SILVER CITY (1951, Byron Haskin) [Silver City]
Eterno y dinámico paseante de los géneros, en un periodo -sobre todo la década de los cincuenta- donde el florecimiento de todos ellos era vibrante munición para los públicos de la época, Byron Haskin fue quizá más conocido por sus aportaciones a la ciencia-ficción. Sin embargo, su filmografía está adornada con propuestas ligadas al noir, a la aventura, y también al western, como demuestra esta poco conocida SILVER CITY (1951), inclinada a una vertiente temática cercana al universo de los mineros, pero en su plasmación visual, en el fondo, cercana al universo del noir.
La película se inicia con la tensa situación vivida por el ingeniero de minas Larkin Moffatt (Edmond O’Brien, en su primera colaboración con Haskin). Este se encuentra con su compañero de firma y amigo Charles Storrs (el antiguo galán silente Richard Arlen), tras una breve conversación en la que se intuye la latente fascinación del primero por Josephine (Kasey Rogers) -en esta secuencia de apertura solo se la citará en un diálogo entre ambos-. Casi de inmediato, estos serán asaltados por dos forajidos que robarán la nómina que se custodiaba en la caja de caudales y dejarán inconsciente a Storrs. De todos modos, este podrá escuchar un diálogo entre los facinerosos que implicaban en el golpe a Moffatt. Este último irá tras los forjados en una vibrante persecución -uno de los episodios más espectaculares de la película-, y logrará recuperar casi in extremis el importe del botín.
Sin embargo, los datos que conoce su hasta entonces amigo permitirán que Charles le cierre cualquier salida laboral, algo que Larkin irá percibiendo de manera creciente mientras intenta buscar trabajo de manera infructuosa. Un año después, conseguirá establecerse con discreción en Silver City, un entorno caracterizado por la febrilidad minera. Allí ha logrado detectar las posibilidades de extracción de plata que ofrece una mina cuya concesión alberga por escasos días el veterano Dutch Surrency (el siempre maravilloso Edgar Buchanan), y que se encuentra con el respaldo de su hermosa hija Candace (Yvonne De Carlo). Padre e hija invitan al protagonista a que se haga cargo de su gestión, al objeto de extraer de ella el mayor rendimiento antes de devolverla a su dueño, el avieso R. R. Jarboe (el no menos excelente Barry Fitzgerald). Pese a la reiterada negativa del ingeniero para asumir dicha responsabilidad, la sucesión de hechos le forzará a aceptar el cometido. Todo ello, cuando de manera inesperada llegue a la localidad Charles -que pretende comprar la mina de Jarboe- acompañado por Josephine, a la que ha convertido en su esposa. Este será el punto de partida de un argumento que por un lado marcará la lucha del dueño de la mina -y su temible y joven ayudante, Bill (Michael Moore)- contra Dutch y su hija y, más adelante, contra el propio protagonista. Pero también se encontrará presente la lucha soterrada de las dos mujeres que le rodean y, de manera muy especial, la creciente relación establecida entre Moffatt y Candace.
Quizá son demasiados los mimbres, los propuestos en el relato de Frank Gruber y Luke Short, para una producción Paramount que se asemeja poderosamente en su look visual, con tantas y tantas producciones Universal de aquellos años. Y para una historia que se sigue con relativa placidez, si el espectador opta por dejar de lado cualquier pretensión de densidad en el trazado de personajes para optar por el puro y simple disfrute de una película confeccionada con pericia para ser degustada con relativa placidez, y ser olvidada a la semana siguiente. El relato acierta al iniciarse con una secuencia percutante que, al tiempo que introduje la pasión del protagonista por Josephine, marca un cierto mcguffin en torno al robo producido, que permitirá en el rescate del botín por parte de Larkin, una larga persecución, inicialmente con cabalgadas y prolongado en los peligrosos vagones de un ferrocarril, que se encuentra entre lo más atractivo del conjunto. Sus secuencias posteriores mantienen ese interés, en una muy bien montada sucesión de peripecias por parte del protagonista, que revelan hasta que punto los escritos enviados por Storrs le impiden encontrar trabajo en parte alguna. Será todo el ello el preludio del epicentro del relato, desarrollado en una ciudad y, sobre todo, un ambiente febril relacionado con la mina. Es decir, vinculado a un progreso en el antiguo Oeste. A partir de estas premisas se dirime un relato revestido de recovecos ligados a un tono sombrío, en el que se intenta -y pocas veces se logra- conferir a sus principales personajes de un determinado grado de densidad. Esa oposición de caracteres se dirimirá en última instancia como la apuesta más decidida de una propuesta que quizá, en su entraña, colisiona en su apariencia exterior de puro relato de evasión, con el intento fallido de tratamiento de personajes que, a mi modo de ver, en contadas ocasiones -quizá solo en la interacción entre Moffatt y Candace- adquiere un cierto grado de intensidad. Esa dualidad entre relato interior y aventura exterior, es la que, en última instancia, proporciona los límites de esta, con todo, apreciable película, que también se diluye dentro de un conjunto de producción bastante similar en distintos estudios de la época. Esos dispares enfrentamientos de personajes, dejan entrever los agujeros en las relaciones entre algunos de ellos. Fruto de esas insuficiencias son ejemplo, por un lado, la escasa profundidad que adquiere el rol de la esposa y antigua amante del protagonista, que en última instancia es utilizada a la hora de mostrarse en una variada presencia de modelitos. O la débil incidencia del veterano minero, por más que la presencia de Edgar Buchanan siempre otorgue a su rol de un plus a su poco matizado personaje. Sin embargo, en dicha índole, no cabe más que lamentar el desaprovechamiento que se establece entre el codicioso Jarboe y su fiel hombre de confianza. Hablamos del joven y extraño Bill. Alguien con el que sotto voce’ç se adivina una extraña dependencia incluso homosexual, y cuya caracterización, con botas altas, predominio de indumentaria de cuero y actitud casi gélida, delimita un personaje de considerable atractivo que la película desaprovecha al limitarlo al esquematismo. Fruto de ello, devendrá un clímax final de la película en el que, contra lo que sería previsible, se desarrolla con verdadera -y deliberada- ausencia de dramatismo, alentada por la planificación en planos generales auspiciada por el propio Haskin.
Y es que así resulta SILVER CITY. Un relato tan agradable como desequilibrado. En que se alternan momentos dramáticos con otros escorados a la comedia. Peripecias en ocasiones desprovistas de lógica. Y en donde, del mismo modo, se insertan set piéces notables. Entre ellas, al margen de la que hemos citado, ubicada en sus primeros minutos de metraje, destacan dos secuencias, contrapuestas entre sí, realmente magníficas. La primera de ellas será la contundente y colectiva pelea en el saloon, resuelta de manera inesperada en tono de comedia, a partir de la intención de Moffatt de recuperar para la mina a todos los trabajadores que se encuentran allí bebiendo, invitados por quienes desean boicotear dichas tareas. Sin embargo, el pasaje más sorprendente del relato se erige en su parte final -aunque no ejerza como conclusión del mismo-. Se trata de la persecución del protagonista a quien ha querido matarle, haciéndolo por la acumulación de troncos que se ubica sobre el río, hasta llegar a la fabrica de madera que se dispone a cortar estos en listones, con moderna maquinaria. Una insólita presencia del progreso dentro de una situación de tensión y peligro. Que pena que la película no concluya en este inesperado escenario. Sin duda, su resultado hubiera sido más recordado.
Calificación: 2’5
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