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CINEMA DE PERRA GORDA

Mark Robson

ISLE OF THE DEAD (1945, Mark Robson) [La isla de la muerte]

ISLE OF THE DEAD (1945, Mark Robson) [La isla de la muerte]

Considerada una de las más brillantes producciones del mítico y renovador ciclo fantastique de Val Lewton para la RKO en la década de los 40 –afirmación que me permito cuestionar, siquiera sea ligeramente-, lo primero que me viene a la mente a la hora de contemplar esta brillante, seca, sugerente, concisa –como todas las cintas de aquel conjunto- y en ocasiones deslumbrante realización de Mark Robson es, por un lado, el un tanto lejano referente de la alucinante WHITE ZOMBIE (La legión de los hombres sin alma, 1932, Victor Halperin) –con la que guarda no pocas semejanzas pese a resultar de temática aparentemente divergente y, sobre todo, por esa desmesura que hacía admirable planteamientos que en otras manos podrían provocar la carcajada-. De cualquier manera, y aun prefiriendo la producción de los tan necesitados de revisión hermanos Halperin, lo cierto es que con ISLE OF THE DEAD nos encontramos con una propuesta que guarda numerosas referencias con otras de las realizaciones de Val Lewton (ese caminar de las dos mujeres por los páramos que remite a I WALKED WITH A ZOMBIE (Yo anduve con un zombie, 1943. Jacques Tourneur), el personaje de la criada enlutada que remite a la mujer gato de CAT PEOPLE (La mujer pantera, 1942. Jacques Tourneur), mientras que ciertos elementos de su trazado, prefiguran aspectos de clásicos posteriores en el género –es fácil evocar el magistral momento en el que la mujer cataléptica ha sido enterrada y se escucha su alarido desde un primer plano del exterior del ataúd, que retomaría Roger Corman en su magistral HOUSE OF USHER (la caída de la casa Usher, 1960), o la recurrencia a esas gárgolas de piedra que aparecen como augurio de muerte y que años después utilizará Terence Fisher en su no menos admirable HORROR OF DRACULA (Drácula, 1958)-.

Al margen de estas y otras referencias, fundamentalmente ISLE OF THE DEAD, supone una singular muestra de relato antibelicista –un detalle que no conviene ser omitido-, al tiempo que una estupenda mixtura de film de horror, retomando bases mitológicas o de lejanas leyendas. La película propone primeros minutos excelentes, en los que con unas simples miradas se define el personaje encarnado admirablemente por Boris Karloff –provocando el suicidio en off de un oficial que no ha seguido sus instrucciones-. El general Nikolas Pherides (Karloff), acompañado por el periodista Olivier Davis (Marc Cramer), recorren un desolador panorama de cuerpos heridos, destrozados o muertos, con el fondo sonoro de gemidos y lamentos. Pocas veces se ha mostrado con tan pocos elementos y sin ningún énfasis moralizante, la brutalidad de la guerra –en esta ocasión, con el fondo de una guerra descrita a principios del siglo XX-. El recorrido de ambos se produce –de forma un tanto traída por los pelos en el guión-, a la isla en la que se encuentra el cadáver de la esposa de Pherides, apodado por todos “el perro guardián”. La imagen general que se ofrece de la isla es fantasmagórica –y ello recuerda la iconografía de WHITE ZOMBIE, en la mansión en la que estaba recluida la muerta en vida de aquel excelente film-

Una vez en la isla, los dos protagonistas se encuentran con un grupo de personajes –un tanto arquetípicos aunque en líneas generales, bien utilizados dramáticamente-. Y será en ese contexto, donde surgirá la amenaza de la epidemia de tifus, los recónditos recovecos de miedos ancestrales, atavismos y enfrentamientos, entre la superstición, la fe y la ciencia. Todo ello cobrará una mayor fuerza cuando la tensión se describa en imágenes, y con fondos sonoros nocturnos y amenazadores, en demérito de aquellos momentos –situados sobre todo en la parte central del film-, en los que los diálogos remiten en no pocas ocasiones a lugares comunes del género, impidiendo en definitiva –a mi juicio- que la brillantez de la película alcance las cotas admirables del ejemplar tríptico de Tourneur con Lewton -en el que faltaba citar THE LEOPARD MAN (1943)-, o el propio y deslumbrante debut de Robson, con la asombrosa THE SEVENTH VICTIM (1943), para mi sorpresa, la cima inquietante de este bloque tan compacto, dentro del cine fantástico de su tiempo.

De cualquier manera, esa limitación no impide que en poco más de setenta minutos de duración hayan numerosos instantes excelentes, e incluso algunos para la antología del género –el ya citado, de la aterradora resurrección de la mujer cataléptica; los paseos de esta por el frondoso paisaje de la isla: el pasaje en el que el médico que representa a la ciencia ofrece su tributo a los dioses, en demanda de una esperanza ante su inminente muerte, o la propia ofrenda que el propio general Pherides realiza a solas a los dioses, demostrando ese atisbo de humanidad que, en el fondo, habita en su corazón, pero se resiste a ser mostrado, en base a sus estrictas convenciones militares. Y es precisamente el estupendo retrato que se realiza de ese complejo personaje –al que finalmente tras su muerte, un comentario en off del periodista redime de su conducta-, una de las virtudes más sólidas y vigentes de un título estupendo, digno de ser recordado, aunque algunas convenciones de guión y un exceso de diálogos en su parte central, impiden alcanzar la categoría de logro absoluto. De cualquier manera, si alguna noche es emitida por algún canal televisivo no dejen de verla. No quedarán defraudados.

