THE RUNNING MAN (1963, Carol Reed) El precio de la muerte
Situada en el periodo casi seminal de su filmografía, Carol Reed se embarca en la realización de esta exótica THE RUNNING MAN (El precio de la muerte, 1963), tras haber acometido algunas secuencias en la conflictiva MUTINY ON THE BOUNTY (Rebelión a bordo, 1962. Lewis Milestone), y cuatros años después de su estupenda OUR MAN IN HAVANA (Nuestro hombre en La Habana, 1959) –su postrera colaboración con la obra literaria de Graham Greene y, si se me permite la intuición, quizá su último film de verdadera enjundia, aunque reconozco mi simpatía por la denostada THE AGONY AND THE ECSTASY (El tormento y el éxtasis, 1965), que rodó a continuación del film que centran estas líneas, y sin comprender jamás el éxito que logró con el simplemente discreto OLIVER! (Oliver, 1968)-. Lo cierto y verdad es que más allá del grado de simpatía que se pueda albergar por los títulos antes citados, nadie se acuerda de esta adaptación de la novela de Shelley Smith, transformada en guión para la pantalla por el posterior especialista para el formato televisivo británico John Mortimer. Y sorprende además ese tupido velo que se esgrime sobre la película –que se extiende incluso en la valiosa publicación que el Festival de San Sebastián dedicó a la obra del cineasta con motivo de su retrospectiva en 2008-, logrando en el momento de su estreno una nominación a la fotografía de Robert Krasker por parte de la Academia Británica de Cine.
THE RUNNING MAN parte de una curiosa mezcolanza entre el thriller que intenta plantearse ya en esos títulos de crédito que marcan la firma del gran especialista Maurice Binder, insertándose en un terreno de propuesta de aventuras que en aquellos años estaba logrando un gran éxito con exponentes como CHARADE (Charada, 1963. Stanley Donen). Sin embargo, nos encontramos aún en un periodo en el que la influencia del pop art y ese terreno sixties camparían por los respetos en la cinematografía británica –con títulos, en bastantes ocasiones, más valiosos de los que se le suelen reconocer-. En su oposición, Carol Reed y el equipo que dieron forma a la película, quizá prefirieron proseguir con un terreno que el realizador de le mítica THE THIRD MAN (El tercer hombre, 1949) ya había puesto en práctica en otros thrillers –algunos de ellos quizá superiores al que ha quedado como la cima de su obra-, y que demostraban su capacidad para la creación de atmósferas turbias e inquietantes, desarrollando en ellas relaciones personales de sorprendente calado. Dentro de dichos parámetros, justo es reconocer que la película que comentamos podría encajar a la perfección, pero lo cierto es que los tiempos ya no eran los mismos, y quizá ni siquiera la propia configuración de su producción aparece atractiva dentro del marco de una cinematografía como la inglesa, que se debatía entre el furor que estaba proporcionando el Free Cinema, los éxitos comerciales –más aún no los críticos- de Hammer Films, y una serie de otras producciones de consumo más o menos interno, entre las que, en última instancia cabría insertar esta película, que desarrolla buena parte de su metraje en la Andalucía de la época de su rodaje –especialmente en Málaga y localidades gaditanas, además de la propia Gibraltar-. Su argumento nos narra la astuta estratagema esgrimida por Rex Black (Lawrence Harvey), un piloto que se ha visto arruinado en un accidente de aviación por el que no ha sido remunerado por el seguro, que decide planificar un nuevo accidente –este fingido en el que aparenta su supuesta muerte y, unos meses después y cuando su esposa –Stella (Lee Remick)- cobre la póliza de seguro, huyan en primer lugar hasta España, y de ahí hasta el norte de África para vivir una nueva vida cómoda y, sobre todo, despojada de la mediocridad que parece deducirse de lo que muestran las imágenes del film. Sin embargo, no contarán con la presunta perspicacia de un agente de seguros –Stephen (Alan Bates)-, quien en principio no pondrá objeciones para