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CINEMA DE PERRA GORDA

Basil Dearden

THE SECRET PARTNER (1961, Basil Dearden) La tercera llave

THE SECRET PARTNER (1961, Basil Dearden) La tercera llave

Inmersa en el que quizá podríamos definir el último gran periodo de la filmografía de Basil Dearden, no puede situarse sin embargo THE SECRET PARTNER (La tercera llave, 1961) entre sus títulos más destacados –tampoco lo podríamos señalar como el menos atractivo, para ello es fácil recurrir a la estridente ALL NIGHT LONG (Noche de pesadilla, 1962)-. El director opta en esta ocasión por una nueva apuesta por el whodunit, como apenas un par de años antes lo había aplicado Robert Hamer con THE SCAPEGOAT (Donde el círculo termina, 1959), o como tres años después asumiría Charles Crichton en la esplendida THE THIRD SECRET (El tercer secreto, 1964). Es decir, que había una corriente que hacía habitual este subgénero dentro del film de intriga, que se haría muy popular mediada la década, con aportaciones brindadas por Sidney J. Furie, o incluso el Edward Dmytryk de MIRAGE (Espejismo, 1965).

Fueron todas ellas, intrigas basadas en una trama enrevesada, en las que nada es como parece, donde las pistas muy pronto se revelan falsas, quedando el espectador imbuido en unas expectativas que pretenden dejarle indefenso, en espera de ese golpe final, que enlace y sublime la perspectiva contemplada y todo aquello que ha ido diseminándose a lo largo del discurrir de cada uno de dichos relatos. No cabe pues, insertar THE SECRET PARTNER entre las muestras más distinguidas de esta vertiente. Sin embargo, por encima de los artificios y las convenciones que aparecen en su principal eje argumental, el gran hallazgo de esta tan formularia como eficaz producción británica, reside en la confrontación establecida entre dos seres que no encuentran su encaje ante el mundo que les toca vivir. Uno de ellos es su protagonista; John Brent (Stewart Granger). Un acomodado ejecutivo empleado en una firma naviera, del que muy pronto descubriremos dos aspectos que merman su aparente estabilidad. De un lado la existencia de problemas económicos, y de otro, sufrir una crisis con su esposa Nikki (Haya Harareet). Ante nosotros aparecerán situaciones violentas, como el abandono del hogar de ésta, retornando para recoger sus cosas cuando se está celebrando en su hogar una fiesta impuesta por los superiores de Brent. O incluso como este es chantajeado por un sospechoso dentista, que no dudará en someterle a una anestesia para obtener de él la combinación de la caja fuerte de la firma, y la posibilidad de alcanzar la llave de dicha caja al reproducirla mediante un molde. Y es que un misterioso personaje que destaca por el dominio al que somete al dentista, y al que el espectador siempre contemplará a contraluz y encubriendo su aspecto, programará el robo de ciento veinte mil libras de la naviera, coincidiendo con la llegada de fondos para pagar a sus empleados.

En realidad, el meollo de THE SECRET PARTNER tiene poco de original, ni en su argumento ni, sobre todo, en la plasmación de su arquetípica formulación visual. Los actores aparecerán ante el encuadre, buscando por lo general con su presencia y mirada directa hacia el mismo, la complicidad directa del espectador, aunque ello acentúe a ojos vista de nuestros días, el grado de artificio de la propuesta. Sus diálogos devienen severos. Hay un cierto pathos en la creciente espiral de angustia vivida por este ejecutivo superado por los acontecimientos, que creemos inocente del asalto cometido, pero cuyos indicios de cara a la policía, incriminan como culpable. Solo mantendrá sus dudas el veterano detective Frank Hanbury (el posteriormente bondiano Bernard Lee). Un hombre ya curtido en el servicio, para el que este caso va a suponer su antesala de la retirada de la profesión, y que vislumbra con escepticismo tanto el ímpetu de su joven compañero y sustituto en el cargo –recuerdo no poco, la pareja de detectives de la estupenda y previa SAPHIRE (Crimen al atardecer, 1959), también de Dearden-, como las evidencias que señalan como culpable a Brent. Una charada dominada por los tonos sombríos de su característica fotografía en blanco y negro, lastrada por la estridente banda sonora de Philip Green, empeñada en subrayar sus giros argumentales, y en la que finalmente, y por encima de la resolución de la misma, enmarcada en un sorpresivo desenlace, en realidad lo que propone es la búsqueda obsesiva por parte del sospechoso del cariño de su mujer. Así pues, más allá del artificioso desenlace, que no relataremos de cara al posible espectador interesado, hay elementos que pueden ofrecer un interés suplementario a esta película apreciable más no demasiado distinguida, inserta en la filmografía de su realizador, inmediatamente antes de la enorme controversia y el éxito logrado con VICTIM (Víctima, 1961), y en medio del florecimiento del Free Cinema, que convulsionó el cine de las islas. Su presencia aparece como un pequeño anacronismo, sirviendo de puente en torno a la herencia que el género policíaco había generado en Gran Bretaña, incorporando en ella esos matices de perfil psicológico, que se encontraban en buena parte de dichas películas, revelando tensiones internas dentro de colectivos civilizados y en apariencia plenamente conectados. Es precisamente en la secuencia de la fiesta desarrollada en el domicilio de Brent al inicio del metraje, y en la que la inesperada presencia de Nikki violentará la hipocresía reinante, la que permanecerá como un ejemplo pertinente de esa capacidad que el cine inglés, tenía para mostrar pequeños universos personales dominados por la hipocresía y el recelo. Algo que podía ser alabado hasta la extenuación en el Luis Buñuel de EL ÁNGEL EXTERMINADOR (1962) pero que, por el contrario, se ninguneó por norma en el grueso la producción de las islas. Parte de esa mirada revestida de escepticismo, se extenderá en las relaciones que se intuyen a base de miradas, gestos y diálogos, entre los empleados de la naviera, como si de forma latente se estableciera entre ellos una lucha por destacar en la misma. Esa misma capacidad de introspección psicológica se vislumbra en la película, en la oposición de personalidades que marcan el veterano detective y su joven sustituto. Dos estilos completamente opuestos, el del hombre que ha dedicado su vida al servicio de la Ley, y observa el respeto a la misma con una carga de humanidad, en contraste con su sustituto, arribista y violento, incapaz de aportar esa sabiduría existencial, proponiendo en su lugar la inexperiencia y el ímpetu de su juventud.

Y es que, a fin de cuentas, lo más perdurable de esta un tanto formularia producción británica, reside en la capacidad para describir con certeros trazos psicológicos a dos seres antitéticos, opuestos en sus caracteres y objetivos, aunque unidos por una circunstancia extraordinaria. Es algo que permitirá unos magníficos minutos finales, una vez superados los servilismos en la resolución de su guión. Será el momento para dejar paso a la mirada frente a frente a dos hombres curtidos, que se disponen a iniciar un concluyente episodio a sus vidas. Lo experimentado por ambos, cada uno desde su prisma, será la base para un mañana cotidiano en el que el bagaje acumulado, les sirva como punto de partida.