Calificación: 3

HELL BELLOW ZERO (1954, Mark Robson) Infierno bajo cero

HELL BELLOW ZERO (1954, Mark Robson) Infierno bajo cero

Contemplando HELL BELLOW ZERO (Infierno bajo cero, 1954. Mark Robson), uno se deja llevar a ese cine de aventuras que emanaba en aquellos años cincuenta. Películas en ocasiones formularias y estereotipadas, pero al mismo tiempo amenas y realizadas con la sola intención de proporcionar entretenimiento al público de su tiempo, con una extraña alquimia entre la ingenuidad de sus planteamientos, y la facilidad con la que aplicaban esa alma de cierta autenticidad en sus resultados. Es el ejemplo de títulos como GREEN FIRE (Fuego verde, 1954. Andrew Marton), HIS MAJESTY O’KEEFE (Su majestad de los mares del Sur, 1954. Byron Haskin) –es curioso como enuncie títulos rodados el mismo año del que comentamos-. Referencias y exponentes quizá a situar en segundo término dentro del considerable nivel de aquel periodo dorado para el género, pero que a ojos de nuestros días se contemplan con una extraña solidez con mezcla de eficacia, y el poso que ofrecían, producciones que adquirían una extraña sensación de autenticidad, pese a la abundancia de transparencias y estereotipos en su galería humana. Todo ello aparece, punto por punto, en esta producción de la Columbia rodada en los estudios Sheperton con numerosos intérpretes y técnicos británicos, contando con la producción del temible Irving Allen y el futuro factotum de la serie Bond, Albert R. Broccoli. En esta ocasión, la combinación de aventura y suspense se traslada hasta Sudáfrica, donde se trasladará la joven Judie Nordhal (Joan Tetzel), al conocer que su padre ha desparecido en alta mar, dentro del ballenero en el que ejercía como capitán. En el trayecto en avión tendrá como compañero de asiento al americano Duncan Craig (Alan Ladd), con quien de inmediato simpatizará. La circunstancia de tener que buscar personal al ballenero en el que se va a embarcar la joven, permitirá a Craig, que se ha enfrentado con el socio que le ha estafado diez mil dólares, y al que ha pillado en pleno corteje de una mujer de dudosa catadura, incorporarse en la tripulación. El destino y su decisión le hará asumir el cargo de oficial primero del buque, conociendo y simpatizando con su superior, y también con el doctor Howe -Niall MacGuinnis, el satanista de la inolvidable NIGHT OF THE DEMON (La noche del demonio, 1958. Jacques Tourneur)-. Será el ámbito en el que Craig acceda al buque nodriza, que se encuentra en pleno ciclo de captura ballenera, para el cual se alberga una amplia flota, y que se encuentra dirigido por Erik Bland (un jovencísimo Stanley Baker), hijo del socio principal de la flota –Basil Sydney-, y antiguo prometido de Judie.

Muy pronto se hará ver el lado oscuro de Erik, intuyendo Craig un turbio fondo, oculto con el silencio de una tripulación asustadiza, incapaz de ofrecer alguna pista para esclarecer la desaparición del antiguo capitán. Un testigo, que se encuentra encerrado en un calabozo, se prestará a declarar ante Craig y el dr. Howe, confirmando sus sospechas sobre Bland, pero alguien anónimo lo atacará con un cuchillo, quitándole la vida. El avistamiento de ballenas destinará a Craig a un barco comandado por la joven y aventurera Gerda Petersen (Jill Bennett), viviendo con ella un episodio de caza de ballenas, e internándose poco después en un banco de hielo, quedando el barco bloqueado. Ante las llamadas de socorro, e intuyendo Craig que Bland los va a dejar abandonados, utilizará una treta para hacerlo llegar, aunque este no dude en atropellarlos, provocándose el hundimiento de ambas naves. Los supervivientes tendrán que protegerse en las inclemencias del hielo, pero incluso en aquel marco tan peligroso y desapacible, retornará la rivalidad entre Bland y Craig, que tendrá que dirimirse en plenos glaciares.

Puede decirse que casi todo en HELL BELLOW ZERO aparece como previsible, pero al mismo tiempo nunca deja de resultar eficaz, dentro de un ritmo ligero que no propone baches en su discurrir. Es cierto. Los personajes nunca se salen de los estereotipos que representan, pero siempre hay en la película, detalles que redimen dicha limitación, proporcionándole un cierto toque de distanciación. Es algo que tiene presencia en el vuelo Londres – Ciudad del Cabo, donde las azafatas parecen ejercer como celestinas en el encuentro de la pareja protagonista, o en el detalle de Craig de tirar al suelo una figurita de porcelana, que se ha salvado tras la refriega mantenida con su socio que ha destrozado la habitación. Incluso en ese servilismo al material de archivo, el film de Robson proporciona no pocos placeres. Uno de ellos, quizá el más relevante, sea la inclusión de un pequeño documental en torno a la tarea de los balleneros, que se inserta en el relato con la excusa de la explicación que Bland padre brindará a Craig cuando este se incorpore al epicentro de la operación ballenera –la segunda unidad, destinada en la Antártida, corrió a cargo del británico Anthony Bushell, director de la muy curiosa THE TERROR OF THE TONGS (El terror de los Tongs, 1961) para Hammer Films-. A partir del encuentro con dicha actividad, lo cierto es que el film de Robson alcanza una cierta aura ligada el cine de aventuras, encontrándose incluso en un magnífico episodio, ecos de la experta mano que Robson aplicó en sus títulos rodados bajo la égida de Val Lewton. Esa inclinación por lo inquietante, aparecerá de forma magnífica en la secuencia en la que Craig persiga en el interior de la sala de máquinas del buque, a ese anónimo atacante que ha asesinado al testigo que se encontraba encerrado en el calabozo, y que a ojos de este no tendrá duda de que se trata de Erik. Un pasaje en donde el acierto de la planificación y la agudeza de su montaje, incorporará al relato un componente numinoso. Todo lo contrario que ofrecerá esa sensación de vitalismo que proporcionará el episodio de carácter documental, en el que Gerda practique la caza de la ballena, transmitiendo al espectador una extraña sensación de verdad fílmica. Es más, incluso toda la parte final, en la que se combinan planos de carácter documental y otros rodados en estudio, aunque supuestamente ambientados en la Antártida, pese a cierto esquematismo, se transmite esa mirada añorante en torno a un añejo cine de aventuras, de costuras previsibles, pero con un sabor irrepetible.

