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CINEMA DE PERRA GORDA

MAGIC IN THE MOONLIGHT (2014, Woody Allen) Magia a la luz de la luna

MAGIC IN THE MOONLIGHT (2014, Woody Allen) Magia a la luz de la luna

Con pocas excepciones, el devenir de la notable filmografía de Woody Allen, además de su escrupulosa anualidad, ha ido confluyendo en una serie de variaciones sobre temas que iría barajando en los diferentes escenarios en los que se han ido desarrollando sus películas. También, y aunque ello aparece más como un rasgo anecdótico –aunque no por ello menos veraz-, el hecho de sucederse obras de notable brillantez, por otra más livianas, menos ambiciosas o, aunque sus numerosos fans no suelan reconocerlo, hasta cierto punto fallidas. Y es que si a estas alturas de su andadura, no se puede apreciar una película desdeñable en Allen, no es menos cierto que no pocos de sus exponentes devienen bastante más formularios, previsibles o desangelados –táchese lo que no proceda- de lo que suele ser reconocido por su pléyade de incondicionales. Así pues, tras las cargas de profundidad esgrimidas por la magnifica BLUE JASMINE (2013), le sucederá la liviana, pretendidamente inmersa dentro de un extraño e irregular joie de vivre MAGIC IN THE MOONLIGHT (Magia a la luz de la luna, 2014), con la que Allen retorna a uno de los temas inherentes a su mundo temático; la angustia existencial. Se trata de un contexto que ha florecido con mayor hondura y sagacidad en otros títulos suyos, y que en esta ocasión emerge dentro de una base argumental sencilla y, lo que es peor, previsible, desarrollada en 1928, que se centra en la figura de Stanley (Colin Firth), conocido por su extraordinaria destreza en el campo de la magia con el nombres artístico de Wei Ling Soo. Las primeras secuencias de la película, quizá las más delimitadas en su refinada estética, nos describen una actuación del mago en el Berlín de aquel año, presentando al siempre áspero y amargado Stanley. Casi de inmediato descubriremos una personalidad que esconde el horror de su vacío existencial bajo un barniz de culterano escepticismo. Esa premisa de comportamiento, le ha permitido ejercer como azote de falsos espiritistas y videntes, que para el protagonista son todos, ya que es un absoluto descreído de cualquier puente hacia lo metafísico. Fervoroso de Nietzsche, nunca dejará de exteriorizar en sus siempre afilados comentarios, el menosprecio hacia cualquier manifestación que él entiende como debilidad humana, a asumir cualquier asidero que se encuentre en el ámbito sobrenatural.

Espoleado por un viejo amigo, suplantará la identidad de un supuesto comerciante, para acudir a cada de una acomodada familia, acercándose y supuestamente desenmascarando a una joven vidente Sophie (Emma Stone) quien, acompañada de su madre, se encuentra sorprendiendo a la madura matriarca de la familia anfitriona –Grace Catledge (Jackie Weaber)-, a la hora de ofrecerle constantes predicciones y vaticinios, que están llegando a condicionar el devenir de la familia, e incluso acercando al hijo de la misma –Brice (Hamish Linklater)- a la propia Sophie. Stanley demostrará su acritud ante esta joven que le desarma en sus réplicas, y de la que de manera paulatina irá percibiendo como manifiesta el conocimiento de su pasado, e incluso su autentica identidad. No obstante, y aunque aparezca diluido bajo el creciente y amable contacto con Sophie, se esconderá entre ellos una sincera atracción. Bajo estos sencillos mimbres, Woody Allen despliega con una extraña mixtura entre la serenidad y lo previsible, una comedia romántica revestida de cierta placidez, en la que por un lado al hasta entonces severo escéptico se romperán sus esquemas y, lo que es más importante, encontrará un sentido a una existencia dominada por esa visión, mientras que para la vidente aparecerá la oportunidad de vivir una sincera relación sentimental, sin las ataduras de intentar un situación acomodada y olvidando su pasado, al casarse con Brice. Será la base que permitirá a Allen plasmar un relato tan liviano como agradable, en el que el fondo de la naturaleza del sur de Francia, aparecerá casi como marco bucólico para ese desembarco de sentimientos en una pareja de entrada antitética. Un ámbito plácido para una película sencilla, en la que ese recorrido sereno por estilemas comunes al cine de Allen, apenas alcanza momentos en los que se tenga la sensación de asistir más que a una película, por así decirlo, de trámite –por momentos uno casi puede sentir la sensación de trasladarse al ámbito de A GOOD YEAR (Un buen año, 2006) de Ridley Scott-. Prolifera una dirección artística retro –Allen siempre ha apostado por una inmaculada y al propio tiempo nada creíble estética, intentando con ello ofrecer una patina de irrealidad a aquellas películas desarrolladas en una ambientación de época-, un tono preciosista, la abundancia de secuencias de exteriores delimitadas por pintorescos paisajes costeros, y una extraña y acusada sensación déjà vu. Entremedias, es cierto que aparecen perfiles y secuencias dotadas de especial atractivo. Entre ellas, justo es reconocerlo, aparece el personaje de la anciana tía Vanessa (maravillosa Eileen Atkins), aunando la sabiduría de una larga vida y un pasado con lugar para la tristeza –percibiéndose en torno a su serenidad, los ecos de la abuela del AN AFFAIR TO REMEMBER (Tu y yo, 1957) de Leo McCarey-. En torno a ella aparecerá lo mejor, lo más perdurable de esta decididamente menor MAGIC IN THE MOONLIGHT. Nos lo proporcionará el plano sostenido sobre Stanley, implorando y rezando para que la gracia divina interceda en la crítica operación a que van a someter a su tía, renunciando a su eterno escepticismo, hasta que un instante de dignidad revierta el ruego en un retorno a sus principios. O ese agresivo picado que se cierne sobre ambos personajes cuando la anciana ha logrado recuperarse, casi como invocando cinematográficamente una presencia exterior. O, en definitiva, en esa secuencia confesional casi de conclusión, en la que Stanley se sincera ante esa mujer que ha vivido el mundo y atesora experiencia y humanidad, escuchando con cierta condescendencia ese remolino interior de su sobrino, cuando expresa el amor que siente por esa falsa adivina, y entendiendo que ello ha dotado de cierto sentido a una existencia hasta ahora descreída.

Es cierto. Allen no desaprovecha la ocasión para introducir una extraña fuga con la presencia del encuentro de la pareja protagonista de un observatorio tras una inesperada tormenta. Una situación tan poco creíble a nivel racional –la puerta del mismo se encuentra abierta y su interior en impecable aspecto-, aunque ofrecida como una inesperada fuga romántica y fantastique, dentro de un relato que confronta dos miradas contrapuestas de entender la existencia, y que peca de indefinición y carencia de mordiente, aún ofreciendo esa mirada entre lúdica y nostálgica, en la que el azar y la necesidad aparecen como objeto de referencia en su obra.

Calificación: 2’5

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