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CINEMA DE PERRA GORDA

Gregory La Cava

A una semana, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (LXIII) DIRECTED BY... Gregory La Cava

A una semana, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (LXIII) DIRECTED BY... Gregory La Cava

Gregory La Cava, a la derecha de la imagen, dirigiendo a Ginger Rogers y Walter Connolly, en 5th AVENUE GIRL (La muchacha de la Quinta Avenida, 1939).

 

GREGORY LA CAVA... en CINEMA DE PERRA GORDA

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(7 títulos comentados)

LADY IN A JAM (1942, Gregory La Cava) Una mujer en apuros

LADY IN A JAM (1942, Gregory La Cava) Una mujer en apuros

Resulta sorprendente, comprobar la rápida decadencia de uno de los cineastas norteamericanos más populares de los años treinta, como fue Gregory La Cava. El paso del tiempo nos ha revelado que los crecientes problemas con el alcoholismo del cineasta, fueron letales a la hora de frustrar no solo una filmografía que aún hubiera tenido bastante que decir, sino su propia existencia, que se apagó prematuramente, en 1952, contando con 59 años de edad. Así pues, La Cava inicia la década de los cuarenta con el notable melodrama PRIMROSE PATH (Una hermosa primavera, 1940), que prolongaba la estela de sus éxitos, descritos en el ámbito de las consecuencias de la Gran Depresión norteamericana, y que tendría su prolongación con el elegante UNFINISHED BUSINESS (Ansia de amor, 1941). Todo parecía indicar una evolución notable en su filmografía, que con LADY IN A JAM (Una mujer en apuros, 1942) le devolvería en el ámbito de la comedia Screewall. Sin embargo, y pese a sus ocasionales y nada despreciables valores, lo cierto y verdad es que nos encontramos con la película que marcó una considerable ruptura en la obra de La Cava, que tuvo que dejar transcurrir hasta cinco años, para rodar el que sería su última película, la nada desdeñable comedia musical LIVING IN A BIG WAY (1947), concluyendo su carrera ese mismo año al iniciar el rodaje de la simpática ONE TOUCH OF VENUS(Venus era mujer, 1948), en donde tuvo que ser sustituido por el más formulario William A. Seiter. Triste final para ese primitivo cartoonist, que ya en el periodo silente experimentó sobradamente con las posibilidades del slapstick, proponiendo a partir de la llegada del sonoro, un modo singular de ligar la comedia, el melodrama y la denuncia social, dentro de un periodo especialmente glorioso del cine americano, junto a figuras como Leo McCarey, John M. Stahl, Frank Borzage, George Cukor, Howard Hawks, Clarence Brown…

Amparada en la UniversalLADY IN A JAM nos predispone a un relato decididamente cómico, que en sus primeros minutos atisba no pocas expectativas, precisamente por la contención con la que se presentan sus principales personajes. Serán introducidos precisamente por la figura de John Bilingsley (un impagable Eugene Pallette), el protector de la fundación Palmer, que vislumbra la proximidad de la carencia de fondos, ya que la hija y heredera –Jane Palmer (Irene Dunne)-, es una manirrota sin medida. Para intentar evitar esa ruina inminente, Bilingsley atenderá la sugerencia del responsable de la fundación, de ponerle en contacto con el joven psiquiatra, el dr. Enright (Patrick Knowles), al objeto de intentar someterla a terapia y, con ello, revertir esa tendencia irreversible el derroche compulsivo. El punto de partida nos trasladará a dos divertidas secuencias, admirables en su contención cómica, que servirán como impagable presentación de la pareja protagonista. Por un lado, el atractivo Enright será descrito, rodeado de emperifolladas jóvenes, que apenas hacen caso a su disertación médica, pero apenas pueden disimular la fascinación que sienten por el joven. Por su parte, este acudirá a una joyería, contemplando como Jane asume la compra de una serie de joyas, hasta que el dueño del establecimiento, incómodo, le tenga que señalar la orden expresa de no poder atender a su compra. Jane, humillada, comprobará en la puerta de la joyería, la rebelión de su propio chofer, al que debe un par de mensualidades, quedándose sola en una apurada situación, muy Screewall, en medio del choque con los coches que le rodean. Será la oportunidad para que Enright –del que se desconoce su auténtica vocación- se ofrezca como chófer, introduciéndose en el cada vez más caótico mundo de Jane, que casi de un instante a otro, se está viendo sometida a la desposesión de todos sus bienes. A partir de ese momento, esta mujer que en realidad no ha tenido el menor problema en la existencia, se dará de bruces con la realidad, aunque ello no le impida prolongar esa personalidad huidiza, carente de cualquier matiz reflexivo. Jane y Enright viajarán hasta un lejano lugar de Arizona, en el Oeste americano, donde vive su tía Cactus Kate (Queenie Vassar), junto a una vieja mina que están tratando durante largos años proporcione el fruto en oro, y a cuyo entorno se dan cita una serie de avejentados y pintorescos personajes. Allí, la recién llegada intentará luchar para lograr este beneficio económico que tanta falta le hace, mientras que el joven psiquiatra intenta inútilmente poner en práctica sus terapias. Ambos, sin embargo, de manera imperceptible, irán exteriorizando la atracción que uno siente sobre el otro, y que tendrá como punto de inflexión, la proyectada boda que la protagonista proyectará con el estridente cowboy Stanley Gardner (Ralph Bellamy), que a punto estará de provocar la definitiva huída del psiquiatra.