Calificación: 2’5

EDGE OF DOOM (1950, Mark Robson) Nube de sangre

EDGE OF DOOM (1950, Mark Robson) Nube de sangre

Ignorada por no estar avalada por la firma de un cineasta de prestigio. Camuflada bajo la impronta de una producción de Samuel Goldwyn, quizá destinada al lanzamiento de su estrella juvenil, Farley Granger. Menospreciada probablemente por estar envuelta en la apariencia de un relato piadoso, EDGE OF DOOM (Nube de sangre, 1950) es uno de tantos títulos rodados en los primeros años cincuenta, que combinaban en su trazado, ecos muy cercanos al cine noir, con una entraña dramática llena de fuerza, que a poco que se mire con la debida agudeza, alberga bastante de transgresor. Es, asimismo, una de las películas más valiosas filmadas por el en ocasiones competente Mark Robson, que recupera en algunos de los pasajes más intensos, ecos de aquel deslumbrante debut que protagonizara con THE SEVENTH VICTIM (1943), al amparo del inolvidable Val Lewton. Y es cierto que su inicio nos predispone a ese desarrollo de un argumento piadoso, aunque una visión ya más certera apela a la sobriedad con la que se plantea este drama casi existencial, en torno a un muchacho al que la vida se le hace casi irrespirable. Un joven sacerdote confesará al padre Thomas Roth (el siempre magnífico Dana Andrews), su voluntad de abandonar una parroquia con la que no ha podido sintonizar. La misma se encuentra ubicada en un necesitado barrio newyorkino, y dicha circunstancia permitirá a Roth un relato –en un flashback que describirá el conjunto del metraje-, en el que la voz en off del sacerdote, punteará en ocasiones, el drama vivido por un joven obrero, presa de una familia de humilde condición, cuyo padre se suicidió siendo él niño, sin haber recibido un entierro cristiano. Actualmente trabaja transportando flores un una furgoneta, viviendo en un pobrísimo apartamento en compañía de su madre, que se encuentra presa de una grave enfermedad. Acosado por el estado de su progenitora, intentará en vano lograr un aumento de sueldo por parte de su jefe. En un encuentro nocturno con su novia, recibirá la llamada del médico, indicando la grave recaída en la que ha recaído su madre, que poco después fallecerá. Totalmente sobrepasado por la situación, el joven, atormentado y resentido Martin Lynn (Farley Granger, encarnando con brillantez el rol que reiteró en su efímera carrera en tantas ocasiones) acudirá de noche hasta la casa parroquial, siendo recibido por el padre Kirkman (Harold Vermilyea), el párroco que años atrás rechazara proporcionar servicios religiosos al padre del muchacho, en su condición de suicida. Hombre superado por el desgaste en su vocación, este mostrará de nuevo su incapacidad para conectar con la feligresía, en especial con este representante de una juventud traumatizada. El enfrentamiento irá elevándose de tono, hasta que en un arrebato de ira Martin mate involuntariamente al religioso al atizarle con un crucifijo. Para desgracia del muchacho, se producirá un atraco en un cine por el que discurrirá poco después del crimen, cometido además por un vecino suyo –Craig (Paul Stewart)-, implicándole la policia en el asalto. Se irá produciendo una maraña de situaciones casi irrespirables para un joven que, casi de un momento a otro, será despedido de su trabajo, o se enfrentará con los responsables de una funeraria, a la hora de buscar una despedida a su madre acorde con sus cualidades. Sobre él se cernirá la investigación del detective Mandel (el extraordinario Robert Keith), quien sin embargo verá en el atormentado joven al posible atracador. Será sin embargo el joven sacerdote, quien en un momento determinado vislumbrará la culpabilidad de Martin en el crimen de su superior, aunque comprenderá el tormento interior de este, intentando ante todo ayudarlo a emerger de dicha situación límite.

Justo es reconocerlo, pese a partir de una base argumental del experto y destajista Philip Yordan, a partir de una novela de Leo Brady –se habla de presencia no acreditada en el guión de Ben Hetch y Charles Brackett-, EDGE OF DOOM palidece un tanto a la hora de describir personajes, tan faltos de matiz como el viejo dueño de la floristería, carentes de la debida hondura, o el de la propia novia del protagonista, que apenas aporta un elemento episódico. Sin embargo, ni siquiera ese aparente envoltorio que inicia y cierra el relato, apelando a la supuesta importancia de la cercanía a Dios, oscurece la fuerza dramática de esta notable película, que aparece casi como un título de referencia para una corriente, que podría preceder a títulos mucho más esquemáticos –aunque más prestigiosos como DETECTIVE STORY (Brigada 21, 1951- William Wyler), o aún superiores, como el magnífico I CONFESS (Yo confieso, 1953) de Alfred Hitchcock, que estoy convencido tuvo que tomar como base esta película. Películas desarrolladas en un ámbito urbano, que atesoran en sus imágenes conflictos de diversa índole, que pueden estar centrados en contrastes generaciones o incluso de ámbitos y planteamientos opuestos. El film de Robson se beneficia del extraordinario acierto de un casting casi perfecto, de la impagable aportación del operador de fotografía Harry Stradling, y del innegable empeño que le aporta un Mark Robson en plena forma, dispuesto a descender con armas y bagajes, a los subterráneos de una soledad urbana, en la que las masas dispuestas en la gran urbe neoyorkina, que es mostrada sin el más mínimo atisbo de glamour, no suponen más que el contexto donde se almacenan masas humanas, sin el menos ápice de comprensión o comunicación entre ellas. Esa sensación de soledad compartida, es transmitida al espectador con extraordinaria pertinencia, en una odisea dramática, que casi podría aparecer como la absoluta transgresión de una fábula navideña, que en esta ocasión se dirime sin piedad en torno a un contexto existencial que se desmorona de manera definitiva en torno a nuestro joven protagonista. Martin aparecerá, por otra parte, como de los jóvenes rebeldes precursores en las pantallas norteamericanas –como tiempo antes lo ejemplificó el Guy Madison de TILL THE END OF TIME (Hasta el fin del tiempo, 1946. Edward Dmytryk), prolongando una estela que poco años después llevaría a la inmortalidad fílmica el James Dean de REBEL WHITOUT A CAUSE (Rebelde sin causa, 1955. Nicholas Ray). Esa oposición generacional, ese existencialismo representado el rol que con tanta entrega representa Farley Granger, aparecerá por otra parte casi como un vía crucis para un muchacho al que sus circunstancias vitales han forzado al más absoluto escepticismo. Robson acierta al imbricarse al máximo con el drama del muchacho y el contrapunto de serenidad que le brinda el sacerdote interpretado por Dana Andrews.

