PINKY (1949, Elia Kazan) Pinky
Puede que siga habiendo aficionados que opongan a su resultado una relativa ingenuidad a la hora del tratamiento de la discriminación racial en Estados Unidos, o el maniqueísmo que ofrecen algunos de sus personajes. En cualquier caso, y aún solo admitiendo la incidencia del segundo de dichos enunciados, no puedo dejar de reconocer que PINKY (1949, Elia Kazan) me parece una película magnífica, y de alguna manera viene a confirmarme en un aspecto que he venido sosteniendo hace ya algunos años. Este es ratificar el elevado nivel que –en líneas generales- posee el periodo inicial de la obra de Kazan -ligado a la 20th Century Fox-, que, sin ser especialmente numeroso –la filmografía global del cineasta tampoco es demasiado extensa-, atesora un nivel superior a sus posteriores experiencias fuera de dicho estudio, con títulos afamados, con aspectos interesantes, pero tan sobrevalorados como EAST OF EDEN (Al este del edén, 1955), BABY DOLL (1956) o A FACE IN THE CROWD (1957). Siempre me ha parecido que se optaba por la tendencia enfática y retórica del cineasta –antes de entrar en ese periodo de madurez que inició la maravillosa SPLENDOR IN THE GRASS (Esplendor en la hierba, 1961)-, dejando de lado propuestas más integradas en el cine de género, sencillas y modestas, muy ligadas al look del estudio de Zanuck, que rebelaban una sencillez y sensibilidad cinematográfica a prueba de toda duda.
Esa es la impresión que me ha vuelto a transmitir acceder a una película como PINKY, que además no ha sido durante muchos años fácil de contemplar –un factor que sin duda ha pesado para que su referencia haya sido escasa-, y cuyo rodaje fue iniciado por John Ford. Circunstancias de producción al margen, ya desde sus primeros instantes el film de Kazan revela un interés demostrado con la llegada de la protagonista –una excelente Jeanne Crain-, al que ha sido su lugar de infancia, ubicado en un indeterminado suburbio rural del sur estadounidense. Pinky en una joven negra de tez blanca, que gracias a la ayuda de su abuela viajó al norte para estudiar enfermería, y de la que pronto conoceremos ha regresado debido a un desengaño amoroso. La cámara de Kazan –espléndidamente apoyada en la impagable labor del operador de fotografía Joe McDonald-, acaricia ese contexto revestido de tanta miseria como autenticidad, intercalándolo con el punto de vista de una joven que regresa a sus orígenes. Un retorno que le obligará a asumir la extrañeza producida al volver a contemplar un marco que fue el suyo, pero del que su experiencia con los blancos le ha hecho despegarse. Muy pronto se reencontrará con su abuela –Ethel Waters-, quien sigue sobreviviendo haciendo de lavandera, con especial dedicación a una anciana que vive en una cercana mansión –Miss Em (Ethel Barrymore)-, a la que limpia sin recibir dinero a cambio. Muy pronto, y pese a sus intenciones iniciales, Pinky irá percibiendo la imposibilidad de expresarse como una mujer negra de apariencia blanca. Tendrá que enfrentarse con un extorsionador que ha estado sableando dinero a su abuela, llegará a partir de ahí a tener un encontronazo con la policía, en donde comprobará en carne propia el racismo latente en el entorno social donde se ha desarrollado su niñez, e incluso tendrá que sufrir un intento de violación. No serán, sin embargo, elementos suficientes que impedirán que aflore su resentimiento como negra, a la hora de recordar el rechazo que siendo niña le manifestó la mencionada Miss Em, sin comprender la entrega con la que su abuela sigue sirviéndole pese a no recibir emolumento alguno por esta ayuda.
