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CINEMA DE PERRA GORDA

George Seaton

THE PROUD AND PROFANE (1956. George Seaton) Los héroes también lloran

THE PROUD AND PROFANE (1956. George Seaton) Los héroes también lloran

Durante la década de los cincuenta fue común en Hollywood la presencia de una especie de subgénero que combinaba melodramas, en no pocas ocasiones insertos en contexto bélico y descritos en escenarios asiáticos. Fue una corriente a la que se sumaron cineastas tan diversos como Joshua Logan, Douglas Sirk, Samuel Fuller o Daniel Mann, y en la que sus resultados -exitosos comercialmente en su momento- pronto asumieron un cierto desapego crítico, que considero el paso de los años ha revelado escasamente acertado. Pues bien, uno de los rasgos de dicha corriente lo manifestó el uso de un vibrante color. Algo que, sin embargo, se ausenta de manera destacada en uno de los exponentes de la misma, como es THE PROUD AND PROFANE (Los héroes también lloran, 1956). De entrada, la deliberada elección de una iluminación en blanco y negro -notable, a cargo de John F. Warren-. Y por otra, un cierto grado de desdramatización que iremos percibiendo a lo largo de su metraje. Unido a ello, esta adaptación del propio realizador -George Seaton- de la novela de Lucy Herndon Crockett, quizá se planteó en el seno de Paramount -productora habitual del tándem formado por el citado Seaton y el productor William Pelberg- como una tardía continuidad el éxito de Columbia FROM HERE TO ETERNITY (De aquí a la eternidad, 1953. Fred Zinnemann), Ni que decir tiene que la película no alcanzó, ni de lejos, el éxito de la sobreestimada obra de Zinnemann, hasta el punto que condicionó la andadura posterior de su tándem de hombres de cine responsables, en lo que podría parecer una propuesta quizá deliberadamente anticuada en aquellos años casi de renovación cinematográfica. Sea como fuere, y pese a ciertos desequilibrios, considero que se trata de una propuesta que revela en sus costuras internas suficiente interés y, en sus instantes más intensos despliega verdadera inventiva narrativa, hasta el punto de llegar a resultar conmovedora.

Nos encontramos en la isla de Nueva Caledonia, en 1943, durante la II Guerra Mundial y antes del bombardeo de Pearl Harbor. Allí se encuentran destinados miles de voluntarios del ejército americano -con una notoria ausencia del elemento femenino-, y hasta allí se desplazará la elegante, fría y al mismo tiempo vulnerable Lee Ashley (Deborah Kerr). Viuda de un militar fallecido en combate, se ha ofrecido como voluntaria en Cruz Roja con la intención de ser destinada en Guadalcanar, en cuyo cementerio militar se encuentra la tumba de su esposo. Al mismo tiempo, desea trabar contacto con aquellas personas que estuvieron junto a su marido en el combate en que resultó muerto, para intentar con ello hacerse una idea de sus últimas horas en este mundo. Desde el primer momento contará con la complicidad y, al mismo tiempo el freno de la supervisora del departamento Kate Connors (Thelma Ritter), quien poco a poco irá modulando las limitaciones y temores de la recién llegada, a la hora de atender a los heridos que llegan.

En ese contexto tan tenso dos serán los elementos que se acercarán a la protagonista, que en aquel ámbito dará clases de francés entre los soldados voluntarios. De un lado el acercamiento que hacia ella mostrará el joven y algo desequilibrado soldado Eddie Wodcik (Dewey Martin), quien verá en la recién llegada una versión adulta de su desaparecida hermana. Más importancia tendrá el encuentro de Lee con el rudo y áspero mando de dichas fuerzas, el teniente coronel Colin Black (William Holden). De caracteres absolutamente contrapuestos, será el mando quien mostrará primero su interés hacia la enfermera, a la que tratará inicialmente como una de sus previsibles conquistas. Ella mostrará un abierto desprecio a las toscas formas y la altanería de este, pero un resorte se activará entre ambos, sobre todo en el caso de Lee, quien pese al rechazo que siente por la rudeza del militar, aparecerá como hipnotizada en torno a los galanteos que este le ofrece constantemente.

A partir de esta premisa, THE PROUD AND PROFANE se ofrece como la historia de una serie de soledades compartidas, que tendrán su epicentro en la pareja protagonista, pero que en mayor o menor grado se extenderá a la no muy amplia de roles secundarios, que tendrá una mirada especial en torno a ese capellán que asume sus tareas en un ámbito de crisis personal. Todo ello envuelto en un ámbito de cercanía bélica que nunca surge de manera directa, pero sí en la plasmación de sus consecuencias. Será algo que tendrá su presencia en la sucesiva llegada de heridos tras sendos combates, que servirán sobre todo como elemento dramático para plasmar la evolución seguida por la protagonista -inicialmente recelosa de ofrecer su ayuda a los damnificados, mucho después totalmente entregada con ellos-.

