HILDA CRANE (1956, Philip Dunne)
Una mayor conciencia por parte de la sociedad, y también la progresiva relajación por parte de la censura hasta entonces vigente, iría propiciando en Hollywood una mirada adulta y crítica en torno a una situación de progreso y bienestar económico, que escondía una serie de rémoras arrastradas de periodos anteriores -clasismo económico, puritanismo, papel pasivo de la mujer…-. Será un ámbito en el que se esconda la popularísima sucesión de melodramas, con los que Douglas Sirk alcanzó la proeza de seducir a los públicos femeninos de la época, al tiempo que mostrar delante de sus narices, una visión devastadora de la propia sociedad en la que vivían. A dicha circunstancia, irá acompañada otra paralela de no poca importancia; la presencia de personajes femeninos revestidos de fuerza, rompiendo con la sumisión a las que el cine americano les venía relegando. Es algo que podremos contemplar en diferentes melodramas, algunos de los cuales no se estrenaron comercialmente en nuestro país, como podría ser el ejemplo de la estupenda MARJORIE MORNINGSTAR (1958, Irving Rapper) -en la que no dejo de ver un precedente de la excepcional SPLENDOR IN THE GRASS (Esplendor en la hierba, 1961. Elia Kazan)-.
Fruto de esa corriente tan saludable, nos llega HILDA CRANE (1956) -tampoco estrenada comercialmente en su momento en nuestras salas, estoy convencido que por su tratamiento de la sexualidad, demasiado “escabroso” para las estrechas mentes censoras franquistas de la época-, que aparece como una de las más inspiradas realizaciones de ese espléndido guionista y apreciable realizador que fue Philip Dunne -esta es la sexta de las diez películas por él dirigidas que he podido visionar, y puedo asegurar que ninguna de ellas me aparece desprovista de interés-. La misma, se integra dentro de la corriente antes señalada, adaptando la obra teatral de Samson Raphaelson, envuelta dentro de los elegantes ropajes del diseño de producción de la 20th Century Fox -CinemaScope, excelente fotografía en color de Joseph MacDonald, inspirada partitura de David Raksin, y presencia como adaptador del propio Dunne, uno de los referentes del estudio-. Con dichos mimbres, su artífice acierta a transmitir al espectador, el azaroso retorno de Hilda (magnifica Jean Simmons) a la pequeña población de Winona, tras cinco años de estancia de Nueva York, donde ha conocido varios divorcios. Muy pronto su madre -Stella Crane (Judith Evelyn)- se apercibirá del fracaso de su estancia -un plano de detalle revelará que el abrigo que porta, se encuentra desgastado-, aunque aceptará acogerla. Casi de inmediato se volverá a plantear la disyuntiva que Hilda asumió una vez abandonó la población años atrás; decidir entre dos pretendientes que la cortejaron y siguen pensando en ella. De un lado el acaudalado y triunfante Russell Burns (el opaco Guy Madison), dominado por la posesiva sombra de su madre -Mrs. Burns (Evelyn Varden)-. En la oposición que mantiene ante un hombre que no ama, se encuentra el elegante profesor francés Jacques De Lisle (Jean-Pierre Aumont), a quien le liga una acusada pasión, aunque de él espere aquello que no le llega; el deseo de que este le pida convertirse en su esposa.
Así pues, el drama interno que vive Hilda, y que se encuentra brillantemente resuelto por Dunne, reside en la imposibilidad de realizarse como mujer, entendiendo que en uno no encuentra lo que ella busca -estabilidad emocional-, y el otro le ofrece aquello que ella no desea -seguridad económica-. Pero la principal cualidad de esta notable película, que traba con acierto su base melodramática con una muy interesante aura intimista, es la capacidad que desprende, a la hora de transmitir al espectador el aroma de una sociedad puritana, que en todo momento es incapaz de apreciar, en la medida que debiera, la voluntad de la protagonista de elegir su propia vida y su propio destino. Y es que, en la realidad, para aquellos que la rodean, Hilda no es más que una “buscona”. Lo será para ese petulante profesor que, sin embargo, desea ser uno más de sus supuestos amantes. Para la absorbente madre de Burns, que utilizará todas sus argucias para intentar que la boda de esta con su hijo no llegue a feliz término -con resultados inesperadamente trágicos-. Y lo será, y será quizá el elemento más doloroso del relato, para la propia madre de Hilda, que en uno de los instantes más sinceros de la película -en sus pasajes finales-, confesará a su hija que tiene de ella la misma consideración, que todos aquellos que la han rodeado.
HILDA CRANE resalta en la creación de un personaje femenino de fuertes convicciones, a la hora de elegir y apostar por el futuro, huyendo de convenciones o presiones -aunque finalmente no deje de refugiarse en ellas, aunque intuyendo la posibilidad de una cierta estabilidad futura-. Esa es la gran fuerza motriz de una película que sabe reutilizar los recursos y el diseño de producción del estudio, para dar forma e intensidad a un relato que, por un lado, sabe eludir las convenciones del teatro filmado, y por otro se acerca a la entraña de sus personajes, por medio de inteligente juego de cámara desplegado por un Philip Dunne, que intuyo se sintió especialmente a gusto con la historia narrada -como le sucedería un par de años después con estupenda TEN NORTH FREDERICK (10, Calle Frederick, 1958)-. Ello se demuestra en el especial seguimiento a las oscilaciones de sus personajes, por medio de una magnífica planificación, puesta al servicio del relato, hasta el punto que la elección de un plano, la modulación o modificación del encuadre, o la disposición de los actores en el interior del mismo, serán elementos que describan casi a la perfección, la interioridad psicológica de los pensamientos y confesiones de sus protagonistas.
Es algo que permite a Dunne plasmar con considerable efectividad, el estado de felicidad vivido por Russell, cuando Hilda le anuncia que accede a casarse con él -la cámara describe un elegante movimiento de grúa de retroceso, en medio del intenso azul de la noche, sin percatarse de los peldaños que le hacen caer al suelo-. Del mismo modo, con la intensidad de su planificación, con la anuencia del equipo de escenografía, describirá con enorme facilidad, el mundo opresivo y cerrado de la mansión de los Burns, presidido por el enorme retrato de la matriarca, entre espesos telones y cortinajes. Y como prueba de la elegancia y destreza con la que el cineasta aplica los recursos del lenguaje cinematográfico, destacará la elipsis que describirá la inesperada muerte de la Sra. Burns -eterna fingidora de achaques del corazón, que con su muerte real no llegará a impedir la boda de su hijo con la protagonista-.
Pese a la general ausencia de referencias, he leído sobre esta película la posibilidad de la impotencia de parte de Russell -un poco como podía suceder con el Rossanno Brazzi de THE BAREFOOT CONTESSA (La condesa descalza, 1954. Joseph L. Mankiewicz), por cierto, estrenada poco más de un año antes del título que nos ocupa-. Es posible que así fuera, aunque en las limitaciones de un ya pétreo Guy Madison, es imposible encontrar la sutileza necesaria, a la hora de explicar las razones del pertinaz respeto que siente hacia Hilda, por más que de manera paradójica, en las imágenes finales, aparezca inesperadamente, la génesis de otro gran melodrama posterior; STRENGERS WHEN WE MEET (Un extraño en mi vida, 1960. Richard Quine)
Calificación: 3
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