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CINEMA DE PERRA GORDA

William Dieterle

THE LAST FLIGHT (1931, William Dieterle)

THE LAST FLIGHT (1931, William Dieterle)

El momento en que se rueda THE LAST FLIGHT (1931, William Dieterle), el cine americano se encuentra familiarizado con el rodaje de dramas bélicos centrados en la terrible primera guerra mundial. A partir del éxito de WINGS (Alas, 1928. William A. Wellman), y el bastante cercano de ALL THE QUIET OF THE WESTERN FRONT (Sin novedad en el frente, 1930. Lewis Milestone), se sucedieron un considerable número de producciones incidiendo todas ellas, como si de un solapado ciclo se tratara, en las atrocidades que en grado supremo, supuso un conflicto bélico que hasta entonces había supuesto un límite de crueldad, esgrimiéndolo como una frontera que ni siquiera daba margen a  pensar que en el mismo siglo y no demasiados años después, se producirían conflictos que superarían unos límites entonces impensables.

En dicho ámbito, cierto es señalar que THE LAST FLIGHT no se sitúa entre los exponentes más conocidos. De hecho, creo recordar que hasta hace un par de décadas atrás, la película no fue recuperada en alguna retrospectiva, revelando el alcance trágico de esta parábola en torno al irremediable destino que atenazará a un pequeño grupo de combatientes de la recién concluida contienda, a los que la vida otorgará una especie de “segunda oportunidad “ –un poco al modo del Mitchell Leisen de DEATH TAKES A HOLIDAY (La muerte en vacaciones, 1934), basada en la obra de Alberto Casella-. Sin embargo, desde el primer momento el espectador percibirá no es más que una falsa tregua hasta la llegada de la autodestrucción para casi todos ellos, emergiendo solo de dicho fatum aquel que en principio estaba más cercano al mismo, redimido sobre todo por su aceptación del amor como sentimiento sanador.

La película se inicia de manera rotunda, percutante, mostrándonos una sucesión de planos que describen la contundencia de una ataque aéreo, en el que caerá derrotado el prestigioso piloto Cary Loockwood (Richard Barthelmess) –de destacar es el detalle del saludo caballeroso de los pilotos contrincantes-. Cary apenas puede controlar el mando de un volante rodeado de llamas, teniendo a su lado a Shep Lambert (David Manners), a quien salvará de una muerte segura sacándolo de la cabina cuando logra aterrizar con el avión destrozado a tierra. Ambos serán internados en un hospital, resultando el primero con las manos quemadas y el segundo con un tic nervioso en un ojo que no dejará de atormentarle. En ese lapsus de tiempo se producirá el fin de la contienda, pero para ellos significará el inicio del infierno de una inadaptación personal que, en definitiva, supondrá el eje de esta producción de la Vitaphone / Warner Bros, que en sus menos de ochenta minutos de duración, y tomando como base la novela Single Lady, de John Monk Saunders –igualmente coguionista-, nos propone una mirada revestida de pesimismo, que ya quedará marcada en los comentarios que premonitoriamente ofrecerá el director del hospital cuando dé el alta a los dos íntimos amigos. Es cierto que THE LAST FLIGHT podría haber discurrido por otro terreno válido, el de la readaptación de heridos de mayor alcance –y hay una secuencia paradigmática al respecto cuando estos abandonan el recinto y al mismo entran otros pacientes en mucho peor estado-.Por el contrario, el film de Dieterle prefiere erigirse en una crónica trágica pero al mismo tiempo describa en voz callada, en torno a un pequeño grupo de apenas cuatro combatientes, compañeros y amigos en la terrible lucha que acaba de finalizar, que se han quedado por completo desplazados de su auténtica razón de ser en el momento en el que han de retornar a la sociedad civil. Alguno de ellos será norteamericano y preferirá no volver a su entorno habitual para no provocar lástima. Serán especialmente Cary y Shep los que con sus patologías se muestren más afectados, teniendo el segundo de ellos que recurrir constantemente a la bebida para que ese molesto tic en su ojo remita. Los cuatro compañeros viajarán hasta Paris, donde conocerán a la joven Nikki (Helen Chandler), quien supondrá desde el principio un auténtico revulsivo, dado su carácter  jovial y su innegable atractivo físico. Agobiada en ocasiones por el acoso a que es sometida por parte de un hombre de mayor edad, que no gozará de estima por parte de los cuatro compañeros, en torno a la muchacha estos excombatientes exorcizarán y esconderán su auténtico calvario existencial, viviendo con ellas fiestas y situaciones divertidas, heredadas un poco del Hemingway de The Sun Also Rises. De todos modos, muy pronto Cary mostrará su drama interior, al ir progresivamente alejándose de Nikki cuando vaya conociéndole en su personalidad y síntomas –ver su incapacidad para sostener una copa sin utilizar las dos manos-. Entre ambos se establecerá una relación –visitarán incluso el cementerio parisino donde visitarán la tumba de Abelardo y Eloísa-, de la que el intentará huir, enfrentándose a su deseo de no provocar la compasión de nadie, y sin entender que la muchacha desde el primer momento ha encontrado en él a una persona muy especial, a la que no solo gustaría ayudar.

