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CINEMA DE PERRA GORDA

Henry Hathaway

DOWN TO THE SEA IN SHIPS (1949, Henry Hathaway) El demonio del mar

DOWN TO THE SEA IN SHIPS (1949, Henry Hathaway) El demonio del mar

Es bastante probable que se pueda situar DOWN TO THE SEA IN SHIPS (El demonio del mar, 1949) entre las mejores aportaciones al cine de aventuras de Henry Hathaway y, en líneas generales, al conjunto de su dilatada filmografía. Si no me atrevo a afirmarlo con rotundidad, dado el alto nivel de los más de treinta títulos suyos que he podido visionar hasta el momento, es quizá por no haber alcanzado el total de su filmografía, y al mismo tiempo existir en ella una extraña paradoja; está llena de obras magníficas, pero quizá entre ellas no se encuentre ninguna obra maestra. Sin embargo, existe en esta estupenda producción de la Fox una confluencia de circunstancias que permiten un resultado remarcable, aunando por un lado esa tendencia del realizador a plasmar en sus películas la dualidad del descubrimiento y la educación. Junto a ello, expresará su agudizado sentido de la aventura física entremezclado junto a la vertiente interior de la misma, un espléndido tratamiento en la interacción de los tres protagonistas, adecuadamente complementados por un impecable trazado de los personajes secundarios. Además de todo, hay un elemento premonitorio que induce a esperar una película de interés; la presencia en el reparto de ese auténtico “talismán” que era el entonces niño Dean Stockwell.

 

DOWN TO THE… se inicia con la llegada del viejo patrón del barco Bering Joy (Lionel Barrymore) a tierra, después de una larga temporada en alta mar pescando ballenas. Se trata de un hombre de avanzada edad, que provoca la desconfianza de las compañías aseguradoras precisamente debido a ello –camina ayudado con muletas-. Sin embargo, tales circunstancias no le han impedido ni sobrellevar un cargamento récord de barriles de aceite de ballena, ni ser un auténtico mito en el ambiente marino que le rodea. Algo que también está en la consideración de su pequeño nieto Jed (Stockwell), para el que su horizonte vital se encierra en los límites del mar, pese a que su abuelo haya intentado compaginar su aprendizaje del mundo del mar en calidad de ayudante, con la insistencia en que sobrelleve paralelamente sus estudios. Ambas circunstancias –la vejez de Bering y la capacidad educativa de su nieto-, se pondrán a prueba en la estancia de ambos en tierra. La primera de ellas se resolverá con la incorporación en calidad de oficial de Dan Lunceford (Richard Widmark), un joven surgido tras un brillante aprendizaje de academia mientras que el joven Jed se someterá a un examen en el que el profesor –que en su juventud vio frustrada su inquietud por el mar, merced al consejo del abuelo de este-, aprueba al muchacho pese a sus deficiencias en la prueba sometida, comprendiendo lo que de importante resulta para el futuro de Jed sortear las normas impuestas. El episodio se desarrollará en una secuencia admirablemente modulada y con una patina de emoción contenida que trasciende al fotograma, que se caracterizará en el desarrollo posterior de la película, cuando la acción se traslade a alta mar. Allí se producirá la interacción del trío de protagonistas, conformando un relato denso, humano, en el que la dualidad de la educación y el conocimiento se confrontará con el peso de la experiencia, y ello se manifestará y tendrá su repercusión en el muchacho, quien ya forma parte de la tripulación, por lo que no dependerá de su abuelo, sino del oficial. Es a partir de ese momento y pese a reticencias iniciales, cuando Jed vaya sintiendo una progresiva fascinación hacia Lanceford, hacia sus conocimientos, y la forma que este tiene de lograr que el pequeño marino estudie. Esta cercanía permitirá igualmente al oficial aflorar su lado más humano, ya que aunque no lo manifieste abiertamente se ha encariñado con el niño. Y esta circunstancia, lógicamente, provocará cierto recelo por parte de su abuelo, que se agudizará cuando Lanceford rompa las normas y acuda a salvar a los tripulantes que han ido de caza de ballena, y no han regresado tras sufrir una noche impregnada de niebla. En la barca perdida se encuentra Jed, quien no entenderá que su abuelo degrade a Lanceford, mostrando desde el primer momento su distancia con este. Poco antes, el veterano capitán le diría al sancionado que nunca podría olvidar como humano lo que había hecho, pero las normas estaban para cumplirse, aunque en este caso no produzcan placer llevarlas a cabo.

 

La película alcanza un tono sombrío a partir de este momento, a lo que habría que añadir la enfermedad del capitán que obligará a que Lancefot retome el mando de la nave. Dentro de esa compleja tesitura se cruzarán con un banco de hielo, en el que desarrollarán unos momentos de vibrante aventura pura, intentando sortear el choque con estos bloques, y restañar las heridas que estos han dejado en la nave, en las que Bering  tendrá parte activa –como un nuevo capitán Achab- coordinando gravemente enfermo la difícil situación vivida en la nave. Finalmente, el viejo y carismático ballenero morirá ganándose el respeto y el recuerdo permanente de todos, haciéndose Lancefort con el mando, quien además podrá tener en Jed alguien a quien querer.

 

Henry Hathaway legó una propuesta en la que el sentido de la aventura se encuentra siempre presente, y en su discurrir dominado por la sensibilidad –que no la sensiblería-, propone personajes creíbles y humanos –todos ellos espléndidamente interpretados-, junto a esa complementariedad en las distintas formas existentes de aprendizaje –el vital o el que se puede estudiar- en una de sus mejores películas. Un título que pese a su intimismo se puede considerar como uno de los más logrados de cuantas propuestas de aventuras en el mar, fueron rodadas en el ámbito del Hollywood clásico.

