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CINEMA DE PERRA GORDA

Jean Renoir

LE CAPORAL ÉPINGLÉ (1962, Jean Renoir) [El cabo atrapado]

LE CAPORAL ÉPINGLÉ (1962, Jean Renoir)  [El cabo atrapado]

Nos encontramos en el inicio de los 60, donde a mi modo de ver el arte cinematográfico se encontró ante una de sus cimas. Sería un cénit que se produciría en la confluencia de la emergencia de toda una generación de nuevos realizadores, en las principales cinematografías del mundo. Y, junto a ello, se produciría la casi ritual retirada de grandes cineastas, parte de los cuales proporcionaron obras testamentarias, que en buena medida han pasado a la historia del cine. Pues bien, uno de dichos exponentes lo manifestaría el francés Jean Renoir con LE CAPORAL ÉPINGLÉ (1962) coronando con ella una filmografía que, en líneas generales, no vivió en sus últimos exponentes demasiados timbres de gloria.

Estimada como una singular derivación de una de sus grandes obras -la lejana en el tiempo LA GRANDE ILLUSION (La gran ilusión, 1937)- en esta ocasión su argumento -en el que también participaría de manera anónima Charles Spaak- traslada el ámbito de la I Guerra Mundial a la II. En el extraordinario título antes señalado, la cercanía y el pálpito de una cercana contienda, nos trasladará a la propia atmósfera política que se vivía en la Francia del Frente Popular- Por el contrario, su contraposición se centró en una sociedad de inicios de los sesenta, anclada ya en un periodo de progreso, y a nivel cinematográfico imbuida por completo en el influjo de su Nouvelle Vague. A partir de ese entorno, la película se inicia con la equívoca severidad del tema musical de Joseph Kosma y la presencia de terribles imágenes documentales, que contrastará de manera rotunda con la plasmación de la cotidianeidad de la invasión nazi a Francia de 1940. En dicho contexto nos adentraremos en las vivencias de un acomodado cabo, encarnado brillantemente por Jean Pierre Cassel, quien junto al humilde Pop (Claude Brasseur) y el temeroso Ballochet (Claude Rich), se encuentran confinados como presos en un campo destinado en tierra alemana. Será en un ámbito donde el primero de ellos no dejará a lo largo de la película de prolongar sus tentativas para huir del mismo, siendo en todas las ocasiones vuelto a detener, sometido a castigos y reinsertado en dicho entorno.

Hay dos elementos que operan en contra de LE CAPORAL ÉPINGLÉ. El primero, la falta de intensidad que alberga buena parte de su metraje y unido a ello, la sensación de reiteración que se establece en la reiterada peripecia de huidas -que, por cierto, en LA GRANDE ILLUSION se omitían al espectador-. Ello da pie, unido a la atonalidad que brinda la iluminación en blanco y negro de Georges Leclerc, a una sensación de poco estimulante desdramatización que, en algunos instantes, deriva incluso en la búsqueda de cierto sentido del humor chusco y de escasa efectividad. No soy el primero en señalar que se puede detectar con facilidad un cierto grado de senilidad en la apuesta humanística de Renoir, en este caso ahogada por la sensación de reiteración y, sobre todo, carencia de spirit, que se ve reforzado por una puesta en escena apagada y en buena medida complaciente. Es por ello que se va teniendo en buena medida una cierta percepción de película apagada y sin fuerza. Como aquello que en sus mejores momentos dotó de personalidad al cine de Renoir -siempre más irregular de lo que se le suele reconocer- apenas aparece en una base argumental que parte de la novela de Jacques Perret y que, en más momentos de lo deseable, da la impresión de que estar filmado por cualquier realizador de segunda fila. Es más, a la hora de definir a la fauna humana que encarna a los oficiales nazis, todo queda envuelto en un contexto de escasa definición.

Por fortuna, no todo se encuentra a la misma limitada altura. Hay pequeños pasajes y episodios, ya que la película en última instancia se dirime en una sucesión de secuencias dominados por una similar argumentación, que consiguen insuflar vida propia al conjunto. Me refiero, por ejemplo, al que describe el intento de huida del cabo y Pop en un tren, donde se encontrarán con otro huido que se encuentra camuflado como travestido, dando como fruto un episodio en tono de comedia que virará en un aura determinista, una vez el protagonista se introduzca en la cantina e intente huir, planteándose en dicho deseo una sensación de déjà vu ante la joven camarera. Esa presencia de instantes dominados por cierta garra dramática, se verá complementado ante la dura escena confesional de Bachollet, en la que este revela al joven cabo la cobardía que asumió en el primer intento de huida -simulando perder sus gafas- algo que este conocía desde aquel mismo momento. El brillante pasaje intimista tendrá su prolongación ante una deliberada catarsis por el hasta entonces temeroso joven, quien no dudará en exteriorizar una cierta revelación, hasta el punto de decidir fugarse de manera directa entre la noche, sabiendo el cabo que eso supondrá su acribillamiento por parte de la guardia nazi, como así sucederá, en unos instantes dominados por la tensión y una sensación inevitable de tragedia, que se sitúan sin duda entre los más valiosos de su conjunto.

La película también alcanzará una cierta intensidad emocional con la relación que el protagonista mantendrá con una joven enfermera alemana que se encuentra en la ciudad. Se trata de Erika (Conny Froboess), hija de una veterana odontóloga a la que acuden vigilados varios presos con problemas mentales, que, en sus escasos contactos con el cabo, insuflará a este de cierta autoestima y sentimiento de esperanza. La última intentona de fuga del protagonista, se iniciará con una secuencia heredera del nonsense, que por momentos parece sacada del universo de Jacques Tatí, y que, de manera descuidadamente repentina, le trasladará junto a sus dos compañeros al propio despacho de odontología, donde Erika les proporcionará ropa adecuada. Ello dará pie a unos minutos atractivos, donde uno de los huidos será pronto capturado por agentes y los dos restantes se camuflarán en una comitiva funeral y luego en un viaje en tren, donde transportarán la corona que por error se les ha entregado. Serán unos minutos tensos y claustrofóbicos, que de manera inesperada culminarán con un inesperado bombardeo cuando ambos habían sido identificados, en una secuencia de inesperada conclusión, cuando un pasajero borracho proporcione un giro surrealista a la misma. Nos encontraremos en una parte final donde el interés de LE CAPORAL ÈPINGLÉ se eleva de manera definitiva, hasta unos pasajes finales, donde el cabo y Pop se internan por la campiña hasta atisbar la frontera francesa, lograr el apoyo de un matrimonio campesino y, en su última secuencia, sin duda la más hermosa de su conjunto, una vez ambos se encuentren en pleno París, en donde se transmitirá el intenso rasgo de amistad presente entre ambos. Son todos ellos, bloques que permiten definir este último largometraje de Jean Renoir, como un conjunto apreciable, dentro de un conjunto donde aparecen en más ocasiones de las deseables, la sensación de un cineasta carente de ideas.

