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CINEMA DE PERRA GORDA

Michael Curtiz

FOUR DAUGHTERS (1938, Michael Curtiz) [Cuatro hijas]

FOUR DAUGHTERS (1938, Michael Curtiz) [Cuatro hijas]

Una de las corrientes más exitosas dentro del cine norteamericano, fue la plasmación de universos familiares, en donde la letra pequeña de su cotidianeidad, e incluso sus puntuales elementos de crisis, eran dirimidos con una clara apuesta en torno a la vigencia de dicho modelo. Podría decirse que cada estudio planteó ejemplos más o menos avalados por éxitos de público, que ejemplificaría LITTLE WOMEN (Las cuatro hermanitas, 1934), rodada por George Cukor para la RKO, y asumida como remake –de la novela de Louise May Alcott- para la Metro Goldwyn Mayer en 1949, con la cursilona LITTLE WOMEN (Mujercitas. Mervyn LeRoy). También en el seno de la RKO aparece la apreciable I REMEMBER MAMA (Nunca la olvidaré, 1948. George Stevens), pudiendo encontrar decenas de ejemplos a este respecto. En el contexto de la producción más o menos realista de la Warner, y en un ámbito casi destajista por parte de Michael Curtiz, en 1938 aparece FOUR DAUGHTERS, que surgía como otro exponente de dicha corriente, que logró incluso ser uno de los títulos seleccionados por la Academia de Holywood a la mejor película de la temporada.

Nunca estrenada comercialmente en nuestro país, el film de Curtiz puede decirse que alberga lo mejor y lo peor de dicho subgénero pero, por fortuna, mantiene un cierto grado de vigencia, pese a las casi ocho décadas de antigüedad que atesora. La capacidad de inmediatez que ofrece su puesta en escena, apuntes insertos que introducen un cierto grado de realismo a un producto destinado a públicos familiares y,  fundamentalmente, el crescendo dramático que se percibe en el último tercio del metraje, permiten que el espectador vaya apreciando esa amargura asumida por la propia dureza de la existencia, inserta en el microcosmos protagonista. Basada en un relato de la muy adaptada Fannie Hurst –experta en este subgénero, y de cuya pluma surgieron algunos célebres exponentes del género, dirigidos por John M. Stahl, Jean Negulesco o Douglas Sirk-, FOUR DAUGHTERS se inicia de manera plácida, con esa cámara que se acerca al hogar de los Lamp que encabeza el veterano músico Adam Lamp (Claude Rains). Junto a él vive la anciana pero vitalista tía Etta (la siempre magnifica May Robson), y las cuatro jóvenes hijas de Lamp. Ellas son Ann (Priscilla Lane), Kay (Rosemary Lane), Thea (Lola Lane) –las tres hermanas en la vida real-, y Emma (Gale Page). Un entorno revestido de felicidad, encontrándose todas ellas con aficiones musicales que controla su padre, al tiempo que en su vida de juventud se encuentran sin pretenderlo, ligadas a la vivencia de relaciones sentimentales. Emma la mantiene desde el primer momento, aunque sin especial vinculación, con el florista Ernest (Dick Foran), mientras que Thea se ha ligado con el bonachón Ben Crowley (Frank McHught, habitual secundario cómico). Sin embargo, no será hasta la llegada a dicho entorno del joven y apuesto Félix Deitz (Jeffrey Lynn), cuando se inicie un cierto grado de conflicto en dicho ámbito familiar, puesto que muy pronto revelará un atractivo aceptado hacia Ann, pero implícito por parte de Emma –mientras este solo la tiene como una gran amiga-. La incorporación en el argumento del arrogante y descreído Mickey Borden (John Garfield), amigo y ayudante musical de Félix, cerrará la complejidad de las relaciones en juego, ya que pronto se enamorará de Ann –entre ambos se establecerá una gran complicidad-, pero esta se encuentra ligada a un Félix con el que se ha dispuesto incluso una boda, que finalmente se abortará de manera dramática, casándose con Michael. El paso de unos meses, revelará al mismo tiempo la paradójica fugacidad y la permanencia de los sentimientos, y el hecho de que la vida se ha de degustar día tras día.

FOUR DAUGHTERS aparece en sus primeros pasajes como una propuesta dominada por cierta blandura. Le cuesta situarse en un contexto dramático y, a mi modo de ver, aparece hasta cierto punto periclitada, en ese servilismo descriptivo hacia un contexto en el que parece imperar la felicidad. Esa preponderancia, e incluso cierta anuencia con la cursilería –aunque, justo es reconocerlo, de manera más mitigada que algunos referentes en este subgénero-, se irá rodeando de cierta complejidad con la presencia de Félix, un muchacho arrollador –impagable el detalle de su aparición alzándose sobre la puerta de entrada al jardín de la vivienda de los Lamp-. Secuencias como la de la merienda campestre, irá permitiendo atisbar esa complejidad emocional, a partir de la secreta veneración que Emma siente por un Félix que ignora, en su irrefrenable vitalismo y carisma –ejemplificado en la descripción de la primera cena junto a él por parte de los componentes de la familia-, el efecto que provocará a un elemento femenino, que siempre quedará atraído con él. Así pues, la escasísima entidad de los personajes de Ernest y Ben, equilibrará la fuerza de los roles masculinos, enriquecido con la presencia de un jovencísimo John Garfield, quien desde su introducción en el relato, aporta sus modernos modos interpretativos, y un ritmo que enriquece el conflicto vivido, que a partir de ese momento adoptará unos extraños tintes existenciales, ligados a la sensación personal de vivir un destino adverso. Será algo que parezca diluirse en su acercamiento hacia Ann, que en poco tiempo le permitirá incluso atisbar lados estimulantes en una personalidad fatalista. De tal forma, poco a poco el film de Curtiz irá insertándose en los recovecos del drama, acertando el director con su gusto por la movilidad de la cámara, o la querencia por el detalle. En ese aspecto, resultará ejemplar la manera con la que Ann apreciará la atracción de su hermana Emma por Félix, tras la advertencia resentida de Mickey. La metáfora de la caída accidental de la figura de la novia de la tarta nupcial, culminará un episodio que romperá por completo la afabilidad que hasta ese momento había caracterizado la película.

