca señales abiertas de renunciar a la misma.  Es más, no podrá evitar que se detecten señales que indiquen que su final se encuentra próximo –esas toses acompañadas por manchas de sangre, los análisis médicos que se realiza- y, en medio de dicho contexto vital, de tan corto alcance como casi nulos alicientes –el único, quizá, la presencia de su fiel perro-, un suceso servirá para introducir un nuevo aliento a una vida que está ya casi a punto de extinguirse en medio de la inmensidad de una sociedad urbana, alejada por completo de sensibilidad con aquellos que forjaron su pasado más o menos reciente –en algunos momentos, GRAN TORINO me trajo ecos del excelente MAKE WAY FOR TOMORROW (1937) de Leo McCarey-. Este será el intento de robo de un Gran Torino, un auto de inicios de los setenta que salvaguarda Kowalski desde inicios de los setenta, y que se encontrará a punto de ser sustraído por el chino Thao Vang Lor (estupendo Bee Vang). Se trata de un joven componente de la familia vecina de nuestro protagonista, que ha sido sometido a prueba por una banda de delincuentes con los que mantiene incluso contactos familiares, pero que el azar acercará a este viejo huraño, quien sin sospecharlo se acercará a esa cultura diferente que poseen esos vecinos que siempre ha despreciado.

 

En realidad, GRAN TORINO marca la historia de una redención. La búsqueda de un hombre anciano y atormentado por acontecimientos que vivió hace décadas en el conflicto bélico antes señalado, y que pese a la vivencia de una vida conyugal que se presumió apacible –y en la que igualmente se intuye que el papel de su difunta esposa fue determinante para hacer más llevadera la existencia de su esposo-, a la muerte de esta sus infiernos personales han vuelto a emerger, encontrando una oportunidad para ofrecer la última vuelta de tuerca a una existencia que ya intuye próxima a extinguirse, ofreciendo su sacrificio a una colectividad que le ha ofrecido su cariño, y que sin su mediación, estaría condenada a una muerte segura. A partir de esos parámetros, ayudado por una fotografía en esta ocasión de tonos más tenues y ásperos que en otros de sus títulos, Eastwood logra un relato sencillo en su aparato externo, pero dominado por una notable densidad en el trazado interior, tanto de sus personajes como los hechos que en ella se describen. Además de todo ello, -y es algo que muchos comentaristas han detectado-, lo cierto es que la película permite una visión reversible de ese personaje que durante tanto tiempo encarnó Eastwood en diferentes películas, en esta ocasión sustituyendo el disparo de las pistolas por un simple chasquido de sus ya ancianos dedos.

 

GRAN TORINO adquiere tintes de tragedia, pero al mismo tiempo ofrece motivos para la esperanza –expresados incluso en ese plano de grúa que se eleva sobre el cuerpo inerte de su protagonista-. Hay en sus imágenes un aroma elegíaco ante un modo de concebir la vida que ya pertenece al pasado, aunque con ello no se orille una mirada cómplice hacia una esperanzada visión de una existencia auténtica, desprovista de sofisticaciones, y en la que quizá esa visión de una convivencia con representantes de otras etnias que son ya parte activa de la Norteamérica de nuestros días, supone sin duda una apuesta clara del cineasta –retomada de la idea de Dave Johansson y Nick Schenk, llevada como guión por parte de este último-, a una nueva visión de la convivencia entre pueblos. Algo que podría resultar impensable en periodos anteriores de su cine, aunque ya se manifestaba en propuestas anteriores. Sin embargo, lo importante, lo que cabe resaltar de nuevo, es que Clint Eastwood sigue siendo uno de los cineastas mayores de nuestro tiempo. En un año en el que rodó la también excelente CHANGELING (El intercambio, 2008), demuestra por un lado versatilidad y unidad de estilo con respecto a este otro título. Cierto es que la película que comentamos aparece con perfiles más ásperos, menos complacientes, pero no es menos evidente que en sus instantes finales, la emoción –y en mi caso, las lágrimas-, aparecen en esos minutos finales de la película. Siempre de manera noble, una vez más apelando a la lógica de un relato que sabe delimitar con justeza, dotándolo de una capacidad para el detalle y al mismo tiempo la sencillez, que han convertido este magnífico GRAN TORINO, en una de las mejores propuestas rodadas en 2008.

