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CINEMA DE PERRA GORDA

THE BOY WHO STOLE A MILLION (1960, Charles Crichton)

THE BOY WHO STOLE A MILLION (1960, Charles Crichton)

Hay ocasiones, en las que las circunstancias externas de la una película, ofrecen un valor suplementario, muy superior al estrictamente cinematográfico. Esto seguro que para todos los que amen o sientan en su corazón la ciudad de Valencia -una de las que ha marcado algunos de los mejores años de mi vida-, el ejemplo que brinda THE BOY WHO STOLE A MILLION (1960, Charles Crichton), aparece del todo pertinente. En mi caso, por partida doble, ya que uniendo el extraordinario carácter etnográfico que su propia presencia plantea, aparece ligada a un cineasta y una cinematografía -Charles Crichton y el cine inglés de su tiempo- que concita todo mi interés. Pero a grandes rasgos, nos encontramos con un ejemplo más, en el que la industria británica, apostó por tierras españolas, como marco de desarrollo de algunas de sus ficciones, coincidiendo siempre a la hora de describir como telón de fondo, el retraso de aquella España rural de atavismo franquista -me vienen a la mente, títulos como el estupendo THE MAN WHO NEVER WAS (1956, Ronald Neame) o el muy discreto THE RUNNING MAN (El precio de una muerte, 1963. Carol Reed)-.

De tal forma, el film de Crichton utiliza como marco de fondo esa Valencia, que apenas había emergido del trauma que supuso la riada de octubre de 1957, y aún se había puesto a disposición de un desarrollo urbano que modificaría su semblante. La película jamás se estrenó comercialmente en nuestro país -solo hace pocos años tuvo una proyección en un certamen valenciano-. Durante décadas durmió el sueño y la pasión, sobre todo, de aquellos aficionados de la ciudad, que nunca tuvieron acceso, a lo que de entrada supone un maravilloso documental de la Valencia de la época, plasmando los rincones más fotogénicos de la ciudad en aquel final de la década de los cincuenta, destacando a mi modo de ver dos elementos contrapuestos. El primero de ellos, las imágenes que se ofrecen del soterrado mercado de flores en la entonces Plaza del Caudillo -hoy del Ayuntamiento-, y por el contrario la enorme pobreza y autenticidad que brindan las tomas de las cuevas de Benimamet, que Crichton sabe utilizar a nivel dramático de manera muy convincente. Pero junto a dicha circunstancias, ese conocimiento de los rincones de la ciudad, nos permite comprobar la caprichosa magia del cine, utilizando localizaciones que en el plano – contraplano se adulteran en su real configuración, proporcionando al conocedor de la fisionomía valenciana una extraña sensación distanciación. La misma, por otra parte, que comprobar como la dicción de los intérpretes es totalmente en inglés, aunque la acción se realice en la capital valenciana -de la cual se comenta muy de pasada la vivencia de las fallas, quizá se pensó que para el público inglés, se la podía asimilar con los guy fawkes-, mientras que la nomenclatura de su personajes se realice siempre en castellano -el niño protagonista de llama Paco-.

Se trata esto último, de un elemento que proporciona un plus de artificio, sobre todo al percibir con facilidad el escaso acomodo de los intérpretes locales, a la hora de articular el inglés- pero al mismo tiempo, la propia base argumental de la película, aparece dominada por no pocas convenciones y simplismos, ayudando poco al resultado final de la misma. Máxime cuando sus derroteros se encaminan a una ambientación castiza, que por momentos hace parecer que nos encontramos en un contexto bien cercano a Madrid, o incluso a ámbitos andaluces. En definitiva, parece que la película se articula, sin llegar a su caudal de virtudes, al díptico castizo rodado por Ladislao Vajda en Madrid, protagonizado por Pablito Calvo, que seguir el sendero de ese importante subgénero que el cine inglés brindó con películas protagonizados por un niño dominado por problemáticas de raíz psicológica. Un sendero que quizá tuvo su exponente máximo en la figura de Alexander Mackendrick, pero que el propio Crichton puso en práctica con títulos tan estimulantes como el previo HUNTED (1952), o el posterior THE THIRD SECRET (El tercer secreto, 1964). Es más, en los mejores momentos de esta con todo apreciable, aunque irregular película, uno asume que se encuentra ante una cierta revisión, de los postulados que el propio Crichton había pues en práctica para la Ealing, con su notable HUE AND CRY (1947).

