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CINEMA DE PERRA GORDA

William Dieterle

THE TURNING POINT (1952, William Dieterle) Un hombre acusa

THE TURNING POINT (1952, William Dieterle) Un hombre acusa

Al contrario de lo que podría suceder con la producción de estudios como Warner, RKO o 20th Century Fox, por lo general siempre ha predominado un considerable desconocimiento en torno a la apuesta que sobre el noir brindó la Paramount. Es probable que nos encontremos ante un corpus de producción más limitado, no lo niego. Sin embargo, entre la misma tan solo parece destacar la mítica de DOUBLE INDEMNITY (1944, Perdición), sin recordar que en dicho estudio y bajo las coordinadas de dicho género, brindaron propuestas cineastas como Robert Siodmak, Mitchell Leisen, Byron Haskin… o William Dieterle. Este último, de obra tan torrencial e iniciada en su Alemania natal, ofrecería en Paramount algunos de sus más brillantes largometrajes, al tiempo que reiteraría su implicación en esta corriente cinematográfica. Y hay que decir que con THE TURNING POINT (Un hombre acusa, 1952) se alberga una brillante dualidad. Por un lado, ser quizá la más rotunda y personal aportación al noir firmada por Dieterle -capaz de parangonarse con los mayores logros del género- y, al mismo tiempo, erigirse como uno de los mejores títulos de su filmografía. De manera en apariencia tímida, pero al mismo tiempo contundente, nos encontramos ante una película que no solo hereda ciertos elementos del pasado de tan importante corriente cinematográfica, sino que, en su discurrir, aparece como un extraño puente e incluso preludia elementos que el género consolidaría en años inmediatamente precedentes.

De entrada, THE TURNING POINT brinda ya desde sus primeros instantes una decidida apuesta por el verismo, la inmediatez, y una mirada que ahonda en la crítica de una sociedad corrupta y convulsa. Nos encontramos en la entrada de escena, rodeado de periodistas, del nuevo fiscal John Conroy (Edmond O’Brien), designado para encabezar el proceso que ha sucedido la amplia investigación desarrollada en torno al basto imperio empresarial encabezado por Neil Eichelberger (Ed Begley). Conroy cuenta como persona de confianza a su amante, la abnegada Amanda Waycross (Alexis Smith). También, con su fiel amigo de juventud, el reputado periodista Jerry McKibbon (William Holden). Este último, ya desde estos primeros minutos desplegará su mirada distanciada -la conversación mantenida con Conroy en el traslado en coche, donde este último dejará ver su mirada idealista-. Al mismo tiempo, intuirá desde el primer momento el doble juego del padre del joven fiscal -Matt Conry (Tom Tully)- en apariencia un ejemplar agente de policía, que su hijo pretende incorporar a su investigación, aunque el periodista pronto compruebe que se encuentra sobornado desde hace lejano tiempo por el entorno de Eichelberger.

A partir de esas premisas, THE TURNING POINT se dirime en un relato denso, oscuro, en ocasiones casi irrespirable, en el que no se sabe que admirar más. De un lado esa atmósfera áspera y desesperanzada en la que tiene una capital importancia la anuencia verista de todas sus secuencias de exteriores -y la mayor parte de las de interiores-. En esa ciudad innombrada del Oeste norteamericano -sus escenas urbanas fueron filmadas en Los Ángeles-, llegan al punto de erigirse en no pocas ocasiones como un personaje con peso propio en la narración. Nos encontrábamos en un periodo en el que el macartismo aún se encontraba plenamente imbricado en una sociedad norteamericana, y ese malestar específico sutura por todos y cada uno de los fotogramas de esta película tan explosiva como desesperanzada. Un relato en el que no hay tregua en su discurrir, recorriendo diversos ámbitos complementarios sin que se pueda percibir en ninguno de ellos el menor atisbo de escapatoria en torno a un contexto plenamente sombrío. Hay que destacar que la película que parte de un guion elaborado por Warren Duff -figura ligada a algunos de los más notables exponentes del noir-, a partir de la novela de Horace McCoy -THE LUSTY MEN (realizada este mismo año por Nicholas Ray)-. Y se encuentra poderosamente enaltecida por la contrastada iluminación en blanco y negro de Lionel Lindon, ayudado de manera muy especial por el dinámico y percutante montaje brindado por el hitchcockiano George Tomasino.

A partir de estas premisas, y ayudado del mismo modo de la entrega absoluta y la sobriedad brindada por un casting perfecto, THE TURNING POINT deviene en una propuesta que, en apariencia podría erigirse como un argumento más en torno a la apuesta en contra del crimen y en defensa de la justicia americana. Sin embargo, a poco que se aterrice en ella y se atienda a su complejo engranaje de puesta en escena -el trabajo en la profundidad de campo, la ubicación del personaje encarnado por William Holden, que parece erigirse en la película como portavoz de una determinada conciencia crítica-, esta proporciona una mirada social global de insospechado alcance, que no duda en alternar del entorno familiar de Conroy al criminal de Eichelberger. Acierta el describir las tensas y multitudinarias secuencias de la vista, pero no olvida mostrar la inesperada relación que se establecerá entre el agudo periodista y Amanda -que tengo como una de las más dolorosas jamás expresadas en el género-. Todo en el film de Dieterle está imbuido en una oscura personalidad, que al mismo tiempo lo entronca con diferentes corrientes del género tanto pasadas como presentes en aquel momento. Y es que si en algunos momentos -las secuencias que describen los crímenes- nos retrotraen el universo de las inolvidables producciones enmarcadas por Warner Bros en el pasado, no es menos cierto que nos encontramos antes un relato que se encuentra plenamente ligado a títulos firmados en aquellos años por cineastas como Edward Dmytryk, Joseph H. Lewis, Samuel Fuller o incluso abriendo sendero al muy cercano Phil Karlson de THE PHENIX CITY STORY (El imperio del terror, 1955). Sin embargo, y aún situándose a la altura de todos ellos, lo cierto es que el film de Dieterle alberga personalidad propia.

Lo brinda en esa mirada serena, casi nihilista, establecida incluso entre las relaciones humanas. En la importancia que otorga en ese relato documental que ofrece de una sociedad urbana muy alejada del American Way of Life. Y, por supuesto, focalizando todo ello a partir de una estructura de episodios perfectamente interconectados -y separados por oportunos fundidos en negro-. Entre ellos se describirán una serie de secuencias extraordinarias, todas ellas reveladoras tanto de su precisión narrativa, como en su capacidad para establecer complejos intercambios de opiniones y relaciones, revestidas en esta ocasión de una densidad en ocasiones casi abrasadora. Una de ellas -a mi juicio la más conmovedora del conjunto- en la confesional que se establecerá entre Conroy padre y Jerry, donde el primero confesará con pesar haber caído en el pasado en las garras del soborno por parte de Eichelberger -por momentos, parece que asistimos a un inesperado preludio de PRINCE OF THE CITY (El príncipe de la ciudad, 1981) de Sidney Lumet-. Pero en un sentido opuesto, resultará de extraordinaria fisicidad -y excepcional montaje-, la resolución del asesinato de Conroy padre. Volveremos a asistir a un insólito y acre estallido emocional, en el momento en que el periodista y Amanda no puedan evitar expresar la atracción que ambos sienten, aunque el respeto debido a Jerry se encuentre en su pensamiento.