 

Calificación: 4

CHANGELING (2008, Clint Eastwood) El intercambio

CHANGELING (2008, Clint Eastwood) El intercambio

Parece ya casi obligado pensar de antemano que cada cita con el cine de Clint Eastwood supone una extraña mezcla de remanso de clasicismo, entremezclada a partes iguales con una mirada que combina la sabiduría y el escepticismo de alguien que ya atisba el fin de su camino vital, y quizá por ello puede plasmar en su modo de expresión artística esa lucidez que se intuye en su personalidad. Pero por encima de todo ello, lo importante es que el veterano cineasta logra conciliar sus inquietudes humanísticas, aunando en ellas su ligazón con esa sociedad norteamericana que ha ocupado la mayor parte de su obra, intentando dirigir su mirada por los recovecos y lugares oscuros de ese “gran sueño americano”. Lo manifestará en esa inclinación por historias de desarraigados, por la observación de ambientes y situaciones sórdidas. Por saber mirar, en definitiva, mostrando antes que tomando partido por lo que cuenta. Y es que a fin de cuentas, lo que importa en la aportación de Eastwood es que en él se representa a uno de los más valiosos realizadores en activo de las últimas décadas. Ese merecido reconocimiento, no me impide señalar que algunos de sus títulos recientes –en concreto FLAGS OF OUR FATHERS (Banderas de nuestros padres, 2006)-, no me resulten especialmente estimulantes-, y que en buena medida me chirríe la tendencia existente de recibir cualquiera de sus películas con excesiva expectación –algo que hasta hace unos años sucedía con otro veterano como Woody Allen-. El propio Eastwood se plantea la aparición de sus películas como un proceso lógico, ejecutando las mismas dentro de unos planes de rodaje ajustados, y envolviendo dicho proceso creativo dentro de unos márgenes de cordialidad notables. Habría que concluir que en su aura de cineasta se encuentra un auténtico paraíso creativo que, con frecuencia, tiene como resultado la aparición de títulos excelentes.

 

Se trata de un rasgo que, por completo, asume CHANGELING (El intercambio, 2008), sin duda alguna uno de los grandes títulos aportados por Eastwood en estos pródigos últimos años de su trayectoria –nadie cuestiona que cualquiera de estas películas podría haberse convertido, por derecho propio, en el testamento cinematográfico de su autor-, en los que parece tener una decidida importancia la visión casi sedimentada de esa mirada que, a lo largo del tiempo, ha venido aplicando Eastwood a su andadura como realizador. En sus imágenes podemos encontrar ecos temáticos de otros de sus títulos –que pueden ir desde MYSTIC RIVER (2003) hasta MIDNIGHT AND THE GARDEN OF GOOD AND EVIL (Medianoche en la ciudad del bien y del mal, 1997)-, asumiendo como propios los matices de la historia real trasladada como guión cinematográfico por parte de J. Michael Straczynski. El veterano cineasta asumió con rapidez un encargo, aplicando e introduciendo en sus entrañas el poso de un cineasta experimentado, elegante, relajado, incisivo, que sabe penetrar en los meandros argümentales que le ofrece el punto de partida de su historia, hasta culminar en un magnífico resultado que puede servir de lectura a diferentes niveles, y que proporciona a la misma una sorprendente bifurcación narrativa. Es decir, nos encontramos ante una película que en su inicio asume un determinado planteamiento. Un sendero este que más adelante tendrá una extraña continuidad argumental, y que en el tramo final de su metraje volverá a confluir. Ni que decir tiene que la apuesta se salda con el éxito. La arriesgada elección cinematográfica deviene densa y llena de interés en todos sus matices, dejando a su conclusión un extraño poso agridulce. Es más que probable que ese recorrido por momentos atroz, emotivo, y siempre intenso, no pueda modificar ninguna de las claves que rigen el comportamiento de la humanidad. Pero, si más no, sí que permitirá que, por un momento, logremos en esta película asistir a una proyección de nosotros mismos en un espejo, revelando todo cuanto de bueno y de malo coexiste en la condición humana.

