CUANDO LA POLÍTICA… ES LA VIDA
Cuando redacto estás líneas, aún conmovido de nuevo, ante la revisión de ADVISE & CONSENT (Tempestad sobre Washington, 1962. Otto Preminger), nos encontramos aunos diez días de las elecciones a la Presidencia de los Estados Unidos de América. Y al mismo tiempo, vivimos en España, la mayor crisis política desde la instauración de la democracia. Todo ello, que duda cabe, proporciona un ángulo especial, a la hora de revisar este auténtico monumento cinematográfico ratificando que, aunque nos encontremos en un ámbito socio temporal diferente, en el fondo la grandeza y la miseria de la política sigue siendo la misma. A partir del éxito logrado en 1959 con ANATOMY OF A MURDER (Anatomía de un asesinato), Otto Preminger apuesta de manera decisiva por un tipo de cine que aunaba la gran producción, la presencia de repartos cuajados de estrellas, e inclinando cada una de sus propuestas a un contexto diferente. Serán cuatro títulos rodados de manera consecutiva, con los que quizá Preminger alcanzara su estadio de madurez última en su obra, que se incardinaban dentro de ese contexto de grandes producciones, grito agónico de un Hollywood en creciente decadencia, en el que el vienés se consolidó con mano maestra. Fruto de aquella coyuntura surgieron la épica mirada a la gestación del estado de Israel -EXODUS (Éxodo, 1960); la plasmación de un universo de intrigas en la política norteamericana, que caracterizó ADVISE & CONSENT; un recorrido sobre los claroscuros de la Iglesia Católica en el siglo XX -THE CARDINAL (El cardenal, 1963). Y, finalmente, la narración de las consecuencias del bombardeo de Pearl Harbor a las tropas USA en Japón, con IN HARM’S WAY (Primera victoria, 1965). Se trata de cuatro relatos de enorme calado -quizá la primera de ellas se encuentre un peldaño por debajo de las otras tres- en los que, por encima de los contextos concretos de sus ámbitos argumentales, se desprendió la mirada global de un cineasta e intelectual liberal, que tenía bastante que decir en su cine, y además lo plasmaba con un estilo tan complejo y denso, como transparente, atrayente y fascinante en su formulación visual y narrativa. De todas ellas, no dudo en considerar ADVISE & CONSENT la mejor. Creo que supone la cima absoluta en la obra de uno de los grandes maestros llegados de Europa e incorporados al cine norteamericano. Yendo bastante más lejos en mi admiración por sus imágenes, pese a que la película albergue una notable consideración, aunque careciendo de cualquier culto, me aparece como una de las cimas de la Historia del Cine.
OTTO PREMINGUER; EL GRAN DEMIURGO
Más allá de la fascinante precisión en el retrato que ofrece de los claroscuros de la política americana de su tiempo, y a partir de la base del premiado best seller de Allen Drury -al parecer teñido de una considerable aura reaccionaria, al escritor jamás le gustó el resultado de la adaptación fílmica- no cabe duda que -como hizo en los títulos anteriormente señalados-, Preminger aplicaba en ellos una mirada global sobre la existencia. En la coralidad de esta película, encontramos mil y un conceptos que caracterizan nuestro paso por la vida. La avaricia, la lealtad, la ambición, el arribismo, la ética, el amor, la vida, la muerte… La propia configuración de los hipnóticos títulos de crédito de Saul Bass -de quien el vienés fue su padrino cinematográfico-, e incluso las oscilaciones musicales de la hermosa obertura musical compuesta por Jerry Fielding, parecen preludiarnos esa visión colectiva de su fauna humana, envuelta bajo la aparente levedad argumental, de describir la repercusión que en el Senado de Estados Unidos, revestirá la decisión de su envejecido presidente -Franchot Tone-,para proponer de nombrar a Robert Leffingwell (Henry Fonda), como su secretario de estado. El cineasta apostará por uno de los comienzos más asombrosos que jamás he contemplado en la pantalla -el senador Stanley Danta (Paul Ford), contemplará la noticia en la portada de un periódico que se vende, describiendo la grúa de retroceso que este se encuentra en el exterior del Capitolio -plasmando ya, de entrada, la dicotomía de la película; atender a la mirada global de la institución, junto con la circunstancia personal de cada uno de sus personajes-. En unos pocos segundos Preminger ha hechizado al espectador, en la película donde de manera más decisiva se aprecia su condición de demiurgo cinematográfico. Una vez nos introduce en el interior de la sede de la soberanía popular -que es mostrada con una fascinante precisión, convirtiéndonos en casi vouyeurísticos invitados de sus dependencias-, puede decirse que se ha apoderado de casi dos horas y media de nuestras vidas, hipnotizándonos con ese vitalista, áspera, cruel, honda e incluso melancólica visión de la política, como demostración de los propios claroscuros del comportamiento humano. El cineasta plantea dos admirables recursos, para dejar caer al espectador en la complejidad argumental de la película. De inmediato, la llegada de Danta al Senado, nos pondrá en contacto con su jefe y amigo, el líder del partido gubernamental -Bob Munson (Walter Pidgeon)-. En ese encuentro, mediante un recorrido por llamada telefónica, pronto conoceremos a los principales personajes del relato, casi todos ellos senadores, que compondrán la esencia del argumento urdido por el experto Wendell Mayes, en la segunda de sus tres colaboraciones con el cineasta. La formidable descripción de la cotidianeidad en el funcionamiento del Senado -sus ritos, la actividad e incluso modo de transporte en su subsuelo, esa oración antes de iniciar cada sesión-, se complementará con otra afortunada elección dramática; la visita de esposas de autoridades francesas, acompañadas por la influyente Dolly Harrison (Gene Tierney), explicándoles las singularidades existentes en la ejecución de la política americana, diferenciándola con el legislativo de su país.
