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CINEMA DE PERRA GORDA

Richard Wallace

SEVEN DAYS LEAVE (1930, Richard Wallace)

SEVEN DAYS LEAVE (1930, Richard Wallace)

Con el paso de los años, se ha ido estableciendo una creciente -aunque aún minoritaria- corriente de opinión, entre ciertos aficionados e historiadores y comentaristas, poniendo en valor las cualidades del realizador norteamericano Richard Wallace (1894 – 1951). Es probable que su prematuro fallecimiento -aunque atesoraba a sus espaldas, cerca de medio centenar de largometrajes, desde las postrimerías del periodo silente-, antes de que las corrientes de la crítica, tomaran en valor la obra de numerosos cineastas, impidieran la valorización conjunta de una obra, que muchas décadas después, podemos ir recuperando de manera aleatoria y sin rigor. Y ello nos está permitiendo descubrir la versatilidad, el talento y el interés que nos puede suscitar, ir accediendo a todos aquellos títulos suyos que podamos. Es cierto, no he contemplado ningún logro absoluto, entre los nueve títulos suyos que he visionado hasta la fecha. Pero todos ellos albergan suficiente interés, y buena parte de los mismos poseen un considerable interés, destacando la buena mano y singularidad de Wallace, con el melodrama y la comedia.

En buena medida, son los dos ámbitos que proporcionan los mayores elementos de interés a SEVEN DAYS LEAVE (1930). Nos encontramos con uno de los primeros talkies de la Paramount. Y solo desde el punto de vista de valorar el dinamismo que siguen albergando sus imágenes, en un contexto donde la incorporación del sonido supuso un lastre -rápidamente solventado por otro lado-, en la evolución y riqueza del lenguaje cinematográfico, se pueden apreciar las ocasionales virtudes, emanadas en esta adaptación de la obra teatral del escritor escocés James Matthew Barrie, encontrándonos entre los responsables de la adaptación a la pantalla, con el posterior realizador, John Farrow. La película se desarrolla en el Londres de la I Guerra Mundial, en donde el montaje inicial que nos es descrito con imágenes extraídas de documentales, muestran con pertinencia, la importancia que la contienda transmite a la sociedad civil, e incluso en el seno de unas mujeres, de las que se reclama participen como voluntarias en tareas de emergencia.

Será un contexto, que influirá de manera muy decidida a la madura, bonachona y humilde Sarah Ann Dowey (magnífica Beryl Mercer, asumiendo un rol ya representado con éxito en la escena newyorkina). Una viuda escocesa, mujer de forzada soledad, que se gana la vida limpiando edificios con otras mujeres, sus únicas compañeras vitales. Y que vive una existencia dominada por las estrecheces, sublimando su soledad ante sus compañeras, inventándose una relación con su supuesto hijo que se encuentra en el frente. Una serie de curiosas circunstancias, la relacionarán con un poco destacado soldado del Black Watch, famoso regimiento escocés. Se trata del joven Kenneth Downey (Gary Cooper), al cual se le concederán unos días de permiso, más por quitárselo de encima, que por la veracidad de una herida, de la que sospechan se la ha provocado él mismo. Downey viajará a Londres, donde se encontrará con esa mujer a la que han confundido con su madre -la suya real ya murió-, y que sin saber de quien se trataba, le ha estado enviando tartas al frente de guerra. Así pues, se producirá el insólito encuentro, en el que el escocés mostrará sus reticencias, aunque poco a poco vaya sintiéndose más a gusto, ante el cariño mostrado por la anciana, que lo acogerá en su casa, y prodigará todo tipo de atenciones, señalará a ella que la mantiene “a prueba”, de cara a poder adoptarla como madre.

La película, centrará su discurrir, en la relación que por unos días se establecerá entre esos dos seres, de manera deseada por parte de la anciana, y totalmente inesperada en ese soldado hosco y poco recomendable. Apenas una semana, en la que la mujer paseará con el joven, emergiendo de su mediocre y miserable existencia, y en el caso de Kenneth, sintiendo algo quizá casi olvidado; ser querido. Será la crónica de dos soledades paralelas, que se entrecruzarán en un momento determinado, marcando una huella indeleble en los dos inesperados protagonistas.

