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CINEMA DE PERRA GORDA

SAFE IN HELL (1931, William A. Wellman)

SAFE IN HELL (1931, William A. Wellman)

Obra áspera, sucia y que no renuncia a enfangarse en la plasmación de las más bajas pasiones del ser humano, SAFE IN HELL (1931) es una de las primera muestras del talento visual que su director, William A. Wellman, aportó desde su rápido alumbramiento al cine sonoro. Al contrario que otros profesionales, que quedaron atrapados en los inicios de la llegada de la palabra a las películas –los llamados talkies-, Wellman no dejó de poner en practica esa fuerza narrativa que hace de esta película un auténtico placer. Algo a lo que hay que añadir esa garra y capacidad transgresora, que el cineasta ponía en practica en el periodo precode, donde pese a su asumido conservadurismo, plasmó una serie de títulos atrevidos tanto en su concepción visual, como en el desarrollo de unas temáticas, que situaban su obra entre las más avanzadas de su tiempo.

Así pues, nos encontramos con una producción de poco más de setenta minutos, que en su conciso metraje ofrece la densa, turbadora y al mismo tiempo ejemplarizante historia de Gilda Carlson (una carnal Dorothy Mackaill). Se trata de una joven que contemplaremos desde el primer momento, con esa inclinación del director al mostrar sus atractivas piernas, expresando con facilidad su condición de prostituta. Es llamada por una madura madame, para que haga compañía a un caballero casado que se encuentra solo. Para desgracia de la protagonista, este será un viejo conocido suyo –Piet Van Saal (Ralf Harolde)- un canalla que al verla exteriorizará el deseo que le produce, siendo agredido por ella con una botella. En su huída de los apartamento, Gilda provocará un incendio, huyendo de la policía, momento en el que aparecerá un antiguo pretendiente –Carl (Donald Cook)-, ofreciendo reunirse con ella y logrando evitar su localización policial al llevarla a una isla en la que no existen extradiciones. Lo que no podrían imaginar es que aquel destino es un lugar dominado por la depravación y por habitantes de más que dudosa reputación. Allí nuestros protagonistas -ante la ausencia de sacerdote- celebrarán su propia y singular ceremonia, marchándose Carl de nuevo a su barco, con la promesa de escribirle de manera constante y pagar sus gastos. Será el inicio de una singladura cada vez más desasosegadora para nuestra protagonista, que se verá en todo momento cortejada por los poco recomendables frecuentadores del hotel en que se aloja. Un contexto al que se incorporará el temible Bruno (Morgan Wallace), representante de la Ley en una isla que no respeta la de los demás, quien desde el primer momento se sentirá atraído por la recién llegada. A partir de ese momento, una vez más las casualidades –inherentes al melodrama-, la capacidad del director para transmitir en todo momento la sordidez del contexto, la asfixiante atmósfera que se respira, la capacidad de aplicar la máxima de “una idea, un plano”, o la inspiración alcanzada al describir un personaje redimido hasta la muerte por su promesa de amor, configurarán un relato caracterizado por una sordidez en la que Wellman se desenvuelve como pez en el agua.

Será algo que se manifestará prácticamente desde sus primeros fotogramas, con esa nomenclatura de la película en unas letras insertas tomando llamas como fondo. Apenas  instantes después, el realizador insertará uno de los abundantes planos centrados en la plasmación de la sexualidad de la protagonista encuadrando sus piernas. En esos pasajes iniciales ya quedará definida esa atmósfera opresiva. Es algo que percibiremos en su sombrío tono fotográfico, en las propias características de sus personajes –los trazos que nos definen a la madame- o en los lugares que centran sus imágenes. Utilizando esa inclinación por las casualidades e inesperados giros antes señalados –la aparición de Carl- la protagonista logrará evadirse de un seguro aprisionamiento por parte de la policía, dejando una hermosa metáfora visual que preludiará el futuro de su andadura; ese barco introducido en una botella de cristal, que fundirá con la imagen del buque en el que la joven es camuflada de contrabando para ser trasladada a esa isla en la que quedará confinada el resto de su vida. Con celeridad contemplaremos el degradante contexto en el que Gilda tendrá que refugiarse, teniendo que convivir con una serie de excéntricos, mezquinos –y un tanto caricaturescos- personajes, caracterizados por sus bajos instintos, y en cuya extravagante descripción Wellman plasmará esa visión que sobre los roles de comedia extendería en títulos como NOTHING SACRED (La reina de Nueva York, 1937). Allí tendrá que sufrir su constante acoso, después de vivir esa insólita –y bellísima- ceremonia de matrimonio con Carl, en una iglesia abandonada –el cura ha muerto un mes atrás y no se sabe si llegará otro, señalará un vecino-. Será el punto de inflexión en el modo de vida llevado hasta entonces por Gilda, quien desde ese momento hará promesa de ser fiel al que desde entonces se ha convertido en el único hombre que la ha amado. El tiempo pasará y ella resistirá pese a no recibir en apariencia correspondencia y ayuda –es Bruno el que retiene sus cartas-. Wellman no cejará en mostrarnos en diversas ocasiones esos planos de Gilda despojándose de sus ropas en su pequeña habitación, e incluso en una de dichas ocasiones llegarán a tirar sus ropas en una papelera. El director llegará a insertar algunos insólitas set pièces, como la canción entonada por la camarera negra, rodada en un complejo y tenso plano secuencia.

Sin embargo, para la protagonista la inesperada llegada de Van Saal, le permitirá comprobar con sorpresa que no lo había matado y, por ello, la posibilidad de retornar a la Nueva Orleans de la que partió. Será algo que comunicará en telegrama a Carl, sin intuir que Bruno opondrá todo aquello que su mente retorcida le proporcione, para impedir que la joven pueda enderezar su vida. Le cederá un arma con falsos argumentos, con la que matará a Van Saal cuando este intente sobrepasarse, y cuando el juicio –revestido de una especial sordidez- aparezca que va a decidirse de manera favorable a la encausada, esta finalmente se declarará culpable para no ser encerrada en la prisión del mandatario, que está decidido a acusarla de tenencia de armas –ilegal en la isla- y, con ello, someterla a sus designios.

Será este último, un tramo que brindará imágenes inolvidables, como el sentimiento que una Gilda ofrecerá ante la inesperada llegada de Carl, sabiendo como sabe la proximidad del final de su vida, precisamente por ser fiel a la promesa que le formuló, o el asombroso instante en el que Wellman encuadrará el cuello de esta de manera subjetiva –es la visión de Bruno-, ofreciendo visualmente la imposibilidad de este de poder hacerla suya. O ese plano general entre la penumbra de un amanecer, en el que Gilda es escoltada junto a los guardianes para su destino final. Todo ello en un título que roza lo lúbrico en no pocas ocasiones, representativo de esa manera que Wellman tenía de implicarse hasta las entrañas en las historias que trataba, y también de esa economía narrativa, inventiva visual y libertad creativa demostrativa tanto en su obra, como en el cine de aquel periodo tan marcado. Todo ello para mostrar un sacrificio por amor, que en ciertos instantes no dejó de parecerme una especie de preludio del memorable sacrifico que – por otras circunstancias- brindaba décadas después la Anne Bancroft de SEVEN WOMEN (Siete mujeres, 1965), el testamento cinematográfico de John Ford.

Calificación: 3

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