 

La acción se inicia en Los Angeles en marzo de 1928. Prácticamente de la noche a la mañana, la joven Christine Collins (una estupenda Angelina Jolie, a la que Eastwood sabe potenciar en sus posibilidades y proteger en sus limitaciones como actriz) verá desaparecer a su pequeño hijo Walter. Su vida de madre separada con cierta proyección merced a su trabajo como encargada de una empresa de teléfonos, conocerá a partir de este momento una transformación que modificará el resto de su existencia. Durante varios meses luchará por todos los medios para que la policía encuentre el paradero de su hijo, algo que en un momento dado parece producirse. La indescriptible alegría del anuncio, se convertirá muy poco después en el inicio del auténtico infierno para Christine, ya que le entregarán un muchacho que en realidad no es su hijo. Un equívoco que pese a sus constantes y fundadas reclamaciones a los responsables de la policía, sus representantes no solo pondrán todo tipo de obstáculos para evitar tener que reconocer un error, sino que llegarán a internar a la madre en un hospital pisquiátrico en el que ingresan a aquellas mujeres que puedan resultarles incómodas en la relación con las tareas policiales. El destino entrecruzará esta historia con la de la investigación en principio rutinaria del detective Ybarra (Michael Kelly), a partir de la cual saldrá a la luz la existencia de los cadáveres de una veintena de niños en un oscuro y lejano rancho a manos del terrible Gordon Northcott (Jasón Butler Harner). Ambas vertientes se entrelazarán al conocerse que el pequeño Walter Collins fue una de las víctimas de dicho asesino. Esta circunstancia motivará la liberación del terrible e injusto tratamiento psiquiátrico sufrido por la madre, quien ayudada por la acción del reverendo Gustav Brieglev (extraordinario John Malkovich) y la ayuda del prestigioso letrado S. S. Hahn (un excepcional Geoffrey Pierson, a mi juicio el mejor intérprete del reparto), logrará establecer una denuncia contra las autoridades de Los Angeles, revelando a la opinión pública los manejos e injusticias de sus autoridades, centrando dicha tendencia en los manejos adquiridos por el estamento policial. De forma paralela, se realizará la vista contra Northcott, quien finalmente será condenado a muerte.

 

Pese a una resolución en contra de los cuestionados responsables policiales, y la condena dictada contra el cruel asesino, nada parece haber cambiado para Christine. Los años pasarán, y en ella se seguirá manteniendo la esperanza –alentada por ciertas actitudes poco claras del condenado antes de ser ejecutado- de encontrar a su hijo con vida. El reencuentro varios años después con uno de los niños que se escapó de la muerte segura a cargo del ejecutado asesino, volverá a nuestra protagonista a poner en primer plano de su evocación la labor activa que su hijo realizó para que este muchacho se salvara en su momento, y la esperanza de que igualmente se escapara de las garras de aquel asesino.

 

Era importante que CHANGELING se iniciara con ese en esta ocasión imprescindible a true story. En pocas películas como la que comentamos esa advertencia se antoja más necesaria, en la medida de asistir a unos hechos que asombran por lo alambicado de su desarrollo, llegando en algunos pasajes a resultar casi increíble el desarrollo de los hechos. Pero poco a poco, partiendo de una melancolía inicial, punteada por el bellísimo tema musical compuesto por el propio y veterano realizador, sabe adentrar al espectador en una historia que se inicia con cadencia musical, para poco a poco revelar la terrible faz de una visión honda de la vida norteamericana de aquel tiempo que revela no pocas concomitancias con la actualidad. En efecto, aunque haya transcurrido más de medio siglo de aquellos hechos, lo cierto es que el film de Eastwood expone con tanta crudeza como contención, un estado de las cosas que fácilmente podría ser extrapolado a la actualidad americana. La manipulación de la opinión pública, los excesos policiales, la impostura de los representantes legales, la crueldad de la condición humana, la facilidad con la que la cotidianeidad se ve alterada, manifestando en la fragilidad de sus costuras lo poco que cuesta parecer que alguien cuerdo de repente duda de su propia cordura –los encuentros de Christine con los aviesos psiquiatras, que logran despojarlas de sus asideros mentales cotidianos-. Serán algunas de las facetas que ofrece esta película que al mismo tiempo se erige como contundente alegato contra la pena de muerte –el recuerdo de IN COLD BLOOD (A sangre fría, 1967. Richard Brooks) está patente en las terribles imágenes de la ejecución de Northcott-, y que sabe penetrar en la consustancial hipocresía que se ha visto ligada en todo momento en la sociedad norteamericana.