En el fondo, el argumento de THE LAST FLIGHT se resume en una sucesión de encuentros y vivencias superfluas por parte de los antiguos camaradas, en la frustrada huída en tren de Cary o en la pelea mantenida por parte de este con el acosador de Nikki. Nos encontramos con una base argumental lo suficientemente escueta para que el relato se erija en un auténtico apólogo moral, en una imposible salida de la tragedia por parte de ese grupo que se salvó en un momento determinado de la muerte, pero al que la sombra de la misma, de sus recuerdos, y de su incapacidad para plantearse una nueva vida, les condena prácticamente a un nuevo reencuentro con el final, habiendo vivido por tanto en estas fiestas una breve tregua en la conclusión de sus existencias. Una vez viajen hasta Lisboa, se iniciarán los tintes de tragedia al lanzarse como espontáneo uno de los camaradas, quien será cogido trágicamente por un tiro –quedando tan solo en la elipsis la constatación de su muerte-. Ese encuentro que hasta entonces han orillado, tendrá como catarsis el admirable episodio final iniciado en una feria, donde en una caseta de tiro de producirá un enfrentamiento hasta entonces no llevado a dicho extremo, en el que el atildado acosador de Nikki se enfrente a Cary –que no porta ninguna de las armas de la caseta de tiro-. Cuando el primero se encuentra a punto de ser asesinado por este, unos inesperados disparos de Francis (el posterior realizador Elliot Nugent), arrojará su balas contra este, huyendo e introduciéndose en la penumbra de una especie de túnel –en un maravilloso instante premonitorio de la celebrada conclusión de I AM FUGITIVE FROM A CHAIN GANG (Soy un fugitivo, 1932. Mervyn LeRoy), como si vislumbráramos su internamiento en la nada más absoluta. Huirán en un coche de caballos Cary, Nikki y Shep, comprobando los dos primeros con horror que este ha sido herido de gravedad, y viviendo el espectador otro inolvidable momento fílmico al mostrar en primer plano la muerte de este, en el fondo liberado de la tortura que hasta entonces había estado sufriendo, pese a que la disimulara en todo momento. Actor por lo general poco valorado, quizá sea este el instante más intenso que jamás legara David Manners a la pantalla, concluyendo el film con esa oportunidad concedida finalmente a esos dos seres que antes que se han negado hasta entonces a serlo –ella aún conserva la piedra en forma de corazón que había recogido al pie de la tumba de los amantes franceses-, introduciéndose en tren hacia un túnel, en una clara metáfora sexual tan recurrente posteriormente en la pantalla en títulos tan opuestos a este, como podría ser el hitchcockiano NORTH BY NORWEST (Con la muerte en los talones, 1959). Caracterizara a nivel narrativo por su clara apuesta por el travelling de retroceso, englobando en ellos por lo general las acciones de su limitada galería de personajes, THE LAST FLIGHT quizá no me parezca ese logro absoluto que algunos señalan, pero sí una valiosa y hasta cierto punto original contribución a una temática fílmica de la que quizá otros referentes de similar o incluso inferior valía, gozaron de mayor prestigio. Nunca estará de más, por tanto, recuperar la valía de una obra que la merece y, encima, ha sido hasta hace bien poco orillada.

Calificación: 3

SATAN MET A LADY (1936, William Dieterle)

SATAN MET A LADY (1936, William Dieterle)

Cuando William Dieterle acomete la realización de SATAN MET A LADY (1936) para la Warner, ya atesoraba a sus espaldas el prestigio de su inicial andadura alemana y, sobre todo para el cine USA a través de su vinculación con dicho estudio, en donde incluso codirigió junto a su maestro alemán Max Reinhardt, la suntuosa y lúdica adaptación de Shakespeare A MIDSUMMER NIGHT’S DREAM (El sueño de una noche de verano, 1935) Es más, dicho prestigio se encontraba de un excelente momento, puesto que ya había dado vida a algunas de las célebres biografías que forjaron buena parte de la fama de este realizador tan extraño, versátil, irregular y apasionante por momentos, capaz de sorprender a la hora de acceder a unos encargos en los que por norma general aportará no solo su profesionalidad, sino en la mayor parte de las ocasiones la impronta y el background de su previa experiencia escénica y la influencia expresionista heredada de su Alemania natal. En cualquier caso, al encontrarnos ante la que sería la segunda adaptación al cine de la novela de Dashiell Hammet The Maltese Falcon –tras la firmada por Roy del Ruth en 1931, y años antes de la célebre adaptación llevada a cabo por John Huston en 1941-, de antemano se tiene la sensación de asistir a una producción de no muy elevado presupuesto, que en el momento de su estreno supuso un notable revés en la carrera del ya consolidado director. Lo cierto y verdad es que se percibe en su metraje una cierta sensación de desaliño, al tiempo que una clara adscripción a una comedia de tintes absurdos, que por momentos podrían acercarnos al cine de los Hermanos Marx o a posteriores muestras del género en su vertiente negra tan dispares, como COMRADE X (Camarada X, 1940. King Vidor) o ARSENIC AND OLD LACE (Arsénico por compasión, 1944. Frank Capra). Especialmente con estas últimas comparte ese cierto gusto por la desmesura de alcance humorístico, aunque haya que admitir que nos encontremos ante un producto que si bien podría ejercer como referente lejano de las mismas, no alcanza en ningún momento su efectividad.

SATAN MET A LADY se inicia mostrando de manera irónica la expulsión de una localidad, del poco recomendable detective Ted Shane (un sorprendentemente adecuado Warren William, encarnando al trasunto de Sam Spade). La cámara describirá un equívoco al espectador, al mostrar la estación en donde va a partir del tren, mezclando la escolta que acompaña a Shane hasta que el tren lo aleje de la ciudad, con la de una despedida triunfal de una mujer que ha tenido varios hijos y es aclamada como una auténtica héroe. Será la primera muestra de la ironía que desprende esta curiosa comedia, con una escueta duración de poco más de setenta minutos, en la que muy pronto veremos como nuestro principal personaje fomenta el acercamiento hacia una acaudalada dama con la que comparte ferrocarril, a la que aconseja proporcione un guardaespaldas de seguridad para proteger las joyas que cubren su cuerpo. Ello servirá para que logre un encargo en la mísera agencia de detectives de las que es socio junto a su compañero Milton Ames (Porter Hall) –casado con Astrid (Wini Shaw), una antigua conquista de Shane-. De dicha recomendación recibirán unos inesperados doscientos cincuenta dólares, siendo el inicio de una serie de vicisitudes que se prolongarán del encargo posterior recibido por la joven Valerie Purvis (Bette Davis), para ser protegida de un delincuente que, poco después, será asesinado, en el mismo marco –un cementerio- que el ya citado Ames. Todo ello dará pie a una embarullada historia en la que se entremezclarán siniestros y al mismo tiempo divertidos personajes, como la poco recomendable madame Barabbas (Alison Skipworth) y su siniestro hijo Kenneth (Maynard Colmes), siempre pendiente de realizar vigilancias, proclive ala práctica del crimen y devoto de los puros.