En su conjunto, EDGE OF DOOM aparece dominada por cierta irregularidad –lo que le impide llegar a la condición de logro absoluto-. Sin embargo, su discurrir se encuentra trufado de episodios inmersos de fuerza dramática. La manera con la que se describe el miserable entorno en que vive Martin y su madre, sabiendo emerger tanto del esquematismo o la teatralización. La creciente intensidad que adquiere el episodio que culminará con el asesinato del padre Kirkman, tomando siempre como referente del mismo la ominosa presencia del crucifico que se encuentra encima de la mesa. La sensación de irreprimible soledad y alienación del discurrir de Martin desolado por la multitudinaria noche neoyorkina. El matiz cuasi expresionista con el que se insertan primeros planos sobre el rostro de Martin, según va creciendo su desasosiego. La magnífica secuencia en la que este se encuentra entre Roth y Mandel, explicando el segundo –no sin cierta intención- la cercanía que manifiesta en la resolución del asesinato del viejo sacerdote. Las dudas de este a la hora de perseguir a una vieja anciana que puede identificarlo, pensando en eliminarla para que no testifique contra él. O el propio episodio en que la misma testigo, irá visionando los presuntos sospechosos, reiterando la situación en la que la anciana contempló al muchacho. Sin embargo, dos fragmentos se situarán no solo como los más memorables de la película, sino que a mi modo de ver se encuentran entre los más perdurables jamás rodados por Robson. Los dos, curiosamente, se desarrollarán en la funeraria de Murray. Uno de ellos será el conmovedor episodio de conclusión, en el que una planificación austera y simétrica, nos transmitirá el grito de desahogo de Martin ante el féretro solitario de su madre y la presencia de un crucifijo, hasta que la inesperada presencia de Roth permita al muchacho por vez primera, la posibilidad de compartir el drama interior que le atormenta. El otro es quizá aún mejor, por inesperado, y en el que Robson regresó de manera inesperada al universo del cine de terror que experimentara en su debut junto a Val Lewton. Me refiero a la bajada de Granger a los sótanos de la funeraria, descrita con un asombroso sentido de la atmósfera ligada al cine de terror, que culminará con la inesperada llegada de este a una sala, sombría y solitaria… donde se encontrará con el cadáver expuesto de Kirkman.

Calificación: 3

TRIAL (1955, Mark Robson) La furia de los justos

TRIAL (1955, Mark Robson) La furia de los justos

Sobrepasado el ecuador de una desigual andadura fílmica, aunque presidida por uno de los debuts más deslumbrantes del cine norteamericano –THE SEVENTH VICTIM (1943)-, Mark Robson ya se caracterizaba en estos prolíficos años como un conformista aunque en ocasiones –no demasiadas- inspirado artesano. TRIAL (La furia de los justos, 1955) supone uno de sus últimos exponentes de cierto interés, rodada inmediatamente antes de la conocida THE HARDER THEY FALL (Más dura será la caída, 1956). Un producto que entronca con una cierta línea de “calidad” asumida por la Metro Goldwyn Mayer en aquellos convulsos años –recordemos como al año siguiente se rodó la intimista y esquemática RAMSON (Rapto, 1956. Alex Segal) con la que comparte look visual y parte de su reparto. En esta ocasión, más allá de ofrecer una mirada al American Way of Life, se optó por la adaptación del original de Don Mankiewicz, que intentaba plantear una visión revestida de maniqueísmo, en torno a temas tan controvertidos –y en la ficción, tan unidos- como el racismo y la infiltración del comunismo en la sociedad norteamericana de 1947, ámbito en el que se desarrolla la ficción.

El drama que plantea TRIAL, se centra en torno a los deseos de experimentación de un joven abogado –David (Glenn Ford)-, que se será acogido por un profesional de especial significación –Barney (Arthur Kennedy)-, destinándole la defensa en el caso de un joven condenado por el presunto asesinato de una niña de corta edad, en una verbena realizada en una playa privada. David se entregará en dicha defensa, convencido de la inocencia del muchacho –Angel Chavez (Rafael Campos)-, sin en apariencia descubrir la querencia comunista del segundo, ni las manipulaciones que vivirá cuando, por orden del partido, no se dude en utilizar al muchacho, como víctima propiciatoria para fomentar el victimismo en torno a la presencia del racismo y, con ello, poder justificar sus acciones. Ni que decir tiene que para plantear un análisis más profundo sobre dichas implicaciones, de entrada había que haber partido de otro material dramático y, sobre todo, contar con un realizador de superior sutileza narrativa. No conviene olvidar que en aquellos años una figura como Fritz Lang creaba dos de sus cumbres con WHILE THE CITY SLEEPS (Mientras Nueva York duerme, 1955) o BEYOUND A REASONABLE DOUBT (Más allá de la duda, 1956), Otto Preminger daba en la diana con una serie de admirables propuestas dramáticas que derrumbaban temas hasta entonces tabú en el cine USA. O incluso Jacques Tourneur se internaba en dichos contornos con la poco conocida pero magnífica THE FEARMAKERS (1958). En su lugar, Robson apela a una mirada sin duda más esquemática, pero hay que reconocer que sus imágenes no carecen de interés. Dividida en dos mitades diferenciadas por la espectacular secuencia de la multitudinaria reunión neoyorkina, en la que Barney hace expresión de su filiación comunista –ligando la misma a un afán manipulador-, que duda cabe que en ambas partes se registran aciertos y esquematismos a partes iguales, pero el paso de tanto tiempo tras su realización, ha permitido que de la película perdure aquello que es mostrado con sencillez y sin afán discursivo, por encima de esa vertiente ejemplarizante que, justo es reconocerlo, en algunos momentos llega a provocar sonrojo.

Así pues, por encima de la carga histriónica demostrada por el de otro lado siempre excelente Arthur Kennedy, hay que apreciar en TRIAL aquello que queda más en un segundo término, o dominado por una puesta en escena reposada. Una planificación que tendrá muy en cuenta la profundidad de campo o la ubicación de los actores dentro del encuadre, para determinar sus comportamientos y pensamientos, o que aprovecha los claroscuros de la magnífica fotografía en blanco y negro de Robert Surtees para expresar mediante sus contrastes, esa aura sombría que dominará todo su metraje. Así pues, y entre fragmentos que incurrirán en esquematismos a la hora de mostrarnos racistas de caricatura o comunistas con alma de marioneta, el atractivo del film de Robson hay que buscarlo en su sencilla estructura que permite una enorme fluidez entre secuencias, por lo general separadas mediante fundidos en negro. En el intimismo que podemos sentir en aquellos momentos confesionales planteados entre David y Abbe (Dorothy Maguire), la ayudante de Barney, quien no podrá dejar de admirar la integridad del joven letrado, que servirá para abandonar de manera definitiva los resabios legados por el conocido abogado. Y esa sencillez, habrá que apreciarla en los diálogos establecidos entre David y el muchacho condenado, que revisten una enorme autenticidad y, por momentos, parecen suponer un adelanto de propuestas tan admirables como TO KILL A MOCKIGNBIRD (Matar a un ruiseñor, 1962. Robert Mulligan), al tiempo que en los comentarios que mantienen en la propia vista, transmiten al espectador elementos del funcionamiento judicial. Y, por encima de cualquier alarde formal, o incluso de los instantes en los que en primera instancia se podría valorar una superior fuerza emocional, uno se queda con la sabiduría de Robson, a la hora de brindar la presencia del juez Motley (supremo Juano Hernández), ubicando sus hondas miradas siempre en un segundo término, como si a través de su propia presencia, se confiara la voz de la suprema justicia, simbolizada en ese plano final, despojado de cualquier efectismo, con el que concluye una película discutible pero con suficientes elementos de interés, al tiempo que representativa de esa frontera que por aquel entonces vivía el cambiante cine americano.