Calificación: 2

FRIEDA (1947, Basil Dearden)

FRIEDA (1947, Basil Dearden)

Hace unos años, poder descubrir la admirable SARABAND FOR DEAD LOVERS (Matrimonio de estado, 1948), me provocó un enorme impacto, sorprendiéndome el grado de inspiración que albergaba la puesta en escena del entonces joven aunque ya experto Basil Dearden. Fue aquella la primera producción en color rodada en los Ealing Studios, describiendo en su suntuoso y sabio discurrir, numerosos elementos que más adelante aparecería en posteriores corrientes y títulos ingleses. Tras contemplar FRIEDA (1947), el título previo a la recordada, también bajo los auspicios de la Ealing, uno puede llegar a pensar que este cineasta tan versátil, atractivo y al mismo tiempo desigual, se encontraba quizá en el momento de mayor inspiración de toda su carrera, ya que nos encontramos con una propuesta que por momentos roza lo asombroso. Una vez más, con esta adaptación de la obra teatral de Ronald Millar –que curiosamente tuvo dos adaptaciones para la televisión inglesa, poco antes y después de la realización de esta película-, uno se descoloca, a la hora de tener que reinterpretar de nuevo la historiografía de la cada día más brillante producción inglesa que va emergiendo en los últimos años. Una propuesta de la rotundidad de FRIEDA, no solo debe decirnos mucho en torno a las cualidades que se desprendían de las formas fílmicas de su realizador –en aquel entonces a la altura de los más prestigiosos cineastas del momento-, sino incluso situar su presencia entre los ejemplos más valientes y valiosos emanados en el cine europeo, en torno a las consecuencias del nazismo en países democráticos. Son escasos los asideros que desprende una película que mira muy a la cara en torno a los vicios de la supuestamente impecable sociedad inglesa de su tiempo, ya que la película describe una situación –señalada en los títulos de crédito como ficticia-, pero muy cercana a la mentalidad del momento de posguerra vivido. Se podría argumentar a la hora del escaso conocimiento que se tiene de la misma, el hecho constatable de las nulas posibilidades que hasta la fecha había de poder ser contemplada, o la propia incomodidad que transmiten sus imágenes. Lo que me sorprende, sin embargo, es que en cualquier publicación o retrospectiva realizada incluso desde la propia Inglaterra, un título de su rotundidad no haya sido incluso reseñado. En ocasiones, uno llega a pensar si no fueron los propios comentaristas nativos, los máximos enemigos que tuvo ese maravilloso cine de las islas.

FRIEDA se inicia de manera percutante. Unas panorámicas en pleno bombardeo en una ciudad polaca en ruinas, durante las postrimerías de la II Guerra Mundial –impecable utilización de maquetas y adecuada escenografía- nos traslada a la boda producida, casi entre llamas, en el interior de un templo. Se casan, sin más presencia que el sacerdote y los dos novios, Robert Dawson (magnifico David Farrar) y Frieda (Mai Zetterling, antes de convertirse en una estrella del cine nórdico). Amos cumplen con el breve ceremonial, para huir a la frontera rusa y retornar él a Inglaterra –ha combatido contra los nazis-, llevándose a su joven esposa. Una mujer a la que no ama, pero de la que se muestra agradecido, ya que por su intercesión –poniendo en peligro su propia vida-, este pudo salvarse de una muerte segura. En el viaje en tren, las evocaciones y el relato en off de Dawson, combinado con un breve flashback formado por breves pinceladas pertinentes en su capacidad de síntesis, nos describirá el ambiente familiar de este, precisamente en el momento de la boda de su hermano Alan, que se llevó a su secreta amada Judy (Glynis Johns). En el fondo, los dos reflejan en su interior el temor al rechazo que puede provocar la presencia de una alemana en el seno de una sociedad lógicamente hostil a la barbarie nazi, sin pararse a discernir en la diferencias de un pueblo con el entorno totalitario que representa –a fin de cuentas, es algo que se ha venido reiterando con el paso del tiempo, modificando simplemente el nombre de los pueblos-. Ya antes de la legada de la pareja, los periódicos difundirán la noticia, instaurando la polémica en un microcosmos que muy pronto dejará entrever su incomodidad y, por que no decirlo, intolerancia, envuelta siempre en buenos modales. Como si fuera en una de las populares comedias del estudio, pero con un fondo severo y de creciente aspereza, la ciudad de Denfield parece que no tenga otro tema para exteriorizar, en una vida rutinaria, solo sobresaltada por las posibles noticias del frente de guerra.

La grandeza de FRIEDA, deviene en la casi inagotable inspiración cinematográfica que despliega en todo momento Basil Dearden, imbuido en su deseo de abordar un tema de enorme complejidad, a través de un manejo maestro de los resortes del drama psicológico, logrando a mi modo de ver no solo una de sus obras mayores, sino un título de referencia en la producción inglesa de aquel periodo. Su capacidad de esbozar y desarrollar con pertinencia el marco coral descrito, la extraordinaria elaboración de los encuadres, sobre todo en sus abundantes secuencias de interiores –atención a la planificación sobre sus principales personajes en sus momentos más significativos, tomando como fondo ventanales circulares sobre los que se proyecta una determinada aura lumínica; el instante en la fiesta de Navidad, en el que Robert es encuadrado sobre un monumento ubicado en la pared sobre los caídos de la I Guerra Mundial, evocando sutilmente la figura de su padre-, o la admirable utilización del espacio de entrada que se ubica bajo la escalera central de la vivienda de los Dawson –memorable el encuentro que se produce entre Robert y su madre, con la presencia de Frieda como elemento disonante-. Es tanto lo que nos permite el film de Dearden en un recorrido que no deja títere con cabeza, y en el que tiene tanto interés lo colectivo –la visita de Frieda y Judy a la oficina para solicitar una nueva cartilla de racionamiento, siendo la primera observada por las chismosas vecinas presentes; la crueldad manifestada por los estudiantes del centro en el que Robert volverá a impartir clase; los intereses creados por los componentes del comité que apoya a Nell (extraordinaria Flora Robson), hermana de Robert, y mujer de ideas avanzadas, mente lúcida, pero incapaz de despegar de su mente el reproche que ofrece hacia el conjunto del pueblo alemán. “No dejes que el sentimiento te nuble la razón”, le comentará a Judy, que desde muy pronto ha aceptado la derrota del amor sobre Robert, ya que hace meses atrás quedó viuda de Alan, con la posibilidad de reencontrarse con este, que ha llegado a Denfield sin poder culminar sus esponsables con Frieda, ya que se casó en Polonia por el rito protestante, pero ella es católica, y quiere celebrarlo según las normas de Roma.

