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CINEMA DE PERRA GORDA

Alfred L. Werker

THE LAST POSSE (1953, Alfred L. Werker)

THE LAST POSSE (1953, Alfred L. Werker)

Hay películas ante las que, contemplando sus propios títulos de crédito, ya percibes que se trata de un título lleno de interés. Es lo que sucede con THE LAST POSSE (1953) en la que ese notable artesano del cine de género que fue el reivindicable Alfred L. Werker, se sumerge con intensidad en las aguas del western psicológico, que en aquellos años forjaría buena parte de lo mejor legado por el cine del Oeste en toda su historia. Y dentro de dicha corriente, el título que comentamos bebe de las fuentes de títulos cercanos, y magníficos como YELLOW SKY (Cielo amarillo, 1948. William A. Wellman), THE GUNFIGHTER (El pistolero, 1950. Henry King) o la más cercana HIGH NOON (Solo ante el peligro, 1952. Fred Zinnemann).

THE LAST POSSE muestra desde ese largo plano general sobre el que se insertan los créditos, el eco numinoso de una situación traumática. Para ello, se beneficiará de la excelente iluminación en blanco y negro de Burnett Guffey, que en todo momento ayuda al relato a proporcionar esa aura asfixiante y opresiva que aparecerá como una de sus mayores cualidades, Veremos regresar, derrotados, con un silencio casi ritual, a un grupo de vecinos a caballo que regresan de lo que intuimos ha sido una peligrosa misión, llevando entre ellos el cuerpo del moribundo sheriff John Frazier (magnífico Broderick Crawford), a quien atenderá el médico de la localidad de Nuevo Méjico. Poco a poco, mediante gestos y actitudes aisladas, el espectador intuye que algo raro esconden los retornados, al anunciar que han sido eliminados los asaltantes de un botín de más de cien mil dólares, así como el dueño de dicho dinero, que señalan ha desaparecido. Entre los que han regresado destaca la preocupación manifestada por el joven Jed Clayton (John Derek) hacia el sheriff, y la sensación de incomodidad que exterioriza.

Los ciudadanos que han vuelto no pueden ocultar esa sensación extraña de quien oculta algo, al tiempo que manifestar la vulnerabilidad de lo que en apariencia es una nueva sociedad, basada en el progreso y la tolerancia. Todo ello permitirá que el espectador conozca una primera mirada en torno a los incidentes que han provocado la todavía desconocida situación. Pronto, en una película que no alcanza los ochenta minutos de duración, el veterano Ollie Stokely (Henry Hull) relatará el primero de los tres flashback con que cuenta el relato -todos ellos insertos en el mismo orden en que se sucede la acción retrospectiva-. El segundo estará a cargo de Robert Emerson (Warner Anderson) y, finalmente, el último de ellos lo contará, casi a modo de sentencia última, el ya citado Jed, brindando con su testimonio, la reveladora y oculta conclusión de la terrible circunstancia que hasta entonces se nos ha vedado.

En la unión de ambas pequeñas historias destacará el punzante retrato de la hipocresía colectiva que se ha adueñado de la aparentemente sociable localidad. Será esta pintura de caracteres la que se extenderá a la hora de describir al tiránico terrateniente Sampson Drune (Charles Bickfort) que ha adquirido su fortuna expoliando a los pequeños ganaderos de la zona, entre los que se encuentra el atribulado Will Romer (James Hill), quien, junto a sus hijos, entre ellos el incontrolable Art (Skip Hommeier), intentará implorar de este le brinde un préstamo, ya que en el pasado reciente tuvo que venderle sus piezas de ganado a un precio casi irrisorio. La previsible negativa del ganadero forzará a que los Romer asalten en el banco los más de cien mil dólares producto de la venta realizada por Drune. La violenta situación provocará la desbandada de los asaltantes y, muy pronto, la formación de un grupo de voluntarios comandados por el granjero y Jed, su hijo adoptivo. Con lo que no cuenta este es que a la misma se va a sumar el sheriff, quien hasta el momento se ha mostrado al margen de toda situación y sobrellevando una resaca, consciente este de que si no está presente en el grupo, Drune matará sin contemplaciones a los asaltantes. La persecución será dura, teniendo que sufrir una potente tormenta de arena, y sufriendo los voluntarios los rasgos saboteadores del ganadero, que sin embargo no contará con la astucia de Frazier para hacerles frente. Y quien poco a poco nos hará descubrir los motivos secretos que anidan en el odio del terrateniente, que van unidos a la estrecha relación que mantiene con su hijo adoptivo. Todo sobrellevará un desenlace en el que no faltarán los giros de guion pero, sobre todo, donde finalmente las causas, los efectos y las consecuencias, alcancen su debido equilibrio y, también, su postrera sentencia.

Antes lo señalaba. Una de las grandes cualidades de esta notable THE LAST POSSE reside en la precisión del entramado psicológico de sus personajes. Ayudado por un impecable cast que entremezcla intérpretes de diversas generaciones, aciertan todos ellos a transmitir el palpitar de una sociedad local que ha ido abandonando el salvaje Oeste, para instalarse en un contexto de una naciente burguesía aparentemente civilizada, pero, en el fondo, trufada de esa hipocresía e intereses inherentes a la llegada de una determinada proyección social. No conviene olvidar que nos encontramos ante un relato que se suma a esa serie de westerns que, sotto voce, permitían una nada solapada crítica en torno al maccarthysmo que entonces vivía la sociedad norteamericana y, sobre todo, el mundo hollywoodiense. Sin embargo, el film de Werker -experto a la hora de mostrar personajes en conflicto interior y, al mismo tiempo, diestro en la exteriorización de dichas tensiones- emerge de esta lectura concreta y acierta a la hora de mostrar los claroscuros de esa coralidad, violentada en su aparente normalidad por la incidencia de un robo que, en última instancia, no deja de ser un eco de la antigua manera de entender la vida en aquel contexto.

