Blogia
CINEMA DE PERRA GORDA

Vincent Sherman

A FEVER IN THE BLOOD (1961, Vincent Sherman)

A FEVER IN THE BLOOD (1961, Vincent Sherman)

No es la primera ocasión en la que lo afirmo, pero el progresivo repaso a buena parte de su producción, me hace confirmar que en Vicente Sherman se encontraba un notable narrador y exponente de la denominada generación intermedia, capaz por lo general en el seno de Warner Bros, de extenderse en una filmografía dominada por el manejo diestro de diferentes expresiones del melodrama, y que curiosamente en sus últimos años se imbricó en una serie de variantes posibilitadas por el estudio, dentro de una sociedad USA que abría las puertas a un determinado grado de cuestionamiento de sus ejes. Fruto de ello aparecerán a finales de los cincuenta y primeros sesenta, títulos tan atractivos como THE GARMENT JUNGLE (Bestias de la ciudad, 1957) -heredada de un despedido Robert Aldrich, cuando el rodaje ya se encontraba avanzado, en esta ocasión para la Columbia-, THE YOUNG PHILADELPHIANS (La ciudad frente a mí, 1959), y al que cabría añadir A FEVER IN THE BLOOD (1961), que asume el hecho de resultar inédita por completo en nuestro país -ni siquiera hemos contado con edición digital de la misma-. Todo ello, que duda cabe, no puede decirse que apareciera como decisión personal del realizador. Por el contrario, obedecía a las decisiones de unos estudios que apostaban por un aggiorgnamento de sus argumentos, toda vez el código Hays había decaído, en buena medida por la presión de figuras del mundo del cine, entre las que cabría destacar el constante bombardeo propiciado por Otto Preminger.

Dicho esto, no se puede negar que Sherman se acometió al tratamiento de esa actualización argumental, con el background atesorado en su experiencia previa, acertando al mostrar una determinada simbiosis de narrativa clásica con la adopción de determinados rasgos visuales propios de estos nuevos tiempos. Todo ello se ratifica, punto por punto, en A FEVER IN THE BLOOD, que puede aparecer como el auténtico canto de cisne de su aportación cinematográfica, en la medida que con posterioridad solo filmará un par de largometrajes sin significación -uno de ellos, una biografía sobre Cervantes rodada en nuestro país- adentrándose por el contrario en una muy extensa y poco distinguida andadura en el medio televisivo. Basada en un argumento de Roy Huggins -también productor de la película-, Harry Kleiner y William Pearson, la película se dirime en realidad en el ámbito de la pugna política de tres probables aspirantes el cargo de gobernador de un estado, los cuales tomarán como base la manipulación del ámbito de la Justicia, del que dependen de manera más o menos cercana. Uno de ellos es el juez Leland Hoffman (Efren Zimbalist Jr.), caracterizado por la rectitud de su comportamiento. Otro de los candidatos es el ambicioso fiscal Dan Callahan (Jack Kelly) y, por encima de ellos, se encuentra el veterano y amoral senador Alex S. Simon (un brillante Don Ameche, que acierta al bandear su personaje desde la comedia ligera hasta los matices oscuros), casado con la joven Cathy (esplendorosa Angie Dickinson), secretamente enamorada de Hoffman, varios años viudo. La novedad del asesinato de la esposa del sobrino del ex gobernador del estado -encarnado de manera brillante por un veterano Herbert Marshall- será vista como una oportunidad por parte de Callahan para revindicar una candidatura personal que había esbozado poco antes con Leland, ayudándose para ello con los trapicheos de su fiel colaborador, el veterano sargento Mickey Bears (Jesse White). Al mismo tiempo, Leland intervendrá para asumir como juez la vista, interviniendo más tarde Simon al intentar sobornar al magistrado, al que ofrecerá ser juez federal si en un momento determinado acepta la petición de nulidad de la vista, que intuye se planteará en la misma en un momento dado.

Las piezas de la película se ofrecen de manera clara en un relato que, justo es reconocerlo, se disfruta con interés. Que jamás carece de sentido del ritmo, y que se ve beneficiado además por un montaje dominado por la inmediatez -obra de William H. Ziegler-, capaz de proporcionar a los diferentes episodios que intercalan las acciones de sus protagonistas una pátina de modernidad visual. La película se iniciará con un episodio percutante, la descripción del asesinato protagonista, a través de una planificación que por momentos aparece como un precedente de la que iniciaba la extraordinaria THE NAKED KISS (Una noche en el hampa, 1964) de Samuel Fuller. Desde el primer momento sabemos que el jardinero Thomas Borely (Robert Colbert) -alguien con brotes psicóticos muy bien expresados en sus breves apariciones en el relato- es el autor del crimen, por lo que nuestra visión siempre tiene presente que la vista está jugando con la vida de un inocente, al que literalmente se está utilizando como ‘carnaza’, pese a que los indicios sean proclives a su acusación.

Quizá tomando como referente la cercana ANATOMY OF A MURDER (Anatomía de un asesinato, 1959) del ya citado Preminger, lo cierto es que el film de Sherman destaca por la franqueza -siempre con tinte sensacionalista- sexual de su propuesta -en un momento dado se expresará en la vista la incesante vida sexual de la asesinada-. La cámara demostrará una notable agilidad a la hora de cubrir el centro de los acontecimientos narrados, o en la incorporación de los actores dentro del encuadres acertando al trasladar a espectador esa tensión latente entre ellos, por más que en líneas generales la misma se exprese siempre con encuentros donde la dureza del enfrentamiento quede tamizada de modales civilizados. Sin embargo, si algo echo de menos en A FEVER IN THE BLOOD es densidad. No cabe duda que sus dos horas de metraje discurren con celeridad, pero no deja de resultar evidente que uno añora una mayor capacidad de introspección psicológica a partir de la ambición de su base argumental, que no siempre su director acierta a convertir en auténtica profundidad cinematográfica. Es cierto que nos podemos quedar con el tratamiento del asesino -esa panorámica que describe su turbación cuando abandona la sala como testigo, al ser encuadrado desde la tribuna del jurado-, por más que la resolución final del caso aparezca un tanto peregrina y forzada. Me quedaré asimismo con las secuencias protagonizadas por los dos latentes amantes – Zimbalist y Dickinson- revestidas de intensidad y verdad, o con esa bien elegida galería de veteranos secundarios que aparecen como entregados colaboradores en las campañas de los candidatos. Pero fundamentalmente, destacaría dos episodios que elevan la intensidad de este, con todo, más que apreciable drama judicial. De un lado, la intensidad con la que el abogado defensor (inesperado Ray Danton) logra acorralar a Bears, haciendo con ello palanca para demandar la anulación del juicio, y llegando a insuflar a la narración de momentos espectaculares. El otro, la celebración del 4 de julio por parte del partido que se encuentra a punto de celebrar sus primarias, y que por su configuración me recordó instantes similares de la inmediatamente posterior THE MANCHURIAN CANDIDATE (El mensajero del miedo, 1962. John Frankenheimer)

Calificación: 2’5

FLIGHT FROM DESTINY (1941, Vincent Sherman)

FLIGHT FROM DESTINY (1941, Vincent Sherman)

FLIGHT FROM DESTINY (1941) es el cuarto de los cerca de treinta largometrajes que jalonaron la carrera cinematográfica de Vincent Sherman, realizador especialmente inserto en la producción de Warner Bros- Un brillante especialista en los contornos del melodrama y, en su conjunto, cuando he tenido la posibilidad de acercarme a una parte importante de su filmografía, no dudo en definir como un elegante hombre de cine, merecedor de una mayor consideración, a la que el destino le ha proporcionado. Nos encontramos dentro de esos primeros pasos en su trayectoria, que inició con una curiosa producción dentro del género de terror -THE RETURN OF DR. X (1939), con un insólito Humphrey Bogart ejerciendo como insospechado vampiro-. Es decir, que aún situándose dentro del ámbito de producción de la serie B de la Warner, Sherman se iría fogueando con pequeños títulos hasta que su peso en el estudio se reveló de significación. En concreto, tras el rodaje del título que comentamos, nuestro director se embarcó en dos de los títulos suyos que más aprecio; UNDERGROUND (1941), vigoroso relato antinazi, y el inmediatamente posterior ALL TROUGH THE NIGHT (1942), valiosa mixtura de comedia newyorkina que proponía otra mirada en torno a las amenazas del nazismo en el propio suelo USA.