Calificación: 2’5

LA GRANDE ILLUSION (1938, Jean Renoir) La gran ilusión

LA GRANDE ILLUSION (1938, Jean Renoir) La gran ilusión

Cuando Jean Renoir asume la realización de LA GRANDE ILLUSION (La gran ilusión, 1937) ya atesora bajo sus espaldas más de una quincena de largometrajes, que hunden sus raíces en las postrimerías del periodo silente. Es decir, que nos encontramos ante un cineasta ya suficientemente experimentado, ya que si bien había logrado exponentes interesantes -caso de BOUDU SAUVÉ DES EAUX (1932), LE CRIME DE MONSIEUR LANGE (1935)- puede decirse que asistimos a la primera de sus obras maestras y, sobre, todo el inicio del primer y efímero en el tiempo, gran periodo de su obra. Me atrevo incluso a afirmar que la propia gestación del mismo aparece como fruto de la atmósfera existente en Francia con el triunfo del Frente Popular. Y es que, pese a que su argumento -obra del propio Renoir junto a Charles Spaak- nos traslada al escenario de la I Guerra Mundial, la historia que nos relata, que traslada algunas experiencias personajes previas del propio cineasta como piloto, transmite al espectador el pálpito de la atmósfera que se vivía en el propio momento del rodaje en Francia, mientras la cercana amenaza de Hitler iba ensombreciendo el mapa europeo. Al mismo tiempo, unido a todos estos mimbres, se trata de una de las obras en las que mejor se expresa el humanismo que presidió la obra renoiriana, que en pocas veces como esta tuvo una más brillante plasmación cinematográfica.

Arrestados por el ejército alemán, se reúnen el aristocrático capitán De Boeldieu (Perre Fresnay), el proletario teniente Maréchal (Jean Gabin) y el acomodado judío Rosenthal (Marcel Dalio). Ya desde sus primeros instantes LA GRANDE ILLUSION marca una serie de premisas que se irán extendiendo en el conjunto del relato, como pocas veces podremos comprobar con tanta brillantez en la obra del cineasta francés. Por un lado, la abierta apuesta por la coralidad de su nutrida fauna humana. La elección de la elipsis -en ocasiones de manera deliberadamente abrupta- para hacer progresar su argumento, huyendo en buena medida por pasajes narrativos o incluso episodios que bien hubieran podido inclinarse por crescendos o una cierta épica -no se muestran las tentativas frustradas de huida-. De otra parte, en todo momento la película resaltará en su apuesta por lo cotidiano e incluso lo amable, sin que deje de estar presente el componente inquietante del trasfondo bélico. Y al mismo tiempo, y de manera muy destacada, en sus imágenes convivirá su admirable impronta humanística con una complejísima estructura narrativa que combinará un extraordinario trabajo con la profundidad de campo junto a un muy trabajado uso de la cámara. Un aspecto este capaz de redondear unos extraordinariamente complejos planos secuencia, que se exponen al espectador no solo como fruto de las necesidades dramáticas del relato, sino que surgen con absoluta naturalidad.

Esa cercanía entre la entraña narrativa de la película y la fuerza y sinceridad de sus personajes es la que, en última instancia, otorga la definitiva grandeza a un relato que habla de amistad, de lucha, de respeto y de caballerosidad, en un contexto bélico y fúnebre, pero al mismo tiempo un ámbito en el que dos mundos colisionan. El aristocrático que manifiestan De Boeldieu y el mando alemán representado por el capitán von Rauffenstein (Erich von Stroheim), y la creciente importancia de las crecientes clases obreras que ejemplifica Maréchal -de quien en ciertos momentos se hace ver su cierta incultura-. LA GRANDE ILLUSION se estructura en tres ámbitos, uno inicial que se describe en el campo de prisioneros donde se encuentran confinados por parte del mando alemán. El siguiente se describirá en la enorme fortaleza medieval que regenta de manera directa von Rauffenstein. Y un último bloque, más breve en duración, pero dotado de enorme temperatura emocional, que muestra la huida de Maréchal y Rosenthal, y el encuentro de ambos con Elsa (Dita Parlo), una joven viuda alemana, madre de una niña, que iniciará una insólita historia de amor con el primero.

A partir de esta división de marcos, y de las premisas dramáticas y narrativas antes descritas, el film de Renoir fluye con tanta complejidad interna como autenticidad expresiva, en el que tendrá una decisiva importancia la extraordinaria iluminación en b/n de Christian Matras. La cámara acierta a situarse en todo momento a la altura de sus criaturas, y la perfecta dirección de actores, unido a la entrega brindada por el conjunto de su cast, permite acercarnos a su nobleza y sus debilidades, hasta el punto que el espectador se implica en todo momento en lo que las imágenes nos muestran, permitiéndonos acercarnos a las tribulaciones, alegrías y sufrimientos de todos ellos. Y en ese conjunto lleno de vida y de sensibilidad, encontramos pasajes e instantes tan reveladores como extraordinarios. Como la inesperada presencia de esa corona de flores, que interrumpirá inesperadamente la cálida cena de bienvenida que von Rauffenstein ofrecerá sus prisioneros, en los primeros minutos del metraje. O la extraordinaria complejidad que describirá el plano secuencia que desvelará la voluntad colectiva de los presos a los recién llegados, mostrándoles la boca de ese túnel que parte de la celda, y que parece preludiar la muy posterior LE TROU (La evasión, 1960), ya que cabe recordar que Jacques Becker ejerció como ayudante de dirección en esta y otras obras de Renoir de la época. O el complejísimo travelling lateral que describirá el vitalismo que desprende la tramoya y los ensayos de la representación teatral. O lo sorprendente -y silencioso- que resultará para los reclusos ver a uno de sus compañeros vestido de mujer. O la rotunda frase que pronunciará Maréchal, a la hora de marcar el motivo que más miedo les provoca; “el sonido de sus pasos” -algo que tendrá su ratificación en los últimos minutos de la película, cuando escondido en la humilde vivienda de Elsa, se encuentren agazapados ante la llegada inminente de un destacamento alemán, apunto de descubrirles-.

