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CINEMA DE PERRA GORDA

Michael Powell & Emeric Pressburger

A 5 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (LXX) DIRECTED BY... Michael Powell & Emeric Pressburger

A 5 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (LXX) DIRECTED BY... Michael Powell & Emeric Pressburger

El más célebre tandem de directores del cine británico; Michael Powell (a la izquierda) y Emneric Pressburger (derecha), artífices de ’The Archers’

 

MICHAEL POWELL & EMERIC PRESSBURGER... en CINEMA DE PERRA GORDA

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(14 títulos comentados)

THE BATTLE OF THE RIVER PLATE (1956. Michael Powell & Emeric Pressburger) La batalla del río de la plata

THE BATTLE OF THE RIVER PLATE (1956. Michael Powell & Emeric Pressburger) La batalla del río de la plata

Si tuviera que valorar el grado de interés de THE BATTLE OF THE RIVER PLATE (La batalla del río de la plata, 1956. Michael Powell & Emeric Pressburger), en función de la valía de su base argumental, hay que reconocer que el balance sería bastante magro. En realidad, sus dos horas de duración describen una anécdota nimia, en torno al enfrentamiento de tres barcos ingleses, a la hora de contraatacar y, finalmente, destruir, al acorazado de bolsillo alemán Admiral Graf Speel, durante 1939, cuando en definitiva se estaban dando los primeros pasos de la II Guerra Mundial. Una premisa tan sencilla y convencional como previsible, que de entrada nos permite comprobar la belleza visual que proporciona el formato VistaVision. Así pues, unos planos generales en la inmensidad del mar, nos adentra en ese contexto inquietante, en el que el acorzado alemán, destruirá el barco Africa Shell que comanda el capitán Dove (Bernard Lee). Para la sorpresa de este, el encuentro con el mando del destructor teutón, le pondrá cara a cara con el capìtán Hans Langsdorff (Peter Finch). Un hombre juicioso y amable, que huye por completo de la parafernalia nazi, y que ha llevado a cabo una serie de tácticas de espectacular resultado para evitar ser localizado por las fuerzas enemigas. De inmediato se planteará una corriente de simpatía entre ambos mandos, dejando a las claras las auténticas intenciones del relato de Powell & Pressburger, que no es otro que establecer un drama descrito con sorprendente elegancia, en el que el tratamiento psicológico de sus personajes, vaya acompañado por una cierta mirada irónica, y una plasmación de los pasajes físicos -combates navales-, descritos con una extraña fuerza visual.

A partir de la situación de partida, la película describirá el plan de las fuerzas británicas para intentar contraatacar al buque alemán, sabiendo de entrada la inferioridad de condiciones con las que cuentan. Para ello, se guiarán de la intuición del comodoro Harwood (Anthony Quayle). Él será quien dirija y conforme un plan diseñado para que con la anuencia de tres naves británicas, se pueda hacer frente al enemigo alemán. Una base sin duda previsible, que sin embargo se articulará con un interesante juego de caracteres y, llegado el momento, la expresión física y terrible de un combate, aspectos ambos en los que el film de The Archers adquirirá personalidad propia. De un lado, en ese atractivo desarrollo de personajes -todos ellos magníficamente interpretados-, en donde no puedo dejar de destacar a unos extraordinarios Anthony Quayle y, en un ámbito de receptividad, al capitán Woodhouse, encarnado por el veteranísimo Ian Hunter. Junto a ello, el relato adquirirá una inusitada intensidad física, a la hora de describir con un cierto grado de originalidad, la casi insoportable fuerza con la que se manifiesta un combate a vida o muerte. Serán pasajes en las que sus directores jugarán con un montaje espléndido, una planificación afilada, e incluso apelando a esa fuerza colectiva, como esa sucesión de planos que describen los intentos de la tripulación del Exeter, a la hora de cumplir las órdenes de su mando, el capitán Bell (John Gregson).

Llegados a este punto, es evidente que Powell y Pressburger intentaron ante todo hacer progresar THE BATTLE OF THE RIVER PLATE, como una sincera apuesta visual. Una película que experimenta con el uso del color y la construcción espacial de sus encuadres, tanto en las secuencias descritas en interiores, como incluso en aquellas que se describen en el exterior de las mismas. No cabe duda que en aquellos años, el tándem de cineastas ya se habían destacado en esa clara apuesta por la experimentación cromática, teniendo una vez más el extraordinario apoyo del gran operador británico Christopher Challis -algún día se reconocerá el aporte de este magnífico operador de fotografía-, brindando una fuerza cromática y visual, parangonable a los mayores avances registrados en aquellos años -pienso en la experimentación con el mismo, presente en dichos años, por el director japonés Yasujiro Ozu-. Pero es que, además, la película conecta con esa vertiente marcada en el cine del tandem, destinada al análisis de algunos de los episodios más significativos de la terrible contienda mundial. Fue algo que tendría su primera -y original- expresión rotunda, con 49th PARALLEL (Los invasores, 1941) -dirigida en solitario por Powell-, y tendría su culminación con la inmediatamente posterior ILL MET BY MOONLIGHT (1957). Todas ellas, conformando un inusual ciclo, que al tiempo que se integraban dentro de la riqueza que el cine de las islas brindó a los dramas de ascendencia bélica, emergerían con personalidad propia, y como pleno exponente de la singularidad de la pareja de cineastas.

Será algo que se manifestará en el sorprendente giro argumental descrito, a partir de la llegada de la tripulación del artillero alemán, seriamente dañado, con los supervivientes del mismo, así como los correspondientes a las fuerzas británicas. Lo harán hasta la ciudad de Montevideo -magnífico el montaje cromático que describe los luminosos nocturnos de la ciudad, ligándolos con las escenas de transición urbana del ya señalado cine de Ozu-, e integrando la película en una irónica y disolvente encrucijada, describiendo una intriga diplomática entre representantes de ambos países, a la hora de buscar el apoyo de las autoridades uruguayas, que actúan en aquel momento como país neutral. Será un fragmento en donde la ironía, ciertos instantes de comedia, e incluso la plasmación de una población distanciada con el hecho de la guerra -las portadas de prensa, ese locutor americano que describe las incidencias desde una vieja tasca, comandada por un nervioso Christopher Lee, un par de años antes de alcanzar la inmortalidad encarnando al conde Drácula-. En concreto, esas secuencias de ambiente costero, en donde las multitudes de Montevideo se amontonan en su entorno marino, disfrutando, disfrutando casi como una novedad, de este enfrentamiento, por momento parecen preludiar, por su composición de cromatismo, a las plasmadas por el Alexander Mackendrick en los primeros minutos de su excepcional SAMMY GOING SOUTH (Sammy, huida hacia el sur, 1963). Esa sensación de ruptura con una existencia rutinaria, será sublimada en esos pasajes finales, donde finalmente la nave alemana herida sea destruida, generando una gigantesca explosión, sin que ello evite concluir la película con una nueva mirada a esos dos personajes – Dove y Langsdorff- ahora descritos en situación opuesta -el alemán aún no ha asumido la derrota de sus métodos y actuaciones-, plasmando en elos el eco de una amistad que ha trascendido sus enormes diferencias de origen, teniendo como fondo la imagen de un luminoso atardecer.