No puede decirse, pese a todo ello, que FLIGHT FROM DESTINY se encuentre a su altura. Relato de ajustada duración dominado por desequilibrios y servidumbres, alberga a su favor el hecho de considerarse una auténtica rareza, en la que su indefinición genérica es la que a fin de cuentas aparece como su mayor rasgo de estilo. En realidad, esta pequeña producción aparece como un extraño morality play destinado a describir la andadura de un afable profesor de filosofía -Henry Todhunter (Thomas Mitchell)-, que descubre la cercanía de su muerte en un radio de acción de unos seis meses. Dicha circunstancia, por un lado le llevará a enfrentarse con el rector de la universidad en la que ejerce, que lo retira de las misma para evitar un desvanecimiento y, por otro, a vivir una tertulia junto a un grupo de colegas, en la que surgirá de manera tan libre como inquietante la posibilidad redentora de efectuar un crimen, en alguien cuya eliminación proporcione un bien a la sociedad. Será un razonamiento que se albergará en la mente de Todhunter quien, conforme se va acostumbrando a la cercanía de su extinción irá interiorizando una extraña sensación de inmortalidad. Pese a que en un primer momento la idea quede en un segundo término, la llegada a su casa de una atribulada y joven Betty Farroway (Geraldine Fitzgerald) -gran amiga de este- compartirá con el veterano profesor las difíciles circunstancias que vive con su esposo, el prometedor pintor Michael Farroway (Jeffrey Lynn) quien se ha despegado por completo de ella. Michael fue uno de los alumnos preferidos de Todhunter, y contemplará junto a Betty -ambos dentro de un taxi- el beso que este se intercambiará con Ketti Moret (Mona Maret). El profesor descubrirá que se trata de una ambiciosa representante en una galería de arte, poniéndose en contacto con ella y pidiéndole que deje en paz a Michael. Ketti hará caso omiso de dicha petición, pero Todhunter intentará bucear en su pasado familiar para confirmar las sombrías sospechas de suponer alguien desprovisto de escrúpulos.

Será el momento en que el viejo profesor recuerde aquella cercana tertulia, intentando presionar a la galerista para que se aleje de ese entorno corrupto y de falsificaciones que ha inoculado a Michael. Antes lo habrá hecho el propio interesado, marchándose sin ver en esta, cualquier indicio de rectificación por parte de la calculadora Kitty. Consciente de esta situación, el viejo Todhunter no dudará en liquidarla culpando los agentes de la Ley a Michael del crimen, aunque el viejo profesor se declare autor del mismo, pese al escepticismo de la policía.

Lo señalaba al inicio de estas líneas. Lo mejor y lo peor al mismo tiempo de FLIGHT FROM DESTINY reside en la singularidad de su planteamiento, y la dispar confluencia de géneros que atesora la adaptación de la historia de Anthony Berkeley, erigida en un singular morality play que asume en su inicio un tono de comedia -el diálogo entre su protagonista y un portero, a la entrada del edificio médico- pronto mutado en una mirada más sombría una vez conozcamos la cercanía de la muerte del viejo profesor. Lo cierto es que uno de los lastres del film de Sherman reside en el servilismo hacia esa parsimonia que rodean las largas parrafadas que brinda el rol protagonista, más allá de la correcta -más no extraordinaria- performance de Thomas Mitchell, más brillante por lo general en roles secundarios, sobre todo si era dirigido por un gigante como John Ford. Dicha circunstancia tendrá un peso superior en la primera mitad del relato. Por fortuna, este irá virando hacia una progresiva tonalidad sombría proyectando una mirada revestida de misantropía en torno a la galería de personajes y situaciones planteadas, acercándose su plasmación visual a los confines del noir y, en ciertos instantes -la brillante secuencia de la muerte de la galerista- con un aura cercana a la del cine de terror ligada con una cierta aura sobrenatural. Es cierto que el realizador plasmará sobre todo en esa segunda mitad una planificación ágil, ayudada por un montaje dinámico muy propio de la producción del estudio. Ese progresivo descenso en el infierno ayudado por unos oportunos giros de guion, son los que proporcionarán los suficientes elementos de interés a una pequeña pero curiosa película en la que se destila cierta aureola moralista, y donde el estudio obligó a modificar el final, insertando la lectura de una carta del profesor condenado, instantes antes de ser ejecutado en la silla eléctrica, en la que sorprende la diversidad de planteamientos de género asumidos, que quizá hubiera ganado de albergar más riesgos dramáticos en su desarrollo, pero en la que personalmente me quedaría con la presencia y desarrollo del personaje de la joven esposa encarnada por la excelente Geraldine Fitzgerald. Hay en la película un primer plano de esta, mientras atormentada se vuelve apoyada en la pared junto a la chimenea, desahogándose con el viejo protagonista, en donde a mi modo de ver se da la medida de donde habría podido llegar este pequeño drama sobre la relatividad de la ética y la existencia.

Calificación. 2’5

ADVENTURES OF DON JUAN (1948, Vincent Sherman) El burlador del Castilla

ADVENTURES OF DON JUAN (1948, Vincent Sherman) El burlador del Castilla

Creo que el paso del tiempo ha posibilitado una cierta reivindicación en la figura del norteamericano Vincent Sherman. Un revisionismo que está enmarcado dentro de un progresivo reconocimiento de aquellos melodramas -o films ‘de mujeres’- que durante décadas se consideraron de manera despectiva -un servidor siendo adolescente los odiaba- que tuvieron un especial predicamento durante los años 40 y primeros 50 en la Warner. Sherman fue uno de los más expertos practicantes de dicha corriente, consagrándose en títulos destinados al lucimiento de las grandes estrellas femeninas del estudio -Bette Davis, Joan Crawford, Ann Sheridan…- que hoy aparecen dominados por su frescura e intensidad, y de los que me gustaría destacar el magnífico THE DAMNED DON’T CRY (1950) -con una abrasadora química entre la Crawford y Steve Cochran-. Sin embargo, en la filmografía de Sherman -que se extiende entre finales de los años treinta e inicios de los sesenta, antes de destinarse por completo al medio televisivo- se encuentra desde un curioso film de terror que supuso su debut cinematográfico -THE RETURN OF DOCTOR X (1939)-, un contundente relato antinazi -UNDERGROUND (1941)-, hasta una divertida variación del noir con ALL THROUGHT THE NIGHT (1942). Señalo todos estos exponentes, en la medida que avalan la versatilidad del realizador, y al mismo tiempo permiten configurar la presencia de la atractiva ADVENTURES OF DON JUAN (El burlador del Castilla, 1948), primera incursión de Sherman en una reconstrucción de época, una determinada vertiente del cine de aventuras y, lo que es más importante, la presencia de color en sus imágenes. Y hay que decir que esta combinación quizá descabellada para el director, en una propuesta que está erigida al servicio de la figura de un Errol Flynn a punto de adentrarse en la madurez, se resuelve con notable acierto.

Hay tres cosas que llaman la atención desde los primeros compases de ADVENTURES OF DON JUAN. Dos de ellas proceden de su diseño de producción; la belleza de su Technicolor a cargo del director de fotografía Elwood Bredell -y en el que no dudo tendría una importancia esencial el aporte de la técnica de color Natalie Kalmud- y el lujo de su escenografía y vestuario -faceta en la que recibió el Oscar de la Academia de Hollywood-. Junto a ello, sorprenderá el tono festivo con que se inicia la película al presentar una de las conquistas amorosas del impenitente noble español Don Juan de Maraña (Flynn) en tierras inglesas. Será uno de los elementos más característicos de esta notable producción de Jerry Wald; el de introducir una vertiente de comedia, que se extenderá a lo largo de diversos pasajes del relato, todos ellos combinados con bastante pertinencia con la vertiente caballeresca y incluso bizarra del conjunto.