En algunas antologías del noir se ha hecho notar -creo que con justeza- el impacto que provoca en el espectador el episodio de la explosión provocada para eliminar pruebas que pudieran incriminar a Eichelberger. Un pasaje en el que las miradas de un Conray apesadumbrado, recorrerá en unos leves travellings, sin diálogos, con el solo sonido de las víctimas -el llanto de los niños contrapuesto el fondo de las llamas y las ruinas- provoca unos instantes desoladores. Más adelante, retornaremos el contexto de dolorosas secuencias confesionales, en aquella donde McKibbon revele a su amigo Conroy el lado oculto de la personalidad de su padre.

THE TURNING POINT culminará con un episodio admirable, deslumbrante por momentos, en el que se citará al periodista encarnado por William Holden en un combate de boxeo, con intención de liquidarlo. Una vez más, resaltará la precisión de su montaje y la alternancia de puntos de vista y situaciones, hasta concluir de manera trágica, con una extraña aura casi de sacrificio, en la que las miradas y los sentimientos -en ocasiones en off-, logran concluir el relato con una extraña -y lógica- aura de fatalidad.

Siendo excelentes todos estos pasajes, hay uno que me gustaría reseñar, por su singularidad, para cerrar este comentario, revelando una última e inesperada influencia en este extraordinario film de Dieterle. La inesperada presencia en el relato de Carmelina (Adele Logmire), una testigo que puede concluir con éxito la compleja investigación. McKibbon logrará citarse con ella en una tasca, donde escuchará su testimonio hasta que, aterrada, compruebe la cercanía de los esbirros de Eichelberger. Por un momento, la película orillará las costuras del noir, para trasladar al espectador el horror urbano de las mejores propuestas producidas por Val Lewton para RKO, puestas en escena por Jacques Tourneur o Mark Robson…

Calificación: 4

THE STORY OF LOUIS PASTEUR (1936, William Dieterle) La tragedia de Louis Pasteur

THE STORY OF LOUIS PASTEUR (1936, William Dieterle) La tragedia de Louis Pasteur

Pese a que su encuentro con el intérprete se produciría un año antes con la atractiva DR. SOCRATES (El doctor Sócrates, 1935), THE STORY OF LOUIS PASTEUR (La tragedia de Louis Pasteur, 1936) supone el primero de los tres biopics que el alemán William Dieterle dirigió, en el seno de Warner Bros, protagonizados por el prestigioso Paul Muni. Recordemos que las dos siguientes fueron THE LIFE OF EMILE ZONA (La vida de Emilio Zola, 1937) y JUAREZ (Juárez, 1939). Por la primera de esta última dupla, Muni recibió una nominación al Oscar el mejor actor, pero la trilogía no pudo resultar mejor para el intérprete, puesto que por su retrato del célebre científico francés obtuvo la célebre estatuilla.

Nos encontramos ante un ámbito de producción dentro del estudio, que podríamos delimitar como ‘films de prestigio´, aunque en este caso nos encontremos ante un relato cuyo presupuesto sobrepasó los trescientos mil dólares, e incluso parte de su escenografía fuera reutilizada de otras producciones previas. Sea como fuere, lo cierto es que el film del alemán desprende desde sus primeros minutos su voluntad de articular una mirada progresista, en contraposición hacia el elemento reaccionario del conservadurismo científico. Será una faceta discursiva, que conecta decididamente con la conciencia -decididamente antifascista- del cineasta, y que se traslada a través del guion elaborado por Sheridan Gibney y Pierre Collings.

Paradójicamente, hay que señalar que precisamente dicha querencia discursiva acoge, a ojos vista de nuestros días, los elementos más envejecidos de la película, situados por fortuna en sus primeros minutos. Y es que si es en la presentación del protagonista -desde donde en el primer momento comprobamos la irónica sobriedad de la espléndida composición de Muni, casi preludiando los rasgos del gran Rex Harrison- podremos percibir esa mirada casi naturalista en torno a sus tribulaciones, no sucederá lo mismo en ese ámbito de la academia de medicina francesa, que ejercerá como opositora a sus demandas. Y todo ello, centrado de manera muy especial en el apergaminado doctor Charbonnet (Fritz Leiber). Esa descompensación en la oposición de mundos cincela con precisión los márgenes en que desarrolla su labor investigadora tanto Pasteur como incluso su círculo familiar, descrito con esa naturalidad que se extenderá en el resto del metraje. No obstante, a la hora de describir ese entorno académico, en no pocos momentos parece que nos situemos ante estereotipados y paródicos personajes, como el que encarnaba Louis Calhern en la delirante DUCK SOUP (Sopa de ganso, 1933. Leo McCarey). Eso sí, planteados en serio. Es por ello, por lo que a THE STORY OF LOUIS PASTEUR le cuesta, bajo mi punto de vista, adentrarse en el marco de su propia personalidad, que la tiene. Quizá el momento definitivo de su asentamiento dramático resida en el destierro del científico de París, para proseguir sus investigaciones en una pequeña localidad rural

Llegados a este punto, el espectador habrá advertido de la presencia -prolongada a lo largo del relato- del recurso por una elipsis que, de manera deliberada, marcará una constante huida por cualquier elemento melodramático, esquivando constantemente altibajos emocionales, y sirviendo como principal aliado de esa crónica cotidiana, en ocasiones sentida, en otras incluso divertida, de una andadura científica que, en más ocasiones de las deseables, se vería envuelta de sinsabores, casualidades… y de tedio. Conviene evocar como se plantea al espectador el forzado destierro del protagonista por parte de la ciencia y las autoridades parisinas, mientras este llega abatido a su casa, y su esposa e hijos le esperan con una tarta de cumpleaños. Este dirá lacónicamente que se van de allí y un fundido en negro nos trasladará de inmediato al apacible entorno campestre, donde poco a poco revertirá la suerte del protagonista.

