LA CITTÀ SI DIFENDE (1951, Pietro Germi)
No sería esta ni la primera –IN NOME DELLA LEGGE (1949)- ni la última –UN MALDETTO IMBROGLIO (Un maldito embrollo, 1959)-, en la que el italiano Pietro Germi utilizaría los resortes del cine policíaco, con ecos de diversas de las vertientes del noir norteamericano, para plasmar uno de los frescos sobre la dramática realidad de la Italia de posguerra que representara lo mejor de su obra. Una andadura fílmica en la esa incorporación de sus títulos más perdurable dentro de las constantes de diversos géneros de ascendencia popular y de alcance físico, quizá le facilitó encontrar un engranaje adecuado para transmitir en él sino una personalidad definida, sí al menos un grado de inspiración en ocasiones revestido de un notable alcance. Es algo que, casi plano por plano, manifiesta LA CITTÀ SI DIFENDE (1951), una rotunda, triste, desesperada, en muchos momentos casi dolorosa, radiografía de una sociedad urbana traumatizada y casi sin esperanza, sobreviviendo en medio de marco existencial casi irrespirable. Serán cuatro de sus incómodos ciudadanos, los que intentarán revelarse contra un entorno opresivo, atracando la recaudación de un partido de fútbol. Así se iniciará esta magnífica película, con una planificación seca y percutante, como si nos encontráramos ante una secuencia de cualquier policial de la 20th Century Fox o de las muestras del género dirigidas por Jules Dassin pocos años atrás –estoy seguro que Germi tomó prestadas algunas de dichas referencias-, al tiempo que por momentos parece que nos adelantemos al escenario de la posterior THE KILLING (Atraco perfecto, 1955. Stanley Kubrick). En el acierto de su planificación, Germi nos describe a la perfección la psicología de sus cuatro protagonistas, teniendo la intuición de transmitirnos dicho trazado en plena acción; ese atraco que condicionará el futuro inmediato de sus vidas, en algunos casos con una vertiente trágica. Estos delincuentes por necesidad, son Guido Marchi (Paul Muller), un profesor de dibujo fracasado que ha ejercido como líder del asalto –resulta de importancia su cuidado en el mismo por que nadie resulte muerto por arma de fuego-, Paolo Leandri (Renato Baldini) un antiguo ídolo del fútbol lesionado de manera irreversible, arruinado económicamente y abandonado por su entonces amante –Daniela (Gina Lollobrigida)-. También entre los asaltantes se encuentra el apocado Luigi Girosi (Fausto Tozzi) un joven casado y con una hija, superado por la irremediable contundencia de la miseria en que viven y, finalmente, se encuentra el joven y tímido Alberto Tosi (Enzo Maggio), un chaval que apenas ha asumido su adolescencia, y que desde el momento mismo del asalto vive en un constante estado de terror.
Una vez ha asistido el espectador a la contundencia y sincretismo de la narración del asalto, a la huida de estos de la persecución parece que el film va a inclinarse dentro del relato policial, aspecto en el que la presencia de una repentina –y por fortuna, efímera- voz en off, induce a hacer incurrir el relato en la vertiente de una crónica de las tareas de los agentes de la ley. Muy pronto nos daremos cuenta que no son esas las intenciones de un film llevado a modo de guión por un excelente equipo en el que además del propio Germi, se encuentran Luigi Comencini y el mismísimo Federico Fellini. Por el contrario, percibiremos que la película –de muy ajustada duración, y dividida de forma sorprendente en dos partes-, prefiere seguir el sendero de esos cuatro desgraciados y, con ellos, describir una mirada desoladora por una sociedad en la que las heridas provocadas por la II Guerra Mundial son aún patentes. La cámara de Germi, ayudada por la fisicidad que proporciona la fotografía en blanco y negro de Carlo Montuori, no duda en ningún momento en escrutar esos exteriores urbanos sombríos, estancias cercanas a la ruina, en contraste con otras edificaciones más lujosas, que han sobrevivido a la barbarie de la guerra. La película nunca dejará de insertar ese componente descriptivo, situándolo como uno de los elementos primordiales de esta auténtica cantata de desesperación que, por momentos, supone este magnífico drama. En su discurrir, asistiremos a las consecuencias que el asalto proporcionará a nuestros protagonistas. En las mismas no se interpondrá sombra alguna de moralismo. Antes al contrario, el espectador entenderá en todo momento que el hecho delictivo casi se entendía como algo irrenunciable para cuatro seres desesperados, quienes veían en el asalto una única oportunidad para poder emerger de sus traumáticas situaciones. La atención se centrará en primer lugar en el bruto y al mismo tiempo sensible Paolo, quien logrará recuperar de un lago la maleta con dinero que ha lanzado un temeroso Alberto, yendo con ella a la casa de la sofisticada Daniela, que lo abandonó cuando el futbolista se arruinó. Ni siquiera la visión de la maleta llena de billetes mojados, servirá para que esta frívola mujer de mundo exprese el más mínimo sentimiento hacia un hombre del que intuimos solo se aprovechó en el pasado, decidiendo denunciarlo a la policia sin ningún tipo de remordimiento. Este será alcanzado por las fuerzas policiales cuando desea huir por la ventana de la casa.