Don Juan ha provocado con esa inoportuna conquista un auténtico problema frustrando una boda de estado fraguada por la reina de España. El embajador en Inglaterra, don José, conde de Polon (Robert Warwick) lo enviará de retorno hasta la península ibérica con una recomendación, y al mismo tiempo acallar la ira de la monarca. Acompañado de su fiel escudero Leporello (Alan Hale) retornará hasta Madrid, en donde pronto observará que se están viviendo tiempos convulsos, puesto que el rey Felipe III (Romney Brent) en realidad gobierna al dictado del avieso Duque de Lorca (Robert Douglas), su valido, empeñado en una política bélica de expansión del imperio centrada en su lucha contra Inglaterra. La reina Margarita (Viveca Lindfors) se encuentra distanciada de este último y opuesta a su marido al ver su dependencia. Es por ello, que pese a las reticencias que mantendrá con Maraña muy pronto simpatizará con él, sobre todo debido a la distancia que este mantendrá con Lorca, del que desde el primer momento adivinará su mezquindad y anhelo de poder. La monarca propiciará que este dirija la escuela de esgrima, y de manera paulatina se irá afianzando el acercamiento entre ambos, hasta que un nuevo lance amoroso obligue a nuestro protagonista a huir de la corte. Al mismo tiempo, el entorno de Lorca ha hecho preso a Polon, obligándole a revelar el destino de una gran cantidad de dinero de la que es responsable. Don Juan conocerá la traición que el valido del monarca está propiciando contra este al conocer el apresamiento del viejo embajador. Cuando va a comunicar a los monarcas dicha noticia será hecho preso por Lorca, que ha decidido junto a sus hombres usurpar el poder de los reyes mientras que encarcela al espadachín. Este será liberado por Leporello y uno de los hombres de confianza de la corte rescatando del mismo modo a Polon y retornando todos a palacio, no sin aglutinar en torno a ellos a los oficiales de la escuela de esgrima.

Como señalaba al inicio, si por algo destaca ADVENTURES OF DON JUAN es en la perfecta incardinación de sus diferentes vertientes genéricas, con especial significación en la incorporación de una saludable veta de comedia, en la que quizá tenga no poco que ver la presencia como coguionista del experto comediógrafo Harry Kurnitz. Y es significativa esta presencia, en la medida que solo recuerdo otro precedente de dichas características -THE BLACK SWAIN (El cisne negro, 1942. Henry King)- hasta que años después esta vertiente más o menos desmitificadora tuviera una presencia generalizada. Junto a ello, resulta atractivo contemplar como en dicha base dramática se traslada deformada buena parte de la historia y leyenda del gran imperio español incorporando elementos como la figura histórica del conde Duque de Olivares o la del inmortal pintor Velázquez, presentes en la película de manera deformada. Sin embargo, por encima de estas singularidades. Por encima incluso de la adulteración del entorno de la ciudad de Madrid, convenientemente modificada con ascendencia andaluza, lo cierto es que el film de Vincent Sherman deviene un producto casi modélico en su ritmo y gradación. Se trata de una prolongación de aquellos swashbucklers que años atrás protagonizara el propio Flynn, especialmente con Olivia de Havilland. Y hay que reconocer que esa nueva apuesta con un protagonista ya más maduro aparece coronada con el éxito, ya que Sherman acertará al dominar la fastuosidad y dinamismo de sus secuencias más espectaculares -el duelo con que culminará la película puede erigirse como uno de los más brillantes de la historia del género, en el que no se sabe admirar más, si su brillante montaje, el aprovechamiento de la escenografía de la gran escalera, o la elegancia de Sherman a través de sus movimientos de cámara-. También resaltará el brillante tratamiento brindado de la espectacular escenografía del palacio real. O la atmósfera siniestra y bizarra que definirán todas las secuencias descritas en las mazmorras y estancia de torturas. Todo parece obedecer al aprovechamiento de una fórmula que aparecía ya casi periclitada pero que, contra todo pronóstico vuelve a triunfar. Y es que, bajo mi punto de vista, lo más valioso de esta brillante película reside en la complejidad que brinda de su protagonista, del que Errol Flynn ofrece un magnífico retrato, enriqueciendo y combinando su impenitente aura de seductor con una creciente conciencia de que su mundo se encuentra en realidad muy lejos del entorno de la corte. Es por ello que uno de los rasgos más brillantes de esta ADVENTURES OF DON JUAN reside en la intensidad y sensibilidad que se marcará en la relación de este con la reina Margarita, de la que una insospechada Viveca Lindfors ofrece una interpretación magnífica, revistiendo sus escenas íntimas ‘a dos’ una sorprendente química. De tal forma sus pasajes finales, una vez retornada la normalidad a la vida de la corte, con esa renuncia de ambos a vivir la sinceridad de su amor entroncadas con la experiencia de Sherman en el ámbito del melodrama, revisten una extraña sensación de autenticidad y confirmen la valía de esta pequeña perla del cine de capa y espada, en la que personalmente tan solo reprocharía la estridente y en ocasiones machacona partitura musical de Max Steiner.

Calificación: 3

THE YOUNG PHILADELPHIANS (1959, Vincent Sherman) La ciudad frente a mí

THE YOUNG PHILADELPHIANS (1959, Vincent Sherman) La ciudad frente a mí

Al igual que el resto de géneros, la segunda mitad de los años cincuenta, registró un extraordinario florecimiento del melodrama, que tendría su máxima expresión en la obra de Douglas Sirk. Pero junto a su aporte, a su exquisitez visual y su garra crítica y transgresora, aparecerían numerosas muestras, caracterizadas por su actualización de temas, venciendo en ellos los últimos compases del lamentable ‘Código Hays’. Es decir, los mèlos de este periodo, se caracterizarán por su lenguaje abierto, y por plantear cuestiones -fundamentalmente de índole sexual- que, en periodos precedentes, habían tenido que quedar, como mucho, latentes en el fuera de campo. Es cierto que este ámbito, permitirá exponentes de gran éxito y, a mi juicio, pobres cualidades, como el PEYTON PLACE (Vidas borrascosas, 1957), realizado por Mark Robson. Pero durante décadas, se ha omitido la presencia de títulos en su momento escasamente apreciados, puestos en marcha con evidente alcance comercial, al servicio de grandes estrellas, pero que al mismo tiempo estaban dotados de solidez y brillantez, realizados en no pocas ocasiones, por veteranos profesionales, que conocían a la perfección los resortes del género, y supieron adaptarse a la perfección a este ámbito de mayor permisividad. Estoy hablando de -entre otros muchos- títulos como UNTIL THEY SAIL (Tres secretos, 1957. Robert Wise), TEN NORTH FREDERICK (10, calle Frederick, 1958. Philip Dunne) o MARJORIE MORNINGSTAR (1958, Irving Rapper). Películas todas ellas, rodadas por directores con experiencia que, en su momento, muy pronto fueron dejadas al olvido de cualquier consideración, revelando muchos años después, la vigencia de sus postulados.

Uno de esos muchos ejemplos, lo brinda a mi juicio THE YOUNG PHILADELPHIANS (La ciudad frente a mí, 1959), probablemente la última obra brillante de Vincent Sherman. Sherman, fue un director mucho más solvente de lo que se reconoció en su momento, atesorando en su obra, melodramas noir de la categoría de THE DAMNED DON’T CRY (1950), estableciendo en su conjunto, una atractiva filmografía, extendida a una treintena de títulos, y que a partir de esta película, se inclinó de abrumadora al ámbito televisivo, concluyendo su aportación para la gran pantalla en España, con la biografía CERVANTES (Idem, 1967), que jamás he podido contemplar -aunque parece que no me pierdo nada-. THE YOUNG PHILADELPHIANS, auspiciada por la Warner, uno de los estudios que más se inclinó por el género en este periodo, es un producto destinado al lucimiento de la ya consolidada estrella, llamada Paul Newman, partiendo de un folletinesco guion de James Gunn, a partir de la novela de Richard Powell.