A cualquier conocedor de los mecanismos de la Screewall o la sempiterna guerra de los sexos, que marcó una de las columnas vertebrales de la comedia norteamericana, le será muy fácil distinguir dichos rasgos en LADY IN A JAM, definida de forma muy clara, por la oposición establecida entre el excesivamente racional Enright, y la excesivamente ausente Palmer. Dos seres ajenos a la realidad de su tiempo, uno por exceso y otro por defecto, que entrarán en colisión en este simpático pero al mismo tiempo no siempre inspirado artefacto cómico, que propondrá una segunda parte, con el traslado de la pareja, a esos agrestes parajes donde se encuentra el despojo de una mina desahuciada, donde Jane intentará infructuosamente alcanzar el fruto deseado de la misma. Curiosamente, no sería la única vez en la que Irene Dunne propondría en una comedia el contraste de la vida acomodada y la rural –lo haría años después en la muy divertida NEVER A DULLMOMENT (¡Que vida esta!, 1950. George Marshall)-, ni Ralph Bellamy era la primera ocasión en la que encarnaba a un cowboy en tono paródico –lo había hecho poco tiempo antes, con mayor fortuna, todo hay que decirlo, en BROTHER ORCHID (1940, Lloyd Bacon)-. En realidad, el film de La Cava se establece como una muestra más de la vitalidad que aún registraba el género en aquellos años, aunque en modo alguno se pueda insertar su resultado, ni dentro de los grandes logros del mismo ni, menos aún, dentro de esas pequeñas joyas ocultas, que siguen permaneciendo ocultas en su historiografía –pienso ahora en otro título, protagonizado por la Dunne y Charles Boyer, titulado TOGUETHER AGAIN (Otra vez juntos, 1944. Charles Vidor)-. Y es que, pese a no faltar los buenos momentos, lo cierto es que nos encontramos ante una película en la que se ausenta el necesario equilibrio. En el que por un lado falta ese necesario “gramo de locura” que engrandecía el mecanismo de relojería de las grandes muestras de la comedia y que, personalmente, solo encuentro en esa disolvente conclusión, en la que los dos caracteres, parecen prefigurar un futuro, esta vez sí, lleno de autenticidad y vida propia. Y, por otra parte, se echa de menos una mayor presencia de instantes, en los que una cierta serenidad quede presente en la confidencialidad y verdad de los seres que pueblan esta farsa, en ocasiones divertida, en otros, insuficiente. Es algo que puede describir  lo chirriante del personaje encarnado por un cargante Ralph Bellamy, en contraste con la extraña combinación de aliento caricaturesco y sabiduría que proporcionará la veterana tía de Jane, encarnada por una estupenda Queenie Vassar, a la que acompañará una galería de roles episódicos y rostros cansados y envejecidos, con los que La Cava conecta –directa o indirectamente-, en ese cine que le hizo tan popular la década anterior, dominado por las preocupaciones sociales, o quizá asumía el impacto que en aquel tiempo había alcanzado una cumbre de la comedia, como fue SULLIVAN’S TRAVELS (Los viajes de Sullivan, 1941. Preston Sturges). Sea como fuere, para disfrutar de LADY IN A JAM, uno se ha de olvidar de las cimas alcanzadas previamente por La Cava –a quién, de todos modos, se ha de reconocer más oscilaciones en su cine de lo que se le suele señalar-, y, con ello, disfrutar moderadamente de episodios tan notables y transgresores, como el que describe la subasta de la vivienda de Jane, transformada casi de manera insospechada en una fiesta de sociedad. O la extraña mezcla de autenticidad y caricatura que revisten esos derrotados pobladores de la mina, que parecen sacados de THE GRAPES OF WRATH (Las uvas de la ira, 1940. John Ford). O el paroxismo que apunta pero no concluye, la presencia de esos pieles roja a caballo, que acuden para proporcionar colorido a esa boda que finalmente se frustrará… En cualquier caso, pese a esa ausencia de desmesura, equilibrio e intensidad –aspectos estos en apariencia opuestos-, LADY IN A JAM nos permite completar la mirada en torno a un cineasta, aún hoy, necesitado de un revisionismo lo suficientemente amplio, para poder establecer definitivamente el alcance de su obra.

Calificación. 2’5

THE AFFAIRS OF CELLINI (Gregory La Cava, 1934) El burlador de Florencia

THE AFFAIRS OF CELLINI (Gregory La Cava, 1934) El burlador de Florencia

Más allá de su relativa celebridad en el marco de la comedia, de su querencia por una extraña y amarga querencia por el melodrama –a mi juicio lo más valioso de su cine-, es cierto que restan muchos recovecos por aflorar en la obra de Gregory La Cava. Elementos que –más allá del alcance de su valía- permitan darnos una idea lo suficientemente amplia de su talento y versatilidad. THE AFFAIRS OF CELLINI (El burlador de Florencia, 1934) podría ser uno de las mayores singularidades de su filmografía, aunque ello no nos lleve a la conclusión de que estemos ante uno de sus títulos más relevante. De entrada, es curioso reseñar como un realizador contemporáneo en las ficciones que filmaba, fuera esta una de las escasas ocasiones en las que decidió rodar una película desarrollada en la lejana Florencia renacentista de la época de los Borgia,... y del escultor Benvenutto Cellini. Para ello, se trasladó a la pantalla la obra teatral de Edwyn Justus Mayer, en un juguete cómico de ascendencia sexual, que bien podría haber tenido acomodo en la producción de Ernst Lubitsch de aquel tiempo. Así pues, contemplaremos los devaneos de cuatro personajes, que se verán entrelazados por una serie de picarescos encuentros, y que formarán el duque de Florencia (Frank Morgan), su esposa la duquesa (Constance Bennett), el escultor Cellini (Fredric March) y su ocasional amante Angela (Fay Wray). Será la base para esta farsa ocasionalmente divertida, artificiosa en su opulenta ambientación de manera deliberada, quizá en más ocasiones de lo deseable deudora de su sesgo teatral, pero que en otros momentos –el experto manejo de la grúa por parte del director-, logra emerger de dicha ascendencia, articulando por un lado el matiz burlesco e irónico de su enredo argumental y, en los pasajes en donde la película se inserta en el terreno melodramático –por lo general aquellos en los que la duquesa y el escultor descubren una extraña afinidad amorosa-, esta adquirirá mediante la mirada y la inflexión de sus intérpretes, un elemento de autenticidad e incluso de intensidad, dignos de las mejores virtudes del realizador.