 

Clasificación: 3’5

FOURTEEN HOURS (1951, Henry Hathaway)

FOURTEEN HOURS (1951, Henry Hathaway)

En una lejana entrevista publicada a principios de los sesenta en la revista “Film Ideal”, Henry Hathaway destacaba FOURTEEN HOURS (1951) como uno de sus títulos predilectos. Para alguien que no se caracterizaba precisamente por vender su trayectoria en exceso, sin duda podría ser un indicio para acercarse a una película realizada dentro del contexto de su larga vinculación con la 20th Century Fox, que además contaba con el aliciente de no haber sido jamás estrenada en nuestro país. Habiendo tenido finalmente la ocasión de contemplarla personalmente no puedo calificarla entre los mejores títulos de su realizador, aunque en su conjunto ofrezca un buen pulso cinematográfico, elevando las limitaciones de un guión que con el paso del tiempo revela una serie de clichés e insuficiencias. Es más, hay que reconocer que este título podría erigirse como uno de los referentes más evidentes dentro de una corriente emergida dentro del cine policiaco norteamericano, dedicada al tratamiento psicológico de problemáticas cotidianas dentro de parajes urbanos. Quizá el ejemplo más característico de la misma sería DETECTIVE STORY (Brigada 21, 1951. William Wyler), al mismo tiempo uno de los más sobrevalorados y moralistas de la misma. En cualquier caso, el film de Hathaway fue precursor de una vertiente no especialmente distinguida –aunque en ella se insertaran títulos tan valiosos como THE SNIPER (1952. Edward Dmytryk)-, en la que quizá fallaba esa excesiva inclinación por una forzada vertiente psicológica, antes que su específica coherencia cinematográfica.

 

Nos encontramos en la cotidianeidad de una mañana en pleno corazón newyorkino. La cámara de Hathaway –bien ayudado por la espléndida fotografía en blanco y negro de Joe McDonald-, sabe escrutar y montar a la perfección la naturalidad de una gran urbe. A través de pequeñas pinceladas, esos primeros minutos –en los que apenas existen diálogos- se logra describir el entorno adecuado de planteamiento del detonante que va a proporcionar el engranaje de la función. El joven Robert Cosick (Richard Basehart) se interna en una planta de notable altura de un conocido hotel, con la intención de suicidarse. Será el inicio de catorce angustiosas horas en las que se debatirán las intenciones del presunto suicida, violentando la vida cotidiana de un entorno urbano, rodeados por unos ciudadanos que se erigirán como espectadores ansiosos de ver caer al suicida, y cuyas calles serán cortadas al tráfico rodado mientras los taxistas –a falta de poder ejercer su profesión, a causa de los mencionados cortes- apuestan a ver quien acierta la hora del suicidio. Al mismo tiempo, junto a esa mirada revestida de crueldad hacia la condición humana, la película ofrece elementos para la esperanza, centrados en esa joven pareja –la mujer está interpretada por una casi debutante Grace Kelly- que reconsiderará su divorcio al contemplar el drama del joven Cosick, o en los dos jóvenes –encarnados por las promesas del estudio; Jeffrey Hunter y Debra Pager-, que trabajando cerca jamás habían coincidido y tenido la oportunidad de conocerse, permitiéndose con su encuentro iniciar una relación entre ambos.

 

Más allá de estas subtramas, FOURTEEN HOURS se centra en el devenir psicológico del torturado protagonista –al cual Basehart brinda una espléndida interpretación-, un joven introvertido dominado por una madre absorbente, y que mantendrá como auténtico interlocutor desde su atalaya en la cornisa a un veterano policía de tráfico –Charlie Dunnigan (Paul Douglas)-, que se ha visto casualmente implicado en el incidente. Este contacto casi permanente es el que servirá para que Cosick vaya desnudando su drama interior, sirviendo este intento como auténtico catalizador y permitiéndole ejercer esta dramática circunstancia como catarsis en su atormentada vida interior. Indudablemente, no es precisamente este recorrido psicologista –en el que no falta la presencia de un especialista que comentará  a otros de los personajes –y, con ellos, al propio espectador-, los matices que justifican su comportamiento. En este sentido, no puede decirse que el guión de John Paxton haya sobrepasado con brillantez el discurrir del tiempo. Por el contrario, si de algo cabe destacar esta película, es precisamente el interés con el que el realizador acometió el proyecto, dejando en segundo término sus múltiples elementos discursivos –que en esta película se dejan ver mejor que en otros exponentes de esta tendencia-, en beneficio de ese rasgo físico que proporciona a la acción, el cuidado de la banda de sonido –que nos permite una extraña sensación de autenticidad- o la incorporación de elementos que potencian la vertiente naturalista en la descripción urbana, en la que Hathaway ya había demostrado previamente su pericia. Es más, me atrevería a señalar que desde el primer momento se planteó la dosificación de los elementos que deberían proporcionar la decidida progresión al relato. En este sentido, hay que decir que la película resulta un producto logrado, ya que por más que en su devenir se detecten todo un cúmulo de personajes estereotipados, bien sea por la dirección de actores –espléndido Robert Keith como padre del protagonista-, por su dinámica planificación, o por la incorporación de giros inesperados que hacen que la acción reinserte en la vía del suspense, lo cierto es que el interés del conjunto queda asegurado. Y esa querencia con el suspense se da fundamentalmente en las incidencias provocadas por los molestos espectadores del hecho, que en un par de momentos están a punto de desbaratar los planes de la policía para rescatar al suicida, o en esa casi paródica presencia de un alucinado pastor que arruina el instante en el que Cosick se encuentra a punto de abandonar su aventura -cierto es que la película solo había desarrollado asta entonces una hora de su metraje-. Sin embargo, si de algo me quedaría en el conjunto de aciertos y convenciones que brinda FOURTEEN..., es sin duda en esos contrastes que brinda la iluminación de McDonald, especialmente en las secuencias nocturnas –impagable el momento en el que el gran foco ilumina al protagonista desde el suelo-, o un instante mágico –en mi opinión el más brillante de la función-; el aspirante a suicida se fuma un cigarrillo, y a continuación deja caer la colilla al vacío, mostrado todo ello con un picado: unos débiles rugidos de la multitud permiten intuir al protagonista el abismo que se intuye si lleva a cabo su objetivo.

 

Calificación: 2’5

WING AND A PRAYER (1944, Henry Hathaway) Alas y una plegaria

WING AND A PRAYER (1944, Henry Hathaway) Alas y una plegaria

Probablemente, el mayor interés que puede deparar hoy día un título de las características de WING AND A PRAYER (Alas y una plegaria, 1944), sea el de poder comprobar como un realizador de la personalidad de Henry Hathaway podía desenvolverse dentro del cine propagandístico bélico auspiciado por la 20th Century Fox –como hicieron por otra parte el resto de las majors holllywodienses-, durante la II Guerra Mundial. En este sentido, hay que reconocer que pese a no resultar en su conjunto un film de especial relevancia –muchas apuestas del género en aquellos años lograron conjugar su grado propagandístico con un alcance cinematográfico más notable-, su balance no solo resulta moderadamente atractivo, sino que el mismo ofrece en su parte final, una serie de secuencias engarzadas entre sí, que sin lugar a duda tienen el regusto y la fuerza de mejor cine de Hathaway.