La película se inicia en los años 20, antes del nacimiento de su protagonista, describiendo la boda de Kate Judson Lawrence (Diane Brewster), con el heredero de acaudalada familia William Lawrence (Adam West). Desde el exterior de la parroquia, contemplará desolado la salida de los novios de la misma Mike Flannagan (Brian Keith), eterno enamorado de Kate, asumiendo la pérdida de su pasión. Sin embargo, en la misma noche de bodas, la novia comprobará con horror que William es impotente, incapaz de poder corresponderle como marido, huyendo atormentado y, muy poco después, matándose en un accidente. Esa misma noche, totalmente desolada, Kate acudirá al amparo de Mike, entregándose a él. Pasan los años, y el fruto de aquella dolorosa noche de amor, se convertirá en el joven, voluntarioso, emprendedor y ambicioso Tony Judson Lawrence (Newman), quien alterna sus estudios judiciales, con su trabajo en una firma de construcción que comanda Mike -del que, en todo momento, desconocerá se trata de su auténtico padre-. De manera casual, conocerá a la joven y atractiva Joan Dickinson (Barbara Rush), hija del veterano y prestigioso abogado Gilbert Dickinson (John Williams), estableciéndose entre ellos un muy rápido romance, que llegará al punto de decidir casarse de inmediato. Una astuta maniobra del padre de esta, permitirá que la boda se frustre, sembrando al mismo tiempo el resquemor entre la joven pareja, hasta el punto que Joan se case con uno de sus antiguos amigos, Carter Henry. Un golpe de fortuna, llevará a Tony al ámbito del reconocido letrado John Wharton (Otto Kruger), logrando un acercamiento a su bufete, mediante el impulso que la joven mujer de este -Carol Wahrton (Alexis Smith)-, perdidamente enamorada del protagonista-, propiciará a su marido. El joven letrado irá acrecentando su prestigio, especializándose en cuestiones de impuestos, logrando una consolidación casi desorbitada, que incluso le permitirá escuchar el ofrecimiento, para presentarse como candidato a la Alcaldía de Philadelphia, que rechazará. Al mismo tiempo, después de su estancia en la guerra de Corea, tendrá noticias que el esposo de Joan ha muerto en la contienda. De este modo, de manera paulatina se irá estrechando un nuevo acercamiento entre ambos, que casi estará a punto en fructificar en esa tan deseada boda. Sin embargo, un nuevo foco de conflicto, pondrá en tela de juicio la meteórica carrera de Tony; la acusación de asesinato de su fiel amigo Chester A. Gwynn (Robert Waughn), que resultó tiempo atrás, manco de un brazo en su combate en Corea, y del que hacía tiempo, no tenía el más mínimo contacto. Considerado como la oveja negra de la familia Stearnes, será el momento en el que nuestro joven protagonista, reflexionará en esa huida del terreno de la ambición, que ha protagonizado hasta entonces, para intentar reencontrarse con sus propios ideales de honestidad.

Puede decirse que THE YOUNG PHILADELPHIANS es un folletín. Pero lo es en buena lid, con una serie de ingredientes de probada eficacia, cocinados a la perfección, por un Vincent Sherman, que supo adaptarse a las circunstancias y posibilidades argumentales de finales de los cincuenta, llevando a la pantalla un relato repleto de giros argumentales, elementos tradicionales del melodrama, dosis considerables de pulsión sexual -que son articuladas con brillantez, jugando sobre todo con el fuera de campo-, sin estar excluido del relato, ese componente crítico, en torno a la hipocresía y el puritanismo de las clases altas norteamericanas ni, por el contrario, la ambición, rayana en el arribismo, de jóvenes cachorros como el protagonista, para lograr traspasar las barreras de clase que les imprimen sus orígenes humildes.

Todo ello, conformará un coctel combinado casi a la perfección, permitiendo de entrada que, pese a sus más de 130 minutos de duración, el film de Sherman se devore como si transcurriera en un instante. Esa capacidad de síntesis, irá dada de la mano de una enorme precisión, a la hora de definir el entramado psicológico de todos y cada uno de sus personajes, descritos a través de los bloques narrativos establecidos en un relato, que sabe orillar su discurrir por un sendero de convenciones, a través de una constante convicción cinematográfica. Antes lo señalaba. Nos encontramos ante un producto, establecido para apuntalar el ascenso al estrellato de Paul Newman, y hay que decir que se trata de uno de los más valiosos títulos iniciales de su carrera -incluso por encima, de algunos más prestigiados y discutibles, firmados por Robert Wise o incluso Richard Brooks-. Es más, considero que Sherman acierta a frenar en buena medida -no siempre-, los excesos ‘Actor’s Studio’, del joven intérprete, al que muestra desplegando su galanura, bien secundado por una estupenda Barbara Rush y, sobre todo, magníficos secundarios, entre los que no dudaría en destacar a Brian Keith, Otto Kruger, o una extraordinaria Alexis Smith, que protagonizará junto a Newman, uno de los pasajes más intensos de la película. Será aquel, en que esta se humillará en plena noche, yendo hasta la habitación del protagonista -que simula dormir, semidesnudo-, ofreciéndose a él de manera casi irresistible, teniendo Tony que simular una propuesta de matrimonio, que esta no estará dispuesta a aceptar, agradeciendo sin embargo a su amado la misma.

Provista de un admirable sentido de la fluidez, acompañada de un magnífico montaje de William Ziegler, una contrastada fotografía en blanco y negro de Harry Stradling, y un vigoroso fondo sonoro, del entonces tan en boga Ernest Gold, THE YOUNG PHILADELPHIANS, es uno de tantos cantos de cisne de un género, el melodrama, que en aquellos fértiles años, estaba iniciando su declinar, pudiendo albergar en sus contenidos, temáticas y contenidos hasta entonces vedados pero, al mismo tiempo, volviendo a utilizar en su desarrollo las recetas del clasicismo cinematográfico. Es cierto que algunos elementos o subtramas, a mi modo de ver, se desarrollan sin la suficiente credibilidad -la rapidez con la que Tony y Joan, pasan de la aspereza en su reencuentro, al retorno en su frustrada relación sentimental-. Serán no obstante, lunares menores para un conjunto más que sólido, que sabe sortear los riesgos de una gran producción, para albergar incluso intensidad en no pocos de sus instantes, y que nos traslada a ese ámbito de febril producción en un género y, en general, al conjunto del cine americano de su tiempo, en el que incluso figuras tan veteranas como Vincent Sherman, acertaban al plantear productos llenos de sabiduría y densidad.

Calificación: 3

IN OUR TIME (1944, Vincent Sherman)

IN OUR TIME (1944, Vincent Sherman)

IN OUR TIME se rueda en 1944, en plena ofensiva norteamericana contra el nazismo. Era un ámbito temporal en que el mundo de Hollywood echó el resto, a la hora de favorecer un contexto de producción, que generara en su sociedad, una sensación de identificación en torno a la implicación de su ejército. Y ello se contagió, dentro de un contexto, en aquel entonces decididamente progresista, que solo se rompería, con los primeros pasos de la tristemente célebre Caza de Brujas auspiciada por el siniestro Joseph McCarthy. Nos encontramos, pues, en un entorno realmente intenso y favorecedor, que no solo potenciaría la implicación de cineastas de primerísima fila, sino incluso en otros profesionales quizá menos prestigiosos, que encontraron en aquel ámbito de producción, un especial motivo de inspiración, tanto por su propia implicación personal, como ante el hecho de contar con magníficos equipos técnicos y artísticos.