Calificación: 3

THE TALES OF HOFFMANN (1951, Michael Powell & Emeric Pressburger) Los cuentos de Hoffmann

THE TALES OF HOFFMANN (1951, Michael Powell & Emeric Pressburger) Los cuentos de Hoffmann

En 1948, el tandem The Archers, formado por Michael Powell y Emeric Pressburger, alcanzaba uno de los más grandes éxitos de carrera con THE RED SHOES (Las zapatillas rojas), en el que se afianzaban de manera decidida por un cine en el que el elemento sensorial y su fusión con diversas disciplinas artísticas, conformara un relato de casi asfixiante riqueza, del cual el espectador recordará ante todo sus extraordinarios ballets, arriesgados, y siempre al límite con el exceso, con los que ambos directores apostaban de manera directa con el denominado film d’art. Fue algo que tendría su debida prolongación en unas claras inquietudes estéticas que fueron moneda corriente en su siempre atractiva obra, y que tuvo en THE TALES OF HOFFMANN (Los cuentos de Hoffmann, 1951), su exponente más atrevido, hasta el punto de desarrollar todo su metraje en medio de una estructura musical, en diversas de las disciplinas que conlleva dicha adscripción –ballet, canciones-. Una apuesta expresada dentro de una dimensión marcada por la fantasía, la irrealidad y el recargamiento estético, adaptando la ópera de Offenbach y Barbier, y centrada en la figura de Hoffman, que aparecerá como personaje central, tanto en su leve base argumental, como en las tres historias que él mismo relatará en una taberna, en las que describirá sendos amores desarrollados en Paris, Venecia y Grecia, ambas desarrolladas en el época romántica

Una muy débil premisa dramática, a partir de la cual estimo que los dos vértices de The Archers quisieron brindar una apuesta total, arriesgada al límite, a la hora de transmitir al espectador un cúmulo de sensaciones y goces estéticos y plásticos, a  través de una fotografía en color de indudable raíz cromática, a cargo de Christopher Challis. También un esmerado cuidado en la escenografía y el vestuario, e incluso una en ocasiones brillantísima apuesta por falsas perspectivas e ilusiones a través de una decoración que modifica y falsea aquello que contemplamos en pantalla. Sin embargo, no siempre en el cine, las ambiciones se corresponden con los resultados, y aquello que en un momento determinado puede provocarnos la admiración, en su conjunto quizá acuse la irregularidad, o la sensación de que los árboles no es que no dejen ver el bosque, sino simplemente que tal bosque no existe. Es por ello, que pese al determinado grado de culto que alberga esta película en círculos minoritarios, y pese a la admiración que comparto por la obra de Powell y Pressburger, pocas veces como en esta ocasión, los dos cineastas se dejaron cegar por el falso oropel de una traslación dramática que se ahogaba en sí misma, sin ofrecer más que la plasmación de un espectáculo, y obviando en todo momento que cualquier propuesta cinematográfica ha de brindar un porque y un equilibrio dramático, del que esta película carece. En la ya señalada THE RED SHOES, los extraordinarios ballets que provocaban la admiración de los espectadores, eran la lógica consecuencia de su entramado dramático, como lo aportaría el extraordinario episodio del concierto en la magnifica I’VE ALWAYS LOVED YOU  (La gran pasión, 1946) de Frank Borzage). Incluso cuando en el cine italiano se plantea un esfuerzo de similares características con la posterior CAROSELLO NAPOLETANO (Carrusel napolitano, 1954. Ettore Giannini) –en donde por cierto, se recupera al actor Léonide Massine, presente en los dos títulos de ascendencia musical ya señalados-, este logra erigirse como el alma de la ciudad de Nápoles, sirviendo sus diversas composiciones musicales como nexo de unión para describir la evolución de la población.

Por desgracia, nada de ello sucede en THE TALES OF HOFFMANN, o quizá yo tuve la mala suerte de no conectar con una supuesta entraña dramática que fui incapaz de atisbar, partiendo siempre de la base de mi admiración por el cine de la pareja. Por el contrario, entiendo que nos encontramos ante una grabación que parte de entrada de la espantosa dotación como actor del tenor Robert Rounseville –encarna al amante Hoffman-, y de la falta de credibilidad que impone una película que en su totalidad está sonorizada en playback. No voy a negarlo, en el conjunto de sus tres historias se esconden numerosos detalles que avalan el talento y la creatividad visual de los cineastas. Hay pasajes incluso deslumbrantes, como esa escenografía modernista que describen algunos de los instantes del episodio parisino, la tenebrista conclusión del fragmento desarrollado en Venecia –quizá el episodio más atractivo visualmente del conjunto-, o la querencia expresionista que preside el rol encarnado en la historia griega por el ya citado Massine, que adquiere en su caracterización y comportamiento connotaciones expresionistas, en la medida que nos recuerda poderosamente el Max Schreck del NOSFERATU de Murnau.

Sin embargo, creo que el gran inconveniente de THE TALES OF HOFFMANN, reside quizá en la incapacidad de Powell y Pressburger para no haber intuido la imposibilidad real de mantener en un largometraje, esa sensación de desvarío estético, que si trascendía esos ballets que servían de crescendo dramático a THE RED SHOES, en esta ocasión se diluyen en una continua y, por momentos, cansina, sucesión de canciones, que en muy pocos momentos prenden la deseada atención como tal exponente dramático. Así pues, nos encontramos ante un producto arriesgado, y como tal merece el reconocimiento, en su intento que recorrer nuevos caminos a la hora de plantear unos recovecos plásticos, en los que se plasmaran las personalísimas inquietudes plásticas y estéticas de sus responsables. A este respecto, me gustaría señalar que cuatro años después, la pareja de cineastas proseguía con este sendero, a través de OH, ROSALINDA!! (Oh, Rosalinda!, 1955), que sigue siendo uno de los títulos menos conocidos de ambos cineastas. Powell ya en solitario, aún seguiría parcialmente con esa querencia musical, con la infravalorada visión de la personalidad española que planteaba LUNA DE MIEL (1959. Michael Powell), en donde se insertaban números musicales llenos de garra y fuerza expresiva. Por el contrario, creo en este caso que, como por otro lado sucedió con otros realizadores de prestigio y estilo definido –el mismo Max Ophuls recayó en alguna ocasión en esta misma circunstancia-, esa misma apuesta por la estética, no quedaba sustentada por una mínima entraña dramática, sirviendo todas las intenciones a algo tan indefinible como la nada. Por ello queda para mí esta producción, como uno de los títulos menos relevantes de sus artífices, y conste que lamento señalarlo.