Partiendo de la base de ese servilismo teatral y hacia las convenciones de los primeros talkies, lo cierto es que Wallace sabe sortearlas con acierto. Bien sea con esa inserción inicial de imágenes documentales, mediante un pertinente montaje, o la presencia de esos travellings frontales de retroceso, que nos describen el relajado caminar de la protagonista. La ambientación resulta adecuada, potenciando el lado miserabilista, rodeando el entorno de esa limpiadora alienada, que desea integrarse en esa corriente de aporte al hecho bélico, viendo en los primeros instantes, como es rechazada por superiores militares, para poder colaborar directamente en la misma, mediante los comandos de ayuda reservado a las mujeres.

Es cierto que la película, atesora una cierta herencia teatralizante, en aquellas secuencias donde se describe la relación de Sarah con sus compañeras de trabajo. Son momentos en los que la convención hace acto de presencia, y no ayuda precisamente a esa intención de Wallace, de dinamizar un relato que, justo es reconocerlo, no levantará definitivamente el vuelo, hasta la aparición del personaje encarnado por Gary Cooper. Pese a que buena parte de sus secuencias, se desarrollarán en el interior del mísero domicilio de la anciana, y pese a la tosquedad interpretativa que por aquel entonces desplegaba el jovencísimo Cooper, lo cierto es que entre ambos intérpretes se desarrolla una inesperada química. Una calidez, que nos permitirá contemplar la sensibilidad cinematográfica, en la que se describirá ese rápido, pero al mismo tiempo casi imperceptible proceso, por el que ese soldado de rudos modales y nulo sentido de la ética, variará casi por completo su modo de pensar hasta entonces, dejando de lado su intención de actuar como desertor y, por el contrario, volver al frente, sabiendo que en Londres ha dejado a una mujer, que prácticamente lo considera como su hijo.

Sin embargo, SEVEN DAYS LEAVE, debajo de esa sensación placentera, de encontrar un sentido a la existencia a dos seres antitéticos, encubre una nada solapada carga antibélica. Ese soldado escocés, que ha vuelto al combate merced al consejo de la anciana con la que ya se sentirá por siempre ligado, lo contemplaremos feliz, en la trinchera, leyendo una carta de esta, en donde le explica planes de futuro, habiendo recibido uno de sus habituales pasteles. El destino lo llevará de manera inesperada al exterior, viendo en el off narrativo como caerá en el combate. Sin heroísmos. De manera absurda, como suele suceder en las contiendas. La película acabará, cuando un superior del ejército entregue a Sarah las escasas pertenencias de Kenneth, así como una medalla que recibirá como única persona de referencia. Ella las guardará amorosamente en el cajón. En especial, esa bufanda que le regalara antes de marcharse. Es cierto. Su muerte ha sido un sacrificio innecesario. Pero al menos servirá, para que alguien le recuerde y, sobre todo, se sienta integrada y útil como ser humano.

Calificación: 2’5

BECAUSE OF HIM (1946, Richard Wallace) Su primera noche

BECAUSE OF HIM (1946, Richard Wallace) Su primera noche

Hay ocasiones en las que el talento de un realizador, logró dar la vuelta a un planteamiento de entrada condenado a magros resultados. Es lo primero que me viene a la mente al haber contemplado, entre sorprendido y siempre divertido, el alcance de BECAUSE OF HIM (Su primera noche, 1946), un producto destinado al lucimiento de las facultades canoras de la hoy justamente olvidada Deanne Durbin, una de las estrellas de la Universal en los años cuarenta. Sin embargo, no fue esta la única ocasión en la que se eligió a un realizador competente para llevar a cabo el producto –recuerdo otro de los vehículos al servicio de la Durbin, firmado por Frank Borzage-, siendo en esta ocasión Richard Wallace el encargado de plasmarlo en imágenes. Hace tiempo que varios aficionados y comentaristas venimos siguiendo la pista de Wallace (1894 – 1951), al cual quizá su temprana muerte ha privado de un mayor reconocimiento, en una filmografía en la que se siguen desconocimiento no pocos de sus títulos –siempre integrados dentro del cine de géneros-, pero del que emergen no pocos exponentes de valía en géneros como el noir… o incluso la comedia. Es una faceta en la que el visionado de BECAUSE OF HIM –que parte de una premisa argumental de Edmund Beloin-, nos descubre desde pocos momentos después de su inicio, el talento que emana en la destreza y el manejo de Wallace de los resortes del género.

