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CINEMA DE PERRA GORDA

Otto Preminger

SUCH GOOD FRIENDS (1971, Otto Preminger) Extraña amistad

SUCH GOOD FRIENDS (1971, Otto Preminger) Extraña amistad

No se por qué, pero no corren los vientos favorables, en torno a la figura del vienés Otto Preminger. Es cierto que varios de sus films adquieren la más alta consideración, pero no es menos evidente que haber logrado confluir en una de las más admirables, atrevidas y controvertidas filmografías en el cine americano de su generación intermedia, no ha tenido su justa correspondencia a la hora de su merecida vindicación, simple y llanamente, como uno de los grandes del cine. Es significativa a este respecto la carencia de publicaciones en nuestro país, o la organización de alguna retrospectiva conjunta de su obra. En su figura parece que se otorga la máxima de que su éxito pasado, impide una visión más distanciada y completa de la misma. Un revisionismo, que incluyera ya sin anteojeras títulos seminales, que casi a jirones contribuyeron a despojarle de buena parte de su prestigio como cineasta. Títulos que en más que probable no añadieran nuevos laureles a su anterior estela, que en algún caso incluso aparecieran como totalmente olvidables –es lo que induce a pensar en ROSEBUD (Rosebud. Desafío al mundo, 1975), que nunca he podido contemplar-, pero que con el paso de varias décadas tras el cierre de la obra de Preminger y su propia desaparición, invitan a una mirada ya desprejuiciada, intentando analizarlas sin apriorismos, e incluso intentar buscar lo que un cineasta con su experiencia, intuyó en sus materiales de base, a la hora de decidir filmarlas.

Y es que Preminger, como tal productor independiente, siempre tuvo muy claros aquellos proyectos en los que se encaminaba, por lo que no puede ser cuestionado en la medida de haber aceptado encargos o títulos menores. Se suele señalar que a partir de un determinado momento, su cine aparece con el pie cambiado, pero no por ser fiel a su estilo, sino en su deseo de discurrir en el sendero que brindaba el conjunto de una producción dominada por confusos nuevos tiempos. Es ahí donde el siempre audaz Preminger, podríamos decir que se equivocó al abandonar un estilo inimitable, sobre todo a partir de HURRY SUNDOWN (La noche deseada, 1967). Su andadura a partir de aquel título tan poco valorado –como tampoco lo fueron los inmediatamente precedentes, entre los cuales se encuentran sin embargo algunas de las cimas de su cine –IN HARM’S WAY (Primera victoria, 1965)-, es cierto que aparece errática. Algo que SUCH GOOD FRIENDS (Extraña amistad, 1971) revela casi desde su primer fotograma, adaptando para ello una novela de Lois Gould –en un guión en el que apareció camuflado la posteriormente popular guionista de comedia y directora Elaine May-. Preminger se inclinó de manera clara en la narración de la crisis sufrida por un personaje femenino, que en apariencia se encuentra con todas las comodidades en su entorno. Se trata de Julie (una esforzada Dyan Cannon), casada con Richard (Laurence Luckinbill) y madre de dos pequeños. Richard es un exitoso director artístico de una prestigiosa revista, que ha de someterse a una simple operación de un lunar ubicado en su cuello. Lo que aparece como una simple rutina –aunque el estado de ánimo de este siempre exteriorice un extraño temor-, pronto aparecerá en su dramática conclusión; la operación sufrirá un inesperado efecto secundario, que confinará al internado al estado de coma. Será un nuevo estado en el que su esposa asistirá al desmoronamiento de una existencia en apariencia plácida –aunque la noche previa a la operación, el matrimonio revelara indicios de sus crisis-. A las constantes torpezas observadas en el seguimiento médico de su marido –de las que será especial responsable el amigo de la familia –Timmy (James Coco)-, y la intuición de una situación personal futura llena de incertidumbres, se unirá el descubrimiento de las infidelidades de su esposo, no solo por parte de su amiga Miranda (Jennifer O’Neill), sino por diversas mujeres de su entorno, cuyas citas el enfermo tenía anotadas en una agenda.

Con SUCH GOOD FRIENDS, Preminger se sumaría de forma evidente, a determinadas corrientes visuales y temáticas en aquel entonces bastante frecuentadas en un cine americano en rápida transformación. Desde la visión de una sociedad que empezaba  desmoronarse, hasta la crónica de determinados ámbitos de la sociedad urbana americana –precediendo en algunos años la obra de Woody Allen, la incardinación de un cierto humor judío –eficaz e incluso brillante, cuando este se integra en un segundo término de la narración-. Sin embargo, donde la película de Preminger adquiere una mayor consistencia, es sin duda en el retrato de esa crisis personal vivida por su protagonista. Dentro de un sendero en el que personalmente creo que su exponente más valioso –y apenas evocado- apareció en la inolvidable THE HAPPY ENDING (Con los ojos cerrados, 1969. Richard Brooks), el cineasta guardas sus mejores armas en el seguimiento, el creciente desencanto, y la vivencia de una mujer a la que, literalmente, el mundo se le desmorona de la noche a la mañana. Esta circunstancia permitirá a Preminger brindar una mirada acre en torno al esnobismo de las élites del momento, al consumismo –la madre de la protagonista-, la presencia de la contracultura –la secuencia de Julie contemplando a Miranda en una actuación en un escenario al aire libre-. Todo ello dentro de un conjunto irregular pero atractivo, que a mi modo de ver roza el ridículo en secuencias en las que explícitamente se alía con la farsa y lo explícito sexualmente –la episódica presencia de Burguess Meredith casi desnudo, como proyección de una fantasía de la protagonista, el fallido intento sexual de Cal (Ken Howard) con Julie, intentando con ello vengarse ambos de las infidelidades sufridas, o la grotesca pero por fortuna casi elíptica seducción de Julie a Timmy-. Sin embargo, cuando el cineasta adopta una mirada serena, sin excluir en ella el apunte irónico, es cuando la película se eleva por momentos incluso a gran altura. Son secuencias en las que apenas se mueve la cámara, en las que sus personajes adquieren una especial sinceridad, y el espectador aprecia un esfuerzo de intensidad, dejando entrever aquella gran película que podía haber sido, si esa densidad dramática hubiera estado presente en el conjunto del metraje.

En cualquier caso, y aunque no albergara laureles suplementarios a una magnifica andadura previa, SUCH GOOD FRIENDS es una película que ha envejecido bastante mejor que muchos otros exponentes de su generación, y a la que la fuerza, contundencia y trágica lógica de su conclusión –ayudado por la bellísima y melancólica canción de O. C. Smith-, permite el regusto, lejano pero pertinente, de mi “Tio Otto”, uno los cineastas que más admiro de todos los tiempos.

Calificación: 2’5

DAISY KENYON (1947, Otto Preminger)

DAISY KENYON (1947, Otto Preminger)