En realidad, SATAN MET A LADY propone una revisión en clave irónica y, en algunos momentos, sanamente humorística, de esa moda del “cine de detectives”, que tan en boga estaba en aquellos años, a partir del éxito de THE THIN MAN (La cena de los acusados, 1934. W. S. Van Dyke) y su inagotable descendencia –también a partir de una novela de Hammett-. En esta ocasión se plantea –por así decirlo- pisar el acelerador del absurdo, en una comedia que destaca bastante antes en la brillantez de sus diálogos, antes que en la puesta en escena de Dieterle quizá demasiado apelmazada, e incapaz de extraer todo el partido posible al cinismo que rezuma la historia que es plasmada en la pantalla. Aún con esa mengua de la necesaria desmesura y ritmo que precisaba la película, lo cierto es que, siquiera sea de forma mitigada, y con una cierta desigualdad en su ritmo, podemos asistir a la presencia de personajes divertidos, como la “rubia tonta” –imprescindible escucharla en versión original-, que encarna de forma hilarante Marie Wilson –es mr. Murgatroyd, la secretaria de la oficina de detectives-, o la presencia de ese ayudante de mme. Barabbas, ese atildado y casi caricaturesco inglés que, junto a ella, se prodiga en la búsqueda del cuerno de la leyenda del guerrero Roland, para lo cual no dudará en asaltar y registrar hasta el límite del salvajismo, las dependencias donde reside Shane, sin lograr ningún resultado positivo al respecto.

Lo cierto y verdad es que para disfrutar moderadamente del film de Dieterle, hay que dejar de lado el seguimiento de una embarullada intriga, que concluye con la detención sin resistencia del personaje encarnado por Bette Davis, y el inicio de la singular relación entre el detective y su secretaria. En esa apuesta por un relato que casi se desentiende de cualquier aspecto de verosimilitud, y en el que por otra parte se echa de menos un mayor arrojo en la realización, es donde se encuentra la relativa particularidad de un título que si bien en el momento de su estreno fue recibido hasta con hostilidad, con el paso del tiempo ha ido adquiriendo un estatus de culto. Personalmente no me sitúo ni en una ni en otra vertiente, pero al menos sirva la evocación de esta finalmente discreta pero por otro lado insólita película, para ir contribuyendo a redescubrir la diversidad de la filmografía de su realizador.

 Calificación: 2

DR. EHRLICH’S MAGIC BULLET (1940, William Dieterle)

DR. EHRLICH’S MAGIC BULLET (1940, William Dieterle)

De todos es conocida la descripción que la Warner implicó en la figura de diversos conocidos personajes, a la hora de filmar una serie de biografías durante la segunda mitad de los años treinta, que forjaron una notoria fama al alemán William Dieterle, al tiempo que jugosos reconocimientos en cuantos intervinieron en la gestación de dichos títulos –en especial sus intérpretes y guionistas-. Sin embargo, no dejó de resultar curioso –y complejo-, plantearse tras el rodaje de THE HUNCHBACK OF NOTRE DAME (Esperanza la zíngara, 1939), nada menos que retomar este subgénero, dedicando un título a la figura del médico y, ante todo, investigador alemán Paul Ehrlich (1854 – 1915). Curiosamente, la película no se centrara en su lucha y logro de una vacuna contra la difteria –que le llevará tiempo después a lograr el Premio Nobel, sino que se centrará en su condición de descubridor de la llamada vacuna “606”, con la que se combatió la sífilis. Ni que decir tiene que tratar dicha cuestión en el Hollywood de inicio de la década de los cuarenta, fue un tema que suscitó no pocas controversias y tiras y aflojas, partiendo desde el propio estudio y las negociaciones realizadas en las oficinas de censura, que se se ciñeron finalmente en utilizar lo menos posible el término numérico de dicha vacuna, la palabra “sífilis”, y, por supuesto, que ambas circunstancias no se reflejaran en el título del film.

Más allá del aspecto anecdótico que hoy pueda revestir una circunstancia en su momento importante para dar luz verde al proyecto, lo cierto es que DR. EHRLICH’S MAGIC BULLET (1940), no solo ha quedado con el paso del tiempo como una de las menos conocidas biografías que Dieterle filmara en aquellos años, sino quizá como la mejor y más atrevida de todas ellas. Arropada por un cuadro técnico impresionante –John Huston como coguionista, Irving Rapper en calidad de director de diálogos, James Wong Howe como director de fotografía, Max Steiner en la faceta musical, ayudado por Hugo Friedhofer en la orquestación…- al que hay que unir un reparto más que excelente, adecuado para la ocasión, que permitió además a Edward G. Robinson componer una de las mejores interpretaciones de su carrera. Con ese bagaje como punto de partida, el film de Dieterle se iniciará con un rasgo que, a la postre, devendrá el elemento principal del relato; la consulta que un joven realizará con un rejuvenecido Ehrlich, confesando con pesar –el espectador simplemente lo intuirá- padecer una sífilis que incluso frustraría su planificado matrimonio. Pese al dramatismo de la situación que parece esgrimir el muchacho, la actividad habitual del médico protagonista –al que muy pronto veremos no cuenta con especial aprecio por parte de los responsables del hospital del que forma parte-, esta cobrará su inesperada rotundidad al comprobar el suicidio del mismo en el vestíbulo –el uso de la elipsis resultará esencial para atender la contundencia del suicidio vivido-, aunque en una primera instancia no resulte determinante para el proceder del doctor, este sin embargo sí que albergará la intención de abandonar un hospital en el que detecta una clara hostilidad –la película apenas señala la condición de judío de Ehrlich-.

A partir de ese momento, el devenir de la película se centrará por un lado en el providencial encuentro que mantendrá con el Dr. Emil Von Behring (Otto Kruger), que será determinante en su vida tanto como amigo como en la guía de sus afanes investigadores, la precaria salud de nuestro galeno, la relación que mantendrá con su esposa Hedi (Ruth Gordon), las luchas por obtener subvenciones del gobierno para prolongar sus investigaciones, o la facilidad con la que la lucha entre el éxito y el fracaso se puede producir casi dándose de la mano. Todo ello será mostrado ante todo con la anuencia de un montaje ejemplar –responsabilidad de Warren Low- que de la mano de Dieterle sabe alternar instantes caracterizados por ese ritmo sincopado habitual en el seno de la Warner, con otros en los que se advierte una serenidad e incluso una sensación de servir como necesario contrapunto, para que un relato plagado de sucesos y situaciones de diverso calado, adquieran la necesaria homogeneidad. El film del alemán puede considerarse, sin duda alguna, bastante insólito, en la medida de exceder su condición de biopic al uso –sin que el término lo incorpore con intención peyorativa-, e imbricándose ante todo en esa máxima de nuestro protagonista por la investigación, aunque centre sus objetivos centrales en el éxito logrado en su lucha contra la difteria y, sobre todo, la de la sifilis que se erigirá en el auténtico motor del relato.