Calificación: 2

ILL MET BY MOONLIGHT (1957, Michael Powell & Emeric Pressburger)

ILL MET BY MOONLIGHT (1957, Michael Powell & Emeric Pressburger)

Para todos aquellos amantes del cine de The Archers –ámbito este en el que me introduje hace ya varios años, tras otros de cierta reticencia- ILL MET BY MOONLIGHT (1957), supone la última ocasión en que se reunieron el más famoso tándem de cineastas legado por el cine británico: Michael Powell & Emeric Pressburger. Para ello retomaron una de las temáticas que utilizaron con más frecuencia a lo largo de su carrera, especialmente a partir de la llegada del nazismo a Europa; la narración de singulares relatos de ambiente bélico, centrados en luchas de colectivos en contra de las invasiones del III Reich en diversos lugares. Episodios que plantearon a través de historias caracterizadas por una mirada insólita, en voz callada, y donde el concepto de heroísmo de ofreciera de forma totalmente opuesta, revestida de un aura cotidiana, en contraposición a lo habitualmente mostrado en la gran pantalla en este tipo de producciones –sin por ello desmerecer a buena parte de las mismas, entre las que se encuentran no pocos títulos dignos de relieve-.

Sin embargo, la lejanía temporal existente entre aquellos exponentes que fraguaron buena parte del prestigio de The Archers, adquiere en esta ocasión un cierto tinte de distanciación, a la hora de narrarnos la hazaña de un grupo de componentes de la resistencia en la isla griega de Creta, llevando a cabo el secuestro de un general nazi ubicado en la ocupada isla, con la intención de trasladarlo hasta el Norte de África. Una sucinta base argumental será la que utilizaran ambos cineastas, para en primer lugar trasladarnos a unos supuestos escenarios cretenses, en realidad rodados en la Francia rural. Lo cierto es que aún siendo una simulación, uno de los grandes aciertos de la película es permitirnos sentir tan próximos ante un contexto en donde la fuerza de la naturaleza, lo árido de sus montes, su clima, o la cierta incultura de sus gentes, se erigen como uno de los protagonistas del film. No será algo nuevo, por otra parte, en la andadura de unos cineastas que sabían insertar la fuerza y la vigencia de sus exteriores como elemento de gran importancia en sus relatos. La propia configuración de los pequeños pueblos, lo rústico de sus viviendas, esas carreteras pobremente diseñadas, polvorientas, que todos hemos pateado a pie o bien viajando en coche en el pasado, adquieren en esta ocasión una enorme fuerza, hasta el punto que logran retrotraernos a esas otras muestras de género que los cineastas ya plantearon a partir de inicios de la década de los cuarenta.

Con este punto de partida, lo cierto es que ILL MET BY MOONLIGHT se centra en la descripción del secuestro –realizado con más facilidad de la previsible- en la figura del general Kreipe (Marius Goring), a partir del plan urdido por el mayor Leigh Fervor, más conocido por ingleses y alemanes como Philedem (Dirk Bogarde), a quien ayudará de manera decisiva el capitán Moss (David Oxley). En torno a estos tres personajes, se escenificará un secuestro que, en cualquier mente racional, estaría fuera de cualquier posibilidad de éxito, pero que precisamente por ello, lograrán desarrollar con eficacia. Una vez más, se plasmará esa capacidad demostrada por los cineastas y, para que engañarnos, buena parte del cine inglés, de plasmar en la pantalla las situaciones más rocambolescas, siempre tamizadas de un barniz de extraña naturalidad. No es esta una excepción, en un relato que en bastantes ocasiones bordea el ámbito de la comedia –un ejemplo al azar: las alusiones a la mala olor del combatiente que encarna el excelente Cyril Cusack-, siendo este quizá uno de los aspectos que proporciona una mayor personalidad al conjunto y que, en cierta medida, nos deja entrever esa distancia temporal que se establece entre el origen de la hazana ejecutada, y el periodo en que la película se realizó, ya en las postrimerías de la carrera conjunta de estos dos realizadores –Powell aún prolongó su tarea como tal, llegando a filmar apenas tres años después su mítica PEEPING TOM (El fotógrafo del pánico, 1960)-. Dentro de estas características, ILL MET BY MOONLIGHT se disfruta con la seguridad de describir un marco coral dominado por el esfuerzo, la convicción de luchar por una causa justa, e incluso el respeto que mantienen los combatientes de la resistencia a la hora de salvaguardar y proteger a ese general secuestrado, que inicialmente mostrará sus quejas por el trato recibido, pero que poco a poco, y siempre teniendo presente una mirada basada en la disciplina militar, irá mostrando una cierta complicidad con sus captores. Ello no impedirá que en ningún momento deje de estar presente en su interior la posibilidad de ser rescatado por sus soldados, que en cantidad de miles se encuentran expandidos por la isla, pero que en su avasalladora presencia y potencia militar, no alcanzarán a poseer ese conocimiento profundo que sus habitantes albergan, siendo capaces de desaparecer por los recovecos y rincones que la naturaleza y la orografía del lugar les ha ido proporcionando.

Dentro de ese contexto, Kreipe intentará aplicar dos estratagemas para intentar poder evadirse de su cautiverio. Una de ellas será la de ir dejando pequeños objetos que le rodean –su gorra, insignias…- con la intención de proporcionar señuelos a lo largo del largo camino recorrido. El otro será sin duda más entrañable, como lo supondrá el intento de soborno del pequeño Niko, obsesionado en todo momento por poder tener un par de botas que simbolizarán para él su conversión en un adulto apto para la lucha –algo que lucirá orgulloso en la conclusión del film, adelantando en cierta medida el logro de la piel de leopardo del protagonista de SAMMY GOING SOTUH (Sammy, huída hacia el sur, 1963. Alexander Mackendrick)-. Al muchacho entregará incluso una moneda de oro que el general siempre ha tenido como su amuleto de la suerte, con la que pretende que este proporcione una implícita información ante los soldados alemanes –que están literalmente peinando la isla-, aunque no cuente con la astucia del pequeño, que ha logrado en apariencia caer en la trampa del general, pero en el fondo lo que ha conseguido es despejar la playa en donde se apostaba un destacamento de soldados alemanes, impidiendo que los protagonistas de la misión puedan completar esta trasladando a Kreipe. Incluso en esos momentos, la película de Powell y Pressburger abandona cualquier tipo de diatriba heroica. En su lugar, se aportará un nuevo apunte humorístico que llega a resultar entrañable, al comprobar Philedem y Moss que carecen de conocimientos del código morse con al linterna, como paso último para que el barco que espera recogerlos y llevarse a ese militar que los mira con ironía, aunque finalmente reconozca que pese a no ser profesionales del ejército, han logrado una misión con absoluta profesionalidad. Mientras tanto, veremos al pequeño Mike cepillándose en un camarote las botas que le ha regalado Philedem. En definitiva, con sencillez, sin apostar por tremendismos dramáticos, con esa capacidad para integrar casi físicamente los marcos interiores y, sobre todo, exteriores, en donde se desarrolla una historia de heroísmo narrada con absoluta cotidianeidad.