Hasta tal punto aparecen dichas cualidades, que no cabría olvidar insertar su resultado, entre los exponentes más valiosos –y menos reconocidos- que la comedia brindó en el cine norteamericano de aquel tiempo, erigiéndose por encima de todo ello, como una valiosa reflexión en torno al arte del fingimiento, en su oposición a la autenticidad de los sentimientos más profundos anidados en el ser humano. Esa base inicia el recorrido de la joven camarera Kim Walker (Deanna Durbin), empeñada en desarrollar su supuesta vocación de actriz. Para ello pondrá en practica la treta de usar un autógrafo de la conocida figura teatral John Sheridan (Charles Laughton), como base de influencia de cara a facilitar su ingreso en la profesión. Ello le integrará en un contexto de creciente interés en los medios informativos, provocando finalmente la atención de Sheridan, y también la del escritor teatral Paul Taylor (Franchot Tone), en una espiral de equívocos y sinsentidos que, cierto, finalizará de la manera que todos esperamos, no sin antes haber vivido situaciones en ocasiones insospechadas, conducidas por un realizador que sabe en casi todo momento extraer el resultado más oportuno, hasta el punto de ofrecer fragmentos dotados de una asombrosa modernidad.

BECAUSE OF HIM  transmite el mejor sabor del género en aquellos años cuarenta, que en el tiempo de su realización se encontraba en un periodo puente. Y lo ofrece de entrada por su aguda reflexión en torno al contexto de fingimiento, que rodeará ante todo al personaje que encarna un Charles Laughton, en una de sus creaciones más valiosas y autoparódicas que se le conocen. Es evidente que voy a hablar de una película que se realizó casi cuatro décadas después de esta película, pero cierto es que los minutos iniciales del film de Wallace, y su descripción del universo ubicado tras las bambalinas a través de la figura de Sheridan y su afectado ayuda de cámara –Martin (Donald Meek)-, me recordó poderosamente la relación que se mantenía entre Albert Finney –actor que curiosamente se reveló a la fama teatral de la mano de Laughton en Londres- y Tom Courtenay en la magnífica THE DRESSER (La sombra del actor, 1983. Peter Yates). Aspectos de esa equívoca relación de dependencia por parte de Martin hacia la estrella escénica, lo tendremos en la deslumbrante secuencia –uno de los mejores momentos del film- en la que este se queja ante el actor –que se encuentra siempre de espaldas-, por la insinceridad que le ha manifestado al descubrir la supuesta relación amorosa que mantiene con la joven.

Sin embargo, será este uno de los diversos aspectos sobre los que trabaja Richard Wallace, en una película especialmente valiosa en el diestro manejo de la cámara que ofrece a lo largo de su siempre magnífico metraje. La movilidad de la misma, sabiendo extraer los mejores aspectos de sus secuencias, la disposición de los intérpretes en el encuadres, transmitiendo con ello el sentir último de sus secuencias, se pone a punto en una película que atesora un inmejorable sentido del timing y, sobre todo, una mirada sorprendente en torno al universo del actor. Una faceta que rodeará todos los movimientos y actos del incorregible histrión que es Sheridan, y que nos manifestarán secuencias tan relevantes como aquella intimista en la que se encontrará a solas junto a Kim, revelándole tras su supuesto desmayo en la fiesta la poca valía de su actuación, el recordatorio de la situación vivida con este ante su sirviente y el empresario Charles Gilbert (Stanley Ridges), invocando para ello una dramática secuencia teatral que ambos reconocerán o, sobre todo, el magnifico fragmento desarrollado en los ensayos de la nueva obra, que incorporará la presencia de los tres principales personajes del film. Será este un episodio que destaca por dos aspectos. El primero, al ofrecer una mirada poco habitual en el cine desarrollada en el marco de la escena, en la que preparaba cualquier obra a estrenar. El segundo, la manera con la que Richard Wallace planifica la secuencia, acertando al transmitir las tensiones que se desarrollan entre los dos hombres en su interacción con la presencia de Kim.

Sin embargo, no serán estos los únicos placeres que nos brindará esta estupenda BECAUSE OF HIM. Algunos de sus instantes más valiosos se plasmarán en torno a Paul. Uno de ellos se describirá en el exterior del teatro, donde este se encuentra escondido ante el público, escuchando comentarios que incomodarán a este escritor, que por despecho ha retirado su nombre de una obra que, allí lo descubrirá, va a asumir un gran éxito. El complejo movimiento en picado de grúa, aparecerá determinante para transmitir esa sensación de contrariedad en torno a las deducciones de su personaje. Sin embargo, aún resultará más brillante un episodio que sorprende por su modernidad, y que anticipa modos del género que utilizarían años después cineastas como Frank Tashlin, o el propio Vincente Minnelli de ON A CLEAR DAY YOU CAN SEE FOREVER (Vuelve a mi lado, 1969). Se trata de la manera con la que se inserta el fomulismo de la canción de Deanne Durbin, para con ello describir el deseo de Taylor de dejar de lado a Kim, aunque las circunstancias, propias del slapstick, le devuelvan constantemente a ella. Desde su inútil encierro en la habitación del apartamento, el apego de esta bajando del abarrotado ascensor, o los complejos movimientos de cámara que impedirán que se distancia de ella en el hall del edificio, brindarán el segmento más brillante de una película que culminará dentro de la emotividad, el respeto a las convenciones del romance, y también un sincero homenaje a la figura de Laughton. Toda una sorpresa.