Pero con ser magnífico lo contemplado hasta entonces, LA GRANDE ILLUSION se prolongará en episodios memorables. Uno de ellos, sin duda, es la emotividad -unido a una reiterada complejidad narrativa- con la que se describe el canto de ‘La marsellesa’ una vez se conoce una conquista por parte del ejército francés, interrumpiendo con ello una divertida función de vaudeville, en las que los presos actúan vestidos de mujer. La oposición entre el tono divertido y farsesco de la función con la inesperada arenga patriótica, unido a la extraordinaria compenetración del uso de una cámara en permanente movimiento y la entrega de los intérpretes, brindan un pasaje conmovedor. Consecuencia de esta inesperada actitud de rebelión, Maréchal será introducido en una celda de castigo. En su dura estancia se producirá otro momento extraordinario, cuando un anciano carcelero se apiade de él y le entregue una armónica para poder distraerse. Por ello, cuando una vez fuera de la celda, el vigilante escuche sus sones, expresará una extraña felicidad.

Uno de los aspectos más justamente destacados en el film de Renoir reside en esa sensación de fin de época que representa el momento vivido para De Boeldieu y von Rauffenstein, ambos representantes de una clase social a punto de extinguirse, aunque se encuentren en esos momentos ante bandos antagónicos. La película lo expresará en algunos de sus instantes, pero, sobre todo, lo albergará en tres magníficas secuencias descritas desde el momento en que los tres presos se encuentran instalados en la fortaleza que dirige el alemán. Se manifestará en un episodio confesional dentro de las dependencias del germano -mientras el alemán cuida la única maceta con flor, de un geranio, que existe en la fortaleza-, donde este confesará la impostura del rol que le ha tocado interpretar, confesando la sincera amistad que profesa al francés. Será algo que ejemplificará la extraordinaria secuencia en la que el segundo huirá por los tejados del castillo, buscando con ello facilitar la huida de sus dos compañeros. En ella, en última instancia el responsable alemán reclamará se entregue y, ante su negativa, le disparará. Ello dará pie a un pasaje excepcional, en penumbra, en las dependencias de von Rauffenstein, mientras allí agoniza De Boeldieu con extraña serenidad. El primero se disculpará por un tiro que iba destinado a sus piernas, mientras el francés asume la cercanía de su muerte incluso con sentido de la ironía. Este expirará y el alemán, desolado, se dirigirá con tanto pesar como recogimiento a la mata que cuidaba la única flor del recinto, que cortará como homenaje a su amigo.

Podríamos señalar esa como una de las grandes escenas de toda la obra de Renoir -y lo es- si no fuera porque aún le sucederá un bloque posterior, absolutamente portentoso. Este plasmará la huida de Maréchal y Rosenthal, en penosas condiciones. Incluso se escenificará un enfrentamiento entre ambos que llegará a plantear, por momentos, la ruptura en la amistad y la separación entre ambos, que pronto contemplaremos, no llegará a certificarse -la manera con la que Renoir lo muestra es magnífica-. Y en medio de una situación casi desesperada, acentuada por la dureza del clima, los dos fugados encontrarán de manera inesperada refugio en la modesta vivienda de Elsa. A partir de ese encuentro, puede decirse que LA GRANDE ILLUSION alcanza tal grado de emoción, de sensibilidad, de precisión y justeza dramática, que escapa a cualquier valoración crítica. El valor de las miradas, el lenguaje de los cuerpos, los pequeños tiempos muertos, la emoción que desprende la modesta y conmovedora evocación de la Navidad. La manera elíptica con la que se describe el contacto sexual entre Maréchal y Elsa. La utilización del escueto espacio escénico, o lo dolorosa que resulta la despedida de este con alguien a quien compartir la posibilidad de un futuro juntos cuando la guerra termine, consagra un capítulo dotado de una cadencia, una intensidad y un pudor emocional realmente insuperable. La película culminará de manera tan abrupta como abierta y esperanzadora. Da lo mismo. Llegados a ese punto, LA GRANDE ILLUSION ya ha dicho y trasmitido todo lo que deseaba, consagrándose como una de las cumbres del cine europeo en dicha década.

Calificación: 4’5

LE CARROSSE D’OR (1952, Jean Renoir) La carroza de oro

LE CARROSSE D’OR (1952, Jean Renoir) La carroza de oro

Tras llegar a una nueva cumbre –nunca igualada- de su cine con THE RIVER (El río 1951), la obra de Jean Renoir asumió un giro visual y expresivo que poco a poco devoró parte de su filmografía posterior. Esa asunción del vibrante color –incorporando un sesgo pictórico consustancial a su familia-, y un determinado grado de complacencia que iría alcanzando un creciente protagonismo, puede decirse que se atisba en muy poco en la estupenda LE CARROSSE D’OR (La carroza de oro, 1952), primera de las tres películas que el cineasta francés dedicó a diferentes contextos de la representación de los sentimientos. Puede que sea esta primera la que más vigencia mantiene, por diversas razones. La primera resida en la propia elección argumental del film, enmarcada en una indeterminada colonia española centroamericana del siglo XVIII, y extendida en un homenaje al mundo de la commedia dell’arte. Nos encontramos, por tanto, en un marco alejado de la complacencia francesa emanada en las posteriores FRENCH CANCAN (Idem, 1954) y ELENA ET LES HOMMES (Elena y los hombres, 1956), lo que permite que pese a los riesgos inherentes a una producción propia del film d’art, no evite que su degustación sea tan placentera como vitalista, en la que se incardinan con notable pertinencia dos de los elementos vectores del cine de Renoir. De una parte, el juego de la representación, es decir, el progresivo desplazamiento de las máscaras que ocultan el verdadero sentimiento humano. Por otro lado, y aunque se sitúe en un segundo término, aparece de nuevo ese planteamiento de lucha de clases que desplegó en buena parte de su obra.