DAISY KENYON (1947) –ausente de estreno comercial en las pantallas españolas en su momento por obvias y pacatas razones censoras-, se encuentra ubicada en un extraño periodo en la filmografía del vienés Otto Preminger. Un marco en su carrera en el que ya había pasado el éxito de la maravillosa LAURA (1944), tras lo cual el realizador había probado fortuna con diversas vertientes genéricas que, vistas a nuestros ojos, quizá escapen a la catalogación que podríamos establecer de su obra. En concreto, esta película se encuentra ubicada tras la injustamente infravalorada FOREVER AMBER  (Ambiciosa, 1947), y antes de la simpática pero insustancial THE LADY IN ERMINE (1948), que codirigió sin acreditar tras el inesperado fallecimiento de su director titular, Ernst Lubitsch. No serán estas las únicas “disonancias” que plantearía en años sucesivos la filmografía de Preminger, al que se tendrá catalogado por la dureza de los temas tratados, o su inclinación al cine policiaco y noir, e incluso al drama judicial. Pero la propia existencia de esta película, debería en primer lugar certificar la versatilidad de nuestro director. Una versatilidad que, sí que es cierto, en ocasiones obedecía al aceptar determinados encargos, pero que personalmente en líneas generales estos se resolvieron con resultados óptimos. Y es en este aspecto concreto donde me resulta especialmente grato admitir como Preminger se desenvolvió muy bien con géneros en apariencia ajenos a su mundo visual y temático como la comedia, el western, el musical, el cine bélico o el melodrama. Si bien es cierto que según se fue acentuando su prestigio –forjado ante todo en la valentía asumida una vez se estableció como productor independiente, corriendo enormes riesgos a la hora de elegir proyectos que contribuyeron a derrumbar los prejuicios censores del cine USA-, lo cierto es que no se puede decir que gocen del mismo prestigio aquellas manifestaciones de géneros poco habituales en su cine que se produjeron en los primeros compases de su obra. Quizá sea por ello que DAISY KENYON aparezca como un producto hasta cierto punto extraño. En realidad lo es, ya que se articula como un drama caracterizado por su serenidad, el carácter adulto y ausente de moralismos que plantea su trío protagonista, e incluso por el tono que presenta el desarrollo de su argumento, que huye casi por completo de cualquier exceso melodramático –a lo que era tan proclive la base argumental extraída de la novela de Elizabeth Haneway, convertida en guión de manos de David Hertz-. Pero no solo eso. Incluso en algunas de las secuencias en las que en teoría se tendría que plantear un mayor grado de tensión al entrar en conflicto el trío protagonista, la película asume un extraño tono irónico muy cercano a la alta comedia. Se trata, que duda cabe, de aspectos que en última instancia contribuyen a dotar de personalidad propia y al mismo tiempo serenidad, a la historia de un triángulo amoroso, cuyo vértice femenino lo manifiesta Daisey Kenyon (una Joan Crawford en el mejor momento de su carrera). Daisy es diseñadora para una publicación, y mantienen una relación con el prestigioso abogado Dan O’Mara (un excelente Dana Andrews, en mi opinión el intérprete más brillante del reparto). Dan posee un prestigio y estatus social elevado, está casado y tiene dos hijas, siendo Kenyon su amante, a la que logra de alguna manera “hechizar”, pese a los intentos de esta de romper su relación. Preminger logra plasmar con habilidad la misma, exponiéndola más como un juego psicológico que como un verdadero sentimiento amoroso. Y para que este se ponga a prueba, surgirá casi de manera inesperada un sencillo voluntario de guerra –Peter Laphan (Henry Fonda)-, quien de la noche a la mañana entrará en la vida de Daisy, llegando a convertirse en su esposo. Hombre simple y sencillo –su personaje es el que proporcionará una mayor relajación al conjunto, logrará que el nuevo matrimonio viva en un terreno rural y costero, donde Peter pueda prolongar su profesión participando en la confección de pequeños barcos. Por su parte, Dan poco a poco irá asumiendo el fracaso de su matrimonio, que solo sobrelleva por el cariño que mantiene con sus hijas. Pero en un momento determinado Kenyon contraerá matrimonio con Peter, llevando dicha decisión a enervar por completo a Dan, llegando a detonar con ello el divorcio de este.

 

Resultaría del todo punto comprensible que ante un planteamiento argumental como este, nos encontráramos ante un melodrama dominado por un alto grado de dramatismo, exacerbando el grado de pasión puesto en marcha por sus personajes. Por el contrario, Preminger buscará huir por completo de cualquier tipo de exceso. Y es quizá por ello, por esa constante inclusión de su argumento en un contexto relajado e incluso más flemático de lo que sería habitual –de destacar es la metáfora de la presencia de los taxis, en los que se dilucidarán los estados de los vértices masculinos del triángulo-, es por lo que podríamos considerar DAISY KENYON  como uno de los melodramas más adultos filmados en el cine norteamericano en la segunda mitad de la década de los cuarenta. Era hasta cierto punto comprensible que su realizador ya dejara ver en cualquiera de sus películas una singularidad, un modo de enfrentarse al hecho cinematográfico, que tiene en este extraño drama urbano –aquellas secuencias que se desenvuelven en ambientes rurales e incluso nevados, adquieren una sensación de extrañeza- un marco oportuno de desarrollo. Ni que decir tiene que en esta película será una de las primeras en las que el vienés introducirá secuencias de un proceso judicial –en este caso el que delimita el divorcio de Dan con su esposa-, campo en el que aportaría algunas de sus obras más célebres, e incluso en el conjunto de su propuesta argumental se llegarán a insertar escenas revestidas de enorme tensión. Sin embargo, todo ello no evita en ningún momento esa singularidad que plantea un drama que en muchas ocasiones se acerca a un tono de comedia amable, destacando en el notable juego de cámara puesto en práctica por Premiguer –los primeros minutos desarrollados entre la protagonista y Dan, son buena prueba de ello- y que basa buena parte de su brillantez en dos rasgos complementarios y en cuya combinación la película alcanza una absoluta legitimidad. Por un lado esa visión distanciada e incluso caballeresca, de un contexto de clase alta al que el realizador no duda en fustigar, aunque el alcance de dicha crítica quede planteado en un segundo grado. Por otro lado, DAISY KENYON puede erigirse por derecho propio como una de las visiones más adultas que el cine USA de aquellos años plantearía de un personaje femenino. Si a ello unimos la ironía presente en su inesperada conclusión, tendremos que afirmar que tanto en el título que nos ocupa, como en buena parte de la obra de Preminger inserta en este periodo, ya se atisbaba de manera bien clara, la personalidad y mundo expresivo y personal, que haría de su figura uno de los más grandes directores norteamericanos de la segunda generación emigrados desde Europa a EEUU.

 

Calificación: 3’5

FOREVER AMBER (1947, Otto Preminger) Ambiciosa

FOREVER AMBER (1947, Otto Preminger) Ambiciosa

Considerada desde el momento de su estreno como un auténtico “garbanzo negro” dentro de la amplia y valiosísima filmografía de Otto Preminger, lo cierto es que FOREVER AMBER (Ambiciosa, 1947) no ha logrado hacer oír la voz de su propia validez, escondida desde el momento de su estreno por la actitud escandalosa que la película propició en aquellos lejanos años cuarenta –iniciando esa tendencia ligada a su director, de aplicar temas polémicos en su obra, y permitiendo con ello desmontar temas tabúes en la sociedad norteamericana-. Pero más allá de ese revulsivo, lo cierto es que FOREVER... jamás ha contado con defensores -incluso entre los más acérrimos admiradores de la obra del cineasta vienés, entre los que, humildemente, tengo el orgullo de encontrarme-. Es por ello, cuando he tenido ocasión de contemplar por vez primera su resultado, no puedo más que sorprenderme que una obra tan notable y valiosa a varios niveles, siga aún siendo considerada con tanto desdén o, lo que es peor, encerrada en el hipotético cuarto oscuro de las películas incómodas.