Esa capacidad de plasmar la intensidad en la pantalla, una vez se abandone la población, nos trasladará al penoso seguimiento de los autores del robo, en donde una severa fisicidad se proyecta en todos sus personajes, en especial en la excelente secuencia en la que los perseguidores sufrirán una tormenta de arena -veremos incluso como esta inunda las capas con las que se intentan salvaguardar de su incidencia-. Otro elemento de especial interés reside en la extraña relación -que oscila entre lo edípico hasta lo abiertamente homosexual- mantenida entre Drune y Jed, su hijo adoptivo. Pero en lo que THE LAST POSSE brilla y llega a alcanzar la excelencia -dentro de una película rodada en todo momento en exteriores naturales-, es en el extenso pasaje en el que los Romer huyen en un marco rocoso, siendo por un lado perseguidos por Frazier, quien les asegura un juicio justo si se entregan y, por otra por Drunne y Jed, al objeto de recuperar el dinero y eliminarlos. Serán instantes deslumbrantes en su plasmación cinematográfica, y en los que la densidad de su sustrato dramático tendrá un admirable clímax en su impactante expresión visual.

Llegados a este punto, hay un elemento que me impide reconocer al film de Werker como un logro, aunque su conjunto adquiera un considerable interés. Y es que en su conjunto percibo que el seguimiento de su intriga se dirime de manera un tanto mecánica, como si se buscara una búsqueda del impacto -algo que ratificará su giro final, propio de un episodio televisivo de suspense-. Sin embargo, si por algo brilla, y con fuerza, la apuesta de Werker, reside en la precisión, la intensidad e incluso la sensibilidad, con la que se describen los claroscuros de una sociedad en apariencia inmersa en el progreso, y en la que la vivencia de un suceso extraordinario, revelará la fragilidad de sus estructuras. Un balance, sin duda, más que estimulante.

Calificación: 3

A 1 día, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (LXXXVII) DIRECTED BY... Alfred L. Werker

A 1 día, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (LXXXVII) DIRECTED BY... Alfred L. Werker

El muy reivindicable especialista en el cine de géneros, Alfred L. Werker.

 

ALFRED L. WERKER... en CINEMA DE PERRA GORDA

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(6 títulos comentados)

LOST BOUNDARIES (1949, Alfred L. Werker) [El color de la sangre]

LOST BOUNDARIES (1949, Alfred L. Werker) [El color de la sangre]

Situado en un extraño interregno, entre quienes ignoran su andadura o incluso solo esgrimen su extraña circunstancia como montador de célebres películas, a las que por órdenes de la 20th Century Fox se conminó a recortar, y otros aficionados o comentaristas, que valoramos en su figura la aportación de uno más de los numerosos y competentes artesanos que forjaron el cine americano de géneros, surgido en la generación intermedia, la figura de Alfred L. Werker ofrece una amplia filmografía, en la que su aportación al policíaco, el western o el cine de misterio y de aventuras, caracterizan sus títulos más conocidos. Es por eso que recuperar hoy LOST BOUNDARIES (1949), no solo nos permite recuperar uno de sus títulos, prácticamente desconocido en la actualidad. Por encima de esa circunstancia, nos acerca a la que quizá se erija como su obra más inclasificable y, probablemente, la más conseguida. Sin embargo, pese a sus cualidades, y pese a que en ellos se nota la pericia de Werker como cineasta, puede que en esta hermosa película aparezca la impronta que le formularía su productor, Louis de Rochemont, presente de manera clara en esa inclinación documentalista que ofrecerá una producción independiente, adaptando para la pantalla un artículo de Wiliam L. White, inserto en “Selecciones del Reader’s Digest” y basado en una historia real. El film de Werker aparece como uno de los primeros relatos antirracistas insertos en Hollywood, en un periodo convulso en donde la presencia del maccarthysmo coaccionaba la aportación de exponentes reconocidos pocos años antes, como podría ser GENTLEMAN’S AGREEMENT (La barrera invisible, 1947. Elia Kazan). Podría temerse, en este caso, la incursión en un terreno moralizante –máxime teniéndose en cuenta la referencia del Digest-. A este respecto, es probable que se pueda esgrimir la presencia de ese –por otra parte emocionante y sobrio- Happy End, o la presencia de elementos dramáticos utilizados mil veces con posterioridad –la respectiva mirada de padre e hijo en el espejo, para constatar sus orígenes negros-.