Calificación: 3’5

THE LITTLE MINISTER (1934, Richard Wallace) Sangre gitana

THE LITTLE MINISTER (1934, Richard Wallace) Sangre gitana

Resulta bastante curioso consignar como pese a que en los primeros años como intérprete de Katharine Hepburn –siempre en el seno de la RKO-, fue dirigida por nombres del prestigio de John Ford, John Cromwell, George Stevens o George Cukor, sea en dos títulos firmados por nombres alejados de ellos, y en donde además compartía en el reparto la presencia de un mismo oponente, donde se puedan encontrar los títulos más valiosos de su primera etapa, hasta la llegada de la excelente STAGE DOOR (Damas del teatro, 1937. Gregory La Cava). Me refiero con ello a dos producciones casi consecutivas. La primera de ellas es BREAK OF HEARTS (Corazones rotos, 1935) -Una de las escasas realizaciones del director teatral Philip Moeller-. Pero es la inmediatamente anterior THE LITTLE MINISTER (Sangre gitana, 1934. Richard Wallace) la que protagoniza estas líneas, consignando en primer lugar el hecho de que en ambos títulos se cuente con la presencia del joven y estupendo John Beal –que en esta ocasión ejerce como coprotagonista-. Pero hay algo que me alegra al comprobar la frescura con la que se mantiene esta adaptación de la obra de J. M. Barrie, y es consignar que tras la misma se encuentra un realizador por el que tengo una cierta debilidad, y que según voy recuperando su filmografía se está confirmando como el cineasta competente que en todo momento fue. Me refiero a Richard Wallace, quien sin el renombre de los directores citados, logra sin embargo de THE LITTLE MINISTER extraerla de los riesgos de estatismo, propensión al decorativismo y folklorismo, e incluso al sermón moralizante. Por fortuna, nada de ello se puede achacar a este drama tratado con notable delicadeza, que sabe combinar una estupenda ambientación en una pequeña localidad escocesa de 1840, proponiendo sobre ella una mirada tan amable como, en última instancia, crítica en torno a la ruptura de los usos y costumbres que en dicho contexto rural se producirá con la llegada de un nuevo presbítero a una de las congregaciones de la misma. Desde su comienzo –combinando con acierto un leve tono fabulesco y una ambientación en la que el rodaje en estudio no merma la temperatura del film-, el espectador logra introducirse en ese colectivo cerrado, en el que si bien es cierto que la descripción de sus lugareños en algunos momentos se inclina en una cierta vertiente de pintoresquismo –uno de sus pocos defectos-, lo cierto es que en su conjunto logra convertirse en un relato poco menos que delicioso, provisto además de un aura romántica revestida de una sorprendente vigencia.

Todo se iniciará con la llegada del joven Gavin Dishart (Beal) junto a su madre, como responsable de la congregación de Auld Licht. Para su anciana progenitora y para él mismo, su nuevo destino supondrá un humilde y secreto anhelo, demostrando muy pronto el pastor la energía de su personalidad –su físico adolescente hacía preludiar todo lo contrario-, al reprochar en pleno servicio dominical el alcoholismo que caracteriza al rudo lugareño Rob Dow (Alan Hale). El prestigio logrado por el recién nombrado presbítero, se verá poco a poco puesto en entredicho a partir del encuentro con este con una joven e irresistible joven gitana –Babbie (Katharine Hepburn)-, que en realidad se trata de la protegida de un acaudalado terrateniente de la zona, que discurre por el bosque disfrazada como tal, violentando de alguna manera la cotidianeidad del entorno, siempre tomando como fondo un mundo bucólico que parece dotado con un alcance feérico. A partir del enfrentamiento de mundos que representan el envarado protagonizado por el joven pastor, y el libre y rebelde protagonizado por Babbie, THE LITTLE MINISTER plantea un ejemplo más protagonizado por la joven Hepburn, en la que se plantea su registro interpretativo e incluso su peculiar belleza, como una personalidad opuesta dentro de un contexto de puritanismo y estancamiento social. Cierto es que en este contraste e incluso rebeldía que planteará la muchacha, de alguna manera no evitará que la película muestre un cierto matiz reaccionario en la apreciación que Gavin manifestará sobre ella, considerándola en sus románticas manifestaciones como un ser de su propiedad. Indudablemente, son elementos que vistos más de siete décadas después adquieren un matiz más cuestionable. Sin embargo, ello no limita en absoluto la deliciosa química y la delicadeza que se establecerá entre la Hepburn y John Beal. Entre ellos se detecta una sensación de autenticidad, incluso en ese delicioso juego al gato y al ratón al que se someterán en sus primeros encuentros, administrados por la cámara de Wallace con dinamismo y ligereza, permitiéndonos valorar sus capacidades como hombre de cine.