LE CARROSSE D’OR asume en su inicio un planteamiento retomado de la estupenda HENRY V (Enrique V, 1944), la primera de las estupendas adaptaciones de Shakespeare firmadas por Laurence Olivier. Recordemos que en aquella ocasión la película se iniciaba con la presencia de un teatro isabelino, a partir del cual se iniciaba la obra plasmada en la pantalla. En esta ocasión, mayor simplicidad reviste ese plano de acercamiento al escenario teatral que, en buena lógica, se reiterará cuando la función esté casi dispuesta a su conclusión. En su devenir, Renoir despliega su considerable talento -como también algunos de sus pequeños vicios-, al servicio de una trama de tinte tragicómico, que combina el homenaje al mundo de la representación, insertándolo en un contexto vodevilesco que le permitirá, bajo los amables tintes que su trama ligera muestra en primer término, una nueva mirada en torno a los peligrosos límites del amor como representación máxima del sentimiento humano. Todo ello lo manifestará a partir de la incardinación de las pintorescas decisiones del culto y sensible virrey Ferdinand –un magnífico Duncan Lamont-, cuya última y llamativa muestra ha sido el encargo de una fastuosa carroza de oro. La llegada de la misma a la colonia será premonitoria de las intenciones del film, ligándola al advenimiento de una compañía de cómicos, cuya máxima figura es la atrayente Camilla (Anna Magnani). Muy pronto la poderosa égida que esta adquirirá, permitirá que las penurias de la compañía -que han de comenzar sus funciones en un recinto de condiciones deplorables-, se transforme en un contexto de riqueza, siendo deseada por el propio Ferdinand, así como por Ramón (Riccardo Rioli), el torero más famoso de la zona. La situación irá aparejada con el disfrute de una inesperada riqueza para nuestra protagonista, quien pondrá en peligro la estabilidad sentimental que hasta entonces mantenía con el joven Felipe (Paul Campbell). Por su parte, la fascinación que esta provocará en el virrey, levantará el escándalo de la corte y la nobleza, viendo sojuzgados esos pretendidos privilegios de clase que el mismo mandatario siempre ha mirado con lúcido distanciamiento, aunque en un momento dado se vuelvan en contra suya, hasta el extremo de estar a punto de costarle su cargo.

Como no podía ser de otra manera, el film de Renoir combina el elemento narrativo, para ir encaminándose hacia lo descriptivo e incluso en lo contemplativo, ligándose de forma definitiva al estudio de personajes. El propio hecho de que su formulación dramática devenga como una misma representación, nos permite aceptar ciertas afectaciones en las interpretaciones –aunque ello no impida reconocer lo chirriante que resulta la pobrísima labor del mencionado Riccardo Boll-, en un relato en el que siempre ha aparecido polémica la elección de la gran Anna Magnani como protagonista, hasta el punto de que la propia existencia de la película aparece como un declarado homenaje a la protagonista de ROMA, CITTÀ APERTA (Roma, ciudad abierta, 1945. Roberto Rossellini). No seré yo quien cuestione, pese a la madurez que despliega y a su ya respetable edad, la idoneidad de su personaje. Personalmente me creo la fuerza que proporciona su personaje, inyectado de la pasión que podía brindar la actriz, y supliendo con ello la belleza exterior de la que carecía. El paso de los años, es el que quizá ha permitido que aquello que podría quedar en un primer término en la película -ese elemento de confrontación entre realidad y representación-, quede de alguna manera de lado. En su lugar, estimo que la vigencia de esta estupenda obra renoiriana, reside en la apuesta por el intimismo, en esos momentos incorporados en un segundo término, que poco a poco han ido adquiriendo un protagonismo especial en la función –valga la definición en este caso-, y que emergen casi como una prolongación de aquellas secuencias confesionales de la recordada LA RÈGLE DU JEU (La regla del juego, 1939). Me refiero con ello a los secuencias “a dos” mantenidas por Camilla y Ferdinand, en las que se advierte una sinceridad en sus emociones y diálogos, o en el encuentro que se ofrece entre la protagonista y Felipe, cuando este se reencuentra con ella, ofreciéndole una nueva vida junto a los indios -¿Ecos de la previa THE RIVER?-, alejados de una civilización que estiman cruel e injusta. Son pasajes en los que emerge la autenticidad de la película, la esencia de su planteamiento dramático. Como lo harán esas miradas de complicidad del virrey hacia la actriz, cuando esta entregue al obispo la carroza de oro con la que ha sido obsequiada, para servir a partir de ese momento como transporte sacramental a todos aquellos en peligro de muerte.

La verdadera grandeza de LE CARROSSE D’OR no se expresa en secuencias pretendidamente irónicas, pero de forzada funcionalidad en la película, como el episodio de la asamblea de nobles convocada por Ferdinand, en el que este tendrá que atender la misma y la provocación de dos de sus amantes, una de ellas Camilla. En su lugar, el film de Renoir brilla en esos azulados nocturnos, en el primer plano lleno de pasión de la protagonista, cuando se pruebe sobre su cuello el collar que le ha regalado el virrey, esgrimiendo ante Felipe que después de tantos años pasando hambre, justo es que pueda disfrutar de la riqueza. Serán constantes destellos de inventiva, como la despedida de Felipe en plena representación, dividiendo el encuadre el telón de la misma, delante del cual la actriz ofrece su actuación, mientras que detrás se encuentra el atribulado joven sosteniendo a un pequeño, despidiéndose de dicho entorno. Pero dentro de este capítulo, personalmente destacaría un extraordinario instante de puesta en escena, que se puede considerar la escena más perdurable de la película. Me refiero a ese primer plano de Camille, mientras asiste a la corrida de toros, escuchándose en el fuera de campo el peculiar sonido de las corridas. Una vez se produce el triunfo, la cámara irá retrocediendo en grúa, mostrando el entusiasmo de esta en medio del estallido colectivo de todos sus actores y del público en general, en ese momento en el que una turbada protagonista lanzará a Ramón el collar que poco antes le había regalado Ferdinand. Pasiones y sentimientos, convenciones y realidades subvertidas, entremezclados en una notable propuesta renoiriana.