Sin embargo, se aprecia desde el primer momento una gran libertad. Una carencia de dependencia de convenciones o limitaciones con las majors. Esa convicción y al mismo tiempo esa mirada carente de efectismo dramático, es la que proporciona a LOST BOUNDARIES su alcance, su singularidad y, sobre todo, esa serenidad que proporciona su metraje. La película se inicia con una voz en off que nos introduce en primer lugar en la localidad de Keenham en Nueva Inglaterra. Será la presentación del marco donde tendrá lugar el epicentro de la andadura del dr. Scott Mason Carter (un muy eficaz Mel Ferrer, en su debut como protagonista). Un joven de sangre negra pero especto exterior totalmente blanco. La película nos describirá inicialmente su graduación en 1922, en la facultad de medicina Chase, de Chicago. Con muy breves pinceladas, conoceremos a la pareja protagonista. No solo a Scott, sino a la que muy pronto será su esposa –Marcia (Beatrice Pearson)-. Y al mismo tiempo nos acercaremos a los que pronto descubriremos como amigos de la pareja, que ha decidido casarse a continuación, en una ceremonia en la que predomina la presencia de negros. Con desarmante cotidianeidad iremos descubriendo detalles que hablan de las consecuencias del racismo en torno a dicha raza. Serán las dificultades para lograr trabajo, o la casi imposibilidad de hacerlo en un hospital “para blancos”. No obstante, esa circunstancia adquirirá más importancia al advertirse que el padre de Marcia no ha acudido a la boda, ya que él se considera blanco, pese a vivir la misma circunstancia que la pareja –ser negros con apariencia blanca-. Ese racismo aparecerá también, en sentido opuesto, cuando sea recomendado como médico en un hospital para negros, donde rechazarán su puesto, al entender que deberá cubrirlo un negro “auténtico”. Las incomodidades proseguirán cuando tengan que vivir en casa de los padres de Marcia, teniendo que soportar los comentarios llenos de resentimiento de su suegro –Morris Mitchell (Wendell Mitchell)-, quien decidió tiempo atrás, romper por completo con su origen racial. Scott logrará un empleo provisional como médico, siendo el destino el que le hará vivir, en el desempeño de una guardia, la operación de una hemorragia al dr. Brackett (Walter Stevens). Ello nos permitirá una secuencia de alto octanaje dramático, desarrollada en un faro y en medio de una tormenta. Brackett le ofrecerá, agradecido, la posibilidad de ocupar la plaza de médico que albergara su padre en Keenham, recomendándole que oculte sus orígenes raciales. Será el instante en el que el joven médico decidirá seguir el sendero que sus propios compañeros negros le han aconsejado, sacrificando su pasado en beneficio de un futuro para su cercano hijo.

Así pues, LOST BOUNDARIES ofrece a partir de ese momento, constantes pinceladas en torno a la latente presencia de la discriminación racial, en un ámbito en apariencia plácido. Como en una extraña muestra tardía de Americana, el film de Werker describirá la andadura de la familia protagonista, siendo recibidos con inicial recelo –algunos de sus habitantes incluso someterán a prueba al nuevo doctor-, teniendo siempre en mente el recuerdo del padre de Brackett. Poco a poco, y no sin esfuerzo, sus vecinos –encarnados por actores no profesionales, lo cual otorga a sus presencias una extraña aura de autenticidad- se rendirán a la evidencia, no solo de la absoluta entrega de Carter, sino de la absoluta ejemplaridad de su familia. Así pues, junto a episodios revestidos de emotividad –la secuencia en la que sus conciudadanos regalan al médico un reloj que este portará con orgullo, el episodio previo en el que decidieron ofrecerle el apartado de correos que años atrás fuera propiedad de su predecesor en el cargo-, el auténtico nudo gordiano de la película se establece en esa mirada revestida de serenidad en torno a la latente presencia del racismo en la sociedad norteamericana. En esa conversación del matrimonio protagonista cuando se presenta ante el pastor de la población –curiosamente interpretado por un auténtico clérigo-, en donde se destilan detalles sobre el origen de los Carter. En ese arriesgado momento en el que una enfermera hace extensivos sus prejuicios, al querer separar la sangre de un donante negro, y al que la rotura accidental del frasco ofrecerá un extraño crescendo dramático.

Sin embargo, será en su tramo final, cuando LOST BOUNDARIES aflorará en el dramatismo de la vivencia directa de la discriminación racial. A consecuencia de una investigación gubernamental, se conocerá la condición negra de Carter, lo que le impedirá combatir en la II Guerra Mundial. Lo más grave de este rechazo, será el hecho de tener que revelar a sus dos hijos dicha condición. La población se hará eco de la circunstancia, y es mérito de la película buscar una sensación de creciente incomodidad por parte de la familia protagonista, sin tener que cargar las tintas en dicha denuncia. El joven Howie Carter (Richard Hylton), huirá del ámbito familiar, viajando hasta Nueva York, donde paseará por el entorno de Harlem –en una secuencia que incidirá en esa búsqueda de un determinado tono documental-, donde podrá comprobar el hacinamiento de esos compañeros de raza, cuya afinidad intenta asimilar. Un incidente en el que se verá envuelto cuando interceda en una pelea, finalmente le devolverá con sus padres, decidiendo la madre recurrir a la ayuda del pastor. Es por ello que, en un episodio magnifico, dotado de una admirable modulación dramática, la conclusión desarrollada en el templo de la población –en el que no faltará el detalle dramático de la salida de la hija, en un hermoso travelling de retroceso- quedará definida una serenidad que irá unida a una emoción, digna del mejor Henry King.

Calificación: 3’5

SEALED CARGO (1951, Alfred L. Werker) [Cargamento blindado]

SEALED CARGO (1951, Alfred L. Werker) [Cargamento blindado]

El visionado, más de medio siglo después de su realización, de una película como SEALED CARGO (1951. Alfred L. Werker), de entrada podría hacernos pensar que nos encontramos ante un film anacrónico. Ahí es nada, producir en 1951 un film de aventuras marinas basado en su alcance antinazi en el seno de la R.K.O. –uno de los estudios que con mayor combatividad incidió en dicha vertiente-, nos permite asistir a un producto que podríamos definir casi anclado en el pasado. Todo ello, hasta el punto que la propia configuración y textura de sus imágenes, nos aparecen como un implícito homenaje a las célebres producciones de Val Lewton en dicho estudio mediada la década anterior. En este sentido, el magnífico film de Alfred L. Werker aparece años después, con la contundencia de la que se ausentaba THE GHOST SHIP (1943), aquel entrañable pero insuficiente film de Mark Robson producido por Lewton, que intentaba –y lo conseguía de manera intermitente- crear una atmósfera angustiosa, en torno a los devaneos de un capitán de barco acosado por una creciente locura.