 

A grandes rasgos, lo que nos brinda WING AND… –dominada por un reparto coral lleno de jóvenes rostros, en el que destacan como sus mandos los veteranos Charles Bickfort, Don Ameche –sorprendentemente eficaz en su interpretación- y Dana Andrews. Los primeros momentos de la función estarán protagonizados por un veterano y alto mando -un Cedric Hardwickle que recrea el personaje con convicción digan de mejor causa-, quien explica en la reunión de alta seguridad –y con ella, el espectador ejerce como testigo de excepción-, el estado del ejército norteamericano – especialmente la marina- tras el bombardeo de Pearl Harbor. Ante la limitación que los americanos disponen, se plantea la posibilidad de utilizar el personal y las instalaciones que disponen en un portaviones, para con su utilización estratégica hacer ver a los nipones que disponen de más armamento y medios de los que inicialmente pensaban. En definitiva, se trata de poner en medio de una lucha de poderes la eterna guerra del gato y el ratón, que en la historia planteada fue el rasgo definitorio de la posteriormente conocida “Batalla de Midway”. En este sentido, una de las mayores virtudes que cuenta el film de Hathaway reside en el rasgo intimista que reviste todo su conjunto. Un elemento este que no le impide intercalar detalles y convenciones inherentes a este tipo de producciones –la foto de la novia que preside el pequeño rincón del camastro de un joven soldado, y que nos indicará que será uno de los finalmente fallecidos en la lucha-, aunque no es menos cierto que las intenciones de la película se centran en establecer una crónica en voz baja, procurando atender a la psicología de sus soldados, sus miedos y salidas de tono, o la genial idea de introducir un personaje que es un joven y atractivo actor de cine –Hallam Scott (el siempre infravalorado William Eythe)-, ofrecerá indudablemente por un lado un elementote singularidad e interés, mientras que de manera complementaria no hará más que rendir tributo a tantos hombres de cine que lucharon en la contienda –de hecho, tal sugerencia partió de la intención de su productor, Darryl F. Zanuck-.

 

A partir de estas premisas, el espectador pronto advertirá la incomodidad de los soldados, a los que se les ha ordenado que cuando se encuentren en sus vuelos con aparatos japoneses en modo alguno respondan su previsible ataque y, antes al contrario, procuren huir de estos. Evidentemente, una orden de estas características no es bien recibida por los soldados al mando, y es algo que tendrá su más alto elemento de tensión al recibir estos aviones un ataque nipón que llegará a derribar uno de los aviones americanos, impidiendo que sus tripulantes puedan salvar sus vidas –el breve fragmento en el que vemos como los pilotos intentan escapar del accidente, abriendo ya en el mar la lancha salvadora, mientras que uno de ellos intenta rescatar al piloto herido, y de nuevo una ráfaga de fuego enemigo los remate definitivamente, es realmente magnífico-. Tras este golpe contra la tripulación, el capitán Waddell (Bickford) anunciará finalmente a sus soldados las verdaderas razones por las que han tenido que actuar así, indicándoles cuales van a ser sus objetivos, ya en plena contienda bélica. La noticia será acogida con entusiasmo por los soldados; para ellos supone entrar en guerra y combatir con los nipones. Sin embargo, pronto advertirán que esos deseos y entusiasmos llevan muy dentro la previsible simiente de una tragedia, eso si, ofrecida para el triunfo de las tropas aliadas sobre las japonesas. Así pues, los mandos enviarán a luchar contra los portaviones que en gran número mantiene la armada japonesa, faceta en la cual han advertido a los soldados del enorme riesgo que tiene la misión. Estos la asumen con optimismo, pero muy pronto se darán cuenta de que están viviendo un auténtico infierno, siendo constantes las bajas.

 

En este contexto, Hathaway tiene la brillante idea de mostrar el impacto de la infernal batalla, no solo desde los puntos directos en el aire y el agua sino, sobre todo, planteando una larga y angustiosa secuencia, desarrollada y montada dentro de las diferentes dependencias del portaviones protagonista, y en donde gracias a la conexión con las ondas de radio provenientes de los aviones, todo el personal de la nave asistirá conmocionado a un relato que no llegan a observar físicamente, pero sí sienten con una cercanía casi dolorosa. Toda una lección de aplicación del off narrativo, que definitivamente eleva el mediano interés que hasta entonces ha definido la película. Y es que una vez se produce el retorno de los aviones supervivientes, se plantea sobre todo la desaparición del que portaba Scott, y en donde se encontraba el pequeño Beezy (Richard Jaeckel). Ello nos llevará a estos perdidos aviadores, que desconocen en su huída el actual estado de la operación, y que reflexionan –otro de los tripulantes ha muerto-, ante la previsible inminencia de sus muertes, que solo podrían intentar solventar al conectar la radio, rompiendo con ello una orden rigurosa. La breve secuencia es magnífica, en la medida que nos transmite al mismo tiempo esperanza y desolación, una dualidad de sentimientos que tendrán en el portaviones los que escuchen los ruidos del avión, pero que tampoco desean romper la orden de levantamiento, al objeto de no ser atacados por los japoneses. Nuevamente en off, escucharemos los últimos ruidos del aparato y su caída al agua, presumiendo que sus ocupantes han muerto en la caída.

 

Pese al acatamiento de las órdenes, un sentimiento de malestar e impotencia recae sobre Wadell, quien intentará explicar a sus súbditos que en la guerra no hay amigos, y que en ocasiones por dejar morir a unas pocas personas, se pueden salvar muchas vidas. Sin embargo, en medio de una tensión que no tiene visos de remitir, informan a los allí presente que han podido rescatar vivos a Scott y Veis. Un soplo de cierto optimismo registrará el sentimiento humano de este portaviones, representando el triunfo contra los japoneses en Midway, y en el que Hathaway dio vida un producto convencional y atractivo a partes iguales, que sin duda no cabe situar entre lo más valioso de su trayectoria pero que, eso sí, aporta en su interior dos fragmentos del más alto nivel.