Esa capacidad para el apunte individual y el colectivo, para situarse cercano y al mismo tiempo cuestionar el comportamiento de sus personajes. Para, en definitiva, expresar las luces y sombras de un colectivo sometido a una situación límite, Basil Dearden logra un trabajo con la precisión del entomólogo, en el que resulta admirable el uso de luces y sombras, en el imaginativo uso de la cámara –ese sorprendente ralenti cuando uno de los consejeros de Nell tira la bola de billar negra, que servirá como fundido en negro del encuadre-. En lo asombroso que resulta el climax del relato –las secuencias nocturnas que precederán al intento de suicidio de Frieda, dominadas por la presencia de una asombrosa Flora Robson, el uso de las sombras sobre el interior oscuro de la vivienda, la incidencia del viendo ejerciendo como metáfora de la ambivalencia del pensamiento de esta-, o en detalles tan singulares, como la planificación de la violenta pelea entre Robert y Richard (Albert Lieven), hermano de la protagonista, llegado hasta su hermana tras su búsqueda, y pensar esta que se encontraba muerto en combate. Una pelea en la que se volverá a utilizar esa mesa de billar, y en la que Dearden brindaría un -¿casual?- referente narrativo para la posterior y célebre conclusión de HORROR OF DRACULA (Drácula, 1958. Terence Fisher). Curiosamente, en la posterior y mencionada SARABANDA FOR DEAD LOVERS, aparecían secuencias que no dudo Fisher asumió como referentes de inspiración –una vez más, la asombrosa conexión del cine de las islas-.

FRIEDA es una obra casi inagotable, en la que cada encuadre, cada movimiento de cámara, tiene un justificado, un sentido para la creciente densidad de su enunciado. No solo en los giros de su argumento –la inesperada y oportuna presencia del hermano de Frieda, romperá ese sentimiento de felicidad que en esos momentos embargan sus imágenes-, en una navidad en la que la joven alemana ha logrado –tal y como preveía Nell- la aceptación de la comunidad –aún siendo esta la única disidente de dicho sentimiento-. En medio de un relato tan denso, tan incómodo, tan inspirado en su compleja plasmación cinematográfica, hay dos pequeños fragmentos, contradictorios entre sí, que revelan hasta que punto en aquellos tiempos Basil Dearden no solo era un primerísimo cineasta, sino un artista capaz de trasladar al lenguaje de la pantalla sentimientos opuestos. El primero es la asombrosa secuencia en la que, estando Robert y Frieda en el cine, un noticiario muestra imágenes de los campos de concentración nazi. El episodio, noqueante por su audacia –la película se rodó en 1947-, está planificado además de manera admirable, describiendo en primer lugar el reportaje encuadrado mostrando el público presente en la sala, deteniéndose más adelante en el dolor que describe el rostro de la Zetterling –extraordinaria en este momento- y, más adelante, insertando el pequeño fragmento documental como si emanara de la propia película. La secuencia finalizará con un amplio picado mostrando a la pareja saliendo del cine en solitario, y plasmándose a continuación el dolor de la joven, consciente de la existencia de estos campos de concentración, pero incapaz de asumir hasta ese momento la magnitud del año causado por Alemania. Sin embargo, con toda la audacia y estremecimiento que produce esta secuencia, hay un instante revestido de sensibilidad e intimismo, que no dudo en considerar el más hermoso de una película que debe ocupar por derecho propio un lugar de preferencia a la hora de extraer las muchas obras perdurables en el cine británico. Me refiero al breve episodio, desarrollado en el amable marco navideño, donde cara a cara, se encuentran mirándose con sinceridad, Frieda y Judy. Sueñan las campanas que anuncian la llegada de la Navidad, y ambas se felicitan mutuamente, como un oasis de sentimiento compartido, tras un periodo de adaptación para ambas –en el caso de Frieda para ser aceptada por su entorno, y en el de Judy para aceptar ella misma su convivencia familiar sin el amor de Robert-.

Calificación: 4

LIFE FOR RUTH (1962, Basil Dearden) Vida para Ruth

LIFE FOR RUTH (1962, Basil Dearden) Vida para Ruth

Recuerdo cuando allá por 1984, se emitió por TVE LIFE FOR RUTH (Vida para Ruth, 1962. Basil Dearden). Fueron unos años en los que se prodigaba la programación de títulos ingleses, que en su mayor parte escaseaban en el interés de los aficionados ¿A quién podían atraer exponentes académicos de una cinematografía marcada por la descalificación en su supuesta valía? Es más, nos encontrábamos ante un título incómodo, por su temática, por venir avalado por un director “de la vieja escuela”, en unos años donde solo el Free Cinema suponía el estandarte de la vanguardia fílmica de las islas. Se me perdonará que con dieciocho años, estuviera por completo imbuido en dichos prejuicios. Prejuicios con los que ha podido el paso del tiempo, aunque no con la rotundidad deseable, permitiendo descubrir el velo de tantas y tantas brillantes producciones, firmadas por aquellos denostados realizadores, ligados a solidísimos e inspirados equipos técnicos y artísticos. Personalmente, mi atracción hacia ellas, me hace pensar si no me estaré dejándome llevar por cierto espejismo, ya que son constantes y mayúsculas las sorpresas, y no quisiera pensar ante el hecho de estar condicionado por un extraño hechizo de admiración acrítica.

Es algo que me ha venido a la mente al ir admirando de manera progresiva esta olvidada e incluso denostada realización de Basil Dearden, de la que con sinceridad no esperaba gran cosa, y que me aparece como una casi apasionante digresión en torno a la fragilidad de los mimbres de la sociedad inglesa de su tiempo. A su consustancial clasismo y gama de prejuicios, ante la vivencia de una situación que resultará incómoda para todos cuantos de una u otra forma se vean partícipes de la misma. En alguna ocasión, hace muchos años, escuché que una de las bases del cine inglés era la plasmación en sus argumentos de un elemento que ponía en tela de juicio su en apariencia impecable modo de vida. Fue un punto de partida que tuvo una magnifica expresión en las célebres comedias de la Ealing, pero también se aplicó en sus dramas y en títulos encuadrados en el cine policíaco ¿Fue esa una base sobre la que se catalizó esa perfección psicológica, ensayada en tantos y tantos títulos? Quizá fuera así. Lo cierto es que dicho enunciado aparece cristalino en el drama que se plantea en el seno de la presunta perfección de la familia formada por John Paul Harris (admirable composición del eternamente subvalorado Michael Craig) y su esposa Pat (una Janet Munro proporcionándole una intensa réplica). Ambos son padres de Ruth, de apenas ocho años de edad, conviviendo en total armonía. Un día la llevarán hasta la costa inglesa, junto a la casa del padre de John, donde la pequeña jugará junto con otros niños a la orilla de un mar en creciente actividad. El balón de la niña caerá al agua, acudiendo con un pequeño vecino a recogerlo con una barca que encuentran. Será el inicio de la tragedia, ya que los pequeños verán en peligro sus vidas. John logrará salvar al niño de morir ahogado, pero a su hija la recogerá gravemente herida, acudiendo al hospital y escuchando del doctor Jim Brown (Patrick McGoohan), la necesidad de realizar una transfusión de sangre para poder salvar la vida de Ruth. Tras la negativa del matrimonio –sobre todo de su padre-, la niña perderá la vida, iniciándose la ausencia esencia de esta magnífica película. Un drama que, en voz callada, ofrece una de las miradas más demoledoras jamás propuestas en torno al clasismo de la sociedad británica. Sin la atención que de entrada podría brindar el tratamiento de un tema hasta entonces tabú como el de VICTIM (Víctima, 1961), Basil Dearden traslada con una enorme precisión el libreto escrito por Janet Green, en el que a primera instancia percibiremos la impresión de que la actitud de John es la de un fanático seguidor de los Testigos de Jehova –en ningún momento se dudará de aplicar una mirada crítica en torno a dicha actitud irracional-. Sin embargo, el gran mérito de la película es el de lograr trasladar una mirada devastadora, en un marco social en donde los prejuicios, la hipocresía y la falsedad, permitirían concluir que en la figura de ese padre abnegado pero al mismo tiempo fanático, se encuentra un ser íntegro y consecuente con aquello que ha heredado. Compleja disquisición, que se hará extensiva cuando el doctor Brown decida denunciarlo por la decisión que costó la vida de su hija, iniciando un proceso en el que la figura de este aparecerá como un elemento incómodo para todos. No dejarán de aparecer el periodista ávido de sacar rendimiento a un tema con connotaciones sensacionalistas. Ni siquiera esos vecinos que tan agradecidos están por haber salvado la vida de su hijo, dejarán de mostrar su recelo al estar junto él, dejando la mujer de dicha pareja en el aire la pregunta ¿Cómo lo valoraríamos si no hubiera salvado la vida de nuestro hijo? Los vecinos se atisbarán en la puerta cuando se logra su libertad bajo fianza, y solo encontrará el apoyo sincero del prestigioso abogado Hart Jacobs (magnífico Paul Rogers), un hombre de religión judía que propondrá una mirada más compasiva a la hora de enjuiciar la irracionalidad del hecho religioso.