A partir de dicha base, Werker en uno de sus mejores trabajos –estoy seguro que un seguimiento de su filmografía proporcionaría no pocos exponentes de similares calidades al que comentamos-, nos describe con muy pocos elementos, el ambiente de dureza que rodea el universo de  Pat Bannon (el siempre magnífico Dana Andrews), patrón de un pequeño buque –el Daniel West-, que tendrá que asumir la presencia de personal para llegar hasta las costar del ártico, en pleno combate de la II Guerra Mundial. Ante la carencia de hombres disponibles, tendrá que admitir a un danés que no le ofrece demasiada confianza, así como de manera inesperada y con renuencia a la joven Margaret Malean (Carla Balenda), que desea reencontrarse con su padre en la pequeña localidad costera a la que se dirige el navío. Muy pronto la cámara de Werker, unida a la impronta visual ofrecida por el operador de fotografía George E. Diskant, brinda al espectador la textura de una atmósfera opresiva que se adueña de una película que, sobre todo en su primera parte, adquiere una tonalidad casi fantasmagórica. Lo transmitirá en un impecable sentido del crescendo dramático, que irá adquiriendo fuerza a partir de crecientes dudas. Vacilaciones ante las que Bannon entenderá que entre sus tripulación se encuentra un colaboracionista nazi, y alcanzará su punto de inflexión a partir del bombardeo que contemplarán y estarán a punto de sufrir en carne propia, en medio del peligro de una noche cerrada. De pronto se encontrarán con la imponente y casi aterradora presencia de un buque de grandes proporciones, al que contemplarán con un aspecto casi espectral, al parecer consecuencia del bombardeo sufrido y el fruto de una tormenta. Sin embargo, la oportuna presencia de esas cubiertas ametralladas que esconden pequeños botes en buen estado, ofrecerán la señal de que algo no es lo que parece. Ni siquiera la creciente impresión de que nos encontramos ante un ámbito siniestro y casi inexplicable –la carencia de personal humano, la sensación opresiva que para Bannon supone adentrarse en sus dependencias-. Todo ello brindará un fragmento de admirable presteza, que tendrá un supuesto indicio de clarificación con el encuentro, en estado catatónico, del Capitán Skalder (Claude Rains). Será el primer punto de contacto ente ambos responsables de buques, accediendo el rescatado que sea el Daniel West quien remolque la imponente presencia del buque naufragado, descrito en un enorme plano general que llega a impresionar.

A partir de ese momento, y con la llegada a la población de ambas embarcaciones, de forma paulatina se irá instalando en el entorno de Bannon la sospecha de que algo oculto se esconde en torno a ese Skalter de aparentes buenas maneras. Una visita de nuestro protagonista al buque varado en costa, nos brindará la casi sobrecogedora muestra –lindante con el fantastique-, de encubrir en sus bodegas, tras una serie de bidones con vinos de marca, un recinto de grandes dimensiones y moderna tecnología, en el que se encuentra camuflada una enorme cantidad de armamento. Un episodio de admirable precisión, que permitirá al relato un giro de ciento ochenta grados. El grado de propuesta tardía de carácter antinazi cobrará un creciente protagonismo en un relato que, como antes señalaba, adquirirá toda su fuerza en la expresión de una atmósfera casi desasosegadora. Densidad descrita en un retrato de personajes provisto de la suficiente espesura y ambigüedad, y una progresión dramática impecable, hasta el punto de discurrir su metraje de manera casi arrebatada, en medio de una peripecia intensa, basada ante todo en lo sugerido y en la amenaza latente, antes que en una acción propiamente dicha.

SEALED CARGO deviene a partir de dichas premisas, un título que nunca baja la guardia en su atractivo como propuesta de género de aventuras, que encierra en sus costuras la huella de aquellos célebres títulos antinazi, y al mismo tiempo la impronta de esa atmósfera tenebrosa, oscura y siniestra, que caracterizara buena parte de su cine en la década precedente. Esa herencia de las producciones de Val Lewton, la presencia de un Claude Rains que de nuevo al amparo de la R.K.O. –recordemos la magnifica NOTORIOUS (Encadenados, 1946 Alfred Hitchcock)- asumía el rol de un nazi, en esta ocasión carente de la más mínima humanidad, confluye en una magnífica película, a la que la referencia al periodo dorado del estudio, no es más que la evocación de su estupendo resultado, en el que contribuirá no poco su casi apasionante fragmento final.

Calificación: 3’5

REBEL IN TOWN (1956, Alfred L. Werker) Rebeldes en la ciudad

REBEL IN TOWN (1956, Alfred L. Werker) Rebeldes en la ciudad

Competente, sólido y en ocasiones inspirado realizador, la figura de Alfred L. Werker –o, como en el título que nos ocupa, simplemente Alfred Werker-, representa uno más de los numerosos artesanos que entre las décadas de los años treinta y cincuenta, acompañaron los títulos de mayor relumbrón de Hollywood. Para su desgracia, parece que su figura solo se toma como referencia a la hora de recriminarle que filmara en solitario –como si fuera responsabilidad suya- la magnífica HE WALKED BY NIGHT (Orden: caza sin cuartel, 1948), sin que figure en los créditos la aportación de Anthony Mann. Ello no debería implicar ni una acción deliberada por su parte ni, por supuesto, dejar de apreciar aquello que hemos podido contemplar de una filmografía que se acerca al medio centenar de títulos, en los que se aprecia un notable sentido de lo recio y lo físico, demostrando su facultada para géneros como el de misterio, la aventura o el western. Dentro de esta última vertiente se encuentra REBEL IN TOWN (Rebeldes en la ciudad, 1956) que de manera insospechada se convirtió en el penúltimo título de una obra que finalizó de forma abrupta al año siguiente, cuando el director apenas contaba con sesenta y un años de edad.