 

Calificación: 2’5

THE LAST SAFARI (1967, Henry Hathaway) El último safari

THE LAST SAFARI (1967, Henry Hathaway) El último safari

Dentro de mi reconocida y nunca abjurada admiración hacia la trayectoria cinematográfica de Henry Hathaway, confieso que durante bastantes años he estado al tanto de poder acceder a una película –THE LAST SAFARI (El último safari, 1967)- que podría ser hasta cierto punto definitoria del carácter crepuscular que en aquellos años iba a ofrecer su cine. Una película enclavada dentro de un periodo que personalmente considero demostró que el veterano director supo navegar dentro de las convulsiones que el cine norteamericano definía en aquellos años, logrando un conjunto de películas en las que –integrándose dentro de estas constantes-, el nivel de las mismas no quedó mermado. Esa circunstancia ha permitido que la valoración del cine de Hathaway lograra mantener uno de los rasgos que finalmente han quedado como identificativos de su estilo; la regularidad de su nivel. En este sentido, las películas realizadas en la década de los sesenta por el director se caracterizan, en líneas generales –además de por sus intrínsecas cualidades-, por el hecho de sortear modas y tendencias vigentes en aquel momento dentro del cine USA, integrándolas en unos títulos que al mismo tiempo lograban trasladar el regusto a cine clásico. Es por ello que esperaba con verdadero interés poder contemplar THE LAST SAFARI, con la esperanza de encontrar en ella uno de los títulos del cine de aventuras más interesantes de la segunda mitad de los sesenta, al tiempo que uno de los exponentes más personales del cine de su realizador. Lamentablemente, mis expectativas no se han visto ratificadas. Sin llegar a afirmar con ello que nos encontremos ante un título sin interés, lo cierto es que la intensidad y sabiduría habitual en el cine del realizador –que pondría en práctica en otros títulos posteriores a mi juicio más logrados-, solo se manifiesta con verdadera fuerza en el tercio final del metraje.

 

Estamos ubicados en una Kenia casi, casi, convertida en un paraíso para turistas adinerados. Hasta allí se desplazará Casey (Kaz Garas), un joven y exitoso empresario norteamericano que, imbuido de un afán de descubrir la esencia de la aventura, y acompañado por la joven Grant (Gabriella Licudi), se afanará en vivir una serie de vivencias relacionadas con la caza, quizá para intentar llenar de experiencia una andadura vital que –presumiblemente-, se ha revelado hasta entonces tan dominada por el éxito fácil como la insustancialidad. En esas intenciones topará con la oposición inicial que le ofrece Miles Gilcrist (Stewart Granger), un veterano cazador que se ha ofrecido a acompañarle y que incluso llegará a renunciar a su licencia. El joven americano pensará que esa negativa se ha producido por una cuestión personal hacia él, pero la realidad le llevará a entender que esta actitud se debe a un hastío existencial del ya cansado superviviente de una manera de entender la vida, y que ha quedado traumatizado desde hace un año, cuando un gran amigo suyo –fotógrafo en medio de una cacería- murió trágicamente debido –aparentemente- a una negligencia suya, dentro de la estampida de una manada de elefantes. Una serie de aventuras llevarán a Casey y Grant –y con él, al propio espectador- a comprobar –en su obstinado deseo de servir a Gilcrist en la cacería que desea culminar, eliminando a ese elefante que tanto le atormenta-, la débil frontera que separa un modo ya periclitado de entender la aventura y el riesgo. Esa Kenya que recorren los protagonistas de la película está llena de indígenas que discurren con gafas de sol, portan llamativos relojes, y se entusiasman escuchando por la radio música sixties y bebiendo “coca-cola” mientras simulan su autenticidad como aborígenes. En ese contexto, la escasa empatía que define la relación entre el joven americano y el hastiado cazador, finalmente dejará paso a una moderada complicidad, que finalmente se transformará en un indicio de que entre ambos, pese a que quizá ya jamás se vuelvan a ver, el recuerdo de su oponente quedará remarcado con un sentimiento de amistad. Gilcrist finalmente no matará a ese elefante aunque se enfrentará abiertamente a él –exorcizando de este modo el posible atisbo de cobardía que podía albergar su alma-, y Casey retornando a Norteamérica absolutamente transformado. Esa capacidad de evolución llegará incluso a Grant, a quien el realizador dedicará un hermoso momento final, cuando esta se encuentra en el aeropuerto y ha contemplado –son que él lo supiera-, la salida del americano. Desde la nostalgia que sigue manteniendo con este, rechaza la proposición que le formula otro turista, con la mente presente en ese tontorrón y finalmente entrañable aprendiz de aventurero.

 

Como se puede comprobar, el guión del británico John Gay, basado en una novela de Gerald Hanley, está expresamente indicado para que Henry Hathaway lograra extraer del mismo la que podría haber sido su película más personal, al tiempo que quizá una de las propuestas más interesantes de un género que en aquellos años estaba ofreciendo quizá el último ciclo dorado del género –que abordaría por cierto numerosos exponentes de producción inglesa-. Sin embargo –y es una opinión muy personal-, creo que esas intenciones no se corresponden con los resultados ¿A qué se debe esa relativa insatisfacción? Bajo mi punto de vista esta circunstancia se centra en el desequilibrio tonal que se produce en el conjunto de la película, y que afecta fundamentalmente a la primera mitad de la película. La inclinación por el elemento de comedia –hay incluso detalles iniciales que hacen pensar en una imitación de HATARI! (1962, Howard Hawks)-, con la vertiente central del discurso planteado, a mi juicio no está lo suficientemente bien articulad. Incluso creo que resulta desafortunada –algo que, por ejemplo, el mismo realizador logró resolver con mucho más acierto en la estupenda NORTH TO ALASKA (Alaska, tierra de oro, 1960) e incluso en la posterior 5 CARD STUD (El poker de la muerte, 1968)-,  y a ello quizá no influya en exceso la presencia de momentos filmados con teleobjetivo o la utilización de ocasionales zooms, pero sin duda si que resulta especialmente molesta la constante ingerencia del desafortunado fondo sonoro de John Dankworth –lo cual resulta sorprendente, en la medida que el compositor inglés resultaba por lo general magnífico en sus colaboraciones con Joseph Losey y el conjunto del cine inglés de aquellos años-. Estos elementos, incluyen inicialmente el escaso atractivo que ofrecen la pareja protagonista, que en modo alguno contribuyen a esa química tan buscada siempre por Hathaway como elemento de eficacia en las películas.

 

Esta chirriante confluencia de lo sixtie en medio de un film de aventuras que se pretende crepuscular, lo cierto es que –como antes señalaba- solo alcanza su definitivo engranaje en ese tercio final que aúna distancia y compromiso, autenticidad y lucidez. Es a partir de entonces, cuando la cámara del realizador logra hacernos creíbles e incluso entrañables las motivaciones de sus principales personajes, e incluso la ocasional –muy ocasional- lucidez que hasta entonces ha manifestado ese norteamericano prepotente, deseoso de vivir a golpe de talonario la esencia de la aventura, se nos convierta en un ser digno de nuestra consideración, y cuando retorne a su tierra veamos en él el semblante de quien se ha transformado en un ser humano tras esta búsqueda. Es más, incluso la película nos permitirá apreciar la autenticidad de su joven compañera de viaje, en esa secuencia final llena de carga emotiva.