 

Pero al mismo tiempo, el film de Eastwood habla de esperanza, de sentimientos, de lealtades –la de la madre con su desaparecido hijo, la del siempre abnegado y sincero admirador jefe de Christine, la profesionalidad del detective Ybarra-, al tiempo que no deja de mostrar una cierta ambivalencia por personajes en teoría plenamente positivos –el ejemplo que brindan el reverendo, que oculta una evidente búsqueda de populismo a través de su programa de radio o el propio abogado que se ofrece gratuitamente para defender a la protagonista-. Todos ellos ofrecen una tipología en la que no se ausenta cierto maniqueísmo –sobre todo expresado en el desagradable y arrogante responsable de policía-. Incluso me atrevería a señalar que uno de los rasgos de las maneras fílmicas de Eastwood se ofrecen con una mezcla de manierismo en algunas ocasiones demasiado evidente, aunque generalmente grata de contemplar –un poco en un sendero similar a las maneras que manifestaban la excelente THE SHAWSHANK REDEMTION (Cadena perpetua, 1994. Frank Darabont). En cualquier caso, CHANGELING discurre con la lacerante y dolorosa musicalidad de un recorrido que sabe describir comportamientos contrapuestos, y que se inserta en los meandros de la complejidad y natural inclinación a la maldad de la condición humana.

 

La película está dominada por una determinada aura de irrealidad visual, a la que ayuda mucho la labor del operador de fotografía Tom Stern, que resalta determinados elementos por su cromatismo dentro del encuadre –sobre todo en las secuencias de exteriores- que goza de una ambientación caracterizada por su justeza –jamás incurre en excesos retro-, y que del mismo modo se caracteriza por el gusto por el detalle. Es algo que manifestará el sorpresivo encuentro de Ybarra con el que luego se revelará como terrible asesino, en esa maravillosa forma de expresar la sorpresa de este al escuchar de manos de un pequeño la terrible relación de asesinatos a niños –el cigarrillo que se consumirá por completo entre sus dedos, al escuchar aterrado el relato-, la manera con la que se insertan los temas musicales, la capacidad para aplicar intimismo en las secuencias de pocos personajes, o la emotividad que despide –sin sentimentalismo- algunos de sus momentos –ese encuentro fugaz de la protagonista con la compañera de psiquiátrico que se ha sacrificado para ayudarla, y que finalmente será liberada de su encierro; la escucha del relato del chaval que ha sido reencontrado años después a través de unos espejos por parte de sus padres y de una emocionada Christine-.

 

En realidad, CHANGELING culmina sin haber resuelto su principal enigma. Tal y como sucedía con ZODIAC (2007, David Fincher), su generoso pero siempre apasionante metraje no se inclina por resolver una interrogante que quedará permanente en el espectador. La realidad es que el film de Eastwood supone un retazo de la auténtica vida norteamericana. No importa que el marco de acción de sus secuencias se remonte a las primeras décadas del pasado siglo, no importa que la propuesta posea reminiscencias de la recordada película de Otto Preminger BUNNY LAKE IS MISSING (El rapto de Bunny Lake, 1965), no importa incluso que algunas secuencias se inclinen en algunos momentos en la frontera del efectismo –algo que limitaba en mayor medida la ya mencionada y un tanto sobrevalorada MYSTIC RIVER, y que expresan algunos de los momentos desarrollados en el psiquiátrico o la recreación en imágenes de los terribles métodos de Northcott-. Lo cierto y verdad es que nos encontramos ante un relato tan inteligente como elegíaco. Un auténtico retazo de sentimientos encontrados, en el que lo más íntimo y más hondo, se da de la mano con la sombra del pecado y la dolorosa realidad del lado más oscuro e inconfensable del ser humano.