Aunque lo que he visto de su obra no permite detectar en ella a un realizador dotado de personalidad o mundo propio definido, sí que es cierto que Richard Wallace supo someterse al dictado del cine de géneros, procurando un especial cariño en el tratamiento de las relaciones de sus personajes. Daba lo mismo que fuera el atormentado John Garfield de THE FALLEN SPARROW (1943), la pareja que encarnaban Loretta Young y Brian Aherne en la divertida A NIGHT TO REMEMBER (¡Que noche aquella!, 1942), o el matrimonio inusual formada por John Wayne y Larraine Day en TYCOON (Hombres de presa, 1947). En todos estos títulos, en la diversidad de géneros que Wallace asumió en una carrera pródiga –unos cincuenta largometrajes- y presumiblemente irregular, sí se detecta su acierto a la hora de enmarcar los conflictos y enfrentamientos de sus protagonistas. Que, a fin de cuentas es la cualidad más destacada de este atractivo THE LITTLE MINISTER. Un relato que no solo logra sobresalir de ese aliento polvoriento al que sus características previas podrían condicionar sino que, por el contrario, emerge como una producción ágil, dotada de una extraña sensibilidad, y aderezada además por un impecable sentido de la progresión, especialmente en un tercio final en donde la intensidad y densidad de su trasfondo dramático adquiere una poderosa impronta. Las secuencias que se desarrollan en la casa de la anciana y sabia madre del joven presbítero –puesto en cuestión por la comunidad a partir de haber sido visto en el campo junto a Babbie-, y junto a la Hepburn, están provista de una delicadeza y una intensidad dramática dignas de cineastas como Borzage, McCarey, o incluso un John Ford, cuya sombra revolotea sobre el metraje de esta auténtica sorpresa. Un film bucólico, airoso, en el que la importancia del amor sobrepasará cualquier barrera impuesta por una sociedad en apariencia amable, pero bajo cuyas costuras se esconde el fantasma del prejuicio y la intolerancia, y al cual sus más de siete décadas de antigüedad, apenas le han impuesto mella.