 

Irregular, excesiva en la incorporación de elementos de moda sesentera junto a una de las peores bandas sonoras que conozco, convincente en su tramo final, sinceramente THE LAST SAFARI resulta inferior de lo previsible, aunque afortunadamente tampoco puede decirse que supusiera el ocaso en la inspiración de su realizador. Títulos posteriores suyos, como TRUE GRIT (Valor de ley, 1969) o SHOOT OUT (Círculo de fuego, 1971), nos harían ver que su destello como hombre de cine todavía seguía brillando de forma tan ocasional como contundente.

 

Calificación: 2’5

SPAWN OF THE NORTH (1938, Henry Hathaway) Lobos del norte

SPAWN OF THE NORTH (1938, Henry Hathaway) Lobos del norte

Para todos aquellos que quisieran elaborar una antología del cine aventuras clásicas generadas en el cine norteamericano de siempre, es indudable que se realizara esta de la forma que se quisiera, de un modo u otro la figura de Henry Hathaway debería tener lugar de preferencia, unido a otras figuras como las de Howard Hawks o Raoul Walsh. Puede que Hathaway pudiera ligarse en la comparación en representatividad y extensión a Hawks en su aportación a la aventura cinematográfica en diferentes vertientes, pero ello no le evita su obligada consideración como uno de los referentes ineludibles del género –también lo fue del western o incluso, en menor medida, del cine policiaco-. Son muchos los títulos que avalan esta afirmación, y uno de ellos sería SPAWN OF THE NORTH (Lobos del norte, 1938), en el cual ese aliento y esa sensación de sinceridad cinematográfica puesta en práctica dentro de este vertiente cinematográfica, en sus mejores momentos logra sobrepasar los elementos de producción hasta erigirse como un hermoso canto de amistad, tan frecuente por otro lado en las mejores manifestaciones de la aventura plasmada en la pantalla.

 

Desde sus primeros fotogramas el film de Hathaway deja bien a las claras su expresión como una historia de amistad, manifestada entre dos caracteres contrapuestos y complementarios. Por un lado nos encontramos con Jim (Henry Fonda), un joven definido en la lógica y el respeto a la sociedad, mientras que en su oposición encontramos a Tyler (George Raft), marcado por su carácter extrovertido y un afán de progresión rápido que le llevará a coquetear con actividades delictivas. Ambos sin embargo han sido amigos desde su infancia y desarrollan sus aventuras vitales en el entorno marino de la captura de peces en la frontera de Alaska. Ante la pantalla rápidamente advertiremos la fuerte relación que une a ambos jóvenes, al tiempo que detectamos la oposición de sus caracteres. En este encuentro en alta mar ya tendrá acto de presencia el siniestro Red (Akim Tamirof), quien más adelante ejercerá como detonante al enfrentamiento de Tyler con su mejor amigo y con el conjunto de la sociedad. Los dos amigos regresarán a la localidad pesquera en la que residen, donde conoceremos las personas que les rodean. Desde Nicky (Dorothy Lamour), la compañera sentimental de Tyler, hasta la foca que acompaña a este y se convierte en un compañero inseparable de todos ellos. En este sentido, el fragmento en el que los dos amigos viven un baño junto a la divertida foca y junto a su vivienda, supone una página llena de sinceridad y placidez cinematográfica. En este sentido, hay que señalar que el desarrollo de SPAWN… se caracteriza por ir evolucionando progresivamente hacia un tono más sombrío, hasta alcanzar una densidad dramática centrada en el desengaño y la oposición que irá nublando la sincera amistad que hasta entonces ha definido la andadura de los dos protagonistas. Cierto es que el género había vivido ya entonces exponentes de esta circunstancias –de la mano de Hawks, sin ir más lejos, con TIGER SHARK (Pasto de tiburones, 1932)-, pero nadie puede negar que pese a cierto apergaminamiento de producción, el film de Hathaway ha logrado mantener despierta la llama de la sinceridad de este enfrentamiento que esconde la expresión de un contraste de modos de entender la vida, el progreso, la libertad y el respeto a la colectividad.

 

Lo importante a este respecto se centra en la destreza cinematográfica con la que el ya avezado realizador sabe plasmar los conflictos del relato, modular las inflexiones del mismo, y conducir su devenir a través de puro cine. En este sentido, me gustaría destacar por su fuerza secuencias tan revestidas al mismo tiempo de placidez y tensión, como las que describen el encuentro de las diferentes embarcaciones ante el glaciar, y los modos utilizados –cantando en voz alta- para lograr desprender fragmentos del mismo. Momentos tan terribles –dominados además por una elipsis que proporciona el debido dramatismo a la situación- como el encuentro de dos pescadores piratas, que confluye con el traslado de sus cadáveres hasta el salón de la localidad –el cuervo amigo de uno de los muertos lo identificará y se posará encima de su cadáver; la elipsis nos ha evitado contemplar la ejecución de estos por parte de los pescadores-. O situaciones finalmente tan incómodas como el encuentro de Jim ante Tyler, al que acribillará –es impresionante el primer plano sostenido de Fonda-, en un instante definido por su fuerza dramática, o la previa del cumpleaños de Jim, en el que pese a la ausencia de Tyler será un rasgo casi insalvable –y en ello la cámara de Hathaway sabe penetrar en la sensación que dicha ausencia marca en los presentes-, de la cual el deseo latente de Jim no gozará de buen augurio al no verse cumplido en el rito de soplar las velas de su tarta. A partir de un contexto casi irremediablemente tenso, cuanto Tyler ha quedado herido y degradado antre sus compañeros de profesión, tal vez no le quedara más opción que redimirse luchando contra el mayor enemigo de la legalidad en la zona. Ese Red con quien viajará aparentemente a su lado Tyler, pero al que en un momento dado logrará encerrar y dirigir la barcaza hacia los glaciares encaminándose a una muerte segura, y con ello apostando por la colectividad, el progreso y la legalidad, aunque ello lleve a este a sacrificar su propia vida.