Pero poco a poco, nuestra protagonista comprobará como algo se va transformando en su interior, y es que en última instancia la gran virtud del film de Kazan –extraído de la novela de Cid Ricketts Summer y transformada en guión cinematográfico de la mano de los excelentes Philip Dunne y Dudley Nichols-, por encima de su condición de alegato antirracista –faceta en la que, con todo, sigue manteniendo una notable vigencia, superando otras propuestas más prestigiosas aunque de menor interés-, es la de saber trasladar a la pantalla los miedos y vulnerabilidades, incluso la mezquindad, de una joven confundida, hasta que resuelva esa contradicción que se alberga en su alma. Todo ello es expresado con notable sensibilidad, describiendo con un notable sentido de la progresión este proceso, utilizando por lo general una planificación basada en planos largos en los que destaca la compenetración entre el director y el operador de fotografía –Kazan siempre reconoció en sus primeros films la importancia de estos a la hora incluso de configurar su puesta en escena-. Pero de manera especial, tendrá una notable importancia, la soberbia dirección de actores –hasta incluso un intérprete tan insípido como William Lundigan resulta convincente en su rol de novio blanco de la protagonista- en la que hay que resaltar la vulnerabilidad manifestada por la joven protagonista y, de manera muy especial, el verdadero magisterio que ofrece la veterana Ethel Barrymore. En la unión de todos estos factores, PINKY discurrirá en diferentes elementos que irán teniendo la repercusión en la evolución de la personalidad de nuestra protagonista. En ello tendrá una importancia fundamental la lucidez manifestada su interrelación con Miss Em, a la que detestará al principio y solo ayudará como enfermera en agradecimiento por la ayuda que en el pasado manifestó a su abuela, pero con la que poco a poco empatizará con total sinceridad –brindando por otra parte los fragmentos más hermosos de la película-. Será una influencia que trascenderá incluso la muerte de la anciana, llevando a la muchacha a asumir el reto que esta le ha planteado dejándola como heredera de su propiedad, brindándole la oportunidad de reivindicar los derechos de su raza. Pero más allá de ese hecho concreto, lo que propone el relato es la búsqueda de las claves de su identidad.
A partir de esas premisas, no se puede ocultar que la película despliega en el juicio ciertos maniqueísmos, representados ante todo en la figura de la antipática familiar de Miss Em y su estridente abogado. En cualquier caso, no se trata de algo que no hayamos contemplado en posteriores títulos que aborden este u otros temas conflictivos. Son pequeños inconvenientes que no pueden ocultar la profunda fuerza que tiene la descripción de la personalidad sureña, adelantando posteriores propuestas que podrían ir desde la muy poco conocida INTRUDER IN THE DUST (1949, Clarence Brown) hasta la casi mítica TO KILL A MOCKINGBIRD (Matar a un ruiseñor, 1962. Robert Mulligan) –con la que mantiene no pocos elementos semejantes-, desarrollando una narración revestida de serenidad, centrada en la sinceridad de la reacción de sus personajes, precisa en el trazado de estos, y que llegar a resultar pregnante con el espectador, conformando la aureola de una especie de cuento moral que, puede que por circunstancias de producción o por elección personal del realizador, culmina de manera abrupta. Pero incluso esa propia elección formal, a mi modo de ver deviene un acierto, en la medida de solventar cualquier concesión al sentimentalismo, brindando por tanto la resolución al gran enigma personal de su protagonista; encontrar el sentido último de sus existencia. Algo que alcanzará a través de la clave que le proporcionó una mujer que bajo los ropajes de la aridez de su personalidad, poseía en su interior el secreto arcano del conocimiento de la condición humana.
Condenada a un inmerecido olvido, PINKY es, además de sus intrínsecas cualidades, un ejemplo pertinente del mejor cine de la Fox. Algo que emanaba de sus imágenes, y que daba igual estuviera servido por Kazan, King, Hathaway o cualquier otro. Era un sello indeleble que tanto en esta, como en otros múltiples ejemplos, permanece incólume con el paso del tiempo.
Calificación: 3’5
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