Calificación: 3

TYCOON (1947, Richard Wallace) Hombres de presa

TYCOON (1947, Richard Wallace) Hombres de presa

¿En cuantas ocasiones el cine norteamericano ha desarrollado sus argumentos dentro del modo de vida de peligrosos oficios, a partir de los cuales pergreñaba historias que combinaban la acción individual con el progreso colectivo, insertando en ellos incluso subtramas románticas? –Se me ocurre el ejemplo posterior de THUNDER BAY (Bahía negra, 1953. Anthony Mann)-. TYCOON (Hombres de presa, 1947. Richard Wallace) es uno de dichos exponentes, inserto dentro del contexto de producción de la R.K.O., y que de alguna manera combinaba esa tendencia al cine de aventuras entremezclado con cierto sustrato romántico –es un referente que también se podría encontrar, en otra vertiente, en la posterior THE BIG STEAL (1949, Don Siegel), dentro del marco del mismo estudio-. En esta ocasión, la película se articula por medio de la andadura de su personaje central –Johnny Munroe (John Wayne)-, ingeniero norteamericano responsable de una firma que sobrelleva junto a su fiel amigo, el veterano Pop Matthews (James Gleason). Ambos son los máximos responsables de la obra de un ferrocarril que se está realizando en México, para la cual están creando un túnel, al tener que renunciar a su decisión inicial de construir un puente, por las reticencias que ofrece a dicho proyecto el acaudalado Frederick Alexander (impagable Cedrick Hardwicke). Este es el promotor de la obra, un hombre de modales refinados, vasta cultura y también una anticuada visión de las convenciones sociales, que no desea sobrepasarse en los presupuestos barajados inicialmente en el proyecto. Pero a dichas reticencias se unirá la inesperada relación amorosa que se establecerá entre Munroe y la hija de Alexander –Maura (Laraine Day)-. El nuevo planteamiento endurecerá las iras del magnate, quien no dudará en boicotear de manera sutil los trabajos desarrollados por el equipo del joven ingeniero, impidiendo en la medida de sus posibilidades que su hija mantenga cualquier tipo de relación con este. Pero su empeño no será compartido por Maura, quien se reencontrará con Johnny en una cita que ambos habían concertado, perdiéndose ambos en el bosque, en una situación que provocará la boda forzada entre ambos, aunque la ceremonia lleve implícita la desaprobación y separación de la nueva esposa con su padre. La joven vivirá con su esposo, sintiendo en carne propia su inadaptación ante un modo de vida que se aleja por completo de la comodidad que antes había asumido con normalidad, sintiendo además la progresiva separación de Monroe, centrado casi por completo en sus objetivos laborales. Las condiciones de trabajo de los mismos se irán endureciendo hasta niveles trágicos, estableciéndose una situación extrema que repercutirá en la psicología de Johnny, quien cada vez se irá quedando más solo en su empeño, aunque logre de Alexander que este le autorice la construcción de un puente, que aparecerá como la muestra máxima del empecinamiento del ingeniero en culminar el encargo, aunque ello suponga el enorme desgaste de quedarse prácticamente sin aliados y amigos.

Al contemplar TYCOON –cuyas dos horas de duración se hacen muy llevaderas-, se tiene en buena medida la sensación de que su discurrir va inclinándose por diversos meandros –en principio la acción parece adentrarse en los modos de trabajo del equipo que comanda Munroe, poco después su argumento se inserta dentro del terreno del melodrama, esta relación entremezcla tintes románticos con otros dramáticos, y a mitad de metraje la acción se adentra de manera definitiva en el marco laboral de nuestro protagonista, aunque en su contexto se disparen los diferentes elementos vectores, introduciendo ese empecinamiento del protagonista, quien en el tramo final se erigirá como una especie de capitán Achab, transmutando en la culminación de su obra casi la expresión de su personalidad más íntima, aunque todo ello ponga en peligro aquellos lazos que hicieron de sí mismo un ser querido y respetado.

Contando en su guión con la mano experta de Borden Chase, el notable artesano que fue Richard Wallace, logra insuflar de vitalidad un producto que auque no pueda escapar a la contemplación de determinados clichés, bien es cierto logra combinar con acierto y amenidad esa entremezcla de géneros y subgéneros, proporcionando un grato divertimento, siempre centrado en la andadura vital de ese Johnny Munroe, que ejercerá como eje vector de la narración. Dentro de ese conjunto de convenciones, articuladas con habilidad en todo momento, el film de Wallace mostrará el contraste e incluso la oposición entre dos maneras de entender la vida –la manifestada por los nuevos esposos-, el conflicto de clases –la oposición e incluso el antagonismo que se establecerá entre nuestro protagonista y el implacable aunque siempre correcto Alexander-, introduciendo entre ambos personajes de matiz secundario pero indudable influencia, como supondrá la comprensiva preceptora de Maura –Ellen (Judith Anderson)-, quien intentará ejercer como puente para suavizar desde una mirada comprensiva, la diversidad de planteamiento establecida entre el inflexible mandatario y su joven hija, a la que sobreprotege pese a contar con veinte años de edad. Como antes señalaba, TYCOON logra sortear el contexto en que está inmersa, combinando con frescura dichos enfrentamientos generacionales y de clase, con el moderado acierto a la hora de plasmar el romance entre los dos jóvenes enamorados –manifestado de forma deliciosa en ese atardecer que contemplarán ante las ruinas del templo al que acudirán cuando se han perdido en pleno bosque-, la manera con la que describe la precipitada boda de ambos –una simple elipsis y un cambio de plano nos los mostrará desde el momento en que son rescatados por la gente que acompaña a Alexander, a otro en el que con la desaprobación de este, veremos en segundo término como ambos se casan de manera discreta en la capilla de la mansión del resignado y resentido progenitor. Poco después, el film mostrará con acierto el progresivo desapego de una esposa que no se acostumbrará a la rudeza de la vida a la que su esposo la ha llevado, mientras en su entorno se van desarrollando muestras cada vez más trágicas de la inutilidad de las maneras con las que su padre desea acometer la obra. Será precisamente en uno de los desprendimientos, donde se propicie uno de los instantes más intensos de la película, cuando Curly -uno de los empleados que es descubierto aplastado dentro del desplome-, asumirá su propia muerte pese a las bromas que le prodigan –casi sin credibilidad, sus compañeros, encabezados por Johnny-. En ese momento, cuando es sedado a punto de morir e intuyendo su desaparición, les rogará que dejen allí sus restos al manifestar de forma existencial su miedo a los cementerios. La secuencia culminará con la definitiva voladura de ese túnel maldito.