Pasarán apenas cuatro meses, y las heridas existentes empezarán a cicatrizarse. El matrimonio Borden sobrellevará una convivencia dominada por las incertidumbres y las estrecheces económicas –quizá la única alusión social del relato-. Pero es la Navidad, y han de regresar al hogar familiar. Será el momento de enfrentarse con los recuerdos y resentimientos del pasado –sobre todo, el retorno al mismo de Félix-. Será al mismo tiempo la constatación por parte de Michael de su destino aciago -¡En cuantas ocasiones tuvo que desaparecer Garfield en sus primeros roles secundarios, para poder brindar una conclusión convencional a las ficciones en las que intervenía!-. Será la oportunidad para la reaparición del antiguo amante de Ann, una vez pase el tiempo, y se restituya la normalidad entre las hermanas –Emma vería la solidez de su relación con Ernest tiempo atrás-, en una brillante alusión sonora, con el sonido de esa puerta exterior, movida de manera repentina mientras las hijas ensayan, y que para Ann será la señal de la inesperada presencia de Félix. Incluso esa vieja cotilla que tiempo atrás no se recataba en inspeccionar los escarceos de la pareja, vivirá con placer ese balanceo por dicha puerta, cerrando de manera inesperada, un melodrama familiar que si bien se inicia con demasiada azúcar, acierta en su progresión dramática, hasta erigirse como una muestra relativamente perdurable del mismo.

Calificación: 2’5

THE BOY FROM OKLAHOMA (1954, Michael Curtiz)

THE BOY FROM OKLAHOMA (1954, Michael Curtiz)

THE BOY FROM OKLAHOMA (1954), es un pequeño y agradable western, que centra su trazado argumental en la evolución de su personaje protagonista, el joven y atribulado Tom Brewster -(un Will Rogers Jr, que ya había trabajado con Curtiz en el biopic sobre su padre, THE STORY OF WILL ROGERS (1952)). Esta sencilla producción de la Warner, lindante con la serie B, dominada por la placidez de un enunciado discreto, cercana en la descripción de un pequeño universo westerniano, y una curiosa mezcla de comedia e intriga. Todo ello, conformando un tono cotidiano que, en última instancia, sirve para describir el proceso de maduración de un personaje protagonista, sobre el que se marcará una importante evolución en su personalidad, extendiendo la misma al conjunto de esa población, en la que sin pretenderlo, su inesperada presencia, contribuirá a ejercer de auténtico referente a la hora de extirpar todos sus vicios y corruptelas.

Será algo que simbolizará con presteza algo que a lo largo del relato tendrá una importancia metafórica. Al iniciarse el metraje, contemplamos a Brewster acudiendo a  caballo hasta Nuevo Méjico, insertando Curtiz un recorrido sobre el personaje que inicia por sus desgastadas botas. Sin que en ese momento lo advirtamos, será esa la metáfora que presidirá el conjunto, al apreciarse más adelante referencias al deseo del protagonista de comprarse unas botas nuevas, o al impagable instante en que, al haber asumido el cargo de sheriff de la localidad, acudiendo a la comisaría, donde se encuentran unas lustrosas botas rojas que se probará. Será el instante en el que se producirá el primer choque real con la joven Katie Brannigan (Nancie Olson), a la que ya había contemplado poco antes. Esta es la hija del antiguo “sheriff”, asesinado poco tiempo atrás, con quien manifestará un antagonismo, que al finalizar la película se tornará en un futuro como pareja; Brewster paseará por la localidad luciendo esas botas como si fueran un auténtico trofeo, y al mismo tiempo ejerciendo como símbolo de esa seguridad en sí mismo, que hasta entonces solo permanecía en su interior.

Dominada por un vibrante WarnerColor que dota de personalidad propia a su conjunto, THE BOY FROM OKLAHOMA engrosa esa no demasiado numerosa corriente del cine del Oeste, enmarcada en una visión irónica sobre sus propios códigos. Es algo que quizá tenga su ejemplo más recordado en DESTRY RIDES AGAIN (Arizona, 1939. George Marshall), que tuvo un remake en 1954 de las manos del mismo Marshall con DESTRY (Honor y venganza), en esa ocasión sustituyendo al James Stewart original por el en aquellos momentos en candelero Audie Murphy. Convendría investigar en las fechas de rodaje y estreno del título que comentamos y el citado DESTRY, ya que ambos se asemejan bastantes, en ese contraste entre ese ámbito civilizado que aporta el recién llegado, en contraste con ese ámbito que en el film de Curtiz se acierta al describir como cerrado y opresivo, dominado por la figura de ese sempiterno y caciquil alcalde Frank Turlock, que encarna con pertinencia Anthony Caruso. Muy pronto la oposición de personalidades, marcará lo que de manera implícita aparecerá como una revolucionaria –y quizá involuntaria- manera de entender el comportamiento en el Oeste, por parte de un joven que está estudiando leyes, no porta pistola, bebe zarzaparrilla, es reflexivo, amable y circunspecto, y ofrece el uso de la razón y el intelecto, en medio de un ámbito donde lo primitivo, la brusquedad, el revanchismo y la carencia del respeto a la Ley, campa por sus respetos.

En esa dicotomía, se ofrecerán esas secuencias dominadas por una mirada irónica al mismo tiempo, como el impagable episodio en el que el imperturbable sheriff logrará sacar de sus casillas al mismísimo Billy el Niño (Tyler MacDuff), cuando este se enfrenta a él con la clara intención de liquidarlo, los modos que pone en solfa para llevar a los borrachos a las celdas hasta o las enervantes tácticas para progresar en sus deducciones. Sin embargo, por encima de todos estos elementos, superando incluso el deliberado limitado alcance de la película, destaca sobremanera el personaje del veterano Pop Pruty (excelente Clem Evans), que desde los primeros pasajes del film aparecerá como la voz de la experiencia y la conciencia, capaz de mostrarse al margen de la podredumbre del lugar, pero al mismo tiempo, con su mirada, su actitud y su aparente pasividad, percibir en el nuevo marshall esa oportunidad de que en esta corrupta población se introduzcan unos nuevos aires, que presumimos siempre han estado presentes en su pensamiento.