En cualquier caso, y más allá de elucubrar el hecho de esta ruptura tan inesperada, contamos con el punto de partida de situarnos ante una producción de serie B, inserta en la Bel-Air Productions y distribuida por la United Artists, que en aquellos años fue uno de los estudios que más aportó por la seminal continuidad de aquellas valiosas producciones de bajo presupuesto. En este caso, su propuesta argumental tiene desde el primer momento dos focos claramente delimitados. De una parte la familia Willoughby, que encabeza John (John Payne), junto a su esposa Nora (estupenda Ruth Roman, en el personaje con mayor definición del conjunto), y el pequeño hijo Peter, que aún conserva el atavismo del recuerdo bélico que implicó a su padre en la guerra de la Unión ya concluida. Por otro lado, nos encontramos con un grupo de cinco confederados rebeldes comandados por el veterano Bedloe Mason (magnífico J. Carroll Naish), quienes tras el asalto a un banco, se dirigen no sin reservas –temen ser represaliados- a la localidad de White Rock -donde viven los Willoughby- para cargar agua y víveres. La fatalidad hará que uno de los hombres de Mason –los cuatro restantes, todos hijos suyos-, el violento Wesley (John Smith), responda de inmediato –en un instante de percutante efectividad fílmica-, al inocente tiro de fogueo que el pequeño Peter le dirige, quedando el muchacho muerto en el acto, e instalando la desolación en su familia. Los Mason huirán, no sin la renuencia mostrada en todo momento por Gray (Ben Cooper, reiterando un rol bastante similar al que le diera fama en la excelente JOHNNY GUITAR (1954, Nicholas Ray)), el mas joven del clan, quizá más alejado del resentimiento bélico ya transcurrido, y partidario de que su hermano regrese a la población y se entregue. Por su parte, ese rasgo latente que aún se albergaba en John Willoughby invadirá todo su ser, anulando la entidad de una familia rota, sin lograr ni siquiera con la ayuda de su esposa poder levantar dicho ánimo.

Establecido el punto de partida del film –que no alcanza los ochenta minutos de duración-, Werker logra establecer un interesante juego de caracteres, dentro de una propuesta en la que predominará el intimismo, desprendiendo ese look tan característico de la serie B de la United Artists. Ello no impedirá que se aprecie la singularidad y fisicidad –un rasgo inherente al cine de Werker- de esas secuencias nocturnas exteriores protagonizadas por los hombres del siempre paciente Mason, que en todo momento somete a votación las decisiones planteadas, y que de algún modo se siente perdido en una batalla de rebeldía que ya parece por completo baldía. Además de consignar la insólita y eficaz presencia musical del posteriormente cormaniano Les Baxter como artífice de su banda sonora, lo cierto es que REBEL IN TOWN plantea en su relajado y en ocasiones tenso discurrir, un drama que por momentos entronca su aspecto con los modos televisivos de la época –sin que ello sea un elemento cuestionable-, sobre todo a partir del abandono de Gray de sus compañeros y familiares –antes de que su propio hermano lo apuñale y lo ate a un caballo, dejándolo dispuesto a una muerte segura-, siendo rescatado por Willoughby, quien lo acogerá en su casa, donde se recuperará. Será a partir de ese momento, cuando el film adquirirá un alcance psicológico más declarado, estableciéndose por un lado la comprensión de Nora hacia el muchacho –ella lo reconoció desde el primer momento en la acción que costó la vida a su hijo, aunque sabe que fue inocente, y ocultando ese reconocimiento a su esposo-, y la progresiva desconfianza de John hacia el mismo que, justo es reconocerlo, se irá disipando de forma paulatina –quizá al ver implícitamente en este a ese hijo ya crecido que de momento ha desaparecido en su horizonte-. Será todo este bloque quizá el más atractivo del film, caracterizado por su narración voz callada, y una adecuada interacción de sus tres protagonistas –John – Nora – Gray, contrastando con el aspecto violento de su tercio inicial y el que concluirá la película.

Este se iniciará en el momento en que ya recuperado, Gray se disponga a marcharse del hogar de los Willoughby. La inesperada llegada de una pequeña amiga del desaparecido Peter acompañada de su abuela, reconocerá al joven, quien finalmente, y tras un violento forcejeo con John –siempre con mayor forma física que el muchacho, aún convaleciente-, decida entregarse a la justicia, en la confianza de no ser culpado de una muerte que no cometió. Sin embargo, su encarcelamiento será el punto de partida de un envalentonamiento de los vecinos de la pequeña población, quienes poco a poco irán mostrando esa habitual ira descrita como atribución de la justicia. Es decir, irán calentando el linchamiento del muchacho, mientras sus hermanos –entre los que encontraremos al entrañable Ben Johnson- y padre irán descubriendo la actitud y traición de Wesley, regresando a la población precisamente cuando se está a punto de cometer el linchamiento –que paradójicamente solo ha impedido John, a partir de la presión del sheriff y su propia esposa-. No se puede decir que el fragmento aporte nada nuevo, pero es indudable que lleva el marchamo de una adecuada planificación, proporcionando a su conclusión ese dinamismo del que carecía el resto del mismo, más centrado en otras vertientes. En su conjunto, al contemplar REBEL IN TOWN, uno tiene la sensación de asistir a un pequeño film fronterizo, en el que los ecos del clasicismo cinematográfico se combinan con otros televisivos, conformando un conjunto cuando menos digno de ser tenido en cuenta.