Es el caso, bajo mi punto de vista, de esta atractiva propuesta, con la que Vincent Sherman logró el potente diseño de producción de la Warner, demostrando que cuando se encontraba con un proyecto que le atrajera -ALL THROUGHT THE NIGHT (1942), THE DAMNED DON’T CRY (1950)-, podía brindar un resultado magnífico, como está muy cerca de suceder con IN OUR TIME, melodrama descrito en el ámbito de la invasión alemana en tierras polacas. La película se inicia, con la sensual y personalísima voz en off de la joven Jennifer Whittredge (Ida Lupino). Es la secretaria de una antipática y egocéntrica anticuaria -Mrs. Bromley (Mary Boland)-, con la que viaja en tren desde Inglaterra hasta Polonia en 1939, para comprar viejos objetos -la manera con la que se presenta a la anticuaria, devorando glotonamente bombones, y ofreciendo a su secretaria aquellos que no le gustan, define a la perfección su altanería-. Ya en el camino, una inesperada parada del tren, llevará a Jennifer a contemplar los primeros indicios del nazismo -una cacería en la que se encontrará con alguien determinante en su futuro-. Sin embargo, durante la visita a un anticuario, la muchacha tendrá un inesperado encuentro, con el que pronto descubrirá, se trata del componente de una respetada familia polaca. Él es el conde Stefan Orwid (Paul Henreid), estableciéndose entre ambos una inmediata y casi incomprensible corriente de simpatía. Ambos se verán de nuevo en una actuación de ballet, intensificándose una relación en muy pocos días, pese al servilismo que Stefan mantiene con su madre -Zofia (encarnado por la mítica Allia Nazimova), e incluso por su adulta hermana Janina (Nancy Coleman). Todos ellos, siempre serviles, al auténtico mecenas de la familia, el poco recomendable conde Pawel Orwid (Victor Francen, a sus anchas en este rol revestido de villanía), del que se irá destilando una ambigua y creciente colaboración con los nazis, antes de que estos se decidan a invadir Polonia.

De manera casi inmediata, se irá fraguando la relación entre Jennifer y el siempre galante Stefan, en el fondo un hombre ocioso, que hasta ese momento no se ha preocupado por consolidar una vida activa, y solo preocupado en una elegante vivencia mundana. Revestidos ambos de una pasión casi incontrolable, este le planteará matrimonio, y la llevará a su entorno familiar, contando con el recelo de su madre y hermana, y el único apoyo de su anciano y juicioso tío Leopold (Michael Chekhov), en todo momento preocupado por el avance de los nazis. Debido a dicha circunstancia, y a la reserva con que será recibida por el por otra parte, lúcido conde Pawel, la muchacha huirá del compromiso adquirido, reenganchándose con su jefa con destino hasta Inglaterra. Sin embargo, en el último momento atenderá la llamada de Stefan, y se casará con él, viviendo con su familia, y aceptando el rechazo de su suegra y cuñada. Pese a esa extrema hostilidad, poco a poco, Jennifer irá haciendo entender a su esposo, la posibilidad de convertirse en un hombre útil, haciendo rentable su hacienda y, con ello, evitando la dependencia con su tío, al tiempo que, modernizando los métodos para recolectar la cosecha, obteniendo mejores beneficios, y mejorando las condiciones de sus agricultores. Pese a las dificultades, todo parecerá ir a pedir de boca. Incluso por sugerencia de Jennifer, Stefan celebrará una fiesta de fin de cosecha con todos sus trabajadores, en el interior de la mansión, aspecto que incluso será bien visto por su propia madre. Sin embargo, en medio de la celebración se escucharán los sonidos de la guerra; los nazis comenzarán con el bombardeo de Varsovia y, con ello, la llamada a las filas de Stefan. Será el inicio de un calvario, pero al mismo tiempo la demostración plena de un hombre totalmente cambiado, consciente de su compromiso con el país. El asedio será inclemente por los nazis, pero de manera sorprendente Stefan aparecerá por el exterior de la mansión como insospechado superviviente. Será el inicio de una catarsis, en la cual todos los que de algún modo viven en torno al mundo de los Orwid, se verán puestos ante un destino en sus vidas, por más que el mismo sea su propia extinción.

Si algo hay que destacar en IN OUR TIME, es la convicción con que se encuentra realizada. Ese sentido del compromiso dramático, que hará creíble en la pantalla, una historia urdida con entusiasmo por Howard Koch -CASABLANCA (Idem, 1942. Michael Curtiz)- y Ellis St. Joseph, y que Vicente Sherman traslada con un sentido de la inmediatez, combinando el aura romántica de su enunciado, con una creciente dosificación de su densidad dramática. Algo que se sustentará en un notable sentido del ritmo -magnífico el montaje brindado por Rudi Fehr-, contando con una iluminación en blanco y negro, obra del gran Carl Guthrie, que sabrá evolucionar desde sus elementos puramente dramáticos, con otros, insertos sobre todo en su parte final, donde un aura casi sobrenatural, caracterizará los últimos minutos del relato. El film de Sherman deviene, por tanto, como la plasmación de un despertar por parte de Stefan, hasta su encuentro con Jennifer, un hombre tan amable como pasivo, hasta su conversión en alguien lleno de convicción íntima. Que ha sabido encontrar en los recovecos de su persona, su razón de ser. Su destino último. Para ello, habrá sido de capital importancia la relación que se mantendrá con la que se convertirá su esposa, capaz de hacerle emerger del círculo vicioso de su familia. Una conversión en un hombre valiente, activo y aguerrido, en el que tendrá una gran importancia, la inesperada química establecida entre Ida Lupino y Paul Henreid -este último en uno de sus mejores roles en la pantalla-, capaces de transmitir al espectador, ese proceso por el cual una joven insegura y un hombre diletante, se convertirán en una pareja de sólidos principios, capaces en el último momento, de encontrar en la familia del segundo, ese respeto hasta entonces velado.

Antes lo señalaba, el gran acierto de IN OUR TIME, reside en la convicción con la que está realizada. En la capacidad que alberga, de plasmar esa pasión amorosa establecida entre los dos protagonistas. En la modulación que adquiere un relato que, de manera paradójica, se hará más emocionante y vibrante, cuando veamos a sus protagonistas, imbricarse en un destino abocado a un final trágico. En el que las miradas tendrán una singular importancia -la secuencia de la función de ballet-. Y en el que, y esto adquiere una singular importancia, todos sus personajes, incluso aquellos de índole secundaria, se encuentran bien modulados dramáticamente, hasta el punto de no olvidar en todos ellos su matiz de humanización. Es algo que podremos percibir en esa anticuaria, cuando se despida de Jennifer en la estación, pero, sobre todo, tendrá su expresión más rotunda, cuando la madre de Stefan y la propia Janina -escondiendo una soterrada atracción incestuosa con su hermano-, reconozcan la impronta positiva que Jennifer ha proporcionado a todos ellos. Es más, esa humanización se extenderá hasta el propio Pawel, hasta entonces entregado por completo en su coqueteo con los nazis, admirando en silencio la valentía demostrada por su sobrino.

Apenas reconocida y reseñada con el paso del tiempo, por lógica carente de estreno comercial en la España franquista de su tiempo, IN OUR TIME es una muestra del buen hacer de Hollywood, y su capacidad para conectar mediante su dramatización cinematográfica, con el estado de ánimo del momento.

Calificación: 3

ALL THROUGHT THE NIGHT (1941, Vincent Sherman)

ALL THROUGHT THE NIGHT (1941, Vincent Sherman)

¿Se puede imaginar cualquier aficionado, encontrar en pleno fragor de la producción policíaca y noir de la Warner Bros, con una propuesta que aunara dicho ámbito, el mundo irónico de los bajos fondos tan habitual en la literatura de Damon Runyon –por más que no participe directamente de los créditos del film-, y una perfecta y casi delirante combinación de elementos de misterio con diálogos y situaciones de comedia, todo ello entremezclado dentro de un relato con nada solapados ribetes antinazis, un ritmo trepidante, y situaciones que parecen heredadas del más alocado títulos de los Marx Brothers? Pues bien, todo ello es lo que ofrece este sorprendente ALL THROUGHT THE NIGHT (1941), firmado con rara inspiración y sentido del ritmo por el irregular pero en numerosas ocasiones competente hombre de dicho estudio que fue Vincent Sherman, y que legó con este título y el bastante posterior THE DAMNED DON’T CRY (1950), las más altas cotas de calidad de su filmografía. Lo singular en esta ocasión es que con esta película nos encontramos con un extraño cruce y referente en su configuración, de los que se podrían aportar títulos tan dispares en apariencia como el inmediata posterior, muy conocido y divertidísimo ARSENIC AND OLD LACE (Arsénico por compasión, 1944. Frank Capra) –de la que retoma su estudio de procedencia y la presencia de Peter Lorre en el reparto-, o el mucho menos valorado pero no menos brillante A NIGHT TO REMEMBER (¡Qué noche aquella!, 1942. Richard Wallace). Estoy por suponer que pese a sus diferencias argumentales y de procedencia, estas dos últimas no dejaron de mirar de reojo el acierto y, por que no decirlo, la capacidad de riesgo que podría plantear una propuesta que oscila, casi de plano a plano, entre una vertiente de comedia, con elementos sórdidos y criminales. Una vez más, también en el ámbito y el límite de la parodia, unos se imitaban a otros, entendiendo dicha circunstancia como una referencia para obtener un determinado éxito en la pantalla.

