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CINEMA DE PERRA GORDA

APARTMENT FOR PEGGY (1948, George Seaton) Apartamento para Peggy

APARTMENT FOR PEGGY (1948, George Seaton) Apartamento para Peggy

Considero que hay dos maneras a la hora de acercarnos a la muy poco conocida APARTMENT FOR PEGGY (1948). Una de ellas reside en realizarlo dentro de cierta corriente que afloraba entonces en ese periodo intermedio para la comedia americana. Un ámbito aún poco analizado, que ofrecía pequeñas parábolas morales, y en la que incluso podríamos incluir un par de atractivas aportaciones dispuestas de manera insólita por el mismísimo Edgar G. Ulmer. La otra, es la de entroncar esta sobria crónica en torno al contraste en el disfrute de la existencia, dentro de las características que definieron el cine, humilde pero efectivo, de su director y guionista; George Seaton. En cualquiera de los dos casos, nos encontramos con una propuesta atractiva y entrañable, capaz de aunar su visión como crónica de las estrecheces de una sociedad urbana traumatizada por la cercanía de su participación en la reciente contienda mundial. Pero junto a ello, brinda en sus bien moduladas costuras, una mirada revestida de lucidez e incluso en sus mejores pasajes de poesía, en torno a la apuesta por el vitalismo, por más que en ocasiones aparezca desprovisto –por diferentes causas que afloren en su devenir diario- del menor asidero.

Bajo el engranaje de una modesta producción de la 20th Century Fox, provista de un mesurado cromatismo que acentúa en esta ocasión ese carácter cotidiano de su historia, la película ya describe en sus primeros instantes el espíritu que va a definir su discurrir. Las notas musicales de un grupo de veteranos amigos, molestarán a unos vecinos. Es decir, lo que para unos es disfrute, para otros deviene un auténtico incordio. Y, en resumidas cuentas, esto será lo que describirá el argumento del propio Seaton, a partir de una novela de Faith Baldwin, que con el paso del tiempo aparece casi como una involuntaria mixtura de las posteriores y británicas THE BROWNING VERSION (1951  , Anthony Asquith) y THE LADYKILLERS (El quinteto de la muerte, 1955. Alexander Mackendrick). En ella, comprobaremos el interés del veterano profesor de filosofía Henry Barnes (un extraordinario Edmund Gwenn) por quitarse la vida, al comprobar que no le quedan alicientes para ser gozados. Viudo desde hace bastante tiempo, solo espera completar una publicación, y tras ello poner fin a una andadura vital que aparece revestida de rutina y carencia total de asideros. El destino querrá que en un parque se encuentre con una joven extrovertida. Se trata de la atractiva Peggy (estupenda Jeanne Crain), casada con Jason (William Holden), embarazada de pocos meses, y sufridora junto a su marido de enormes estrecheces para poder encontrar un alojamiento. Jason se encuentra estudiando en la universidad, y la asignación gubernamental no le daría para pagar un alquiler, teniendo que dormir en una caravana prestada. Por casualidad Peggy descubrirá que el anciano puso en el pasado a disposición el ático de su antigua vivienda, no dudando en pedirle que se la ceda. Pese a la renuencia de Barnes, el joven matrimonio se hará depositario de la misma, provocando considerables molestias en la tranquila existencia del profesor, llegando incluso a adoptar un perro. No obstante, junto a esta irritación, el veterano profesor poco a poco irá apreciando lo que es la vida en compañía, integrándose los tres habitantes en una agradable convivencia, que permitirá a Barnes ejercer casi como un padre para ellos. De manera inesperada se ceñirá la tragedia sobre el joven matrimonio, perdiendo Peggy el hijo que esperaba. Será el detonante para que se ciña sobre el matrimonio la sombra de la crisis. Jason abandonará los estudios y se marchará a Chicago a trabajar en un comercio de venta de coches. Su esposa se encontrará a punto de abandonar la residencia del anciano y este, viéndose superado por ese vacío que le deja inesperadamente una pareja a la que ha llegado a estimar profundamente, consumará su intención de suicidarse, sin pensar que su viejo amigo el doctor ya había previsto dicha circunstancia.

Son numerosos los alicientes que brinda esta comedia tan cercana al espíritu de Frank Capra, aunque revestida de una extraña serenidad en su deliberada textura de crónica cotidiana y urbana. Esa mirada que Seaton brinda de un Nueva York invernal, aparece quizá más realista que la que el mismo director había ofrecido en la exitosa aunque más comercial MIRACLE ON 34th STREET (De ilusión también se vive, 1947), con la que comparte la presencia de Gwenn. Unamos a ello la introducción de elementos poco comunes en el género en aquel tiempo; la presencia del tema del suicidio, el olvido por la tercera edad, las dificultades en torno a la reincorporación de los voluntarios aliados en la vida civil, o las limitaciones económicas existentes en la época. Son temas sin duda poco comunes a la hora de abordar un tratamiento de comedia realista –no me cabe duda que la ascendencia del neorrealismo italiano está presente en sus fotogramas-, y hay que reconocer que George Seaton logra articularlos con una extraña delicadeza, integrando todos estos aspectos sociopolíticos, en la aventura humana de nuestros tres protagonistas. Huyendo de ese sesgo tremendista que podría poner en práctica el ya citado Capra –con el que por otro lado se puede emparentar esta película en algunos aspectos-, y careciendo de manera voluntaria de esa querencia del gran cineasta italiano por el terreno melodramático, su artífice ofrece una mirada siempre apelando a la sobriedad y lo cotidiano. Ello no le impedirá describir pasajes donde aflore un aura sentimental que llega a conmover –la manera con la que se plasma el aborto de Peggy, los instantes en los que el viejo profesor le evoca a esta los ecos de su esposa desaparecida en el cuarto donde ambos convivían-. Hay en la película de Seaton –que no dudo en considerar la más atractiva de cuantas he contemplado dirigidas por él-, una afortunada simbiosis de elementos, que no excluyen secuencias tan divertidas e insólitas, como esa improvisada charla que Barnes ofrecerá a un colectivo de esposas, teniendo como pupitre una mesa de billar, en la cual estas de manera sorprendente mostrarán un interés vivo en torno a la filosofía, adaptándola a la realidad de sus vidas. Un fragmento que debería figurar en cualquier antología de lo mejor legado por el género en aquellos años, dentro de una película pródiga en momentos intimistas, como el instante en el que el hasta entonces refunfuñón profesor, contemple el enorme cambio que Peggy ha logrado con su desvencijada buhardilla, o miradas y gestos que delatan el afloramiento de una serie de sentimientos que, a la postre, serán los que sostengan esa nueva oportunidad para el vitalismo, bien sea en ese anciano hasta entonces desahuciado de cualquier interés por prolongar su existencia, o en esa joven pareja que derrocha entusiasmo, pero no posee las condiciones necesarias para ello.

Entrañable pero contundente parábola que transmite en voz baja, la importancia de introducir en nuestra vida cotidiana el peso de la cultura heredada, en una propuesta sencilla, siempre entrañable, conmovedora en algunos momentos, hilarante en otros, pero provista de una especial capacidad de inspiración, que a mi juicio le hace merecedora de una especial consideración dentro la comedia americana de la segunda mitad de los cuarenta.

Calificación: 3

1 comentario

Enrique -

Muy buen análisis y suscribo tu estusiasmo por esta película.
Espero tus comentarios de otra gran película de este director titulada "The Hook" (Silencio de muerte, 1963).