Cierto es que en la película se echa de menos ese cierto grado de inmediatez que caracterizaron las muestras de estas características rodadas en algunos casos incluso en plena contienda. Y personalmente solo opondría a esta interesante y poco conocida película, cierta inclinación hacia el exotismo, aspecto este en el que la confluencia de la banda sonora de Mikis Teodorakis no deja de suponer uno de sus principales rasgos, adelantando una pequeña corriente que daría años después ejemplos como ZORBA THE GREEK (Zorba el griego, 196 4. Mihalis Kakogiannis).

Calificación: 3

THE RED SHOES (1948, Michael Powell y Emeric Pressburger) Las zapatillas rojas

THE RED SHOES (1948, Michael Powell y Emeric Pressburger) Las zapatillas rojas

Hay ocasiones en las que evocar el refrán de “rectificar es de sabios” proporciona, más que un reconocimiento de humildad, una sensación de placer. Y eso es lo que a lo largo de una serie de años me ha venido sucediendo con la valoración que poseía con las películas realizadas por el tandem The Archers que formaron Michael Powell y Emeric Pressbuger. No sabría señalar en que momento se pudo iniciar dicha inflexión, pero es cierto que de una mirada hasta cierto punto despectiva a unas películas –había visto pocas de ellas- que en ocasiones me parecían pretenciosas y extravagantes, poco a poco fui percibiendo en ellas a unos cineastas que sabían expresarse visualmente con una acusada y poco compartida personalidad. Que además arriesgaban constantemente en sus propuestas. Un riesgo al cual el paso del tiempo ha permitido su definitivo reconocimiento, en una filmografía que aúna una admirable circunstancia, la de proponer títulos completamente opuestos entre sí, pero que albergan sin embargo no pocos elementos comunes. Es decir, fueron no solo unos grandes cineastas… sino que a su cine cabe aplicar además la condición de “autores”, teniendo además la humildad de haber transitado por diferentes géneros y concepción de producción, y en todos ellos hayan obtenido interesantes resultados, aunque –obvio es señalarlo-, no siempre se alcanzara el mismo nivel. Llegados a este punto, hay algo que me gustaría destacar de forma muy especial en el cine de tan singulares cineastas, que además es algo poco considerado a la hora de analizar la densidad de su obra. Esta no es otra que la necesaria calificación de la misma dentro de cualquier antología del fantastique cinematográfico. Un fantastique como el que años depués pudo poner en práctica y generalmente siempre sobrellevó el australiano Peter Weir, basado en mirada, detalles, aspectos y visiones que aparecían ante la pantalla incluso en títulos centrados en géneros más o menos convencionales.

Esa inclinación, fue algo congénito a su cine, y tiene también acto de presencia en la –lo digo ya-, admirable THE RED SHOES (Las zapatillas rojas) que Powell y Pressburger rodaron en 1948, y que aparece cerca de setenta años después de su realización, con una aureola de mágico hechizo, demostrando una vez más que en el cine no importa lo que se cuente, sino como se articule en la pantalla. Cierto es que siempre se ha dicho que con un mal guión era imposible rodar una buena película, pero no es menos evidente que hay ocasión -y esta es una de ellas-, en la que la presencia de una leve base argumental, no es más que la excusa para servir de punto de partida a una propuesta que, por lo general en esos casos, suelen albergarse muy al margen de cualquier tipo de convencionalismos. Y es que, a fin de cuenta ¿No hemos visto en el cine decenas de veces antes y después que en THE RED SHOES, la típica historia de apuesta por el arte como suprema encarnación de la existencia, y sin permitir en ese recorrido cualquier otro obstáculo, incluso si el mismo estuviera relacionado con el amor? A fin de cuentas, esto es lo que relatan los más de ciento treinta minutos de esta película. Pero ya desde los propios, sencillos pero al mismo tiempo deslumbrantes títulos de crédito –en donde se percibe la asombrosa apuesta por el cromatismo que impregnará toda la función-, el espectador –y hablo en nombre propio- queda hechizado ante esta adaptación de una historia de Hans Christian Andersen, centrada en el descubrimiento y la consagración en la vocación por la danza por parte de la joven Vicky Page (una entregada Moira Shearer). Una vocación que será detectada por Boris Lermontov (supremo Anton Walbrok, en una de las mejores interpretaciones que he contemplado jamás), director de su propia compañía de ballet clásico, desarrollando la acción en la segunda mitad de los años cuarenta –el periodo de posguerra en el que se rodó el film-. La película se abrirá muy acertadamente combinando a la perfección la atracción que el mundo de la danza ejerce incluso sobre las clases populares de un Londres -que es descrito en determinados instantes y secuencias de exteriores con notable sentido de la cotidianeidad-, con las manera que manifestar ese interés por contemplar el nuevo estreno de Lermontov –protagonizado por la bailarina Boronskaja (Ludmilla Tchêrina)-. Será un comienzo que además nos permitirá conocer a los tres vértices de la historia –Boris, Vicky y Julian Craster (Marius Goring)-, este último un joven e impulsivo músico que comprobará como una partitura suya ha sido plagiada en el espectáculo.