Puede decirse que, a partir de ese momento, el film de Dieterle adquirirá su definitiva y relajada entidad propia, y ya no la abandonará en ningún momento. Con esa insólita configuración, la película se irá desarrollando a través de una sucesión de episodios desarrollados casi en voz baja, en los que lo cotidiano e incluso la sobriedad más destacada, surfeará sobre pasajes de entrada tan peligrosos de cara a una deriva sentimentalista, como la llegada de ese niño traspasado por la rabia o, de manera más intensa, en esa auténtica peregrinación de campesinos rusos infectados con aquella enfermedad, en aquellos tiempos -finales del siglo XVIII- mortal de necesidad. En uno u otro caso, sin rehuir esa pátina de emotividad -ese plano desde el interior de la vivienda de Pasteur, donde entre la niebla y una cortina en la ventana se contempla esos campesinos, que parecen emerger de una pesadilla-, la película apostará de una manera sobria y naturalista por el avance en sus investigaciones. En todo momento recurriendo al over narrativo, sorteando cualquier tentación sensiblera, y buscando un cierto grado de serenidad, en donde no estarán ausentes ciertos elementos de comedia.

Que duda cabe que dicha opción dramática es la que permite que THE STORY OF LOUIS PASTEUR perviva en nuestros días, casi nueve décadas después de su estreno, como un título revestido de una extraña modernidad. Y es algo que determinarán algunos de sus pasajes más singulares. Por ejemplo, a la hora de describir el primer gran descubrimiento del protagonista se describirá una prueba en su entorno rural, donde se infectarán a 50 ovejas, a 25 de las cuales Pasteur inoculará con su vacuna. La cita devendrá multitudinaria, dentro de un contexto de ambientación bucólica, curiosamente bastante cercano al Americana, en donde este se anotará su primer gran tanto al encontrar la cura del Antrax -que había desolado la ganadería francesa tras la I Guerra Mundial-. Al comprobar el éxito de su vacunación, en vez de apostarse por un clímax, Dieterle detiene un primer plano compartido sobre Pasteur, junto a sus ovejas, sin poder expresar su felicidad interior, y limitándose a agradecer tímidamente a su colaborador el éxito -Emile Reux (Henry O’Neil)-, en el que considero el instante más brillante de la película. Muy poco después, se procederá a la petición de mano de su hija, por parte de su colaborador, el joven galeno Jean Martel (Donald Woods) -hasta entonces, la relación entre la pareja de jóvenes apenas ha sido plasmada con pequeñas sugerencias-, y lo que podría inducir a un crescendo romántico se dirimirá con un giro ingenioso de comedia por parte del microbiólogo. El episodio en que se muestra el nacimiento del nieto del protagonista, una vez más apostará por la elipsis, y por un compromiso de Pasteur hacia su eterno antagonista, Charbonnet, con quien firmará un compromiso caso de que su vacuna contra la rabia no funcione. Incluso en esta secuencia en apariencia tan tensa, las reiteradas apelaciones a la higiene en los instrumentos que ha de usar el veterano médico proporcionaran a estos instantes una cierta aura slapstick.

La película aún nos propondrá otro de esos instantes dominados por una extraña simbiosis de sobria emotividad. Será el momento en que su eterno contrincante se acerque hasta un ausente Pasteur, y le entregue ese compromiso firmado con el que pretendía desacreditarlo. Será el momento en que se ratifique la humanización de un personaje que aparecería en pantalla con esquematismo, pero que a lo largo del metraje Dieterle ha logrado conferir de una entidad, como sucederá, en mayor o menor medida, con el conjunto de la fauna humana que puebla este auténtico antibiopic, del que por encima de su ambientación de época y de sus servilismos historicistas, emerge una extraña sensación de serenidad y, sobre todo, de búsqueda de una atonalidad, a la que no ayuda por cierto el tan obligado como algo impostado homenaje que le sirve de conclusión.

Calificación: 3

FOG OVER FRISCO (1934, William Dieterle)

FOG OVER FRISCO (1934, William Dieterle)

¿Cómo definir una película tan trepidante y al mismo tiempo superficial como FOG OVER FRISCO (1934, William Dieterle)? Personalmente, recurriría a la escenificación de la historieta criminal protagonizada por el investigador Bash Branningan, que recreaba en carne propia el dibujante Stanley Ford (Jack Lemmon) en los primeros compases de la estupenda comedia satírica que es HOW TO MURDER YOUR WIFE (Como matar a la propia esposa) dirigida por Richard Quine en 1965. Y es que el insólito film de Dieterle es puro pulp. Supone una auténtica metralla de acción, dentro de una base argumental llena de quiebros e incluso incongruencias, debida al guionista Robert N. Lee a partir de la historia original de George Dyer.

FOG OVER FRISCO se inicia en la nocturnidad de la bahía de San Francisco, donde entre la niebla emergerán una serie de turbios personajes que pronto acudirán a Bello’s, el garito que comanda el poco recomendable Jake Bello (el también realizador Irving Pichel). Curiosamente, esa misma noche se encuentra entre sus clientes la oscura y atrevida Arlene Bradford (Bette Davis) relacionándose junto a oscuros personajes, y también con el joven Spencer Carleton (Lyle Talbot). Hasta allí llegará Val Bradford (Margaret Lindsay), la hermanastra de Arlene y acompañada del joven periodista Tony Sterling (Donald Woods), al objeto de hacerle ver al segundo que en realidad Val no es merecedora de la fama que atesora. Ambas pertenecen a la acaudalada familia que encabeza el reputado empresario de valores Everertt Bradford (Arthur Byron), quien detesta abiertamente a Arlene, en realidad su hijastra. Lo cierto es que el patriarca no se encuentra desencaminado en sus intuiciones, ya que la joven oculta una personalidad rebelde, transgresora y abiertamente ligada a la delincuencia, traficando con títulos y acciones falsas ligadas a la empresa de Bradford procedentes del gang de Bello, que se encuentran sometidas a investigación por parte de agentes de la ley, y que todo parece indicar se activan por el hilo conductor de Carleton, trabajador en la firma de Bradford.

A partir de estas premisas, todo empezará a imbricarse en una oscura trama en la que los contactos y servidumbres de Arlene comiencen a asumir una vertiente sórdida, con el intento de huida de esta, la progresiva investigación efectuada por Val y Tony en busca de la desaparecida, la trágica constatación de su asesinato, el posterior secuestro de Val, la agotadora búsqueda de esta tanto por parte de su padre como del propio Tony, el acercamiento creciente hasta el fondo más oscuro de la turbia trama que se ha ido fraguando, y de la que se desconoce quien encabeza en realidad todo este entramado criminal.