Calificación: 2’5

PIRATES OF MONTEREY (1947, Alfred L. Werker) Piratas de Monterrey

PIRATES OF MONTEREY (1947, Alfred L. Werker) Piratas de Monterrey

PIRATES OF MONTEREY (Piratas de Monterrey, 1947. Alfred L. Werker) es una muestra más de ese cine que, en el momento de su estreno, pobló las pantallas no solo de Estados Unidos, sino de tantos y tantos países como España, que en su momento disfrutaron generaciones de espectadores. Pero para aficionados de mi generación –y otras posteriores-, títulos como estos son los que nos acompañaron en las sobremesas de las emisiones televisivas de décadas atrás. En definitiva, se trata de una producción de serie B de la Universal International, escorada de forma más cercana al género de aventuras, aunque concite en su sucinto metraje de poco más de setenta minutos de duración, ecos de esa variante del western, que proporciona exponentes posteriores tan ilustres como VERA CRUZ (Veracruz, 1954. Robert Aldrich). Es decir, nos encontramos en la California de 1840, donde se enfrentan los partidarios de la unión de dicho territorio con España, con los participes de la conversión de dicho territorio dentro de las fronteras mexicanas. Para ello lograrán el apoyo de Phillip Kent (Rod Cameron), un capitán procedente de Missouri. Este se dirigirá a Monterrey escondiendo el motivo de su misión, y acompañado por el sargento Pío (Mikhail Rasumny), fiel confidente e irónico seguidor de la compañía femenina. En el viaje –una vez llegan hasta Los Angeles- con la caravana en la que portan ocultas armas de novedosa confección,  Kent se encontrará por vez primera, tras acudir a socorrerlas de la estampida de un carruaje, a la joven y distinguida Marguerita Novarro (Maria Montez), acompañada de su fiel sirvienta Filomena (Tmara Shayne). Entre los dos primeros se establecerá un atractivo inmediato, accediendo finalmente este a que ambas viajen con ellos –Marguerita ha perdido un tren que debía llevarla a su destino, y que no tendría otro viaje hasta dentro de un mes-, aunque en ningún momento deje de pensar que podrían ser espías. Sin embargo, poco a poco el centrado oficial yanqui sucumbirá a la sincera relación que le liga a la joven, viviendo ambos una romántica noche de amor en Santa Bárbara. Pese al disfrute de dicha velada, llegada la mañana siguiente se sorprenderá de la huída de esta, dejándole una críptica nota ante la que quedará decepcionado. Siguiendo su destino, Phillip llegará hasta el acuartelamiento de Monterrey, donde conocerá de un lado las intenciones de los opositores al colectivo que defiende, mostrará las ventajas que ofrecen las armas que ha entregado –brindadas por el virrey de México-, al tiempo que descubrirá las auténticas razones que provocaron la inesperada huída de Marguerite; se encontraba prometida con el teniente Carlo Ortega (Phillip Reed), el mejor amigo de este. La situación se hará cada vez más inestable en el fortín, entremezclándose de un lado la tensión creciente ante la inminente amenaza de su asalto por parte de sus opositores, y por otra el recelo que se establecerá por parte de Kent ante el engaño que a su juicio lo sometió la mujer de la que se enamoró en apenas pocos días.

Cualquier espectador que se enfrente al rápido visionado de PIRATES OF MONTEREY, es evidente que no se llevará ninguna sorpresa al respecto. Sin embargo, es innegable que su escueto metraje permite un relato resuelto sin baches de ritmo, dentro de las limitaciones que le permite su formato de serie B –a lo que no resulta ajeno el escaso carisma que desprende su pareja protagonista-. La utilización de technicolor resulta atractiva y la aportación de secundarios como Rasumny y la Shayne –encarnando a la impagable pareja de veteranos sirvientes e inesperados enamorados-, proporcionan al relato un determinado sentido del humor y distanciación. Unamos a ello la eficacia que imprime Werker –que estaba a punto de acometer el que quizá fuera el título más atractivo de su filmografía: HE WALKED BY NIGHT (Orden: caza sin cuartel, 1947, del que siempre se ha destacado la aportación –no acreditada- de Anthony Mann por encima de la de su propio firmante)- al relato, la acertada combinación de elementos westernianos y otros más ligados a la aventura, convierten esta pequeña película en un conjunto nunca remarcable, pero que siempre se contempla con simpatía pese a su discreción general. En realidad, PIRATES OF… se articula en base a las dos secuencias más importantes del relato, sobre las que se sustentará la relación amorosa entre la pareja protagonista. La primera de ellas se describirá en Santa Bárbara. Tras el baile que mantienen ambos, se dirigirán a un jardín que se describe cerca de la fiesta, caraterizado por el cromatismo de su flora. Por medio de una cadencia casi musical, Werker logrará transmitir al espectador esa sensación de repentina felicidad sugerida por la aparición del amor. Como contraste, más adelante se desarrollará otra escena que plasmará el encuentro definitivo de los dos enamorados, cuando ambos asumen sus sentimientos dentro del conocimiento por parte de Kent de que esta se encuentra prometida con su mejor amigo. El episodio se describirá también en exteriores, a donde llegarán ambos dentro de un entorno dominado por tonos verdes, y en el que pese a enfrentarse e incluso reprocharse ambos la situación planteada, la sinceridad de Marguerite –relata que el compromiso de matrimonio con Ortega lo decidieron sus familias- y la definición de la planificación, concluirá en la definitiva asunción por parte de ambos de ese amor que portan en su interior y al que no están dispuestos a renunciar, aunque ello obligue al yanki a decirle la verdad y provocar el recelo de su gran amigo.

Por lo demás, poco más brinda la propuesta. Un episodio de apresamiento de los dos enamorados por parte de las tropas que encabeza el villain De Roja (un Gilbert Roland en el declive de su trayectoria cinematográfica), el rescate de estos a partir del aviso del fiel Pío, el descubrimiento de la realidad del romance de ambos por parte de Ortega, quien finalmente asumirá la sinceridad de la relación, culminando el metraje de forma tan apresurada como ingeniosa –una abrupta elipsis ligará el contraataque de los defensores mexicanos contra los sumados a la causa españolista, con la boda de Kent y Marguerite, actuando como padrino el propio amigo que hasta entonces había sido prometido de esta-. Pero así era el cine fruto de los programas dobles de la época. Un ejemplo en el que PIRATES OF MONTEREY supone un título simpático aunque sin especial relieve, representativo de unos modos de hacer cine respetables, destinados ante todo al esparcimiento de los espectadores de su tiempo.