Sin embargo, Dieterle huye por completo de cualquier tentación por la facilidad, como esa insólita elipsis en la que evitaremos visionar el periodo en el que nuestro protagonista vivirá los mayores reconocimientos de su trayectoria médica –un simple rótulo nos describirá su recepción del Premio Nóbel, tras ese plano conmovedor del nieto de un doctor que ha sido salvado por el suero inyectado por nuestros médicos protagonistas-. En realidad, el director parece detenerse más en la letra pequeña, alcanzando con ello penetrar en la auténtica personalidad de su principal personaje. Aunado por la hondura con la que Robinson dirige su admirable performance, la película tiene quizá su principal acierto en ese atractivo engranaje articulado a través del ya mencionado montaje, que permite insertar las secuencias y momentos relajados, destacándolos de los que se caracterizan por su nervio interno –esa sucesión de primeros planos estupefactos, producidos en la lujosa cena, cuando Ehrlich pronuncia a una filántropa el objetivo de sus investigaciones para la sífilis; la manera con la que se muestra el larguísimo proceso de investigación e incesantes pruebas-. Por el contrario, en el film de Dieterle adquieren una especial emotividad las secuencias donde casi se respira la familiaridad entre el matrimonio protagonista, estando con ellos presente Von Behring. Es por ello que la secuencia en la que este advierte tras una cálida velada el aviso del gobierno, cuando duda de la efectividad de sus investigaciones, y poniendo en tela de juicio la continuidad de sus subvenciones, rompiéndose la amistad entre ambos, adquiere tanta tristeza, como alegría lo adquirirá esa declaración final de este en la vista en la que presuntamente debía declarara en contra suya.

En realidad, en una película en la que el ritmo se erige como uno de sus elementos más significativos, lo cierto es que esta se encuentra trufada de elementos en los que se recoge la herencia expresionista del pasado de Dieterle –esos planos de las madres de los niños enfermos de difteria, que se arremolinan tras las puertas del hospital, la propia articulación de instantes de montaje en el proceso de investigaciones-. Pero junto a ellos podemos vivir secuencias tan emotivas como la que permite concluir el film, en el que los compañeros del doctor a las puertas de la muerte, se sitúan junto a este en penumbra, mientras su esposa se encuentra en una estancia contigua tocando –como siempre ha hecho en esos instantes en los que el intimismo entre ambos ha sido esencial-. Lo cierto es que DR. EHRLICH’S MAGIC BULLET no deja de introducir apuntes que revelan la posterior presencia del nazismo en la sociedad alemana –el reproche del observador que encarna Sig Ruman al observar que el protagonista tiene uno de sus ayudantes de origen oriental, reprochándole su negación del respeto al origen alemán-, o la originalidad de esa ya señalada secuencia de la cena en la que el médico acudirá por mediación de su esposa, a la lujosa gala que preside la filántropa Franziska Speyer (Maria Ouspenskaya), que culminará con la inesperada fascinación de esta por los planes de investigación de Ehrlrich, culminando la secuencia con un plano de retroceso en el que se verán ambos solos de comensales, mientras el galeno le explica sobre el mantel los ejes de sus investigaciones.

No suelen ser, ciertamente, muy numerosos, los títulos que en el cine han tratado temas relacionados con la profesión médica. Sin embargo, el film de Dieterle no solo supone uno de dichos exponentes, sino sin duda se erige en uno de los más insólitos y, teniendo en cuenta el tiempo en que fue realizado, arriesgados –tan solo me viene a la mente su posible comparación con la posterior THE GREAT MOMENT (1944), la única realización dramática de Preston Sturges-, al tiempo que atractiva en su desarrollo estrictamente fílmico.

Calificación: 3

DR. SOCRATES (1935, William Dieterle) El doctor Sócrates

DR. SOCRATES (1935, William Dieterle) El doctor Sócrates

Rodada a continuación de la laureada A MIDSUMMER NIGHT’S DREAM (El sueño de una noche de verano, 1935) –codirigida con el mítico director teatral Max Reinhardt-, William Dieterle nunca manifestó el menor aprecio por DR. SOCRATES (El doctor Sócrates, 1935), que Jack Warner le endosó, para seguir con su sempiterna costumbre de aplacar las posibles ansias de éxito –y, sobre todo, de aumento de salario- de aquellos realizadores que lograban un título que funcionaba comercialmente. Así pues, quizá las propias circunstancias de producción son las que han favorecido que su prestigio sea prácticamente nulo, lo cual no deja de suponer una injusticia más, ya que a mi modo de ver el título que comentamos no deja de superar –dentro de su modestia- otros que gozan de mayor diseño de producción y gozan de un prestigio superior. Pero así se escribe en muchas ocasiones la historia del cine, relegando por su apariencia películas que encierran más interés a través de sus limitados puntos de partida, que otras más consensuadas en sus aportaciones. Así pues, DR. SOCRATES supone uno de tantos ejemplos, basado en una pequeña historia de W. R. Burnett, y combinando en su ajustado discurrir -extendido en poco menos de setenta minutos-, un relato de gangsters con toques de comedia, aunque no olvide insertar en su seno unos apuntes de crítica social, destinados ante todo a describir el puritanismo, la mezquindad y la hipocresía de un contexto provinciano.

Será este y no otro el que se manifiesta desde sus primeros fotogramas en la película que comentamos, sirviendo para describirnos el escaso aprecio que la pequeña ciudad siente hacia un joven médico, al que todos denominan con cierto desprecio como “doctor Sócrates”, debido a su sempiterna afición a leer libros de manera abstraída. Será la pequeña peculiaridad que utilizará su rival en la población, el dr. McClintick (Samuel S. Hinds), incapaz de dar la menor oportunidad a otro profesional, y pensando tan solo en que en el futuro le pueda restar clientes. La economía del protagonista se encuentra prácticamente en bancarrota, salvándole de la misma la inesperada presencia en la consulta del gangster Red Bastian (Barton MacLane), quien acudirá a su humilde despacho para curar la herida de un balazo que porta en un hombro, y pagando a este cien dólares por los servicios prestados –a mala gana- por el galeno. El inesperado ingreso servirá para que Sócrates pueda saldar sus deudas domésticas, aunque supondrá el inicio de una inesperada relación con el delincuente perseguido, que solicitará sus servicios tras la puesta a punto de otro atraco. Será el asalto a un banco, a consecuencias del cual el médico atenderá a una joven autoestopista –Jo Gray (Ann Dvorak)- que ingenuamente ha aceptado ocupar el auto de Bastian, y que en el asalto resultará también herida, siendo confundida por la población como componente de dicha banda. Sócrates la recogerá y trasladará a su consulta, conquistando su naturalidad al hasta entonces taciturno doctor, que verá en ella otra luz a su existencia. Mientras se recupera de sus heridas, la estancia de Jo servirá como perfecta excusa para que McClintick, soliviantando a toda la población, se erija en defensor de la justicia, acudiendo hasta la consulta del que considera su competidor, encabezando el aparente deseo colectivo de que deje de retener a la muchacha, pero en el fondo sobrellevando la sibilina intención de relegar de forma definitiva la estabilidad de su compañero de profesión en la ciudad, cuando este ha logrado la amistad y el respeto de la familia más influyente de la misma. Una nueva llamada de Bastian motivará el traslado de nuestro protagonista a su lado para intentar detener la infección surgida en la herida del brazo que le curó, sirviendo ello de excusa para que logre reducir a toda su banda, culminando con ello la búsqueda a tan temibles delincuentes, al tiempo que salvando a Jo -que ha sido raptada por el delincuente- quien se ha encaprichado con ella.