Cuando Bette Davis asume el rol protagonista de FOG OVER FRISCO, ya atesora pese a su juventud una veintena de títulos a sus espaldas, y a haber debutado ante la pantalla apenas cinco años atrás. Nos encontramos, por supuesto, en el ámbito de la febrilidad en los proyectos de la Warner, en donde el estajanovismo de sus rodajes era moneda corriente. La misma duración de la película -apenas 68 minutos- y su condición de complemento de programa doble, es la que nos permite valorar con simpatía lo atropellado de su resultado. Sin embargo, y en lo referente al protagonismo de la actriz, hay dos elementos que cobran en nuestros días una especial relevancia. Por un lado, que a mitad de metraje este sea asesinado -en un curioso precedente de la Janet Leigh de PSYCHO (Psicosis, 1960. Alfred Hitchcock)-. No obstante, por encima de dicha circunstancia, considero que la Davis encarna en el film de Dieterle un personaje provisto de una inusual aura transgresora. La rebeldía en torno a las comodidades de su acomodada clase social. El casi insoportable desapego que manifiesta en torno a la figura de su poderoso e intachable padrastro. O, en última instancia, su genuino disfrute de compartir vivencias, amoríos y actividades, con personas oscuras y de edad muy superior a la suya, casi a modo de rebeldía implícita en la sociedad que le ha tocado vivir. No se trata de alguien que necesite delinquir para subsistir, aunque sí para poder desarrollarse como persona dentro de un entorno para ella opresivo. Ello supone, que duda cabe, un elemento que no se encuentra aprovechado hasta las últimas consecuencias -de haber sido así, nos hubiéramos encontrado con un resultado mucho más relevante-. Sin embargo, no deja de proporcionar una enorme singularidad a este precode, que se caracteriza por dejar entrever elementos de análisis social apenas esbozados. Al ya señalado de su personaje protagonista podríamos señalar el contraste de mundos establecido entre los bajos fondos que tanto fascinan a nuestra protagonista, y las altas instancias envaradas, ávidas de negocios y atentas a las buenas apariencia -Bradford se mostrará dispuesto a cubrir con sus fondos los valores rodados y falsificados, bajo temor de que si se hace público el escándalo los clientes huyan en desbandada con sus fondos-.

En cualquier caso, si por algo destaca FOG OVER FRISCO es por su entronque con el serial. En no pocos momentos uno tiene la sensación de encontrarse en alguna de las producciones protagonizadas por Charlie Chan o cualquier personaje de dicho ámbito que les venga a la mente. La presencia de un ritmo frenético, de peripecias en ocasiones dominadas por la extravagancia y de giros en la acción que casi nos obligan a desprendernos de la lógica -no faltará ni la presencia de un torvo mayordomo-, y dejarnos llevar como espectadores en esa espiral de acontecimientos, envueltos en la abundante niebla de un San Francisco que aparece como uno de los personajes del relato. Y en medio de este torbellino, la película no desaprovecha la ocasión para desplegar una mirada inmisericorde en torno a la carroña del periodismo de la época, por un lado describiendo los socios manejos de ese ‘cuarto poder’ solo empeñado en buscar el titular más sensacionalista -no parece que hayan cambiado mucho los tiempos, por otra parte-, y en donde la ética parece haberse dejado de lado. Sin embargo, en el film de Dieterle aparece una divertida ligazón de este mundillo con ese constante aporte de comedia que brindará la presencia del torpe fotógrafo de prensa Izzy Wright que interpreta el siempre impagable Hugh Herbert, capaz con sus perennes torpezas de destrozar cualquier instante con mayor o menor tensión, y proporcionando con ello un contraste distanciado a un argumento que por su propia dinámica y ritmo resulta incapaz de ser tomado en serio. Fruto de ese permanente contraste aparece la inquietante y al mismo tiempo hilarante secuencia, en la que Val y Tony investiguen a oscuras en el garaje de los Bradford la ausencia de Arlene, y de manera casual descubran el indicio que llevará a encontrar el cadáver de esta en el maletero de uno de los coches -más adelante, la localización del cadáver de Carleton brindará otro instante de sordidez-. Un pasaje de inquietante efectividad, que muy pronto mutará en un insólito episodio de comedia negra, por un lado atendiendo al deseo del joven periodista de ocultar el descubrimiento a la policía y las propia familia, con el deseo de brindar la exclusiva a su rotativo.

Calificación: 2’5

A 10 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (LIII) DIRECTED BY... William Dieterle

A 10 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (LIII) DIRECTED BY... William Dieterle

El gran director alemán William Dieterle.

 

WILLIAM DIETERLE... en CINEMA DE PERRA GORDA

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(15 títulos comentados)

MAN WANTED (1932, William Dieterle) Diplomacia femenina

MAN WANTED (1932, William Dieterle) Diplomacia femenina

Ante todo, MAN WANTED (Diplomacia femenina, 1932), supuso el debut en la Warner de Kay Francis, una actriz hoy injustamente olvidada, pero que en aquel tiempo aportó un soplo de frescura, a través de unos modos interpretativos como los suyos, dominados por la naturalidad, la elegancia, y cierta capacidad transgresora. Para el alemán William Dieterle, esta comedia romántica de muy ajustada duración -poco más de sesenta minutos-, sería su octava producción norteamericana, dentro del ámbito del estudio que le proporcionó sus primeros -y fructíferos- pasos, dentro de Hollywood. Rodada en febrero de 1932, nos encontramos ante una valiosa mirada en torno a la figura de una mujer decidida, valiente y activa que, de manera inesperada, se encontrará con algo que hasta entonces ha estado ausente en su vida; el amor.

Basado en una historia de Robert Lord, adaptado por Charles Kenyon, MAN WANTED se inicia en la redacción de un sofisticado magazine –400-, en donde el tosco y divertido Andy Doyle (Andy Devine), espera hacer una demostración de un curioso artilugio para ejercitar la espalda, a la responsable de la revista. Esta se encuentra aparentemente en una conferencia, aunque, en realidad, Lois Ames (Kay Francis) se encuentra en su amplio despacho, tonteando con su esposo, el frívolo, festivo e irresponsable Freddie (Kenneth Thomson). Muy pronto descubriremos que, en su relación, se ofrece más una comunión de intereses en dos personas adineradas, en cierto modo hasta amistad, pero en modo alguno un sentimiento compartido. Será, sin embargo, algo que se interrumpirá, de manera inesperada, para Lois. Todo tendrá lugar, una vez concierte una nueva cita para probar ese instrumento de ejercicio, que quedará destinada al día siguiente por la noche. Al mismo estará destinado el joven y atractivo Tom Sherman (David Manners), quien se encontrará ante la editora en una apurada situación, ya que su secretaria se hartará de tener que reiterar citas nocturnas con ella, debido a su acumulación de trabajo. Será, de manera inesperada, una oportunidad para el muchacho -que atesora conocimientos en la materia-, que ascenderá con rapidez en el entorno del magazine, pero que inevitablemente irá acompañado a un acercamiento sentimental hacia ella, lo que por otro lado incidirá en un alejamiento, en la relación que hasta entonces mantenía con Ruthie (Una Merkel). Será algo que, dentro de otras características, se planteará en el matrimonio establecido, con frivolidad, entre Lois y Freddie.