 

Y es que, quizá, ahí reside –estimo- la clave del orillamiento del film de Preminger, que podría ser considerado a diversos niveles, y en todos ellos estimo que con una valoración francamente elevada. De entrada, supone una costosa e incluso suntuosa superproducción de época, que sin duda podríamos destacar entre las más valiosas del periodo. Y no solo eso, sino incluso cabe destacar que sus características anticipan otros exponentes de este tipo de cine, que hasta años después no tendrían una mayor frecuencia en la pantalla –pienso, por ejemplo, en títulos tan relevantes como WAR AND PEACE (Guerra y paz, 1956) de King Vidor, sin entrar a valorar la mayor o menor calidad del referente literario de base, en ambos casos bien dispar-. Pero al mismo tiempo esta reconstrucción de época deviene de enorme riqueza, aunando la visión de diversos episodios de la historia de la Inglaterra del siglo XVII. Por ello, sus imágenes logran trasladar diversos escenarios, combinando la plasmación de contextos suntuosos con otros en los que se describirán los lugares más míseros y las situaciones más terribles de aquel tiempo –la peste, el enorme incendio que asolará los alrededores de Londres-. Es decir, que partiendo de una reconstrucción realizada casi en su totalidad en estudio, Preminger logra articular la apasionante visión de un periodo convulso, poco a poco escorado hacia una invalidez de los conceptos que hasta entonces se habían mantenido como inalterables –y ante ello, el lúcido comentario final del Rey Charles II (un eminente George Sanders) girará en el reconocimiento de la putrefacción existente en una corte, devaluación esta que él mismo había potenciado, ante su imposibilidad de amar y ser amado-. Señalemos en este terreno concreto, que el realizador cuenta con aliados y profesionales de excepción a la hora de trasladar esa reconstrucción que tiene mucho de pictórica, pero que se revela viva a pesar de mostrarse en sus imágenes ropajes, escenarios y dependencias, que en tantas y tantas películas aparecieron como simple objeto de glamour. Es por ello que la aportación de los decoradores, responsables de vestuario y todo el equipo de producción, se empeñaron a fondo a la hora de plasmar una extraña fisicidad al conjunto de la película. Un alarde profesionalidad, al que habría que sumar la inapreciable aportación de Leon Shamroy, aplicando una fotografía en color que se alejaba de sus registros habituales en las producciones de Henry King, y buscando una mayor veracidad en lo narrado y, ante todo, un contraste manifiesto entre la ostentación de la aristocracia y las mansiones palaciegas, y ese lado oscuro, mísero y siniestro que coexistía en el Londres de la época. Será esta una faceta en la que contará con la colaboración del consultor de color Richard Müeller –poco tiempo después ligado a la Paramount-, y en la que también habrá que destacar la partitura de David Raksin –orquestada por Alfred Newman-, que proporciona al relato una extraña sensación de musicalidad, adhiriéndose a los giros y episodios más o menos folletinescos que van sucediéndose en una película de casi dos horas y cuarto de duración y que, justo es reconocer, se degustan con auténtico placer.

 

Pero antes comentaba que FOREVER AMBER era “algo más” que un simple relato de época folletinesco –del que cierto es, se ha destacado su fuerte componente sexual, aunque ni siquiera este aspecto haya servido para otorgarle la valía que merece-. En realidad, el film de Preminger –basado en la novela de Kathleen Wilson, tratada en forma de guión por el especialista del estudio Philip Dunne y el posterior blackisted Ring Lardner Jr. a partir de la adaptación ofrecida por Jerome Cady-, se expresa con claridad como un alegato en torno a la dificultad de conciliar el sentimiento amoroso con cualquier otro deseo material. Será algo que, inesperadamente, vivirá la protagonista del relato –Amber St. Clair (una muy notable Linda Darnell, quien logra dejar en segundo término la pasión que quizá pudiera necesitar su personaje, aportando otros matices complementarios en la configuración de su personaje). Desde muy joven esta decidirá abandonar el entorno rural en el que se ha criado, negándose a casarse con un joven granjero que le permitiría un futuro muy previsible. Con absoluta decisión, y acercándose a dos oficiales que han llegado hasta la localidad en donde ella vive –Bruce Carlton (Cornel Wilde) y Lord Harry Almsbury (Richard Greene)-, logrará viajar hasta Londres y residir durante un tiempo en la vivienda que ambos comparten. En un momento determinado, Bruce viajará en un barco con destino a Virginia dejando sola a nuestra protagonista, quien desde el primer momento se ha enamorado de él, aunque el hecho de carecer de linaje, le imposibilita gozar del interés de este.

 

Será todo ello el inicio de una serie de episodios que irán llevando a nuestra protagonista hasta la cárcel, y desde ahí a provocar enfrentamientos entre pretendientes –siendo Carlton uno de los perjudicados en esta faceta, en uno de sus retornos a Londres-. En esos tiempos tumultuosos, Amber llegará al contexto de la alta sociedad londinense, llegándose a casar con un viejo aristócrata de aparente buenos modales –el conde Radcliffe (Richard Haydn)-, que solicitará que esta se una a él forjando una relación basada en la apariencia. La ceremonia se celebrará en una suntuosa ceremonia, mientras Londres se ve asolado por una dolorosa epidemia de peste, huyendo la recién casada hacia el barco en el que se encuentra Bruce –que ha regresado de un largo viaje-, llevándolo hasta su antigua vivienda e incluso curándolo de una muerte segura. Pese al agradecimiento de este por la entrega demostrada por Amber, la llegada de Radcliffe mientras esta iba a comprar frutas, posibilitarán que Carlton abandone la residencia sin despedirse.

 

Poco a poco, la relación de los condes de Radcliffe conocerá constantes tensiones, teniendo el anciano aristócrata a Amber controlada por completo, y evitando que nuestra protagonista pueda tener una vida social que, con probabilidad, le llevaría a acercamientos con destacados representantes masculinos. La relación de ambos acabará de manera trágica, lo que acercará a la joven a la corte del rey Charles II, entorno en el cual integrará a su pequeño hijo, hasta entonces cuidado en una pequeña granja y alejado de su madre. En medio de un contexto de vida tan lujoso como falso, Amber contemplará una inesperada aparición de Bruce, su amor de siempre, enterándose de que se ha casado en Virginia con una joven que se encuentra junto a él. En un momento determinado, este demandará con amabilidad que le otorgue la potestad del muchacho, opción a la que en principio se negará en redondo. Sin embargo, una serie de acontecimientos y actitudes poco honorables por parte de nuestra protagonista, le obligarán por un lado a ser expulsada de la corte y, por último, a dejar que su pequeño pueda vivir una vida muy diferente a la que esta le ha condicionado en la lejana Virginia.

 

Serían muchas las virtudes a destacar en esta estupenda película –que en modo alguno difiere en el grado de su interés del elevado tono medio que registraba la obra de Preminger en aquellos años, y que al parecer en esta película registró la aportación de John M. Stahl dirigiendo algunas secuencias-. Una de ellas, a mi juicio, reside en la admirable descripción que se ofrece del retrato femenino protagonista. Acentuando en su trazado un alto grado de ambivalencia, lo cierto es que prolongaron esa fascinante galería de personajes femeninos de la Fox que quizá tuvieran su eje de referencia en LAURA (1944, también de Preminger) y LEAVE HER TO HEAVEN (Que el cielo la juzgue, 1945. John  M. Stahl). Con ellos Preminger logra describir un ser humano que es capaz de poner en práctica la estrategia más retorcida, al tiempo que arriesgar su vida e incluso matar, por verse cerca del hombre que ha amado desde el primer momento en que lo vio. Se trata sin duda de un retrato fino adelantado a su época –dejando de lado que nos encontremos ante un título desarrollado siglos atrás-, que tropieza por su inclinación al lujo y la ostentación, pero que de alguna manera justifica esa querencia al ponerlo como condicionante para alcanzar el objetivo último de desarrollar su existencia con el hombre que ama. Es por ello que, casi de una secuencia a otra, nuestra visión de Amber puedo resultarnos hasta casi opuesta en el comportamiento y en su psicología, y precisamente por ello sus acciones nos resultan absolutamente creíbles y, en algunos momentos hasta comprensibles, aunque en última instancia muchas de ellas se encontraran equivocadas, pese a que en pocos casos por mala fe.