Todo ello discurrirá por esas calles grises, húmedas, dominadas por la atonía, de una Inglaterra que parece debatirse entre su imagen tradicional y un progreso exterior que, en realidad, se encuentra muy lejos de la mentalidad de sus ciudadanos. Podríamos decir que no han variado demasiado los tiempos. Lo cierto es que LIFE FOR RUTH deviene casi apasionante y de notable complejidad. Que apenas deja resquicio a la convención, ni a los baches de ritmo. En el equilibrio que vierte en su sólida vena discursiva, contraponiéndolo con una narrativa y expresión visual óptima. El film de Dearden destaca en la sombría visión que muestra a través de pequeños detalles, de una sociedad injusta e hipócrita. En la causa y el efecto de decisiones que pueden marcar de por vida. En la imposibilidad de mantener unas circunstancias y situaciones, a partir de que un determinado acontecimiento ponga en tela de juicio su pertinencia –ese matrimonio que nunca volverá a cobrar realidad-. Asistiremos a una vista, en la que la única manera de que poder entender la decisión irracional del padre, es transmitir su convicción en plantear esa difícil decisión, en alguien que minutos antes había arriesgado su vida por salvar no solo a su hija –un detalle que no se subraya en el drama-. Poco antes, el juez mostrará su sabiduría al intentar explicar un caso tan complejo como el que tiene que presidir, y en el que el hecho de recibir la absolución del jurado, no impedirá que este se sienta hundido y traicionado por la ausencia de un mensaje divino que le permitiera salvar a su hija. Llegará la catarsis para ese atribulado y transformado padre –extraordinario Craig-, capaz de inmolarse al verse incapaz de asumir su culpa. Y será ese doctor que lo denunciara, quien finalmente y de manera casi inverosímil –la planificación realzará ese grado de inverosimilitud-, lo salvará de una muerte segura. Preguntado por el propio John, le dirá de nuevo que él siempre estará para salvar vidas, y es algo que ha vuelto a ratificar en su existencia.

Más de sesenta años desde que fuera rodada, LIFE FOR RUTH es, no solo una de las mejores obras de Basil Dearden, sino una demostración de las sinergias que en aquellos tiempos mantenía el cine británico, asimilando corrientes opuestas, en una admirable simbiosis, que hoy nos permite seguir asombrándonos, según vamos redescubriendo títulos en su tiempo apenas evocados.

Calificación: 3’5

VIOLENT PLAYGROUND (1958, Basil Dearden) Barrio peligroso

VIOLENT PLAYGROUND (1958, Basil Dearden) Barrio peligroso

Realizador denostado hace décadas, cuando el conjunto del cine inglés más o menos escorado hacia la producción media apenas tenía repercusión ni era valorado, no cabe duda que el paso del tiempo está reubicando la verdadera valía de Basil Dearden como un más que competente y en no pocas ocasiones inspirado hombre de cine, centrado de manera significativa en el ámbito del policíaco del cine de las islas. Ello no quiere decir que en su obra no se alberguen atractivas muestras de otros géneros –es el caso del kolossal KARTHOUM (Kartum, 1966). No obstante, es en el contexto de un determinado cine sórdido, de denuncia, capaz de trasplantar en la pantalla problemáticas ligadas a la cotidianeidad de su país, donde expresó mediante su inclinación a diversas variantes de dicho género. A unas producciones que por otra parte demuestran que la llegada del Free Cinema fue una consecuencia lógica a la propia evolución del cine de las islas. Es por ello que propuestas como VIOLENT PLAYGROUND (Barrio peligroso, 1958) demuestra la fuerza que en aquellos tiempos operaba en el contexto de una cinematografía, que en su momento consideraba estas propuestas como “bastardas” –al no venir avaladas por los adalides del Free, pero que más de medio siglo después mantienen casi intactas su vigencia.

La película de Dearden destaca desde sus primeros instantes, por la fisicidad y la humedad de la plasmación física de los exteriores de Liverpool, resaltando para ello la magnífica fotografía en blanco y negro de Reginald Wyer y Reg Johnson en exteriores. Desde el primer momento, asistimos al desarrollo de un espectacular incendio. Uno más de una extraña cadena que la policía no ha logrado averiguar, y de cuyas investigaciones ha sido responsable Truman (un estupendo Stanley Baker, en un rol en el que acentúa como en pocas ocasiones la vulnerabilidad de la dureza de su imagen cinematográfica). Pese a su prestigio en el cuerpo, no ha logrado obtener resultados tangibles –aunque una pista encontrada entre las cenizas será determinante en el futuro del relato-, trasladándolo sus superiores a un insospechado destino; dedicarse a vigilar a menores que pululan en los barrios más marginales y ubicados en extrarradio. Pequeños que se inician en actitudes ligadas a la pillería, pero que las autoridades entienden hay que coartar, ya que suponen el germen de posteriores generaciones de delincuentes. Lo inesperado de su nuevo cometido pillará a nuestro agente a contrapelo, teniendo incluso que asumir las ironías y burlas de su compañero, el sargento Walter (John Slater). No obstante, este de repente se introducirá en el entorno de la familia Murphy, en la que destacan la actuación de pillería de los pequeños de la misma, la ausencia de sus padres, y la actitud del hermano mayor –Johnnie (David McCallum)- como líder de una banda de teddy boys. Entre sus componentes, su hermana Cathie (Anne Heywood) será la más sensata de los Murphy, intentando en todo momento equilibrar las peligrosas tendencia de sus hermanos, pero al mismo tiempo manteniéndose hostil contra todo lo que pueda estar cercano al entorno policial, que todos ellos denominan “polizontes”.