que se efectúe el pago de dicha póliza, aunque luego se lo encuentren cuando el matrimonio se encuentra en Andalucía, en donde Rex ha modificado su identidad -e incluso su aspecto físico, tiñéndose de forma ridícula de rubio y dejándose bigote-, por la de un acaudalado cuidador de ovejas australiano –la forma con la que este se adueña de dicha identidad deviene uno de los aspectos menos creíbles del guión-. El inesperado encuentro del matrimonio –que simula tal condición en un contexto de cierto lujo en un hotel- con Stephen –quien nunca ha conocido físicamente a Rex-, provocando la inquietud de ambos. Sin embargo, junto a ese aspecto de recelo mancomunado entre la pareja que está a punto de cumplir con su plan, de manera casi imperceptible se establecerá un acercamiento emocional entre una Stella que, poco a poco, irá encontrando al que sigue siendo interiormente su esposo, más irreconocible que lo que muestra su transformación exterior, convirtiéndose en un ser ambicioso y sin escrúpulos y, en cambio, de manera imperceptible verá en Stephen un ser sensible y sincero, del que descubrirá que ya no ejerce como representante de la empresa de seguros –otro elemento bastante simple de guión-.
En realidad, THE RUNNING MAN queda definido como una rareza, pero esa condición de inclasificable en esta ocasión no le beneficia en absoluto, estableciéndose como una extraña propuesta que intenta abordar diversas vertientes, abogando en última instancia como una caduca prolongación de esos títulos que cimentaron la fama de su realizador. Ya la propia e inverosímil disposición del plan inicial –el desaprovechamiento de la risa que esgrime Lee Remick cuando se han ido todos los presentes en su casa al finalizar el funeral-, dan la medida de esa incapacidad de un Carol Reed al que parece pillaron con el pie cambiado a la hora de dar vida un relato que en años anteriores hubiera desplegado con fuerza casi con las manos atadas a la espalda –el ejemplo de THE MAN BETWEEN (Se interpone un hombre, 1953) deviene pertinente-. Quizá su ubicación en un periodo de transformación cinematográfica, lo tópica que resulta esa ambientación española en la que parece que solo residían en aquellos tiempos individuos cercanos a la indigencia y, sobre todo , la extrañeza que produce un reparto en el que Laurence Harvey no funciona en absoluto, la Remick se limita a resultar eficaz en su rol, mientras que Alan Bates se erige sin esfuerzo como el mejor actor de un cast, en el que en roles secundarios encontramos desde a Juanjo Menéndez hasta Fernando Rey. Sin embargo, lo más desalentador de la propuesta proviene de su desgana, de esa sensación de estar asistiendo a un título formulario, del que solo emergen secuencias muy concretas en las que parece despertar la imaginación del realizador. Es algo que apreciaremos por ejemplo en la escenificación del primer accidente de Rex, donde volarán en el aire los sujetadores y la ropa interior que llevaba como carga –una imagen insólita-, o en la secuencia en la que Stella y Stephen visiten una iglesia en la que se está celebrando una boda –algo que por otra parte hemos visto en no pocos títulos con mayor fuerza dramática-, despertándose entre ellos ese sentimiento oculto que, aunque se empeñen en negarse, se encuentra ya anidado en su interior. Pese a estas esporádica ráfagas, ni siquiera estos y otros instantes redimen la mediocridad de una película que incluso en sus minutos finales está resuelta con una desgana insólita en un director mucho más diestro de lo que dejan entrever dichas imágenes, y que incluso en su conclusión no provoca el más mínimo sentimiento en el espectador. En definitiva, por una vez en la vida, el hecho de que THE RUNNING MAN duerma el sueño de los justos me parece algo merecido, por más que su comentario sirva para cubrir una laguna en una filmografía bastante más interesante de lo que se señalaba años atrás… Más no será por este título olvidable.
Calificación. 1’5
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