 

Probablemente CHANGELING no sea la película más memorable de Clint Eastwood, pero no cabe duda que revela su perfecto estado de forma, y se erige sin discusión como una de las películas más perdurables rodadas en 2008.

 

Calificación: 4

FLAGS OF OUR FATHERS (2006, Clint Eastwood) Banderas de nuestros padres

FLAGS OF OUR FATHERS (2006, Clint Eastwood) Banderas de nuestros padres

En pocas ocasiones como en esta, formular una valoración conjunta parcialmente negativa me ha resultado tan dolorosa. Entendámonos, sin ser un hagiógrafo de su obra, como buen amante del cine “de siempre”, me interesa notablemente la andadura como realizador de Clint Eastwood. Quizá me incline a pensar –como sucede con algunos comentaristas cinematográficos-, que Eastwood realizador tiene una mayor valía cuando plasma historias pequeñas e intimistas, que cuando se inclina a llevar a la pantalla planteamientos de base más ambiciosos. Es probable que no pueda practicarse esta norma como un axioma, pero personalmente he de reconocer que me ha servido en bastantes ocasiones como referencia. En todo caso, después del –inesperado- grado de excelencia logrado con una de las mejores obras ofrecidas por el cine en los últimos años –MILLION DOLAR BABY (2004)-, y ante lo ambicioso de su planteamiento, en ningún momento me esperaba un resultado –pese a sus ocasionales virtudes- tan limitado como el a mi juicio existente en esta ocasión. Me estoy refiriendo a FLAGS OF OUR FATHERS (Banderas de nuestros padres, 2006), un ambicioso proyecto que comprende dos visiones absolutamente contrapuestas de la batalla de Iwo Jima, con el que se inició la victoria aliada de la II Guerra Mundial en Japón. El título que nos ocupa muestra una visión del lado americano, mientras que el inmediatamente posterior –y mucho más apreciado en líneas generales- LETTERS FROM IWO JIMA (Cartas de Iwo Jima, 2006), ofrece una mirada desde el bando japonés. Siguiendo la tónica marcada en el momento de su estreno comercial, mis impresiones se basan en el primero de los exponentes de este atrevido díptico, y espero sinceramente que la visión oriental mostrada por el veterano realizador norteamericano, alcance un nivel que en esta ocasión solo se llega a atisbar por destellos.

 

¿Qué objeciones se pueden formular a un producto por otro lado impecablemente realizado, producido, plasmado y pensado por Eastwood, utilizando como base una novela de William Broyles Jr., basada en personajes y situaciones reales y plasmadas como guión por su últimamente inseparable Paul Haggis? Podrían ser muchas, pero recurriendo a unos pocos adjetivos iniciales, podríamos hablar de obviedad, ausencia de equilibrio, un montaje o estructura narrativa poco afortunada, personajes raramente atractivos… Serían términos todos ellos que nos podrían hacer pensar en un resultado mediocre o rutinario, y no es así. Nadie puede negar que con FLAGS… Eastwood ha demostrado un cierto arrojo al plasmar esta historia… pero lo cierto es que en esta ocasión esa valentía no ha fructificado en un resultado especialmente memorable. Por poner un ejemplo, es indudable que una prueba de enorme riesgo cinematográfico es romper la escenificación de una dantesca secuencia del desembarco –sin lugar a duda el set pièce más memorable de la película-, para insertarse en un episodio más de la andadura posterior de los tres jóvenes oficiales de regreso en tierras norteamericanas. Una andadura de retorno en donde serán utilizados como auténticos “hombres anuncio” al entronizarlos como héroes nacionales, al servir como inesperados modelos en la célebre fotografía de la implantación de la bandera USA en la colina desde la que se marcó el inicio del despliegue norteamericano. Una situación a la que se verán abocados, en función del interés que podrían ofrecer como señuelos para lograr extraer donaciones particulares en una guerra en la que el gobierno norteamericano prácticamente no disponía ya de recursos. La colaboración final de los tres muchachos les llevará a enfrentarse con sus fantasmas personales, a partir de su forzada vivencia de una andadura que en teoría podría resultar muy provechosa para ellos, pero que en realidad –y de forma muy especial para el joven indio que se integra en ellos-, no dejará de erigirse como un auténtico tormento psicológico.