THE AFFAIRS OF CELLINI aparece a través de su ambientación, como una clásica producción historicista de la 20th Century Fox de su tiempo. Esa querencia por unas escenografías cuidadas pero al mismo tiempo deliberadamente artificiosas, serán el ámbito en el que se desarrollará una farsa que no olvida describir la crueldad y el despotismo inherente a dicho periodo histórico. Con dichas premisas, La Cava despliega ya desde sus primeros compases esa venenosa descripción de personajes, a través de la secuencia de apertura que protagoniza el déspota y al mismo tiempo torpe duque de Florencia, del que Frank Morgan desplegará una de las mejores interpretaciones de su carrera, sirviendo al mismo tiempo como premisa para introducirnos en el contexto del libertino, seductor y provocador Cellini, conocido por sus constantes afrentas y desplantes a la sociedad que le rodea. En realidad, la película ofrece en su un tanto limitada dramaturgia satírica, un constante enfrentamiento de personalidades, tanto en el comportamiento y significación de sus protagonistas, como en su propia visión del hecho amoroso, más allá de lo que el mismo puede tener como conquista, ofreciéndose en cambio como expresión máxima de la realización personal. Es algo, que pese a todo, no se encuentra demasiado en una película que prefiere dirigirse al terreno del vodevil de época, dentro de una propuesta opta por juguetear dentro del terreno de la insinuación sexual, que utiliza con presteza una relativa diversidad de escenarios –el estudio del escultor, las mazmorras de palacio-, o que no olvida en insertarse en elementos y matices sórdidos –la descripción de las torturas, el impagable instante en el que durante la cena, la duquesa ofrece a Cellini una cabeza rebanada de gelatina, como nada solapada insinuación de provocación-. Y en el que La Cava procura ofrecer una planificación que por momentos olvida ese origen teatral, distanciándose al mismo tiempo de una figuración deliberadamente kitsch –algo que en aquellos años se dirimiría en una vertiente opuesta y sublimada, en THE MASK OF FU-MANCHU (La máscara de Fu-Manchú, 1933. Charles Brabin)-. En esta ocasión, los sirvientes aparecen casi como piezas de un tablero de ajedrez, a algunos han sido desprovistos de habla o de oído –el duque los destrozó los tímpanos-, para poder servir sin ingerencias los designios de sus sirvientes.

No se puede decir que THE AFFAIRS OF CELLINI aparezca como una de las cumbres del cine de Gregory La Cava. Ni siquiera mantiene el nivel medio que exteriorizaría su cine. Conserva una excesiva dependencia del referente teatral que le sirvió de base, y en no pocos momentos acusa ese cierto apelmazamiento inherente a producciones de dichas características. Esta incapacidad para emerger de un contexto en el que el realizador no se encontraba habituado, no impide que en su conjunto despliegue atractivos centrado en la sutileza e intención de su dirección de actores, o en el doble sentido surgido de sus diálogos y acciones.

Calificación: 2’5

LIVING IN A BIG WAY (1947, Gregory La Cava) [Vivir a lo grande]

LIVING IN A BIG WAY (1947, Gregory La Cava) [Vivir a lo grande]

Tras cinco años de inactividad, provocadas al parecer por su adicción al alcoholismo, y aunque con posterioridad parece que colaboró –sin acreditar-, en la filmación de ONE TOUCH OF VENUS (Venus era mujer, 1948. William A. Seiter), lo cierto es que puede considerarse que LIVING IN A BIG WAY  (1947) –VIVIR A LO GRANDE en pases televisivos y su edición digital-, como el prematuro testamento cinematográfico de un cineasta valioso y desconcertante, que tan solo se prolongó en su existencia hasta 1952 –falleciendo a los 59 años de edad-. Mal recibida en su momento y partiendo de la base de encontrarnos ante un film quizá imperfecto –en ella se percibe la ingerencia de la Metro Goldwyn Mayer a la hora de confeccionar un producto destinado al lucimiento de Gene Kelly en su faceta musical-, lo cierto es que una mirada revestida de la mínima atención, nos revela el encuentro con una apuesta en la que La Cava –quizá consciente de que su continuidad laboral era ya algo impensable- trasladó en esta historia escrita por él mismo, una especie de quintaesencia de lo que había ofrecido el ideario temático y narrativo de su cine. No es la primera vez que me he manifestado en el hecho de valorar en ocasiones con más ímpetu, títulos quizá irregulares y carentes de la necesaria pureza, que otros quizá más pulidos y correctos, pero que en su discurrir no aportaran ese necesario grado de implicación o entrega como tales.

Dentro de dichas directrices, es indudable que LIVING IN A BIG WAY se inserta por derecho propio en el primero de los apartados, en una producción de modesto alcance –rodada en blanco y negro-, que combina comedia, drama, musical y que, en el fondo, encubre todos aquellos elementos que su director fue forjando en los mejores exponentes de su cine. El conflicto de clases, la especial implicación con el universo de los desfavorecidos –en esta ocasión abandonando la Gran Depresión que trató en algunos de sus mejores títulos, imbricándose por el contrario en el mundo de los retornados de la II Guerra Mundial, que se encuentran con una situación difícil y cercana  a la miseria-. Ambos rasgos tendrán una capital importancia en esta extraña producción, en la que por momentos, casi de un plano a otro, pasamos de situaciones corales a instantes revestidos de una especial sinceridad –atención a ese primer plano de la abuela de la familia Morgan; Abigail (extraordinaria Jean Adair), culminado con el contraplano hacia el personaje encarnado por Gene Kelly, recomendándole recupere a esa esposa de la ha decidido separarse definitivamente-. Y es que la película ofrece una extraña combinación entre lo intimista y lo coral, lo irónico e incluso lo ligado al slapstick que tienen sus máximos exponentes en los devaneos del atildado mayordomo Everett (impagable Clinton Sundberg), en las secuencias donde se encuentran los componentes de los acomodados Morgan, o en ese juicio que, por momentos, me recordó el celebrado años antes en la extraordinaria MY FAVORITE WIFE (Mi mujer favorita, 1940. Garson Kanin).