Calificación: 2’5

THE COMANCHEROS (1960, Michael Curtiz) Los comancheros

THE COMANCHEROS (1960, Michael Curtiz) Los comancheros

De entrada cabe señalar, que THE COMANCHEROS (Los comancheros, 1961. Michael Curtiz), supone una muestra, vitalista y por momentos elegíaca, de unos modos de entender el western, que marcaron con determinación, el último momento de homogénea brillantez en la historia del género. Contemplar la placidez, la serenidad, el sentido del paisaje, la simplicidad incluso de la historia escrita por el experto James Edward Grant, supone una muestra más de la madurez del cine del Oeste, centrada en la figura de su máxima estrella; John Wayne. No cabe duda que cualquier seguidor de Wayne, apreciará la relativa semejanza que planteaba THE COMANCHEROS, con la previa NORTH TO ALASKA (Alaska, tierra de oro, 1960. Henry Hathaway), THE SONS OF KATIE ELDER (Los cuatro hijos de Katie Elder, 1965. Henry Hathaway), o incluso la muy superior EL DORADO (1966, Howard Hawks). Por encima de las bondades de cada uno de estos títulos, e incluso si ambos pertenecen –como es este caso- a la 20th Century Fox- o a la Paramount. Hay en todos ellos el sedimento de una andadura en el género, en donde se aplica cierta serenidad, un aura casi elegíaca –lindando por momentos con ese elemento crepuscular que se iba adueñando del western-. En ella contemplamos la belleza de los parajes, enaltecidos por una actualización fotográfica tan característica, y la figura de un Wayne va consolidando en un estatus casi mítico. Pero contra lo que aparecería como forzada aura mesiánica en los títulos que desde finales de la década, dirigieran realizadores poco dotados como Andrew L. McLaglen, la presencia del icono bordea cualquier matiz ideológico, para erigirse por el contrario como un referente en el que la veteranía da paso incluso a matices irónicos y revestidos de sentido del humor.

Legados a este punto, y con ese aroma inconfundible que liga los ejemplos antes señalados, THE COMANCHEROS ofrece un relato en el que pronto se inserta al espectador en un maremandum donde los episodios de acción se dan de la mano con otros más intimistas. En el que una figura veterana del universo del Oeste, prolonga su andadura vital junto a un representante de una generación más joven. El pasado y el futuro, envuelto en un marco de gran belleza –en Ohio-, en el que la cámara del operador William H. Clothier, se pasea por unos exteriores quizá no tan estremecedores como los plasmados en las mejores muestras del cine de Ford, pero no por ello carentes de una extraordinaria sensualidad. Por sus fotogramas discurrirá la relación establecida entre el veterano ranger Jack Cutter (Wayne), desde su encuentro con el francés Paul Regret (Stuart Whitman en su mejor momento), un atractivo jugador de cartas y conquistador que ha sido envuelto en un duelo en Nueva Orleans, por el que es reclamado para su condena a muerte. Cutter localiza a este en un buque situado en otro estremo, iniciándose una relación dominada por la creciente sincronía, en la que la química entre los dos intérpretes resulta primordial. A partir de su encuentro, el relato prende de inmediato en sus matices, recogiendo en su discurrir diferentes subtramas que se insertan con tanta pertinencia y despreocupación, contribuyendo en su conjunto a forjar un relato en el que importa tanto el detalle y lo pequeño, como la pincelada en torno a la visión de un género que plantea en sus generalidad.

Conocido es que cuando Curtiz asume la realización de THE COMANCHEROS, se encontraba muy débil de salud. Una inoportuna caída de caballo le levó a eser hospitalizado, descubriendo los médicos la metástasis del cáncer que poco más de un año después le llevaría a la muerte. Es por ello que el rodaje de la misma, si ya desde su inicio contó con la clara influencia de Wayne, fue retomado tanto por su principal figura –que acababa de vivir el agotador rodaje de THE ALAMO (El Alamo, 1960. John Wayne)-, su debut como director-, como por el veterano George Sherman, que asumió las tareas como productor, y al que avalaba una aún poco apreciada andadura como especialista del western. Por todo ello, se puede poner hasta cierto punto en tela de juicio el grado de implicación personal que aportó Curtiz al resultado final de la película. Se puede incluso apelar a esa falta de estilo que esgrime su conjunto. Pero de lo que no se puede uno abstraer, es a ese grado de placidez que imprimen sus imágenes. Al acierto de incorporar un guión que orilla con general intuición en diferentes meandros del cine del Oeste. A ese vitalismo que brindan sus secuencias. A su por momentos portentosa belleza visual. A la fuerza que adquieren esos dos episodios dominados por la acción, plasmando los asaltos de los comanches. A la sensibilidad con la que se expresa esa creciente relación entre los dos actores protagonistas –impagable y noqueante el episodio en el que Regret agrede con una pala a Wayne, tras haber enterrado a cinco víctimas de un asalto indio-; las miradas de complicidad de ambos. A los apuntes humorísticos que se insertan sin demasiada estridencia –la presencia del rol encarnado por Lee Marvin, que parece prefigurar la relación de este con Wayne en la eternamente infravalorada DONOVAN’S REEF (La taberna del irlandés, 1963. John Ford)-. A lo desacostumbrado de su comienzo, que parece preludiar una cinta de aventuras, uno se queda sobre todo, con aquellos momentos intimistas y evocadores, que otorgan una patina de delicadeza y humana densidad al reato. Son, sobre todo, episodios como el de la visita de Wayne y Whitman, a la vivienda en la que se reencuentra con su amiga Melinda Marshall (Joan O’Brien), donde a través de la modulación de la planificación, las miradas y el eco de ciertos diálogos, el espectador llegará a percibir el peso que el pasado y la ausencia de su esposa, tiene para el veterano Cutter.

A THE COMANCHEROS le ayuda el fondo sonoro de Elmer Bernstein, que envuelve con sus sintonías renovadas esa simbiosis que ofrece su metraje. Sin ser un producto que aporte nuevos elementos al cine del Oeste, no es menos cierto que su contemplación proporciona el placer del producto elaborado con convicción, con el experto manejo de unas recetas de segura eficacia, representativas del último momento de fulgor para el western y, sobre todo, a través de una historia que de puro sencilla llega a empatizar con el espectador por medio de una especial sinceridad.