Calificación: 2’5

PHFFFT! (1954, Mark Robson)

PHFFFT! (1954, Mark Robson)

Desde hace bastantes años ha estado en mi mano la posibilidad de contemplar PHFFFT! (1954, Mark Robson), que además me permitiría acercarme a uno de los títulos casi precursores de las nuevas corrientes de comedia conyugal que iban a implantarse en el seno del cine norteamericano a partir de la segunda mitad de los cincuenta. Es más, en sus imágenes se encuentra la presencia de tres figuras definitorias para el género, como son Jack Lemmon, Judy Holliday y Kim Novak. Pero personalmente el mayor atractivo para visionar esta comedia, provenía de la presencia como guionista de George Axelrod –este sí- una personalidad fundamental para entender los progresos y el alcance crítico que este tipo de cine iba a tener en la futura evolución de la comedia norteamericana.

 

Pese a esos alentadores créditos, siempre tuve un cierto recelo a visionar esta producción de la Columbia, en la medida que sus pocas referencias se planteaban poco halagüeñas, empezando por la valoración que sobre su resultado formuló el propio Axelrod, demoledoramente negativa. Cierto es que Axelrod por lo general no se mostró excesivamente proclive a valorar positivamente los resultados cinematográficos emanados de sus obras teatrales o guiones que elaboraba. Quizá ese propio alcance crítico de su producción, no pudo mantenerse de manera ajena a sus propias consideraciones. En cualquier caso, había que decidirse a contemplar PHFFFT!, y he de reconocer que la misma me ha parecido un título menor, sin duda bastante limitado por el moralismo que plantea de un divorcio que finalmente será derogado, volviendo el matrimonio protagonista a vivir dicha condición. Sin embargo, este condicionamiento de alcance más o menos conservador no me ha impedido encontrar su resultado como una muy agradable comedia, reveladora de esa apuesta por el género que la Columbia ya había iniciado, y muy poco tiempo después permitirían las reiteradas apuestas por parte de nombres como Richard Quine.

 

Robert (Jack Lemmon) y Nina Tracey (Judy Holliday) son un matrimonio acomodado y, al mismo tiempo, acusan en su vida cotidiana la rutina inherente a cualquier relación de pareja –la manera con la que se muestra dicha rutina; el, leyendo una mediocre novela policiaca, ella; haciendo lo propio con una revista de modas, es reveladora al respecto-. En un momento determinado –ideeado con especial y divertido interés por la esposa- se plantean el divorcio, que muy pronto afrontan ambos, desarrollándose una hilarante secuencia en Reno, ciudad en la que estos procesos son observados incluso con cierto romanticismo. A partir de la consolidación de tal separación, la película mostrará una sucesión de situaciones, unas más divertidas, otras menos logradas, revestidas de un alcance ciertamente conservador, en la medida que dirige el sendero final del relato en la búsqueda de la reconciliación final de la pareja. Es probable a este respecto, concluir que dicho planteamiento pueda resultar decepcionante, al ser planteado por alguien como Axelrod, fustigador sin piedad de todos aquellos elementos que conformaron la llegada del consumismo al contexto del American Way of Life. Sin embargo, y aún a pesar de esa circunstancia más o menos previsible –mostrada por otra parte sin especial alcance moralizador-, no es menos cierto reconocer que el recorrido de situaciones que muestra la película, permite una mirada disolvente sobre no pocos de los rasgos que forjaron esa sociedad hipócrita, consumista y llena de prejuicios. Un alcance crítico que, personalmente, me recordó mucho del mundo expresado por Axelrod en diversas de sus comedias posteriores. En este sentido, PHFFFT! podría quedar  definida en algunos de sus elementos como un precedente del guión que confeccionó –y produjo- junto a Richard Quine, en HOW TO MURDER YOUR WIFE (Como matar a la propia esposa, 1965. Richard Quine) –que por cierto tenía igualmente un alcance reconciliador como conclusión a su atrevida propuesta-. La diferencia, se centraba, esencialmente, en la mayor permisividad existente en 1965 sobre una década antes y, sobre todo, contar en este segundo caso con un inspirado Richard Quine, que se hecha constantemente de menos en el trabajo de realización ofrecido por Mark Robson. No quiere esto decir que Robson ofreciera una tarea desdeñable, ya que se muestra esencialmente diestro a la hora de configurar el ritmo de sus secuencias, en las que apenas se muestra un ápice de teatralidad -¡Que diferencia con otra muestra del género, esta bastante olvidable, filmada por el propio Robson en 1957 THE LITTLE HUT (La cabaña, 1957)!-. Muy poco tiempo después sería Quine quien en el seno de la Columbia lograría introducir un nuevo concepto de comedia cinematográfica, más agudo y también más melancólico y elegante. De tal forma, el título que nos ocupa podría erigirse como un tímido puente en la aportación al género del estudio, ligado a experiencias más o menos coetáneas firmadas por Mitchell Leisen o George Cukor, y antes de la llegada y consolidación de la aportación de Quine. Y es más, la plasmación de ese mundo temático y crítico sería inherente no solo al universo literario y crítico de Axelrod, sino también al conjunto de la comedia de pareja que se extendería por el cine USA en la década de los sesenta. El film de Robson puede avanzarnos exponentes como GUIDE FOR A MARRIED MAN (Guía para el hombre casado, 1967. Gene Kelly), GOODBYE CHARLIE (Adios, Charlie, 1964. Vincente Minnelli) y tantos otros. La situación que se plantea entre Lemmon y la buscona Kim Novak sobre un piel de tigre nos remite con claridad a la muy posterior THE PINK PANTHER (La pantera rosa, 1963. Blake Edwards), e incluso uno puede ver en el personaje del amigo de Lemmon que encarna Jack Carson, un precedente de cualquiera de los avispados secundarios que pocos años después encarnaría Walter Matthaw, o incluso esa estatua que se encuentra como señal en el apartamento de este para anunciar la posible “ocupación” del recinto en conquistas amorosas, tiene bastante de preludio de la situación mostrada –con mucha mayor fuerza- en THE APARTMENT (El apartamento, 1960. Billy Wilder).

