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CINEMA DE PERRA GORDA

NEVER A DULL MOMENT (1950, George Marshall) ¡Que vida esta!

NEVER A DULL MOMENT (1950, George Marshall) ¡Que vida esta!

Artífice de una extensísima filmografía que hunde sus raíces en el terreno del cortometraje en el periodo silente, y se prolonga a una dispersa trayectoria televisiva, lo cierto es que la andadura del norteamericano George Marshall aparece revestida de títulos prescindibles –sobre todo en sus escarceos con estrellas cómicas de escaso calado, como Bob Hope-, pero en la que se encuentran no pocos títulos de notable atractivo. Y es que Marshall fue un artesano sin una personalidad definida, pero al que no se puede negar en sus mejores momentos, la aplicación reiterada de una mirada serena y distanciada, al implicarse en la dinámica que marcan su simbiosis de dos géneros tan opuestos en apariencia como son el western y la comedia. Puede decirse que en la confluencia de dicho ámbito, se puede situar lo más atractivo de la aportación de un profesional en el que quizá habría que apreciar precisamente dicha circunstancia, al intentar valorar quizá unos objetivos personales más definidos. Lo cierto es que NEVER A DULL MOMENT (¡Que vida esta!, 1950) aparece como un ejemplo perfecto de dicho enunciado, percibiendo en todo momento las maneras que utiliza Marshall en su práctica de la comedia, en esta singular variación de la sempiterna “guerra de los sexos”, dentro de un contexto que, más allá del cine del Oeste, aparece ligado tangencialmente a la Americana, hasta el punto de que, por momentos, podría casi aparecer como un inesperado precedente del BUS STOP escrito por William Inge, y llevado a la pantalla por Joshua Logan en 1956.

En esta ocasión, la acción se inicia en un rodeo, donde una famosa cantante, soltera, ha convocado un rodeo benéfico. Será el punto de partida para que la anfitriona Kay (Irene Dunne), conozca a Chris (Fred McMurray), empujado este último por su fiel compañero, el bruto Orvie (Andy Devine). En muy pocos días, la pareja contraerá matrimonio, viajando los ya confirmados esposos al rancho del marido, y abandonando por completo su trayectoria como prestigiosa cantante. En su nuevo ámbito, pronto conocerá a las dos pequeñas fruto del anterior matrimonio del que Chris enviudó –Nan (Nathalie Wood) y Tina (Gigi Perreau)-. Muy pronto se hará evidente el contraste que para la recién llegada, planteará aclimatarse a vivir en un mundo rural y polvoriento, lleno de animales, en donde hay que madrugar, la vida deviene rocosa, y se ausenta por completo cualquier amago de sofisticación. Todo ello, al margen de tener que convivir con vecinos irascibles –Mears (Wiliam Demarest)- o una serie de mujeres chismosas, que no dudarán incluso en invadir cualquier conversación telefónica. Kay intentará ser útil en todo momento, aunque en no pocas ocasiones ese voluntarismo se transforme en ostentosas metidas de pata, que en su acumulación, concluirán en provocar una por otra parte no deseada ruptura del matrimonio, tras la cual ella intentará retomar su carrera como cantante, mientras él tendrá que volver a los rodeos, para obtener el dinero preciso en retomar su rancho.

Adaptada a la pantalla, a partir de una novela autobiográfica de la cantante Kay Swift, el atractivo de NEVER A DULL MOMENT se sostiene con el planteamiento de dos mundos opuestos –al modo del que muchos años después plantearía el Vincente Minnelli de DESIGNING WOMAN (Mi desconfiada esposa, 1957)-, tomando como base la seguridad de un reparto impecable, sobre el que destacará la mirada siempre oportunamente distanciada proporcionada por George Marshall, quien por momentos llega a recordarnos su ligazón al mundo cómico de Laurel & Hardy, ya que llegó a  realizar algunas de sus películas. Esa capacidad para provocar la hilaridad sin alterar apenas el tano de la cámara, es a mi modo de ver la clave para la efectividad de una comedia que empieza a funcionar muy poco después de iniciarse, con esa impagable metáfora visual del discurrir de las botas de Chris por la habitación del hotel donde se hospeda Kay, inicialmente de manos de Orvie, y poco después ya él solo de manera decidida. Será una de sus más valiosas soluciones visuales cómica, en una película que, gozosamente, abunda en ellas. Ese travelling de retroceso, que nos describe como el coche de Chris está siendo remolcado por su caballo, tras estropearse. La caída de Orvie en la valla metálica, siendo rodeado por su fuerza de forma reiterativa. El impagable personaje de la sirvienta india, que será despedida por la nueva dueña de la casa al haberse puesto de manera grotesca su vestido y utilizado su perfume preferido. O, en fín, el tropiezo de esta en una tabla de la habitación de la pareja, que le costará una caída…