Vamos a ser sinceros. No hay nada en MAN WANTED que derroche originalidad. Desde el primer instante en el que Tom observa a Lous, el espectador sabe como va a culminar la película. Sin embargo, y esta la auténtica magia del cine, lo importante, lo perdurable en el film de Dieterle, reside en el tratamiento que este proporciona cinematográficamente a su discurrir, lo que permite que un argumento lleno de convención es, se convierta en una película revestida de sinceridad. Y es algo que percibimos, precisamente, en el instante en que ambos protagonistas contactan por vez primera. Con anterioridad, de manera rápida, asistimos a la presentación de personajes y el ámbito de actuación de estos, en donde se observa un contraste entre la sofisticación del mundo que define la editora, en contraposición con el vivaz, dinámico y, casi de supervivencia, descrito en torno a Tom y su compañero Andy. Por ello, la secuencia en la que por vez primera, la pareja cobre contacto, está plasmada por Dieterle con enorme sutileza. Un agudo sentido de la planificación -con especial atención a los elementos de escenografía que describe el entorno en que esta se desarrolla-. Una notable delicadeza, una concatenación de planos que aparecen casi necesarios, y una muy precisa dirección de actores, que se mantendrá en el recorrido ulterior del relato, manteniendo en todo momento una impecable química entre Kay Francis y el por lo general insulso David Manners. Aunque él aprecie ante todo el regalo profesional que esta le brinda de manera inesperada -ejercer como secretario suyo-, MAN WANTED planteará la rápida progresión profesional y afectiva de la pareja, con la sobreimpresión de los diversos talones que corresponden a su sueldo semanal, cada uno de ellos con una cuantía superior, finalizando el último de ellos con la sobreimpresión de un corazoncito. En pocos minutos, el espectador comprobará como la simiente de esta relación, en apariencia simplemente laboral, ha sellado el futuro de los dos protagonistas, compenetrándose al mismo tiempo en una confianza profesional, que dará sus frutos.

Todo ello descrito, por un lado, en el entorno acaudalado y frívolo de Joan, en el cual por otra parte ella aparece como un elemento al margen, ya que siempre ha despreciado el bullicio de fiestas y celebraciones, propio de su disoluto y al mismo tiempo bondadoso marido, optando por el contrario por consolidar un firme y decidido perfil profesional y creativo. Por su parte, Tom tendrá que sortear ese compromiso previo que mantenía con la cada vez más escamada Ruthie, sintiendo en su interior esa cercanía sentimental hacia la editora. Dieterle muestra ese proceso con tanta ligereza como sinceridad, expresando los distintos momentos que, a modo de prueba, se planteará a la aún no reconocida pareja. En especial a Joan, quien, en una secuencia reveladora, mediante la oportuna visión de la llave de la habitación de hotel que dejará inadvertidamente su esposo, descubrirá su infidelidad, algo que por otra parte se tomará con la misma neutralidad, con que ha encajado un matrimonio, en la que puede que apareciera la confianza, pero nunca el amor.

Es por ello, que dentro de la aparente convención de MAN WANTED, hay un cariño muy especial por parte de su realizador, a la hora de plasmar las sensaciones, y la evolución de sus personajes -esa secuencia entre Tom y Andy, definida por la presencia de la ducha en funcionamiento-. Incluso de aquellos que se podían prestar a la caricatura -pienso en el caso de Ruthie-. Pero, con ser interesante, esa evolución, lo cierto es que la película proporciona dos secuencias excelentes, en las cuales, a ciencia cierta, se dirimirá el futuro de Joan. La primera, es la que manifestará su ruptura con Freddie, que ella había plasmado sin atreverse a afrontarla cara a cara con él, en una pequeña carta que quedará oculta bajo la alfombra, instantes antes de que este la exprese de manera abierta y civilizada. El descubrimiento por parte de su marido de dicha nota, más que afligirle, supondrá para él, la última prueba de la confianza que, en última instancia, ha definido su matrimonio. De manera diferente se ofrecerá la conclusión de la película, centrada en la definitiva apuesta de Tom y Joan, descrita con todo de comedia juguetona, pero al mismo tiempo con una ágil utilización del espacio escénico -el mismo entorno en que se conocieron; el que rodea el despacho de ella-, hasta confluir en un ingenioso plano, con la cámara ubicada en el quicio de la puerta del mismo. En ella, se manifestará el deseo y la pasión oculta entre ambos, de una manera tan ingeniosa como sincera. Todo ello, dentro de una película sencilla en sus costuras, olvidada en su existencia, pero atractiva en su formulación interna, al tiempo que reveladora de la sinceridad y modernidad de planteamientos, propia del periodo Precode.

Calificación: 3

KISMET (1944, William Dieterle) El príncipe mendigo

KISMET (1944, William Dieterle) El príncipe mendigo

No cabe duda que la primera mitad de las edad de los cuarenta, fue el periodo dorado para que Hollywood produjera fantasías orientales, destinadas al divertimento de las masas. Es cierto que dicha corriente se prolongó en estudios como la Universal hasta la década siguiente, cada vez más escorados a producciones de clara serie B –aunque en ocasiones dominadas por su encanto camp-, que probablemente aparecían con más viveza pese a la modestia de sus predicciones. Dicho esto, fue en esos años cuarenta,  cuando se apostó de manera más fastuosa por la recreación oriental, y hay que reconocer que la fantasía de Edward Knoblock Kismet, ha sido una de las más recurrentes a la hora de ser trasladada a la pantalla. Conocida es la adaptación que Vincente Minnelli auspició en clave musical en 1955, pero es cierto que William Dieterle ya fue el artífice de una versión rodada en Alemania en 1931. Quizá con ese procedente, y cuando la figura del realizador se encontraba en un buen momento, desde esa Metro Goldwyn Mayer se adjudicó al alemán la puesta en marcha de esta rareza en su obra, que curiosamente algunos años después, tendría una relativa prolongación con la casi delirante SALOME (Salomé, 1953). La diferencia estribaría, fundamentalmente, en que la película que centra estas líneas, adquiere una clara aura de farsa, mientras que en la propuesta bíblica, su base argumental aparecía con un fondo claramente dramático.

KISMET (El príncipe mendigo, 1944) por el contrario, desde sus primeros fotogramas, aborda el aura distanciada de un relato, que sabes desde el primer momento el derrotero que va a asumir, con esa presentación de sus protagonistas a través de las páginas de un libro, que nos mostrarán las imágenes de sus principales personajes, descritos con la voz en off del audaz Hafiz (Ronald Colman). Se trata de un hombre ya maduro pero de mente despierta, que se dedica habitualmente a la mendicidad en la entrada a Bagdad, ejerciendo como líder de todos los indigentes. De noche, simulará el aspecto para erigirse en un falso noble, mientras que por su parte, el Califa de Bagdad (James Craig), hace lo contrario también por las noches, utilizando un aspecto humilde, para mezclarse entre sus súbditos, y descubrir sus carencias y miserias. Para más casualidades, Hafiz mantiene una extraña relación con la hermosa Jamilla (Marlene Dietrich), noble protegida por el avieso Gran Visir (Edward Arnold), mientras que por su parte, el joven Califa se encuentra enamorado –simulando ser el hijo del jardinero de palacio- de la hija del mendigo –Marsinah (Joy Page)-.