 

Al sacar a colación todos estos elementos, es cuando de manera inevitable la agradable y finalmente inofensiva peripecia cómica del título que nos ocupa, sirve para mostrarnos como los nuevos modos de comedia que a punto estaban de adueñarse del cine norteamericano de la mano de Wilder, Quine, Edwards, Minnelli, Donen, Tashlin y posteriormente Lewis, en realidad poseían una mayor conexión que la que aparentaban los divergentes rumbos de las trayectorias de todos ellos. No olvidemos que muy poco después de esta película, Axelrod –una de las figuras esenciales de esos nuevos modos para el género-, se embarcaba junto a Wilder en la adaptación de su propia comedia THE SEVEN YEAR ITCH (La tentación vive arriba, 1955. Billy Wilder).

 

Todo un cúmulo de situaciones y referencias que no impiden valorar el agradable tono general de la película, que permite un brillante duelo cómico entre Lemmon –impagable en sus secuencias con bigote- y especialmente una madura y fabulosa Judy Holliday. Destaquemos finalmente algunas de sus situaciones más divertidas, que van del fugaz gag que muestra la expulsión del esposo de una academia de pintura –el maestro observa que se muestra absolutamente negado para plasmar una figura femenina, sin conocer el trauma interno que está viviendo con su separación, hasta el dilatado y rítmico combate entre los dos ex esposos bailando un mambo, pasando por la hilarante situación mantenida por Nina con un profesor de francés, la progresiva desinhibición de esta cuando toma un par de wermouths en un restaurante delante de su ya ex esposo, provocando la carcajada del resto de comensales, los gags que proporciona la alfombra en la escalera de casa de esta, o la descripción que ofrece el personaje de una Kim Novak a la que realmente le faltaba el mimo ante la cámara que muy poco después empezaría a brindarle el mencionado Richard Quine. Si más no, todos estos elementos, contribuyen a consolidar un producto que no pasará a las antologías, pero que mantiene un tono agradable y crítico, al margen de suponer un pequeño precedente de una tendencia que poco tiempo después inundaría, con mayor pertinencia y acierto cinematográfico y argumental, las pantallas norteamericanas.

 

Calificación: 2’5

CHAMPION (1949, Mark Robson) El ídolo de barro

CHAMPION (1949, Mark Robson)  El ídolo de barro

Cuando en el cine norteamericano se habían producido propuestas cinematográficas de la audacia de THE SET-UP (1949, Robert Wise) o la entidad y hondura de BODY AND SOUL (1947, Robert Rossen) –que sigo considerando la máxima aportación que el cine ha ofrecido al mundo del boxeo, junto a RAGING BULL (Toro salvaje, 1980. Martin Scorsese)-, la presencia de CHAMPION (El ídolo de barro, 1949. Mark Robson) puede ser entendida incluso con cierta simpatía, pero lo cierto es que no aporta gran cosa al conjunto de films sobre la materia ya existentes. Es más, me atrevería a señalar que su presencia no supone más que una regresión –modificada en su look visual con ciertos elementos tomados de prestado del cine negro-, que mira con nostalgia aquellos tan simpáticos como esquemáticos melodramas fabricados por la Warner en la segunda mitad de los años treinta, y que ejemplifican títulos como KID GALAHAD (1937, Michael Curtiz) o CITY FOR CONQUEST (Ciudad de conquista, 1940. Anatole Litvak). En esta ocasión, las imágenes del film de Robson se inician con la llegada al ring del campeón Midge Kelly (Kira Douglas), dispuesto a revalidar su título mundial. La voz de un locutor radiofónico nos trasladará a un largo flash-back que, fundido inicialmente con el parlamento apologético del mencionado periodista, nos ofrece la andadura del protagonista acompañado de su hermano tullido –Connie (Arthur Kennedy)-, camino de California para hacerse cargo de una desvencijada cafetería de la que se han hecho socios. En el camino son recogidos por Johnny Dunne, campeón de boxeo, quienes les invita a ganarse unos dólares trabajando en el estadio donde este se dirige, lugar en el que a última hora Kelly se verá implicado en su primer combate. Será una disputa en la que apenas ganará diez dólares, pero que le servirá para que aprecie sus previsibles cualidades por el veterano manager Tommy Haley (el siempre magnífico Paul Stewart), quien le ofrece la posibilidad de ejercer como tal para él si algún día acude a Los Angeles.

 

Supongo que a cualquier aficionado más o menos avezado, podrá intuir tras estas breves líneas, que el argumento de CHAMPION discurre por unos senderos bastante trillados ya incluso en el momento de su realización. No andan equivocados. Esta historia que en el fondo versa sobre la capacidad de rebeldía de un ser criado y educado en el seno de la pobreza, y que logra su acomodo dentro de un entorno en el que el dinero es el único objetivo, finalmente integra en su seno todos los estereotipos habidos y por haber dentro del subgénero: orígenes humildes, villanos acaudalados, mafias boxeísticas, manager sincero y honesto, crisis de conciencia, ascensos y descensos morales, mujeres de turbia moralidad o aviesos objetivos. No cabe duda de la honestidad de cuantos se responsabilizaron del proyecto, auspiciado por la entonces emergente United Artists. Es ahí donde encontramos la base de la pequeña historia de Ring Lardner, llevada a la pantalla como guión por parte de Carl Foreman, bajo la producción de Stanley Kramer y la servicio de la emergente estrella que era Kira Douglas. Que duda cabe que con dicha combinación, cabía esperar un producto de marchamo liberal, pero caracterizado por su tendencia discursiva y casi moralizante –algo consustancial a las producciones y posteriores realizaciones de Kramer-, en donde Robson se limita a seguir el sendero marcado por todos ellos aportando, eso sí, su innata capacidad para el ritmo cinematográfico, marcado por su previa experiencia como montador y también su andadura precedente en el entorno de la R.K.O. al amparo de Val Lewton, y que le había permitido un debut tan deslumbrante como el demostrado con la excelente THE SEVENTH VICTIM (1943). En esta ocasión, lo cierto es que Robson queda sumergido en el contexto de una base dramática fuertemente codificada y de difícil escapatoria, logrando sin embargo algunos momentos en donde ocasionalmente brilla su herencia recibida en los productos de terror elaborados pocos años antes junto a Lewton. En ese sentido, cabe señalar la secuencia que se desarrolla tras el triunfo de Kelly sin hacer caso de las amenazas que se cernían sobre él. Es por ello que cuando este salga a la puerta de su camerino, la sensación de desasosiego que le acompañan a él y a su manager, rodeados de sombras indescifrables, nos permita reencontrarnos con aquella personal manera de mostrar el horror que tanto Robson, como Tourneur y Wise, lograron pocos años antes en la R.K.O., dando como fruto un conjunto de títulos francamente inolvidable. Es constatable también que Robson logra plasmar secuencias y momentos de especial intensidad, como aquella en la que Kelly busca de nuevo la estima de su esposa –hasta entonces totalmente separada de él- encuandrando de frente y en primer plano a Emma (Ruth Roman), mientras que en segundo término del encuentre, aunque acercándose paulatinamente, se adelanta Midge, quien finalmente con su espalda oscurecerá el plano.