La apuesta de Leffingwell encontrará el inmediato rechazo del tradicionalista senador Seab Cooley (Charles Laughton), mientras que el eternamente galanteador de mujeres Lafe Smith (Peter Lawford), manifestará con claridad su apoyo a la misma. Como quiera que Munson observa no pocas dificultades en lograr el apoyo necesario al nombramiento, apoyará la creación de un subcomité que evalúe la propuesta, para la que se designará como presidente al joven y prometedor senador Brig Anderson (Don Murray), pese a que dicho nombramiento contraríe las ambiciones de otro joven contrincante, caracterizado por su nada oculto arribismo -Fred Van Ackerman (George Grizzard)-. La ya saeñalada hostilidad provendrá de las nada ocultas acusaciones, en torno a los lejanos coqueteos con el comunismo por parte de Leffingwell. Esta acusación es la que se formulará en el comité al propio candidato al cargo, para cuya confirmación, Cooley aportará como testigo a Herbert Gelman (Burguess Meredith), quien relatará las pasadas veleidades comunistas de este. Leffingwell mentirá sobre dichas fundadas sospechas, sobre todo para ocultar la implicación de un buen amigo suyo y, con habilidad, desmontará su testimonio, utilizando la realidad de unos síntomas mentales, que hicieron abandonar a Gelman su trabajo. Pese a su aparente triunfo, el candidato visitará al presidente pidiéndole ser retirado de la candidatura, uniéndose a ello la localización de su antiguo compañero, al que se ha llamado a testificar, instigado de nuevo por el astuto y contumaz Cooley. Las complicaciones surgidas, llevarán a un tenso enfrentamiento entre el mandatario y Anderson, empecinado este último en llevar hasta sus últimas consecuencias la comisión por la que se le ha nombrado presidente.
EL EMPEÑO DE UN PRESIDENTE
Sin embargo, junto con la batalla que tendrá que asumir Munson para desbrozar esas dificultades, los hombres de Van Ackerman chantajearán al joven Anderson -casado y con una hija-, evocando una lejana experiencia homosexual, mantenida en su pasado militar. Ello le llevará a viajar hasta Nueva York, al objeto de reencontrarse con su efímero ex amante, provocándole tal convulsión interna -verá destruida su prometedora carrera y, sobre todo, su entorno familiar-, que no dudará en suicidarse. La conmoción que producirá este fallecimiento, producirá un punto de inflexión en el contexto político del Senado, sospechándose desde el primer momento en la intervención de Van Ackerman. El ya moribundo presidente, no dudará sin embargo en invocar la ratificación de su propuesta, y un encuentro final entre Munson y Cooley abrirá las puertas de un entendimiento final entre ambos. Sin embargo, hasta el último momento, la duda en si la elección será aceptada, se encontrará presente en la votación individual efectuada por los propios senadores, mientras que Munson acorrala a Van Ackerman, y el presidente escucha el devenir de la votación desde su despacho…
“Aquí lo toleramos casi todo. Los prejuicios, el fanatismo, la demagogia. Cualquier cosa. Para eso está el Senado. Para tolerar la libertad” Así definirá Munson a Van Ackerman, la realidad del trabajo que ha venido desarrollando durante muchos años, bajo la cúpula del Capitolio. Una cúpula diseñada con los trazos de Saul Bass, que se abrirá al inicio de la película, para introducirnos en ese asombroso microcosmos, y que se cerrará, tras otro deslumbrante movimiento ascendente de grúa, tras concluir de manera inesperada este portensoso drama, que asumiría parte de los postulados de la previa y admirable ANATOMY OF A MURDER -contando también con Wendell Mayer como guionista-, ampliando hasta casi lo indecible sus posibilidades dramáticas, e iniciando en la gran pantalla un magnífico subgénero de ficciones políticas -gestado previamente en referentes teatrales y literarios-, de la cual siempre aparecería como su más ilustre exponentes. Una vez más, Preminger abría senderos, acertando a plasmar esta efervescencia política y social, de un país que en aquel tiempo iniciaba su breve periodo kennedyano y, con él, un aperturismo, tras dejar atrás la pesadilla del maccartismo. Todo ello, incluso los ecos de la paranoia comunista, o la necesidad de avanzar a una sociedad más libre y pluralista, se encuentra presente en esta monumental película, que sabe acertar en su mirada global y en la espectacularidad de su enunciado, en su contraposición con la sinceridad, emotividad y dramatismo, que albergan sus numerosos episodios intimistas.