Al film de Seaton le costará unos minutos prender la atención del espectador, al presentar el espeso y multitudinario marco de la acción, en la que no se ausentarán los estereotipos para describir el impacto de la recién llegada en un ámbito dominado por una clara represión sexual en torno a los soldados. Atemperará esa querencia por un lado la fuerza que imprimirá la presencia de Deborah Kerr, en su interacción con una excelente Thelma Ritter, capaz con sus miradas en segundo término de proporcionar una calidez en unas situaciones aún dominadas por la inseguridad de la protagonista. Esa inclinación a un cierto -voluntario- estereotipo, se prolongará con el inicio de la atracción de Black hacia la enfermera -descrita de manera ingeniosa mediante el uso de unos prismáticos, en una situación que parece transmitirnos la figura de la Kerr, como una prolongación del citado film de Zinnemann-. Sin embargo, poco después la película prenderá de manera definitiva en su engranaje emocional, a partir de la plasmación de la tan inesperada como creciente atracción marcada en la improbable pareja. Lo comprobaremos en una extraña e hipnótica atracción que la propia Lee se negará a asumir en una confesión efectiada a Kate, pero plasmado de manera muy ingeniosa con Seaton por medio del fundido de tres conversaciones entre los protagonistas, en las que una progresiva ausencia de vestuario entre ambos marcará una creciente confianza. También en esos momentos se irá introduciendo el romántico tema musical compuesto por Victor Young -la música, sin embargo, permanecerá por lo general ausente en los momentos más dramáticos del relato-. Ese insólito proceso de acercamiento de dos seres en el fondo atormentados, tendrá un elemento de inflexión en la magnífica secuencia confesional -con el mar como fondo-, en la que el hosco militar confesará sus orígenes humildes y su herencia india, que tuvo que superar a partir de erigirse como inflexible mando. Será el momento, revestido de conmovedora sinceridad, en el que Lee dejará atrás cualquier resquicio para entregarse a él, e incluso plantearse ambos su boda. Una decisión en la que solo interferirá una misión de dos meses que este debe dirigir, que involuntariamente supondrá un punto de inflexión casi de imposible retorno.

Llegados a este punto, podría decirse que la propuesta dramática de THE PROUD AND PROFANE aparece como una singular actualización bélica del Jane Eyre de Charlotte Brontë, en la que diferencias de personalidades -y hechos ocultos- impedirán en principio la consolidación del amor contra natura establecido entre Lee y Colin.

En este caso, el principal e inesperado elementos romántico que impedirá esa boda será el descubrimiento por parte de la enfermera de que su amado se encuentra casado -una noticia plasmada en brillante over narrativo en la película, cuando Lee escribe la carta dictada por uno de los oficiales convalecientes-. A partir de ese momento el abatimiento y el descreimiento se cernirá sobre la enfermera, e incluso el resentimiento será tomado como ridícula venganza por parte de Eddie, que llegará a atentar contra Black al conocer que, en un duro momento con Lee, le hizo perder accidentalmente el hijo de ambos que ella portaba en su vientre.

Es cierto que dentro de una narrativa en la que Seaton utiliza con eficacia la grúa, y donde se sirve con pertinencia su pericia en la dirección de actores, se percibe en ciertos momentos una sensación de ruptura abrupta entre determinadas secuencias, buscando ante todo la huida de instantes de especial dramatismo. También podemos reprochar el cierto desaprovechamiento efectuado en el personaje encarnado por Dewey Martin -por más que ofrezca una más que eficaz performance-. En ese sentido, con una presencia similar en escena, el rol del capellán ofrece una más adecuada gradación dramática. En cualquier caso, preciso es reconocer que THE PROUD AND PROFANE brinda su más memorable pasaje, en la extensa, delicada y finalmente conmovedora secuencia de la visita de la protagonista al cementerio militar de Guadalcanal. Acompañada de un superviviente -un tanto ido-, que pasa sus días cuidando el recinto arrancando las raíces, el episodio destacará por la ausencia de música, la precisa planificación en planos generales que muestran la aterradora belleza del conjunto, dominado por un ingente número de cruces blancas perfectamente alineadas. Y, por supuesto, la perfecta asimilación en el rostro y el lenguaje corporal de una excepcional Deborah Kerr, de la ascesis y transformación emocional -me atrevería a señalar que mística- que vivirá en dicho entorno, entendiendo que incluso su personalidad avasalladora actuó en perjuicio de su fallecido esposo. Cabe señalar que un año antes, la propia actriz había encarnado un rol de rasgos similares en la magnífica e infravalorada THE END OF THE AFFAIR (Vivir un gran amor, 1955. Edward Dmytryk), adaptación de la novela de Graham Greene, y parecía especializada en personajes de similares y complejas gradaciones emocionales.