Todos estos elementos de presión, en especial aquellos que provendrán de la familia Alexander –en la que incluirá a su esposa, que lo ha abandonado, en realidad para tratar de convencer a su padre para que desista del boicot al que somete a Johnny-, transformarán al ingeniero en un ser cada vez más sensible y desbocado, dedicado tan solo en culminar el puente proyectado en el tiempo adjudicado, desoyendo la ampliación de plazos que le ofrece su suegro, y provocando la desazón de unos trabajadores hasta entonces fieles, que poco a poco irán abandonándole al ratificar en él su deshumanización. Será un fragmento más o menos convencional, más o menos efectivo, que sin embargo tendrá su conclusión en la catarsis que proporcionará el episodio de la llegada de la riada, que pondrá por un lado de manifiesto la supuesta valía del puente proyectado. El episodio marcará una conclusión aventurera, y al mismo tiempo servirá para que nuestro protagonista perciba que, en el fondo, aquellas personas que le han acompañado hasta entonces, aunque en un momento dado lo abandonaran –incluida su esposa-, se siguen identificando con él. Será un fragmento que tendrá una secuencia casi electrizante con la llegada de esa tremenda riada que pone en peligro la construcción, y en la que Johnny arriesgará su vida al tripular un tren para ubicarlo sobre el mismo y servir de contrapeso. Unos instantes tensos y llenos de brío, tras los cuales el esfuerzo y la tenacidad de nuestro hombre quedará demostrada, abriéndose tras ello no una reconciliación con Alexander, pero al menos un reconocimiento por parte de este de su valía, mientras el veterano empresario decidirá dar una nueva oportunidad a su vida con esa fiel Ellen, que durante tanto tiempo ha servido de contrapeso a su férreo carácter. Convención y aventura, entretenimiento y eficiencia. Elementos que Richard Wallace ofrece con pertinencia y, en ocasiones, intensidad, en una propuesta que no pasará a los anales del cine de acción, pero sí se puede degustar con agrado en su desgastado technicolor casi seis décadas después de ser filmada.

Calificación: 2’5

A NIGHT TO REMEMBER (1943, Richard Wallace) ¡Que noche aquella!

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El cine de misterio –como cualquier otra variante cinematográfica- ha conocido a lo largo del tiempo conocidas propuestas tendentes a la parodia de sus elementos, faceta en la que quizá en muchas ocasiones se perdió la ocasión planteada al recaer en una tendencia a la facilidad –tenemos el ejemplo de THE GHOST BREAKERS (El castillo maldito, 1940. George Marshall), en donde cualquier elemento de parodia trabajada quedaba sometido a la reiteración de unos pocos gags (perdiendo estos su ocasional eficacia) al estar la película al servicio de un actor cómico tan limitado como Bob Hope-. Por ello, resulta reconfortante encontrarse con una película tan estimulante como A NIGHT TO REMEMBER (¡Que noche aquella!, 1943. Richard Wallace). Y lo es además por ser una película que tiene ciertas semejanzas paródicas con la posterior ARSENIC AND OLD LACE (Arsénico por compasión, 1944. Frank Capra).

Y es que creo que habría que trasladarse hasta el Frank Tashlin de IT’$ ONLY MONEY (¿Qué me importa el dinero?, 1962) o el Richard Quine de THE NOTORIUS LANDLADY (La misteriosa dama de negro, 1962) para encontrarse con un desmonte de este tipo de cine que no discurriera por la vía fácil, sino que consiga ofrecer una película indudablemente divertida que al mismo tiempo mantenga la atmósfera, ambiente turbador y rasgos esenciales de este subgénero.

