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CINEMA DE PERRA GORDA

HUDSON'S BAY (1941, Irving Pichel) El renegado

HUDSON'S BAY (1941, Irving Pichel) El renegado

Actor, productor, director, conocido por un talante progresista que le llevó a ser represaliado en las “listas negras” de McCarthy, lo cierto es que a estas alturas de la vida la personalidad del norteamericano Irving Pichel (1891 – 1954) sigue provocando elementos para el desconcierto. Más allá de encontrarse aún sin un estudio completo de su aportación, de ser recordado por su inquietante rol en la insólita DRACULA’S DAUGHTER (La hija de Drácula, 1936. Lambert Hillyer), y de encontrarse en su filmografía obras tan dispares como la magnífica THE MOST DANGEROUS GAME (El malvado Zaroff, 1932) –junto a Ernest B. Schoedsack-, y atractivas como THE MAN I MARRIED (1940), junto a otros títulos en los que denotaba un considerable estatismo, predominando esta característica en la mayor parte de las películas suyas que he contemplado. Es por ello que no deja de resultarme una sorpresa la agilidad y el vitalismo que desprende en todos sus fotogramas, la atractiva HUDSON’S BAY (El renegado), producción de la 20th Century Fox de 1941, en un periodo en el que el estudio de Zanuck ya se había caracterizado por su apuesta por el cine de aventuras –el referente de la magnífica STANLEY AND LIVINGSTONE (El explorador perdido, 1939. Henry King) es emblemático- y también por los títulos de ascendencia historicista. Pues bien, apoyado por un espléndido guión de Lamar Trotti –uno de los puntales del estudio en esta faceta, como por otro lado lo fue Philip Dunne-, HUDSON’S BAY se erige en una sorprendentemente fresca propuesta que aúna a partes iguales ambas vertientes genéricas, proponiendo junto a ella una variante del denominado Americana que John Ford ya había practicado en su excelente y muy poco reconocida DRUMS ALONG THE MOHAWK (Corazones indomables, 1939)

HUDSON’S BAY nos relata la andadura creada por la mente visionaria del pionero Pierre Esprit Radisson (un Paul Muni que revela un sorprendente giro en tono de comedia, variando sus registros habituales). Este es un curtido y bonachón cazador de pieles, que a finales del siglo XVII observa la capacidad que tiene la Bahía de Hudson, de ser aprovechada en sus casi ilimitados recursos naturales, centrados ante todo en la captura de la ingente cantidad de pieles de animales que pueblan su congelada y privilegiada ubicación, desconocida por los escasos colonizadores de las tierras del norte de una aún incipiente América. Unido a su inseparable socio, el voluminoso y comilón Gooseberry (Laird Cregar, muy diferente también de los roles sombríos por los que pasaría a la posterioridad antes de su prematura muerte) no dudarán en presentarse ante el gobernador de Francia, para ofrecer la comercialización de estos nuevos terrenos, recibiendo de este no solo el rechazo a sus pretensiones, sino ser encerrados por insolencia –se han presentado en sus dependencias de forma estentórea-. En dichos calabozos se encontrarán con el joven Edwrad Crewe (John Sutton), un joven Lord inglés desterrado de su patria, que pretende desposarse en el futuro con su amada francesa. Muy pronto los tres presos trabarán amistad, fugándose limpiamente y planteándose la larga andadura para llegar hasta la mencionada bahía, cazando allí hasta trescientas mil pieles con la ayuda de los indios amigos de Radisson –lo que en algunos momentos provocará unas reticencias de tipo racista por parte del joven inglés-, con el propósito de alcanzar una gran fortuna, a repartir a partes iguales demostrando en esta ocasión al Rey Carlos II (un ya impagable Vincent Price), las posibilidades económicas que la anexión de dicho territorio reportaría a sus intereses. Tras lograr dicho objetivo, las pieles serán requisadas, teniendo el trío protagonista que desplazarse casi de vacío hasta Inglaterra, para convencer al monarca de sus posibilidades. Este en un principio mostrará su escepticismo, aunque se sentirá de alguna manera fascinado por la picaresca mostrada por el siempre pacífico pero diestro Raddison. Por su parte, Crewe podrá contemplar a su prometida –Barbara Hall (una jovencísima Gene Tierney)-, portando al hermano de esta en el largo viaje de regreso que nuestross tres protagonistas efectuarán hasta el deseado territorio, para traer hasta el monarca la prueba definitiva de la verdad de su propuesta. Este será el poco recomendable Gerald Hall (Morton Lowry), quien desde el primer momento hará extensiva su hostilidad hacia los indios, con quienes en todo momento el auténtico descubridor del territorio ha mantenido una sincera relación de fraternidad, considerándolos imprescindibles de cara a instaurar dicha línea mercantil y aprovechar los recursos naturales de la zona. Será el incauto Gerald quien proporcionará a estos bebidas alcohólicas, levantándose un episodio violento que generará un importante montante de bajas en los indios y, lo que es peor, dejará abierta la puerta a la demostración de la implacable violencia de estos, que solo el sacrificio de este podría aplacar. Es por ello que su ejecución aparecerá como un elemento inevitable, pese a la oposición que mantendrá Crew, consciente que ello afectará de lleno a las relaciones con su prometida. La ejecución de este –descrita en off con la plasmación de la sombra de su cadáver cayendo inherte-, evitará el levantamiento y la consecución del logro hacia Inglaterra. Una vez allí, el monarca encarcelará de nuevo a los tres expedicionarios y los condenará a la horca, aunque su consejo haga reconsiderar a este de las posibilidades económicas que podría tener el establecimiento de esta compañía mercantil.

Desde el primer momento, y como señalaba al inicio de estas líneas, si algo destaca de forma poderosa en HUDSON’S BAY es ese vitalismo que, bañado con constantes toques de comedia –centrados ante todo en los diálogos sentencia pronunciados por Radisson, y en la incansable glotonería de su inseparable compañero-, irán acompañados por una fresca combinación se secuencias de exteriores y lujosos interiores, dotando a esta costosa producción de la época –ochocientos mil dólares de presupuesto-, de una extraña combinación de veracidad y fasto, que le ha permitido sobrevivir con fuerza setenta años después de su realización, en ese acertado contraste de frescura que presiden todas aquellas secuencias desarrolladas en exteriores naturales –incluidas aquellas rodadas en estudio, como las que muestran el engolamiento de la corte francesa y, sobre todo, británica. Aplicando en su desarrollo dramático una visión rosseauniana de la intrínseca bondad del hombre –sobre todo en la personalidad que despliega el divertido pero valiente y lúcido protagonista-, lo cierto es que el film de Pichel logra expresar una ligereza y una sensación de veracidad realmente encomiable. En definitiva, manifestar una personalidad propia en la combinación de elementos y subgéneros, y demostrando mediante una insólita agilidad en su planificación y un ritmo siempre distendido –en donde podemos incluso detectar ecos de “Los tres mosqueteros” de Alejandro Dumas-, un resultado que podría haber firmado un Rowland V. Lee. El que lo haya formulado Pichel y su resultado transpire ligereza por sus poros -¿Quizá por los elementos de producción que tuvo a su disposición?-, no me despejan las dudas en seguir manteniendo en mi interior la incógnita de las desconcertantes posibilidades de Pichel como realizador tras la cámara. Intentaremos seguirle la pista en la medida de nuestras posibilidades.

Calificación: 3

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