ECOS OCULTOS DE LA POLÍTICA
ADVISE & CONSENT despliega en todo momento, la inigualable y envolvente maestría narrativa de su cineasta, capaz de plasmar casi por necesidad, asombrosos planos secuencia, e insertar en ellos una perfecta ubicación de sus personajes, transmitiendo al espectador esa pluralidad -la tan cacareada objetividad de su estilo cinematográfico- en las repercusiones de las acciones de sus personajes. Ello sucederá en todo momento, en los admirables pasajes descritos en la sala de deliberaciones del Senado, donde la cámara de Preminger llegará a hechizarnos, comportándose como un auténtico demiurgo de la pantalla. Esa densa, y al mismo tiempo volátil puesta en escena del vienés, proporciona una extraña musicalidad a dichas apuestas narrativas. Será el contrapunto a esos planos fijos que definirán la actuación del tribunal, descritas casi como si ejercieran como un adusto corpúsculo. Como si cineasta apoyara implícitamente la decisión de un presidente ya de vuelta de todo que, en el fondo, quiere dejar la huella de un cargo que va a abandonar en esa cercana muerte que intuye, y para lo cual necesita que dicha estela la prolongue ese posible secretario de estado, puesto que de su vicepresidente, el amable y melifluo Harley Hudson (Lew Ayres) -a quien desde hace tiempo, no he podido dejar de ver un spin-off del actual Joe Biden-, poco puede esperar. A partir de esas premisas, no son pocos los dilemas morales que plantea esta inagotable obra maestra, punto sin retorno en el cénit de un arte cinematográfico, que ya se empezaba a desmoronar en su clasicismo ¿Hasta qué punto mentir puede ser permisible, cuando se quiere alcanzar un bien mayor y colectivo? ¿Dónde se encuentra el límite entre el apego por el pasado o la apuesta por el progreso? Cuestiones, reflexiones, dudas, arrepentimientos, contumacias, búsqueda de coherencias, atavismos que condicionan nuestro comportamiento… Todo esto y mucho más se encuentra imbricado con pasmosa hondura, alternando lo que la película ofrece de gran espectáculo de estrellas, en medio de un contexto en donde las situaciones y momentos de vértigo, se alternan con pasajes confesionales, dominados en ocasiones por una estremecedora sinceridad. La máscara de la política, la máscara y la autenticidad de las decisiones, las lealtades, la dolorosa dualidad de un modo de servir al ciudadano, en el que las traiciones son moneda corriente, y quizá en ocasiones se permitan las trampas e insinceridades, para finalmente lograr trazar el terreno de un sendero de vocación.
Todo ello y mucho más, se encuentras quintaesencia en una obra inagotable, deslumbrante, pero, al mismo tiempo, tan cercana al espectador, al haber logrado Preminger -y todos los que gestaron un proyecto que corría tanto riesgo de sensacionalismo-, proponer un resultado no solo excepcional sino, sobre todo, de eterna vigencia. Es el milagro de una película que, de forma paralela, aparece casi como una síntesis de géneros -los pasajes que la acercan al cine noir; los diálogos irónicos y divertidos, o ese viejo senador que no deja de dormirse, ligados a la comedia; el pasaje ubicado en el buque de guerra, que nos vincula al cine bélico, y casi preludia la posterior y admirable THE HARM’S WAY; el episodio previo al trágico fin del personaje encarnado por Don Murray, muy similar en sus postulados al cine de terror-. Esa sensación de totalidad y el riesgo visual y narrativo que despliegan sus imágenes, es lo que considero proporciona a esta admirable película ese carácter hipnótico, dentro de su singular estructura de episodios. Bloques todos ellos ligados entre sí, simbólicamente, en esa cúpula del Capitolio, que se abrirá para nosotros, durante sus apasionantes dos horas y media de metraje.