ALL THROUGT THE NIGHT se inicia presentándonos a Gloves “Guantes” Donahue (un Humphrey Bogart que se pliega a una enorme vivacidad en su performance, junto a su grupo de ayudantes en sus tareas oscuras dentro del mundo de las apuestas. Al igual que sucediera con el posterior Glenn Ford de POCKETFUL OF MIRACLES (Un gangster para un milagro, 1961. Frank Capra) y su manía por las manzanas, este se encuentra acostumbrado a comer los pasteles que le sirven en un garito, confeccionados amorosamente por un viejo repostero amigo de su madre. Esta preferencia que “Guantes” reconocerá cuando el camarero –un jovencísimo Phil Silvers- le brinda un dulce de inferiores cualidades, pronto serán el detonante de una aventura en la que se introducirá sin pretenderlo, que le permitirá abandonar las citas que tenía establecidas y que, de soslayo, le harán acercarse a una joven que se convertirá en la mujer de su vida. Este planteamiento inicial quedará envuelto en una incansable red de aventuras y situaciones engarzadas con una enorme habilidad, dentro de un conjunto donde no se detecta ningún bache, y en el que la contraposición de elementos y situaciones –que en manos menos diestras bien pudieran haber confluido en un resultado catastrófico-, en esta ocasión por momentos remiten a las formas de un extraño musical de dispares características.

Nuestro protagonista se verá implicado en la muerte de ese confitero con el que mantenía una gran amistad –atención a la brillante superposición con que se muestra el asesinato de este, fundiendo su muerte con el discurrir de unas ruedas en plena circulación-, encontrándose en el lugar del crimen con la joven Leda Hamilton (Karen Verne), que acudía a atender una información del asesinado, y cuyo sendero seguirá hasta encontrarse en un club donde esta canta. En el mismo establecimiento se encontrarán rivales de Donahue –que lograrán sacarlo de allí-, hasta que el corredor de apuestas descubra el crimen de uno de sus enemigos –quien antes de fallecer le dejará una pista con los dedos de una de sus manos-. Todo discurrirá a velocidad de vértigo en este ALL THROUGH THE NIGHT trufado en el devenir de su metraje por diálogos chispeantes, en su mayor parte pronunciados por los ayudantes de “Guantes”. Y dentro de esa formidable galería de roles secundarios, destacará un William Demarest que casi de inmediato se convertiría en un imprescindible componente entre los característicos de las comedias de Preston Sturges, incorporando a ese otro compañero del protagonista, que no ha dudado en dejar de lado a su recién contraída esposa para seguir el sendero de las aventuras que vivirá Bogart en sus de sus roles más insólitos. La presencia de un montaje magnífico –una de las facetas más características de la producción del estudio, obra de Rudi Fehr, y que Sherman recuperaría en el ya citado THE DAMNED DON’T CRY-. Los contrastes que brinda el especial cuidado dispuesto en la iluminación de Sid Hickox, o incluso el fondo musical de Adolph Deustch, se unirá a la impagable prestación del conjunto de su cast, en el que junto a Bogart y Demarest, estarán presentes desde la fordiana Jane Darwell, Judith Anderson o el emigrante alemán Conrad Weidt, sin olvidar la siniestra presencia de un Peter Lorre, quien se encargará de brindar a la función sus elementos más siniestros, al tiempo que demostrar su facilidad para proporcionar el reverso cómico de dichos roles. Será una faceta que el actor prolongará a la largo de su andadura posterior.

Pese a esa extraña combinación, o quizá gracias a la misma, el film de Sherman queda definido como un espectáculo que se devora casi con delectación, y en el que el realizador –que aún no había desarrollado una filmografía muy extensa-, demuestra una considerable intuición en el manejo de la grúa o los movimientos de cámara, además de insuflar de una tensión considerable a secuencias como la lucha que se desarrolla en ese almacén que une el establecimiento de antigüedades en el que desarrolla su actividad pública el sofisticado Ebbing (Weidt), y el lugar donde se encuentran los lugares de reunión más siniestros de ese grupo de quinta columnistas nazis dispuestos aquella noche de dar vida a un plan terrorista que implique la invasión nazi en pleno New York. Es así, como entre una desenfrenada sucesión de diálogos, situaciones casi lindantes con el slapstick –los tropiezos de los ayudantes de “Guantes” en el interior nocturno de un almacén de juguetes-, e instantes en donde la amenaza cobra una fuerza y espesura siniestra de notable consideración, serán los ejes de una película brillante, en la que podemos detectar no pocos elementos de raíz hitchcockiana. Estos se manifestarán no solo en la ya señalada presencia de una Judith Anderson recién salida de rodaje de REBECCA (Rebeca, 1940), o en el sustrato antinazi que comparte esta película con la inmediatamente precedente FOREIGN CORRESPONDENT (Enviado especial, 1940), sino que una vez más, nos encontramos con un punto de referencia en la divertida secuencia de la subasta celebrada por el líder nazi, que parece servir como inesperado precedente de la inolvidable protagonizada por Cary Grant y James Mason en NORTH BY NORWEST (Con la muerte en los talones, 1959).

Al margen de estas jugosas influencias, lo cierto que junto a su ritmo, y a la combinación de géneros, la película supone una muestra más del interés que la Warner Bros ponía a disposición del público a la hora de renovar, actualizar y al mismo tiempo dinamizar, la especialización de su estudio dentro de propuestas ligadas al cine policíaco o de gangsters. Y dentro de dicho capítulo, justo es reseñar esa apuesta antinazi que –aunque tamizada por elemento humorísticos-, tiene lugar en esa escalofriante reunión subterránea que tiene lugar, donde “Guantes” y Sunshine (Demarest) se introducirán, comprobando lo que subsiste bajo la supuesta normalidad de la vida urbana neoyorkina –incluso para aquellos que, como nuestros protagonistas, viven al margen de lo estipulado por la ley-, se manifiesta en realidad como una auténtica amenaza para la vida democrática –en este aspecto concreto, el rol encarnado por Bogart no dejará de señalar que pese a sus devaneos con las apuestas, es votante demócrata; un detalle de guión que suena tan convincente como chirriante en algunos de sus aspectos-. Dentro de este episodio, que concluirá con una hilarante pelea entre los simpatizantes nazis y los componentes del gang de Donohue y el de su sempiterno enemigo, discurrirán unos minutos finales –cuyo contenido no revelaré-, que pese a la lejanía en el tiempo desde que fueron filmados, revelan con lucidez que los elementos que tiñen de contenido a los fundamentalismos, apenas han variado a lo largo del tiempo.

Sorprendente en sus giros, diestra en su alternancia de comedia, film noir y alegato antinazi, podemos calificar ALL THROUGH THE NIGHT como una de las mayores singularidades que la Warner puso a punto dentro de estas coordenadas, al tiempo que una de las más perdurables y afortunadas realizaciones del recuperable Vincent Sherman, quien apenas concluido este rodaje se tuvo que someter al encargo de concluir el de ACROSS THE PACIFIC (1942). Una película –también de sustrato antinazi-, que John Huston había dejado inconcluso y sin posibilidad de resolver en su historia. Pese a que el sarcástico realizador de THE MALTESE FALCON (El halcón maltés, 1941) se refería con ironía de esta circunstancia, Sherman hizo lo que pudo para solventar una producción condenada de antemano, de la que conservo pese a todo un simpático recuerdo.