Lo cierto es que la película podría haber acabado, y brillantemente, ahí. Sin embargo, aún nos deparará el inesperado reencuentro de la enfermera con ese amado al que no puede otorgarle el perdón. En la llegada de un numeroso contingente de heridos se encontrará con este, herido en una camilla, en estado catatónico, y sin dejar de pronunciar la palabra “perdóname”. Desde su aparente frialdad, Lee no dejará de cuidar de alguien a quien, en el fondo, está muy pronto de brindar una nueva oportunidad. Lo permitirá ese ambivalente plano medio sobre la actriz, en donde antes de culminar la película demostrará, si a alguien le cabía entonces alguna duda, que se trataba de una de las mejores actrices de todos los tiempos. Esa capacidad de George Seaton de ir insertando los resortes del drama de manera gradual, escalonada, y provista de una cierta aura de sobriedad y fatalismo, son las que finalmente permiten valorar un relato que, poco a poco, irá atesorando personalidad propia, hasta merecer ser rescatado del olvido.

Calificación: 3

TEATCHER’S PET (1958, George Seaton) Enséñame a querer

TEATCHER’S PET (1958, George Seaton) Enséñame a querer

En no pocas ocasiones he venido defendiendo, la necesidad de un estudio en profundidad, a la hora de describir el conjunto del corpus que fraguaron la renovación de la comedia americana a partir de la segunda mitad de los años cincuenta, estipulando sus raíces a inicios de dicho decenio. Y es que, sin olvidar en modo alguno la implicación y decidido impulso de figuras como Wilder, Tashlin, Edwards, Quine, Minnelli, posteriormente Lewis, o el aporte de viejos especialistas como Cukor, Leisen. McCarey, Hawks… lo cierto es que poco a poco van apareciendo exponentes y ejemplos, que hablan de una continuidad y constante evolución en el género, y que de alguna manera contradicen la explosión antes citada. Simplemente se deduce, que en un momento dado, estos nuevos realizadores, apuestan de manera decidida, sobre los parámetros ya establecidos por otros nombres más veteranos, que en ocasiones alcanzaron resultados bastante estimulantes, por lo general orillados en una atmósfera de absurdo prejuicio.

A mi modo de ver, esto es lo que sucede con TEATCHER’S PET (Enséñame a querer, 1958), una notable comedia dramática, que aparece de nuevo en un espacio temporal muy importante para el estallido de ese nuevo periodo de gloria para el género. 1958 es un ámbito en el que los cineastas antes citados ya habían proporcionado algunas de sus mejores propuestas al mismo. Contexto en el que se imbricó el tan modesto como en ocasiones atractivo Seaton, ofreciendo un relato que aparece de entrada como un directo precedente, más sobrio y realista, de las casi inminentes comedias que la propia Doris Day, coprotagonista de la película, formularia inicialmente con Rock Hudson. Pero nos encontramos aquí muy lejos del colorido burbujeante que presidirían aquellos inesperados éxitos de la Universal, ya que Seaton aparece bajo el sobrio y magnífico blanco y negro que brinda la VistaVisión de Paramount, que le acerca más a los modos visuales esgrimidos aquel tiempo por Billy Wilder, aunque en líneas generales, dejando de la lado acidez que el vienés puso en practica en sus más célebres realizaciones. Entremedias de ambas coordenadas, TEACHER’S PET se incardina entre una muestra más de la sempiterna “guerra de los sexos”, como uno de los elementos clave de la comedia americana, e imbricando en ese ámbito argumental, de un lado, una mirada cercana y dominada por no poca admiración hacia el hecho periodístico. Se plantea igualmente un interesante debate, que quedará en tablas, en torno a la vocación como arma periodística, o la importancia que debe existir en el desempeño de la misma, de una base académica. Finalmente, el film de Seaton deja entrever de manera interesante, en un tercer plano, la problemática de las minorías en terreno americano -no olvidemos que estamos hablando de una película estrenada en el citado 1958-.