Calificación: 3

JIM THORPE – ALL AMERICAN (1951, Michael Curtiz)

JIM THORPE – ALL AMERICAN (1951, Michael Curtiz)

Combinando en su discurrir dos términos tan semejantes en su pronunciación como opuestos en su significado como la convención y la convicción, JIM THORPE – ALL AMERICAN (1951. Michael Curtiz), supone un título tan ameno y apreciable como en última instancia desaprovechado, destinado a narrar la biografía del considerado mejor deportista norteamericano de la primera mitad del siglo XX; el atleta que da título al film. Cuando señalo esa dualidad entre convicción y convención, me refiero a que en todo momento el film de Curtiz manifiesta una voluntad clara de implicarse a fondo a lo hora de ofrecer un producto cinematográfico revestido de algunas de sus mejores cualidades –un ritmo constate, la inquietud por plasmar los claroscuros del personaje-, pero al mismo tiempo la película no puede desviarse en casi ningún momento de las convenciones del biopic o, lo que es peor, desaprovecha la oportunidad de establecer en su trazado ese recorrido por medio siglo de la vida norteamericana que, agazapado, se esconde tras sus imágenes. Quizá fuera todo ello mucho pedir, y bastante sea contentarnos con un relato trepidante en sus mejores momentos, revestido de constantes giros, proporcionando un conjunto que se devora y degusta con placidez. En una palabra, se trata de una de las máximas que ponía en práctica el cine de Curtiz: un entretenimiento más o menos inteligente.

 

JIM THORPE... se iniciará con la celebración de un homenaje que se convoca en torno a la figura de un gran deportista, en su desarrollo, tomará la palabra Pop Warner (el siempre magnífico Charles Bickford). Su alocución dará paso a un recorrido por la vida del objeto de dicho homenaje, introduciendo un largo flash-back que se extenderá durante la práctica totalidad del film, y llevándonos al recorrido por la andadura vital de un protagonista que encarnará con verdadera convicción un joven Burt Lancaster. JIM THORPE... tomará como comienzo la propia infancia de un niño indio que desafió la intención de su padre de proporcionarle una educación que le sirviera como integración dentro de la sociedad de principios del siglo XX, con predominio blanco. Ya en este episodio inicial, se da de la mano esa dualidad que se encontrará presente durante todo el metraje; la confrontación de la convicción con que son mostrados sus diferentes episodios –en esta ocasión a partir de una planificación que relaciona a padre e hijo cuando ambos conversan tras el reencuentro del primero al regresar el pequeño a su modesta granja-, y la incursión de estos en el terreno del biopic –la demostración de las casi milagrosas habilidades atléticas del aún niño-.

 

A partir de dicho fragmento, la película de Curtiz ofrecerá un completo –en ocasiones casi exhaustivo- repaso a la vida del deportista. Un recorrido en el que no se ausentará cualquier convención más o menos habitual en este tipo de relatos, aunque bien es cierto que la propia génesis del film impide que asistamos a esa visión del “gran sueño americano”, que el tercio inicial de su metraje podría inducir a pensar. Por el contrario -y aunque sin la hondura que le podría haber proporcionado una selección más reducida de fragmentos de la vida de Thorpe, para profundizar más en su proyección sobre el trasfondo sociopolítico que ofrecía la sociedad de su tiempo-, lo cierto es que la película sabe mostrar ese “otro lado” de la gloria, llegando a escenificar un auténtico descenso a los infiernos de un hombre tan rápidamente admirado como pronto descartado por una colectividad que se marca héroes con la misma facilidad que los derriba. Es por ello que el conjunto del metraje de JIM THORPE..., nos mostrará los recelos con que en sus primeros pasos universitarios es recibido en un instituto –aspecto que nos permitirá disfrutar de la ambivalencia con la que el gran Steve Cochran imprime a su personaje de líder estudiantil, en un personaje que lamentablemente no se aprovechará en exceso-, la sensible manera con la que el protagonista conocerá a la que se convertirá en su esposa –Margaret Miller (una excelente Phyllis Thaxter)- en una de las secuencias más hermosas del film, su rápido ascenso a la fama, la efímera y conmovedora gloria olímpica, la celeridad con la que el triunfo le es negado al deportista, su posterior y rápida decadencia y proceso auto destructivo, en el que tendrá mucho que ver la muerte de ese hijo en el que había depositado todas sus esperanzas.

 

Quizá incluso más aún que esa constante lucha entre la búsqueda de credibilidad cinematográfica y la incursión en los terrenos resbaladizos de lo previsible en este tipo de relatos ¿Cuál de las dos vertientes triunfa en la realidad? Personalmente pienso que ambas, logrando un conjunto apreciable, intenso e incluso revestido de dureza en sus momentos más terribles, aunque en última instancia JIM THORPE... pierda la oportunidad de ocupar un lugar de verdadera importancia dentro de la filmografía que el cine USA proporcionó a temas deportivos –la que va BODY AND SOUL (Cuerpo y alma, 1947. Robert Rossen) a RAGING BULL (Toro salvaje, 1980. Martín Scorsese), pasando por la siempre infravalorada EASY LIVING (1949, Jacques Tourneur)-, en las que se aunaba esa voluntad de mostrar aspectos críticos con una crónica realista -cierto es que solo en el caso del film de Scorsese podamos hablar de incursión en el terreno de la filmación de una biografía-. Partiendo de lo que en definitiva ofrece el film de Curtiz, destaquemos en ella –además de ese señalado brillo en su montaje- la fuerza fotográfica que imprime el blanco y negro de Ernest Haller –potenciando sus elementos dramáticos-, la inserción de imágenes documentales –de los juegos olímpicos con los que Thorpe triunfó y los posteriores en Los Angeles-, que en la película sirven para que el protagonista tome conciencia de la inutilidad de su rebeldía poniendo en primer término su condición de indio, ya que el vicepresidente norteamericano que declaró inaugurados los mismos procedía de la misma raza.

 

En definitiva, JIM THORPE – ALL AMERICAN logra describirse como un título que, aunque en principio se erige como la oposición sensiblera a la posterior y excelente THE LONELINESS OF THE LONG DISTANCE RUNNER (La soledad del corredor de fondo, 1962. Tony Richardson), poco a poco, sorteando los meandros de los estereotipos que sobrelleva, logra vislumbrar ese lado oscuro del gran sueño americano. Un rasgo que, aunque no se erija en el principal motivo de su metraje, quizá con el paso del tiempo emerja como el más perdurable.