 

Por encima de todos estos elementos, hay algo que aglutina ese conjunto de aciertos, y otorgan esa extraña vitalidad a un film en el que los ecos de una época pasada, en modo alguno impiden que nos encontremos ante un relato extrañamente sereno, ágil en su trazado, y por último conmovedor en una de las conclusiones más rotundas y desoladoras que acogió el cine norteamericano de su tiempo. Me estoy refiriendo a las admirables capacidades de puesta en escena que articula Otto Preminger en un momento de especial inspiración en su obra, combinando una variedad de recursos expresivos como la elipsis o el fundido en negro para proporcionar de un ritmo inalterable al relato, que en realidad se desarrolla a través de una serie de episodios férreamente ligados, aunque entre ellos oscile de forma aleatoria el paso del tiempo. Pero unido a ello, cada uno de estos episodios ofrece demostraciones modélicas de ejecución cinematográfica, que en muchas ocasiones se articulaban con un dominio del plano general y medio, a través del cual se articulaban complejas secuencias, finalmente resueltas logrando en ellas un profundo trazado coral y psicológico de lo planteado en ellas. Es algo que se manifestará por otra parte en ese generalizado tono sereno de la película –que se romperá apenas en el episodio del incendio y el terrible final de Radcliffe-, o anteriormente en algunos lances surgidos en la estancia en la cárcel de la protagonista, o sus primeros pasos en la siniestra noche londinense.

 

Pero en líneas generales, esa inspiración mostraría su esplendor en secuencias como aquella en la que Amber da a luz –un único plano con desplazamientos de la cámara nos describirá la reacción que este nacimiento provoca en todos los personajes presentes-, o incluso en la que muestra el duelo entre Carlton y el Capitán Morgan (Glenn Langan), en medio de uns espectral niebla, a la que ayuda la artificiosidad de estar rodado en estudio. Lo cierto es que FOREVER AMBER está trufado de momentos memorables, giros inesperados, de elipsis que permiten un ritmo constante en la narración y, finalmente, posibilitan esa desoladora conclusión mostrada en el primer plano de una hundida Amber, cuando ha perdido todo aquello que realmente era importante en su vida, no por el hecho de haber preferido jugar a introducirse en un ámbito social en realidad podrido e insincero sino, sobre todo, con la sensación de haber fracasado a la hora de anteponer su amor a Bruce y no haber sabido esperar el momento oportuno para consolidarlo de manera plena.

 

Cierto es que no estaba el cine norteamericano de la época muy familiarizado para contemplar relatos de la audacia y complejidad como el que nos formuló Preminger, y quizá por ello su recepción económica y crítica fuera más bien menguada en el momento de su estreno, permaneciendo inalterable dicha maldición hasta nuestros días. Creo que es hora de ver con ojos limpios una película magnífica, dominada por una densidad y visión desencantada de la búsqueda de la felicidad suprema y, sobre todo, como una demostración de la maestría del equipo de producción de la 20th Century Fox comandado por el imprescindible Zanuck, al tiempo que una prueba más del hecho de considerar a Otto Preminger como uno de los grandes nombres del cine norteamericano.

 

Calificación: 3’5

DANGER-LOVE AT WORK (1937, Otto Preminger) [Amor en la oficina]

DANGER-LOVE AT WORK (1937, Otto Preminger) [Amor en la oficina]

Algún día –cuando existe previamente un sentimiento compartido por parte de aficionados y comentaristas, a la hora de calificar a Otto Preminger como uno de los grandes maestros del cine emigrados a Estados Unidos en la década de los treinta-, tendremos que fijarnos en ese reducido número de títulos que rodó desde finales de dicha década para la Fox, hasta su debut oficial con LAURA (1944). Digo esto, cuando la mayor parte de las películas dirigidas en aquellos años iniciales, se escoran hacia el terreno de la comedia, algo que por otra parte Preminger llevó en obras suyas posteriores, herencia de proyectos auspiciados por Lubitsch en sus últimos tiempos, que el vienés tuvo que asumir a la muerte de este, en donde se encuentran pequeñas delicias como A ROYAL SCANDAL (la zarina, 1945) y THE FAN (1949), dos referentes olvidados a la hora de recorrer la obra premingeriana, pero que además quedan como gozosos exponentes de la comedia sutil norteamericana en la segunda mitad de los cuarenta.

 

En todo caso, a la hora de comentar DANGER-LOVE AT WORK (1937) –estrenada en DVD en España con el título AMOR EN LA OFICINA-, nos tenemos que remontar a los primeros compases como realizador por parte del gran cineasta, utilizando para ello una historia del experto James Edward Grant que queda como una insólita aportación de la Fox en el terreno de la screewall comedy. Sus resultados, sin ser especialmente memorables, sí que ofrecen una grata velada en un conjunto chispeante al que solo ese difícil –y en esta ocasión ausente- “gramo de locura”, impide que podamos citarla como un logro del género. Aun estando muy lejos de dichas cotas, lo cierto es que nos encontramos con una película con no pocos momentos francamente divertidos, y en la que Preminger se plegó al terreno de la dirección de sus actores, movimientos y actitudes corales, recuperando elementos directamente extraídos del nonsense, e incluso potenciando de forma cómica el denominado “off” narrativo.

 

DANGER… relata la odisea de Henry MacMorrow (Jack Haley), joven abogado de una prestigiosa firma jurídica newyorkina, quien tendrá que lograr la aceptación de los herederos de un caserón rural, para que una empresa pueda adquirir los terrenos y ubicar un club en el recinto. De esta misión ha regresado -al borde del infarto- atesorando un fracaso absoluto otro componente del bufete, por lo que MacMorrow finalmente asumirá el nada fácil cometido de oficializar esa compra. Ello no será más que el inicio de una serie de peripecias que le llevarán a encontrarse con un niño repelente en el viaje en tren, al que protege una joven –Toni (Ann Shotern)- que choca con nuestro protagonista. La muchacha será precisamente una de las componentes de la familia Pemberton, quién desde el primer momento se sentirá atraída hacia el joven abogado. Una vez Henry llega a su lugar de destino, podremos comprobar que esta familia puede ser definida con cualquier adjetivo menos con el de convencional. Como aquellos personajes que poblaban la capriana YOU CAN’T TAKE IT WITH YOU (Vive como quieras, 1938), o como harían posteriormente las extrañas y al mismo tiempo encantadoras hermanitas de ARSENIC AND OLD LACE (Arsénico por compasión, 1944), estamos ante un entorno familiar realmente loco y desprejuiciada que, al mismo tiempo, se definen en una alegría de vivir que comparten con HOLIDAY (Vivir para gozar, 1938. George Cukor). En este sentido, cierto es que el film de Preminger se encuentra entroncado con algunos de los rasgos más definitorios de la comedia norteamericana de aquellos años.

 

Es por ello, que resulta bastante injusto olvidarse de un título de estas características, todo lo menor que se quiera en la admirable filmografía de Otto Preminger aunque de valores contrastados y probados, que encima demuestra la versatilidad del realizador. En este sentido, la película nos permitirá encontramos con no pocos elementos para el regocijo. Desde la patada que Henry le da al pequeño y odioso Junior (Benny Bartlett), tirándolo a un charco de barro, las locuras de la mansión con ese alocado pintor encarnado por un lunático John Carradine, o la propia sugerencia en off de que este pintó unos extraños frescos en la pared “montado en la lámpara”, pasando por la presencia de esas dos hermanas solteronas que desconfían de todo y de todos, y que no dudan en ubicar delante de la puerta de entrada a su vivienda, una escopeta de considerables proporciones. Motivos para la diversión insertados en una comedia llena de enredos argumentales, de relaciones casi sin sentido, y también de la férrea oposición que desde el primer momento ha ofrecido el prometido de Toni –Howard Rogers (Edward Everett Horton)-, empeñado inútilmente en demostrar que Henry está intentando estafar a los Pembleton, para lo cual finalmente llegará a elevar la oferta económica que la firma de MacMorrow ofrecía a la familia, convencido como está de que en dicho entorno se encuentran reservas petrolíferas. Estúpida conclusión, que servirá finalmente para aclarar los conceptos entre Henry y Toni y, sobre todo, intentar que la familia se aleje de un modo de existencia en el que la locura y el sinsentido es su auténtica norma de vida.