Así pues, el film de Seaton se sitúa de entrada en el enfrentamiento que vivirá el carismático y arrogante James Gannon -Clark Gable, por cierto, protagonista de otra comedia también, de entrenamiento de este nuevo periodo; la estupenda y previa KEY TO THE CITY (Las llaves de la ciudad, 1950. George Sidney)-. Se trata del jefe de redacción del New York Evening Chronicle. Para él, curtido en la vocación periodística desde bien joven, de nada vale cualquier preparación académica. Por ello, no dudará en responder la invitación, con la abierta intención de desacreditar las clases que allí se celebran. Con ánimo burlón, descubrirá que las mismas las pronuncia la joven Erica Stone (una convincente Doris Day), rompiendo los esquemas que el peridosta podía tener prefijados, y estableciéndose casi de inmediato una fuerte oposición entre ambos, que a fin de cuentas no supondrá más que la reactualización de la “guerra de los sexos”, que culminará con la claudicación entre ambos. En medio, aparecerá el tercer vértice del triángulo -el joven psiquiatra Hugo Pine (Gig Young)-, en quien Gannon -que ha simulado una falsa identidad-, verá un inicial competidor amoroso, que en última instancia se ofrecerá como elemento de unión de la insólita y casi imposible pareja. Entrará el descubrimiento del equívoco, el desengaño, el arrepentimiento… Nada nuevo bajo el sol. Pero no conviene olvidar, ni el año en que procede ni, lo que es más importante, la convicción con que se encuentra plasmado.

Es por ello que, más allá de su propio interés como título precursor de una tendencia del género, la combinación planteada por Seaton de comedia más o menos alocada -los gestos totalmente Slapstick de un cómplice Gable, la incidencia de equívocos, la lucha de este contra Pine, en una forzada sucesión de wiskies…-, confluye en un relato francamente divertido, en el que no cabe olvidar en todo momento, el contraste que proporciona su sobria textura visual en blanco y negro. Todo ello se encuentra considerablemente equilibrado, a la hora de introducir esos matices discursivos, que quizá no aparecieran con similar grado de acierto en otros títulos del realizador. Y es que en esta ocasión, Seaton logra un notable equilibrio en las secuencias de marcado alcance de comedia, con aquellas de carácter confesional, que ayudados por una ajustada planificación y dirección de actores, revisten una extraordinaria eficacia. Es algo que podemos percibir, en las charlas desarrolladas entre Gannon y Pine. En el encuentro del primero con la madre del joven aprendiz que iniciará y concluirá la película, en la elegante combinación de espíritu desmitificador y al mismo tiempo de enaltecimiento del periodismo, que describirán las secuencias de la redacción. Es cierto que, llegados a este punto, conviene recordar el elemento discursivo que plantea la presencia del joven redactor, inicialmente detestado por el protagonista, y a quien poco a poco empezará a valorar, descubriendo finalmente que este aprendió en las clases de Erica -un elemento de guion que sirve para que el combate entre los dos personajes, culmine en tablas-. Sin embargo, hasta este mismo matiz, se ofrece con convicción, la misma que brindan los dos instantes dramáticos-confesionales más valiosos de la película. El primero, la inesperada inflexión dramática que brindará esa rápida redacción de Gable en las clases de Erica, que se ofrecerá de manera contundente, como un rotundo alegato antirracista -mucho más valioso en su brevedad, que el posterior THE YOUNG SAVAGES (Los jóvenes salvajes, 1961. John Frankenheimer). El otro, sin lugar a duda, el descubrimiento por parte de Gannon, de la ascendencia que Erica mantenía con la profesión; en un cuidado despacho de su apartamento, se conservan intactos los recuerdos de su padre, editor de un periódico local, que mereció el Pulitzer de periodismo. El instante, dominado por una silenciosa atonalidad, llega a emocionar.

Calificación: 3

APARTMENT FOR PEGGY (1948, George Seaton) Apartamento para Peggy

APARTMENT FOR PEGGY (1948, George Seaton) Apartamento para Peggy

Considero que hay dos maneras a la hora de acercarnos a la muy poco conocida APARTMENT FOR PEGGY (1948). Una de ellas reside en realizarlo dentro de cierta corriente que afloraba entonces en ese periodo intermedio para la comedia americana. Un ámbito aún poco analizado, que ofrecía pequeñas parábolas morales, y en la que incluso podríamos incluir un par de atractivas aportaciones dispuestas de manera insólita por el mismísimo Edgar G. Ulmer. La otra, es la de entroncar esta sobria crónica en torno al contraste en el disfrute de la existencia, dentro de las características que definieron el cine, humilde pero efectivo, de su director y guionista; George Seaton. En cualquiera de los dos casos, nos encontramos con una propuesta atractiva y entrañable, capaz de aunar su visión como crónica de las estrecheces de una sociedad urbana traumatizada por la cercanía de su participación en la reciente contienda mundial. Pero junto a ello, brinda en sus bien moduladas costuras, una mirada revestida de lucidez e incluso en sus mejores pasajes de poesía, en torno a la apuesta por el vitalismo, por más que en ocasiones aparezca desprovisto –por diferentes causas que afloren en su devenir diario- del menor asidero.

