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CINEMA DE PERRA GORDA

TRIAL (1955, Mark Robson) La furia de los justos

TRIAL (1955, Mark Robson) La furia de los justos

Sobrepasado el ecuador de una desigual andadura fílmica, aunque presidida por uno de los debuts más deslumbrantes del cine norteamericano –THE SEVENTH VICTIM (1943)-, Mark Robson ya se caracterizaba en estos prolíficos años como un conformista aunque en ocasiones –no demasiadas- inspirado artesano. TRIAL (La furia de los justos, 1955) supone uno de sus últimos exponentes de cierto interés, rodada inmediatamente antes de la conocida THE HARDER THEY FALL (Más dura será la caída, 1956). Un producto que entronca con una cierta línea de “calidad” asumida por la Metro Goldwyn Mayer en aquellos convulsos años –recordemos como al año siguiente se rodó la intimista y esquemática RAMSON (Rapto, 1956. Alex Segal) con la que comparte look visual y parte de su reparto. En esta ocasión, más allá de ofrecer una mirada al American Way of Life, se optó por la adaptación del original de Don Mankiewicz, que intentaba plantear una visión revestida de maniqueísmo, en torno a temas tan controvertidos –y en la ficción, tan unidos- como el racismo y la infiltración del comunismo en la sociedad norteamericana de 1947, ámbito en el que se desarrolla la ficción.

El drama que plantea TRIAL, se centra en torno a los deseos de experimentación de un joven abogado –David (Glenn Ford)-, que se será acogido por un profesional de especial significación –Barney (Arthur Kennedy)-, destinándole la defensa en el caso de un joven condenado por el presunto asesinato de una niña de corta edad, en una verbena realizada en una playa privada. David se entregará en dicha defensa, convencido de la inocencia del muchacho –Angel Chavez (Rafael Campos)-, sin en apariencia descubrir la querencia comunista del segundo, ni las manipulaciones que vivirá cuando, por orden del partido, no se dude en utilizar al muchacho, como víctima propiciatoria para fomentar el victimismo en torno a la presencia del racismo y, con ello, poder justificar sus acciones. Ni que decir tiene que para plantear un análisis más profundo sobre dichas implicaciones, de entrada había que haber partido de otro material dramático y, sobre todo, contar con un realizador de superior sutileza narrativa. No conviene olvidar que en aquellos años una figura como Fritz Lang creaba dos de sus cumbres con WHILE THE CITY SLEEPS (Mientras Nueva York duerme, 1955) o BEYOUND A REASONABLE DOUBT (Más allá de la duda, 1956), Otto Preminger daba en la diana con una serie de admirables propuestas dramáticas que derrumbaban temas hasta entonces tabú en el cine USA. O incluso Jacques Tourneur se internaba en dichos contornos con la poco conocida pero magnífica THE FEARMAKERS (1958). En su lugar, Robson apela a una mirada sin duda más esquemática, pero hay que reconocer que sus imágenes no carecen de interés. Dividida en dos mitades diferenciadas por la espectacular secuencia de la multitudinaria reunión neoyorkina, en la que Barney hace expresión de su filiación comunista –ligando la misma a un afán manipulador-, que duda cabe que en ambas partes se registran aciertos y esquematismos a partes iguales, pero el paso de tanto tiempo tras su realización, ha permitido que de la película perdure aquello que es mostrado con sencillez y sin afán discursivo, por encima de esa vertiente ejemplarizante que, justo es reconocerlo, en algunos momentos llega a provocar sonrojo.

Así pues, por encima de la carga histriónica demostrada por el de otro lado siempre excelente Arthur Kennedy, hay que apreciar en TRIAL aquello que queda más en un segundo término, o dominado por una puesta en escena reposada. Una planificación que tendrá muy en cuenta la profundidad de campo o la ubicación de los actores dentro del encuadre, para determinar sus comportamientos y pensamientos, o que aprovecha los claroscuros de la magnífica fotografía en blanco y negro de Robert Surtees para expresar mediante sus contrastes, esa aura sombría que dominará todo su metraje. Así pues, y entre fragmentos que incurrirán en esquematismos a la hora de mostrarnos racistas de caricatura o comunistas con alma de marioneta, el atractivo del film de Robson hay que buscarlo en su sencilla estructura que permite una enorme fluidez entre secuencias, por lo general separadas mediante fundidos en negro. En el intimismo que podemos sentir en aquellos momentos confesionales planteados entre David y Abbe (Dorothy Maguire), la ayudante de Barney, quien no podrá dejar de admirar la integridad del joven letrado, que servirá para abandonar de manera definitiva los resabios legados por el conocido abogado. Y esa sencillez, habrá que apreciarla en los diálogos establecidos entre David y el muchacho condenado, que revisten una enorme autenticidad y, por momentos, parecen suponer un adelanto de propuestas tan admirables como TO KILL A MOCKIGNBIRD (Matar a un ruiseñor, 1962. Robert Mulligan), al tiempo que en los comentarios que mantienen en la propia vista, transmiten al espectador elementos del funcionamiento judicial. Y, por encima de cualquier alarde formal, o incluso de los instantes en los que en primera instancia se podría valorar una superior fuerza emocional, uno se queda con la sabiduría de Robson, a la hora de brindar la presencia del juez Motley (supremo Juano Hernández), ubicando sus hondas miradas siempre en un segundo término, como si a través de su propia presencia, se confiara la voz de la suprema justicia, simbolizada en ese plano final, despojado de cualquier efectismo, con el que concluye una película discutible pero con suficientes elementos de interés, al tiempo que representativa de esa frontera que por aquel entonces vivía el cambiante cine americano.

Calificación: 2’5

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