Calificación: 3

THE DAMNED DON’T CRY (1950, Vincent Sherman) [Los condenados no lloran]

THE DAMNED DON’T CRY (1950, Vincent Sherman) [Los condenados no lloran]

Reflexionando tras contemplar un título del interés y, por momentos, apasionante atractivo de THE DAMNED DON’T CRY (1950), vienen a la mente no pocas inquietudes. La primera de ellas es constatar el hecho que los márgenes del noir fueron sin duda la corriente depositaria de las mayores dosis de talento del Hollywood clásico. En su ámbito, incluso realizadores y artesanos de medianas cualidades, lograron resultados en algunas ocasiones memorables. No llega a ser este el caso, pero no es menos cierto que nos encontramos con una propuesta estupenda que alterna el look de la Warner Bros de su tiempo, combinando el coqueteo con el melodrama, el servilismo a la mitología existente con su estrella protagonista –Joan Crawford-, de la que se erige como uno de sus exponentes más valiosos y perdurables, y quizá emerge como la películas más valiosa en la filmografía de Vincent Sherman. Una obra irregular que en estos años encuentra algunos otros títulos de interés –recordemos la brillante combinación de comedia, policíaco y propuesta antinazi, que revelaba ALL THROUGHT THE NIGHT (1941)-, hasta que de manera paulatina se insertara en el medio televisivo, llegando a rodar en España una previsiblemente exótica biografía de nuestro más célebre escritor –CERVANTES (1967)-, cuyas referencias no son precisamente perdurables.

Más allá de ese conjunto de singularidades, hay una que aparece con nitidez en su metraje, y que personalmente no dejo de proponer como posibilidad; el hecho de que la definición del personaje encarnado con especial fuerza por la Crawford, fuera el referente asumido –aunque nunca confesado- por Douglas Sirk, a la hora de definir a la protagonista encarnada por Lana Turner en su obra maestra IMITATION OF LIFE (Imitación a la vida, 1959). Cierto es que THE DAMNED DON’T CRY al parecer tiene su base en la relación mantenida entre Virginia Hill y el gangster Bugsy Siegel, y en la obra de Sirk coincidió con el affaire existente entre la propia Turner y el delincuente Johnny Stompanato. Sin embargo, en ambos títulos se aprecia el objetivo principal de mostrar el retrato de una mujer originaria de una baja extracción social, que intenta compensar ese traumático punto de partida existencial, centrando su vida en una lucha sin cuartel dominada por el arribismo. Esa será la máxima mantenida por Ethel Whitehead (Joan Crawford) tras las limitaciones vividas en su primer matrimonio –junto a Roy (Richard Egan) un trabajador de pozos petrolíferos de carácter hosco, resignado al mediocre lugar que le ha asignado la sociedad-, que culminarán con la trágica muerte de su hijo. Será el detonante que marcará la huída a la ciudad, y el inicio de la búsqueda de un reconocimiento social, aunando el retrato de un personaje ambicioso que no dudará en despojarse de dignidad y decencia, al tiempo que incardinándose con su definición de mujer moderna, dispuesta a emerger en una nueva sociedad, corrupta y dominada por nocturnos, en la que pueda emerger con todo su magnetismo. La complejidad del material dramático elaborado por los guionistas Harold Medford y Jerome Weidman, basado en el relato Case History de Gertrude Walker, es asumida por Sherman en un estado de verdadera inspiración, demostrando su plena capacitación a la hora de articular los elementos que le brindaba la productora, y alcanzando con ello un resultado magnífico. Como sucediera en otros títulos protagonizados por la Crawford –el estupendo POSSESSED (El amor que mata, 1947. Curtis Bernhardt)-, THE DAMNED DON’T CRY se inicia de manera admirable, con un episodio desarrollado por la noche, en el que se describe como dos personas se desprenden del cadáver del que luego sabremos se trata de un mafioso –Nick Prenta- que ha sido asesinado, y cuyo cuerpo es tirado en el desierto de los alrededores de Palm Springs. La búsqueda e investigaciones de la policía, remitirán a la figura de una extraña mujer que aparece en una de las películas que han encontrado en la mansión de la víctima. Se trata de una conocida mujer de la alta sociedad denominada Lorna Hansen Forbes (de nuevo la Crawford), que poco después veremos ha retornado al hogar de sus padres y donde convivió con su primer marido, totalmente catatónica. Ella es Ethel, y sobre su rostro se sobrepondrá el desarrollo de un flashback que se extenderá por la casi totalidad del metraje, relatándonos las circunstancias que la han llevado a vivir esta situación límite. De nuevo la presencia de ese recurso narrativo, nos retrotrae al magnífico y ya señalado film de Bernhardt, aunque en esta ocasión la propuesta se inclinará por la combinación de un melodrama noir centrado en el recorrido por esa nueva sociedad que parece sustituir tras la postguerra al antiguo mundo del hampa, modificando las metralletas por métodos ilícitos pero permitidos de enriquecimiento. Será una espiral demasiado tentadora de la que la protagonista no podrá sustraerse. Más bien entrará en ella con recelo inicial, pero muy pronto encontrará el terreno abonado para adquirir riqueza e incluso un reconocimiento social, alternando con hombres en los que se albergará una extraña coincidencia; todos ellos de una u otra manera han sido seres pertenecientes a clases sociales modestas, eligiendo el denominado “camino equivocado” para permitirles ese ascenso social que, ante todo, les sirva como venganza interior a esa frustración que tuvieron en algún momento de sus vidas. La película lo expresará en tres personajes muy bien definidos. El primero de ellos será el sencillo contable Martin Blankfort (Kent Smith), de quien Ethel se enamorará, y a quien arrastrará consigo al éxito profesional y económico sirviendo a ese mundo del hampa en el que se ella se ha introducido. De otro lado se enamorará de George Castleman (David Brian, curiosamente compartiendo los títulos de crédito con la protagonista), un antiguo gangster de baja estofa que ha sabido emerger en este nuevo mundo, y que pese a estar casado no dudará en encontrar en Ethel su alter ego, proporcionándole esos elementos falsos que brinda la sociedad para simular ostentación y reconocimiento –una experta en introducir a personas en la falsa sofisticación, el cambio de nombre de la protagonista, su inmersión en lugares y fiestas de supuesto alto nivel…-. Finalmente, la ya reconvertida Lorna será enviada –y utilizada- por George a la zona Oeste, comandada por el ya citado Nick Prenta (el gran Steve Cochran), para que vigile las actuaciones que este mantiene por su cuenta. Personaje chulesco y anclado en los antiguos modos del gangsterismo, Nick será en el fondo el que más resienta su baja extracción social, utilizando sus métodos e incluso sus crímenes como una forma de rebelión a ese complejo que confiesa a una mujer a la que ofrecerá, por el contrario, un sincero amor. Ayudado por la capacidad que Cochran manifestaba para resultar amenazador y vulnerable en el mismo plano, transmite una espléndida química con la Crawford, encontrando ella como personaje un ser que dentro de su cuestionable comportamiento, expresa una sinceridad ausente en sus otros dos amantes.

Aunando este recordatorio que supone el grueso central del film para la protagonista –hay quien ha hablado de una mezcla entre CITIZEN KANE (Ciudadano Kane, 1941. Orson Welles) y MILDRED PIERCE (Alma en suplicio, 1945. Michael Curtiz)-, si algo sobresale en el conjunto de esta magnífica película es la densidad que se establece entre su base argumental y los elementos que Sherman introduce con verdadera inspiración. Elementos que van desde un brillante montaje –obra de Rudi Fehr-, el predominio de nocturnos en los que se proyectan secuencias y acciones, y en los que la elegante y oscura fotografía de Ted McCord aparece imprescindible. La pertinencia en el uso de la elipsis, la importancia que adquiere la banda sonora para trasmitir en sus compases el sentimiento de sus personajes, o la dirección artística de interiores –sobre los que se proyecta esa búsqueda de ascenso, poder y refinamiento-. Unido a la manera con la que domina los resortes que le brinda el look del estudio, Sherman se revela como un auténtico estilista. Lo hará tanto en las secuencias corales, en las que destacará el dominio del encuadre y la ubicación de los actores, como en la manera con la que se presentan a estos –de destacar la que muestra por vez primera a Prenta en medio de una reunión convocada por Castleman-, logrando unos extraordinarios efectos dramáticos en la incorporación de primeros planos. Sobre todo aquellos en los que con la mirada, Ethel va mostrando sus sentimientos ante los hombres que se van cruzando en su vida, pero también en el brillo maligno que desprenden las expresiones llenas de furia de George en determinados momentos. Unamos a ello la importancia que adquieren unos diálogos afilados que nunca tienen desperdicio, y que quizá tengan sus dos expresiones más acabadas en el intercambio que mantendrán Ethel y George en el encuentro entre ambos, donde las réplicas y contrarréplicas se revelarán venenosas y al mismo tiempo definitorias del origen y psicología de ambos. Serán diferentes de la confesión que un enamorado Prenta ofrecerá en el mismo sentido a Lorna, en la que ella percibirá una sinceridad hasta ahora ausente en sus relaciones.