Bajo el engranaje de una modesta producción de la 20th Century Fox, provista de un mesurado cromatismo que acentúa en esta ocasión ese carácter cotidiano de su historia, la película ya describe en sus primeros instantes el espíritu que va a definir su discurrir. Las notas musicales de un grupo de veteranos amigos, molestarán a unos vecinos. Es decir, lo que para unos es disfrute, para otros deviene un auténtico incordio. Y, en resumidas cuentas, esto será lo que describirá el argumento del propio Seaton, a partir de una novela de Faith Baldwin, que con el paso del tiempo aparece casi como una involuntaria mixtura de las posteriores y británicas THE BROWNING VERSION (1951  , Anthony Asquith) y THE LADYKILLERS (El quinteto de la muerte, 1955. Alexander Mackendrick). En ella, comprobaremos el interés del veterano profesor de filosofía Henry Barnes (un extraordinario Edmund Gwenn) por quitarse la vida, al comprobar que no le quedan alicientes para ser gozados. Viudo desde hace bastante tiempo, solo espera completar una publicación, y tras ello poner fin a una andadura vital que aparece revestida de rutina y carencia total de asideros. El destino querrá que en un parque se encuentre con una joven extrovertida. Se trata de la atractiva Peggy (estupenda Jeanne Crain), casada con Jason (William Holden), embarazada de pocos meses, y sufridora junto a su marido de enormes estrecheces para poder encontrar un alojamiento. Jason se encuentra estudiando en la universidad, y la asignación gubernamental no le daría para pagar un alquiler, teniendo que dormir en una caravana prestada. Por casualidad Peggy descubrirá que el anciano puso en el pasado a disposición el ático de su antigua vivienda, no dudando en pedirle que se la ceda. Pese a la renuencia de Barnes, el joven matrimonio se hará depositario de la misma, provocando considerables molestias en la tranquila existencia del profesor, llegando incluso a adoptar un perro. No obstante, junto a esta irritación, el veterano profesor poco a poco irá apreciando lo que es la vida en compañía, integrándose los tres habitantes en una agradable convivencia, que permitirá a Barnes ejercer casi como un padre para ellos. De manera inesperada se ceñirá la tragedia sobre el joven matrimonio, perdiendo Peggy el hijo que esperaba. Será el detonante para que se ciña sobre el matrimonio la sombra de la crisis. Jason abandonará los estudios y se marchará a Chicago a trabajar en un comercio de venta de coches. Su esposa se encontrará a punto de abandonar la residencia del anciano y este, viéndose superado por ese vacío que le deja inesperadamente una pareja a la que ha llegado a estimar profundamente, consumará su intención de suicidarse, sin pensar que su viejo amigo el doctor ya había previsto dicha circunstancia.

Son numerosos los alicientes que brinda esta comedia tan cercana al espíritu de Frank Capra, aunque revestida de una extraña serenidad en su deliberada textura de crónica cotidiana y urbana. Esa mirada que Seaton brinda de un Nueva York invernal, aparece quizá más realista que la que el mismo director había ofrecido en la exitosa aunque más comercial MIRACLE ON 34th STREET (De ilusión también se vive, 1947), con la que comparte la presencia de Gwenn. Unamos a ello la introducción de elementos poco comunes en el género en aquel tiempo; la presencia del tema del suicidio, el olvido por la tercera edad, las dificultades en torno a la reincorporación de los voluntarios aliados en la vida civil, o las limitaciones económicas existentes en la época. Son temas sin duda poco comunes a la hora de abordar un tratamiento de comedia realista –no me cabe duda que la ascendencia del neorrealismo italiano está presente en sus fotogramas-, y hay que reconocer que George Seaton logra articularlos con una extraña delicadeza, integrando todos estos aspectos sociopolíticos, en la aventura humana de nuestros tres protagonistas. Huyendo de ese sesgo tremendista que podría poner en práctica el ya citado Capra –con el que por otro lado se puede emparentar esta película en algunos aspectos-, y careciendo de manera voluntaria de esa querencia del gran cineasta italiano por el terreno melodramático, su artífice ofrece una mirada siempre apelando a la sobriedad y lo cotidiano. Ello no le impedirá describir pasajes donde aflore un aura sentimental que llega a conmover –la manera con la que se plasma el aborto de Peggy, los instantes en los que el viejo profesor le evoca a esta los ecos de su esposa desaparecida en el cuarto donde ambos convivían-. Hay en la película de Seaton –que no dudo en considerar la más atractiva de cuantas he contemplado dirigidas por él-, una afortunada simbiosis de elementos, que no excluyen secuencias tan divertidas e insólitas, como esa improvisada charla que Barnes ofrecerá a un colectivo de esposas, teniendo como pupitre una mesa de billar, en la cual estas de manera sorprendente mostrarán un interés vivo en torno a la filosofía, adaptándola a la realidad de sus vidas. Un fragmento que debería figurar en cualquier antología de lo mejor legado por el género en aquellos años, dentro de una película pródiga en momentos intimistas, como el instante en el que el hasta entonces refunfuñón profesor, contemple el enorme cambio que Peggy ha logrado con su desvencijada buhardilla, o miradas y gestos que delatan el afloramiento de una serie de sentimientos que, a la postre, serán los que sostengan esa nueva oportunidad para el vitalismo, bien sea en ese anciano hasta entonces desahuciado de cualquier interés por prolongar su existencia, o en esa joven pareja que derrocha entusiasmo, pero no posee las condiciones necesarias para ello.

