DANGER-LOVE AT WORK (1937, Otto Preminger) [Amor en la oficina]
Algún día –cuando existe previamente un sentimiento compartido por parte de aficionados y comentaristas, a la hora de calificar a Otto Preminger como uno de los grandes maestros del cine emigrados a Estados Unidos en la década de los treinta-, tendremos que fijarnos en ese reducido número de títulos que rodó desde finales de dicha década para la Fox, hasta su debut oficial con LAURA (1944). Digo esto, cuando la mayor parte de las películas dirigidas en aquellos años iniciales, se escoran hacia el terreno de la comedia, algo que por otra parte Preminger llevó en obras suyas posteriores, herencia de proyectos auspiciados por Lubitsch en sus últimos tiempos, que el vienés tuvo que asumir a la muerte de este, en donde se encuentran pequeñas delicias como A ROYAL SCANDAL (la zarina, 1945) y THE FAN (1949), dos referentes olvidados a la hora de recorrer la obra premingeriana, pero que además quedan como gozosos exponentes de la comedia sutil norteamericana en la segunda mitad de los cuarenta.
En todo caso, a la hora de comentar DANGER-LOVE AT WORK (1937) –estrenada en DVD en España con el título AMOR EN LA OFICINA-, nos tenemos que remontar a los primeros compases como realizador por parte del gran cineasta, utilizando para ello una historia del experto James Edward Grant que queda como una insólita aportación de la Fox en el terreno de la screewall comedy. Sus resultados, sin ser especialmente memorables, sí que ofrecen una grata velada en un conjunto chispeante al que solo ese difícil –y en esta ocasión ausente- “gramo de locura”, impide que podamos citarla como un logro del género. Aun estando muy lejos de dichas cotas, lo cierto es que nos encontramos con una película con no pocos momentos francamente divertidos, y en la que Preminger se plegó al terreno de la dirección de sus actores, movimientos y actitudes corales, recuperando elementos directamente extraídos del nonsense, e incluso potenciando de forma cómica el denominado “off” narrativo.
DANGER… relata la odisea de Henry MacMorrow (Jack Haley), joven abogado de una prestigiosa firma jurídica newyorkina, quien tendrá que lograr la aceptación de los herederos de un caserón rural, para que una empresa pueda adquirir los terrenos y ubicar un club en el recinto. De esta misión ha regresado -al borde del infarto- atesorando un fracaso absoluto otro componente del bufete, por lo que MacMorrow finalmente asumirá el nada fácil cometido de oficializar esa compra. Ello no será más que el inicio de una serie de peripecias que le llevarán a encontrarse con un niño repelente en el viaje en tren, al que protege una joven –Toni (Ann Shotern)- que choca con nuestro protagonista. La muchacha será precisamente una de las componentes de la familia Pemberton, quién desde el primer momento se sentirá atraída hacia el joven abogado. Una vez Henry llega a su lugar de destino, podremos comprobar que esta familia puede ser definida con cualquier adjetivo menos con el de convencional. Como aquellos personajes que poblaban la capriana YOU CAN’T TAKE IT WITH YOU (Vive como quieras, 1938), o como harían posteriormente las extrañas y al mismo tiempo encantadoras hermanitas de ARSENIC AND OLD LACE (Arsénico por compasión, 1944), estamos ante un entorno familiar realmente loco y desprejuiciada que, al mismo tiempo, se definen en una alegría de vivir que comparten con HOLIDAY (Vivir para gozar, 1938. George Cukor). En este sentido, cierto es que el film de Preminger se encuentra entroncado con algunos de los rasgos más definitorios de la comedia norteamericana de aquellos años.
Es por ello, que resulta bastante injusto olvidarse de un título de estas características, todo lo menor que se quiera en la admirable filmografía de Otto Preminger aunque de valores contrastados y probados, que encima demuestra la versatilidad del realizador. En este sentido, la película nos permitirá encontramos con no pocos elementos para el regocijo. Desde la patada que Henry le da al pequeño y odioso Junior (Benny Bartlett), tirándolo a un charco de barro, las locuras de la mansión con ese alocado pintor encarnado por un lunático John Carradine, o la propia sugerencia en off de que este pintó unos extraños frescos en la pared “montado en la lámpara”, pasando por la presencia de esas dos hermanas solteronas que desconfían de todo y de todos, y que no dudan en ubicar delante de la puerta de entrada a su vivienda, una escopeta de considerables proporciones. Motivos para la diversión insertados en una comedia llena de enredos argumentales, de relaciones casi sin sentido, y también de la férrea oposición que desde el primer momento ha ofrecido el prometido de Toni –Howard Rogers (Edward Everett Horton)-, empeñado inútilmente en demostrar que Henry está intentando estafar a los Pembleton, para lo cual finalmente llegará a elevar la oferta económica que la firma de MacMorrow ofrecía a la familia, convencido como está de que en dicho entorno se encuentran reservas petrolíferas. Estúpida conclusión, que servirá finalmente para aclarar los conceptos entre Henry y Toni y, sobre todo, intentar que la familia se aleje de un modo de existencia en el que la locura y el sinsentido es su auténtica norma de vida.
Comedia realmente disfrutable dentro de una clara definición de producto complementario del estudio, quizá podamos oponer a la misma que con una pareja de mayor altura dentro del género –como podrían ser Cary Grant y Carole Lombard-, el resultado en su misma configuración hubiera alcanzado cotas mayores. En cualquier caso, Ann Shotern se muestra más que eficaz, mientras que Jack Haley se me antoja algo envarado dentro de su profesionalidad. Eso sí, el capítulo de secundarios está bastante cuidado, permitiendo un tratamiento coral quizá no llevado a sus últimas consecuencias, pero que en más de una ocasión, unido al grado de nonsense logrado provoque con facilidad la carcajada. En definitiva, la mera existencia y eficacia de esta DANGER-LOVE AT WORK, debería llevarnos a escarbar en las primeras obras de Preminger, destruyendo el mito de su configuración como productos olvidables que él mismo se encargó –quizá con excesivo sentido autocrítico-, de calificar. La realidad es, cuanto menos, propicia a cuestionar dicha injusta definición.
Calificación: 2’5
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