Con ser incansable –y muy efectivas- esa situación de situaciones y momentos cómicos, incluso desternillantes, considero que hay episodios que revelan de forma muy clara la destreza que Marshall albergaba a la hora de describir valiosas situaciones corales e incluso resultar ejemplar al aplicar un singular tempo cómico, pese a que en primera instancia, pueda parecer que utiliza una puesta en escena totalmente transparente y sencilla –o quizá precisamente debido a ello-. Para ello, no hay más que evocar ese largo y desternilante episodio en el que los recién llegados, ya a punto de acostarse, reciben una molesta serenata de sus vecinos que no podrán eludir, llenándose la casa de invitados, en un fragmento lleno de sentido del ritmo. A su ventana se apostará el quisquilloso Mears, a quien Kay intentará atraer para lograr su simpatía, viviendo un embarazoso tropiezo en el baile, que resultará humillante para este, al tiempo que hilarante para todos los presentes. No acabarán ahí las situaciones divertidas, siempre dentro de un juego de cámara preciso, dispuesto en todo momento a la complicidad de sus intérpretes. Una vez la pareja vaya a descansar, al poco irrumpirán en ella un grupo de amigos, como si procedieran de una película de Preston Sturges, despertando al matrimonio y, sobre todo, sometiendo de una involuntaria tortura a la esposa, a la que incluso destrozarán su cama, y arreglarán posteriormente ¡sin llegar a levantar a esta de la misma!.

Lo cierto es que NEVER A DULL MOMENT aparece hilarante en todo momento. Sus equívocos y situaciones resultan efectivas casi siempre, oscilando entre unos matices screewall con otros directamente heredados del slapstck silente. Comedias como esta, podrían insertarse en ese periodo intermedio en el que el género se preparaba para esa renovación posterior, en la que curiosamente, Marshall participó de forma tangencial, aunque su impronta de raíz clásica se mantuviera en sus desiguales comedias de finales de los cincuenta, e inicios de los sesenta, en la que su eficacia iba pareja a la estrella cómica a la que acompañaba como director. En este caso, es indudable que la película tiene su principal aliado en la presencia, los recursos, la complicidad, el sentido del ritmo y la sensibilidad, de una de las mejores actrices que el género aportó en el Hollywood clásico. Irene Dunne ilumina todos y cada uno de los planos en que aparece, a modo de auténtica sinfonía del tempo cómico, a modo de espontáneo ballet que eleva y extrae de su planteamiento todas sus posibilidades. La capacidad de Marshall de establecerse casi como observador invisible, con largos planos casi sin desplazamientos de cámara o leves reencuadres, son aprovechadas por la Dunne para desplegar su inmenso talento, hasta límties casi inverosímiles, que por su inverosimilitud aparecen definidos casi por su espontaneidad. Es decir, que hayan surgido en pleno rodaje, y la cámara los filmara al bueno. Evidentemente, no sería así, pero el momento concreto en que Jay, a punto de abandonar el rancho, pisa de nuevo ese tablón suelto, y lo vuelve a pisar, esta vez irritada, de forma deliberada, elevándose la alfombra hasta casi el techo, es una muestra de esa feliz inspiración cómica, en una película pródiga en dicha apuesta. A su lado, McMurray ofrece un oportuno contrapunto, aunque siempre sabiendo aparecer como soporte complementario al inigualable talento de la Dunne, mientras que Andy Devine aparece divertidísimo en su eterna caricatura de bravucón con corazón de oro. No faltará, incluso esa presencia cómica de los animales, de mano del sofisticado perro de la antigua cantante, pronto subyugado por la vida del campo, en una faceta que tan bien aprovecharía pocos años después, el gran Frank Tashlin.

Calificación: 3

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