 

Comedia realmente disfrutable dentro de una clara definición de producto complementario del estudio, quizá podamos oponer a la misma que con una pareja de mayor altura dentro del género –como podrían ser Cary Grant y Carole Lombard-, el resultado en su misma configuración hubiera alcanzado cotas mayores. En cualquier caso, Ann Shotern se muestra más que eficaz, mientras que Jack Haley se me antoja algo envarado dentro de su profesionalidad. Eso sí, el capítulo de secundarios está bastante cuidado, permitiendo un tratamiento coral quizá no llevado a sus últimas consecuencias, pero que en más de una ocasión, unido al grado de nonsense logrado provoque con facilidad la carcajada. En definitiva, la mera existencia y eficacia de esta DANGER-LOVE AT WORK, debería llevarnos a escarbar en las primeras obras de Preminger, destruyendo el mito de su configuración como productos olvidables que él mismo se encargó –quizá con excesivo sentido autocrítico-, de calificar. La realidad es, cuanto menos, propicia a cuestionar dicha injusta definición.

 

Calificación: 2’5

THE FAN (1949, Otto Preminger)

THE FAN (1949, Otto Preminger)

Al igual que sucede con A ROYAL SCANDAL (La zarina, 1945), THE FAN (1949) es otro de los títulos ignorados y menospreciados en los primeros pasos como director de Otto Preminger. Hasta cierto punto es comprensible tal pereza crítica, en la medida que ambas producciones de la 20th Century Fox se encuentran ajenas al espléndido ramillete de aportaciones que hicieron de su realizador uno de los cultivadores más valiosos y persistentes dentro del cine noir norteamericano. Pese a ese cómodo condicionante, creo que dicha circunstancia supone de un lado la demostración de la versatilidad de Preminger, y marca por otro la prolongación de la apuesta del mencionado estudio por la comedia de época, elegante y sutil, de clara raíz lubitschiana, que tuvo sus exponentes más destacados en películas firmadas por tres de los directores más prestigiosos del estudio; los citados Lubitsch, Preminger y Mankiewicz. Ambos llevaron a la pantalla ejemplos como las dos citadas del realizador vienés, THE LATE GEORGE APLEY (El mundo de George Apley, 1947) o la magistral THE GHOST AND. MRS. MUIR (El fantasma y la Sra. Muir, 1947) en la filmografía de Mankiewicz, o HEAVEN CAN WAIT (El diablo dijo no, 1943) y CLUNY BROWN (El pecado de Cluny Brown, 1946) en el caso de los últimos exponentes de la trayectoria de Lubistch. Todos ellos coincidían en sus características como productos enmarcados en un periodo no demasiado lejano en el tiempo –finales del siglo XIX e inicios del XX-, el retrato amable del contraste de clases sociales, o su inclinación por un tono de comedia sutil y elegante. Junto a estos rasgos, prevalecería una mirada entre irónica y entrañable a sus personajes, envueltos en conflictos y sentimientos revestidos a partes iguales entre la melancolía de su evocación y el revulsivo que estas, por lo general, manifestaban en el contexto social en que se desarrollaban.

 

A dichas características pertenece por derecho propio esta pequeña –menos de ochenta minutos de duración-, intimista y deliciosa comedia de costumbres, basada en el conocido relato de Oscar Wilde, trasladada en numerosas ocasiones al cine -la adaptación más reciente es la simpática  A GOOD WOMAN (2004. Mike Barker)- de entre las que no conviene olvidar la firmada por el ya citado Lubitsch en pleno periodo mudo alemán (1925). Es probable que dicho referente fuera decisivo a la hora de adjudicar a Preminger este proyecto –del que también ejerció como productor-, ya que en el contexto de los primeros años de su filmografía fue considerado el sucesor del alemán –no conviene olvidar la firma conjunta de THE LADY IN ERMINE (1948), que tuvo que finalizar el presumible discípulo –Preminger- tras el inesperado fallecimiento de Lubitsch-. Dentro de este contexto, lo cierto es que THE FAN –jamás estrenada comercialmente en nuestro país aunque editada en DVD- emerge como un relato delicado e irónico y emotivo en la evocación que inteligentemente se expone con la introducción de ese flash-back por parte de los personajes de una envejecida mrs. Erlynne (Madeleine Carroll) y el aún pícaro y galante con las mujeres lord Darlington (George Sanders). La película se iniciará, por tanto, en el Londres de la inmediata conclusión de la II Guerra Mundial, acudiendo nuestra protagonista a una subasta donde a bajo precio se ofrecerá un abanico que le perteneció en el pasado. Ante la negativa de los responsables a entregárselo sin aportar prueba alguna de su pertenencia, Erlynne acudirá al antiguo domicilio de Darlington, a cuyo encuentro le servirá para rememorar el pasado de su estancia en el Londres de principio de siglo –un inteligente fundido-encadenado desarrollado en la puerta de un establecimiento, nos llevará a la narración del flash-back-. Es probable, sin embargo, que la presencia de ese contexto de posguerra no esté suficientemente aprovechado –aunque nos permita asistir a una subasta tan apergaminada en sus fórmulas como pobre en sus contenidos-, en la medida que sí los podían demostrar las evoluciones temporales marcadas en la ya citada y admirable THE GHOST…. Sin embargo, nadie puede negar que proporcionó un emotivo e irónico contraste a esta historia de redención ejemplificada en la figura de la aún joven y atractiva Erlynne, quien en el contexto del Londres de principios de siglo, escandalizará un entorno social de resabios aún victorianos al ser conocedores de un pasado definido por las conquistas amorosas y vida libertina –dentro de los estrechos márgenes sociales dominantes-. La situación cobrará un giro sorprendente cuando las apariencias ligarán a la protagonista con lord Arthur Windermere (Richard Greene), un joven y atractivo representante de la aristocracia londinense, circunstancia que provocará los recelos de su esposa –lady Margaret Windermere (Jeanne Crain)-. La realidad es más compleja y al mismo tiempo más prosaica; la dama licenciosa y mundana es la anónima madre de lady Windermere, y para intentar reconsiderar el devenir de su existencia ha requerido la ayuda de su esposo. La situación estará a punto de provocar la reacción de Margaret, quien se situará a punto de sucumbir a una de las muchas peticiones que Darlington le formula para vivir junto a él. Dentro de esta tensa situación, la aparentemente licenciosa Erlynne será la que impida con sutileza y experiencia en la vida, que su hija recaiga en el error que ella vivió en el pasado, permitiendo con tal intercesión que ella reconozca a su hasta entonces anónima madre.

 

Como antes señalaba, THE FAN funciona con precisión, ironía y melancolía a partes iguales. Quizá sin llegar a apurar ninguno de estos elementos hasta sus últimas consecuencias, pero sí logrando un conjunto atractivo, en el que tiene un peso importante la dirección de actores –a la idoneidad de Sanders y la Carroll, cabe destacar la adecuación del por lo general estólido Richard Greene y la habitualmente fría Jeanne Crain-, y en la que cabe destacar la siempre estupenda Martita Hunt. Junto al brillo interpretativo, no se puede dejar en un segundo término la adecuación de una puesta en escena que domina con acierto el uso del plano – contraplano, la elección de los encuadres en función de la ubicación de sus personajes en el interior del plano, así como la agilidad de unos movimientos de cámara que logran dinamizar el conjunto. Detalles todos ellos, reveladores de la indudable personalidad del cine de Preminger, y de la que encontraremos numerosas muestras en sus más reconocidos melodramas noir.

 

Con ser interesante la interacción de todos estos elementos, quizá lo más valioso del conjunto revista en la comprensión y capacidad evocativa que la cámara del realizador –bien apoyado por la elegante fotografía en blanco y negro de Joseph La Shelle y el esmero del equipo de diseño de la Fox-, logra aplicar a sus personajes. Una mirada que no rehuye el componente irónico, pero que finalmente abraza un rasgo de emotividad, especialmente en esos planos casi finales en los que Erlynne contempla desde el interior de la ventana del domicilio de Darlington, como su hija se marcha de ella para siempre, tras lograr evitar que la vida de la joven reiterara el sendero que ella misma vivió en carne propia, decidiendo finalmente dirigir su futuro en otra ciudad, y renunciando al sustancioso aporte económico que Windermere le había proporcionado.

