MADAME BOVARY (1949, Vincente Minnelli) [Madame Bovary]
¿Fue el melodrama, el género en el que Vincent Minnelli se sintió más a gusto? En mi opinión, lo tengo clarísimo. Es algo que hace bastantes años, ya señalaba con intuición el llorado José María Latorre, haciendo extensiva dicha afirmación con su aporte a la comedia -género en el que, sin embargo, tuvo logros más esporádicos-. Podemos señalar, siempre bajo mi punto de vista que, en dicho género, se encuentran sus dos obras mayores. Una de ellas, bastante reconocida; THE BAD AND THE BEATIFUL (Cautivos del mal, 1952), que considero la mirada más valiosa que Hollywood plasmó sobre su propio contexto. La segunda, mucho menos conocida y apreciada; THE SANDPIPER (Castillos en la arena, 1965), que no dudo en calificar uno de las más grandes, intensas y conmovedoras historias de amor, que ha legado la Historia del Cine.
Es más, aún cuando en la obra de Minnelli siempre se pone en primer término su aporte como director de musicales, hay que señalar que cuando acomete el rodaje de MADAME BOVARY (1949) -jamás estrenada comercialmente en nuestro país, por lógicas restricciones censoras franquistas-, ya atesoraba a sus espaldas, dos interesantes y contrapuestas muestras del género, como THE CLOCK (1945) y UNDERCURRENT (1946). Así pues, tras un año en el dique seco, Minnelli recibe la propuesta de Pandro S. Berman, siendo acogida por el cineasta con entusiasmo, trabajando intensamente en la preparación del guion con Robert Ardrey, dado la enorme complejidad existente, a la hora de adaptar una obra de enorme significación y riqueza, como la creada de Gustave Flaubert. A ello, habría que añadir la circunstancia de insertar la esencia de la misma, sorteando las dificultades que dicha obra podría manifestar, cara a la censura de Hollywood. Es por ello, que la película se inicia, con un interesante recurso dramático, escenificando la vista que se erigió en contra del autor de la novela -interpretado en la pantalla por un magnífico James Mason-, lo que permitirá en base a su propio testimonio, justificar el supuesto lado escandaloso que proponía una obra literaria que, en esencia, plasmaba el espíritu libre y transgresor, de una mujer que, en última instancia, solo desea buscar el lado glamouroso de una existencia, condicionado en la puritana Francia de mitad del siglo XIX.
A partir de estas premisas, y al amparo de una cuidada producción de Metro Goldwyn Mayer, de entrada, una considerable virtud del film de Minnelli, reside en el hecho de saber alcanzar una personalidad propia, sin con ello traicionar la pertenencia al estudio más conservador de Hollywood. Ello se debe, sin duda, al empeño que el cineasta pone, a la hora de plasmar el devenir de Emma Bovary (Jennifer Jones). Nos encontramos con una muchacha, que intenta sublimar su depauperado y mísero panorama existencial, en esa habitación llena de estampas y grabados dominados por la belleza de las clases altas -sin duda, un elemento que habla ya de la personalidad adelantada de su protagonista, utilizando elementos gráficos, que mucho tiempo después, sobre todo en el siglo XX, se harían habituales, como elementos sublimadores de la juventud-. Ante la enfermedad de su padre, la llegada en la noche del doctor Charles Bovary (Van Heflin), supondrá para Emma, de entrada, la ruptura con la rutina. Le permitirá contemplar un hombre atractivo, empapado en la lluvia, con el que muy pronto se mostrará muy amable, vistiendo sus mejores galas, y con quien, con rapidez, se ligará en matrimonio. Una unión en la que quizá el verdadero amor se plantee como un espejismo y, en realidad, no sea más que el comodín inconsciente, cara a huir de ese nada halagüeño panorama existencial que se planteaba ante ella. A partir de su boda, el nuevo matrimonio se instalará en la vetusta vivienda de la pequeña población de Yonville, que Emma se encargará en decorar y embellecer, iniciando una escalada de débitos, en la persona del refinado e insidioso Lhereux (magnífico Frank Allenby). Mientras tanto, su esposo se deslomará en su actuación como médico, y ambos tendrán una niña, que no consolará a una mujer, a la que muy pronto, de nuevo el entorno en el que ha depositado su futuro, se le antoja insuficiente y asfixiante. Poco a poco irá haciendo visible ese desapego con la rutina que le rodea, con la sola excepción de los modestos galanteos que encontrará en el joven Leon Dupuis (Christopher Kent), quien viajará hasta Paris, para establecer una prometedora carrera, lo que vivirá con complacencia a partir de la asistencia a la fiesta a la que les ha invitado un aristócrata, en donde por vez primera se sentirá cortejada y, fundamentalmente, conocerá al atractivo Rodolphe Boulanger (un muy elegante Louis Jourdan). Con él, vivirá una intensidad material en el amor físico, hasta ese momento ausente en ella, pero al mismo tiempo este, un calculador hombre de mundo, intuirá que, en Emma, a la que ama casi sin medida, se encuentra alguien que puede romper con su manera frívola de entender la existencia.