LIVING IN A BIG WAY se inicia de manera elegante, con un bellísimo número musical –el mejor de los tres que se insertan, filmados todos ellos por Kelly y Stanley Donen-, que describe el efímero romance establecido entre Leo Gogarty (un Gene Kelly muy contenido y creíble en el drama interno de su personaje), un oficial que está a punto de marcharse al frente de la II Guerra Mundial, escenificando un sensual y clásico baile junto a Margo Morgan (Marie McDonald), a la que apenas conoce pero con la que se casará inesperada –y elípticamente-. De inmediato la acción se traslada en tres años mediante un irónico rótulo que habla del retorno de los soldados americanos del frente. Será el instante en el que Gogarty desee, acompañado por su más íntimo amigo, reencontrarse con su esposa, llevándose la mayúscula sorpresa de encontrar en ella una especie de modelo, y descubriendo su familia de procedencia –en realidad ese rápido matrimonio le impidió conocer sus orígenes, y la razón de que Margo se casara con él; su pasión por los hombres con uniforme. Cuando la Sra. Gogarty –que ha olvidado por completo a su marido, justificando dicho olvido por medio de una serie de cartas que no llegaron al destino de su esposo-, descubra  a este mediante un divertido instante en el que Leo le muestre la foto de boda de ambos –descrita con la cabeza de los novios superpuesta a un cuerpo de jirafa- se desmayará, provocando otra de esas secuencias heredadas del burlesco silente que se esparcen a lo largo del metraje. A partir de ese momento, Margo planteará al que aún es su marido la necesidad del divorcio, dentro del contexto de una alocada familia, en la que Gogarty encontrará como única aliada a la anciana y ya mencionada matriarca de la misma, la anciana y viuda Abigail.

Una vez extendidos los mimbres, no cabe duda que La Cava se tomó como un reto personal una película que su estudio de procedencia intentó encarrilar dentro de unos cánones convencionales, pero que el cineasta subvirtió con humildad –quizá por ello pudo llevar a buen puerto el grado de transgresión que subyace en sus imágenes-, planteando un producto de entrada anticonvencional, quizá adelantado a su tiempo –como ciertas propuestas que en aquellos años planteaban para la comedia cineastas ligados al melodrama como John M. Stahl -HOLY MATRIMONY (1943)- o Mitchell Leisen –la posterior THE MATING SEASON (Casado y con dos suegras, 1951)-. Dentro de dichos parámetros, y aunando por momentos ciertos ecos ligados al cine de un Capra o un el más prescindible del conjunto-, en una película que en voz callada no deja de plantear lo que en primera instancia podría parecer una película de índole conservadora. Por el contrario, y pese a ese en apariencia acomodaticio final, queda en el aire la tristeza que propone de esa latente relación que se establece entre el personaje encarnado por Kelly, y la joven con hijos que interpreta con enorme sensibilidad Phyllis Taxter, perseverante en mantenerse en esa especie de residencia que Leo se ha encargado de recuperar gracias al apoyo que le ha brindado la más anciana de los Morgan –resulta modélico el episodio en que ambos la visitan, evocando la anciana su pasado en la misma con su difunto esposo-. En esa capacidad de discurrir por caminos que no por resultar familiares a su filmografía precedente, dejaban de resultar valientes en el contexto en que la película fue realizada, LIVING IN A BIG WAY deviene sorprendente en no pocos momentos, emotiva en algunos. Provista en sus mejores instantes de esa capacidad de sinceridad que solo pudieron trasladar a la pantalla determinados cineastas que sabían conocer la alquimia del melodrama y, por que no decirlo, provista de dos estupendos números musicales –el inicial ya lo hemos descrito-, aunque el tercero, con ser el más espectacular –Kelly lega a cruzar con una especie de pértiga por dos espacios de peligrosos tejados, vuelva a señalar que me resulte algo innecesario.

Es por ello que esa especie de claudicación final de una pareja que siempre se ha amado y han estado jugando en el fondo con su amor propio, en realidad hay que entenderla como una concesión dentro de un film muy sui géneris. Imperfecto y al mismo tiempo inclasificable. Transgresor y libre en sus formas. En definitiva, no nos encontramos ante una obra maestra, pero sí una extraña comedia dramática con números musicales, que al menos supuso una digna despedida del cine para un realizador que reconozco, pese a la irregularidad de su obra, me ha ido conquistando poco a poco según he ido descubriendo títulos de su amplia producción.

Calificación: 3

THE AGE OF CONSENT (1932, Gregory La Cava) Mayoría de edad

THE AGE OF CONSENT (1932, Gregory La Cava) Mayoría de edad

¿Quién pudo afirmar que las comedias o dramas de adolescentes universitarios, tuvieron su origen en aquellos inefables productos protagonizados por Sandra Dee en los primeros años sesenta o en los títulos dirigidos por John Hughes o Amy Heckerling en los ochenta y noventa? Por el contrario, dicho subgénero se remonta en sus propuestas incluso a las postrimerías del periodo silente con películas protagonizadas por el hoy olvidado William Haynes, prolongándose en la década de los treinta, en donde se cosecharon éxitos comerciales posteriores como A YANK AT OXFORD (Un yanki en Oxford, 1938. Jack Conway). Entre estos orígenes se encuentra una poco conocida propuesta de Gregory la Cava –THE AGE OF CONSENT (Mayoría de edad, 1932)-, que si bien no logra despegarse de esa rigidez que acompañara bastantes títulos de comienzos del cine sonoro –incluso en realizadores con posterioridad más prestigiados como George Cukor-, no es menos cierto que acierta a superar al superar ese lastre, erigiéndose en una crónica juvenil que asume momentos de gran riqueza cinematográfica y una considerable temperatura emocional. Todo ello en un relato que apenas sobrepasa la hora de duración.

THE AGE OF CONSENT se desarrolla en una universidad norteamericana poblada por jóvenes alumnos con una sensibilidad a flor de piel, todos ellos a las puertas de vivir sus primeras experiencias emocionales y sexuales. Entre ellos se encuentra Michael (Richard Cromwell), un muchacho definido en su integridad y búsqueda de ideales, que se encuentra ligado a Betty (Dorothy Wilson), una joven que pese a corresponderle en ese sentimiento, no logra sentirse ajena al eficaz acoso del simpático, atractivo, mimado y atrevido Duke (Eric Linden). Esta incómoda dualidad no hará más que provocar equívocos y situaciones dolorosas para Michael y Betty, optando el primero por ser guiado y apoyado por su tutor, el profesor de biología, que no verá en él más que un reflejo del ímpetu juvenil que él mismo frenó muchos años atrás, forzándole a no dar el necesario paso adelante con una antigua novia suya que trabaja en la universidad. Estos constantes equívocos entre los jóvenes protagonistas, casi obligarán a Michael a caer bajo las insinuaciones de una atractiva camarera que le invitará a su casa, emborrachándose ambos y siendo descubiertos por el padre de esta. El progenitor denunciará a Michael ante su tutor, conminando al muchacho a que se case con su hija. Con enorme pesar pero un alto grado de responsabilidad, este accederá a la unión, decidiendo comunicarle la noticia a Betty en un ambiente de gran tristeza para ambos. Pero cuando la ceremonia esté a punto de celebrarse, el joven será avisado del accidente que han sufrido Duke y Betty, modificando todos sus planes y llevando a la unión final a los dos enamorados, aún suponiendo para ambos –en especial para él- su renuncia definitiva a cualquier aspiración universitaria.