Cierto es que la un tanto acomodaticia conclusión del film impide que este adquiera la dimensión que desprende en todo su metraje. Ello no debe impedir, no obstante, considerar THE DAMNED DON’T CRY una magnífica demostración de que la unión de unos materiales valiosos, la presencia de un productor inteligente –Jerry Wald- y un director consciente de lo que tenía entre manos, puede brindar un resultado digno de figurar en cualquier antología del noir norteamericano.

Calificación: 3’5

THE HARD WAY (1943, Vincent Sherman)

THE HARD WAY (1943, Vincent Sherman)

Cuando Vincent Sherman asume la realización de THE HARD WAY (1943), ya había desarrollado un rodaje en su estudio de siempre, la Warner, habiendo aportado una interesante muestra de cine antinazi en UNDERGROUND (1941) y el mismo año una notable visión paródica del noir con ALL THROUGH THE NIGH (1941). De todos modos, este fue el título que lo especializó en el ámbito de melodramas. Mejor dicho “cine para mujeres”, que le permitió exponentes de notable eficacia –bastante más de la que se le suele reconocer-, e incluso una espléndida combinación de melodrama y noir que quizá sea su obra más perdurable; THE DAMNED DON’T CRY (1950). Y algo de ello aparece en los primeros minutos –quizá los más valiosos de su conjunto- en esta película, en esa escena inicial descrita –tras los vistosos títulos de crédito formados con lujosas joyas femeninas- en la nocturnidad de un puerto, donde veremos que una mujer aún deseable –luego comprobaremos que se trata de Helen (Ida Lupino)-, se lanzará al muelle con intención de suicidarse. La fuerza expresiva de la secuencia, y la húmeda iluminación que desprende la fotografía del gran James Hong Howe, nos predisponen a un relato mórbido, que tendrá su prolongación cuando esta es salvada in extremis, en la escasa iluminación de un hospital que aparece con tintes casi expresionistas. Por momentos, parece que nos adelantemos en unos años al impactante comienzo de POSSESSED (Amor que mata, 1947) de Curtis Bernhardt. Consultada dentro de la gravedad de su estado por la policía, apenas podrá pronunciar palabra y el nombre de su ciudad de origen, encuadrando e iluminando los ojos la cámara en su acercamiento a su rostro, y abriendo con ello un largo flashback que se extenderá hasta la práctica totalidad del metraje. Podríamos decir que a partir de se momento, el film de Sherman –que cuenta con el poderoso aliado del estupendo Jerry Wald como productor-, se erige en la crónica por un lado de la búsqueda del triunfo material, emergiendo de un ámbito de miseria, y por otra la plasmación de un fracaso compartido. Es decir, el fracaso final de Helen por mantener el dominio total en la vida de su hermana. Su imposibilidad de asumir el amor de Paul Collins (Dennis Morgan), que finalmente recogerá su hermana. Por otro lado, es esta misma –Katie (Joan Leslie)-, quien verá cumplido su sueño de establecerse como una estrella del espectáculo, pero en su contra estará a punto de la más absoluta alienación personal, brindando como paradoja final el amor de Paul, aunque sea  a costa de la renuncia de su conversión de una estrella fulgurante, y a costa también de renunciar a una hermana que luchó desde el primer momento por ella… quizá por ver que en su hermana pequeña había actitudes para lograr emerger del contexto de miseria en que se desarrollaba hasta entonces la existencia de ambos. Será algo que describirán esas primeras secuencias, evocadoras de una triste vivencia en la ciudad industrial de Greenwill. Helen se ha casado con Sam (Roman Bohnen), un hombre de escasas luces –que en un momento determinado se ausentará de la historia sin que aparezca justificación dramática alguna-. El encuentro de la joven Katie con la pareja de music hall formada por Paul y Albert Runkel (Jack Carson), se vislumbrará por parte de Helen como una oportunidad para que las dos hermanas puedan abrir el horizonte de sus vidas,

A partir de ese momento, THE WARD WAY aparece como una película dotada de ese vertiginoso ritmo característico de la Warner, lo que la convierte en un producto sumamente entretenido –no es de extrañar su permeabilidad del público de su tiempo-. Combinará el relato de la relación existente entre Katie y Albert, que pronto se casarán, el deambular por teatros de baja ralea de los dos artistas, los primeros pasos artísticos de Katie, el constante interés de Helen por introducir a su hermana menor, aun a costa de destruir el número que forman los dos consolidados intérpretes. Todo resulta muy forzado, muy previsible, pero al mismo tiempo se degusta con relativa placidez. Esa relativa condición de ejercer casi como un precedente, de todo aquello que Joseph L. Mankiewicz brindaría años después en ALL ABOUT EVE (Eva al desnudo, 1950), brinda al film de Sherman una relativa singularidad, desarrollando buena parte de su metraje en el ámbito del mundo del espectáculo, de los ensayos, ejerciendo en todo momento Helen como auténtico y perverso demiurgo, capaz de exteriorizar todo tipo de zancadillas, si con ello logra que su hermana vaya ascendiendo en su peldaño hacia la fama. Peripecias siempre agradecidas dentro del ámbito del contraste melodramático, la película brinda unos diálogos brillantes, y es cierto que se degusta con cierta placidez. Sin embargo, su conjunto adolece a mi juicio de dos lastres, que creo le impiden alcanzar esa altura que, en sus momentos despunta. De un lado, el miscasting que ofrece la presencia de Ida Lupino en su rol protagonista, sustituyendo a la inicialmente prevista Bette Davis. De entrada quiero señalar que considero a la Lupino una actriz magnífica, muy superior en su hondura a la propia Davis –y espero que se me respete la apreciación-. Sin embargo, en todo momento se percibe esa inadecuación en un rol, para el que quizá no brinda esa necesaria malignidad, que por otro lado fue marca de la casa para la Davis. La otra gran carencia de THE HARD WAY, reside a mi juicio en su falta de densidad, que además se agudiza al frustrar esa negrura con la que se inicia la propuesta, y que se manifiesta paradójicamente en la brillantez de su montaje, que por otro lado impide que sus meandros narrativos profundicen debidamente en función de aquellas sugerencias que se dejan de lado. Antes señalaba esa manera injustificada con la que se abandona al esposo de Helen. Es quizá la referencia más significativa de un sendero argumental –en el que se contó con la participación de Peter Viertel-, en el que prosigue el camino fácil, pero efectivo, de una serie de golpes de efecto brillantemente urdidos. Justo es reconocerlo, en ocasiones, tal decisión se deja de lado en fragmentos revestidos de esa densidad dramática que se echa de menos en buena parte de su conjunto. Me refiero de manera muy especial a la secuencia, revestida de creciente dramatismo, en la que Albert se encuentra acosado por el empresario del club en donde actúa, diciéndole que ha decidido dejar de contar con él y su compañero dentro del espectáculo que representan. Su repentino conocimiento de que se trata del esposo de la fulgurante estrella del espectáculo le hará cambiar de opinión, decidiendo este quedarse solo en el camerino. Con una cadencia en un movimiento de cámara prolongado, el off narrativo nos describirá su suicidio, sin duda en el instante más valioso del film. Un conjunto que, por otra parte, nos brindará un extraño y convincente ralenti, cuando Katie ascienda por las escaleras en el escenario en el que representa su debut dramático, totalmente hundida por su incapacidad para responder al desafío, y superada por la tensión acumulada en su relación con Paula, ante el enfrentamiento constante con su hermana.

Calificación: 2’5