La ruptura de Rodolphe, supondrá para nuestra protagonista el inicio de su caída vital. Volverá a su entorno familiar con profunda decepción, y ni siquiera un inesperado y finalmente frustrado reencuentro con Dupuis, servirá para que Emma pueda intentar vivir en su mundo, al margen de la mediocridad que rodea una existencia, de la que quiere emerger, casi de forma desesperada. Totalmente atrapada de la ingente cantidad de deudas mantenida con Lhereux, su última decepción llegará cuando, en un último intento, busque el favor del empresario que asuma la deuda que atenaza a los Bovary, viendo que, en el fondo, este no buscaba más que beneficiarse de la exuberancia sexual, de alguien que se encuentra por completo en sus manos. Ante una tesitura en la que se mantiene sobrepasada por una situación, en la que se aglutinan tanto sus propios errores, como la asfixia de una sociedad inmisericorde, con aquellos que quieren vulnerar sus códigos, Emma entenderá que no tiene ya lugar en el mundo.
A partir de un material lleno de sugerencias, ayudado por la presencia latente del propio Flaubert, cuya voz en off ayudará a hacer progresar los episodios descritos, MADAME BOVARY destacará por el vitalismo que adquiere una producción, que sabe sobresalir del ámbito de su propio estudio, combinando suntuosidad y contraste, riqueza y serenidad, y acertando de manera esencial, a la hora de describir esa ambivalencia en las motivaciones de la protagonista, sin sentenciarla ni ejemplificarla. Esa capacidad de navegar en unas extrañas aguas dentro del drama hollywoodiense de su tiempo, irá acompañada por una intensidad en la realización, capaz de soslayar las debilidades de un relato, que en última instancia ha sabido perdurar con fuerza tras el paso del tiempo. Llegados a este punto, es justo reconocer que la partitura de Miklos Rózsa en ocasiones aparece excesivamente poumpier, que el personaje que encarna Van Heflin -ajustadamente encarnado por el actor-, carece de la fuerza necesaria ante la pantalla, o que la adecuación de Jennifer Jones en su arriesgado rol protagonista, flaquea en los primeros minutos, donde se evidencian las limitaciones del registro de la actriz.
Hechas estas objeciones, hay que reconocer que nos encontramos ante una brillante producción, que engancha en el espectador por su audaz inicio, y por una estructura narrativa dominada por su aura descriptiva y fluidez narrativa. Ayuda a todo ello su precisa ambientación de época, o la fuerza fotográfica que le imprime la iluminación en blanco y negro de Robert Plank, en una película que discurre sin altibajos, y en la que aparecen algunos episodios o instantes realmente admirables. Pasajes, como aquel en el que Emma, apostada ante la ventana de su casa de Yonville, anunciando instantes antes de que suceda, esas pequeñas rutinas de los habitantes que deambulan cada día ante su mirada. La opulencia de la secuencia de la fiesta a la que acuden invitados los Bovary, en donde disfrutaremos de esos instantes descritos con auténtico frenesí, al verse reflejado en un espejo, como Emma es cortejada, viviendo ese éxtasis de felicidad, bailando su primer vals con Rodolphe, en una atrevida escenificación del baile, cada vez más sincopada, que culminará con la rotura de los cristales del lujoso salón, debido al ascenso de las temperaturas. O esa secuencia en exteriores, en el que la protagonista y Rodolphe se plantearán una consolidación de su relación amorosa, mientras este contempla la imagen de un cervatillo, como bella metáfora de la posible pérdida de su libertad como individuo. También resaltaremos ese pasaje, en el que Emma se viste para acudir a una cita con Dupuis -que le esconde la triste realidad de ser un fracasado pasante de abogado-, en donde se describirá esa visión realista de una protagonista, que asumirá con crudeza, la realidad de comprender que sus deseos, en realidad van a seguir manteniéndose frustrados. Será algo, que finalizará al contemplar su aspecto, que en ese momento aparecerá casi caricaturizado, delante de un espejo cuarteado.
Sin embargo, si eligiera un momento, dentro del por momentos apasionado metraje de MADAME BOVARY, este se encontrará sin duda dentro de aquellas secuencias enmarcadas en la historia romántica establecida entre Emma y Rodolphe -a mi juicio las más brillantes del conjunto, ayudados además por la química marcada entre sus dos intérpretes-. Así pues, no dudaría destacar esa rápida panorámica descendente, que describiendo un esbelto árbol, finalizará mostrando el sombrero de Emma dispuesto sobre la hierba. Un destello de genialidad, en un conjunto tan olvidado, como perdurable.
Calificación: 3
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