Y en una historia dominada por las falsas identidades y la simulación, William Dieterle se sirve de la dirección artística y la escenografía, en la que participarán figuras tan relevantes como Cedric Gibbons y Edwin B. Willis y, de otra parte, del aporte pictórico que ofrece el operador Charles Rosher y, fundamentalmente, de la técnica en el Technicolor Natalie Kalmud. Serán ambas vertientes, puntales fundamentales para proporcionar un determinado interés visual, a una propuesta que no busca más que apelar a una cierta fascinación visual, intentando envolver una débil premisa argumental. Ello no logra articular el necesario equilibrio, para por un lado adentrarse en una fantasía que no puede tomarse en serio, más que con un tratamiento de puesta en escena de mayor intensidad de la desplegada ni, por otro lado, proporciona la necesaria distancia para mirar desde fuera unas peripecias burlescas, que quedan siempre a medio camino.

Es por ello, que el moderado atractivo de KISMET aparece en ese elemento visual. En la grandiosidad de una escenografía dominada por decorados exteriores y, sobre todo, interiores, de descomunales proporciones, que precisamente por ello, acentúan su irrealidad, y que además se ofrecen con una insólita estilización, poco habitual para partir de un estudio tan codificado y conservador en esta y otras vertientes. Es evidente que Dieterle se siente muy libre tomando y utilizando dicho elemento estético, disfrutando a través de esos grandes planos generales que potencian dicha escenografía, al tiempo que no duda en situar elementos más menguados de la misma, entre la mirada de la cámara y sus personajes. Unamos a ello ese atractivo cromatismo, desforrado en el uso de Technicolor, que tiene instantes de especial expresividad, en las luchas de Hafiz para huir de los esbirros del Visir, a los que lanza a una piscina de desopilantes tonos azules, o en aquella secuencias en las que utiliza trucos de magia, donde los humos de vivos colores acentúan esa sensación de fantasía e irrealidad.

Al margen de estos catalizadores visuales, lo cierto es que KISMET aparece en buena medida ahogada por sus convenciones, que no siempre se centran en su seguimiento argumental. Hablo por ejemplo del servilismo a la figura de una poco adecuada Marlene Dietrich, quien da vida a un extraño número musical, vestida totalmente con una tintura dorada –lo marcará la presencia de sus míticas piernas-, o el delirio kitsch que describen esas coreografías en el interior de las dependencia del Visir, que Dieterle intenta describir como una prolongación de su fascinación por la escenografía. O en algunas secuencias, en donde realmente sí se plantea ese delirio que, de haberse prolongado en una mayor medida, hubiera favorecido ese lado trasgresor que su metraje pide en ocasiones casi a gritos. Me refiero a esa secuencia de conclusión, en la que el Califa ya liberado del traicionero Visir, se dirigirá hasta la modesta vivienda donde reside su mada Marsinah, derribando la pared que separa su patio, y apareciendo en su lugar una suntuosa alfombra que servirá para que la muchacha lo conozca y pise por encima de ella.

Extraña combinación de relato suntuoso, que en ocasiones por su propia textura aparece casi inclinado por una extraña serie B, lo cierto es que KISMET surge como un extraño paréntesis en un periodo de notable brillantez en la obra del director alemán. Y quizá sea esa propia extrañeza, esa relativa claudicación a unos postulados muy difíciles de evadirse, lo que defina su conjunto. Al menos ese empaque y esas búsquedas visuales, nos permitirán consolidar un cierto grado de discreción y singularidad, para un conjunto que, a título anecdótico, recibió cuatro nominaciones técnicas, para los premios de la Academia de Hollywood de aquel año.

Calificación: 2

THE ACCUSED (1949. William Dieterle)

THE ACCUSED (1949. William Dieterle)

Jamás estrenada comercialmente en España, escasamente prestigiada –como tantos otros títulos de su filmografía- en la obra de su realizador –William Dieterle-, que iniciaba con esta su colaboración con el productor Hal B. Wallis en el seno de la Paramount, quien lo acogió tras figurar en una determinada “lista gris” dentro de la “Caza de Brujas” de McCarthy. Lo cierto es que casi nadie cita THE ACCUSED (1949) a la hora de hablar de la trayectoria del director alemán. Y no deja de resultar triste que ello suceda, ya que se trata de una película no solo de notable interés sino, ante todo, insólita en su planteamiento, como más adelante comprobaremos. La historia que propone –con un guión de Ketti Frings, basado en la novela de June Truesdell-, se centra en la figura de una profesora de psicología –Wilma Tuttle (una espléndida Loretta Young)-, que en defensa propia cometerá el asesinato de uno de sus alumnos, el atractivo, provocador y díscolo Bill Perry (Douglas Dick, recién salido del plató de ROPE (La soga, 1948. Alfred Hitchcock), donde también era la hermosa víctima sobre la que se sostenía el crimen de los dos protagonistas). El film de Dieterle nos mostrará la lúgubre e inesperada situación vivida por la docente en sus primeros compases, a partir de una secuencia de intensa nocturnidad desarrollada junto a un acantilado, en la que la aterrada psicóloga extraerá el cuerpo sin vida del muchacho –que se encontraba en traje de baño dispuesto a darse un chapuzón junto a esa profesora a la que ha ido provocando de manera deliberada-. Será un episodio que dejará al espectador inserto en una atmósfera de pesadilla, ya que en realidad aún no conoce a los personajes, y solo se detiene en la huída –en apariencia exagerada, pero cuando conozcamos la personalidad de esta advertiremos como justificada- de Wilma por una carretera nocturna. Todo ello sucederá en un fragmento sin diálogos, que tendrá un agudo apunte con ese enorme letrero que muestra la fachada de una sala de cine, de una película de la propia Paramount denominada Murder.