Aún no sumándome –no es la primera vez que lo afirmo-  a esa corriente que valora en la figura de Gregory La Cava uno de los grandes de la comedia norteamericana –otra cosa bien distinta es que en su filmografía cada vez encuentre más muestras de un determinado buen pulso y no pocos logros ocasionales-, no voy a negar que THE AGE OF CONSENT es una película que inspira una considerable simpatía. Lo hace desde su primera secuencia, con ese atrevido montaje de planos de conversaciones de alumnos, y lo logra también por la sinceridad que desprenden sus principales personajes, muy bien interpretados por jóvenes actores de los años treinta –Linden fue elemento habitual en la primitiva RKO, en melodramas filmados por directores como John Cromwell o Henry Hathaway, mientras Richard Cromwell tiene un enrome parecido con el cercano Leonardo DiCaprio. Ese grado de cercanía –que incluso nos permite simpatizar con el en apariencia arrogante Duke-, es lo que nos hace valorar sus diferentes encuentros y desencuentros con una cotidianeidad bastante desusada en el cine de aquellos años. Una cotidianenidad en la que no estará ausente el dolor que proporciona el destino manifestado por un lado en la escena en la que en un jardín y Michael y Betty se separan uno del otro, y de otra parte por el recuerdo que evocan el maduro profesor y sui antigua prometida –ambos por separado-, al reflejar en esos jóvenes amantes aquello que ellos no se atrevieron a acometer, y que otra generación más abierta quizá solventaría dentro de unos códigos marcados por nuevos ejes de comportamiento.

Entremezclando esta crónica sentimental juvenil, se encuentran una serie de momentos que recuerdan el interés de La Cava por dotar de intensidad cinematográfica a su relato, de lo que son exponentes innegables la secuencia que se desarrolla en el restaurante –en la que Michael huye de las mesas en las que compañeros de facultad no hacen más que hablar de sus conquistas amorosas-, o el impactante instante en el que aparece entre la oscuridad el padre de la camarera con la que ha compartido una desastrosa velada. Película no habitual, relato sensible y con personalidad visual definida de manera incipiente, THE AGE OF CONSENT es un título humilde y apreciable, que quizá se encuentre entre lo más fresco legado por La Cava en la parte de su obra filmada en los primeros años treinta.

Calificación: 2’5

PRIMROSE PATH (1940, Gregory La Cava)

PRIMROSE PATH (1940, Gregory La Cava)

Pocas películas de su tiempo pueden resultar más desconcertantes que PRIMROSE PATH (1940, Gregory La Cava). No cabe duda que cualquier mediando conocedor de la obra de su realizador, encuentra en ella elementos familiares a un cine basado en una atonalidad, la ausencia de crescendos melodramáticos, la inclusión de apuntes de comedia, la presencia de personajes extravagantes, un cierto estatismo en la puesta en escena, su declarada inclinación a ambientaciones enmarcadas de forma clara en el contexto sociológico de su tiempo –la Gran Depresión y el New Deal de Rooswelt-, o la apuesta por elementos narrativos como la elipsis como directo soporte a esa ausencia de énfasis que, como suprema paradoja, proporcionaba los aspectos más intensos de su cine. Todo eso se da manifiesta, punto por punto, en esta insólita tragicomedia, que gusta e interesa casi a pesar suyo, y en la que la presencia de leves apuntes de comedia –cualquiera diría que La Cava tuvo su rodaje cinematográfico dentro del slapstick mudo-, no ocultan en ningún momento la magnitud del drama que nos muestra –curiosamente- de manera tan distanciada. Se puede ser más o menos valedor de la obra de La Cava –personalmente no puedo ubicarlo entre la cima de los realizadores que basculaban los mismos marcos genéricos en su tiempo-, pero lo que no se le puede negar es la personalidad, coherencia, singularidad e incluso lucidez de su cine. Nadie podría pensar, contemplando las desoladoras imágenes de esta producción de la R.K.O., que su artífice era un reconocido conservador. En definitiva, nos encontramos ante una prueba concluyente sobre la complejidad en el pensamiento cineastas como el que nos ocupa, McCarey, Ford y tantos otros, en los que su humanismo y concepción del mundo era bastante más compleja de lo que su adscripción política más o menos reaccionaria podía manifestar, y en la que destacaba de forma muy poderosa su capacidad para plasmar la misma a través de la imagen con una convicción y facilidad en ocasiones pasmosa.

PRIMROSE PATH –nunca estrenada comercialmente en España- es sin duda una de las propuestas más sombrías y ásperas del cine de La Cava. Quintaesencia de un estilo ya sedimentado, y que ya quizá no se pondría de manifiesto en los tres títulos que restarían de una filmografía conclusa de forma abrupta, lo cierto es que nos encontramos con una adaptación teatral –obra de Robert L. Buckner y Walter Hart-, en la que no solo no se obvia ese origen, sino que dicha concepción escénica se sublima de forma evidente. Lo hará a través de un diseño de producción y una dirección artística –responsabilidad de Van Nest Polglase- que casi se puede respirar. La decadencia y miseria del hogar de los Adamas, la austeridad que rodean sus exteriores, el aire sombrío que poseen sus secuencias junto al mar –la singular secuencia de la captura de almejas-, son el telón de fondo de ese grito de libertad que definirá la andanza de Ellie (Ginger Rogers). Se trata de una joven que desea por todos los medios sobresalir del contexto opresivo que le brinda una familia dominada por una abuela castrante, una madre dedicada a la prostitución, y un padre bondadoso pero fracasado en sus inquietudes intelectuales, que solo alcanza el refugio de la bebida. No es de extrañar que ese aprendizaje tan poco recomendable, la obligue a buscar algún asidero emocional, encontrándolo de forma casual en un modesto pero entrañable repartidor de hamburguesas –Ed Wallace (Joel McCrea, a punto de convertirse en el actor fetiche de Preston Sturges)-.  Cuando las circunstancias se lo permitan, la muchacha abandonará su hogar y comenzará su vida en común con el que casi de inmediato se convertirá en su marido. Será, sin embargo, una felicidad efímera, en la medida que el atavismo de su condición familiar pesará demasiado en un momento dado demasiado para que el futuro de la recién formada pareja tenga los caminos despejados. La ruptura entre ambos, forzará a nuestra protagonista a seguir el sendero ya vivido anteriormente por su madre.