Calificación: 3’5

FRENCH CANCAN (1954, Jean Renoir) French Cancan

FRENCH CANCAN (1954, Jean Renoir) French Cancan

La realización de la maravillosa THE RIVER (El río, 1951) –a mi modo de ver su obra cumbre, en dura pugna con la norteamericana THIS LAND IS MINE (1943), ambas ligeramente por encima de las excelentes LA GRANDE ILLUSIÓN (La gran ilusión, 1937) y LA RÈGLE DU JEU (La regla del juego, 1939)-, imprimió elementos novedosos para la filmografía  de Jean Renoir. En primer lugar la normalización de una obra que se había interrumpido durante cuatro años tras su experiencia norteamericana –más valiosa de lo que se le suele atribuir-. Del mismo modo el descubrimiento del color en su cine –que de forma paradójica abandonó en sus últimos films-, ofreciendo una extraordinaria adscripción a un universo cromático que marcó los títulos realizados en estos años. Pero al mismo tiempo, Renoir iba conociendo la definitiva entronización de su cine –faceta en la que, con todos los matices que se le puedan ofrecer, siendo disentir de forma amable-. Unido a esa adscripción del color, se adueñaba de su obra una faceta contemplativa, que en el film que rodó en la India se resolvió de manera admirable, pero que quizá no alcanzó el mismo grado de acierto en los títulos rodados en Francia a continuación. No se me entienda mal, no quiero decir con ellos que se trate de obras desprovistas de interés –y en ello debo dejar de lado mi desconocimiento de ELENA ET LES HOMMES (Elena y los hombres, 1956)-, pero sí de un cierto apastelamiento en unas películas en las que ese tono afrancesado se adueñaba de forma acrítica, con un grado de complacencia plástica y temática que fue aplaudido por muchos, condicionando el devenir del último tramo de su obra.

 

Dentro de dicho contexto podemos calificar FRENCH CANCAN (1954), uno de los primeros y más significativos exponentes de esta corriente, y hasta cierto modo comprensible, en la medida que su temática es una visión amable de la creación de uno de los símbolos más extendidos del spirit francés; el Cancan. Cierto. Limitar a esta simple apreciación esta comedia musical, deviene injusto en cierta medida, ya que el film de Renoir supone una reflexión dentro del proceso de la creación artística y una visión a diferente alcance del mundo del espectáculo, que el director galo ya había explorado en la previa –y a mi juicio superior- LA CARROSSE D’OR (La carroza de oro, 1952), y prolongaría en la posterior y ya mencionada ELENA ET LES HOMMES. Se suele comentar –y no falta razón-, que se trata de una trilogía meditada en torno a diferentes vertientes del espectáculo en el pasado, y en este caso dicho marco está centrado en el proceso de recuperación de uno de los bailes más característicos de las clases populares galas, situando su historia en el Paris de 1880. La película queda articulada como una propuesta de libre inspiración, centrada en el papel creador mostrado por Henry Danglard (un Jean Gabin que desarrollará todo su carisma y también algunos de sus tics), un hombre dedicado por completo al mundo del espectáculo. Se trata de un ser que considera el ejercicio de esa profesión algo casi excluyente, con la que se realiza incluso a nivel vital, y a cuya intensa dedicación someterá incluso su irrenunciable atractivo con las mujeres, a las que utilizará incluso como objetos de esa creación global que constituye su existencia. En realidad, el film de Renoir se ofrece como un sofisticado, intenso en ocasiones,  delicado en otras, un tanto chusco en algún momento, vodevil a la francesa, por el que discurrirán amores contrapuestos, rivalidades en ocasiones excesivas –las que rodean al personaje encarnado por María Félix-, ofensas, lances lindantes con el folletín, entregas apasionadas… Toda una amalgama de sentimientos y emociones que, justo es reconocerlo, funciona de manera desigual en el relato. A grandes rasgos, pienso que la película chirría e incluso puede empalagar cuando se inclina por la vertiente coral, pero adquiere una notable sensibilidad cuando su radio de acción se centra al mostrar los sentimientos y emociones de pocos personajes –generalmente en parejas- o, en una vertiente complementaria, a la hora de describir esa trastienda de la creación teatral –en definitiva una muestra de expresión artística-, en la que quizá no proponga nada original sobre otras muestras del mismo tema, aunque no cabe dudar ni de su autenticidad, ni de la singularidad que proporcionan sus imágenes. Y cuando hablo de ello, es obligado destacar la increíble fuerza cromática que adquiere la película a través de ese Technicolor manejado por Michel Kelber, adscribiendo sus imágenes dentro de ese grado pictórico ligado al impresionismo, tan familiar a la pintura de Auguste Renoir. En cualquier caso, uno se queda dentro de dicha tesitura con esos tonos rosas de las paredes viejas y rugosas de la trastienda de la nueva sala, ese Moulin Rouge que logrará edificar Danglard contra viento y marea. Y ello aunque tenga que utilizar la variable influencia ofrecida por mujeres de diferentes edades que lo aman, y con cuyo apoyo más o menos consciente, logrará llevar a cabo un nuevo sueño, la incorporación de un espectáculo trazado a partir de manifestaciones artísticas emanadas de las clases humildes parisinas, para el disfrute de la burguesía francesa.

 

A partir de dichas premisas, cierto es que en el film de Renoir se aprecia una cierta tendencia a la sensiblería. Hay una especie de casticismo “a la francesa” que –curioso es señalarlo- los exégetas del director no perdonarían supongo si procediera de manos de otro realizador –y me viene a la mente comparar su galería humana, con la presentada en tantas producciones españolas de tiempos paralelos-. Hay un exceso de bonhomía, una ausencia de dramatización, parece como si todos sus personajes se resignaran a aceptar sus destinos, una vertiente acrítica que deja de lado cualquier contraste dramático, en beneficio de una narración en la que prima lo contemplativo. Es evidente que se trataba de una elección consciente, y como tal hay que respetarla y, en cierto modo, defenderla. No es habitual encontrarse con una visión encauzada en dichos parámetros, aunque el discurrir del tiempo sí que es posible que haya hecho mella en la vigencia de su enunciado. Es por ello que, aún reconociendo la convicción con la que Renoir trazó esa especie de “ruleta de los sentimientos” que constituye su propuesta, uno prefiera detenerse en el apunte sincero –la manera con la que aparece esa vieja artista convertida en una mendiga-, o en la sensibilidad que demuestra todo el episodio de la frustrada y apasionada relación que mostrará el príncipe Alexandre (Giani Esposito) hacia la joven y por todos deseada Nini (Françoise Arnoul). A pesar de establecerse la misma por medio de parámetros más o menos convencionales, la elegancia del director galo se manifiesta en todos sus exponentes y ocasiones en las que un sentimiento de resignación se cierne sobre al aristócrata, incapaz de lograr ver correspondidos sus nobles sentimientos por una muchacha a la que venera –llevándole incluso a un frustrado intento de suicidio-. Será algo que, de manera más complaciente, se complementará con el desengaño sufrido ante Nini por Paolo (Franco Pastorino), el joven panadero, que en el último tramo del film encontrará una posible nueva relación amorosa, acorde a sus características y alejado de la imposibilidad que le brinda la sensible Nini, una muchacha condenada a ser una artista venerada por todos.