THE BOY WHO STOLE A MILLION es una sencilla historia, que intenta describir en un segundo término, la soledad de un muchacho, huérfano de madre, que intenta ante todo hacer valer su presencia, a un padre dominado por la ausencia de recursos, para sacar adelante su entorno familiar. El pequeño se llama Paco (el debutante Maurice Reyna), y comprueba con desolación, como su padre no puede asumir una deuda de diez mil pesetas, en la reparación del taxi que supone su modo de vida. El muchacho trabaja como botones en una oficina bancaria, y en un descuido del responsable de la caja, huirá con una cantidad no determinada, que finalmente será de un millón de pesetas. Será este el nudo gordiano de una base argumental liviana y poco consistente, centrada en la persecución que sufre el muchacho, de un lado por los agentes del orden, y de otro por parte de un grupo de gangsters, que quiere hacerse con el botín. Todo ello con el fondo de una Valencia que se dispone a vivir la fiesta fallera -que apenas tiene protagonismo en una confusa secuencia de cremà, de la falla Serranos-Plaza Fueros-, en la que lo peor de la función será la torpeza con la que se introduce el elemento slapstick, por medio de unas poco creíbles y menos divertidas persecuciones y peleas de policías y ladrones -que aparecen a modo de involuntaria caricatura-.

Sin embargo, nos quedan esos instantes -no demasiados- donde aparece ese conflicto interior del muchacho -ese primer plano donde afloran sus lágrimas, cuando escucha la declaración de su padre ante la policía-, o la propia vivencia de esta azarosa experiencia, que servirá a Paco, sin duda, para madurar en su personalidad, y encauzar su apresurada madurez. No será mucho, justo es reconocerlo, pero el film de Crichton se recrea -y no poco-, en describir el lado bizarro y atractivo visualmente, de los lugares valencianos a los que recurre en sus localizaciones. Ayudado por la vigorosa y al mismo tiempo sombría iluminación en blanco y negro de Douglas Slocombe, el realizador despliega su cámara por un entorno urbano con alma casi documentalista, acentuando los contrastes de una Valencia en sus lugares más señoriales, con esos otros rincones, en donde domina la miseria o incluso la ruina. Y con ello no hablaremos de la presencia de esos retratos de Franco y José Antonio, cuando se describen las secuencias de comisaría -¿respeto institucional, ironía soterrada? Me inclino por lo segundo-.

Incidiendo en ese elemento casi bizarro, THE BOY WHO STOLE A MILLON brilla, y no poco, cuando su recorrido se detiene en ambientes dominados por la miseria y/o la degradación. La inesperada visita de Paco al vertedero, que se encuentra al lado del río Turia, donde mayores y pequeños buscan entre los desperdicios. El largo episodio descrito en las ya señaladas cuevas de Benimamet. O, por destacar los pasajes a mi juicio más brillantes de su conjunto, esa doble persecución que sufrirá el niño, en primer lugar por un afilador encarnado por Xan das Bolas -en unos instantes donde el río Turia adquirirá un extraño aire amenazador- y, sobre todo, el admirable episodio vivido con un amenazador ciego, interpretado admirablemente por Francisco Bernal, en la que la planificación abrupta y cortante, y la elección de un entorno ruinoso, proporciona un aura cercana al cine de terror, a la persecución que dirige hacia el muchacho, intentando lograr ese millón de pesetas que porta.

Calificación: 2’5

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