Como señalaba al inicio de estas líneas, PRIMROSE PATH –que se inicia con la reveladora frase “No podemos vivir como queremos, sino como podemos”, obra de un pensador griego-, es un film con escasas agarraderas de cara a un público convencional. Equidistante entre drama y comedia –con una mayor querencia por el primero de dichos enunciados-, lo cierto es que en su desarrollo se obvia por completo incurrir en cualquier tipo de exceso. La cámara del realizador suele utilizar el plano americano, pero ello no desdeña una planificación funcional y, en contadas ocasiones, cuando la situación lo requiere, el primer plano. Pero todo ello lo aplica con una extraña serenidad. En todo momento se tiene la sensación de que lo que contemplamos –ya de por sí suficientemente sórdido- no ha de ser magnificado. Sucede per se, como una vivencia más en el mundo. La Cava brinda esa narración en voz baja –la casi ausencia de banda sonora es reveladora en este sentido-, planteando situaciones cotidianas –incluso aquellas que revisten matices dramáticos-, e integrando una gradación de personajes que en algunos casos pueden describirse en la mezquindad más absoluta –la odiosa abuela, encarnada con fuerza por Queenie Vassar-, en otros el patetismo más acusado –el padre alcohólico-, pero que de forma sorprendente se integran con bastante acierto con otros más cotidianos y positivos, como pueden ser la pareja protagonista, o el bondadoso amigo de Ed, interpretado por Henry Travers. La película destaca igualmente por suponer una de las contadas rodadas en su tiempo, que aborda de forma sutil pero directa la cuestión de la prostitución –solo por ese aspecto, por momentos el proyecto se entronca más con la producción de su realizador marcada en los años treinta, e incluso en el periodo previo al Código Hays-. Sin embargo, por encima de todos estos elementos, si hay uno que personalmente llame mi atención –además de la fuerza que le proporciona la oscura fotografía en blanco y negro de Joseph H. August-, es sin duda la clara inclinación de su director por integrar la elipsis –y, por ende, el relato en off- como elemento esencial a la hora de contribuir a la desdramatización de un argumento ya de por sí dominado por una sordidez por momentos casi irrespirable. En este sentido, todos los momentos que cualquier otro realizador hubiera utilizado para elevar la intensidad de la propuesta, son soslayados de manera consciente por La Cava, quien no dudará en dejar de lado la propia boda de Ellie y Ed –solo un diálogo posterior hará mención a ello-, el accidente que se producirá entre los padres de la muchacha, la propia actividad de la madre –que en todo momento se intuye, pero nunca se muestra de forma abierta-, la propia muerte de la –por otra parte amable y sensible- progenitora de Ellie –en un instante bellísimo, quizá el más hermoso de la película-, o los intervalos temporales que estoy seguro ya se encontraban en la obra teatral, pero que en la película adquieren una extraña sensación de libertad narrativa. Hasta tal punto se aprecia esta circunstancia, que podemos considerar en PRIMROSE PATH la coexistencia de dos películas diferentes. Una es la que el espectador contempla, y otra la que subyace y se sugiere tras sus imágenes.

Sin duda, se trata de una muestra de la madurez de estilo que alcanzaba Gregory La Cava en aquellos años, y que incluso le permitirá apostar por la inclusión de un happy end que, en realidad, no supone más que una suprema burla a la desasosegadora carencia de complacencia que ha precedido su relato o, quizá, una última burla narrativa que permitiera al espectador distanciarse de una propuesta inusual y escasamente acomodaticia. Sea por una u otra circunstancia, jamás volvería a transitar por dichos derroteros, aunque su siguiente película –UNFINISHED BUSINESS (Ansia de amor, 1941)-, también pueda ser ubicada, como en este caso, entre las propuestas más valiosas de su cine.

Calificación: 3

GABRIEL OVER THE WHITE HOUSE (1933, Gregory La Cava) El despertar de una nación

GABRIEL OVER THE WHITE HOUSE (1933, Gregory La Cava) El despertar de una nación

No es la primera ocasión en la que he manifestado mi relativo cuestionamiento en torno a la revalorización de la figura de Gregory La Cava. Con ello no pretendo minusvalorar su valía –que dio frutos excelentes como STAGE DOOR (Damas del teatro, 1937), MY MAN GODFREY (Al servicio de las damas, 1936) o UNFINISHED BUSINESS (Ansias de amor, 1941) –entre las obras suyas que he podido contemplar, que son bastantes-, y en la que se da cita un nivel medio más o menos atractivo. Sucede que no puedo situar a La Cava junto a nombres como McCarey o Leisen, considerando que en sus formas fílmicas siempre he encontrado un cierto estatismo, una relativa aspereza dramática que me hace situar su figura por debajo de la consideración que se le ofrece entre círculos que suelo compartir. Dicho esto, me es grato encontrarme con un título de la singularidad de GABRIEL OVER THE WHITE HOUSE (El despertar de una nación, 1933) que no solo no dudo en considerar una de sus obras más valiosas sino, sobre todo, una de las rarezas más valiosas del cine norteamericano de los años treinta, al tiempo que uno de los exponentes más inclasificables, atrevidos y agudos planteados dentro del contexto de lo que podríamos denominar “cine político” ligado al cine norteamericano. Dentro del volumen editado con motivo de la retrospectiva que sobre la obra del cineasta se realizó en el Festival de San Sebastián 1995, se comenta con amplitud la extraña gestación del film, promovido por el magnate William Randolph Hearst –de conocidas filias derechistas- en homenaje a la previsible elección de Theodore Roosevelt,  contando para ello con mediación como productor del progresista Walter Wanger. A partir de dichas premisas, la película recuperó la presencia de Walter Huston –que ya había encarnado a otro presidente; Abraham Lincoln- en el no muy lejano film dirigido por Griffith-, mientras que aglutinó la presencia de conocidas personalidades de la izquierda en el mundo de Hollywood, como Franchot Tone y Karen Morley. El resultado de GABRIEL OVER… puede incluso incomodar –es una película controvertida que sufrió la injusta acusación de fascista-, pero lo que no cabe duda es que formula una reflexión políticamente incorrecta, sobre la débil frontera que existe en el ejercicio del poder. Sin duda alguna, entre las extrañas líneas que se describen en sus imágenes –que parecen ofrecerse como una extraña mezcla entre el DUCK SOUP (Sopa de ganso, 1933. Leo McCarey) y la posterior DEATH TAKES A HOLIDAY (La muerte en vacaciones, 1934. Mitchell Leisen)-, hay una sensación de desasosiego, de insertarse en líneas argumentales y genéricas extrañas, que se abandonan en el momento más inesperado, combinando con ello un producto tan inclasificable como lúcido, que desde el primer momento transita recovecos poco habituales, y precisamente por ello emerge ese alcance insólito, bien servido además por una aguda intuición cinematográfica.