Será un modélico comienzo –en el que prácticamente no podemos señalar ni un solo plano de más, que pronto nos llevará a conocer ante todo el carácter exigente, excéntrico y al mismo tiempo fascinante, de Lermentov –su renuencia incluso a que sea visto en el palco; su negativa a acudir a la invitación social que se le ha formulado-. Pronto descubriremos otra de las facetas en las que mostrará una mayor intransigencia, como es impedir que sus figuras renuncien a su compromiso con el arte, al interferir en ellos la presencia del sentimiento amoroso. Será el motivo de su ruptura con la que hasta entonces ha sido su primera figura. Sin embargo, y pese a todos estos rasgos de carácter que pueden delatar una notable intransigencia –y que la película sabe plantear como barreras para impedir caer en aquellos prejuicios que él mismo se ha empecinado en inocular a sus estrellas-, el exigente artista posee la virtud de saber detectar el talento. Y es por ello que pese a su negativa a someterla a una prueba en la recepción a la que ha sido invitado, percibirá las posibilidades que Vicky podría llegar a expresar por medio de la danza, al comprobarla en su actuación en un teatro de cortos vuelos. Este será el inicio de una colaboración que se tornará tan exigente como intensa. Tan sincera en los objetivos de ambos, como compleja para que sean cumplidos todos ellos. Evidentemente, THE RED SHOES es lo que se denominó un Film d’Art –sin duda uno de los mejores que jamás ha brindado la pantalla-, y en él el espectador asiste a un espectáculo exquisito, pero en sus metraje al mismo tiempo se combina la magia del espectáculo como la miseria de la trastienda, e incluso la mediocre cotidianeidad de ese Londres diario antes señalado. Como si fuera un mundo cerrado en sí mismo, provisto de una magia especial que se pierde por completo al desaparecer de su influjo, Powell y Pressburger alcanzan una de las cimas de su arte cinematográfico, al acertar a la hora de combinar todo un compendio de elementos plásticos, narrativos e incluso de estudio de caracteres, en el que el riesgo está acompañado del placer, y en el que elecciones visuales y narrativas tan complejas e incluso de entrada condenadas al sopor, revisten milagrosamente una vitalidad velada tan solo a los auténticamente grandes.

Es indudable que el máximo grado de riesgo que concentra la película, lo ofrece ese magistral ballet de cerca de quince minutos de duración, en el que el tandem de cineastas echan el resto no solo en la absoluta belleza de todos y cada uno de sus fotogramas, en la dirección escénica, interpretación, coreografía o música. Lo importante a mi juicio en este bloque admirable, reside en esa abierta apuesta por la fantasía que señalaba al inicio de estas líneas, y que de alguna manera se extenderá al finalizar trágicamente la película -¡ese rostro iracundo y maquillado de la Shearer sin poder impedir el influjo de la maldición de las zapatillas que porta!-. Pero asimismo, nos encontramos con una película que funciona a la perfección en la adecuada dosificación de sus bloques narrativos, en el uso de la elipsis –un ejemplo, citado al vuelo; cuando Boris apuesta con su veterano ayudante que Vicky será ovacionada antes de finalizar el cercano estreno. Tal esperada circunstancia se producirá sin que los cineastas inserten ningún plano suplementario-, en la constante incorporación de detalles –la elección de las zapatillas, la descripción de los intervinientes en el estreno del nuevo ballet, pasando las hojas del programa…- Hay tal grado de entrega, de cariño y de compromiso, de penetrar en la psicología de unos seres que comparten sus vidas, excéntricas, pero al mismo tiempo demostrando ese conocimiento, incluso exteriorizado en la figura del exigente director, a quien temen tanto como respetan –e interiormente estoy seguro admiran. En un momento determinado, cuando Vicky se ha marchado del ballet al casarse con Craster, este último enviará una carta al viejo ayudante de Boris, en la que se señalaba que este era un monstruo, pero con talento.

Y en ese inesperado romance que envolverá a dos de los tres protagonistas del film, THE RED SHOES cobrará un inesperado giro –quizá pueda aparecer convencional visto desde fuera, pero puedo asegurar que cuando uno se introduce en la entraña del relato, lo vive como si apareciera la reacción más inesperada-, mostrando a la luz del espectador algo que Lermentov hasta entonces había mantenido siempre oculto –muchas veces bajo sus elegantes y oscuras gafas-; el amor que siente interiormente hacia el fruto de su creación –algunos de los primeros planos centrados en el rostro de Walbrook, describen de forma maravillosa esa turbulencia interior de sus ojos-. Una vez rechazada la continuidad de su musa y el despido de Julian, nuestro creador de espectáculos estrenará otro nuevo ballet recurriendo de nuevo a Boronskaja –y utilizando para ello a una vieja treta-. Sin embargo, y pese a conocer las recetas del éxito, ya nada será igual. Como no lo será incluso cuando Vicky se incorpore a un nuevo espectáculo. El veneno de la creación artística se tornará al final –tal y como lo había señalado Boris en tantas ocasiones- incompatible con cualquier otro sentimiento humano. Con la inesperada aparición de Julian en Montecarlo –que se suponía tenía que estrenar una sinfonía en Londres-, se removerán las aguas de lo que podría denominarse la maldición del arte, culminando la película de manera tan bella como delicada. Tan triste como el cierre de cualquier función –así lo expresará Boris al abrir las cortinas del teatro, ofreciendo el ballet sin la presencia de su musa-.

Destacar la grandeza pictórica del film de Powell y Pressburger puede parecer un tópico perezoso, pero es de justicia señalar la asombrosa aportación de Jack Cardiff, encabezando un amplio equipo de ayudante en esta faceta, prácticamente sin parangón en la historia del cine de su tiempo. No han faltado voces, por otro lado, que han señalado en la influencia que el ballet central de THE RED SHOES pudiera haber brindado en el –para mi- sobrevalorado Vincente Minnelli de AN AMERICAN IN PARIS (Un americano en París, 1951), ni en abrir una corriente del ya citado Film d’Art, que pudieron continuar directores como Max Ophuls o Jean Renoir. Sea como fuere, ante una propuesta de las excelencias de la que han protagonizado estas líneas, tan solo me cabe ratificar en el riesgo, la pasión, la inventiva e incluso la magia, con la que The Archers se tomaron su larga singladura ante la pantalla, de la cual esta sea, si no la que más –es difícil formular una elección, cuando convendría formular ciertas revisiones y acercarse a otros títulos aún sin encontrar-, si desde luego, uno de sus exponentes más admirables.

Calificación: 4

A MATTER OF LIFE AND DEATH (1946, Michael Powell & Emeric Pressburger) A vida o muerte

A MATTER OF LIFE AND DEATH (1946, Michael Powell & Emeric Pressburger) A vida o muerte

Supongo que sería bastante fácil establecer diversas lecturas de un título tan –solo aparentemente- anticonvencional como A MATTER OF LIFE AND DEATH (A vida o Muerte, 1946. Michael Powell & Emeric Pressburger). Algo bastante asequible en la medida que su relativa singularidad, se presta a un amplio juego de disgresiones. Sin pretenderme extenderme en exceso, propongo tres posibles alternativas. La primera sería integrar A MATTER… dentro del conjunto de títulos amables de carácter sobrenatural que se produjeron en aquel periodo bélico –el ejemplo pertinente sería HERE COMES, MR. JORDAN (El difunto protesta, 1941. Alexander Hall). Otra mirada nos permitiría hablar de las influencias que retoma este título, acogiendo como referencia otras producciones británicas –y a este respecto, me tendría que remitir a la aparentemente lejana THINGS TO COME (La vida futura, 1936. William Cameron Menzies). Finalmente, cabría preguntarse que lugar ocupó esta película, dentro de la filmografía de un tandem tan singular como el formado por Powell & Pressburger en el seno del cine inglés. Podríamos decir a este respecto, que sería buscar la extrañeza dentro de una obra especialmente dominada por un expreso deseo de experimentación visual –lo que si bien proporcionó a The Archers de buena parte del interés a su obra, no es menos cierto que este se manifestó con ocasionales carencias, desequilibrios e irregularidades-.