A partir de esta precisa descripción ambiental e incluso existencial, Dearden articulará con auténtica fuerza una espiral de tensión, al ir intuyendo Truman la ligazón que existe entre el grupo de delincuentes que comanda el arrogante Johnnie, en el desarrollo de los incendios que de manera anárquica vienen asolando Liverpool. En ellos se encontrará presente un joven emigrante chino que se dedica profesionalmente como repartidor de lavandería. Pero de manera paralela, dentro de un ámbito donde la práctica delictiva está presente en la vida diaria de ese barrio obrero en donde nuestro agente desarrollará su misión. Este se reconocerá inesperadamente con el caso en el que se encontraba anteriormente destinado, entrecruzándose en ello una inesperada reacción interior. Y es que en este eficaz agente de la Ley caracterizado por su soltería, sin esperarlo se irá ligando al contexto que emana de Cathie y los pequeños hermanos, estrechándose en su interior una nueva percepción de la vida diaria, hasta entonces velada para él. En el radio de acción que se extiende en su actuación, destacará la fuerza que adquieren dos personajes fundamentales. Por un lado el responsable del colegio de la zona –Heaven (Clifford Evans)-, viejo amigo y preceptor de Truman, conocedor de la idiosincrasia de los pequeños que pueblan la misma. Por otra, y de forma más influyente, la del sacerdote (un magnífico en sus insospechados matices, Peter Cushing, a punto de encarnar al Van Helsing de la inolvidable HORROR OF DRACULA (Drácula, 1958. Terence Fisher)), conocedor de la psicología más íntima de sus habitantes y, por ello, deseoso de intentar revertir la extraña y autodestructiva naturaleza de Johnnie, de quien recordará un hecho del pasado que ha marcado su personalidad y sus actuaciones.

A partir de la ajustada delimitación de sus personajes, he de reconocer que lo único que creo ha envejecido en VIOLENT PLAYGROUND, reside en la tópica y envejecida plasmación de ese universo de teddy boys, siempre acompañado de una molesta música y una serie de estereotipos por completo trasnochados. Por fortuna, ello no invalida el interés de la película, que se va articulando en esa ya señalada espiral de tensión, a través de una acertada implicación de Dearden en una narrativa que descarga su peso en el seguimiento de los actores, a los que en ocasiones llega a acosar en determinados episodios –pienso en el que tiene lugar en el interior de la iglesia, entre Johnnie, el sacerdote y el agente de policía, donde la interacción de ambos resulta reveladora para conocer aspectos hasta entonces ocultos de la personalidad del primero-. De manera casi ejemplar, y según se va estrechando el cerco sobre esa banda, al irse descubriendo su implicación los incendios, y utilizando por lo general pequeños travellings de retroceso que en determinados momentos refuerzan el grado de dramatismo del film, este va girando de manera progresiva en su entorno, revelando la creciente inseguridad que se esconde en la altanería y aparente capacidad de liderazgo de Johnnie. Es por ello, que una vez Truman intuya donde pueda cometer otro incendio, logre que el departamento de policía inicie su persecución, huyendo y atropellando y matando accidentalmente al repartidor chino, y atrincherándose en el colegio donde se encuentran los pequeños, acompañado de una metralleta que le ha facilitado uno de los jóvenes componentes de su banda –quizá el más joven de ellos, y quizá debido a esta causa, más acriticamente admirador suyo-.

Todo ello conformará un tercio final magnífico, en el que Dearden desarrollará uno de los fragmentos más valiosos de toda su carrera, expresando a la perfección el ambiente de angustia que se extenderá en el entorno de las madres de los niños que Johnnie mantiene retenidos y amenazados con el arma –entre ellos a sus dos propios hermanos-. A ello se unirá la precisión con la que se describirán los intentos de los agentes policiales por lograr reducir a este, o la acción del sacerdote, quien intentará hacer valer su autoridad moral con el muchacho, accediendo por una escalera hasta la clase donde este se encuentra, y recibiendo un empujón de la misma que lo devolverá violentamente al suelo. Articulado por un magnífico montaje, que logra tensar la cuerda del dramatismo del episodio, finalmente en el mismo prevalecerá la sensatez de Truman y, sobre todo, la serenidad planteada por la hermana de Johnnie, quien logrará que este vaya resignándose a ser reducido –no sin antes producirse un arrebato del muchacho, que dejará conmocionada a una de las alumnas-, aunque en último extremo esta se sienta traicionada al ver como su hermano es detenido, revelándose de nuevo en ella su habitual recelo a la policía, exteriorizado en ese agente por el que, no obstante, siente una sincera atracción. La normalidad volverá a ese barrio de Liverpool, con el esclarecimiento además de la autoría de esos incendios que han asolado la ciudad. Entre el sacerdote y el policía se intercambiarán miradas de mutuo respeto, mientras que, pese a sus renuencias, Cathie tocará con complicidad la mano de Truman. La normalidad seguirá en aquel barrio obrero, gris y rutinario. Un plano general nos mostrará el bullicio de esos pequeños a los que este en el futuro dedicará su atención. De alguna manera, se ha hecho una nueva luz en su vida.

Magníficamente interpretada, destacando en ella esa capacidad de inmediatez y casi documental que siempre ha caracterizado al cine británico, VIOLENT PLAYGROUND supone un título de notable interés. Una muestra más que revela el talento y la profesionalidad de un cineasta que goza en su dilatada producción, de no pocos títulos merecedores de reivindicación, como el que nos ocupa.

Calificación: 3

SARABAND FOR DEAD LOVERS (1948, Basil dearden) Matrimonio de estado

SARABAND FOR DEAD LOVERS (1948, Basil dearden) Matrimonio de estado

Admirar la magnificencia, el rigor, hondura dramática y trágica emotividad que transmiten todos y cada uno de los fotogramas de SARABAND FOR DEAD LOVERS (Matrimonio de estado, 1948), puede llegar a deslumbrarnos incluso a aquellos que siempre estamos dispuestos –e incluso deseosos- a admitir la relativa facilidad con la que se encuentran depositadas en el olvido, numerosos grandes títulos dentro de la cinematografía inglesa. La película de ese irregular pero en no pocas ocasiones inspirado realizador que fue Basil Dearden –recordemos entre su filmografía, obras de la valía de VICTIM (Víctima, 1961) o KARTHOUM (Kartum, 1966)-, de la que podría emerger casi sin dudarlo como su obra cumbre, podría ser simplificada en su elogio como una de las más valiosas producciones de los Ealing Studios, demostrando además que la productora que encabezaba Michael Balcom no solo se inclinó por los senderos de una comedia más o menos amable. También sería limitar su alcance –aunque no es poco elogio- señalar su presencia como una de las mejores propuestas que el cine inglés ofreció en la década de los cuarenta, incluso superando su alcance al de otros títulos más reputados de aquella década tan rica para aquella cinematografía. Por encima de todos estas valoraciones, a mi modo de ver SARABAND FOR… emerge como una autentica piedra angular de un determinado tipo de producción de raíz histórica, que habría que remontarse a las producciones de Alexnader Korda, y extendida a los dramas emanados por la Gainsborough Pictures, en los que se pusieron en solfa cuestionamientos de la moral victoriana. Pero todo ello sería de nuevo limitar el alcance de la influencia de esta admirable y casi desconocida película que, por diferentes aspectos, nos recuerdan tanto el cine de Hammer Fillms, la posterior apuesta de los hombres de Free Cinema con TOM JONES (1963, Tony Richardson) y ya, de un modo bastante más concreto y, de manera paradójica, alejado en el tiempo, no se puede negar que el memorable BARRY LYNDON (1975) de Stanley Kubrick, quizá jamás se hubiera gestado, de no existir el precedente de esta deslumbrante propuesta. Un título en el que la riqueza de su producción no solo se encuentra por completo justificada en el ámbito social de Corte en el que se desarrolla, máxime estando inserta la misma en la segunda mitad del siglo XVII, en el pequeño reino alemán de Hannover. Desde esos planos iniciales, que nos trasladan a un alejado castillo, la película nos acerca hacia la mansión en el que se encuentra confinada la ya envejecida princesa Sophia Dorothea (Joan Greenwood). Custodiada por los guardianes y el personal que la ha venido acompañando durante tres décadas, se encuentra a punto de morir, deseando casi como un último deseo poder redactar una carta destinada a su hijo, el príncipe George, heredero al trono de Inglaterra. Pese a la oposición de algunos de ellos, el sentido común permitirá que la moribunda pueda decir adiós a una existencia dominada por la opresión que el sentido de estado brinda a la expresión de sus sentimientos.