 

La película se inicia con la toma de posesión de Jud Hammond (Huston) como nuevo presidente de los Estados Unidos de América, en un contexto delimitado por la Gran Depresión. En la toma de posesión se detectará la hipocresía del contexto de la política –esas afirmaciones del presidente y sus adláteres que tengan o no ingenio, son respondidas con carcajadas hipócritas-, mientras que pronto detectaremos la catadura del nuevo mandatario –mantiene una amante, desprecia la labor de la prensa, ignora la grave situación ciudadana que sucede entre centenares de miles de ciudadanos que se encuentran casi en la miseria-. Para todo ello, contará como ayudas de confianza con su secretario –Beekman (Franchot Tone)- y su ayudante Pendie Molloy (Karen Morley)-. Esta abulia y desinterés por el servicio a su pueblo, le llevará incluso a conducir el coche que porta con destino a un acto, sufriendo un accidente que le dejará en estado comatoso. Será el punto de inflexión para que aparezca un nuevo Hammond, un presidente transfigurado que, de la noche a la mañana, se tornará sensible con los obreros, propiciando para ellos medidas de apoyo económico, aunque para ello llegue a disolver el poder democrático del congreso estadounidense, cayendo con sus más fieles colaboradores en un terreno de acción que vulnera por derecho propio las más elementales normas del sistema de libertades, aunque sus resultados sean en última instancia de gran valía para el futuro no solo de la nación, sino de la humanidad entera.

 

¿El fin justifica los medios? Parece preguntar en todo momento este GABRIEL OVER..., en la que en una mirada brindada tras el paso de casi ocho décadas después de su realización, cabe destacar una visión premonitoria en torno a los totalitarismos que muy pronto azotarían países europeos como Alemania e Italia, representados en las figuras de Hitler y Mussolini. De hecho, determinados episodios, como las maneras que se establecen en la lucha contra el gangsterismo –especialmente la forma con la que se expresa el juicio y la ejecución de estos-, no dejan lugar a duda sobre la peligrosa frontera que existe en el ejercicio del poder, y que ya en aquellos años anidaba en países europeos. La Cava logra entrelazar un insólito rompecabezas, una mirada dura y sin concesiones, que se adelanta a la brindada por Robert Rossen en ALL’S THE KING MEN (El político, 1949) –tomando como base la novela de Penn Warren-, y proporcionando –en una especie de burla burlando- una de las propuestas más duras que sobre esta cuestión brindó el cine USA de aquel tiempo –a mi juicio resulta mucho más demoledra que la brindada por Frank Capra en MR. SMITH GOES TO WASHINGTON (Caballero sin espada, 1939), aunque el film del italiano destacara de manera poderosa en otras facetas más intrínsecamente cinematográficas. En esta ocasión, resalta la estructura a través de episodios, la incorporación de imágenes de carácter documental –ilustrando los fastos de la toma de posesión de Hammond-, la sutileza en las líneas humorísticas planteadas en los momentos más duros –como ese proceso de captura a los mafiosos que arruinan la sociedad del país-, narrado con un sentido casi de la parodia que nos acerca al mencionado DUCK SOUP, de fecha de realización y estreno cercano al film que comentamos-. Pero es que al mismo tiempo, la película plantea una vertiente fantastique de inusitada sensibilidad, que probablemente ejerció como punto de partida para que, muy poco tiempo después, Mitchell Leisen se planteara el ya citado DEAD TAKES A HOLLIDAY. Esa manera sensible con la que se produce la transformación de Hammond en una nueva persona –son admirables los instantes en los que casi se palpa esa transformación-, dominados por un exquisita puesta en escena, delicada y sensible, en la que tiene un especial apoyo la transformación que brinda el extraordinario Walter Huston –asumiendo unos rasgos cercanos a los de la figura de Lincoln-. Es por ello que aunque Pendie apele a la figura del arcangel Gabriel reencarnado en ese presidente renacido, uno tiene la intuición que lo que expresa la película es ese mismo proceso, pero representado en un hipotético retorno de un Abraham Lincoln, cuyo busto es resaltado en una de sus secuencias.

 

Pero aún partiendo de dicha premisa, el film de La Cava se desmarca de una labor dedicada a los más necesitados –sensacional el episodio en el que el presidente se dirige a la masa de trabajadores, dominado por una planificación ejemplar-, planteando la peligrosidad de los métodos que su protagonista esgrime, centrados en el objeto de una lucha pacifista aunque para ello tenga que presionar con el arma del belicismo a todas las naciones, o se ejecuten gangster sin la menor garantía en sus inexistentes juicios. Por todo ello, era hasta cierto punto lógico que la película desconcertara en su estreno norteamericano, puesto que ninguna ideología política o modo de pensar podía sentirse cómoda ante la virulencia con la que se planteaba esa llamada contra los excesos del poder, servida además en ocasiones con los ropajes de comedia irónica, y en otros con guante blanco pero tintes amenazadores. Se señala incluso que la película mantuvo dos finales diferentes, existiendo otro en el que Hammond se mantenía vivo, celebrando el tratado de paz que había logrado firmar con todos los países del mundo.