 

FRENCH CANCAN culmina con un estallido cromático en función de las diversas actuaciones citadas en el estreno. Pero antes sufriremos el desengaño vivido por Nini ante Danglard y la sincera declaración de este, confesando que todas sus amantes no son más que muestras y expresiones de su pasión por la creación a través del espectáculo. Y así será. Con tanta ilusión como complacencia, el perseverante hombre tras las bambalinas, se reunirá con su público de manera anónima, viviendo junto a ellos el placer que les proporciona lo que ha creado, y de modo furtivo atisbando entre el auditorio otra joven muchacha que, quien sabe, podría ser un nuevo material moldeable para la expresión de su arte popular.

 

Calificación: 3

THIS LAND IS MINE (1943, Jean Renoir) [Esta tierra es mía]

THIS LAND IS MINE (1943, Jean Renoir) [Esta tierra es mía]

Siempre que se realiza un repaso a la trayectoria del director francés Jean Renoir, generalmente se mira con cierto recelo su no demasiado amplia trayectoria en Hollywood. Una parte de su obra que se inicia en 1941 con SWAMP WATER (1941) –AGUAS PANTANOSAS- y se cierra seis años después con la extraña y accidentada THE WOMAN ON THE BEACH (1947). En su conjunto fueron seis largometrajes bastante interesantes –en cierta medida más que bastantes de sus prestigiadas películas francesas-, quizá con la sola excepción de la apergaminada THE DIARY OF A CHAMBERMAID (1946) –MEMORIAS DE UNA DONCELLA-, quizá por ser la más apegada a sus rasgos franceses. Sin ser personalmente un gran admirador del cine de Renoir –no digo que no me interese, pero sí que no veo en él a ese “indiscutible” maestro francés-, quizá por ello valore con mayor homogeneidad e interés este no muy amplio periodo norteamericano, y quizá piense que de haber seguido en su marco el cómputo de su obra hubiera desarrollado un periodo más valioso que el que realmente acometió con posterioridad –excepción hecha de la extraordinaria EL RÍO (The River, 1951), que sigo considerando su obra cumbre-.

En cualquier caso, poder revisitar THIS LAND IS MINE (1943) permite, más allá de ratificar esa reflexión, admirar y subrayar al mismo tiempo que una de esas escasas obras estadounidenses se erijan por derecho propio en uno de sus títulos más sentidos, emocionantes, sobrios y precisos. Una obra que mantiene incólumes sus perfiles, sus elementos de denuncia, su apuesta por todo aquello que supone la defensa de la verdad y la libertad, y que estando marcada en sus perfiles por una corriente progresista en entonces en plena vigencia en la industria de Hollywood forjando una cultura combativa con la progresiva invasión del nazismo, permanece con total vigencia en su mensaje. Un contenido envuelto en una factura cinematográfica absolutamente concisa, sobria y quizá por ello permanente en la vigencia de sus formas y en el impacto que sigue suscitando en un espectador dotado de la más mínima sensibilidad.

Nos encontramos en una indeterminada localidad francesa. La cámara se detiene en la inscripción que rotula un monumento al soldado desconocido de la I Guerra Mundial ubicado en su plaza central. La cámara desciende levemente y muestra en el suelo una página de periódico que anuncia la invasión hitleriana. De repente, en una rápida sucesión de planos siempre alrededor del citado monumento, nos damos alcance de la magnitud de esta ocupación por medio de tropas, tanques y todo el efecto intimidatorio propio de los nazis. Con el pueblo sojuzgado la cámara de Renoir se detiene en su escuela. Esta la dirige el profesor Sorel (Philip Merivale), hombre profundamente idealista que se muestra contrariado a las claras muestras de falta de libertad impuestas por los invasores. Imparten las clases Louise (Maureen O’Hara) y Albert Lory (Charles Laughton). Louise es una joven comprometida en su oposición a los invasores y el segundo un ya maduro y apocado maestro dominado por una posesiva madre, y caracterizado por su aparente cobardía. A Lory no lo respetan ni sus alumnos y escuda sus enormes miedos en la aparente protección a su progenitora. Sin poderlo exteriorizar, Albert está secretamente enamorado de Louise, cuyo hermano -Paul Martin (Ken Smith)- es un activo resistente al nazismo, participando en maniobras de sabotaje. Por otra parte está prometida al ferroviario George Lambert (George Sanders), un aplicado ciudadano que se muestra receptivo ante la ocupación alemana, aspecto que le harán alejarse paulatinamente de la maestra.

En la localidad se van sucediendo los sabotajes y la difusión de panfletos de propaganda demostrando que la resistencia está viva. Estos hechos motivarán las medidas de represión del mayor Von Keller (Walter Slezak), que comporta la detención y posterior fusilamiento de diez rehenes por cada soldado alemán muerto. La situación se va recrudeciendo con los sucesivos sabotajes –ejecutados por Paul-, hasta que uno de dichos rehenes es Lory. Aterrizada por ello su madre revela a Lambert su conocimiento de que Martin era el responsable de los sabotajes –lo ha descubierto al encontrárselo casualmente tras los dos atentados-. El soplo conllevará que el joven vaya a ser detenido, aunque Lambert en un intento de tranquilizar su conciencia lo avisará instantes antes de ser capturado, lo que posibilitará un intento de huída hasta que finalmente sea abatido por los alemanes.