La circunstancia será la base del largo flash-back que ocupará la totalidad de un film magnífico. Un auténtico prodigio en el que no se sabe que admirar más, su la admirable progresión que ofrece esta adaptación de la novela de Helen Simpson, desarrollada como guión cinematográfico de la mano de John Dighton y el gran Alexander Mackendrick –en una de sus escasísimas acreditaciones al margen de su propia obra como realizador-, en la que se aprecia una mirada revestida de dureza, sobre unos comportamientos en los que las más bajas pasiones se manifiestan en torno al dominio, el poder y la posesión. Resulta sorprendente encontrar una propuesta tan virulenta, a flor de piel, hermosa y decadente al mismo tiempo. Tan lúdica y tan bella. El film de Dearden atesora la intuición de un material de base espléndido, pero logra potenciarlo, sublimarlo y extraer del mismo todas sus posibilidades. Lo hace en primer lugar con una ambientación admirable, destacada en el carácter pictórico que le proporciona la fotografía en Technicolor de un Douglas Slocombe –era la primera ocasión en la que se utilizó dicho formato en los estudios de Balcom-  que demostraba ser un maestro de la imagen, ahondando en las posibilidades expresivas de cada plano, secuencia, y elección formal brindada por su realizador. Apasionante desde el primer momento, Dearden sabe describir en el discurrir del relato el atractivo de su concepción melodramática, el retrato de un relato de época, pero al mismo tiempo estrechar sus costuras con esa mirada crítica, pesimista y disolvente que se desprende en cada acción de sus personajes. Unos seres que se deben en unos casos a sus dependencias como representantes del estado –la veterana aristócrata Sophia de Hanover (François Rosay) pensando solo en los intereses de su familia. En otros utilizando dicho ámbito para sublimar sus miserias –el ejemplo que brinda la poco agraciada pero intrigante y astuta condesa Clara Plante (Flora Robson)-, y en un último termino a través de una extraña ambivalencia, la provocada por el oscuro conde sueco Philip Konigsmark (Stewart Granger), quien sobrellevará en su pensamiento por un lado su deseo de prosperar y ser un arribista en la corte, y por otro percibir en su alma unos sentimientos a los que no puede dejar de lado, centrados en la sincera atracción que siente hacia nuestra protagonista. En medio de ambas vertientes, se extenderá un argumento en el que por designios de la vieja aristócrata, nuestra protagonista se tendrá que casar con su hijo, el príncipe Louis King (Peter Bull), un ser mujeriego y pendenciero, siendo dispuestos ambos para ocupar el trono de Inglaterra merced al designio de unas pocas familias. Muy pronto la película adquirirá unos matices de complejidad que no la abandonarán en casi ningún momento. Esa capacidad para extraer la verdad, la miseria, las sombras de una sociedad disoluta, imperfecta y corrompida, insertando en ella la imposibilidad de la convivencia de un amor sincero, es probablemente la cualidad más dolorosa y perceptible de este título modélico, al cual el hecho de no figurar en cualquier antología del mejor cine europeo de su década, no supone más que una injusticia en la valoración de cualquier historiador –aunque en ello estimo que tendrá mucho que ver la escasa facilidad existente para contemplar la misma-. Dearden logra, en efecto, concertar esa danza de dos amantes imposibles, de dos sentimientos contrapuestos incapaces de sobreponerse a la opresión que les brinda ese mundo que les rodea, bien por imposibilidad de revelarse contra el mismo –el caso de Dorothea-, o bien por la tentación que brinda la posibilidad de adquirir esos propios mecanismos de poder –algo que vivirá en carne propia Konigsmark-.

SARABAND FOR… supone, en ese sentido, un auténtico prodigio de sensualidad, de atrevimiento incluso en el manejo de los deseos sexuales –el instante en el que Plante se humilla de forma casi indignante ante el esquivo protagonista masculino-, en la oscura belleza pictórica que emana de sus secuencias, cada una de ellas planteada casi como un cuadro, como una pincelada revestida de fuerza –ese plano de los soldados retornados humillados de Turquía, pisando por el camino nevado-, en la amarga lucidez que revisten todos y cada uno de los comentarios, órdenes y observaciones que brinda la anciana Sophia de Hanover, que ha consumido su existencia en su deber de estado, aunque en el camino se haya dejado la simple posibilidad de vivir. En el debe del film se encuentra la pertinencia de la voz en off de nuestra protagonista, introduciendo y envolviendo alguno de los detalles de la historia, la inteligencia en el uso de las sobreimpresiones, la deslumbrante ambientación en interiores –en donde sus secuencias adquieren una inusitada vitalidad- e interiores, no ahogando la riqueza de su vestuario y dirección artística, o la vivacidad de la representación. Todo ello logra trasladarnos a una sociedad decadente, depravada y castrante, entre la que tendrán que emerger casi de manera improbable el palpitar de la joven pareja protagonista –resultan inolvidables los instantes en los que ambos expresan con su lenguaje corporal esos sentimientos que su entorno les impiden exteriorizar-. Y, llegados a este punto, es evidente que como toda gran propuesta clásica inglesa, su plantel de intérpretes deviene excepcional, siendo difícil destacar entre ellos la hondura de la mirada de la Rosay, la frustración y resentimiento que describe Flora Robson, la inocencia y elegancia natural de la Greenwood, o la capacidad para expresar la ambivalencia –en ocasiones en el mismo plano-  que muestra un carismático Stewart Granger –no me cabe duda que los directivos de la Metro tuvieron muy en mente esta interpretación, para hacerle encarnar años después el rol protagonista de la inolvidable MOONFLEET (Los contrabandistas de Moonfleet, 1955). Sin embargo, todos los componentes de su reparto, sean estos más o menos decisivos en su presencia, se contagian con su labor entregada, de las cualidades que emanan de esta superproducción que administra con magisterio ese grado de gran espectáculo, revertiendo el mismo en un doloroso alcance intimista de perdurable vigencia.