 

Calificación: 2’5

 

VIRGINIA CITY (1940, Michael Curtiz) Oro, amor y sangre

VIRGINIA CITY (1940, Michael Curtiz) Oro, amor y sangre

Vaya por delante señalar que considero VIRGINIA CITY (Oro, amor y sangre, 1940) una de las aportaciones más valiosas del prolífico y no siempre inspirado Michael Curtiz en el cine del Oeste –curiosamente la elegiría junto al que supone su última película; THE COMANCHEROS (Los comancheros, 1961)-, un género en el que nunca el húngaro dejó una especial estela. Pero es que, en última instancia, VIRGINIA CITY tiene poco de auténtico western, aunque sí sea representativa del contexto en el que se extendía uno de los grandes géneros cinematográficos en aquellos finales de la década de los treinta o inicio de los cuarenta. Es decir, nos situábamos en un ámbito aún embrionario que muy pronto iría adquiriendo una asombrosa madurez, para convertirse junto al cine noir en dos de los géneros más valiosos y depurados que proporcionó el cine USA en las décadas de los cuarenta y cincuenta. Es por ello que aún asumiendo ropajes del cine del Oeste, el film de Curtiz emerge con su bagaje de cualidades –y también con algunas convenciones- como una auténtica epopeya. Todo un tratado sobre la fractura que dividió a EEUU en su guerra civil, planteando en su argumento esa búsqueda de elementos de unión que, tras una cruel contienda, logró unir dos modos de pensar tan enfrentados en la mitad del siglo XIX, suponiendo el despegue definitivo de esos Estados Unidos de Norteamérica que han llegado hasta nuestros días.

 

VIRGINIA CITY se inicia con la presentación de sus principales personajes, encuadrada en la localidad de Richmond, conocido referente sudista. En sus calles se siente la cercanía del fin de su lucha, diezmados por el acoso de las fuerzas de la Unión y la falta de financiación. Como oficial destacado de estos y capitán de la prisión, se encuentra el comandante Vance Irby (Randolph Scott), este conocerá los intentos de fuga emprendidos por el capitán de la Unión –Kerry Bradford (un Errol Flynn en la cima de su encanto y galanura)- junto a unos subditos y amigos suyos. Será un primer contacto entre ambos dominado por el respeto mutuo, que de forma casi inesperada cobrará un notable giro dramático. De un lado Irby tendrá que viajar hasta Virginia City, atendiendo a la llamada de su amada Julia Hayne (correcta Miriam Hopkins), quien le ha proporcionado el señuelo para atraer para el Sur un cargamento en oro de cinco millones de dólares. Por otro lado, Bradford logrará llevar a éxito su fuga, teniendo noticias de la acción de los sudistas para alcanzar esa contundente fuente de financiación, y con la intención de abortarla. Sin embargo, las intenciones no podrán ser tan transparentes, ya que en el traslado de Bradford conocerá a Julia, estableciéndose entre ambos una sincera atracción, a la cual solo separará el hecho –desconocido entonces para ambos- de la filiación de cada uno de ellos a bandos opuestos. A partir de ese momento, la película dirigirá la vertiente afectiva introduciendo un triángulo amoroso entre Vance, Kerry y Julia –uno de los elementos de la película más ligados a la convención-, pero de forma paralela logrará describir mediante su propia progresión y la interacción de sus personajes, ese delicado proceso en el que los luchadores de ambos bandos adquirirán conciencia de la relatividad de sus razones y comportamientos. Será ese, a mi modo de ver, uno de los elementos más atractivos de esta notable película, que sabe combinar la acción con la reflexión, la épica con la emotividad, e incluso el sentido del humor –todo hay que decirlo, no siempre con el mismo grado de acierto-.

 

El film de Curtiz destaca en su impecable sentido del ritmo –una cualidad por otra parte muy ligada a su estudio de pertenencia –la Warner Bros-, la capacidad de mostrar comportamientos nobles y censurables por representantes de ambos bandos y en la seca fisicidad que se manifiesta de manera muy especial en el episodio del traslado de los lingotes de oro –que van camuflados en los bajos de unas diligencias, tal y como años después nos mostraría la memorable VERA CRUZ (Veracruz, 1954. Robert Aldrich)-, por territorios de Texas. Será un traslado en el que echaremos de menos a los indios –uno de los elementos más recurrentes del género que no se encuentran presentes en esta película-, pero sí logrará transmitir al espectador un grado extremo de dureza, que quizá solo tendría una superación en el género en títulos como PURSUED (1947, Raoul Walsh) o YELLOW SKY (Cielo amarillo, 1948) de Wellman. Dentro de ese aire primitivo que impedirá a Curtiz extraer todo el partido posible a esos impresionantes exteriores rocosos o la aridez del desierto de Texas, sí que es cierto que logra mostrarlo de una manera más simple, aunque igualmente efectiva.  Fragmentos como la llegada de la caravana de sudistas al río totalmente seco adquieren un profundo dramatismo, como efectividad alcanza el instante en el que un oficial unionista descubre el oro escondido por las profundas huellas que las caravanas dejan en la tierra. Atractivos resultarán asimismo aquellos instantes en los que la acción se caracteriza por estar desarrollada en interiores, adquiriendo un extraño rasgo opresivo. Serán ejemplos como los que se desarrollan al inicio contemplando el intento de fuga encabezado por Bradford, o todos aquellos instantes que tienen como marco esa herrería que camufla bajo balas de paja los lingotes de oro que se fabrican –y que será el marco de una vibrante secuencia de tiroteo cuando el cargamento se aleja poco antes de llegar hasta allí el personaje encarnado por Flynn-. Del mismo modo, y dentro de ese abanico de situaciones y convenciones que el film atesora, cabe destacar la magnífica secuencia que plasma el asalto del bandido Burell –un personaje demasiado estereotipado con una interpretación de Bogart absolutamente miscasting- a la diligencia en la que viajan Bradford y Julie –lugar donde ambos se conocerán-, o el episodio del asedio multitudinario de la banda del bandolero, en donde se planteará una de las ideas más sugestivas del film –ese enterramiento mediante voladura del cargamento de oro para evitar que caiga en manos del bandido caso de morir todos en la refriega-, aunque servirá para resolver el triángulo amoroso sobre el que se ha sostenido el lado romántico de la película, sirviendo al mismo tiempo este para ejercer de contrapunto a la relatividad del enfrentamiento que, finalmente, quedará diluido ante la realidad del beneficio del esfuerzo común, y ante la presencia final de Lincoln. Junto a todos estos aciertos, el logrado ritmo del film, y pese a lo estereotipado que resulta todo cuanto rodea al personaje de Burrell, nada hay en la película que alcance más emoción que ese largo travelling de retroceso que se iniciará en la tumba del pequeño sudista Cobbie Gill (Dickie Jones), después de ese fundido en negro que evitará mostrarnos su muerte tras la agonía vivida en un accidente en pleno viaje. Es una muestra de la grandeza del mejor cine americano; la de plasmar la emoción más honda con la absoluta sencillez.