Tras ser liberado y con el estupor que le produce conocer que Martin ha muerto, Lery acude a ver a Lambert con la intención de matarlo. Sin embargo este se adelantará en sus intenciones y en un arrebato de lucidez se suicidará. El hasta entonces apocado maestro lo encontrará muerto y la presencia fortuita de testigos le hará accidentalmente ser culpado del crimen. En el proceso de este presunto asesinato, Lery renunciará a la posibilidad de tener abogados, solicitando defenderse él mismo. En su alegato desviará sus intenciones de defensa iniciales en una disertación que hablará sobre la necesaria libertad que debe existir, denunciando la dejación de la ciudadanía que supone ser colaboracionistas con los alemanes. Como quiera que este discurso resulta peligroso para la población presente en el proceso, el profesor será tentado por Von Séller, quien ha advertido de su notable inteligencia. A Lery le tienta la proposición pero su lado combativo aflora cuando al amanecer contempla como son asesinados rehenes resistentes, entre los cuales se encontraba el profesor Sorel.

En la última sesión de la vista el fiscal expone unas pruebas falsificadas que atestiguaran el posible suicidio de Lambert, pero el maestro desmonta públicamente las mismas e incide con un nuevo alegato, mucho más contundente que el anterior, apelando a ese lado valiente que hay en todo ciudadano, para que aflorara en estos tiempos difíciles. Sus palabras conmueven a los asistentes, especialmente a Louise, que aprecia conmovida y con lágrimas en los ojos la declaración de amor del maestro. Ante la contundencia de sus palabras el jurado lo declara inocente. De todos modos, Albert Lery sabe que sus horas están contadas, y aprovecha las mismas para acudir a su clase, en donde es recibido respetuosamente por sus alumnos. Para ellos recita, en un intento de que calen en sus mentes, la declaración de derechos del individuo. Las tropas alemanas le esperan, Lery se retira satisfecho encaminándose con dignidad a su muerte.

No se puede ocultar que THIS LAND IS MINE –que jamás se ha estrenado comercialmente en España, aunque ha sido repetidamente emitida por televisión y editada en DVD con el título ESTA TIERRA ES MÍA- pertenece al admirable catálogo de títulos de carácter antinazi que poblaron la producción USA en aquella primera mitad de la década de los cuarenta, y que tendrían su expresión más prolongada y rotunda en los diversos exponentes firmados por Fritz Lang. Sin embargo, y por encima de esta condición, la película de Renoir se erige en un discurso sobre la importancia de la dignidad. Apelando a su condición de innegable humanista Renoir incide en la dualidad de las personas, en la necesaria ruptura que debe suponer catalogar a una persona con un rasgo de carácter, hablar del cobarde y del valiente que todos tenemos dentro y, de forma paralela, incidir en la importancia que tiene la educación para cultivar a las jóvenes generaciones a la hora de inculcarles los valores de la libertad y el respeto mutuo.

Pero con ser importante este mensaje, lo realmente conmovedor de THIS LAND IS MINE reside en las formas fílmicas utilizadas por el francés. Unas formas en las que resultan muy importantes la presencia de un excelente diseño de producción –obra del posterior especialista de films de monstruos prehistóricos Eugene Lourie-. La película destaca por la reconstrucción en estudio de toda una población, que ofrece una relativa estilización en sus viviendas, tejados y lugares diseñados. En cualquier caso Renoir conmueve al mostrar secuencias y momentos cotidianos, en los que la huella de la guerra es reveladora para sus habitantes. Me refiero por ejemplo a la secuencia que marca un bombardeo inglés, en el que todos los niños cantan para intentar dejar de lado el sonido de las bombas, mientras que los escolares observan el horrorizado semblante de Lery.

THIS LAND IS MINE destaca asimismo en la presencia de unos personajes que son tratados de forma humana –incluso los correspondientes al ejército alemán-. Todos tienen sus razones y debilidades, todos de alguna manera combinan su lado débil contra el fuerte, para intentar convivir con los ocupantes. Pero es hasta en el mayor alemán en donde ese sentido de la debilidad lo hace humano y revela las tácticas seguidas en zonas alemanas para lograr que su mensaje llegue a todos. Este es consciente del importante papel que debe ejercer la educación de los pequeños, aunque lógicamente en sentido contrario al de los amantes de la libertad, puesto que adoctrinando a los jóvenes se perpetuaría la continuidad del Reich.

En cualquier caso nos encontramos con una narración suave, intimista, en la que incluso la presencia de ese gato de Louise que visita a Lery se erige en portador de ese sentimiento amoroso no compartido, en el que la población se alimenta por la existencia del mercado negro, y en donde se pueden sentir los distintos eslabones de colaboracionismo que pueden cohabitar en una pequeña población. Y es en esa prolongada y forzada convivencia en la que de alguna manera se encubre la existencia de una resistencia, en la que las clases medias se muestran más neutros ante la ocupación nazi y en donde, finalmente, se viene a afirmar que cuando tocan nuestros sentimientos o afectan a los más nuestros, ciertamente es cuando el afán de recuperar tu dignidad se hace más manifiesto.

Es por ello que THIS LAND IS MINE muestra la soterrada capacidad de organización de la resistencia, en la que junto a sus ejecutores activos deben estar unidos a ideólogos que hagan asequible y atractivo el mensaje dentro de los ocupados. Al mismo tiempo, la sencillez y clasicismo de esta película me hace ver que goza de una influencia fordiana que se manifiesta no solo en la presencia de Dudley Nichols como guionista y el protagonismo de Maureen O’Hara, sino en el goce de un tono, una serenidad y una sobriedad bastante similar a la puesta en practica por el maestro norteamericano en aquellos años.

La película tendrá unos minutos finales absolutamente magistrales, en las que Albert Lery asumirá el lado fuerte de su personalidad para ofrecer a los asistentes al proceso una disertación en la que de alguna manera justificaba las formas de colaboracionismo de los ciudadanos, sin hacerles olvidar que todas ellas están previstas por los alemanes, que en el fondo desean tener el mando y el dominio de la totalidad de los habitantes. La incidencia en esas circunstancias, que concreta en los principales vecinos –empezando por el alcalde-, despertará en todos ellos sus conciencias y definitivamente las iras de los alemanes. Al final el inicialmente miedoso maestro será, sin él pretenderlo, el mártir que buscaba una población para poder sentirse fuerte en horas de flaqueza y dominación. Y para ello cabe situar la labor de Charles Laughton entre las más memorables de toda su carrera. Oscilando en la modulación de su actuación entre unos inicios temerosos, hasta ir evolucionando hasta su crecimiento personal en la parte final del film –es sintomático como poco a poco aprende a fumar-, Laughton compone un trabajo inolvidable –del que estoy seguro el propio actor era bien consciente-. Pero es que no se anda detrás de él una maravillosa Maureen O’Hara que da muestras casi de ser ella misma su personaje de la valiente maestra. Incluso la habitualmente histriónica Una O’Connor resulta finalmente conmovedora, y el generalmente marmóreo Ken Smith logra una especial convicción al encarnar a Paul. Hasta en su encarnación del mayor nazi, el experto en esta materia Walter Slezak muestra una inusual sensibilidad creando un personaje culto y refinado.