 

Por una vez en su filmografía, La Cava logró aportar su estilo desigual y fragmentado, a una propuesta realizada por completo a contracorriente, reveladora y premonitoria a partes iguales, y que debe de constar entre cualquier antología del cine político. Pero es que, además, GABRIEL OVER THE WHITE HOUSE llega incluso a plantear en su alcance subversivo, la ineficacia de cualquier ingerencia celestial en el contexto de la vida de los seres humanos. Es decir, que además de resultar una propuesta políticamente incorrecta, también lo es esa visión mística que ofrecen sus momentos más sensibles y admirables, dignos de figurar en cualquier antología del fantastique. No es poco, por tanto, el bagaje ofrecido por esta insólita producción de la Metro Goldwyn Mayer que, con el paso de los años, no dudo en considerar una de las obras más valiosas legadas por La Cava en toda su filmografía.

 

Calificación: 3’5

FEEL MY PULSE (1928, Gregory La Cava) Tómeme el pulso, doctor

FEEL MY PULSE (1928, Gregory La Cava) Tómeme el pulso, doctor

Habiendo contemplado hasta la fecha un total de once de las películas dirigidas en su trayectoria por Gregory La Cava, no puedo decir que me considere entre quienes lo han situado en los últimos años como uno de los grandes de la comedia americana. No es menos cierto que entre sus títulos hay uno excelente como DAMAS DEL TEATRO (Stage Door, 1937), así como otros dos que me merecen una especial estima, como son AL SERVICIO DE LAS DAMAS (My Man Godfrey, 1936) y ANSIA DE AMOR (Unfinished Business, 1941). Al mismo tiempo no se pueden ocultar sus excelentes ambientaciones, la integración con el melodrama en sus comedias y esa especial querencia en mostrar personajes de baja extracción social que se agudizó con sus retratos de sujetos víctimas de la “gran depresión”. En cualquier caso la desmedida teatralidad de sus películas, su desigualdad y una evidente falta de fluidez bajo mi punto de vista impiden que La Cava pueda situarse –dentro de la comedia clásica- a la altura de Leo McCarey, Howard Hawks o incluso George Cukor, este último sabiendo implicar una mayor entidad cinematográfica al resolver esas limitaciones.

Sin embargo hasta la fecha no había podido contemplar ninguna de sus películas mudas, generalmente escoradas hacia el género cómico. Es por ello que tenía especial interés en visionar FEEL MY PULSE (1928) –estrenada en España como TÓMEME EL PULSO, DOCTOR-. Debo decir que una vez contemplada podría definir en pocas palabras la misma como una simpática comedia, con varias secuencias realmente hilarantes y divertidas, en la que se adivinan algunas de las constantes del realizador, pero que en modo alguno cabe situarse entre los grandes títulos de un género que en aquellos años era pródigo en auténticas obras maestras.

Tampoco es necesario, puesto que esta producción de la Paramount –estudio en el que el realizador desarrolló parte de su trayectoria- se ofrece fundamentalmente en un producto al servicio de la estupenda actriz cómica Bebe Daniels. Esta encarna en la película a Barabara Manning, hipocondríaca joven heredera de una fortuna que solo está pendiente de sus supuestos “achaques”. Bárbara acude aconsejada por tu tío a un hospital ubicado en la costa que en realidad es un refugio de malhechores. En el trayecto conoce a un rudo pero apuesto taxista –Wallace Roberts (Richard Arlen)- con el que inicialmente mostrará sus reticencias pero que finalmente se convertirá en su mejor aliado al descubrir la verdadera personalidad de quienes son los moradores del hospital y hasta la llegada de la policía.

En realidad un esquema bien simple que favorecerá el contraste cómico y que al mismo tiempo servirá para que Barbara por vez primera aprenda a “vivir la vida” con experiencias excitantes y encontrando en el aparente taxista y autentico periodista a la persona con la que vinculará su vida. FEEL MY PULSE resulta un producto de poco más de una hora de duración en el que quizá se eche de menos una cierta entidad estructural, pero que en su vertiente como tal film cómico proporciona numerosas secuencias llenas de sentido del humor. Entre ellas cabría citar el viaje de llegada entre la protagonista y el taxista –que tiene una impecable secuencia en la carrera a pie que ella se da en busca de su maletín de medicinas, sorprendiendo al conductor-; el inverosímil “viaje” de esta sobre un río flotando por encima de un pequeño tablón de madera; la borrachera colectiva que se produce entre uno de los “internos” en el hospital y la propia Bárbara –la joven prueba las bebidas que este consume creyendo que son medicinas-; o el propio desenlace del film con una sorprendente secuencia al ralenti entre todos los malhechores afectados por la botella de cloroformo que la joven ha lanzado en defensa desde el piso superior.

Al mismo modo hay que destacar detalles eminentemente cinematográficos como la profundidad de campo que La Cava otorga a los pasillos de este hospital o la secuencia de amedrentamiento que el “doctor” que comanda el hospital –interpretado con eficacia por un joven William Powell- y la llegada del periodista al rescate, provocando una notable credibilidad y dramatismo al instante –estoy seguro que se tomó como referente los films de gangsters que en aquella época tenían tanta aceptación popular-. Por otro lado La Cava ya introduce dos elementos que le acompañaran en buena parte de su filmografía como son por un lado el uso de planos generales en el interior de viviendas mostrando grandes escaleras como elemento dramático y escenográfico. El otro detalle es la definición que ya ofrece en el perfil de esos delincuentes desarrapados que se ocultan en el falso hospital y que con el paso de pocos años configurarán esa galería de personajes acabados y decadentes que poblarán toda su obra.

Finalmente, FEEL MY PULSE brinda una curiosa consideración, ya que se ofrece como una especie de puente –supongo que muchos otros títulos del estilo de aquella época compartirían esta característica- entre la edad de oro del cine cómico y la llegada de la screewall comedy. Y en ello me baso en la química que se establece en el film entre la protagonista femenina y el taxista–periodista que encarna con su habitual galanura el impecable Richard Arlen, cuya descripción como tal personaje me pareció un cierto precedente del periodista interpretado por Clark Gable en la brillante SUCEDIÓ UNA NOCHE (It Happened One Night, 1934. Frank Capra). Es más, esa relación de rechazo atracción entre ambos personajes años después se reiteraba en la celebrada comedia de Capra, uno de los puntales de esa nueva forma de concepción del género y de la que TÓMEME EL PULSO, DOCTOR, se muestra como un tímido y entrañable precedente.

Calificación: 2’5