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CINEMA DE PERRA GORDA

FRIEDA (1947, Basil Dearden)

FRIEDA (1947, Basil Dearden)

Hace unos años, poder descubrir la admirable SARABAND FOR DEAD LOVERS (Matrimonio de estado, 1948), me provocó un enorme impacto, sorprendiéndome el grado de inspiración que albergaba la puesta en escena del entonces joven aunque ya experto Basil Dearden. Fue aquella la primera producción en color rodada en los Ealing Studios, describiendo en su suntuoso y sabio discurrir, numerosos elementos que más adelante aparecería en posteriores corrientes y títulos ingleses. Tras contemplar FRIEDA (1947), el título previo a la recordada, también bajo los auspicios de la Ealing, uno puede llegar a pensar que este cineasta tan versátil, atractivo y al mismo tiempo desigual, se encontraba quizá en el momento de mayor inspiración de toda su carrera, ya que nos encontramos con una propuesta que por momentos roza lo asombroso. Una vez más, con esta adaptación de la obra teatral de Ronald Millar –que curiosamente tuvo dos adaptaciones para la televisión inglesa, poco antes y después de la realización de esta película-, uno se descoloca, a la hora de tener que reinterpretar de nuevo la historiografía de la cada día más brillante producción inglesa que va emergiendo en los últimos años. Una propuesta de la rotundidad de FRIEDA, no solo debe decirnos mucho en torno a las cualidades que se desprendían de las formas fílmicas de su realizador –en aquel entonces a la altura de los más prestigiosos cineastas del momento-, sino incluso situar su presencia entre los ejemplos más valientes y valiosos emanados en el cine europeo, en torno a las consecuencias del nazismo en países democráticos. Son escasos los asideros que desprende una película que mira muy a la cara en torno a los vicios de la supuestamente impecable sociedad inglesa de su tiempo, ya que la película describe una situación –señalada en los títulos de crédito como ficticia-, pero muy cercana a la mentalidad del momento de posguerra vivido. Se podría argumentar a la hora del escaso conocimiento que se tiene de la misma, el hecho constatable de las nulas posibilidades que hasta la fecha había de poder ser contemplada, o la propia incomodidad que transmiten sus imágenes. Lo que me sorprende, sin embargo, es que en cualquier publicación o retrospectiva realizada incluso desde la propia Inglaterra, un título de su rotundidad no haya sido incluso reseñado. En ocasiones, uno llega a pensar si no fueron los propios comentaristas nativos, los máximos enemigos que tuvo ese maravilloso cine de las islas.

FRIEDA se inicia de manera percutante. Unas panorámicas en pleno bombardeo en una ciudad polaca en ruinas, durante las postrimerías de la II Guerra Mundial –impecable utilización de maquetas y adecuada escenografía- nos traslada a la boda producida, casi entre llamas, en el interior de un templo. Se casan, sin más presencia que el sacerdote y los dos novios, Robert Dawson (magnifico David Farrar) y Frieda (Mai Zetterling, antes de convertirse en una estrella del cine nórdico). Amos cumplen con el breve ceremonial, para huir a la frontera rusa y retornar él a Inglaterra –ha combatido contra los nazis-, llevándose a su joven esposa. Una mujer a la que no ama, pero de la que se muestra agradecido, ya que por su intercesión –poniendo en peligro su propia vida-, este pudo salvarse de una muerte segura. En el viaje en tren, las evocaciones y el relato en off de Dawson, combinado con un breve flashback formado por breves pinceladas pertinentes en su capacidad de síntesis, nos describirá el ambiente familiar de este, precisamente en el momento de la boda de su hermano Alan, que se llevó a su secreta amada Judy (Glynis Johns). En el fondo, los dos reflejan en su interior el temor al rechazo que puede provocar la presencia de una alemana en el seno de una sociedad lógicamente hostil a la barbarie nazi, sin pararse a discernir en la diferencias de un pueblo con el entorno totalitario que representa –a fin de cuentas, es algo que se ha venido reiterando con el paso del tiempo, modificando simplemente el nombre de los pueblos-. Ya antes de la legada de la pareja, los periódicos difundirán la noticia, instaurando la polémica en un microcosmos que muy pronto dejará entrever su incomodidad y, por que no decirlo, intolerancia, envuelta siempre en buenos modales. Como si fuera en una de las populares comedias del estudio, pero con un fondo severo y de creciente aspereza, la ciudad de Denfield parece que no tenga otro tema para exteriorizar, en una vida rutinaria, solo sobresaltada por las posibles noticias del frente de guerra.

La grandeza de FRIEDA, deviene en la casi inagotable inspiración cinematográfica que despliega en todo momento Basil Dearden, imbuido en su deseo de abordar un tema de enorme complejidad, a través de un manejo maestro de los resortes del drama psicológico, logrando a mi modo de ver no solo una de sus obras mayores, sino un título de referencia en la producción inglesa de aquel periodo. Su capacidad de esbozar y desarrollar con pertinencia el marco coral descrito, la extraordinaria elaboración de los encuadres, sobre todo en sus abundantes secuencias de interiores –atención a la planificación sobre sus principales personajes en sus momentos más significativos, tomando como fondo ventanales circulares sobre los que se proyecta una determinada aura lumínica; el instante en la fiesta de Navidad, en el que Robert es encuadrado sobre un monumento ubicado en la pared sobre los caídos de la I Guerra Mundial, evocando sutilmente la figura de su padre-, o la admirable utilización del espacio de entrada que se ubica bajo la escalera central de la vivienda de los Dawson –memorable el encuentro que se produce entre Robert y su madre, con la presencia de Frieda como elemento disonante-. Es tanto lo que nos permite el film de Dearden en un recorrido que no deja títere con cabeza, y en el que tiene tanto interés lo colectivo –la visita de Frieda y Judy a la oficina para solicitar una nueva cartilla de racionamiento, siendo la primera observada por las chismosas vecinas presentes; la crueldad manifestada por los estudiantes del centro en el que Robert volverá a impartir clase; los intereses creados por los componentes del comité que apoya a Nell (extraordinaria Flora Robson), hermana de Robert, y mujer de ideas avanzadas, mente lúcida, pero incapaz de despegar de su mente el reproche que ofrece hacia el conjunto del pueblo alemán. “No dejes que el sentimiento te nuble la razón”, le comentará a Judy, que desde muy pronto ha aceptado la derrota del amor sobre Robert, ya que hace meses atrás quedó viuda de Alan, con la posibilidad de reencontrarse con este, que ha llegado a Denfield sin poder culminar sus esponsables con Frieda, ya que se casó en Polonia por el rito protestante, pero ella es católica, y quiere celebrarlo según las normas de Roma.