Dotada de un extraño sentido del ritmo y una capacidad de observación notable, DR. SOCRATES deviene una película en la que se detecta su condición de producto casi de serie B, pero sin que ello limite la valía y el alcance de su enunciado. Una de sus cualidades reside en esa destreza con la que el realizador sabe describir la cerrada fauna humana establecida en la localidad donde se desarrolla la acción. Como si se describiera un curioso y suavizado borrador del planteamiento desarrollado en la muy posterior THE CHASE (La jauría humana, 1966. Arthur Penn) –partiendo del original literario de Lillian Hellman-, Dieterle sabe extraer el jugo pertinente a esa mirada crítica en torno a la intolerancia y el puritanismo, que desplegó en muchos otros títulos de su filmografía, y que se extendería a no pocas de las propuestas emanadas por la Warner –y también otros estudios más conservadores, como la Metro Goldwyn Mayer- en aquellos años. Esa capacidad para ofrecer el estado opresivo de la cotidianeidad en una pequeña ciudad de apariencia pacífica, supone uno de los elementos más valiosos dentro de una película que se beneficia de una excelente interpretación de un Paul Muni –al que Jack Warner costó en convencer para que aceptara el papel- que abandona toda tentación histriónica habitual en él, y ofreciéndose en esta ocasión como un médico joven y creíble. Warner utilizó también la presencia de Ann Dvrak, para proporcionar un factor suplementario de atractivo comercial en la película, al reunir de nuevo a la pareja protagonista de SCARFACE (Scarface, el terror del hampa, 1932. Howard Hawks). Una vez introducidos los elementos del relato, DR. SOCRATES se desarrolla con un notable sentido de la ligereza, teniendo un rasgo de especial interés en la agudeza de sus diálogos y un soterrado y socarrón sentido del humor, al que acompañará el aura romántica que, de manera soterrada, envolverá la relación establecida casi sin pretenderlo entre el médico y Jo.

Uniendo todos estos matices, con el concurso de una planificación ajustada, y planteando algunas situaciones que oscilan entre lo cómico y lo genuinamente insólito –la manera con la que Socrates reduce a la banda de Bastian, dejando  a sus componentes anestesiados y a disposición de la policía, dentro de un episodio en el que lo sórdido y lo cómico se da de la mano de manera armoniosa-, revelan a un director dotado de un sentido de la inventiva visual magnífico, sin que ello le impida desarrollar una tesis en contra de la intolerancia, sin duda emanada de la historia que sirve de base a su argumento, pero que se encuentra presentes en el film con tanta contundencia como, en última instancia, inofensiva y revulsiva disolución –esa aceptación final del médico como una persona distinguida de la población, incluso por el propio rival de este-. Es la mordiente definitiva que muestra una película pequeña en su artefacto externo, pero de considerable interés dentro de la carcasa y enjundia que esta muestra en su desarrollo. DR. SOCRATES fue objeto de un remake apenas cuatro años después –KING OF THE UNDERWORLD (1939, Lewis Seiler), de nuevo en el seno de la Warner Bros. Una nueva versión de estimable –aunque algo inferior- resultado, en el que la figura protagonista adquiría aspecto femenino, encarnado por la estupenda Kay Francis.

Calificación: 3

ANOTHER DAWN (1937, William Dieterle)

ANOTHER DAWN (1937, William Dieterle)

Jamás estrenada en nuestro país, e incluso ninguneada en su valoración por especialistas en la obra de Dieterle, como Hervé Dumont –en su por otro lado excelente monografía, editada con motivo de la retrospectiva que sobre el cineasta se celebró en el Festival de Cine de San Sebastián en 1994-, lo cierto es que no puedo estar más en desacuerdo en esa valoración esencialmente negativa que se ofrece de ANOTHER DAWN (1937). Es más, creo que su resultado engrosa una nómina –más extensa de lo que pudiera parecer a primera vista- de obras por lo general dejados de lado a la hora de analizar el conjunto de la filmografía de William Dieterle, en ocasiones superiores en cualidades a algunos de sus títulos más reconocidos, y también más libres y sencillas, demostrando al mismo tiempo la versatilidad de su condición como cineasta y, sobre todo, un rasgo que por lo general se suele omitir a la hora de reseñar las cualidades más evidentes de su cine; su clara adscripción a un determinado clasicismo romántico-. Se trata de una apuesta que nunca se le ha reconocido, quizá por que se ha preferido destacar otras facetas más o menos visibles o externas de su cine, quedando orillados una serie de títulos intimistas, realizados dentro de un campo de acción mucho más relajados, e incluso un ámbito de producción más sencillo y humilde, rompiendo la imagen de ese cineasta ligado a grandes escenografías o el recuerdo a la dramaturgia proporcionada por figuras de relieve.