 

Deliciosa, elegante, concisa, moralista y ágil, THE FAN es una fiel transposición cinematográfica del mundo literario de Wilde, así como una muestra más del talento de un ya maduro Otto Preminger como director cinematográfico, injustamente menospreciada.

 

Calificación: 3

THE COURT-MARTIAL OF BILLY MITCHELL (1955, Otto Preminger)

THE COURT-MARTIAL OF BILLY MITCHELL (1955, Otto Preminger)

Ubicada entre THE MAN WITH THE GOLDEN ARM (El hombre del brazo de oro, 1955) y SAINT JOAN (1957), dentro de un periodo fértil en la andadura de Otto Preminger, y precediendo uno de los bloques más admirables de su filmografía, nos encontramos con un título que podríamos considerar maldito. Una película que incluso en nuestro país jamás se estrenó comercialmente; reduciéndose su difusión a contados pases televisivos –su edición en DVD solventa solo parcialmente esta ausencia, ya que la calidad de la misma no hace justicia a la película-. Todo ello quizá haya contribuido a que en nuestro país, THE COURT-MARTIAL OF BILLY MITCHELL (1955) haya quedado como uno de los títulos menos reconocidos de la obra del realizador vienés, lo cual ciertamente no hace justicia a sus méritos, ya que se trata de un film preciso, revelador de los modos y cualidades de su artífice y, por momentos, realmente magnífico. Quizá la primera singularidad de su conjunto estribe en su extraña ambientación, que se centra en la década de los años veinte del pasado siglo, pero en su configuración no deja –salvo precisamente las escenas de exteriores de su primera mitad-, de alcanzar tintes contemporáneos. Dicha circunstancia, unido a los escenarios en donde se alterna la acción –especialmente la sobria y destartalada sala en la que se celebra la vista militar con Billy Mitchell-, es indudable que proporciona una textura singular al film, aunque integra la misma dentro de un tipo de cine practicado con bastante asiduidad en su periodo de rodaje –podríamos citar melodramas de Vincente Minnelli, Nicholas Ray y tantos otros-.

La película narra la andadura visionaria del coronel Billy Mitchell (Cary Cooper), un respetado militar que desde finales de la I Guerra Mundial intenta hacer comprender a los mandos militares norteamericanos de la época, sobre la necesidad de conceder la debida importancia al creciente impulso de la aviación como arma de guerra. Ello se plasmará en la práctica con la alta cantidad de accidentes que irán sufriendo militares en accidentes dentro de aparatos totalmente obsoletos y trasnochados. Esta constante llamada de atención, expresada en desobediencias a los mandos de la época, llevará en primer lugar a desplazar a Mitchell a una localidad de segundo orden, aunque la muerte –no por previsible menos dolorosa- de su gran amigo, el comandante Zack (Jack Lord) le llevará a formular unas declaraciones, incidiendo en sus intuiciones militares, que muy pronto serán objeto de extrema polémica entre los mandos, y le llevarán a una vista militar. Será algo buscado por el propio protagonista para completar esa llamada de la sociedad norteamericana ante la necesidad de considerar el entorno aéreo como uno de los vectores de la defensa militar.

Sin embargo, este proceso muy pronto se convertirá en la plena demostración del entorno cerrado que define el mando militar, contra el que muy pronto se estrechará una barrera aparentemente infranqueable para nuestro protagonista. En cualquier caso, podrá contar con la inestimable ayuda de un viejo amigo, el congresista Frank R. Reid (Ralph Bellamy), quien actuará como defensor de Mitchell, logrando que la vista adquiera un carácter mucho más favorable para su defendido, al tiempo que extendiendo el influjo de su repercusión al conjunto de la sociedad civil, algo que los militares habían pretendido evitar a toda costa. Esta circunstancia, les llevará finalmente a solicitar la prestación de un prestigioso jurista militar –el mayor Allan Guillion (Rod Steiger)-, quien someterá al encausado a un implacable interrogatorio, en el que se podrán establecer las débiles fronteras de la lógica y detectar los razonamientos que defienden con convicción, tanto el encausado como aquellos que –dentro de su mismo entorno militar- piensan de forma opuesta y se aferran a una manera de entender el ejército tan obsoleta como aparentemente lógica en sus condicionantes.

Una vez más, Preminger apuesta en su película por una mirada llena de revulsivo ante el mundo que retrata. Un marco que en esta ocasión se centra en una de las instituciones más aparentemente intocables de la sociedad norteamericana. El hecho de ubicarse en un periodo más o menos lejano en el tiempo y el recurrir a una historia real –que al parecer, y es lógico, se modificó en algunos de sus términos-, no evita integrar THE COURT… dentro de esa visión que el realizador vienés vino proporcionando a diferentes estratos y sectores de la sociedad norteamericana. Todos aquellos temas que hasta entonces fueron considerados tabú para ser trasladados al cine, fueron sistemáticamente utilizados por Preminger en su cine una vez entrados en la década de los cincuenta. Fue algo que sus detractores criticaron como la astuta medida de un director-productor en la constante búsqueda del éxito –algo por otra parte legítimo-. Sin embargo, creo que el paso de los años ha permitido valorar con justicia, no solo –con sus ocasionales y lógico vaivenes- la valía de este periodo de la trayectoria de Preminger, sino sobre todo el sendero que despejó de cara a la andadura posterior del cine norteamericano, para poder trasladar a la pantalla temas hasta entonces prácticamente vedados.

Pero hay dos cuestiones que permiten que el título que nos ocupa pueda ser admirado en su verdadera valía. Uno de ellos es la mirada limpia que el realizador proporciona sobre sus personajes, y la otra –y en definitiva, la más importante-, señalar que su puesta en escena supone una auténtica lección de cine. Con respecto al primer enunciado, es de destacar el esfuerzo mostrado por el realizador –y sus guionistas-, a la hora de intentar mostrar las legítimas razones que esgrimen todos sus personajes. Desde el primero hasta el último, la cámara implacable de Preminger intenta trasladar el sentir de todos ellos, apostando por incorporar ese rasgo de verdad y convicción que guíen sus acciones. Se trata de una mirada que no dudará en mostrar elementos de debilidad en la conducta del protagonista, al tiempo que dotar de rasgos de lógica y humanidad en los personajes que podríamos considerar negativos o autoritarios –los que interpretan Charles Bickfort o Rod Steiger en las secuencias finales-. Fue este un método que hace muchos años definió al director como el “cineasta objetivo” por excelencia. Una etiqueta tan cómoda y discutible como cualquier otra -¿puede alguien considerarse objetivo en cualquier manifestación?-, que quizá se hubiera redefinido mejor dentro del concepto de ambivalencia. Sin embargo, lo cierto es que también en esta ocasión, Preminger busca un tema controvertido pero su tratamiento es cotidiano y mesurado, matizado y contrapuesto.

Y antes señalaba que, por encima de todo, THE COURT… es una nueva prueba de la condición de primer cineasta que Otto Preminger gozó a lo largo de prácticamente toda su carrera, erigiéndose como uno de los representantes más distinguidos de esa segunda oleada de hombres de cine que llegaron hasta Norteamérica a partir de los años treinta. La precisión, fluidez y transparencia de la realización de esta película es buena prueba de ello, siempre dentro de un impecable dominio de la pantalla ancha, que le permite precisar dramáticamente la importancia de sus actores dentro del encuadre. Es algo que se manifiesta con extraordinaria nitidez en las secuencias de la vista que protagoniza Mitchell -modélicas en su planificación-, y que saben trasladar visualmente no solo las tensiones entre sus personajes, sino el dominio psicológico que se establece dentro de la vista, en la medida que los argumentos de acusación y defensa, van tomando cuerpo en la vista. En definitiva, la diferencia que se puede encontrar a la hora de plasmar cinematográficamente una película de estas características, entre el título que nos ocupa y otro que aparentemente adquiere características similares. Me estoy refiriendo a INHERIND THE WIND (1960, Stanley Kramer). Lo que en esta posterior y típica película de Kramer se erigía como una propuesta discursiva y finalmente complaciente, en el film que comentamos se define como una rigurosa aportación cinematográfica, con una excelente prestación de su conjunto de intérpretes –Cooper, Bellamy, Bickfort, especialmente-, y a la que quizá solo cabría reprochar la elección de Fred Clark como representante de la acusación. Clark era un buen actor de comedia, y ese rasgo es el que, en ocasiones, inclina hacia la caricatura las intervenciones de su personaje.