A partir de ese instante, y ayudado por la voz en off de la atemorizada Wilma, conoceremos en flashback las circunstancias que han propiciado la trágica situación, centradas en el carácter provocador de este joven diletante y de buena familia, especializado en incitar a las muchachas del instituto, y que ha visto en su profesora una de sus nuevas capturas. Pese a que ella no advierte las intenciones de este, en el fondo de su psique no deja de sentirse atraída por esa especie de “ángel diabólico” que no duda en utilizar a cuantas mujeres se sitúan a su alrededor, expresando ante todo una personalidad narcisista y egocéntrica, basándose en el atractivo que emana de su juventud, y teniendo en la aún deseable protagonista una víctima propiciatoria –que las imágenes nos intuyen ha sido buscada y deseada tras una larga espera-. La encontrará una vez esta pierde un autobús, lo que casi le obligará aceptar el ofrecimiento de Bill para trasladarla a casa, aunque en realidad la dirija a ese acantilado donde poco a poco tratará de intimidarle, con el trágico resultado por todos conocido. La acción retornará a la actualidad, con la llegada del abogado de la familia –Warren Ford (Robert Cummings)-, quien trabará el obligado contacto con Wilma, esgrimiéndose muy pronto le tesis del accidente como causante de la muerte del muchacho. No obstante, poco a poco se irán imponiendo las tesis del teniente Ted Dorgan (Wendell Corey), quien de manera sibilina encontrará indicios –ayudado por el dr. Romley (Sam Jaffe)- que avalen su teoría de que en realidad fue asesinado. El recorrido de este proceso, que llevará consigo la creciente atracción de Ford por la doctora, la presencia de testimonios y pistas –esa carta que la psicóloga escribió, y en un momento dado tendrá que duplicar para evitar ser delatada en sus intenciones-, en realidad servirá en THE ACCUSED como un fondo para envolver el auténtico y verdadero objetivo de la película. Este no es otro que la descripción del retrato de una mujer que se acerca a la mediana edad, y a la cual su propio carácter introvertido y el quizá asfixiante aroma de provincias que le envuelve, han conducido a una represión de su sexualidad, que en el encuentro con el provocador e irresistible estudiante rayará en el paroxismo. Ya de entrada, y sin entrar a valorar la valía de su enunciado, no resulta fácil encontrar en el cine norteamericano de la época, propuestas de este calado. Sí que es cierto que títulos como REBECCA (Rebeca, 1940. Alfred Hitchcock) o la misma e inmediatamente precedente PORTRAIT OF JENNIE (Jennie, 1948), que se erigió como una de las cumbres en la obra del propio Dieterle, incidían en esa vertiente, pero lo ofrecían de una manera menos directa. En su defecto, el retrato que se brinda de esta psicóloga –atención a su propia profesión- de aparentes avanzadas convicciones pero un interior de débil perfil en este terreno, podría establecerse en la práctica como un curioso antecedente contemporáneo de la célebre institutriz que encarnara Deborah Kerr en la memorable THE INNOCENTS (¡Suspense!, 1961. Jack Clayton), basándose en el conocido relato de Henry James “Otra vuelta de tuerca”. En esta ocasión, el conflicto interior se expresará en la actuación de la Young –quien forma un perfecto triángulo interpretativo con un Robert Cummings en esta ocasión más duro y austero que nunca, y un Wendell Corey que despliega de nuevo su capacidad para la ambivalencia, logrando en sus miradas y en las pequeñas trampas que brinda a una cada vez más acorralada y turbada Wilma, su intuición de que ella fue la causante del asesinato-. Al mismo tiempo, la protagonista vivirá en carne propia la hasta entonces insólita sensación de sentirse amada y querida por un hombre –el abogado Warren-, iniciándose una relación que los llevará hasta el borde del matrimonio –de destacar es el intenso juego de primeros planos que Dieterle inserta para describir la presencia de dichos sentimientos entre ambos protagonistas-. Hay una secuencia muy reveladora a este respecto, de la confluencia de los dos ejes sobre los que gravita la película –el crimen que se ha expuesto desde el principio y el descubrimiento de la sexualidad reprimida que caracterizará a su protagonista-. Esta se desarrollará en un combate de boxeo al que acudirá acompañada por el letrado, en donde uno de los contrincantes –de aspecto atractivo y enorme parecido con el asesinado, la mirará en el descanso de un asalto de manera provocadora, produciendo en esta la impresión subjetiva de que se trata del desaparecido Bill. Unido a ello, el predominio de la narración en off de la psicóloga, la presencia de secuencias en las que el silencio será predominante, acentuando con ello el extraño suspense de la película, concluirán con la confesión de la culpable, y la celebración de un juicio en el que, de alguna manera, Wilma liberará esa carga interior de represión que le había acompañado hasta ese momento en su vida. A partir de dicha inflexión, se le abrirán de forma definitiva las puertas a una vivencia normalizada, en la que el amor y todo lo que ello conlleva en su vertiente física y sexual, puedan canalizarse en el futuro en la persona del quien la ha defendido en esta vista, de la que no conoceremos su resultado, pero que el propio Dorgan dará –incluso con noble resignación- como perdido.

Muy poco tiempo después de esta extraña, morbosa, inquietante e interesante THE ACCUSED, Dieterle filmó un título que comparte con esta su casi unánime desconocimiento. Se trata de SEPTEMBER AFFAIR (1950), que no dudo en situar entre la cima de su cine, y uno de los mejores melodramas de inicios de la década de los cincuenta. Todo ello me lleva a afirmar que incluso en un contexto en el que el cineasta se tenía que someter a encargos más o menos alejados a las líneas habituales de su cine, de forma paradójica alcanzó resultados de gran nivel en obras quizá no reconocidas, pero que personalmente considero más brillantes en su resultado que algunas otras que se acercaban más a sus postulados plásticos e ideológicos ¿Cabría esto señalar que Dieterle se desenvolvió mejor dentro de los márgenes de las filmaciones más o menos ceñidas al cine de género? Difícil resulta discernirlo. Lo cierto y verdad es que THE ACCUSED es, además de un título interesante, una muestra que nos podría llevar a considerar la posibilidad de dicho enunciado y, sobre todo, a ratificar al director de la posterior ELEPHANT WALK (La senda de los elefantes, 1954), como uno de los representantes más valiosos en la traslación a la pantalla de las complejidades psicológicas de las relaciones humanas, especialmente ligadas a ámbitos románticos. Al margen de esta circunstancia concreta, la dilatada obra de Dieterle aúna una aportación quizá hasta el momento poco reconocida en el ámbito del noir. Una implicación que se remonta a los años treinta con títulos como DR. SOCRATES (El Doctor Sócrates, 1935) –dentro del seno de la Warner-, y que manifestaría su más conocida parcela en exponentes ligados a la mencionada Paramount, como DARK CITY (Ciudad en sombras, 1950), THE TURNING POINT (Un hombre acusa, 1952) o incluso la estética que definía ROPE OF SAND (Soga de arena, 1949), ligada externamente al cine de aventuras. En definitiva, que hora es de reconocer esa aportación, quizá no esencial, pero si merecedora de algo más que una simple referencia en la historiografía del género.