 

A partir de esas premisas, ANOTHER... se ofrece –a partir de sus poco más de setenta minutos de duración-, como una sencilla y al mismo tiempo compleja, divagación sobre las dolorosas circunstancias en las que en muchas más ocasiones de lo deseable se envuelve el amor. La película se iniciará en tierras colonizadas por el ejército británico. En concreto en la región de Dubik, un territorio árabe donde se sitúa un destacamento y cuartel británico, encabezado por el coronel John Wister (Ian Hunter). Este se encuentra muy ligado a la figura de su auténtico “segundo”, el joven capitán Denny Roack (Errol Flynn, derrochando galanura), decidiendo realizar un viaje de vacaciones en el que conocerá a una joven amable pero al mismo tiempo esquiva e incluso con cierto aire de misterio. Se trata de Julia Sashton (la personalísima Kay Francis), quien no dejará de mostrarse amable con Wister, aunque al mismo tiempo se mantenga huidiza por unas circunstancias que en principio se desconocen. Poco tiempo después estás se harán públicas ante él, al encontrarse de nuevo en la mansión de los familiares del coronel, confesándole Julia que es viuda de un joven que murió al estrellarse un modelo de avión creado por él, y del que sigue manteniendo su amor, aún después de su muerte. Se trata, es innegable señalarlo, de una premisa bastante inusual, que se convertirá de manera práctica en un impedimento notable para que el amor que el militar siente por la joven, no se vea correspondido por esta más que en un sincero afecto. Será esta, sin embargo, una base suficiente para que ambos contraigan matrimonio –hábilmente descrito elípticamente-, volviendo a Dubik tras una llamada el coronel con su nueva esposa.

 

La llegada –magníficamente mostrada por Dieterle- nos permitirá atisbar la extrañísima cuadruple relación sentimental que está a punto de insertarse en el interior del acuertelamiento británico, ya que los dos recién contraídos esposos, apenas advertirán que serán objeto de la atracción de los hermanos formados por Denny y Grace Roark (Frieda Inescort). Y es que la primera contemplación entre la recién convertida en esposa y Danny –que aún no sabe dicha circunstancia en la estación- preludia una atracción que poco a poco se tornará irresistible. Pero por otro lado, la expresión que mostrará el rostro de Grace al conocer la noticia del esponsal, revelará al espectador el secreto amor que viene manteniendo con Wister.

 

A partir de ese instante, ANOTHER... se deja llevar por las previsibles aguas de este auténtico e inusual cuarteto amoroso, dentro de un contexto que con probabilidad habremos contemplado en otros títulos precedentes y posteriores. Pero lo que resulta innegable, es que Dieterle confiere a este pequeño relato una densidad que en algunos instantes llega a ofrecer matices casi místicos –la conversación en la que Julia confiesa a Wister la imposibilidad de amarle, revelándole ese sentimiento bigger than life que sigue manteniendo en su interior por aquel piloto fallecido-, o en la incorporación de detalles que permiten que la joven plasme en Denny una especie de reencarnación de la figura del que fuera el amor de su vida –lo comprobará oyéndole reir mientras enjaeza su caballo para que ella lo porte-.

 

A partir de la introducción de dicho elemento amoroso, la película jamás abandona un marco de delicadeza, logrando expresar con sorda tristeza esa máxima del amor no correspondido, cuando entre él se puede interferir el respeto e incluso la admiración que ambos sienten por  otra persona –en este caso la figura del esposo de esta y superior de Denny-. Será sin duda una muralla que ambos no intentarán franquear, aunque en una fiesta ofrecida por la comunidad, los dos jóvenes no puedan evitar exteriorizar su amor, en una delicada secuencia desarrollada en los jardines exteriores de la mansión. Será un punto de inflexión que no evitará, pese al rechazo que nuestros protagonistas manifestarán en esta casi impulsiva exteriorización de sus sentimientos, que el amor que se profesan se mantenga latente en su interior. Y todo ello, será mostrado con Dieterle sin levantar jamás la voz, poniendo en práctica una dirección de actores mesurada e intimista –un juego al que se prestarán con acierto sus tres principales intérpretes-. El uso de recursos como la elipsis y sobreimpresiones, el impacto dramático de esas persianas que ejercen en algunos momentos casi como prisiones morales y en otros como protección de los sentimientos de los personajes que se ocultan tras las sombras de estas, serán elemento que el realizador sabrá utilizar con sabiduría, insuflando al relato de un preciso grado de densidad. Será una característica que en última instancia se trasladará al ordenar a Denny –por el consejo de Julia a su marido- al mando de una peligrosa misión en el desierto, en el que sus hombres caerán bajo una emboscada, pero de la cual este finalmente logrará salvarse. Lo hará precisamente por la ayuda de un combatiente hasta entonces calificado como cobarde –una de las subtramas insertas en la película-.

 

Será este un episodio magnífico, en el que el realizador logrará extraer –siempre en comunión con el director de fotografía Tony Gaudio- el alcance amenazador de los árabes, proyectando sus sombras en las arenas del desierto,  y produciéndose en el asedio momentos de auténtica fuerza dramática, como el ataque al veterano oficial, que pedirá a un compañero que le retire la medalla de San Cristóbal, para evitar morir y que los árabes dudaran de su eficacia. Denny logrará ser rescatado herido, aunque en su proceso de recuperación Julia se mostrará ausente –en realidad ella fue la que sugirió a su esposo que enviara a este en su lugar-. Pero pese a dichas fronteras y ausencias, el amor seguirá aflorando entre ellos en ese reencuentro en el que con una pasmosa naturalidad, los dos reconocerán la situación planteada. Será un proceso duro, que para Denny servirá para escuchar las lúcidas y pacientes palabras de su hermana, quien le confesará que durante siete años ha amado secretamente a John, aunque se ha acostumbrado a mantener en secreto dicha pasión, asumiéndolo con una entereza asombrosa. Reconozcámoslo, no era habitual en el cine norteamericano de aquel tiempo encontrarse con propuestas tan complejas dentro del melodrama, y si bien la resolución de la misma no pueda dejar de resultar hasta cierto punto previsible, no es menos cierto que la cadencia que Dieterle logra integrar al conjunto del relato, es la que otorga a la misma un grado no solo de credibilidad sino, sobre todo, de cercanía, cariño y respeto, a unos personajes a los que se acerca con comprensión y, por supuesto, huyendo en todo momento de cualquier connotación moralizante.

 

En la valoración negativa que Hervé Dumont ofrecía de esta película, apelaba a la ausencia de pasión que Frank Borzage hubiera proporcionado a dicha historia. Lamento estar en desacuerdo con dicha afirmación, ya que en algunos momentos las imágenes de ANOTHER DAWN –que además se inicia con ese extraño plano que rompe el exotismo del fortín colonial con la aparición repentina de un avión-, sí que nos ofrecen ecos no demasiados lejanos del dolor emocional que en muchas ocasiones se ha planteado en la pantalla ante las relaciones amorosas. Es por ello, unido al hecho de que la película apenas sea reseñada a la hora de hacer una valoración de conjunto de la obra de su director, por lo que no puedo más que reconocer el placer que me ha producido esta pequeño, intimista, romántico y, en última instancia, esperanzado melodrama. Una película con la que Dieterle dio prueba no solo de versatilidad, sino que demuestra por un lado el hecho de encontrarnos aún con títulos de interés poco explorados en su filmografía, así como la posibilidad de que varias de estas obras semi escondidas, tengan similares o incluso superiores valores, que algunas más reconocidas.