Poco antes, la esposa de Luigi ha llegado a localizar a Paolo, pidiéndole una pequeña cantidad de dinero para poder escapar hasta el campo. Este le entregará ciento cincuenta mil liras, de los billetes mojados que portaba la maleta, y con la que esta logrará que su esposo y su hija puedan subir en tren para viajar hasta casa de sus abuelos en el campo y, con ello, despistar la actuación policial. Sin embargo, un torpe incidente vivido por Luigi en el tranvía, trastocará por completo estos planes, teniendo que bajar del vehículo y huir de él, con la desesperación de su esposa y la pequeña. La decisión acabará de manera trágica cuando el atribulado padre se quitará la vida en medio del campo, totalmente superado por una adversidad que es incapaz de combatir con su debilidad de carácter. La acción se centra entonces en Guido, quien ya ha sido localizado en su identificación por los agentes policiales, recuperando la maleta de dinero que tenía en consigna, e intentando una huída para evitar ser capturado. Vana pretensión, sus deseos se verán coartados de forma trágica al ser interceptado por los poco escrupulosos hombres con los que había contactado para realizar esta escapada. Será la ausencia de esperanza, que sin embargo se brindará al joven Alberto, después de vivir una situación de angustia al resultar incapaz de asumir su casi inevitable detención.
Como se puede deducir de estas líneas, en LA CITTÀ SI DIFENDE hay lugar para la desesperación, para la muerte incluso, y también un pequeño rayo de esperanza. Todo ello es mostrado con un extraordinario sentido de la inmediatez por un inspirado Germi –quien interpretará un pequeño papel, encarnando uno de los siniestros personajes que acabarán con la vida de Guido- que acierta al combinar a veces casi en una misma secuencia, el patetismo y la fuerza expresiva, ayudado en no pocas ocasiones por la garra melodramática aportada por la banda sonora compuesta por Carlo Rusticelli –un poco en la línea de la ofrecida para la maravillosa UMBERTO D (1952. Vittorio De Sica)-. La película huirá de cualquier inclinación a subrayar el dramatismo de las situaciones más hondas –en la conclusión de la andadura de sus personajes se impondrán oportunos y deliberados fundidos-. Por el contrario, importará más en ella el testimonio de unos seres vencidos, que se ven obligados a realizar un asalto para intentar emerger de la miseria, y en los que destaca el especial cuidado de los responsables del film por equilibrar el retrato humano, la sensibilidad interna de unos seres que se proyectan en sus acciones como única forma de rebeldía ante un contexto revestido de ruina, decadencia y austeridad. Una mirada inmisericorde, en la que justo es reconocer que en ocasiones que se insertan elementos un tanto excesivos –que con el paso del tiempo cobrarán más importancia en el cine de su autor-. Me refiero con ello a la retórica que revisten esos primeros planos de Paolo, tras subrayar su cojera, incorporando una serie de recuerdos sonoros en off, o algunas otras situaciones que discurren por idéntico sendero –la escasa credibilidad que reviste el encuentro de la esposa de Luigi con este-. Sin embargo, son aspectos menores en un relato que presenta elementos de gran crudeza, como la manera con la que se describe la falta de escrúpulos de Daniela, la fuerza expresiva que presentan las secuencias del joven Alberto mientras asciende por las escaleras en las que se encuentra su casa o la dureza con la que se describe la encerrona que acabará con la vida de Guido. No obstante, por encima de todos ellos, la película encierra dos episodios bellísimos, provistos de una dolorosa delicadeza, y dignos de figurar en cualquier antología del mejor cine italiano de su tiempo. Uno de ellos es el episodio que narra la huída de Luigi, iniciado con la espera de su esposa e hija ante la estación, comprando a la pequeña una muñeca de un puesto que atiende una mujer de cierta edad. Una vez los tres suban al tranvía, la esposa le entregará a Luigi las dos alianzas de boda que había empeñado –con el dinero las ha desempeñado-, volviéndose ambos a colocarlas ante la mirada de uno de los viajeros. Un sentimiento de amor sobrepuesto ante las dificultades, que muy pronto será coartado en el momento del pago de los billetes, ante la carencia de ambos de pequeños importe, y el esposo esgrima uno de los billetes mojados de cinco mil liras que su esposa ha logrado recabar del exfutbolista. Tan hermoso o más que este, será igualmente el flash-back que relatará el encuentro de Guido con una joven acomodada, cuando este se introduzca en un lujoso restaurante con la vana pretensión de lograr vender algún dibujo o caricatura. A la sensación de humillación que vivirá este ante personas acomodadas, incapaces de mostrar la más mínima consideración ante él, la extraña atracción que se manifestará entre ambos, proporcionará a la película quizá sus matices más extrañamente románticos.
Calificación: 3’5
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