Estamos ante una obra en la que se podría casi detectarse un acierto por plano. Se pueden destacar elecciones narrativas, como esa presencia en el fondo del encuadre, tras la ventana, del obelisco, en la secuencia confesional entre el presidente y Leffingwell, que fundirá a otra descrita en el exterior, en un lugar opuesto donde Cooley, teniendo cerca el mismo obelisco, mantendrá una reunión nocturna, prolongando una de sus siempre oscuras estrategias… aunque en el fondo, en no pocas ocasiones, estén basadas en demostrar verdades.
¿EL MEJOR REPARTO DE LA HISTORIA DEL CINE?
Para ello, Preminger alberga con un equipo técnico insuperable, en el que cabría reseñar la asombrosa iluminación en blanco y negro de Sam Leavitt -habitual colaborador suyo-, tan ligada al mejor cine de su tiempo, caracterizada por esas sombras agresivas, realistas, desprovistas de glamour, adornadas con una cierta pátina documental, que caracterizaría la iluminación de aquellos años de transformación para Hollywood. Antes señalaba la importancia que alberga la partitura de Jerry Fielding, para envolver con precisión la complejidad y diversidad de sus diferentes episodios. Podemos hablar del extraordinario montaje propuesto por Louis R. Loeffler -otro eterno colaborador del director-. Pero no cabe duda que ADVISE & CONSENT no sería lo que es, sin la profunda entrega de un cast de asombrosa efectividad. En no pocas ocasiones, he llegado a pensar que quizá nos encontremos -es una opinión muy personal- con el mejor reparto de la Historia del Cine, puesto que encuentro pocas comparaciones posibles, al gozar de la absoluta imbricación de una constelación de estrellas, en roles a los que se entregan con tanta convicción, hasta el punto de abandonar sus propias personalidades cinematográficas previas, para asumir hasta lo más profundo de sus capacidades, los personajes que encarnan, que se asoman ante la pantalla con absoluta veracidad. Se suele destacar en el mismo la labor de un Charles Laughton -en su último rol cinematográfico, poco antes de su muerte-, cuando realmente Preminger decidió prolongar en su personaje, sus habitual -y aquí muy pertinente- show histriónico. Sin embargo, dentro de unos intérpretes, en los que hasta el por lo general gris Peter Lawford resulta magnífico, o en donde Henry Fonda prolonga esa dignidad que caracterizó su magnetismo artístico, uno no puede dejar de admirar el matiz y la transparencia de su turbulento mundo interior, que demuestra Burguess Meredith en su breve cometido, la resignación y final modificación en su personalidad, expresada en Lew Ayres, el creciente dolor que manifestara Inga Swanson, encarnando a la sufrida esposa de Anderson. En cualquier caso, dentro de este reparto superlativo, es de justicia destacar los verdaderos puntales del relato. Un memorable Walter Pidgeon, en el mejor papel de toda su carrera, transmitiendo la épica y la vulnerabilidad de su responsabilidad política, tanto en su habilidad mediadora en la fontanería, como en la profunda convicción de su oratoria en la cámara. El estremecedor retrato que un asombroso Don Murray, brinda de ese senador ambicioso que, de la noche a la mañana, por hacer prevalecer su integridad, se verá abocado a la revelación de un oscuro suceso de su pasado que pondrá en tela de juicio de estatus burgués, condenándole a una dramática autodestrucción. Sin embargo, pese a su relativa presencia en pantalla, la propia configuración de su personaje permitirá a Franchot Tone, veteranísimo intérprete, que nunca alcanzó el estatus de estrella en Hollywood, componer el retrato pavoroso de un mandatario que advierte como su vida llega a su fin -lo veremos tomando medicamentos en su presentación en pantalla- y, casi como si fuera el instinto de supervivencia de un político de la vieja escuela, desea que su manera de concebir vocación de servicio ofrezca descendencia. En dicho retrato, Tone brinda bajo mi punto de vista, una de las grandes interpretaciones del cine de su tiempo.