 

El film de Hathaway merece ser destacado a través de otros rasgos quizá no tan determinantes. En este sentido la ya citada configuración de la película y la propia presencia de esa foca probablemente sirvieron para que, algunas décadas después, el realizador retornara una temática similar con la muy divertida NORTH TO ALASKA (Alaska, tierra de oro, 1960), mientras que ese propio animal sería de nuevo utilizado con una presencia llena de llena de frescura en la misma. Y es digno de ser resaltada la presencia de un animal de similares dimensiones en la estupenda THE WORLD IN HIS ARMAS (El mundo en sus manos, 1952. Raoul Walsh). Pero es que además de todo ello, esa lucha entre pasado y futuro tiene también sus adecuados exponentes en los representantes del periódico local, en los que se establecerá lucidez y mordacidad a partes iguales. Lo cierto es que SPAWN… alcanza todos los ingredientes posibles, definiéndose como un relato de ratificación de la amistad en un contexto duro y natural, en el que además el lado optimista de su primer tercio, pronto dejará pasado a un drama psicológico en el que las acusaciones y enfrentamientos llevarán a un inevitable estallido violento.

 

Sin duda, estamos ante uno de los títulos de aventuras más atractivos de Hathaway en los años treinta, y una película además totalmente representativa de ciertas corrientes temáticas muy practicadas en el cine de aventuras de aquel tiempo.

 

Calificación. 3

RAID ON ROMMEL (1971, Henry Hathaway) Comando en el desierto

RAID ON ROMMEL (1971, Henry Hathaway) Comando en el desierto

Antepenúltima película de ese nunca suficientemente bien reconocido maestro del cine de evasión que fue Henry Hathaway, RAID ON ROMMEL (Comando en el desierto, 1971) es una tan inicialmente insatisfactoria como finalmente estimable propuesta de cine bélico. Un título que acusa claramente sus limitaciones de producción –montaje en ocasiones abrupto, recurso un tanto chapucero a imágenes de archivo-, la deuda con diversos tics visuales habituales en los inicios de los setenta –la presencia de algunos molestos zooms que se producen desde los primeros compases del film-, y al mismo tiempo se erige como un exponente de una corriente frecuentada en el cine de género de aquellos años tan convulsos para el cine norteamericano, y en la que se implicaron cineastas veteranos como Robert Aldrich o André De Toth, por citar dos nombres concretos que me vienen a la mente. Tanto en el cine bélico, como en el de aventuras o el western, profesionales como los citados y bastantes otros procedentes de generaciones veteranas, se embarcaron en proyectos un tanto a contracorriente, en ocasiones incluso al margen de los modos de producción habituales, recurriendo a coproducciones y el rodaje en escenarios europeos, para una serie de títulos que mostraban una mirada acre y desesperanzada sobre la condición humana. Daba igual que los plasmara Richard Brooks con BITE THE BULLET (Muerde la bala, 1975) o la previa THE PROFESIONALS (Los profesionales, 1966), Richard Fleischer con THE SPIKES GANG (Tres forajidos y un pistolero, 1974) o MANDINGO (1975), o Robert Aldrich en TOO LATE THE HERO (Comando en el mar de china, 1970). Todos ellos coincidieron, con mayor o menor acierto, en una visión nihilista y lejana a la que se había manifestado dentro del cine norteamericano de periodos precedentes. Es más que probable que su progresiva condición de desplazados en una industria que cambiaba –y para mal-, les forzara a abandonar ese clasicismo que les había permitido buena parte de su esplendor profesional.

A esa corriente se adhiere Hathaway en esta película imperfecta y abrupta, pero que poco a poco engancha y prende en el espectador. Que carece en su reparto de atractivos más reseñables que la presencia de un Richard Burton en uno de los peores momentos de su carrera –su trabajo, por otro lado, es muy correcto-, pero que con la sequedad de un relato simple, nos muestra la aventura emprendida por un grupo de prisioneros ingleses dirigidos por el capitán Foster (Burton). Todo ello, para lograr encontrar un flanco en el norte de África, intentando con ello el contraataque a las tropas del III Reich que comanda Rommel, y que hasta entonces han definido la campaña nazi en la II Guerra Mundial. Se trata de la lucha por la destrucción de Tobruk, que permita el avance de los aliados. En esa tesitura se encuentra el infiltrado Foster, logrando a partir de unas premisas enormemente hostiles, reconducir la situación y llegar a hacer realidad su idea, aunque finalmente sea a costa de su propia vida y la de su compañero, el jefe médico.

No puede decirse que nos encontremos ante una propuesta novedosa. No es este el camino que toma Hathaway en una historia que habla del sacrificio, el esfuerzo, la lucha contra la adversidad y también, y de forma muy sutil, de la propia inconsistencia del hecho bélico y las semejanzas y admiraciones que se pueden producir entre personajes aparentemente antitéticos. En ese sentido, creo que la aportación más interesante que proporciona la película, reside en la vinculación que se establece entre el inglés responsable de medicina de los prisioneros y el propio Rommel, a partir de la común afición de ambos por la filatelia –la secuencia en la que se descubre esa afinidad, ante la atónita mirada de Burton, está espléndidamente filmada en función de interacción de sus protagonistas-. Ese hábil elemento de guión –que Paul Verhoeven retomará curiosamente en la reciente ZWATBOEK (El libro, negro, 2006)-, es el que proporciona a la película su matiz reflexivo brindando una mirada irónica que, si bien no está aprovechada en la medida de sus posibilidades, lo cierto es que en su conjunto permite que la película adquiera una cierta personalidad.

Lo cierto es que RAID ON ROMMEL supone al mismo tiempo una reactivación de elementos presentes en anteriores títulos del ya veteranísimo realizador. Desde la recurrencia al personaje del célebre militar alemán –al que es evidente Hathaway demostraba una notable admiración, y que fue la base de su estupenda THE DESERT FOX: THE STORY OF ROMMEL (Rommel, el zorro del desierto, 1951)-, o la presencia de esa chirriante joven italiana, que recuerda poderosamente a la Gabriella Licudi de THE LAST SAFARI (El último safari, 1967). A partir de esas similitudes de la desigualdad de su desarrollo, de una impecable planificación en pantalla ancha que acierta cuando se acerca a sus personaje y deviene impersonal en secuencias generales que parecen rodada por una segunda unidad, o a la estupenda utilización que se hace de ese promontorio siniestro que hay que combatir en la batalla final, todo confluirá de forma tan siniestra como lógica. Será en una estupenda conclusión, desesperanzada pero de matiz cáustico, en la que los dos protagonistas deciden inmolarse para llevar a buen fin la operación, y que se alejarán de la cámara en un –en esta ocasión eficacísimo- zoom de retroceso que les dejará rodeados de unos iracundos y combatidos alemanes, el film de Hathaway revela al mismo tiempo descuido formal e implicación. Una auténtica serie B de inicios de los setenta, que no puede decirse se encuentre entre sus mejores títulos –ese mismo año el director firmó un estimulante western; SHOOT OUT (Círculo de fuego, 1971)- pero que, aún con todos sus desequilibrios, revela en sus mejores momentos la raza de su realizador.

