YOU CAN'T CHEAT AN HONEST MAN (1939, George Marshall)
Apenas recordado en nuestro país, aunque sobradamente conocido en Estados Unidos, la figura de William Claude Duckenfield, conocido artísticamente como W. C. Fields (1880 – 1946) evoca a una de las personalidades más singulares de la comedia cinematográfica. Aunque con una experiencia previa en los escenarios del espectáculo, ya en el cine mudo –David W. Griffth llegó dirigirle en la estupenda SALLY OF THE SAWDUST (Sally, la hija del circo, 1925)-, Fields fue consolidando llegado el sonoro un personaje de misántropo e impenitente gruñón, desprendiendo una visión del mundo en que vivía donde predominaba una mirada acre que bien pudo suponer el precedente de la propuesta por el mismísimo Preston Sturges en las diatribas satíricas que compusieron su filmografía. La diferencia residió en este caso en que las inyectivas procedían de la mano de su propio personaje, en torno al cual se ejecutaron una serie de comedias, algunas de las cuales se han erigido en auténticos clásicos dentro de la producción del género, especialmente en el ámbito que aborda la segunda mitad de la década de los años treinta. Comedias de punzante ironía y moderna estructura, que preludiaron exponentes más reconocidos –que no mejores- como los de HELLZAPOPPIN (Loquilandia, 1941. Harry C. Potter) . El mundo de W. C. Fields combinaba con rara perfección su desprecio a una serie de convenciones sociales, pero lo hacía además a través de unos vehículos fílmicos que desafiaban las escrituras del nonsense, lindando más con un enfoque surrealista del mismo, y no alejándose en absoluto de los mejores logros de los Marx Brothers.
Dentro de dichas características, podemos integrar YOU CAN’T CHEAT AN HONEST MAN (1939, George Marshall) –aunque codirigida sin acreditar por Edddie Cline, habitual colaborador del cómico-. En aquellos años, Marshall además se encontraba en un buen momento al haber firmado uno de sus títulos más reconocidos, el western humorístico DESTRY RIDES AGAIN (Arizona, 1939), y resulta bastante claro que supo someterse al mundo cómico y creativo de la estrella protagonista, tal y como viene sucediendo en todos aquellos que protagonizó en el periodo más fértil de su filmografía –por otro lado no demasiado extendido-. En esta película, nuestro actor encarna a Larson E. Whipsade, el trapisondista director de un desvencijado circo, que huye de estado en estado escapando de acreedores y policías que lo persiguen para determinar de forma infructuosa que pague sus cuantiosas deudas. Por otro lado y a distancia se encuentra su hija Victoria (Constante Moore), una chica sensible que está siendo cortejada por el adinerado y atildado Roger (James Bush), perteneciente a una aristocrática familia, pero al que la muchacha solo considera un amigo. Y ello pese a la insistencia que le brinda su propio hermano Phineas, recordándole la delicada situación económica que vive su padre.
Será esta una breve pincelada melodramática, puesto que el conjunto de YOU CAN’T CHEAT AN HONEST MAN se desarrolla en sus menos de ochenta minutos de duración, a través de un sendero de comedia alocada que prescinde casi por completo de un guión estructurado como tal, para establecerse por el contrario como una sucesión de fugas cómicas, donde impere tanto el sentido del ya aludido nonsense, tamizado todo ello por esa visión llena de misantropía propia de los títulos que protagonizara Fields. Un cómico que nos es presentado de manera ingeniosa, huyendo en la caravana que forman los diferentes carruajes del circo, perseguidos por un coche de policía, y apareciendo su personaje entre una ventanilla que nos simula estar inmerso en un cuerpo de mujer –un poco como lo que se presentaría bastantes años después en la notable ARTIST AND MODELS (1955) de Frank Tashlin. Será una divertida y dinámica manera de hacer entrada en la imagen a un ser caracterizado por su constantes demostraciones de mal humor, capacidad para engañar a sus perseguidores, al público en general -sobre todo a aquellos que pretendían engañarlo a él, como esos dos individuos que compran entradas para la función intentando estafarle-. Así pues, dotando al conjunto de un envidiable sentido del ritmo, combinando las afiladas réplicas del responsable circense, su manera de escabullirse mediante improvisados disfraces de sus perseguidores, en realidad el film de Marshall –y Cline- se desarrolla como un divertimento libre y desprejuiciado, en el que el desprecio a las convenciones de la comedia clásica, va firmemente opuesto con una serie de disgresiones bastante divertidas, heredas en buena medida del slapstick mudo –no olvidemos que tanto Marshall como Cline fueron artífices de no pocas producciones cómicas en el periodo silente-. En este sentido, el marco de ese circo se aprovecha convenientemente –bastante más que en la blanda AT THE CIRCUS (Una tarde en el circo, 1939. Edward Buzzell) protagonizada por los Marx, para establecer una serie de personajes y situaciones a cual más estrambótica, en una sucesión de surrealistas pinceladas que suelen funcionar en su anárquica presencia. Sin embargo, entre las mismas, hay dos facetas que me gustaría destacar de manera poderosa. La primera de ellas deviene en la presencia de The Great Edgar (Edgar Bergen) -¿Lo recuerdan en la estupenda LETTER OF INTRODUCCTION (Carla de presentación, 1938) de John M. Stahl?-, un atractivo ventrílocuo que poco a poco irá dejando con vida propia a sus criaturas, cobrando estas un creciente y alocado protagonismo en la función, hasta elevarse junto a su dueño por un globo, otorgando a dicho episodio la impronta del cartoon. La manera con la que la vida propia de sus dos marionetas irá adquiriendo presencia en la función, contribuyendo en acrecentar ese grado de locura que caracteriza a la función. En su oposición, el personaje de Edgar supondrá el contrapunto romántico para que Victoria se enamore muy pronto de él cuando viaje hasta se reencuentre con su padre y compruebe la situación en la que este permanece inmerso.
Un cierto grado de almibaramiento que, por fortuna, no logra invadir el conjunto del metraje, y que tiene otro punto de inflexión en la visita que Whipsade realiza a la mansión de los Bel-Goodie, donde Roger espera infructuosamente a su prometida Victoria, para en principio conocer al que iba a ser su suegro. La llegada de este antes de su propia hija, provocará el casi demoledor contraste entre este hombre provisto de una carga casi demoledora hacia esa clase social. Como si se tratara de una mixtura entre el posterior Buñuel de EL ÁNGEL EXTERMINADOR (1962) y los eternos enfrentamientos de Groucho Marx con Margaret Dumont, Fields descargará su incansable metralla dialéctica contra la matriarca de la familia, a la cual martirizará constantemente con la mención de esas serpientes que provocarán en ella constantes y delirantes desmayos. Provocaciones insertas cuando el espectador casi desea que se produzcan, marcando una por momentos delirante catarsis, que quedará diluida en una pequeña medida con la consolidación del romance entre Victoria y Edgar, pero que no impedirá que esa vertiente casi surrealista que se ha ido extendiendo a lo largo del metraje, deje el regusto de ese modo de entender la comedia. Una tendencia que sobrepasaba las fronteras de la lógica, manteniendo en pleno ámbito del sonoro unas fórmulas de contrastada y probada solvencia en el cine mudo, al tiempo que extendiendo sobre ellas la personalidad de una de las figuras que forjaron la transición de ambos periodos en el ámbito del burlesco norteamericano. Ese W. C. Fields que en nuestro país ha quedado injustamente relegado al olvido, quizá por que varios de sus principales títulos nunca llegaron hasta públicos españoles.
Calificación: 3
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