 

Haciendo un pequeño balance de todos estos enunciados, podríamos concluir que en todos ellos el título que comentamos revela un cierto interés, aunque en ninguno de ellos se revela enteramente satisfactorio, en la medida que buena parte de sus propuestas, o bien han envejecido con el paso de los años –en pocos de los títulos de ambos directores en este periodo, se puede detectar una mayor superficialidad que en el que comentamos-, o no aportan nada nuevo en base a las referencias cinematográficas que retoman. Ello, obviamente, no quiere decir que nos encontremos con un producto olvidable –no es el caso-, pero sí cabría habar de una cierta regresión en sus resultados cuando paradójicamente esta película ofrece un avance formar en la andadura de sus realizadores, puesto que es el primero en el que utilizarán el color –un elemento de especial importancia en el tratamiento visual de su obra posterior-, aunque acentuando aún más si cabe el ejercer de auténtica “bisagra” en esta vertiente. Y es que la película incluye diversas secuencias –aquellas que se desarrollan en ámbitos sobrenaturales-, con un excelente blanco y negro.

 

Estamos ubicados en los instantes finales de la II Guerra Mundial. Tras un bombardeo a una ciudad alemana el piloto inglés Peter Carter (David Niven) se enfrenta con insólito optimismo ante la inminente llegada de su muerte. El avión que pilota está incendiándose en pleno vuelo, su copiloto yace muerto, y solo le restará la posibilidad de saltar del avión, adelantando su muerte unos instantes y evitando con ello perecer entre las llamas. Todas estas circunstancias las irá comentando en directo a una telefonista norteamericana -June (Kim Hunter)-, quien queda conmovida por la valiente actitud de quien espera la muerte incluso con sentido del humor, quedando ambos en encontrarse, aún cuando este se muestre como fantasma. La comunicación se corta de forma abrupta, mientras ­­­­June llora desconsoladamente. Carter saltará del avión y aterrizará en una extraña tierra, que él inicialmente creerá que es el Paraíso. Pero no es así. Por extrañas circunstancias se ha salvado y podrá conocer a la persona de la que se había enamorado por comentarios telefónicos. Ello pronto devendrá en una insólita relación sentimental entre ambos.

 

Pero lo que no sabe nuestro protagonista, es que igualmente ha sido el sujeto de un error en el control que en el otro mundo se ofrece con las personas muertas. En realidad, él debería haber fallecido, pero un extraño fallo le ha permitido ganar unas horas de vida –nunca en la narración se hará mención a las causas de dicha incomprensible negligencia celestial-. Para intentar hacer entrar en razón a Peter, se desplazará hasta su entorno la figura de un ser guillotinado en la Revolución Francesa, que intenta inicialmente que Carter reconsidere su rechazo a abandonar la tierra, aunque posteriormente se ponga de su parte a la hora de asistir al juicio celestial, en el que podría delimitarse el hecho de tener que regresar al mundo existente tras la muerte, o en su lugar disfrutar del que ahora mantiene, con el amor que profesa a June. Todo ello permitirá una serie de secuencias de carácter divertido, en las que el tiempo se detiene para los intervinientes –excepto para Peter y el enviado celestial-, al tiempo que los síntomas que señala Carter se valorarán como fruto de la mente por parte de su amigo, el dr. Reeves (Roger Livesy), ya que este en ningún momento cree la versión sobrenatural. Sin embargo, la paradoja le llevará a morir en un accidente de tráfico mientras desea ayudar a Peter en una delicada operación cerebral, lo que le permitirá incluso ejercer como defensor del protagonista en la vista que se ha de desarrollar, para determinar su posible regreso al destino que para él permanecía estipulado, o puede disfrutar el amor que mantiene con June.

 

Ya lo señalaba al principio. A MATTER… es una muestra más de la aportación del cine británico y norteamericano a películas más o menos escoradas a terrenos sobrenaturales, que por un lado ofrecían un rasgo amable de la muerte, y por otro se solían desarrollar en ambientes bélicos. Quizá el referente esencial de esta tendencia lo abriera la mencionada HERE COMES…, pero tuvo ejemplos más o menos representativos como THE CANTERVILLE GHOST (1944, Jules Dassin), I MARRIED A WITCH (Me casé con una bruja, 1941. René Clair)… Estos y otros títulos mostraban una visión bastante cercana de la gran interrogante universal, intentando con ello mitigar los horrores y angustias propias de un periodo bélico, sobre todo para públicos potencialmente femeninos o cuyas familias se encontraban en el frente. En este sentido, el film de Powell & Pressburger no aporta ningún elemento de verdadero interés, aunque bien es cierto que se sitúa entre las propuestas más atractivas de este subgénero.

 

Por otro lado, es fácil de deducir que ese aire grandilocuente y, al mismo tiempo, terriblemente atractivo a nivel escenográfico, que suponen las secuencias que muestran elementos de ese “otro mundo” tras la muerte, resultan con mucho lo más perdurable del conjunto. Narradas por lo general en blanco y negro –en contraste con el color utilizado en las secuencias “terrenales”-, predomina en ellas la magnificencia de sus escenografías –esas escaleras interminables punteadas con estatuas que representan grandes figuras de la humanidad-, aunque también se pueda asistir a una visión irónica de los lugares y modos con que se “recluta” a los fallecidos, que van llegando hasta allí a todas horas. Esta parte de la película, destaca también en la ampulosidad con la que se ofrece la celebración de la vista –un plano general final nos muestra un foro circular en el que se congregan millones de personas, integrado en el conjunto del universo-. No obstante, incluso en esta vertiente, la película destaca por su carácter discursivo y moralista, reiterándose una serie de consignas entre el defensor y el fiscal de la causa –interpretado por Raymond Massey-. A este respecto, la presencia de dicho veterano intérprete, nos lleva a reconocer una notable influencia de esta película sobre la mencionada THINGS TO COME, con la que comparte su apuesta por magníficas y gigantescas escenografías y también la simpleza de buena parte de sus propuestas temáticas, además de tener en ambos títulos a Massey como intérprete destacado.