Y dentro de un conjunto casi modélico, en el que la inspiración se extendió de una forma tan remarcable, me gustaría destacar algunas secuencias que alcanzan un nivel de refinamiento por momentos indescriptibles. Me refiero con ello a la amenaza que se describe en la boda, lloviendo repentinamente y trasladándose esa amenaza a las figuras religiosas presentes en vidrieras y estatuas exteriores. Es algo que podremos destacar del mismo modo en uno de los últimos episodios del film; la emboscada a Konigsmark, desarrollada en un piso inferior de la residencia de Dorothea, con una utilización de las sombras y la escenografía digna del Terence Fisher de HORROR OF DRACULA (Drácula, 1958), culminada con la cruel venganza de la condesa Plante, quien no dudará en pisotear el rostro del asesinado mientras este culmina su agonía, pronunciando como última palabra Dorothea. Pero con ser memorables, hay en SARABAND FOR DEAD LOVERS un episodio deslumbrante, casi inaprensible en su sensual expresión de la belleza y el deseo, desarrollada en el carnaval que se vive en las calles de Hanover. Por allí discurrirá Dorothea ataviada por una mascara, sintiendo esa explosión de deseo que la aturdirá –y con ella, al espectador-, hasta que, como no podía ser de otra manera, se encuentre inesperadamente con el conde sueco, quien la llevará hasta su casa. Se trata, bajo mi punto de vista, de un fragmento que ni siquiera el tandem Powell & Pressburger alcanzó en su, por otra parte, admirable aportación fílmica, erigiéndose como uno de los fragmentos más deslumbrantes que el arte cinematográfico ofreció en la década de los años cuarenta y, sin duda, la cima de un título espléndido, que con urgencia merece estar situado en un lugar destacado dentro del cine europeo de su tiempo.

Calificación: 4

VICTIM (1961, Basil Dearden) Víctima

VICTIM (1961, Basil Dearden) Víctima

En la obra maestra de Otto Preminger, ADVISE & CONSENT (Tempestad sobre Washington, 1962), uno de sus momentos más impactantes residía en la secuencia en la que el joven senador con proyección que interpretaba admirablemente Don Murray acudía a un club gay en San Francisco, recordando una experiencia homosexual que deseaba mantener en el olvido. Amante de tratar temas controvertidos en la sociedad de su país, el gran cineasta vienés logró plantear por vez primera en esta apasionante película, un tema considerado tabú por el mundo occidental. Curiosamente, casi de forma paralela, en una Gran Bretaña imbuida por unos modos cinematográficos dominados por el eco del Free Cinema, tuvo que ser sin embargo un cineasta de la “vieja guardia” como Basil Dearden, quien decidiera plantear dicha espinosa cuestión como tema central de uno de los films por los que será más recordado. Aunque su inicio podría indicarnos que nos encontramos con un título que se inclina ante ciertos elementos que pueden entrever determinadas debilidades –el estridente uso de la música, cierto enfatismo visual que se expresa en los primeros minutos de la narración-, puede decirse que VICTIM (Víctima, 1961) es un ejemplo infrecuente en la historia del cine, en la que de alguna manera se da de la mano su importancia histórica o su audacia temática, con el hecho de encontrarnos con un referente que va revelando poco a poco su solvencia, llegando en su progresión a alcanzar matices casi apasionantes. Puede decirse, en cualquier caso, que no nos encontramos ante un título perfecto, pero sí de un exponente en el que la convicción puesta por todos aquellos que tomaron parte en el proyecto, de alguna manera contribuyeron a orillas aquellas debilidades que la narración presenta en uno u otro momento. Es, por así decirlo, el triunfo de la perseverancia sobre la auténtica inspiración, lo que en el título que nos ocupa podría ejemplificarse como la audacia de un realizador como Dearden, bastante familiarizado con el cine policíaco y al que aportó títulos de diversas vertientes y tendencias, generalmente con resultados bastante limitados. Aún no habiendo sido un especial seguidor de la obra de Dearden, no dudo en considerar esta película entre lo más valioso por él firmado, junto a la posterior KHARTOUM (Kartum, 1966).

 

VICTIM se inicia con la huída desesperada del joven Barrett (Peter McEnery) desde su puesto en una obra, al ser seguido por la policía. No sabemos aún de que huye, aunque si conoceremos sus insistentes llamadas al prestigioso letrado Melville Farr (Dirk Bogarde). Este se muestra evasivo ante las mismas, que por otro lado irán revelando la creciente desesperación del joven, quien desea huir para esconder algo que tiene miedo en finalmente revelar. Barrett será detenido por la policía, descubriéndose que ha robado algo más de dos mil libras, sin que realmente esto se haya reflejado en su austero modo de vida. El interrogatorio policial descubrirá que estaba sufriendo un chantaje a partir de su condición de homosexual. La situación cobrará muy poco después un tinte trágico al suicidarse este, noticia que Farr recibirá con horror. Será el detonante que irá reconduciendo al brillante letrado –a punto de ser ascendido y entrar en los servicios legales de la corte-, a reconducir su reencuentro con el pasado, evocando la relación que mantuvo con el fallecido. Será todo ello el detonante para que este finalmente se decida a luchar contra la tormentosa incidencia de los chantajistas en torno al sustrato gay londinense y, de manera complementaria, contra una injusta ley que considera la homosexualidad como un delito. A partir de estas decisivas intenciones, un grave problema socaba la decidida actitud de Farr; es casado y tiene un hijo.

 

Tras este planteamiento de base, VICTIM logra finalmente conciliar los mimbres de un exponente de cine policiaco, con ese valiente elemento de denuncia que aborda su enunciado y que, no hay más que contemplar su desarrollo, muestra aún hoy día una notable valentía. Poco después del eco que en su momento alcanzó el film de Dearden, títulos como los magníficos A TASTE OF HONEY (Un sabor a miel,  1962. Tony Richardson) o THE LEATHER BOYS (1963, Sidney J. Furie) se atreverán a insertar de manera más o menos explícita la incidencia y consideración de la homosexualidad en el contexto de la sociedad británica, pero ese mérito precursor nadie se lo puede negar a una película en la que, por otra parte, siempre habrá que considerar la valentía que en su momento asumió Dirk Bogarde para asumir el rol protagonista, en una magnífica composición que, al tiempo que estimo personalmente fue una enorme gratificación, perfiló su personalidad cinematográfica posterior.Es a través de esa vertiente de análisis de una condición sexual que hace no demasiadas décadas era considerado como delito y perversión, donde el film de Deraden –y en ello tiene un alcance importante el espléndido guión de Janet Green y John McCormick- sabe atisbar una gama de matices realmente magnífica, pulsando y al mismo tiempo poniendo en solfa el difícil equilibrio que se podía establecer de una sociedad puritana y aparentemente estoica y al mismo tiempo abierta. Según va discurriendo el metraje, podemos comprobar el sentimiento de culpa de esas personas que en el pasado vivieron como un auténtico estigma sus preferencias sexuales, la reprobación que manifestaban aquellos que abiertamente se lucraban con algunos de sus exponentes –ese tabernero aparentemente comprensivo, que en realidad desprecia a los gays-, la posibilidad que una clase social más elevada podía permitir de convivencia con dicha tendencia sexual, o incluso la incidencia que la misma la relacionaba especialmente con el contexto artístico –ese artista de prestigio que encarna Dennis Price y sus dos amigos ligados a la abogacía-. Todos estos apuntes y detalles, conforman finalmente un tapiz aún hoy día incómodo de contemplar, y que imagino en su momento debió despertar no pocas conciencias.