Esa capacidad para el apunte individual y el colectivo, para situarse cercano y al mismo tiempo cuestionar el comportamiento de sus personajes. Para, en definitiva, expresar las luces y sombras de un colectivo sometido a una situación límite, Basil Dearden logra un trabajo con la precisión del entomólogo, en el que resulta admirable el uso de luces y sombras, en el imaginativo uso de la cámara –ese sorprendente ralenti cuando uno de los consejeros de Nell tira la bola de billar negra, que servirá como fundido en negro del encuadre-. En lo asombroso que resulta el climax del relato –las secuencias nocturnas que precederán al intento de suicidio de Frieda, dominadas por la presencia de una asombrosa Flora Robson, el uso de las sombras sobre el interior oscuro de la vivienda, la incidencia del viendo ejerciendo como metáfora de la ambivalencia del pensamiento de esta-, o en detalles tan singulares, como la planificación de la violenta pelea entre Robert y Richard (Albert Lieven), hermano de la protagonista, llegado hasta su hermana tras su búsqueda, y pensar esta que se encontraba muerto en combate. Una pelea en la que se volverá a utilizar esa mesa de billar, y en la que Dearden brindaría un -¿casual?- referente narrativo para la posterior y célebre conclusión de HORROR OF DRACULA (Drácula, 1958. Terence Fisher). Curiosamente, en la posterior y mencionada SARABANDA FOR DEAD LOVERS, aparecían secuencias que no dudo Fisher asumió como referentes de inspiración –una vez más, la asombrosa conexión del cine de las islas-.

FRIEDA es una obra casi inagotable, en la que cada encuadre, cada movimiento de cámara, tiene un justificado, un sentido para la creciente densidad de su enunciado. No solo en los giros de su argumento –la inesperada y oportuna presencia del hermano de Frieda, romperá ese sentimiento de felicidad que en esos momentos embargan sus imágenes-, en una navidad en la que la joven alemana ha logrado –tal y como preveía Nell- la aceptación de la comunidad –aún siendo esta la única disidente de dicho sentimiento-. En medio de un relato tan denso, tan incómodo, tan inspirado en su compleja plasmación cinematográfica, hay dos pequeños fragmentos, contradictorios entre sí, que revelan hasta que punto en aquellos tiempos Basil Dearden no solo era un primerísimo cineasta, sino un artista capaz de trasladar al lenguaje de la pantalla sentimientos opuestos. El primero es la asombrosa secuencia en la que, estando Robert y Frieda en el cine, un noticiario muestra imágenes de los campos de concentración nazi. El episodio, noqueante por su audacia –la película se rodó en 1947-, está planificado además de manera admirable, describiendo en primer lugar el reportaje encuadrado mostrando el público presente en la sala, deteniéndose más adelante en el dolor que describe el rostro de la Zetterling –extraordinaria en este momento- y, más adelante, insertando el pequeño fragmento documental como si emanara de la propia película. La secuencia finalizará con un amplio picado mostrando a la pareja saliendo del cine en solitario, y plasmándose a continuación el dolor de la joven, consciente de la existencia de estos campos de concentración, pero incapaz de asumir hasta ese momento la magnitud del año causado por Alemania. Sin embargo, con toda la audacia y estremecimiento que produce esta secuencia, hay un instante revestido de sensibilidad e intimismo, que no dudo en considerar el más hermoso de una película que debe ocupar por derecho propio un lugar de preferencia a la hora de extraer las muchas obras perdurables en el cine británico. Me refiero al breve episodio, desarrollado en el amable marco navideño, donde cara a cara, se encuentran mirándose con sinceridad, Frieda y Judy. Sueñan las campanas que anuncian la llegada de la Navidad, y ambas se felicitan mutuamente, como un oasis de sentimiento compartido, tras un periodo de adaptación para ambas –en el caso de Frieda para ser aceptada por su entorno, y en el de Judy para aceptar ella misma su convivencia familiar sin el amor de Robert-.

Calificación: 4

3 comentarios

Luis -

Una película maravillosa, una joya escondida...Y van...Gracias, Juan Carlos.

Jorge Trejo Rayón -

ESTE FILME LO VI EN 1948, SIENDO ENTONCES UN ADOLESCENTE Y NO SÓLO ME IMPACTÓ, TAMBIÉN ME GUSTÓ. ¿QUÉ HIZO FRIEDA QUE TODOS LA REPUDIAN? DECÍA LA PUBLICIDAD DE AQUELLA ÉPOCA SOBRE EL FILME DE DEARDEN...

Enrique -

Excelente análisis de esta maravillosa película, que en filmaffinity ni siquiera está puntuada. Gratísima sorpresa.