 

Finalmente, me gustaría hablar de lo que pudo suponer A MATTER… en el futuro de la andadura de Powell & Pressburger. Y es evidente que nos hemos de referir de nuevo a ese carácter de “bisagra” que define la propia elección cromática de sus imágenes. En esta película es cierto que los británicos siguen demostrando su escaso respeto a la narrativa convencional, pero lo cierto es que a partir de este momento se inclinarán hacia títulos utilizando de forma sofisticada el color, embarcándose en una serie de experimentos cinematográficos sin duda interesantes a priori pero que, a mi juicio, en pocas ocasiones mejorarán su brillante andadura de los años cuarenta. Es por ello que, a ese nivel, A MATTER OF LIFE AND DEATH supone una propuesta de gran importancia, ya que por lo demás nos encontramos con un resultado tan en ocasiones grandilocuente, como finalmente menguado en su real interés. Queda, eso es innegable, como un título aparentemente innovador, representativo de su cine, pero bastante envejecido en unas formas, que por otro lado otros habían logrado plasmar de manera más sincera y eficaz.

 

Calificación: 2’5

 

A CANTERBURY TALE (1944, Michael Powell & Emeric Pressburger) [Un cuento de Canterbury]

A CANTERBURY TALE (1944, Michael Powell & Emeric Pressburger) [Un cuento de Canterbury]

Puede que sea A CANTERBURY TALE (1944), un perfecto ejemplo de las virtudes y defectos que definió el cine del tandem formado por Michael Powell y Emeric Pressburger. Una pareja de directores que durante la década de los cuarenta -al menos a tenor de los títulos suyos a que voy teniendo acceso-, legaron los productos más valiosos de su trayectoria al conjunto de la cinematografía inglesa. Sería con posterioridad cuando ambos se inclinarían hacia ámbitos sin duda más dominados por el exotismo y una peculiar y esteticista expresión visual -que incluso llevó a Powell a rodar una película en España-, hasta realizar durante los años 60 títulos tan irregulares como extraños en su concepción, al que acompañan el mítico PEEPING TOM (El fotógrafo del pánico, 1960). En cualquier caso, ni siquiera aquellos que no nos sentimos especialmente fascinados ante las películas de este tandem, podemos dejar de apreciar en ellas una marcada singularidad y el acierto a expresarse en inquietos y atrevidos términos cinematográficos.


 

Cuando antes señalaba que se trata de un film finalmente interesante, aunque representativo de cualidades y limitaciones del conjunto de su cine, me quiero referir al hecho de constatar una sensación final tras contemplar la película realmente grata, dando la sensación de lograr llevar a buen puerto su propuesta dramática final. No obstante, hay dos elementos que a mi juicio impiden que la película alcance el resultado que sus mejores momentos deja entrever. Estos serían fundamentalmente la escasa garra de su planteamiento dramático –este es francamente poco atractivo- y, fundamentalmente, la excesiva duración de su metraje en función de lo liviano de su anécdota argumental. Cierto es que los responsables de la película no se basan en una narración convencional, buscando hacer llegar al espectador una serie de sensaciones basadas fundamentalmente en una mirada telúrica y casi contemplativa. Pero no es menos cierto que la desmesura entre las intenciones y los resultados no siempre están plenamente logradas, haciéndose notar determinados puntos muertos en la película que, eso sí, son sublimados y dejados atrás por la fuerza y sensibilidad de una media hora final que, es innegable, se encuentra entre los fragmentos más logrados de cuantos rodaran jamás The Archers.


 

El film de Powell y Pressburger se inicia de una forma muy ingeniosa. Una elipsis que retrocede 600 años de edad, y curiosamente de alguna manera prefigura –a mi juicio con mayor acierto - el tan celebrado del primate con los huesos en 2001 A SPACE ODYSSEY (2001, una odisea del espacio, 1968. Stanley Kubrick). En esta ocasión el prólogo nos lleva hasta las campiñas de Kent, haciendo evocación de la importancia del camino de Canterbury, fundiendo con un plano en el que se contempla un cazador y su halcón, con la imagen de un avión y el mismo personaje ataviado de soldado en la II Guerra Mundial. De esta forma tan efectiva se nos traslada a un rincón inglés dominado por el peso de una tradición, una cultura, un estado de ánimo, y una forma de pensar en la que importa más el vivir que el ansia de poder o la ambición. Se trata de un aforismo que sería de nuevo tratado por el tandem de realizadores en su inmediatamente posterior –y a mi juicio algo más lograda- I KNOW WERE I’M GOING! (1945), y que de nuevo contrapone un entorno rural con su bagaje antropológico, ante la invasión por unos personajes extraños al mismo, y cuya intrusión en el mismo les llevará a un cambio y una rápida evolución en su andadura vital.


 

En este caso se trata de un soldado americano, otro británico que trabajaba hasta la llegada de la guerra como organista cinematográfico, y una enviada del ministerio de agricultura. Ambos se relacionarán en una anécdota bastante simple; la búsqueda del denominado “hombre del pegamento” que se dedica a rociar el pelo de jóvenes durante las noches en la pequeña localidad. Será un leve argumento –una de las ya señaladas debilidades de la película-, el que servirá para que cada uno de ellos encuentre un punto d einflexión en sus vidas, especialmente delimitado por la presencia del magistrado de la localidad Thomas Colpeper (un maravilloso Eric Portman). Será este el valedor de ese mensaje casi existencial, a través de sus sabios consejos, su lucidez y plácidas formas, en medio de un contexto en el prácticamente sucede nada de interés, y las sensaciones que puede proporcionar aspectos tan simples como un simulacro de batalla pirata por parte de unos niños, serán complementarios a la investigación de estos tres jóvenes para lograr detectar quien es realmente el culpables de tan inofensivos como molestos “atentados” contra jóvenes muchachas.