 

Calificación: 3

CAPTAIN BLOOD (1935, Michael Curtiz) El Capitán Blood

CAPTAIN BLOOD (1935, Michael Curtiz) El Capitán Blood

¿Qué se puede decir de nuevo a estas alturas, de un título integrado de lleno en la mítica cinematográfica como es CAPTAIN BLOOD (El Capitán Blood, 1935. Michael Curtiz)? En primer lugar cabría resaltar que se trata –como suele ser en la mayor parte de las películas integradas en este hipotético “museo de obras intocables”-, de una película sobre la que se conceden unos determinados valores, pero de la que se habla poco. O bien es que no hay suficiente interés en ello o, por el contrario, es que ya se ha dicho todo de la misma. Quien sabe. A nivel personal, y tras revisarla después de una lejana visión de hace ya más de dos décadas, si que me gustaría destacar que –pese a algunas objeciones que más adelante comentaré-, me ha resultado un título que no solo mantiene su vigencia en su condición de clásico del cine de aventuras, sino que adquiere vida propia, integrando una serie de elementos que configuraron una mítica perdurable hasta nuestros días. Ni que decir tiene que CAPTAIN BLOOD no inventó nada en el género, pero sí que cabe señalar que dentro del cine sonoro logró alcanzar el suficiente éxito que permitiera, de forma engañosa, hacer creer a la película como propuesta precursora. No lo fue –de hecho, no solo títulos precedentes como THE BLACK PIRATE (El pirata negro, 1926. Albert Parker) atestiguan esta afirmación, sino que nos encontramos ante un remake de una obra de Rafael Sabatini que ya fue llevada a la pantalla también en periodo mudo –CAPTAIN BLOOD (1924, David Smith y otros)-.

 

En cualquier caso, no se puede discutir que el rotundo éxito de la propuesta, permitió por un lado abrir el sendero de la Warner para la actualización de mitologías consustanciales al cine de aventuras, por lo general encarnadas en el periodo silente por Douglas Fairbanks. Es historia ya señalar que todos estos arquetipos fueron trnsmitidos y representados en la figura de Errol Flynn, que a partir de esta misma película adquirió el aura de estrella del género, dentro de un cetro que hasta la fecha nadie se ha atrevido a cuestionar. En cualquier caso ¿Cuál es a mi juicio la principal razón que permite que aún hoy día, un producto como el que nos ocupa, conserve buena parte de su atractivo siete décadas después de su realización? Creo con sinceridad que ello obedece a la rara fortuna con la que Michael Curtiz –un director francamente desigual dentro de su larga trayectoria-, supo articular en su labor de mettreu en scène una serie de elementos que, de no haber encontrado una tarea de acomodo tan afortunada, sin duda no hubieran facilitado un resultado tan equilibrado. Lo cierto es que no hay más que recordar otros productos firmados por Curtiz y protagonizados por Flynn –como THE ADVENTURES OF ROBIN HOOD (Robín de los bosques, 1938. Codirigido con William Keighley) o THE CHARGE OF THE LIGHT BRIGADE (La carga de la brigada ligera, 1936)-, para incidir en esta apreciación. No siempre se dio en este contexto esa necesaria simbiosis de referencia aventurera, elementos de índole romántica e incluso folletinesca, apuntes heredados del cine de misterio o incluso humorísticos, como en este caso, en donde además habría que destacar una notable labor de montaje, que logra intercalar una sucesión de secuencias perfiladas a modo de rápidos apuntes, junto a otras más elaboradas a nivel psicológico. Este elemento concreto contribuye a mantener el ritmo de la función de una manera destacada, en su combinación de elementos y sucesión de estas vertientes temáticas que se desarrolla casi a la perfección.

 

Ese equilibrio permite también integrar rasgos que ya se practicaron en la andadura precedente de Curtiz –si bien no fueron definitorias de un estilo del que siempre careció el húngaro-. Me estoy refiriendo a los juegos evidentes con los contrastes de sombras –que inciden en detalles siniestros y “bizarros” del film, y que su director ya había ejercitado en propuestas pertenecientes al cine de terror o al subgénero penitencial del que fue un conocido practicante, siempre como asalariado de la Warner. Dicha confluencia de rasgos es la que brinda a CAPTAIN BLOOD su más genuino encanto, al que el paso de los años no solo ha contribuido a mantener, sino que en algunas de sus facetas ha envejecido tan bien de manera casi fortuita. Por poner un ejemplo, los telones pintados que se evidencian en buena parte de las secuencias marinas, dotan de una especial atmósfera, casi irreal a las mismas.

 

Pero al margen de estas circunstancias puntuales, hay que consignar que se trata de un título absolutamente disfrutable, al que solo cabe oponer un desenlace un tanto apresurado y que desluce la intensidad de sus situaciones previas, y algunos momentos en los que se adivina un relativo acartonamiento. Más allá de dicha circunstancia concreta, la andadura de este médico despreocupado, abierto y altanero, que es condenado por ejercer su profesión en la convulsa Inglaterra de mediados del siglo XVII, vendido como esclavo y posteriormente convertido en pirata, se degusta con el resabio del folletín serial. Las andanzas del personaje siempre están alumbradas con la luz del ritmo cinematográfico, y en esa ligereza nunca queda ausente el agudo apunte psicológico. Apunte que define –pese a sus cortas intervenciones-, la relación de rivalidad mal disimulada que esgrime su puntual aliado -Levasseur (Basil Rathbone)- definida por primeros planos en donde la intensidad de la labor de los actores delatan sus sentimientos mutuos de desprecio. Pero será este reflejo en las miradas, algo que tendrá su especial punto de inflexión en la relación que –pese a un aparente rechazo inicial-, se establecerá entre Blood (Errol Flynn) y Arabella (una admirable Olivia de Havilland). Será en la llegada del protagonista a la isla en donde es vendido como esclavo, donde las miradas de Arabella y el comportamiento desafiante del recién convertido esclavo, permitirá una pulsión sexual y de dominio francamente poco habitual en el cine de aquellos años. No olvidemos que hacía muy poco tiempo que se había instaurado el código Hays, ya que esta actitud femenina me recordó poderosamente la que mantenía Myrna Loy cuando azotaba a Charles Starrett en una secuencia de THE MASK OF FU-MACHU (La máscara de Fu-Manchú, 1932. Charles Brabin). Sin embargo, la evolución de los criterios de moralidad por modelos más regresivos, es la que destacan lo insólito de ese momento. Evidentemente, uno de los elementos más logrados de CAPTAIN BLOOD es el aliento romántico que paulatinamente se va asentando en la pareja protagonista. El discurrir del film lo subraya de forma adecuada insertando en sobreimpresión el rostro triste de Arabella mientras que Blood se encuentra en alta mar, los conflictos que se establecen cuando la muchacha se encuentra en el barco pirata, y la explosión final de sus sentimientos.