Calificación: 2

SHOCK (1946, Alfred L. Werker) El susto

SHOCK (1946, Alfred L. Werker) El susto

La joven Elaine Jordan (Lynn Bari) se desplaza hasta un hotel para reunirse con su marido –el teniente Paul Stewart (Frank Latimore)-. Alistado en la guerra, hacía dos años que lo daba por perdido, por lo que este retorno se plantea para ella como un reencuentro con la felicidad cotidiana. Pero parece que ese anhelo se le resiste. A punto está de no poder ocupar la habitación del hotel que tenía reservada, llevando a la muchacha una repentina intranquilidad. Intentando relajarse, contemplará una conversación que poco a poco adquiere tintes más sombríos entre un matrimonio que discute la llegada de un divorcio. El enfrentamiento culminará con el asesinato por parte del marido a su esposa, que Elaine contemplará horrorizada y sin capacidad de reacción. A la mañana siguiente, Stewart se reunirá con la muchacha, pero la encontrará en la habitación en estado catatónico. Los responsables del hotel intentarán ayudarla a salir de su shock contando con la colaboración del prestigioso Dr. Richard Cross (Vincent Price). Solo hay un pequeño problema, Cross es el nada premeditado asesino. Él no sabe que su inesperada paciente fue testigo de su crimen, pero cuando poco a poco logre devolverle a la conciencia, advertirá que con ella encuentra un impedimento para lograr que dicho crimen –que ha logrado sortear simulando un accidente de su esposa en su casa de campo- quede solapado, y con ello proseguir en la relación que mantenía con su ayudante.

 

A grandes rasgos, el sencillo planteamiento argumental de SHOCK (El susto, 1946. Alfred L. Werker), nos remite a una muestra más de esa larga corriente del thriller de índole psicoanalítica, que durante la segunda mitad de la década de los años cuarenta, tuvo un enorme protagonismo en el cine norteamericano que marcó la producción desarrollada en el periodo correspondiente a la II Guerra Mundial. Una tendencia que con el paso del tiempo es fácil denostar, sin duda desigual en su resultado, pero en la que se esconden numerosas muestras de interés, y en la que se aplicaron realizadores de la talla de Lang. Hitchcock o Preminger. Dentro de este contexto, no sería pertinente ubicar SHOCK entre los exponentes más valiosos de esta vertiente. Pero del mismo modo tampoco se puede negar, dentro de su discreción, la moderada eficacia de su resultado. En poco más de setenta minutos y de la mano de ese competente artesano que fue Alfred L. Werker, nos enfrentamos ante un eficaz relato de suspense, claro exponente del departamento de serie B de la 20th Century Fox. Un producto que atesora numerosos de los tópicos inherentes a este subgénero cinematográfico, y del que indudablemente destaca el desaprovechamiento que se realiza de algunos personajes secundarios –pienso sobre todo en la escasísima entidad que alcanza el teniente que vuelve de combate, interpretado con atonía por Frank Latimore-. Sin embargo, el conjunto resulta atractivo, Werker confía su eficacia en una narrativa ligera desprovista de elementos chocantes, confiando en una planificación adecuada. Cabría destacar igualmente una excelente dirección artística –por momentos se tiene la sensación de estar presente en algunos de los interiores que poco tiempo sirvieron como marco a algunas de las secuencias de LAURA (1944. Otto Preminger)-, que logra proporcionar un especial rasgo de identidad a un guión eficaz pero sin especiales elementos de interés.

 

Sin embargo, el gran atractivo de SHOCK viene dado por suponer el primer papel protagonista del gran Vincent Price tras varios años como característico en el estudio de Zanuck –también presente en el reparto de la mencionada LAURA, cuya sombra está presente en buena parte del film, aunque en apariencia este esté centrado en rasgos divergentes-. Price compone un retrato magnífico, aún sin penetrar en su totalidad en esa vertiente siniestra y malsana que acuñaría al año siguiente en DRAGONWICK (El castillo de Dragonwick, 1947. Joseph L. Mankiewicz). En su oposición, logra un personaje matizado en el que se atisban los rasgos de personalidad de un ser inseguro bajo el aparente manejo de su profesión, pero dominado en realidad por el influjo de su amante. Todos estos matices en realidad rodean al único personaje definido como tal en la función, en una película escueta, elegante en su diseño de producción, honesta en su planteamiento y puesta en escena, que si bien no puede calificarse más que un título de complemento de cartelera en el cine norteamericano de la segunda mitad de los cuarenta, mantiene los mimbres de un producto elaborado con innegable convicción.