Calificación: 3

VULCANO (1950, William Dieterle)

VULCANO (1950, William Dieterle)

En la historia del cine, hay películas a las que parece que sus azarosas circunstancias de producción proporcionaron un plus de mitificación, independiente de la valoración de sus resultados. Sin embargo, es más amplia la relación de otros exponentes en los que dichas dificultades, por el contrario, fueron en contra de la debida consideración de sus resultados. VULCANO (1950) se encuentra inserta de pleno derecho en el segundo de estos apartados, siendo la primera de las incursiones del alemán William Dieterle –ya varios años establecido en Hollywood- en tierras italianas –la siguiente sería la excelente y apenas evocada SEPTEMBER AFFAIR (1949), en mi opinión uno de los mejores melodramas de su tiempo y una de las cimas en la filmografía del cineasta-. Sería largo y prolijo enumerar los orígenes de este melodrama que jamás llegó a estrenarse comercialmente en España, y cuyos pormenores se detallan en el magnífico volumen monográfico que Hervé Dumont dedicó a la figura de Dieterle, con motivo de la retrospectiva que sobre su obra se proyectó en el Festival de Cine San Sebastián de 1994. A grandes rasgos señalaremos que la existencia de VULCANO, se centra en el arrebato de venganza que la actriz Anna Magnani exteriorizó contra Roberto Rossellini, cuando la actriz fue descartada para protagonizar STROMBOLI (1950), en detrimento de Ingrid Bergman, conociendo todos el affaire amoroso que mantuvo con la actriz. A partir de ese momento, entra en escena la Paramount y el director Dieterle, llevando a la práctica un melodrama pasional, de claras concomitancias con el célebre referente rosselliniano. Y hay que decir que poseyendo ambos títulos semejanzas y diferencias, he de confesar la grata sorpresa que me ha supuesto la contemplación de esta obra, con la que el cineasta alemán demuestra de entrada un agudo conocimiento de la formulación del cine neorrealista, dando vida un melodrama de fuerte contenido pasional, intercalando en él aspectos y componentes plenamente documentales, y desprendiendo su conjunto una extraña y áspera fisicidad, que a fin de cuentas se erige en su mayor cualidad.

La acción del relato se centra en la isla de Vulcano, que es presentada en los primeros instantes del film mediante una voz en off que describe sus orígenes, su propia y dura forma de vida y su propia singularidad. A la misma regresará escoltada por la policía desde Nápoles Maddalena Natoli (Anna Magnani), dada su condición de prostituta. Desde el primer instante se observará que se trata de una mujer elegante, que contrasta de manera ostentosa con el primitivismo que se manifiesta en la vida habitual de la isla y, de forma muy especial, el puritanismo de sus prematuramente envejecidas mujeres. Sintiendo en carne propia ese rechazo –al discurrir hasta la casa observaremos como vecinas chismosas la observan por ventanas que se van cerrando, entre las descuidadas y en ocasiones casi ruinosas edificaciones. La retornada acudirá a su vieja vivienda, en la que vive su hermana pequeña María (Geraldine Brooks), y el más benjamín de la familia  -Nino (Enzo Staiola), casi recién salido de LADRI DI BICICLETTE (Ladrón de bicicletas, 1948. Vittorio De Sica)-. Pese a la alegría de ambos de recibir a su hermana mayor, pronto irá acrecentándose la abierta hostilidad de la población, unido a la miseria con la que han vivido María y Nino, y la abierta sensación de que no se les quiere ni siquiera darles trabajo para sostenerse mínimamente. Esa sensación irá siendo sufrida de manera especial por Maddalena –el momento en que tiene que renunciar a fumar-, acostumbrada a su vida mundana y de lujos, impensable en la isla. Una población llena de aridez, donde el espectador casi siente en carne propia la fuerza de ese sol abrasador y la inmanente sombra de un volcán que se mantiene como una sombra de siniestra amenaza, solo vigilada por el veterano Giulio (Eduardo Ciannelli) quien a pesar de haber sido abandonado en el pasado por la Natoli, no siente remordimiento alguno por ello, e incluso es el único habitante de la isla que la recibe y valora en su comportamiento. Las hermanas verán como son boicoteadas por la población a la hora de trabajar en las escasas posibilidades que ofrece la isla, hasta el punto de mostrar en dicha actitud un componente de crueldad –la manera con la que asfixian al perro de la familia- e indignidad –la férrea oposición de las vecinas a que la protagonista pueda asistir a misa-. Todo adquirirá un nuevo alcance con la llegada de Donato (Rossano Brazzi), un joven y apuesto hombre de mar que en apariencia se dedica a la captura de esponjas en el fondo del mar, pero que en realidad esconde una peligrosa personalidad, y el deseo de encontrar un botín que se encuentra en el fondo de una embarcación hundida. Será de entrada la posibilidad para que las dos hermanas tengan una ocupación ayudándole en sus buceos, pero pronto se convertirá en la inserción de un triángulo en el que Maddalena conocerá la peligrosidad de Donato, aunque María caiga rendida ante él, provocando con ello una creciente distanciación entre ambas, al tiempo que ante una posibilidad de la mayor de ser autorizada para abandonar la isla –sus habitantes han pedido que la deje-, prefiera declinar la proposición de las autoridades de Nápoles, consciente del riesgo que se cierne sobre su hermana menor.

Ayudado por una espléndida fotografía en blanco y negro de Arturo Gallea, con la oportuna inclusión de fragmentos documentales -esos episodios en los que se describen las tareas de pesca de sus habitantes-, VULCANO deviene un drama bastante inspirado en sus intenciones y, lo que es más importante, perfectamente integrado dentro de la corriente fílmica en la que se insertaba. Salvo en algunas secuencias de interiores en la triste vivienda de los Natoli, cuya planificación adquiere un aura más ligada al cine de Hollywood, en todo momento tenemos la sensación de asistir a un título por completo gestado en Italia. Es más, y sin ánimo de proponer ninguna herejía, con sinceridad creo que poco tiene que envidiar este film de Dieterle al homónimo y más célebre de Rossellini, más ambicioso en su intención y trasfondo. En todo momento se percibe un equilibrio entre intenciones y resultados, ante todo por la fuerza que adquiere un relato que culminará de manera trágica y rotunda –inolvidables los instantes en los que Maddalena deja morir a ese peligroso Donato, cortándole el flujo de oxígeno en su descenso al fondo del mar para recoger el botín anhelado, por el que ha legado a matar a un antiguo compañero de fechorías-.

No vamos a señalar que el film de Dieterle aparezca perfecto –la incorporación del rol que encarna Brazzi, por la propia fisionomía del actor, rompe con esa sensación de autenticidad que hasta entonces ha adquirido el relato-. La inesperada eclosión del volcán resulta chapucera e innecesaria, o incluso la manera con la que se resuelve ese aura misterios que aparecía sobre Donato, y que es descubierta ante María cuando contemple su cadáver, resulta un tanto convencional. Sin embargo, no me cabe la menor duda de que nos encontramos ante una muestra de innegable interés, demostrando que de la matriz neorrealista, podían beber desde la aportación de cineastas incluso llegados desde los propios Estados Unidos, en un drama que tuvo no pocos inconvenientes en dicho país para ser estrenado, hasta que en 1953 fuera exhibido en las pantallas norteamericanas, con una aceptable pero insuficiente acogida, que llevó a que muy poco después su existencia quedara sumida en el olvido durante décadas… Y así seguimos.

Calificación: 3