 

Nadie puede poner objeción alguna a la perfección con la que Olivia de Havilland brinda un rol que le sirvió para ser emparejada con Flynn en diversos títulos posteriores dentro de la Warner Brothers. Pero es evidente que el título que nos ocupa es –por entero- propiedad de un Errol Flynn, que se come con su juventud y arrojo aventurero la cámara, pese a detectarse algunos elementos de sobreactuación. No importa. Su figura, la nobleza de su personaje –que llega a adoptar una visión de la piratería pasablemente positiva-, su carisma y la destreza en el manejo de la espada, convirtieron al joven intérprete en una estrella legendaria, que se prolonga hasta nuestros días. No es, pese a ello, el único motivo para que CAPTAIN BLOOD siga manteniendo su interés, pero sin duda el que más perdurado de cara a la mitología cinematográfica. Al margen de este componente, en cualquier antología del cine de aventuras marinas, deberá forzosamente incluir este título de Curtiz como uno de sus exponentes más valiosos.

 

Calificación: 3’5

 

THE WALKING DEAD (1936, Michael Curtiz) Los muertos andan

THE WALKING DEAD (1936, Michael Curtiz) Los muertos andan

Si bien es cierto que resulta comúnmente aceptada la primacía de la Universal a la hora de la evocación del cine fantástico norteamericano en la década de los años treinta, no es menos cierto que la afirmación tendría que ser matizada. Al menos en la medida que otros estudios –como la Paramount, la RKO o incluso la propia MGM- auspiciaron clásicos tan imperecederos como KING-KONG (1933, Ernest B. Schoedsack y Merian C. Cooper), ISLAND OF LOST SOULS (La isla de las almas perdidas, 1933. Erle C. Kenton) o DR. JEKYLL AND MR. HYDE (El hombre y el monstruo, 1931. Rouben Mamoulian).

En relación con esta primacía de la Universal, creo que también se plasmó una asimilación de los éxitos del estudio que comandaba Carl Laemmle Jr. en este género, a través de producciones de escaso presupuesto y pretensiones que fueron rodadas por otras productoras en aquellos años de esplendor del cine fantástico. Uno de esos ejemplos de estas relativas imitaciones hay que consignarla en THE WALKING DEAD (Los muertos andan, 1936. Michael Curtiz), realizada para la Warner Bross. Debo confesar de entrada la decepción que para mi ha supuesto este film, por dos motivos concretos. El primero de ellos algunas referencias positivas que tenía del mismo, y quizá el más consistente, la consideración que tengo hacia otra aportación de Curtiz en el fantástico, como es MYSTERY OF THE WAX MUSEUM (Los crímenes del Museo, 1933) en la que logró unos interesantes resultados, bastante más atractivos que los del remake de André de Toth –pese a que en esta última la carismática labor de Vincent Price lograra un enorme impacto-. Evidentemente, son variaciones bastante comunes en una filmografía tan extensa y por otra parte no demasiado pródiga en títulos de relieve –por más que algunos se empeñen en sobredimensionar la personalidad de este director húngaro-.

Prueba de ello se da cita en este THE WALKING DEAD, que pese a una escueta duración de poco más de una hora, llega a hacerse incluso tediosa en ocasiones, y que constituye una indisimulada mezcla de algunos de los films de horror más carismáticos de la Universal –con FRANKENSTEIN (1931, James Whale) a la cabeza-, que tiene su expresión en la segunda mitad de su metraje. Sin embargo, la primera parte no deja de ser una muestra más de esos típicos, moralistas y esquemáticos film de gangsters que tanto él mismo -20.000 YEARS IN SING-SING (20.000 años en Sing-Sing, 1932), como otros hombres del estudio como Lloyd Bacon, Anatole Litvak o William Keighley firmaron en aquellos años.

La sencilla historia de THE WALKING DEAD se inicia con la condena por parte del Juez Roger Shaw (Joe King), de un sospechoso de soborno que se encuentra en el grupo de una serie de influyentes personajes de dudosas actividades. Conscientes del peligro que para ellos tiene esta condena, proyectan el asesinato del Juez y para ello intentan localizar una coartada perfecta que dirija las sospechas lejos de ellos. Es así como lograrán implicar a John Ellman (Boris Karloff), un apacible y algo envejecido ex convicto que ha salido ya en libertad tras cumplir sus condena, y que se verá acusado finalmente del crímen. Para ello incluso se ofrecerá como su abogado defensor Nolan (Ricardo Cortéz), que será realmente el que lo lleve hasta la silla eléctrica. Una condena que finalmente se llevará a cabo y en la que el condenado escuchará a la llegada de su muerte su melodía preferida, en una petición especial que había solicitado al alcalde de la prisión como último deseo. La aparición de una pareja de jóvenes que actuaron como testigos accidentales del asesinato, y que saben que el acusado es inocente, posibilitarán un intento de salvación del acusado, que finalmente será infructuoso.

Es por ello que  el Dr. Beaumont –a cuyo laboratorio pertenecen los testigos señalados-, solicita el cuerpo del ejecutado para experimentar con él. El mencionado experimento no será otro que intentar devolverlo a la vida. Al final, con no demasiado esfuerzo y aplicando sus conocimientos en la materia, Ellman volverá al mundo de los vivos. Pero el resucitado se convertirá en un hombre dominado por la tristeza, aunque logre mantener un punto de sensibilidad en la vertiente musical –el era pianista de profesión- y una especial intuición en detectar a aquellos que lo llevaron a la muerte. Y ahí llegará el involuntario proceso por parte del resucitado, quien de forma casi planificada irá eliminando a aquellos que contribuyeron a que fuera condenado de forma totalmente injusta. Esa intención tendrá su expresión más destacada en el viaje que formula al cementerio, en el que el protagonista muestra sentirse plenamente aliviado, ya que está en la tierra de los muertos, de los suyos realmente. Allí será acribillado a balazos por parte de los dos gangsters que aún permanecen vivos –y entre los que se encuentra el letrado Nolan-. Ellman será recogido por los ayudantes del Dr. Beaumont y este intenta lograr del moribundo que intente recordar la vivencia que tuvo tras ser ejecutado por silla eléctrica. No llegará el moribundo más que a señalar unas divagaciones, hasta que muere. En ese preciso momento los dos gangsters que huían en un coche tras haberlo disparado, se estrellarán cuando Ellman lance su último expiro.