Entrañable pero contundente parábola que transmite en voz baja, la importancia de introducir en nuestra vida cotidiana el peso de la cultura heredada, en una propuesta sencilla, siempre entrañable, conmovedora en algunos momentos, hilarante en otros, pero provista de una especial capacidad de inspiración, que a mi juicio le hace merecedora de una especial consideración dentro la comedia americana de la segunda mitad de los cuarenta.

Calificación: 3

36 HOURS (1965, George Seaton) 36 horas

36 HOURS (1965, George Seaton) 36 horas

36 HOURS (36 horas, 1965. George Seaton) ofrece singularidad y al propio tiempo brinda su inclusión del terreno del thriller político, tan en boga en el cine norteamericano de la mitad de los años sesenta. Pero junto a estos dos rasgos contrapuestos, la película de Seaton desprende un casi delicioso aroma de anacronismo, que en última instancia se me antoja como su atractivo más perdurable. Esa sensación de contemplar una película que ya en el momento de su rodaje aparecía como un producto demodé es la que le proporciona –unido a unas maneras bastante eficaces en la realización, y un planteamiento dramático más o menos insólito-, ese atractivo que le permite aparecer ante nuestros días con un nada desdeñable grado de interés. Centrando su argumento en los prolegómenos del desembarco de Normandía, en sus primeros compases se detendrá en mostrar la actuación de las fuerzas de espionaje norteamericanas. A partir de dicho prolegómeno, el film de Seaton pronto cobrará un extraño giro, con el secuestro en Lisboa del mayor Jefferson Pike (James Gardner), quien será trasladado hasta una zona residencial que simulará actuar como hospital norteamericano. Es decir, al secuestrado se le convencerá el haber sufrido una considerable amnesia, despertándose en 1950 –seis años después del que él recuerda-, recibiendo ayuda psicológica por parte del personal de la institución –el mayor Walter Gerber (Rod Taylor)- y siendo asistido en todo momento por la joven Anna Hedler (Eve Marie Saint). La primera singularidad de 36 HOURS, reside en mostrar al espectador desde el primer momento la sofisticada farsa montada en torno a Pike organizada en todo momento por Gerber. Dejando de lado el seguimiento del suspense, la historia original de Roald Dahl, llevada a guión cinematográfico por el propio Seaton –más ducho siempre en esta vertiente que en la de director-, deviene como una especie de juego de calculada ambigüedad, a partir del cual el interés se centra en las relaciones establecidas en los tres personajes principales citados –el secuestrado, el psiquiatra que desea culminar con éxito el plan experimental y lograr los datos que desea de nuestro involuntariamente retenido protagonista y, finalmente, la joven Anna, traumatizada por haber sido víctima de los campos de concentración, y que se ha sometido a los designios de este grupo de nazis, que han decidido auspiciar una cuidada puesta en escena, destinada a hacer creer al secuestrado que está viviendo seis años después de la fecha real, e intentar sacar de él las informaciones manteníidas sobre dicho desembarco.