Pero mas allá de este detalle concreto, THE COURT-MARTIAL OF BILLY MITCHELL deviene en su conjunto como un título magnífico y, por momentos, apasionante. Quizá se trate de uno de los exponentes de su filmografía menos apreciados y comentados, aunque supongan la primera avanzadilla de dos de sus posteriores logros absolutos –ANATOMY OF A MURDER (Anatomía de un asesinato, 1959) y su obra cumbre, ADVISE & CONSENT (Tempestad sobre Washington, 1962)-. La película culminará en este caso con la acusación del protagonista, aunque la pantalla se inclinará a mostrar que el carácter visionario de Mitchell, se haría patente en el devenir futuro de la vida norteamericana. Un simple fundido encadenado, tras la mirada cómplice de Gary Cooper después de ser sentenciado, le definirá como auténtico y satisfecho, al apreciar que sus aportaciones entran dentro del terreno de la lógica más estricta.

Calificación: 3’5

SAINT JOAN (1957, Otto Preminger)

SAINT JOAN (1957, Otto Preminger)

El ondear de varios péndulos de reloj que forman los espléndidos títulos de crédito de Saul Bass, envueltos con el igualmente brillante preludio sinfónico de Mischa Spoliansky, nos adentra en una de las obras más singulares de la filmografía del gran Otto Preminger, y que en el momento de su estreno logró uno de los escasos fracasos comerciales de su carrera. Se trata de SAINT JOAN (1957), jamás estrenada comercialmente en España. En cierto modo, no es difícil de entender que en plena conclusión de la década de los cincuenta, se aventure una nueva visión sobre el personaje de Juana de Arco, que contaba con extraordinarios referentes cinematográficos, tanto a nivel artístico como comerciales en el propio entorno de Hollywood. Para ello, el vienés optó por la traslación a la pantalla de la exitosa adaptación teatral que George Bernard Shaw había elaborado previamente, logrando la prestación del escritor Graham Greene para la elaboración de su guión cinematográfico. A partir de esa premisa, creo que Preminger logró un resultado que –pese a ciertas irregularidades, baches de ritmo, o ciertos reflejos teatrales- conserva un notable interés. El primero de ellos sería, en mi opinión, sumirse en una interesantísima propuesta de cine-teatro, que entronca con precedentes tan brillantes como las adaptaciones shakesperianas de Lawrence Olivier, y que en aquellos años tenían exponentes en el cine norteamericano -me viene a la mente ahora un título tan dispar del que comentamos, como SEPARATE TABLES (Mesas separadas, 1958. Delbert Mann).

En este caso, Preminger no oculta el origen escénico –la caracterización y la propia interpretación de los actores o incluso sus movimientos dentro del plano-. Pero al mismo tiempo y desde el primer momento se describe una magnífica planificación y los complejos y densos movimientos de cámara que se suceden en la película. Una planificación esta que revela la personalidad cinematográfica del productor y realizador, y que incluso recuerda en su concepción otros títulos previos suyos. A este respecto, pienso que es digno de ser resaltado ese riesgo –que en apariencia puede parecer comodidad- a la hora de procurar un respeto notable al referente teatral en que se basa –es evidente que debió interesar mucho al director-, apostar por un producto “de prestigio” que indudablemente no estaba destinado a todos los públicos y, fundamentalmente, lograr un resultado de considerables virtudes cinematográficas.

SAINT JOAN ofrece una reflexión tan interesante como quizá hoy día un tanto previsible, sobre la crueldad de los mecanismos de poder. En este caso esa crueldad es la que rodeará la impertinente e incómoda figura de Juana de Orleáns (Jean Seberg), que desde el primer momento es utilizada a partir de sus supuestos contactos sobrenaturales, para que se corone un rey casi retrasado mental –Charles VII (Richard Widmark)- y que muy pronto intentará ser eliminada por los representantes de ese propio poder –iglesia y estado-, precisamente por esa capacidad de enardecer a las masas que sirvió para que ellos llegaran a detentar el mismo.

Y en un marco lleno de hipocresía envuelta en lucidez, los representantes de la iglesia y la inquisición no dudarán en condenar por herejía a una joven devota e ingenua que saben que es inocente, y los del poder civil harán dejación de la posibilidad de salvarla, precisamente por resultarles igualmente molesta.

Me parece claro que todas estas reflexiones tienen su punto de interés, aunque no es menos cierto que su vena discursiva está un poco superada –pese a las dificultades de la época, creo que en el mundo actual hay muchos motivos como para sentirse absolutamente pesimista ante esa visión de los mecanismos destructores que propicia el poder-. Sinceramente, SAINT JOAN me interesa mucho más como producto cinematográfico. En esa ya señalada y brillante planificación, en el logro de una ambientación lúgubre y por momentos casi expresionista –realzada por la magnífica fotografía en blanco y negro de Georges Périnal-, en la excelente prestación de un magnífico reparto que saben interpretar a partir de unos modos teatrales para lograr un trabajo intenso y envolvente –Gielgud, Andrews, Aylmer y Walbrook realizan un trabajo memorable-. En este sentido es imposible dejar de destacar el acierto de Preminger al incorporar a una debutante Jean Seberg en el rol protagonista. La actriz lleva hasta sus últimas consecuencias el carácter andrógino de la caracterización de su personaje, muestra una ingenua altanería, sabe estar a la altura de la veterania y experiencia del reparto y ofrece finalmente una entrega absoluta a las secuencias más intensas del film.

En SAINT JOAN se da cita una notable variación con respecto al origen escénico, como es la presencia de un doble flash-back que realmente se extiende en casi toda la película y que finalmente ofrecerá la reunión de la encarnación en sueños de los espíritus de los principales personajes en torno a la figura del ya veterano rey Charles VII. Curiosamente, la primera de sus secuencias –que incide en esta vertiente-, mantiene una cierta relación con la más célebre de LAURA (1944). En aquel caso el oficial encarnado por Dana Andrews se dormía ante el retrato de la protagonista y esta aparecía viva. Aquí Charles duerme y se le aparece Juana como un fantasma –en realidad está soñando-.

Es al final cuando ante la presencia en sueños de los principales personajes, se ofrezca quizá un epílogo un poco previsible, aunque en él se de cita un notable y agudo sentido del humor, que diluye y dosifica la fuerza de las intensas secuencias precedentes. Secuencias estas en las que, bajo mi punto de vista, se encuentra lo más valioso de la propuesta; los modos de iglesia e inquisición para luchar contra Juana, la batalla contra la razón dentro de la propia fe religiosa, y la certeza de todos cuantos la llevan a la hoguera de que se trata de una joven llena de virtudes –ese cambio de impresiones entre pasillos de los dos mandatarios eclesiales, en el que ratifican su decisión de condenar a una inocente-.

Al mismo tiempo es fácil destacar en la película una manifiesta huída de cualquier secuencia que mostrara los ataques y batallas disputados. Para ello, unas bien insertadas elipsis logran que siempre tengamos la sensación de que a Preminger no le importaban los “grandes momentos” y sí en cambio lo rápido que los que llegaron al poder gracias a la “Doncella de Orleáns”, reniegan de tal forma de la muchacha, hasta finalmente tener que asesinarla en nombre de la iglesia y el estado.