 

Así pues, entre aires de denuncia, ecos del cine noir, y parábola liberal y progresista de carácter discursivo, lo cierto es que CHAMPION deviene finalmente un producto más o menos atractivo, aunque poco memorable dentro de los exponentes de este subgénero. Digamos además, que se caracterizará por suponer una película más en las que Kirk Douglas ofrezca un personaje rudo y rebelde, discurriendo por senderos de denuncia que se harán muy familiares en el posterior discurrir de su trayectoria. Títulos como DETECTIVE STORY (Brigada 21, 1951. William Wyler), ACE IN THE HOLE (El gran carnaval, 1951. Billy Wilder), THE JUGGLER (Hombres olvidados, 1953. Edward Dmytryk) y hasta la –a mi juicio- sobrevalorada PATHS OF GLORY (Senderos de gloria, 1957. Stanley Kubrick), serán exponentes que, más allá de sus particulares bondades o defectos, se ofrecen abiertamente al servicio de los tics del conocido y en ocasiones admirable intérprete. Un Douglas que en esta ocasión tiene una ocasión más para hacer rechinar sus dientes de forma grotesca, instantes antes de recibir un impulso que le permitirá ganar la pelea final y mantener el campeonato, cuando todos preveían su derrota clara. Aún siendo un título más o menos atractivo, lo cierto es que Mark Robson supo llevar a cabo una segunda mirada, mucho más dura y sin concesiones en la posterior THE HARDER THEY FALL (Más dura será la caída, 1956), última película que protagonizó Humphrey Bogart, poco antes de su muerte.

 

Calificación: 2’5

RETURN TO PARADISE (1953, Mark Robson) Retorno al paraíso

RETURN TO PARADISE (1953, Mark Robson) Retorno al paraíso

Encuadrada dentro de la amplia producción dentro del género de aventuras practicada en el cine norteamericano en la década de los cincuenta, RETURN TO PARADISE (Retorno al paraíso, 1953. Mark Robson) es un producto construido enteramente en torno a la personalidad de su protagonista, el ya veterano Gary Cooper. Nada hay de malo en ello, en la medida que buena parte de las aportaciones de esta vertiente fueron desarrolladas a partir de las características y singularidades marcadas en las más importantes estrellas –Flynn, Power, Lancaster, Fairbanks, Douglas….-. En cualquier caso, en esta ocasión la propuesta reviste ya de entrada la singularidad de mostrar al protagonista ya dentro de una cierta edad, aunque el desarrollo de la misma se despliegue en dos espacios temporales separados por unos quince años.

 

RETURN… se inicia con la llegada de Morgan (Cooper) a una pequeña isla de la Polinesia. Se trata de un aventurero honesto pero al mismo tiempo caracterizado por su individualismo. En su nuevo marco vital, desde el primer momento contará con la oposición del pastor Corbett (Barry Jones), un hombre que tiene sojuzgado el territorio bajo su aparente dominio religioso. La confrontación entre ambos caracteres, poco a poco contribuirá a que los nativos contemplen su rebelión contra quien injustificadamente los mantienen dominados física y psicológicamente. Es algo que advertirán al seguir a Morgan en su rebelión individual contra el veterano y dominante religioso, aunque este nunca desee una complicidad con sus habitantes, buscando ante todo una sencillez en su vida y, probablemente, huyendo de un pasado que pretende dejar en un segundo término. Lo que jamás podrá prever –ni desear inicialmente-, es su relación con una joven nativa –Maeva (Roberta Haynes)-, que logrará conquistar con su sinceridad al aventurero. Ese cambio en las actitudes de la isla –incluido en el veterano Corbett-, llevará al protagonista a tener una hija de Maeva, aunque ello llevará a la muerte de la joven y al abandono de la isla por parte del protagonista.

 

Han pasado bastantes años desde aquella circunstancia, aunque el nombre y la leyenda de Morgan no se hayan olvidado en la isla. Hasta allí regresará este, encontrándose con el recuerdo de los lugareños que aún quedan con vida, y un indeseado encuentro con su hija Turia (Moira Walker), que se ha criado desde su nacimiento en este entorno, convirtiéndose en una hermosa joven. Pese a sus recelos a mostrar ante ella cualquier tipo de apego, las circunstancias y el rescate de unos pilotos norteamericanos, los que llevarán a aflorar en el aventurero su oculto y aparentemente renegado sentimiento de paternidad.

 

No cabe duda que un producto de las características de RETURN TO PARADISE, casi pedía a gritos un realizador con mayores posibilidades que las ofrecidas por un Mark Robson que, no obstante, logró situar su resultado dentro del interesante nivel del segundo periodo de su filmografía. Su desarrollo navega –sobre todo en sus primeros minutos-, entre las aguas de una cierta blandura y determinado maniqueísmo –sobre todo en la descripción inicial del pastor y sus rasgos cercanos con el fascismo-. Sin embargo, lo cierto es que paulatinamente–y sobre todo centrando la evolución del relato en el personaje encarnado por Cooper-, lo cierto es que dentro de su conciso metraje se logra destilar un relato atractivo –descrito a partir de la voz en off de uno de los personajes que crecerá y madurará a partir de la llegada del protagonista-. Un interés que prende en su desarrollo mediante las pinceladas de sus personajes, dejando en su discurrir interesantes referencias sobre el contraste de culturas –con su confrontación ante su expresión en el sentimiento amoroso-, la intolerancia, el instinto atávico de la paternidad o el contraste entre el individualismo y la fuerza de la colectividad. Nada de ello resulta en sí mismo especialmente novedoso, aunque un título aparentemente inocuo en aquellos años –en plena efervescencia del maccarthysmo-, pueda introducir algunas puyas en dicha vertiente. Pero por encima de estas circunstancias, hay en la película ciertos ecos renoirianos –a mi juicio, la influencia de la cercana THE RIVER (El río, 1951) es manifiesta- y, por momentos, parece que en la placidez de su desarrollo nos encontremos ante una edición americana de aquellas amables comedias inglesas de la Ealing. Dentro de una mirada caracterizada por su aire descriptivo, RETURN TO PARADISE muestra un entrañable equilibrio en su relato, mostrando algunos instantes de rara intensidad, generalmente descritos con elipsis que logran precisamente esa dramatización. Y al hablar de ello, me refiero especialmente al instante que elípticamente nos muestra la muerte de Maeva, ligando lo irremediable de su ausencia con la entrega por parte de Morgan de su recién nacida hija a la población en la que emergió su singular historia de amor con la desaparecida.