La primera sorpresa que proviene del planteamiento dramático del film de Seaton, reside en su huída deliberada del componente de suspense que podría proporcionar articular la ficción desde la mirada de Pike, haciendo partícipe al espectador de la sorprendente situación vivida por su protagonista. En su oposición, dicha dramatización se inserta por un claro contexto psicológico, más acertado en unos momentos, en otros dominado por cierto esquematismo, pero siempre provisto por ese encanto al que antes aludía, centrado en un cierto regusto camp, de cine añejo, inserto dentro de un contexto de producción del que emerge con una extraña sensación de desfase. Seaton se preocupará por mantener una estructura de “cajas chinas”, en la que nunca se sabe si lo que está sucediendo demuestra la verdad de sus personajes, o entre ellos se sigue proyectando ese concepto de impostura. Pero al mismo tiempo su narrativa será por completo tradicional, procurando un juego adecuado del encuadre, relacionando a sus personajes en la planificación, mostrando un ajustado uso de la pantalla ancha, y contando con la magnífica prestación de Philip Lathrop como operador de fotografía, y un inusual y atractivo Dimitri Tiomkin al frente de una banda sonora totalmente opuesta a lo que podría caracterizar su andadura precedente. A partir de dichas premisas, abandonando por completo cualquier tentación por efectismos visuales tan en boga en aquellos años –utilizados en tantos y tantos exponentes de este subgénero-. 36 HOURS se desarrolla con un relativo interés dentro de un contexto de ambientación bastante similar al de otras producciones de la Metro Goldwyn Mayer de la época –que va desde THE HAUNTING (1963, Robert Wise) hasta THE HILL (1965, Sydney Lumet), ambas de superior calado al título que comentamos-, centrada en un ajustado juego de actores, un argumento atractivo dentro de sus limitaciones, y un sentido de la progresión lo suficientemente dosificado, para permitir valorar de forma positiva su resultado, más de cuatro décadas después de su realización. Ese gusto por el detalle, por la expresión de los actores –el instante en el que Pike descubre que todo lo que vive es una farsa, el posterior saludo del guardia supuestamente americano que se encuentra en la puerta del hospital, sus confesiones con Gerber, estableciéndose entre ambos una cierta complicidad que irá acrecentándose hasta llegar a los compases finales del relato, el momento en el que la anciana que cuida al pastor descubre con ese anillo que porta, la complicidad con los fugados-, es el que a fin de cuentas ofrece los aspectos más atractivos de una ficción que demostraba la querencia de Seaton por ficciones desarrolladas en el contexto de la II Guerra Mundial –existe el referente de THE COUNTERFEIT TRAITOR (Espía por mandato, 1962) y la muy lejana THE BIG LIFT (Sitiados, 1950)-, y en el que cabe reprochar el retrato excesivamente maniqueo que se describe de Otto Schack (Werner Peters), arquetipo del nazi-villano de la función, que contrasta de manera lastimosa con la credibilidad expresada por el trío protagonista. Lo mismo cabe oponer de ese brusco corte de montaje que se contempla tras retornar Pike junto a Anna cuando ratifica el engaño a que ha sido sometido –parece que la serenidad y el ritmo sostenido que hasta entonces ha seguido el relato se interrumpa de forma crispada- y, en definitiva, la ausencia de tensión que adquiere tanto el proceso de huída de la pareja, o la rendición que asume Gerber. En realidad, quizá lo que de verdad importara a los responsables del film, fue la plasmación de un cuento cruel de supervivencia y redención, en el que una mujer que ha perdido su dignidad en la estancia en los campos de concentración nazi intenta encontrarla a partir de una oportunidad insólita para ella, o en la que un civilizado científico nazi intentará redimirse aportando sus conocimientos  a la posteridad aún a costa de su vida. Un relato que no apura hasta el fondo sus posibilidades, pero no por ello deja de resultar atractivo en esa visión de la desesperación humana, evidenciando incluso la fragilidad en las convicciones de los fieles vasallos sometidos por el nazismo, que en el fondo han seguido el juego por miedo y conveniencia. Será algo que mostrará el episodio final en el que los viejos vigilantes de la zona fronteriza no dudarán en liquidar a Schack, permitiendo además una fugaz presencia del ya veteranísimo Sig Ruman. Será la secuencia previa a la despedida provisional de Anna y Pike, permitiendo que vuelva a emerger en ella ese sentimiento escondido tras la contemplación de tanto horror, representado en la simpleza de sus lágrimas.

En definitiva, 36 HOURS es una película sencilla, eficaz, a la que cabe reprochar que no ofrezca lo que promete su premisa, pero que revela la moderada eficacia que siempre demostró este concienzudo guionista metido a moderado director que fue George Seaton.

Calificación: 2’5

THE BIG LIFT (1950, George Seaton) Sitiados

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Al contemplar SITIADOS (The Big Lift, 1950), uno parece darse de bruces con dos películas diferentes. Una de ellas se manifiesta en sus primeros veinte minutos y en su parte final. Es bastante molesta y no deja de ser una amalgama de secuencias de ambiente militarista –por muy tamizadas de realismo y cotidianeidad que estas resulten-, a lo que contribuye la innecesaria presencia de personalidades militares interpretando a los propios oficiales del ejército –tal y como se agradece de forma, casi ridícula en los rótulos finales-.