 

“No queremos que nos llamen unos héroes” podría ser el lema de los supervivientes de la célebre y fortuíta fotografía, bajo la que la cámara siempre elegante de Eastwood, bien ayudado por la satinada fotografía de Tom Stern, despliega un relato dominado por dos localizaciones temporales que se intercalan en el tiempo. Una de ellas se ubicará en el propio entorno de Iwo Jima, mientras que la posterior quedará definida en la gira que, dentro de territorio norteamericano, realizarán nuestros tres protagonistas. Todo ello quedará entremezclado en un relato que quizá mostrará su mayor debilidad en dicha elección formal. Una elección indudablemente meditada, que evita cualquier implicación emocional del espectador pero que, bajo mi punto de vista, deviene en una irregularidad que, unido a lo reiterativo de su discurso, a la falta de credibilidad que ofrecen las secuencias desarrolladas en terreno norteamericano –dominadas por una ambientación excesivamente marcada por la tendencia retro-, llevan a la menguada consideración que personalmente me ofrece esta película.

 

De nuevo lo señalo; no quiere esto decir que nos encontremos ante una mala película. Como antes comentaba, hay en ella fragmentos admirables. La larga secuencia del desembarco es sin duda uno de los fragmentos más memorables y escalofriantes del cine bélico de las últimas décadas, y el hecho de que su plasmación beba de las fuentes de la previa SAVING PRIVATE RYAN (Salvar al soldado Ryan, 1997. Steven Spielberg) –en esta ocasión Spielberg es uno de los productores-, no resta bajo mi punto de vista un ápice a su brillantez. Pero, con ser interesante todo ello, si algo finalmente deviene valioso, perdurable e incluso hermoso en esta dilatada FLAGS… son esas pinceladas melancólicas e intimistas que Eastwood inserta, especialmente en la parte final del relato. Puede que incluso dentro de una mirada crítica, pueda objetarse el abuso de la sempiterna melodía a piano compuesta por el realizador –en esta ocasión con menos fortuna de lo habitual-, o de la innecesaria mirada ternurista que proporcionan los testimonios ya ancianos de algunos de los protagonistas, dentro de esa búsqueda de la verdad por parte del hijo de uno de ellos, a partir de su muerte. Sin embargo, la verdadera fuerza de la película proviene de los pequeños gestos y las acciones secundarias de sus personajes. Elementos como la inicial enemistad que posteriormente se convertirá en admiración mutua entre Ira Hayes (Adam Beach) y Rene Gagnon (un ajustadísimo Jesse Bradford). En el inexistente contraplano que permite imaginar la tortura que se ha infringido a Iggy, mostrada en la mirada horrorizada de su amigo John Bradley (Ryan Phillippe), en esa visita de Ira a casa del padre de uno de los soldados fallecidos, que poco después servirá para que este reanude su relación con su esposa, fracturada a partir de la irremediable ausencia de su hijo, y su confusión al reconocerlo como uno de los héroes de Iwo Jima.

 

Oscilante en todo momento entre la obviedad de su discurso, emotiva en algunos instantes, a punto de resultar conmovedora en sus pasajes finales –que logran esa temperatura emocional tan propia del cine de Eastwood -ausente en el resto del relato-. Es así como entre la escenificación del desarraigo, la manipulación de los valores, la relatividad del heroísmo y el sentimiento patriótico y la verdadera entrega hacia la amistad, discurre este FLAGS OF OUR FATHER, que personalmente considero el film de Eastwood menos interesante de cuantos ha realizado en los últimos años, aunque en esa propia irregularidad ofrezca destellos de ese magisterio cinematográfico que rodea su andadura cinematográfica desde hace bastantes años. Espero fervientemente que la contemplación de la versión que basa su mirada en el punto de vista japonés de este mismo hecho, me devuelva las mejores virtudes de su talento como humilde y reposado artista de la imagen.

 

Calificación: 2’5