LETRA PEQUEÑA PARA UNA OBRA MAESTRA
Con todos estos mimbres, con la lucidez de su enunciado, la complejidad de su estructura, la afilada precisión narrativa de Preminger, la profunda comprensión que se establece en su galería de personajes, la fascinante profundidad de campo y casi hechizante puesta en escena esgrimida por su artífice, ADVISE & CONSENT aparece configurada como un conjunto sin fisuras, de ferra configuración. Pero, al mismo tiempo, acierta a alternar lo institucional, lo ritual, lo transgresor y, también, lo íntimo y confesional. Y he confesar que es en esta última vertiente, donde encuentro lo más conmovedor de esta inabarcable obra maestra. No cabe olvidar el atrevimiento -en su tiempo- y la garra casi de raíz expresionista, que envuelve el episodio en que Anderson viaja hasta Nueva York, para reencontrarse con el que fuera su efímero amante, acudiendo a un club gay nocturno, en donde el cineasta vienés fue, una vez más, precursor, a la hora de mostrar abiertamente el mundo homosexual, hasta ese momento vedado en Hollywood. Sin embargo, uno no puede dejar de conmoverse en el estremecedor dolor compartido por el matrimonio Anderson, en uno de pasajes más dramáticos de la película, el terror asumido por el joven senador en su indeseado acercamiento a ese pasado que no desea evocar, o en su retorno a Washington -con un inesperado encuentro en el avión con el vicepresidente Harley-, absolutamente derrotado por la imposible ocultación de su pasado, culminando con el episodio de su suicidio, descrito con tanta delicadeza, contundencia dramática, y juego con el off narrativo.
En una obra de casi inagotable densidad, no puedo por menos que evocar la extraña musicalidad, e incluso la melancolía que reviste la secuencia nocturna entre Walter Pidgeon y Gene Tierney, ambos viudos, expresando en la intimidad de la mansión de Munson, una otoñal relación amorosa que no se atreven a hacer pública. Pocos minutos antes, el admirable juego con la dolly de Preminger, se desplazará de la multitudinaria fiesta nocturna de alcance político, para plasmar la conversación intimista entre Munson y el vicepresidente Harley, descrita en un banco del jardín, donde se planteará por vez primera, con sutileza, la cercanía de la muerte del mandatario y, sobre todo, las dudas de su previsible sucesor, ante la inminencia de su enorme responsabilidad. Esa grandeza de la película, se encuentra en la expresión de dolor, de un derrumbado Herbert Gelman, al sentirse sobrepasado por la astuta táctica esgrimida por Leffingwell. En la delicadeza del episodio donde el hijo de este contempla escondido, el enfrentamiento de su padre con Anderson en su despacho, siendo aleccionado por su progenitor una vez el senador se marcha airado. En la dureza que reviste la inesperada reunión secreta mantenida entre el presidente, Munson y Anderson, forzando el primero al senador que facilite las condiciones del comité que preside, para que Leffingwell pueda ser elegido. Anderson se negará, incapaz de romper su código ético, abandonando irritado el mandatario el recinto, confesando Munson al senador, que quiere a ese hombre. Podríamos destacar todo el deslumbrante episodio final, que plasma la votación directa de la afectación de Leffingwell, en la que no se sabe si resaltar más en la capacidad de suspense que alberga, la perfecta alternancia de emplazamientos, el casi estremecedor giro final o, sobre todo, la asombrosa planificación y manejo maestro de la dolly, en uno de los fragmentos más asombrosos de toda la historia del cine norteamericano.
Sin embargo, en una película que en su momento no recibió una especial acogida -quizá revelaba demasiado sobre la propia sociedad americana de su tiempo-, y que con el paso de los años ha sido revalorizada, aunque aún carece de la ubicación que considero merece, como cumbre del arte cinematográfico, no me gustaría dejar de destacar, el que a mi modo de ver aparece como su instante más sublime. Lo brindará esa secuencia crepuscular, casi de despedida, en la que Munson y el vicepresidente Harley, acudirán a un portaviones, en donde se encuentra instalado el presidente, que los recibirá en una bata. Allí, este les confirmará que nada ha tenido que ver en la muerte de Anderson, apelando a la elección de Leffingwell, como manera de prolongar su tarea política. Harley se alejará y subirá a un pequeño bote, pero Munson aún se quedará un momento con el presidente, describiendo Preminger ese instante -que todos sabemos va a ser el último en que ambos coincidan- es un intenso primer plano compartido. Los dos viejos leones de la política se sincerarán en sus miradas, en esa amistad y lealtad de siempre -insuperables, conmovedores, Pidgeon y Tone-, lamentándose el presidente, de que el futuro será inclemente con él. Munson le responderá, emocionado y convencido; “Has sido uno de los grandes presidentes”. Dos vidas, dos pasados, dos amigos, en un plano de belleza casi elegíaca.
Calificación: 5