 

Calificación: 3

SCARLET DAWN (1932, William Dieterle) Amanecer escarlata / En Rusia

SCARLET DAWN (1932, William Dieterle) Amanecer escarlata / En Rusia

No creo que a estas alturas de la vida, puede esgrimirse la valoración de SCARLET DAWN (Amanecer escarlata / En Rusia, 1932) en función de su mayor o menor reaccionarismo a la hora de tratar un tema tan espinoso como el de la revolución rusa. Sería una ligereza propia de una mirada miope por dos razones. La primera es que el film de William Dieterle en modo alguno apuesta por uno u otro bando, optando en su lugar por una mirada acre y revestida de revulsivo en torno a los excesos y conductas condenables que el ser humano exterioriza en circunstancias excepcionales y propicias para que aflore el lado más oscuro de la condición humana. Pero, por encima de esta circunstancia, si cabe destacar SCARLET... es sin duda por suponer una de las películas más extrañas y singulares de inicios de la década de los años treinta. Ahí es nada, proponer en apenas una hora de duración un relato inserto en las coordenadas de libertad temática que proponía la entonces inexistencia del Código Hays, desarrollando su campo de acción en el contexto de la aparición del célebre conflicto revolucionario de 1917, e integrando y adelantando en su metraje elementos de la denominada “comedia de los sexos” –por momentos la película parece adelantar algunos elementos de IT HAPPENED ONE NIGHT (Sucedió una noche, 1934. Frank Capra), mientras que en no pocos instantes se inclina por el drama más arraigado, sin dejar de apostar por la presencia de una ambientación llena de intensidad y espesura. Obviamente, se trata de elementos pocas veces planteados en el cine norteamericano –no solo de este tiempo-, y que en su conjunción revelan una película insólita, atractiva, llena de fuerza, y que precisamente a partir de esa escueta duración, logra exponerse como una de las rarezas más significativas de aquel periodo de la primitiva Warner.

 

El film de Dieterle –que cuenta como coguionista con el posteriormente prestigioso Niven Busch, especialista en la traslación de conflictos sexuales en la pantalla años después-, nos describe en sus primeros fotogramas momentos finales del régimen zarista, centrados en la actividad del barón Nikita Krasnoff (un impecable Douglas Fairbanks Jr., encarnando a la perfección la arrogancia de un joven y apuesto aristócrata ruso). Se trata de un militar respetado en el régimen y dado a toda clase de excesos, especialmente en la exteriorización de los símbolos de su clase social así como, sobre todo, sus constantes conquistas femeninas. De forma sucinta y con notable sentido de la síntesis, la película incorpora breves flashes de dicho poderío militar, combinándolo con titulares de prensa que van avanzando la imparable revolución, e integrando este estado de las cosas con el punteado de esa incesable labor de conquista esgrimida de manera constante por Krasnoff. Pero casi de manera imprevista, la aparente marcialidad impuesta por el despótico régimen militar, se verá violentada con la llegada de la revolución. Lo que antes era represión, de repente se convertirá en una exteriorización de la violencia –el fondo sonoro de la película se extenderá durante varios minutos con el incesante sonido de las metralletas-. En medio de una auténtico caos social, nuestro protagonista conseguirá zafarse de una muerte segura transmutando su elegante apariencia militar por la de un campesino, simulando incluirse dentro del seno de los revolucionarios, y con ello llegando hasta lo que hasta entonces era su lujosa vivienda. De allí logrará sacar algunas de sus joyas más valiosas pero, sobre todo, se encontrará con la que hasta entonces había sido su criada, la joven y abnegada Tanyusha (Nancy Carroll), quien con su testimonio evitará que sea delatado ante los revolucionarios que lo han acompañado hasta allí. Ambos lograrán huir de los vigilantes de la revolución, integrándose junto a una par de sospechosos personajes que viajan con destino a la frontera turca, expoliando poco antes de acceder a ella a la pareja protagonista, aunque ello paradójicamente evite que estos mueran en el ataque que los astutos guardianes fronterizos dirigirán al vehículo.

 

A partir de ese momento, emergerá para la improvisada pareja la necesidad de sobrellevar una situación llena de penurias en Constantinopla, trabajando ambos en destinos caracterizados por su dureza. Será un nuevo rumbo que aparecerá más asequible para una muchacha que siempre ha ejercido como criada, y que sigue viendo a Krasnoff con ojos de amo, sintiéndose estremecida por las muestras de cariño que este le propicia –aunque estas aparezcan veladas por un agradecimiento, antes que por un amor que en realidad no siente-. Ello no impedirá que el noble venido a simple trabajador decida casarse con Tanyusha –en una secuencia que roza lo conmovedor-, aunque muy pronto pese en él su condición de simple lavaplatos en un restaurante –magnífico ese travelling a ras de tierra que muestra la fila de los pies de los cansados encargados de dicha limpieza-, en el que en un momento dado ejercerá como sustituto de un camarero. Será un nuevo rumbo que casualmente le acercará a una de sus pasadas conquistas –desconocedora de la condición de casado de este-, quien le brindará la posibilidad de obtener cuantiosos ingresos “interpretando” su papel de noble ruso ante familias americanas adineradas, con cuyas hijas podría lograr notables ingresos estafándoles.

 

Hastiado de una situación llena de penurias que su propia condición está imposibilitado a aceptar, Nikita decidirá acceder a la sugerencia de la avispada muchacha, dejando sola a su esposa, sin saber que esta se encuentra embarazada –otro magnífico momento el instante en que ella se desmaya al despedirse de este, aceptando con entrega su decisión-. El tiempo pasa, y el “nuevo” destino del noble que ahora solo se sirve de su aún atractiva presencia para lograr ingresos poco plausibles, marcha viento en popa, mandando ingresos a su esposa, aunque estos jamás lleguen a su destinataria. Sin embargo, llegará un momento en el que la dignidad penetre en el corazón del que tiempo atrás fue un militar dominado por la amoralidad, decidiendo de repente abandonar una actividad lucrativa pero desprovista de dignidad. Con una sensación absoluta de urgencia, al conocer que los inmigrante rusos van a ser deportados por las autoridades turcas, correrá el encuentro de su esposa. Un encuentro este que quedará revestido de dificultades ante la desaparición de Tasyinsha de aquella lúgubre habitación, aunque en el último momento se vea culminado en ese casi necesario reencuentro, cuando la joven estaba a punto de subir en el barco que la iba a devolver a Rusia. Nunca sabremos el futuro que depare a la pareja de protagonistas, pero sí intuimos que pese a las dificultades que a ambos se les avecinarán, entre ellos se ha consolidado un sentimiento en el que la distancia vivida ha reforzado sus lazos.