A pesar de que en el momento de su estreno recogió críticas mas bien tibias y la película pasó bastante desapercibida, el paso de los años ha permitido a THIS LAND IS MINE aflorar el verdadero mensaje y la sabiduría cinematográfica con la que está insertado. Y es además en unos tiempos como los actuales, en los que el mantenimiento de la dignidad en la persona y la pérdida de las libertades sigue vigente por diferentes frentes, es por lo que la contemplación de esta obra maestra de Jean Renoir pudiera servir como punto de partida para que el ser humano fuera, por encima de todo, honesto consigo mismo y con aquellos que le acompañan en el camino de la vida.

Calificación: 4’5

A WOMAN ON THE BEACH (1947, Jean Renoir) [Una mujer en la playa]

A WOMAN ON THE BEACH (1947, Jean Renoir) [Una mujer en la playa]

Con una duración de poco más de una hora, A WOMAN ON THE BEACH –nunca estrenada comercialmente en España; el título de UNA MUJER EN LA PLAYA proviene de pases televisivos-, supone la última incursión del realizador francés en el cine de Hollywood. Culminación –que se saldó con un notorio fracaso en su momento- de una serie de productos todo lo desigual que se quiera, pero que estimo deberían gozar un mayor reconocimiento del que actualmente poseen, máxime cuando numerosos de sus films franceses están a mi juicio sobrevalorados y poseen menores cualidades que varios de estas sencillas realizaciones de género. Bien es cierto que personalmente Renoir no es un cineasta que goce de mi especial estima –junto a Buñuel y Rossellini, completa la terna de los universalmente considerados maestros que estimo mitificados, por más que en su obra abunden los buenos resultados e incluso sobrevivan grandes títulos-. En el caso del director galo, su siguiente título –hasta 1951 no volvió a filmar- constituirá en mi opinión su obra maestra: THE RIVER.

Con A WOMAN ON THE BEACH se produjo con un remontaje previo a su estreno comercial –tuvo un preestreno muy negativo-, que finalmente sea la razón de que la película avance a trompicones, pero cuyo resultado final goza de un notable interés. La película narra la extraña realización triangular que se establece entre el teniente Scott Burnett (un Robert Ryan que en esta ocasión modifica sorprendentemente su regusto de duro por un personaje vulnerable), traumatizado por un accidente naval de guerra; Peggy Butler (la siempre fascinante Joan Bennett, una vez más de turbadora presencia) una joven bellísima de ambiguo comportamiento, y su esposo -Tod Butler (estupendo Charles Bickford)-, un invidente de carácter dominante que hasta su ceguera fue un pintor de cierto renombre.

A partir de este sencillo argumento se establece un melodrama psicológico y pasional de ribetes criminales pese a la ausencia de asesinatos –es evidente que recuerda no poco a la posterior CLASH BY NIGHT de Fritz Lang- y en la que destaca –quizá debido a circunstancias de producción- la brillantez del conjunto de sus secuencias o el peso del look de la productora –cualquier film de la RKO en determinados géneros, posee una personalidad más perdurable que el del resto de majors hollywoodienes-, permitiendo que con el paso del tiempo esas lagunas hayan repercutido en beneficio del resultado final. Otros ejemplos de ese enunciado podría ofrecerse en diferentes productos del mismo estudio, como THE REVENGE OF THE CAT PEOPLE (1944, Robert Wise y Gunther V. Fritsch) o UNA AVENTURA EN MACAO (1952, Joseph Von Sternberg). Son piezas escuetas, incluso esquemáticas en su planteamiento y desarrollo que sufrieron azarosas aventuras de producción, en ocasiones cuentan con un argumento poco interesante o lleno de convenciones pero en su conjunto revelan una fuerza visual fascinante. En este caso podremos olvidarnos de los sueños del personaje interpretado por Ryan –sorprendentemente la película se inicia con uno de ellos-, pero es difícil dejar de lado la enorme fascinación que se ofrece con la influencia climatológica; el peso del mar, la lluvia, el viento, la niebla o finalmente el fuego. Es admirable ese contraste que se ofrece entre la normalidad de la pretendiente que tiene Scott –Eve-, y el sentido de la transgresión –e incluso el erotismo sugerido- que manifiesta Peggy, a la cual descubre en los restos de un barco naufragado en la playa –imagen de una enorme fuerza hipnótica-. Hay numerosos instantes en esta línea para el regocijo del espectador amante de las propuestas visuales. Al mismo tiempo la precisión de la narrativa de Renoir se revela en el encuadre de sus personajes durante los movimientos de cámara del film, relacionando perfectamente sus relaciones y la importancia de sus actos –la secuencia del teniente en la serrería, la cena de los tres protagonistas cuando Scott pasa el mechero por el rostro de Tod al ofrecerle fuego a Peggy-. Esa ya mencionada concisión casi obliga a una constante sensación de tensión y electricidad existente durante la película, con sentimientos y actitudes desarrolladas en ocasiones con un simple gesto y en continuo torbellino emocional.

Es evidente que los cortes efectuados inciden en lagunas bastante ostensibles. Una de ellas es el esquematismo con el que se inicia la relación entre Peggy y Scout. Pero ese avance a trompicones, ese sentido de lo abrupto e intentar avanzar rápidamente por lugares que quizá precisaban de mayor metraje para establecerse de forma normalizada, permiten que con el devenir de casi 60 años y la evolución que ha seguido el cine en sus corrientes de vanguardia, este A WOMAN ON THE BEACH permanezca con una ostensible vigencia.

La existencia de ese personaje de pintor ciego de carácter dominante, sus fantasmas internos y frustraciones y la sensación personal de que la pintura que salvaguarda de forma tan ordenada es su única relación con la vida, es un acicate más para establecer –como en el resto del film-, una serie de diálogos lacónicos, perversos y llenos de desprecio hacia su esposa, Peggy, a la que considera culpable de sus desdichas por más que, finalmente, estas provengan quizá de su propio mundo interior.

Calificación: 3