Sin embargo, a veces casi dándose de la mano, y fundamentalmente en su hora central –la película se prolonga excesivamente en 120 minutos-, se esconde una crónica sensible pero al mismo tiempo sobria de la vida diaria del Berlín de la posguerra. Rodada por el siempre discreto George Seaton para la Fox, SITIADOS adquiere una voluntad de mayor veracidad al rodarse en escenarios reales –hay que reconocer que se sabe extraer una notable tristeza de las ruinas que sirven para filmar buena parte de las secuencias desarrolladas en la capital alemana-, está presente una muy contrastada fotografía en blanco y negro de Charles G. Clarke y, en su conjunto, la misma responde a un tipo de cine ya ejecutado en aquellos años con títulos de sobra conocidos por los aficionados. Si a ello unimos que ya Montgomery Clift había casi debutado con papel y entorno similar en la estimable LOS ÁNGELES PERDIDOS (The Search, 1948. Fred Zinnemann), la verdadera intención de la película, fundamentalmente explotar la popularidad adquirida por Clift –que una vez más demuestra ser uno de los grandes actores surgidos en el cine americano durante la segunda mitad del pasado siglo, aunque quizá este no se encuentre entre los más memorables trabajos de su carrera-, al tiempo que ofrecer una apología nada velada de las virtudes de la democracia norteamericana.

Monty interpreta en THE BIG LIFT a Danny, joven mecánico del ejército del aire USA que es destinado junto a sus compañeros a Berlín para ayudar a eliminar junto al resto de aliados el bloqueo puesto en marcha por Rusia tras la conclusión de la II Guerra Mundial. Entre ellos su mejor amigo es Hank (estupendo Paul Douglas), un veterano oficial especialmente orgulloso del modo de vida norteamericano como receloso del pueblo alemán, al que en todo momento reprocha su colaboracionismo con los nazis –durante la película conoceremos que fue hecho preso en un campo de guerra, a cuyo vigilante reconocerá dentro de un bar, en uno de los episodios menos creíbles de la misma-.

Una vez ya presentes en Berlín durante cuatro meses –estancia que mostrará Seaton con el que quizá sea el movimiento de cámara más inteligente de todo el film; un fundido encadenado ejerce de elipsis dentro de la sucia cabina del avión, ofreciendo una panorámica con grúa hacia la izquierda que nos muestra ya la cotidianeidad de los soldados que un plano antes prácticamente acababan de aterrizar-, tres de sus soldados son agasajados simbólicamente por ciudadanos berlineses. Danny es uno de ellos y se encarga de entregarle el maletín de regalo Gerda, una sobria y hermosa joven con la que este se enamora, mientras ambos recorren su aparente “breve encuentro”, por unas calles y pasajes en los que la miseria, el estraperlo, las ruinas, las señales de un esplendor caído –esas estatuas en la avenida de la Libertad que aparecen como casi fantasmagóricas- y la incapacidad de los ciudadanos por reconocer la responsabilidad de su pasado –entre ellos el de la propia Gerda-, se dan de la mano con notas de humor casi kafkiano –el vendedor de estraperlo que incluso puede ofrecer un plátano cuando irónicamente se lo pide Danny; el aire de tragicomedia que existe cuando en el metro han de discurrir hacia la zona oriental y los pasajeros han de ser registrados, con el episodio del olor a café que solventa un estraperlista de forma insospechada; ese espía ruso que contabiliza y anota los vuelos norteamericanos y no deja de constatar en sus palabras la inutilidad de los miles de espías que de ambos lados sobreviven en Berlín; la increíble situación que se da cuando Danny y Gerda son detenidos en la frontera con la zona británica y que da pie a una absurda discusión entre oficiales de las tres zonas y que finaliza con la huída de la pareja-.

En su conjunto cierto es que SITIADOS molesta en esas secuencias apologéticas, pero no es menos evidente que hay una voluntad por parte de George Seaton de lograr una notable sutileza en el retrato de esa relación amorosa –que acabará al conocerse la falsedad de la actitud de Gerda-. Sin embargo, esa tendencia a no enfatizar ninguno de los detalles del romance beneficia el conjunto de la misma y contribuye a dotarla de una cierta autenticidad. Para ello destacaríamos momentos excelentes como aquel en que Danny se separa de Gerda mientras esta trabaja frente a unas ruinas al saber que sus familiares eran nazis. Un fragmento del edificio que apenas se mantiene en pie cae formando un espeso humo blanco. Se suceden a continuación planos del soldado paseando por diversos lugares de Berlín y constatando –y de alguna manera justificando- el comportamiento de su enamorada. A continuación regresará de nuevo con ella –que sigue limpiando escombros-. Ambos no pronunciarán palabra alguna. Únicamente vemos en plano general encuadrando a ambos mientras Danny se quita su gorra con gesto afectuoso.

Ese tono intimista que bebe de fuentes neorrealistas pero que adquiere una cierta personalidad, es el que permite que más de medio siglo después de su filmación –y pese a esas interferencias que señalaba al inicio- THE BIG LIFT sea una película que se ve con bastante agrado y merezca ser recordada especialmente por ser uno de los títulos menos conocidos de la filmografía del gran Montgomery Clift.

Calificación: 2’5