Calificación: 2’5

DIPLOMATIC COURIER (1952, Henry Hathaway) Correo diplomático

DIPLOMATIC COURIER (1952, Henry Hathaway) Correo diplomático

Henry Hathaway no falla. Cada reencuentro u oportunidad de contemplar alguna de sus películas asegura un resultado lleno de ritmo, personajes bien definidos y un general uso espléndido de las secuencias en exteriores. Hathaway siempre ha permanecido en la frontera del olimpo de los grandes, pero sin alcanzar esa gracia suprema, en buena medida debido a la ausencia de obras maestras en su filmografía. Pese a esta relativa limitación, el nivel medio de la misma es muy elevado y bastante más homogéneo que el de otros realizadores más prestigiosos, quizá capaces de logros superiores, pero caracterizados por una mayor irregularidad en su obra. Esa querencia, esa considerable homogeneidad, le ha permitido legar títulos clásicos en el western, el cine de aventuras o también el género policiaco en sus diferentes derivaciones. Un género este en el que se prodigó con espléndidos resultados en su larga vinculación con la 20th Century Fox durante las décadas de los cuarenta y cincuenta.

Uno de dichos exponentes es DIPLOMATIC COURIER (Correo diplomático, 1952), que combinaba ecos del cine policíaco verista puesto en práctica pocos años antes por el propio Hathaway, con ecos indudables de unas tendencias y rasgos temáticos heredados del éxito de THE THIRD MAN (El tercer hombre, 1949. Carol Reed). Como quiera que quizá sea uno de los escasos seres de este planeta que no veneran este clásico del cine inglés –lo que no quiere decir que sea un título desprovisto de interés, simplemente y al igual que sucede con CASABLANCA (1942, Michael Curtiz), me parece un título hipervalorado-, entenderán que en esta última vertiente quizá aprecie tanto el naturalismo con que el director norteamericano describe el desarrollo de la propuesta en Trieste, como el manierismo existencial manifestado por Reed –que creo se mostró mucho más afortunado en la previa y excelente ODD MAN OUT (Larga es la noche, 1946)-, y la permanente sombra de Mr. Welles en la mencionada THE THRID MAN.

El film de Hathaway se erige según va transcurriendo su peripecia, en una interesante digresión sobre la relatividad del valor de la vida humana, en un marco donde aparentemente para salvar miles de estas no importa dejar perder aquellas que individualmente se han quedado por el camino. Ese es el rasgo genérico que llevará al casi flemático correo diplomático Mike Kells (Tyrone Power), a vivir una aventura que finalmente modificará su percepción de la existencia –algo que se manifestará en esa segunda oportunidad que tiene de alcanzar un nuevo tren en los instantes finales-. Kells es un hombre metódico lleva dos relojes para tener a mano los horarios correctos con los que efectúa sus misiones en distintos países, salvaguarda las valijas con un eficaz sentido de la salvaguarda, y se revela claramente eficaz en su labor casi rutinaria. Pero en un momento determinado será elegido como enviado para recoger el informe secreto que le envía un espía norteamericano situado tras el telón de acero –Sam Carew (James Millican)-, al que le une una larga amistad. El contacto ha de realizarse en la estación de Salzburgo pero su interlocutor lo evitará, teniendo Mike que seguirlo tomando el tren al que ha subido este. Hasta entonces, el protagonista parece uno de los simpáticos personajes hitchockianos –en estos momentos iniciales, sus rasgos inducen a pensar en el Cary Grant de la posterior NORTH BY NORWEST (Con la muerte en los talones, 1959). En el trayecto en tren seguirá dando pruebas de su personalidad casi maniática, anotando en una agenda todo aquello que le resulta extraño, hasta que en un apagón del tren y mientras este discurre por un largo túnel, vislumbra que su amigo y contacto está siendo asesinado. El argumento cobra un nuevo giro, que implica a Mike en una peligrosa aventura dirigida y amparada en la sombra y la frontera de la legalidad por el coronel Cagle (Stephen McNally), perteneciente a las fuerzas estadounidenses. Una aventura que le llevará a un entorno como el de Trieste, que en sus calles casi “respira” ese aire fronterizo, falsamente pacífico y de “tierra de nadie”, sobre el que sobrevuela el aroma de los bloques occidentales y soviéticos enfrentados, en las vísperas de una invasión a Yugoeslavia.

En este contexto, Kells deberá agudizar su ingenio e intuición –que es lo que mantiene de la personalidad que siempre ha sobrellevado-, para obtener la información que portaba el asesinado, sorteando la sombra y el ataque de los espías soviéticos, y ejerciendo como auténtico “conejo de indias” para las fuerzas norteamericanas. Pero idéntica dualidad deberá mantenerla ante las dos mujeres que surgirán a su encuentro en esta misma secuencia. Todo se desarrollará en un juego de apariencias, medias verdades y falsedades, al modo de unas cajas chinas ante las cuales el pacífico correo que encarna con tanta prestancia y convicción Tyrone Power, tiene que poner constantemente a prueba unas capacidades de intuición que quizá sean posible precisamente por no haber pertenecido activamente en el mundo del espionaje –algo que finalmente le reconocerá con cierta admiración McNally, imbuido de la fría lógica del oficio-.

DIPLOMATIC COURIER es trepidante y destaca ya en los primeros minutos –tras una presentación en la línea verista antes señalada y característica del policíaco de la Fox-, por los elementos de comedia que se manifiestan en la interacción del protagonista con la mundana y elegante Joan Ross (Patricia Neal) en el vuelo de USA a Strasburgo y, fundamentalmente, en las magníficas secuencias que se desarrollan en el trayecto en tren. Un breve fragmento en el que destaca el juego de tensiones que se establece en los gestos y miradas desarrolladas en el comedor del vagón entre Kells, Carew, los dos matones que siguen a este último y esa mujer con la que coincide el primero –Janine (Hildergard Knef)-, que pronto advertimos tendrá una gran importancia en la historia. Las secuencias ferroviarias tendrán una conclusión espléndida con el flash del asesinato de Sam a manos de los dos espías soviéticos, proporcionando a la peripecia un perfil inquietante y siniestro. Será ese el inicio real de una odisea narrada con enorme convicción y ese sentido del espectáculo cinematográfico para públicos adultos tan propio de la obra de Hathaway en la Fox. Sus imágenes nos llevarán hasta un extraño imitador masculino de Carmen Miranda y la Bette Davis de ALL ABOUT EVE (Eva al desnudo, 1950. Joseph L. Mankiewicz), a una persecución y pelea del protagonista en la ruinas de un teatro romano, a una inevitable exhibición del torso desnudo de Power, o a la presencia en calidad de incipientes secundarios de Charles Bronson y Lee Marvin. Todo ello, en poco más de hora y media de ejemplar precisión narrativa, urdida por un Henry Hathaway en plena forma, con una espléndida iluminación en blanco y negro de Lucien Ballard, y en la que solo se echa de menos una mayor presencia en pantalla de Patricia Neal y también una superior elaboración de su personaje –quien, por cierto, alcanza una singular química con Power-.