 

Calificación: 2

AT GUNPOINT (1955, Alfred L. Werker) Así mueren los valientes

AT GUNPOINT (1955, Alfred L. Werker) Así mueren los valientes

Las pocas referencias que he leído sobre AT GUNPOINT (Así mueren los valientes, 1955. Alfred L. Werker), hablan de la misma en tono despectivo, al definirla con rapidez como una versión bastarda del referente brindado por Fred Zinnemann en HIGH NOON (Solo ante el peligro, 1952). Sin duda, con ello nos tenemos que enfrentar con una de las películas más controvertidas del cine norteamericano –otra sería ON THE WATERFRONT (La ley del silencio, 1954. Elia Kazan)-, precisamente por los elementos discursivos que se planteaban en sus imágenes. Partiendo de la base de que me gusta HIGH NOON –aunque no la tenga como una obra maestra-, tampoco veo  especial motivo para que el título de Zinnemann pueda ser comparado, menospreciando al que aquí nos ocupa. Es más, si tuviéramos que recordar aquellas propuestas del western que de forma sutil mostraban un matiz crítico con el maccarthysmo, cierto es que no deberían dirigir su mirada hacia el celebérrimo film de protagonizado por Gary Cooper. En su oposición, el referente debería estar centrado en SILVER LODE (Filón de plata, 1954. Allan Dwan), mucho más contundente en esa visión de denuncia –a nivel metafórico-, de la historia que marcó aquel periodo. Y es sin duda el film de Dwan la base retomada por los responsables de la película -producida por la Allied Artists dentro de los márgenes de la serie B-, y que nos viene a recordar que el género americano por excelencia tuvo un marco generalmente poco apreciado para mostrar esa sensación de desasosiego e incomodidad que este periodo adquirió en la vida americana. Cierto es que huella de ello podemos detectarla en todas las variantes que el cine de géneros mantenía en aquel tiempo, pero no es menos evidente que la aportación en esta parcela del western ha sido siempre una de las menos valoradas y apreciadas. En este sentido, pienso con sinceridad que la película de este veterano y eficaz artesano que fue Alfred L. Werker –ya en los últimos compases de su carrera cinematográfica-, se ofrece como una aportación nada desdeñable en dicha vertiente. Una pequeña producción que delimita los perfiles de un relato en el que, con pasmosa facilidad, un personaje respetado e integrado en la sociedad puede salir del anonimato y convertirse en un héroe, y con idéntica rapidez y precisamente a través de su condición como tal, se convierte en un personaje molesto cuya colectividad desea exterminar. Sinceramente, la historia y el guión de Daniel B. Ullman bien podía haber evolucionado en su desarrollo para convertirse en una aguda sátira del estilo de las que pusiera en práctica poco más de una década atrás Preston Sturges, logrando sin embargo el equilibrio de desarrollarse con notable contundencia en su perfil dramático.

 

En la apacible y próspera localidad tejana de Plainview tiene lugar un atraco, del cual se defenderán algunos de sus ciudadanos. Uno de ellos, el respetado dueño del almacén –Jack Wright (Fred MacMurray)-, logrará batir con un disparo furtivo a uno de los atacantes, salvando el botín y provocando la huída del resto de asaltantes. Repentinamente, Wright se convertirá en un héroe a pesar suyo, recibiendo el cariño de los habitantes, y sintiendo el orgullo de su propia familia; su mujer, Martha (Dorothy Malone) y su hijo Billy (Tommy Reting, el niño de THE 5,000 FINGERS OF DR. T (Los 5.000 dedos del Doctor T, 1953. Roy Rowland)). Dentro de esa repentina aura laudatoria, Wright rechazará incluso el puesto vacante de “sheriff”, pero no contará ni él ni el resto de vecinos con el afán vengativo del jefe de la banda –Bob Dennis (el siempre poderoso Skip Homeier)-. Ello propiciará el asesinato del nuevo sheriff, llevando a la población el fantasma del miedo. Tan repentinamente como fue coronado como héroe, Wright será considerado un ser molesto para la cotidianeidad de la ciudad. Muy pronto su tienda se verá ausente de clientes, sus hasta entonces amigos le eludirán, ese recelo se mostrará incluso hasta por sus seres más allegados –su mujer e hijo llegarán a sucumbir, siquiera sea fugazmente, ante el aura de rechazo que produce la persona que daría todo por ellos-. El asesinato del hermano de Martha por parte de Dennis –en unas balas que iban destinadas a Jack-, provocará una insolidaria reacción de la colectividad que llegará a pedir al protagonista que abandone la localidad. Una petición de la que solo quedará excluida la lucidez demostrada por el veterano médico de la localidad –Doc Lacy (una estupenda composición de Walter Brennan)-, quien desde el primer momento intuirá el devenir de los acontecimientos.

 

No cabe duda que los compases finales de AT GUNPOINT se resuelven con un alcance excesivamente convencional, que diluyen en cierto modo lo logrado a lo largo del metraje. Sin embargo, esto no es poco. La progresión de su guión y la firmeza de su realización, logran trasladarnos a una atmósfera casi opresiva –especialmente destacables son los momentos que se desarrollan en torno al protagonista en el saloon de la localidad, cuando su figura es visiblemente interpretada como un tumor molesto-, y donde la hipocresía bienpensante de una sociedad es puesta en entredicho de una forma tan lógica como demoledora. En esta ocasión, esta capacidad de transformar –o, mejor dicho, de revelar lo más profundo de sus prejuicios y pensamientos-, llega a trasladarse al entorno íntimo del protagonista con una serie de apuntes y diálogos que encuentran especialmente en la turbadora agresividad de Dorothy Malone una sensación de incomodidad en su actitud con la persona a la que ama, y que le llevará a vivir incluso el asesinato de su bondadoso hermano –ofrecido además con una planificación percutante y llena de fuerza-. Es probable que las limitaciones de presupuesto y producción impidieran apurar hasta sus últimas consecuencias los planteamientos de la película, pero no es menos tangible que su alcance no conviene ser menospreciado, revelando que la influencia del miedo en un contexto conciliador puede revertir como caldo de cultivo para que aflore lo más censurable de la propia condición humana. Esa circunstancia lograda en buena medida, o el especial cuidado que se ofrece en el personaje encarnado por el veterano Brennan –que se convertirá en la conciencia crítica y distanciada de la colectividad-, permite mirar con bastante simpatía un pequeño relato al que su propia codificación como género o modelo de producción, lleva aparejada una cierta dosis de talento de planteamiento, desarrollo y eficacia específicamente cinematográfica.

 

Calificación: 2’5