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CINEMA DE PERRA GORDA

ROSEBUD (1975, Otto Preminger) Desafío al mundo

ROSEBUD (1975, Otto Preminger) Desafío al mundo

Sin duda, una de las temáticas acogidas con mayor desapego entre la crítica durante los años 70, fue aquel limitado nicho de producción que abordaba en sus argumentos la controvertida problemática emanada entre Israel y Palestina, tristemente aún hoy de plena actualidad, medio siglo después. Recuerdo a este respecto la pésima acogida recibida en su momento, ante una propuesta tan atractiva como BLACK SUNDAY (Domingo negro, 1977. John Frankenheimer). Pues bien, algo más o menos similar puede decirse de la previa ROSEBUD (Desafío al mundo, 1975), no solo habitualmente considerada la peor película de su director, sino apareciendo en muchas crónicas casi como un subproducto. Situándome entre quienes consideran a Preminger como uno de los cineastas mayores en la Historia del Cine, durante muchos años he sido renuente a visionarla, en la medida que podía incluso pasar un mal rato contemplar una película indigna del talento de un grande. Sin embargo, en los últimos años he modificado ese criterio, en la medida que. a la hora de valorar figuras admiradas, debe ser obligado hacerlo de la manera más completa posible, sobre todo desde la distancia que nos proporciona el paso de varias décadas. Es necesario, por tanto, acercarse a los claroscuros artísticos de las figuras que admiras. Es la única manera de contemplarlos y analizarlos, al mismo tiempo, en toda su complejidad.

Es por ello que mis perspectivas ante ROSEBUD no sólo eran mínimas, sino que incluso me lo planteaba como un simple y enojoso trámite completista. Es más, más atractivo me planteaba, de antemano, hacerlo con la previa SKIDOO (1968), esta sí a mi juicio la peor obra de su filmografía. Sin embargo, mi sorpresa ha sido considerable. No por encontrarnos ante una obra maestra o un logro absoluto. En absoluto. Pero sí ante un relato que en mi opinión aparece provisto en todo momento de interés y que, ofreciendo esa mirada revestida de desencanto sobre la condición humana, a mi modo de ver supera el atractivo de la posterior y testamentaria THE HUMAN FACTOR (El factor humano, 1979), quizá excesivamente valorada en función de la base literaria de Graham Greene. Es cierto que mi recuerdo sobre esta última película es bastante lejano en el tiempo, pero me acompaña en él cierta aureola de pequeña decepción.

La acción se desarrolla en los años setenta, cuando un pequeño grupo de terroristas palestinos de la organización Septiembre Negro secuestra el lujoso yate ‘Rosebud’, con el objeto de -tras asesinar a su tripulación- secuestrar a cinco jóvenes muchachas procedentes de privilegiadas familias, reunidas en torno a una de ellas -Sabine Forgeau (Brigitte Ariel)- nieta del poderoso empresario Charles-Andre Fargeau (un excelente Claude Dauphin, el mejor del reparto). Ambas serán confinadas en un recóndito recinto camuflado en una vieja granja ubicada en la isla de Córcega, eje de un plan diseñado al milímetro. Tras conocer las autoridades las consecuencias del plan, los padres de las cinco muchachas, todos ellos de gran influencia internacional, social y política, intentarán establecer un plan conjunto para rescatar a sus hijas, teniendo como cabeza al veterano Fargeau. Este recurrirá a cínico y sagaz Larry Martin (Peter O’Toole) -quien sustituyó al inicialmente previsto Robert Mitchum, tras la tumultuosa salida del rodaje por parte de este último-, reportero de Newsweek, encubriendo actividades de espionaje y mediación previas en el Oriente Medio. No sin reticencias ante el empresario, este aceptará finalmente su tarea, aliado con el agente israelí Yafet Jamlekh (estupendo Cliff Gorman). Ambos iniciarán sus contactos y pesquisas, mientras el grupo de terroristas irán desarrollando su plan al utilizar a sus propias rehenes -y su posible liberación o ejecución- como progresivo elemento catalizador para ir expandiendo sus mensajes y peticiones. En un momento determinado, con dos de las jóvenes ya liberadas, la situación se tensará hasta límites irrespirables, centrándose las pesquisas de Martin en acercarse hasta un viejo amigo, el británico islamizado Edward Sloart (Richard Atthenborough), que en su mente alberga no solo la extinción del Estado de Israel, sino, sobre todo, asimilar una revolución ligada en el fervor islamista.