Atropellada y, por momentos, previsible THE WALKING DEAD se abre y se cierra en sus títulos de crédito con la presencia de una silueta con una figura que va alzándose sin movimiento interior alguno. Ya comentábamos anteriormente la influencia que el film de James Whale FRANKNESTEIN tiene en esta pequeña película. Y esa deuda se centra sobre todo en los momentos en los que el doctor devuelve al condenado a la vida dentro de un laboratorio, utilizando técnicas similares y pronunciando Beaumond las palabras que ya hiciera célebres Colin Clive en el film de Whale; “It’s Alive / Está vivo”.

Por su parte, la primera mitad de la película deviene una de las más rutinarias dentro de aquellas de gangsters que tanto se prodigaban en aquellos años. E incluso llega a sorprender que existieran cuatro guionistas para dar forma al resultado final que se rodó. A ello podríamos añadir que las muertes de los elementos de dudosa honestidad, carecen de fuerza en su cercanía al fantastique al pecar de ingenuos.

Pero hay que ser justos, y dentro del escaso interés de la función, hay elementos dignos de ser resaltados. Evidentemente uno de ellos es el juego de sombras –algo habitual en el cine de Curtiz- que se registra en la parte en la que Ellman se encuentra en prisión poco antes de ser ejecutado, y que más adelante tendrán su justa extensión para los instantes en los que sus enemigos van siendo eliminado desde sus propios entornos, en donde la presencia de ráfagas de viento en la noche les dotará de una cierta atmósfera inquietante.

Ya señalábamos antes la curiosa implicación con la música clásica en el personaje de John Ellman, pero al mismo tiempo me gustaría señalar que la secuencia que realmente debería ser el momento de mayor interés en todo el film –la visita del protagonista al cementerio-, esté planificada y desarrollada con total ausencia de sentido fantastique. Ese pathos que Ellman plantea al reunirse con los suyos, queda como un instante más de consumación por parte de los gangster de la liquidación del resucitado, y por parte de este como lugar para estar presente en el lugar que le corresponde, tras un periodo como muerto en vida totalmente traumático. Es por ello que considero que el torpe desaprovechamiento de la ambientación fúnebre que emana de un camposanto y el dolor que en el mismo se podía expresar del alma del resucitado, queda absolutamente ausente. En su lugar se resolverá la muerte de los dos personajes enemigos, mientras que el protagonista lo hará con total aceptación. Un personaje este, por otra parte, del que Boris Karloff ofrece un trabajo lleno de matices y sentimiento.

Calificación: 1’5

FORCE OF ARMS (1951, Michael Curtiz) [La fuerza de las armas]

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Creo que hubiera hecho falta el talento de un Frank Borzage para haber llevado a buen término una película como FORCE OF ARMS (1951, Michael Curtiz) –LA FUERZA DE LAS ARMAS para su emisión televisiva en España-. En su defecto, el destajista Curtiz –de la que ayer comentaba THE BREAKING POINT(1950) realizada el año anterior- hizo lo que pudo con lo que para mí se ofrece finalmente como un catálogo de obviedades y tópicos habituales en el cine bélico –en el que creo no ser el único al considerar que se trata uno de los géneros cinematográficos menos estimulantes-. La película al parecer fue un versión apócrifa del “Adios a las armas” de Hemingway y creo que se brinda como un producto bélico un tanto tardío y desequilibrado en el que destaca el tono sombrío de algunas de sus secuencias –esos bosques calcinados en los que se desarrollan las secuencias de batallas-, al que contribuye el excelente tono fotográfico obra de Ted McCord en el que están presente sombras y tonos oscuros y tenebrosos.

FORCE OF ARMS nos cuenta el romance que se establece entre el sargento Pete Peterson (un muy eficaz William Holden) y la teniente MacKay (una absolutante blanda Nancy Olson que no ofrece el oportuno contrapunto romántico a Holden). Ambos se conocen en un doloroso y al mismo tiempo hermoso instante ubicado en un cementerio y ante las cruces de los soldados caídos. Pese a las reticencias de ambos la relación se estrecha y se llegan a comprometer. Ambos se encuentran en la Italia de 1943 durante las batallas por liberar dicho país de la dominación nazi. Dentro de ese contexto bélico, en el que Pete es un carismático sargento apreciado por sus compañeros, surge en él la oportunidad de la llegada del amor por medio de esta aparentemente fría teniente, que en el fondo no tiene sino miedo a enamorarse de alguien que pueda morir en combate, tal y como le sucedió a su anterior amante.

Ni que decir tiene que la historia podría haber logrado con la debida intensidad un apasionado resultado cinematográfico. Sin embargo, hay que lamentar esa absoluta tendencia a la convencionalidad que ofrecen sus fotogramas, con clichés mil veces vistos en el cine bélico –desde esa foto que se muestra nada más comenzar el film en el que aparece la familia de un soldado que ha muerto-, con un sentimiento de camaradería rutinario y mil veces visto con más garra en la pantalla. Si a ello le unimos la escasa química de su actriz protagonista, al desaprovechamiento de elementos como esa visita a una familia italiana donde se hospedan ambos antes de casarse –la presencia de la abuela casi ciega que no asume la muerte de su hijo-, serán todo ello elementos que pesarán en su resultado poco satisfactorio.

Bajo mi punto de vista hay bastante de fallido en este FORCE OF ARMS, si bien es cierto que sus secuencias de batallas están bien rodadas –especialmente las de sus últimos minutos-, hay una voluntad de realismo con el inserto de planos de documentales de guerra, y por supuesto una eficacia de producción a la que cabría añadir algunos momentos aislados en los que se aprecia una cierta intensidad. Pese a ello, el cúmulo de estereotipos de cine bélico es tan amplio –los personajes secundarios son todos puros clichés- y la intención melodramática es tan fallida que el resultado final incluso se me antoja tedioso y poco estimulante, tan lejano de los logros en el género por parte de Anthony Mann, Samuel Fuller o Raoul Walsh, entre otros.

Calificación: 1’5