 

Lo realmente perdurable de VICTIM es la confluencia de un discurso aún hoy día efectivo, con una puesta en escena que hace valer el mismo, y que por sí misma parece que asumió la riqueza y alcance revulsivo de su propuesta, intentando plasmarlo con la intensidad requerida. A este respecto, es evidente que podrá reprocharse cierto alcance caricaturesco a la hora de describir una determinada tipología de secundarios –especialmente el del gay ciego y su acompañante- que quedan abocados a la caricatura. Sin embargo, son finalmente detalles de importancia secundaria. Poco a poco, el film de Dearden sienta los límites de su alcance, cuando de alguna manera abandona los modos narrativos habituales hasta entonces en la película –dominados por acercamientos y alejamientos de la cámara sobre sus personajes-, mostrando una especial sensibilidad en secuencias casi de alcance confesional –la que ofrece el veterano barbero ante Farr, poco antes de que en una pelea en su comercio este fallezca-, o en el reproche que el viejo librero formula a este –sin saber que acaba de pagar un chantaje-, al insinuarle que su presencia fue la que, de alguna manera, interrumpió la relación que el librero mantuvo con Barrett. Llegados a este punto, destaca la capacidad para albergar en la narración, diferentes perfiles relacionados todos no solo con la vivencia homosexual, sino especialmente con la repercusión que la misma pueda tenerse por parte de cotidianos exponentes heterosexuales –ese joven policía que no es partidario de levantar la ley que considera a los gays como sujetos a encarcelar-. Es por ello que si en esta parcela concreta la película se puede considerar como plenamente lograda, si dentro de un rasgo de film policiaco su desarrollo está bastante bien trabado, introduciendo pistas falsas para intentar mantener el interés de la intriga y si, finalmente, su look visual nos permite casi respirar ese Londres gris y lívido, dominado por temperaturas frías y la ausencia de personalidad o de especial alegría en las calles, creo que podremos entender el alcance y la valía que aún mantiene uno de los títulos más valientes –aunque quizá no de los más elevados artísticamente- que ofreció el cine inglés en aquellos años. Su condición de pequeño clásico está, por una vez en la vida, acertadamente definida.

 

Calificación: 3

ALL NIGHT LONG (1962, Basil Dearden) Noche de pesadilla

ALL NIGHT LONG (1962, Basil Dearden) Noche de pesadilla

Pocas influencias fueron más poderosas en el cine inglés de la primera mitad de los años sesenta, como la manifestada por el drama “psicológico” ofrecido en aquellos años en la andadura del norteamericano Joseph Losey. Dentro de una cinematografía que vivía en aquellos años momentos de esplendor –como, por otra parte, sucedía en el resto de los países europeos, con especial incidencia en Italia y Francia-, la influencia de Losey y la del Free Cinema, fueron rasgos dominantes para un entorno que pronto derivó hacia derroteros de menor entidad fílmica –la presencia de Richard Lester-, que hoy han envejecido notablemente. Dentro de este contexto, es hasta cierto punto comprensible que realizadores más o menos consolidados dentro del pesado artesanado británico –Michael Anderson, Peter Glenville…- fueran permeables a dichas influencias. Nada hay de malo en ello, en ese aggiornamiento que incluso les permitió frutos ocasionalmente estimables. En el caso concreto de Basil Dearden, quizá ofreciera su película más perdurable con una tardía muestra de film colonialista con KHARTOUM (Kartum, 1966). De todas formas, Dearden siempre se caracterizó en su filmografía por un especial seguimiento en torno al cine policial y de suspense, que practicó desde los años cuarenta –THE BLUE LAMP (El farol azul, 1950)-, hasta incluso en sus tramos finales de inicio de los setenta –THE MAN WHO HAUNTED HIMSELF (Tinieblas, 1970)-. Dentro de estos límites, son numerosos los títulos que realizó dentro de diversas variantes de esta tendencia, generalmente producidas de forma subsidiaria al éxito de referentes previos provenientes de diferentes cinematografías.

 

A partir de esa equidistancia en la ascendencia de Dearden como especialista en productos de estas características, y la evidente influencia del cercano cine de Losey, se ofrece esta –merecidamente- olvidada ALL NIGHT LONG (Noche de pesadilla, 1962), torpe, enfática y esquemática propuesta dramática, embadurnada de exceso jazzístico, en esta película al parecer lejanamente inspirada en el Othello shakesperiano. La película narra el progresivo estallido emocional que se manifestará en la mansión del acaudalado Rod Hamilton (Richard Atthenborough), cuando organiza una fiesta que conmemore el primer aniversario de boda de Rex (Paul Harriis) y Delia (Marti Stevens). Él es un conocido empresario de la música y ella una cantante que ha decidido abandonar su vocación para mantenerse ligada a su esposo. Esa circunstancia será el objetivo a lograr por el insidioso Johnnie Cousin (Patrick McGoohan), buscando alcanzar con la incorporación de Delia como cantante, que un promotor patrocine su banda de jazz. Como quiera que detecte en ella la más evidente de las indiferencias, intentará para ello destruir su matrimonio sembrando la duda de su fidelidad con Rex, para lo cual incluso creará una serie de falsos indicios que hagan ver la infidelidad de esta con su mejor amigo, Cass (Keith Michell), levantando los celos de su esposo.

 

Es evidente que en el cine nada hay finalmente imposible, y cualquier argumento que pueda parecer totalmente disparatado alcanzaría, con un tratamiento adecuado y la necesaria convicción en su puesta en imagen, el resultado apetecido. Lamentablemente no es el caso, ya que nos encontramos ante una propuesta que por momentos roza el ridículo –esa tan rápida como increíble falsificación de las grabaciones que pueden comprometer a Delia con su amigo Casss; toda la configuración del personaje que lleva como puede Patrick McGoohan-, en la que se acumula obviedad por obviedad –no faltan esos primeros planos que subrayan los momentos de estallido emocional de sus personajes; los enfáticos planos inclinados-, y en donde por encima de todo el protagonismo de los números y presencia de jazz deviene tan abusivos como mal integrados en el conjunto de la narración. El perfil psicológico de sus personajes es francamente romo, quedando en casi todo momento una general insatisfacción al encontrarnos con un drama de cortos vuelos pero que, de haber encontrado un mayor arrojo y acierto en la plasmación de sus elementos, es indudable que podría haber alcanzado un notable interés. Huelga decirlo, Basil Dearden no es el Joseph Losey de su periodo de madurez creativa, ni el Buñuel de la coetánea EL ANGEL EXTERMINADOR (1962) –con la que comparte curiosamente ciertos planteamientos- y nos encontramos muy lejos del alcance de las películas del británico, basadas en el dominio y las relaciones de poder. En su defecto, las pocas virtudes que podemos destacar en la película se centran en la atmósfera que alcanza la fotografía en blanco y negro de Ted Scaife –el operador de NIGHT OF THE DEMON (La noche del demonio, 1957. Jacques Tourneur) y, es de justicia destacarlo, esa capacidad para describir exteriores urbanos nocturnos, definidos por una serie de instantes que plasman la mediocridad y sordidez provinciana de la vida británica. Un magro balance, sin duda, para una película ambiciosa y al mismo tiempo, endeble.

 

Calificación: 1’5