 

Calificación: 2’5

ROUGHSHOD (1949, Mark Robson)

ROUGHSHOD (1949, Mark Robson)

Tenía bastante curiosidad en contemplar esta nueva aportación de Mark Robson para el estudio que le permitió debutar en el campo de la realización –R.K.O.-, al tiempo que contemplar uno de los escasos westerns que dentro de dicho estudio, ejecutaron en aquellos tiempos los realizadores surgidos en el seno del equipo de producción que comandaba Val Lewton. Se trata de ROUGHSHOD (1949), jamás estrenado comercialmente en nuestro país, y que debería situarse junto a BLOOD ON THE MOON (1948. Robert Wise) dentro de esa corriente. He de admitir a este respecto, que mis expectativas se han visto un tanto defraudadas. Y es que aún reconociendo que nos encontramos ante un título correcto y con algunos momentos inspirados, la blandura general de su tono y, fundamentalmente, la indefinición de sus propuestas, contribuye a que finalmente cualquier atisbo de intensidad brille por su ausencia, encontrándonos finalmente con una propuesta tan correcta como finalmente gris, que promete más de lo que finalmente ofrece.

ROUGHSHOD tiene un comienzo muy atractivo. En una secuencia pregenérico, nocturna y desarrollada en un bosque, un pequeño grupo de rancheros se dispone a descansar al lado de una hoguera. Hasta allí llegan tres presos fugados, que asesinan sin contemplaciones a los vaqueros y se visten con sus ropas, quemando allí mismo sus uniformes de condena. La noticia llegará hasta una cercana población, teniendo su eco en el joven Clay Phillips (Robert Sterling), de quien muy pronto sabremos que fue quien llevó a la cárcel al cabecilla de los delincuentes fugados –Lednov (John Ireland)- y, presumiblemente corre en su búsqueda para vengarse de él. El protagonista va acompañado de su hermano pequeño Steve (Claude Jartman, Jr.), dirigiéndose ambos a trasladar un grupo de caballos hasta su rancho. En su camino, se toparán con un grupo de cuatro mujeres de vida alegre que han sido expulsadas de la localidad y viajan hasta Sonora para trabajar en un salón, accidentándose en su carro. Clay tendrá que hacerse cargo de ambas, hasta que finalmente lleguen hasta la granja de los Wyatt, donde una de ellas se quedará, ya que es hija de los dueños. Anteriormente otra ha sido recogida por un pretendiente que está dispuesto a casarse con ella, mientras que las dos restantes seguirán con Clay y su hermano pequeño. De ellas, Mary (Gloria Grahame) desde el primer momento se ha sentido atraída por Phillips, pero este es un joven hosco y sin el menor atisbo de romanticismo. El camino seguirá hasta Sonora, hasta que el destino finalmente lleve al mayor de los dos hermanos a enfrentarse con el presidiario, y finalmente asumir la posibilidad de un futuro con Mary.

Como se puede deducir con el enunciado de su argumento –que cuenta con la colaboración de Peter Viertel y Daniel Mainwaring (bajo su pseudónimo de Geoffrey Homes)-, ROUGHSHOD aborda diversas temáticas que se entrecruzan en su argumento –la venganza, el destino, la posibilidad del amor, la soledad del vaquero-, así como otros apuntes que quedan esbozados de forma más secundaria, como es la importancia de la educación incluso en un entorno tan primitivo –el aprendizaje del alfabeto que Maru enseña a Steve, un joven por otra parte bastante despierto en su capacidad de observación sobre la psicología de las personas-. Como tal western itinerante, permite una serie de situaciones –como por ejemplo la parada en la granja de los Wyatt, en donde se pone de manifiesto el prejuicio de una educación basada en el puritanismo de sus propietarios, al reencontrarse con su hija enferma que los había abandonado para independizarse y darse a una vida en salones-. Su look visual es muy atractivo, y en ello contribuye no poco la aportación como operador de Joseph H. Biroc, y también el sustrato sonoro de Roy Webb se revela muy eficaz. Sin embargo, y pese al tono grato general de la película, este no sobrepasa nunca la barrera de lo aceptable, en la medida que apunta diversas vertientes de las que por lo general jamás llega a desarrollar en sus posibilidades. Un ejemplo de ello lo tendríamos en la presencia de trío de convictos que resulta bastante desaprovechada a partir de esa aparición inicial que provoca tantas expectativas. Finalmente, por encima de todas sus vertientes argumentales, se tiene la impresión de que lo único importante en el relato, es ir contemplando la posibilidad de redención de un cuarteto de jóvenes dadas a la vida fácil. En ese sentido, es de destacar la labor de una insinuante Gloria Grahame, pero el resto de compañeras resulta desaprovechado, en especial aquella que desaparece tras el enfrentamiento de los presos con el joven buscador de oro con el que se ha emparejado –se tiene la intuición de que ha sido violada, pero no se ofrece ningún detalle de su destino-. Y finalmente, resulta bastante empobrecedora la aportación del insípido Robert Sterling como el joven ranchero de carácter seco –Robert Mitchum hubiera conferido sin dificultad una entidad muy superior al personaje-, con lo cual el balance nunca sobrepasa la frontera de la corrección, dentro de un tono general aceptable. No obstante, hay un instante genial que no conviene dejar desapercibido. Como conclusión al enfrentamiento final entre Clay y Lednov –muy bien planificado-, el primero abate finalmente de un disparo al preso. Sin embargo, este le ha increpado previamente, escuchándose el eco de ello sobre un plano medio de su cuerpo ya inerte. Un momento de verdadera inspiración, dentro de un conjunto tan llevadero como apagado.

Calificación: 2