Calificación: 3

THE BLACK ROSE (1949, Henry Hathaway) La rosa negra

THE BLACK ROSE (1949, Henry Hathaway) La rosa negra

Si hay algo que no se le puede negar al cine firmado por Henry Hathaway es su amenidad. Al margen de su experiencia y una serie de cualidades quizá aún no suficientemente valoradas, reconozco que entre las más de treinta películas que he visto suyas quizá no haya encontrado una sola obra maestra pero la gran mayoría de ellas son estupendos ejemplos de sabiduría cinematográfica aplicada a los más diversos géneros –western, aventuras, policíaco, etc- al tiempo que un prototipo de amenidad como tales espectáculos.

Es por esa especial confianza en la personalidad cinematográfica del veterano realizador y pese a ciertas referencias nada halagüeñas sobre su resultado, que acometí el visionado de esta THE BLACK ROSE (1950) –LA ROSA NEGRA- con bastantes reservas. Reticencias estas que con todas las matizaciones que se puedan señalar fueron disipándose muy pronto en un relato que si bien entra de lleno en las características del film de aventuras medievales realizado en Gran Bretaña en aquellos años, no es menos cierto que logra zafarse de esa pesadez que invadía otras producciones compañeras suyas de contexto genérico.

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Nos encontramos en la Inglaterra del Siglo XII. La rivalidad entre sajones y normandos es algo que se palpa en los parajes rurales. Un ejemplo de ello lo constituye la rebeldía existente entre el joven sajón Walter de Gurnie (Tyrone Power) –hijo ilegítimo de un caballero fallecido que posteriormente serviría a los normandos-, que muy pronto se alía con el que será infatigable compañero Tritram Griffin (Jack Hawkins). Ambos decidirán un largo viaje al Oriente en el que toparán con un general mongol -Bayan (Orson Welles)- con el que aprenderán su crueldad en la lucha, su inteligencia y sus pragmáticas premisas: “yo solo creo en lo que veo”, afirmará. La especial relación que se establece entre Gurnie y Bayan llevará al veterano guerrero a enviar al inglés a una misión de negociación con el imperio chino. De forma paralela una joven inglesa –Maryam (Cécile Aubry)- será protegida por el sajón aunque está no reprimirá sus sentimientos amorosos hacia él.

Como se puede establecer por este sencillo recorrido argumental, THE BLACK ROSE se ofrece como una extraña simbiosis entre el film de aventuras medievales y un recorrido espiritual del personaje protagonista del relato –destinado al experto Tyrone Power que ya había encarnado un papel de similares características aunque ambientación contemporánea en la excelente EL FILO DE LA NAVAJA (The Razor’s Edge, 1946. Edmund Goulding) también para la Fox. Puede que esa interrelación chirríe en ocasiones –en la película se echa de menos aclarar la verdadera razón que incita a Gurnie a viajar a Oriente-, pero no es menos cierto que Hathaway sabe dotar de fluidez y adecuado ritmo el desarrollo del film, apoyando su relato en elementos claramente visibles.

Uno de ellos es la extraña relación que mantiene Gurney con su abuelo –Alfgar (estupendo, como siempre, Finlay Currie)-. Este por promesa que hizo años atrás a su hijo, no se dirige personalmente a su nieto, lo que provoca divertidos momentos de comedia al comunicarse casi absurdamente transmitiiendo sus mensajes a un criado, brindando finalmente un emotivo momento en la reconciliación final entre ambos.

Por supuesto, THE BLACK ROSE confirma –aunque de forma mucho más intermitente que otros títulos suyos-, la pericia de Hathaway con el uso del paisaje, que generalmente es insertado en planos generales a modo de introducción de los diferentes capítulos en los que se desarrolla el film. Por su parte la introducción del personaje del general Bayan permite establecer una extraña relación de mutua admiración entre ambos, y más allá de ofrecer el show histriónico de Orson Welles –aquí bastante eficaz-, introduce en el film una oportuna reflexión del poder de la fuerza o la inteligencia y una contraposición entre el pragmático militar y el refinado inglés, concluyendo con una secuencia de despedida realmente entrañable. Este largo fragmento de la historia incluye una secuencia de prueba a la que se somete a Gurney, estupendamente planificada y llena de tensión y en la que por otra parte no se evitará la inveterada manía de mostrar siempre el torso de Power en sus films.

El viaje iniciático del sajón y su compañero en Oriente tiene su progresión con la aventura en China por encargo de Bayan –que prefiere negociar antes que invadir el territorio-, episodio que concluirá con la muerte de Griffin –en una bella secuencia que Hathaway resuelve con apenas dos planos (uno general en el que vemos la tumba del fallecido en las afueras de las murallas chinas) y una elegante elipsis que devuelve repentinamente al protagonista a Inglaterra-. La película concluirá con el ya señalado reencuentro entre Gurney y su abuelo; el sajón ha superado en este viaje su odio a los normandos y ofrece los conocimientos adquiridos en su peripecia oriental al rey Eward (normando) que conoció con recelo en uno de los primeros momentos de la historia. Este –encarnado con especial aplomo por Michale Rennie-, posibilita su ordenación como caballero en una breve secuencia llena de eficacia.

Pese al interés general de la película, no sería justo sin embargo omitir un elemento que marca su mas evidente lastre. Este no es otro que la molesta relación existente entre Gurney y la jovencísima Maryam en una subtrama que en modo alguno trasmite credibilidad en su plasmación cinematográfica. En cualquier caso y sorprendiendo su look al venir de la mano de un Hathaway prácticamente salido de rodajes de sus célebres films policíacos para la Fox, no solo demuestra su reconocida versatilidad sino su talla como director siempre merecedor de estar en puesto de salida de lo más grandes.

Calificación: 3