 

A CANTERBURY TALE no es, por tanto, un título narrativo, sino ante todo contemplativo. Esa en ocasiones molesta sensación de que no sucede nada, se ve compensada en todo momento por el refinamiento y la sensualidad visual puesto en practica por sus realizadores, por el tono de cotidianeidad –tan consustancial a cierto cine inglés de la época- y la desdramatización del mismo, o la fuerza que adquieren la presencia y los parlamentos en las apariciones de Coldpeper. Sin embargo, es en la media hora final de la función, donde realmente podemos encontrar los momentos más memorables de la misma, y con ello olvidarnos en buena medida de las ciertas insuficiencias de su metraje precedente. Todo ello se observará desde el instante en que la muchacha –Alison (Sheila Smith)-, se vea impregnada por el aire telúrico que por momentos parece trasladarla al pasado en pleno campo –un momento realmente magnífico-, y aparezca junto a ella Coldpeper, y posteriormente los dos soldados, que no advierten la presencia de ellos dos. La fuerza de la película se incentivará con el traslado de los cuatro personajes a Canterbury –en un trayecto en tren dominado por las palabras de Coldpeper y la iluminación que se proporciona a determinados momentos en los personajes-. Será sin embargo, el fragmento que se desarrolla  en el entorno y el propio interior de la catedral, el que pueda describirse como uno de los más hermosos del cine inglés de la década de los cuarenta. Combinando un deslumbrante esteticismo con una planificación que sublima el entorno del edificio, su alcance místico y espiritual y el peso como epicentro de una cultura y un modo de entender la vida, desplegará en su entorno la evolución que vivirán sus tres personajes. Para el soldado norteamericano le servirá para entender otro modo de entender la vida, al soldado británico le permitirá acceder a un nuevo estado vital –lo que le llevará a olvidar su intención inicial de denunciar al “hombre del pegamento”, y a Alison le permitirá albergar sus esperanzas de volver a encontrarse con su prometido. Ambos serán contemplados con mirada cómplice por Coldpeper, consciente de haber llevado a los tres a un nuevo rumbo en sus vidas.

 

Calificación: 3

I KNOW WHERE I’M GOING! (1945, Michael Powell y Emeric Pressburger)

I KNOW WHERE I’M GOING! (1945, Michael Powell y Emeric Pressburger)

Siempre es positivo no cerrarse a criterios preconcebidos –también a la hora de valorar cualquier obra cinematográfica-. Viene esto a colación por la grata impresión que me ha producido el visionado de una de las primeras obras que surgieron en el seno de la productora The Archers, que marcaron las realizaciones de Michael Powell y Emeric Pressburger. Recientemente comentaba  muy recientemente las limitaciones y elementos que a mi juicio me impedían adherirme a la reciente mitificación de la obra de Powell –se suele citar a Pressburger como auténtico convidado de piedra-. Sin embargo, es grato comprobar como en ocasiones y sin renunciar a nuestros planteamientos, se pueden producir verdaderos descubrimientos. Personalmente encuentro en I KNOW WHERE I’M GOING! (1945, Michael Powell y Emeric Pressburger) –sin ver en él una obra maestra- uno de ellos.

La película narra fundamentalmente el proceso que permitirá la evolución de Joan Webster –una magnífica Wendy Hiller, de la que solo sorprende el escaso apego que tuvo al cine en su carrera interpretativa-, joven que desde su infancia destacó en su inclinación hacia lo material. Joan se va a casar con un magnate y para ello ha de viajar a una pequeña isla en Escocia, donde le espera su prometido. Sin embargo, la contingencia de un temporal le obligará a permanecer en un pequeño pueblo costero hasta que la tempestad amaine. Este hecho en apariencia intrascendente no será más que la piedra de toque para la transformación de su personalidad y dar entrada en ella al amor representado en Torquil MacNeil (Roger Livesey) –magnífico el contacto de ambos con sus manos, e iluminando sus ojos mientras el resto de sus cuerpos se filma en penumbra-, al cual casi llevará al naufragio en un obstinado intento por llegar a la pequeña isla y con ello huir de esa palpable variación de perspectivas en su personalidad y en unos criterios materialistas hasta entonces firmemente arraigados en ella.

¿Qué razones son las que, a mi juicio, permiten valorar mucho más positivamente esta película que otras del tandem Powell–Pressburger –o Powell en solitario-? Creo que se trata de un compendio de varias. En primer lugar habría que destacar que esa inclinación de ambos directores por ambientes marcadamente exóticos y atractivos visualmente, logró en esta historia ambientada en Escocia un marco idóneo y al propio tiempo más cercano al propio entorno geográfico británico y, con ello, de mayor sinceridad cinematográfica. Con todos los reparos que me merece el hecho de no haber visto aún bastantes de sus realizaciones, creo que esa tendencia mágica, fabuladora y telúrica de sus películas –muy cercana al “fantastique”; la invocación a una leyenda marina, la presencia del habla gaélica...-, adquiere en esta ocasión una textura por momentos admirable, potenciado por una magnífica fotografía en blanco y negro de Edwin Hillier. Es así que casi podemos sentir y vivir con los personajes protagonistas el crepitar de la tormenta, la intensidad del viento, la humedad del paisaje –esa cabina telefónica ubicada al lado de una cascada, cuyo ruido ensordecedor impide el normal desarrollo de una conversación-, o lo frondoso del entorno rural. A ello habría que añadir el peso atávico de sus personajes cotidianos y anónimos –la presencia de ese castillo abandonado y en ruinas que alberga una maldición que será determinante para la conclusión de la historia-, los bailes, uniformes y gaitas típicamente escocesas.

Todo ello tendrá en I KNOW... una especial homogeneidad al estar centrado en una historia sencilla –de atisbos melodramáticos-, que es narrada sin alzar la voz y ajustando al máximo su duración –no se llegan a alcanzar los noventa minutos-, cuando la mayor parte de títulos de esta pareja de realizadores se caracterizaban por extensos metrajes.

Y otra de las singularidades de la película que nos ocupa, estriba indudablemente en la deliberada oscilación del tono que adquiere la misma una vez la protagonista llega a la costa escocesa y allí asume y se imbuye –casi a pesar suyo- de la placidez de aquel entorno donde la gente “tiene menos dinero pero no lo necesita” y en el que encontrará a Torquil. Y es que el sorprendente arranque y los primeros minutos se definen como una irónica comedia que se inicia ya en los mismísimos títulos de crédito que se van insertando en el mobiliario y decorados de los pequeños fragmentos que nos van mostrando –subrayado por una irónica voz en off-, algunos de los rasgos de Joan en distintos momentos de su niñez y adolescencia. Poco después, en su trayecto en distintos medios de transporte hasta intentar llegar a la isla, el primer plano de un sombrero se convertirá en una sirena de barco, mientras la protagonista no deja de mirar el vestido de novia que tiene colgado en una percha y envuelto en una funda de plástico.

Son todos ellos unos rasgos humorísticos que nunca abandonarán por completo la película –esos rezos para lograr deseos contando las vigas del techo-, pero que muy pronto adquirirán un matiz mucho más secundario, para dar paso al proceso de “reconversión” de Joan, mediante el descubrimiento de una nueva y más auténtica manera de sentir y vivir la vida, en la que el amor será su máximo valedora, y en la que antiguas maldiciones familiares medievales no harán más que ratificarlo y dejarlo sentado cara al futuro.

Calificación: 3