La acción se inicia de noche en el Greenwich Village de Nueva York. A un edificio de apartamentos llega un taxi en el que viajan el matrimonio formado por Jeff Troy (Brian Aherne), y su esposa Nancy (Loretta Young). Él es un escritor de vulgares novelas de crímenes y ambos han decidido mudarse de vivienda, para lo que su esposa ha alquilado un bajo de un desgastado edificio de apartamentos. Al mismo se dirigen ambos sin sospechar que siniestros augurios se ciernen sobre ellos. Habiendo adelantado su llegada llegan a su nueva vivienda sin que los responsables del edificio hayan podido normalizar el fluido de la luz ni la mudanza ha cumplido su encargo para trasladar los muebles. En su entorno y sin que ellos prácticamente lo adviertan se dan cita una serie de indicios de que algo siniestro va a ocurrir, hasta que a la mañana siguiente se descubra un asesinato en el patio del apartamento. Se sucederá la lógica investigación en la que llegarán a participar el matrimonio, en especial el marido al considerar que con ello se encuentra el jugoso argumento de una próxima novela suya. Al ir desarrollándose la misma se verán implicados la totalidad de personas que viven en el edificio, coincidiendo todos ellos al ser sometidos a chantaje por un extraño individuo al que no conocen y envían periódicas cantidades de dinero por correo, y que inicialmente confundieron con el asesinado. Las pesquisas darán finalmente sus frutos al dejar Jeff un falso indicio y provocar con ello la presencia nuevamente del asesino –aunque en ello arriesgue su propia vida-. Sin embargo la oportuna llegada de la policía –e incluso la propia ineptitud de uno de ellos-, provocará el descubrimiento –ya cadáver- del auténtico asesino y chantajista.

Como ya dejaba entrever al inicio de estas líneas, una de las principales virtudes de A NIGHT TO REMEMBER es el haber encontrado el justo equilibrio entre las dosis de comedia y las del propio relato de misterio. Mas allá de que este resulte ciertamente esquemático, en todo momento se logra una estupenda atmósfera de género que en algunos momentos llega a estar a la altura de lo habitual en el cine policíaco de la época. Con la ayuda de la excelente fotografía creada por el operador Joseph Walter, Richard Wallace –que se encontraba en un periodo bastante prolífico al servicio de la RKO, aunque se trate esta de una producción para la Columbia- demostró comprender muy bien las claves del género, efectuando un estupendo trabajo por medio de planos secuencias con elaborados reencuadres en los que se valoraba tanto la utilización del espacio escénico con la utilización de sombras en este caso amenazadoras. En esta vertiente la película es realmente impecable -especialmente en su primera mitad-, donde se desarrolla la ambientación nocturna y en la que el espectador sentirá –al igual que sus atribulados protagonistas-, el advenimiento de toda una serie de indicios totalmente familiares con las convenciones de este tipo de cine.

Ello no quiere decir que desde el primer momento los elementos de comedia dejen de estar presentes en la función. Y se produce con la presencia de un excelente timming –que solo registra leves caídas en el ritmo de algunas secuencias de enlace-, una magnífica utilización humorística de la banda sonora de Werner R. Heymann y fundamentalmente con la acertada intersección de elementos de comedia doméstica en medio de esta trama tan enrevesada. Y en este sentido no se pude por menos que dejar de destacar momentos tan divertidos como la infructuosa preparación en la cocina de un gigantesco filete de carne por parte de Jeff; la lucha por esa carta que se encuentra en la mesa de una de las vecinas de apartamento que finalizará con un falso abrazo por parte de la mencionada sospechosa y Jeff ante la apariencia de su esposa; el impagable personaje del responsable de los empleados de subastas; la secuencia en la que los dos esposos conversan sintiendo que los están observando, comprobando que tras la repisa se encuentran un buen número de espontáneos viandantes, e improvisando una retirada casi a ritmo de musical que provoca el aplauso de estos; o finalmente el golpe de silla que Nancy propinará a Jeff creyendo que se trata del asesino, al que abrazará confundiéndolo con su marido, son momentos que avalan una brillante propuesta que aúna la sencillez de su planteamiento con una atractiva propuesta de variación de un subgénero que aún hoy sigue vigente pese al paso de más sesenta años. Las continuas tribulaciones del mediocre escritor con esa puerta que solo se abre con facilidad cuando la manejan otros, y el acierto que proporciona la presencia de una inusual pareja cinematográfica como la formada por Brian Aherne y Loretta Young, son algunos de los aciertos más notables de una película que se degusta con verdadera complicidad, y en la que destacan como detectives Sidney Toler -el habitual intérprete del personaje de Charlie Chan- y Donald MacBride, rostro familiar de lejanas comedias en el cine mudo y primeros años del sonoro.

Calificación: 3