Lo señalaba anteriormente, casi medio siglo después la realidad evoca tristemente la vigencia de un conflicto que ha reverdecido en los últimos meses. Y estoy seguro que, en el momento de su estreno, ROSEBUD fue vista con anteojeras ya desde el momento de la elección de la base argumental, emanada de la novela de Joan Hemingway y Paul Bonnecarrere y transformada en guion de la mano del propio hijo del cineasta, Erik Lee Preminger. Sin embargo, creo que nos encontramos ante una película en la que los árboles no dejan ver el bosque. Y es que bajo un trepidante relato de acción, en el que es cierto que se destilan ciertos desajustes en el devenir de algunos de sus personajes -como esta, en un momento dado, abandona el novio de Sabine-, a mi modo de ver ROSEBUD ofrece una mirada desencantada en torno a la condición humana, tamizada al entorno de las relaciones internacionales. Es ahí donde considero que nos encontramos ante un relato dotado del suficiente interés. Que apenas acusa baches en sus dos horas de duración, y cuyas imágenes se encuentras delimitadas dentro del magisterio de uno de los mejores directores legados por el séptimo arte. Relato árido e incómodo en todo momento, Preminger acierta al plantear un contexto convulso en donde, paradójicamente, donde más serenidad se expresa es en la presentación y descripción del grupo terrorista, que ocupa sus inquietantes minutos iniciales. Preminger muestra, no opina. Pero, al mismo tiempo, no evita mostrar una coralidad de personales dominados, en su inmensa mayoría, por su egoísmo y mezquindad. Pocas veces en el cine de su tiempo -probablemente se podría parangonar en aquellos años con la muy dispar argumentalmente e igualmente incómoda MANDINGO (Mandingo, 1975. Richard Fleischer)-, he podido asumir mayor incomodidad en este sentido. Las niñas secuestradas no dejan de ser unas ociosas malcriadas -la excepción la brindará Helene (Isabelle Huppert), una de las muchachas, tras ser liberada, intentando sumarse á ámbito de rescate junto a Martin, aunque quizá en ello intervenga la creciente fascinación que siente por él-. El novio de Sabine no demostrará menos arrogancia en su aparente mirada rebelde y comprometida. La policía que lo detiene, demostrará un comportamiento fascista al apalizarlo sin piedad cuando este se revuelve contra ellos. Esa frialdad, ese cerebralismo en la mirada se extiende al mostrar la angustia de esas poderosas familias revestidas de vulnerabilidad que, por un momento, muestran un determinado grado de humanización, al verse en una situación límite. Es decir que, de manera paralela, dentro de una acción que alterna diversos escenarios, y a través de una puesta en escena distanciada -la eterna objetividad premingeriana-, huyendo de las debilidades visuales propias de su tiempo -zooms, teleobjetivos, apenas presentes-, y con un perfecto uso del formato panorámico, ROSEBUD se erige como una mirada coral, cercana en ocasiones, cruel en otras -el cinismo y la lucidez que acompaña de manera paralela las pesquisas y gestiones de Martin-. Pero, en su conjunto, y pese a que tantos años después sigue sin reconocérsele, nos encontramos con una película, sino brillante, sí al menos digna del talento y prestigio de su artífice. Un relato que se ejecuta en voz baja, sin estridencias, con un implacable sentido de la lógica argumental, y en donde no dejan de resaltar episodios de tensión destacables por su sobria composición -los dos que se desarrollan en la hipnótica guarida donde se refugian los esbirros de Sloart, en especial el segundo de ellos, donde se le captura por los miembros de Mosad; la limpieza con la que se desarrolla la operación de rescate de las tres muchachas retenidas, y ya en claro peligro de ejecución-. Sin embargo, destacaría en esta obra infravalorada dos episodios extraordinarios, dignos del mejor cine de su artífice. La primera de ellas, la angustia de Fargeau -magnífico Dauphin-, sentado en la mesa de su despacho, ante diferentes teléfonos de diferentes colores, que llaman entre sí, intentando confirmar el anuncio de la emisión del mensaje de los palestinos y, con ello, evitar una posible ejecución. La angustia que transmite una escena tan simple, es asombrosa. El segundo gran pasaje reside a mi juicio al mostrar a Helene ya liberada en un bosque, al amanecer. Una elegante y sostenida grúa de retroceso -ayudado por la hermosa sintonía de Petitgirard y la gestualidad de la Huppert-, acierta a transmitir al espectador, algo tan difícil de expresar como el reencuentro con la libertad.

Calificación: 3

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