Como señalaba al principio de estas líneas, SAINT JOAN es una propuesta arriesgada y valiente, que no mereció el rechazo recibido. Sin embargo, algunos resabios teatrales –la primera secuencia de la película, tras el inicio del primer flash-back que se desarrolla en el patio del palacio con el futuro rey- y discursivos –la ya citada reunión en sueños de los principales personajes, mitiga en cierto modo el alcance de sus propuestas-.

Calificación: 3

A ROYAL SCANDAL (1945. Otto Preminger) La zarina

A ROYAL SCANDAL (1945. Otto Preminger) La zarina

Hay ocasiones en las que un excesivo seguidismo de la “política de autores”, permite arrinconar películas que, o bien por sus circunstancias, o por resultar piezas quizá molestas para valorar el conjunto de la obra de un realizador, nunca reciben el reconocimiento que merecen. Todo ello, pese a ser en sí mismas productos conseguidos, por más que quizá no se pueda ver en ellas el seguimiento de rasgos de estilo o coherencia en el conjunto de una filmografía. 

Esta es la impresión que me produce A ROYAL SCANDAL (La zarina, 1945. Otto Preminger), una película iniciada por Ernst Lubitsch y concluída por un Otto Preminger que acaba de finalizar la mítica LAURA (1944) y se encontraba bajo contrato para la Fox. Quizá esta circunstancia, el conflicto que propició el abandono del rodaje por parte del conocido realizador alemán, y el propio hecho de que Preminger en todo momento haya renegado de esta película, puedan ser motivos por los que, en líneas generales, la misma ha sido menospreciada y, lo que es peor, siempre omitida. Y es que –como tantas cosas que el cine ha permitido a lo largo del tiempo- muchas veces un rodaje tormentoso o unas circunstancias adversas, han dado como resultado películas magníficas –también, obvio se señalarlo, otras horripilantes o fallidas-. 

En cualquier caso, he de reconocer que me he visto gratamente sorprendido ante el divertido, chispeante, rítmico, excelentemente interpretado y elegantemente realizado film de Preminger – Lubitsch. Una película con la que me he divertido más que con otras obras más reputadas del director alemán –se que parece una herejía, pero así lo pienso-. Es más, y prosiguiendo con esta hipotético desmarque, me atrevo a pensar que la confluencia en el rodaje de ambos realizadores, es el que propicia por un lado la base y el lado irónico de la función –claramente deudor del mundo de Lubitsch-, y por otro una realización funcional pero muy ajustada a la hora de la composición de los planos y los movimientos de cámara en la que se obvien los aspectos de opereta que podrían haberse adueñado de la función –y a este respecto no hay más que recordar referentes tan irregulares como THE MERRY WIDOW (La viuda alegre, 1934)-. En su oposición, nos encontramos prácticamente desde sus primeros fotogramas, con una comedia sutil que va alzando el vuelo, que en ningún momento observa baches de ritmo, ofreciendo un diseño de producción elegante y adecuado, pero al mismo tiempo lejano de los excesos kistch antes mencionados. En su contraste, el film que firmó Preminguer destaca por ejercer como auténtica radiografía –envuelta en los oropeles de la comedia de época-, de los modos del poder e, incluso, la importancia que para la administración del mismo tienen los sentimientos y atracciones de índole sexual. 

Recuerdo asimismo que pocos años después, Preminger firmó otra comedia de claro ascendente literario en la obra de Oscar Wilde. Se trata de THE FAN (1949), y en esta adaptación de “El abanico de Lady Windermere” supo trasladar ese concepto de comedia de aires de opereta, ya predominantes en el título que comentamos, y que en el ejemplo que hemos referido, concluyó en un elegante resultado igualmente menospreciado o ignorado. 

A ROYAL SCANDAL se centra en el entorno de la figura de Catalina la Grande (Tallulah Bankhead). En su corte el más avezado Canciller Nicolai Liyitch, es quien realmente controla el país. En ese contexto, sobre el que se destila la amenaza de una revolución, de repente aparece la figura del Teniente Alexei Chernoff (William Eythe). Se trata de un idealista y apuesto militar que lograr llega hasta la emperatriz y comentarle los planes de traición de los que ha tenido noticias. El atractivo de Chernoff será el detonante para que la zarina muy pronto lo lleve a su entorno y lo ascienda de forma casi automática, obligándole a lucir vistosos uniformes. Pero lo que para la emperatriz no es más que un juego que esconde la no reconocida añoranza de una juventud que se le va de las manos, para el fulgurantemente ascendido oficial supondrá una ocasión de vivir y sentir de cerca el mundo de la corte rusa. Esa fascinación le llevará a distanciarse con su prometida, e incluso finalmente a rebelarse contra su soberana y acaudillar una finalmente frustrada rebelión al descubrir el juego a que ha sido sometido por parte de la juguetona soberana. 

Es indudable que A ROYAL SCANDAL puede entenderse como una reflexión sobre el funcionamiento de los mecanismos de poder, la evanescencia de la juventud, el atractivo de la apariencia… o el propio cinismo de una condición humana que no sabe más aliarse con quien conviene a la hora de mantener el tipo, por más que esa conveniencia no esconda finalmente que la propia lealtad –y ello en la película se manifiesta de forma explícita en el finalmente entrañable personaje encarnado por Charles Coburn-. Pero más allá de las reflexiones que ofrece el material de base, lo cierto es que nos encontramos con una película divertidísima, que contiene una estupenda dosificación de sus secuencias, unos magníficos diálogos –hay que ver lo hilarante que resulta comprobar las veces que se pronuncia el término “your Majesty” por parte del joven soldado-, una mezcla de comedia romántica tamizada por constantes fugas vodevilescas, en la que cabe destacar secuencias divertidísimas como las pataletas y fingimientos de la zarina a la hora de competir y lograr inclinar la balanza de la atracción del joven Chernoff, cuando esta llega a entrar en conflicto con su joven prometida, o incluso aquella en la que recién nombrado jefe de la guardia real está en la taberna junto con un grupo de soldados, que ríen de forma forzada las anécdotas que les está contando y que ellos ya conocen de antemano. 

Pero junto a ello, la película destaca por la nada velada capacidad para las alusiones sexuales, que devienen en una situación en la que la zarina llegará a arrodillarse ante su promocionado cuando está encabezando la rebelión frustrada, y que en las secuencias finales intentará que este responda con un arrepentimiento final que no logrará, aún a pesar de que ello le serviría para salvar su vida. Las secuencias desarrolladas entre Talullah Bankeak y William Eythe resultan, en este sentido, todo un catálogo de insinuaciones sexuales por parte de la emperatriz ante un joven atractivo, que en modo alguno advierte el juego a que está siendo sometido. Por ello resultan francamente hilarantes, al tiempo que en algunos momentos revelen una lucidez y capacidad para la comedia sentimental que resulta totalmente vigente.

No se puede decir que pese al lujoso diseño de producción, la película destaque por una espectacular concepción de su puesta en escena. No faltan las elipsis, los off narrativos y los dobles sentidos. Pero creo que en este caso esa relativa sobriedad beneficia una realización que sí se revela muy ajustada en los movimientos de cámara y encuadres y que, contra lo que se suele señalar en este caso concreto –presumo que por pereza-, beneficia un conjunto caracterizado por su sencillez. 

No me gustaría cerrar estas líneas sin destacar el excelente trabajo del conjunto de actores, empezando por una excelente Tallulah Bankhead –a la que envuelve además una voz muy característica- en una de sus escasas incursiones cinematográficas, y que logra una interpretación que entra en los parámetros habitualmente desempeñados por actrices como Bette Davis, pero que destaca por su modernidad, versatilidad y sentido de la comedia. Todos cuantos le rodean logran no desentonar en el conjunto, pero no me gustaría dejar de destacar la breve aportación –secuencia de apertura y de cierre- de un jovencísimo Vincent Price que ya en los albores de su trayectoria cinematográfica, demostraba ser un extraordinario y sutil comediante. 

Calificación: 3