 

Nunca sabremos si la humilde criada perdió a su hijo –aunque eso se intuya-, ni tampoco la rápida conclusión del film deja pistas concretas sobre el futuro de nuestros protagonistas. No importa en esta ocasión que la breve duración del relato –propia además de la concisión que la Warner imprimió a su producción de aquellos primeros años treinta-, impida en algunos momentos una mayor precisión en ciertos perfiles de la película. Sin que sirva de precedente, ese carácter abrupto de su discurrir es el que, a mi modo de ver, proporciona uno de los mayores atractivos a sus imágenes, contraponiendo instantes estéticamente cuidados, otros dominados por ese ritmo tan característico del cine del estudio –entroncándolo con el género policial ya bastante familiar en el mismo-, y no olvidando esas alusiones sexuales tan explícitas dentro de su carácter simbólico, que muy poco tiempo después se ausentarían de las pantallas norteamericanas dentro de la ola de puritanismo que se impondría en el cine. Con todo ello, Dieterle ofrece un producto insólito no solo en su misma configuración, sino en la imagen que el espectador pudiera tener de las características que el realizador ha legado en la memoria –más unida a sus posteriores biografías o a títulos escorados a un onirismo fantastique-. Esa sequedad, ese ritmo, la extraña combinación de elementos y la visión casi lúbrica que se ofrece de la vida sexual del protagonista, son elementos suficientes para atender la singularidad de una propuesta que no solo se sostiene en sus propias cualidades, sirviendo para permitir el olvido de esas limitaciones que implican la ausencia de un superior metraje. Por el contrario, sirve de forma fundamental para ofrecernos el perfil de un periodo en la trayectoria del realizador alemán, al tiempo que demuestra una versatilidad que, es curioso, nunca se ha tenido en el cómputo de virtudes de este brillante hombre de cine, aún tantos años después de su muerte parcialmente desconocido en su dilatada andadura como cineasta.

 

Calificación: 3

ROPE OF SAND (1949, William Dieterle) Soga de arena

ROPE OF SAND (1949, William Dieterle) Soga de arena

Al igual que pocos años antes lo manifestaran títulos como FIVE GRAVES TO CAIRO (Cinco tumbas a El Cairo, 1943. Billy Wilder), ROPE OF SAND (Soga de arena, 1949. William Dieterle) es una extraña, en ocasiones atractiva -en otras insuficiente-, mezcla de géneros y temáticas, orquestadas bajo el amparo de Hal W. Wallis en la Paramount. Una productora –la Paramount-, un responsable –Wallis- y una reiterada joven estrella –Burt Lancaster-, que establecieron una serie de títulos, en líneas generales escorados a la vertiente policiaca y del thriller, aunque en su planteamiento exterior revista los ecos del cine de aventuras exóticas, y la disposición de sus personajes y, sobre todo, su cast, nos remita una vez más al eco de la mítica CASABLANCA (1942, Michael Curtiz) –no lo olvidemos, producida por el propio Wallis en el seno de la Warner  Bros-.

 

La acción se desarrolla en un indeterminado país africano, en cuyo desierto se encuentra la explotación de unas importantes minas de diamantes. Hasta allí regresará el joven aventurero Mike Davis (Burt Lancaster), quien un par de años atrás viviera una azarosa aventura tras lograr robar junto a un compañero un buen lote de diamantes, que dejó enterrados en medio de aquel agreste paisaje. Su llegada al puerto de la localidad, mostrará desde le primer momento su enemistad con el jefe de policía Paul Vogel (un espléndido Paul Henreid), una acritud que se extiende hacia este por parte del veterano, irónico y sutil Arthur Martingale (Claude Rains), propietario de las minas, que desde el primer momento ha demostrado su antipatía hacia Vogel al evitar con su oposición que este pueda obtener un distrito bajo su autoridad. Resulta evidente que la llegada de Davis alertará a todos ellos en la posibilidad de recuperar aquellos desaparecidos brillantes, para lo cual Martingale introducirá el cebo de una joven y bella cantante de cabaret, a la que convertirá en Suzanne Renaud (Corinne Calvet), una hipotética hija de inversores. Poco a poco Davis irá acercándose hacia la muchacha, mientras que este irá alimentando su interés en recuperar dichos diamantes, aunque inicialmente solo había regresado para recuperar una licencia que se le apropió. A partir de esa comunión de intereses, la tensión se agudizará entre los principales caracteres de la función, exteriorizándose incluso hasta el paroxismo físico el enfrentamiento existente especialmente entre Vogel y Davis, al cual finalmente se agregará Martingale con tácticas sutiles pero de gran efectividad.

 

Antes hablaba de esa sensación de mixtura que destila el conjunto de este pequeño y atractivo relato. Una mixtura que bajo mi punto de vista tiene su flanco menos atractivo en ese afán de evocar el eco de la mencionada CASABLANCA, a un nivel muy por debajo del interés planteado por el film de Curtiz –que por cierto sí logró retardadas imitaciones de mayor alcance, como la estupenda THE MASK OF DIMITRIOS (1943, Jean Negulesco)-. En esta ocasión, considero que la oposición de personajes no reviste un especial interés –especialmente palpable resulta en el menguado protagonismo marcado por el encarnado por Peter Lorre, o la escasa credibilidad con la que se introduce en el interpretado por Corinne Calvet. Por el contrario, ROPE OF… eleva su atractivo en todas aquellas secuencias desarrolladas en el desierto, que van desde los atractivos travellings descritos en la secuencia inicial, que nos muestran el exterior de las minas de extracción de diamantes, dominados por las arenas del desierto, y describiendo la persecución de un obrero de la mina que ha escapado con varios de estos brillantes. Dentro de esta misma línea, que duda cabe que el flash-back relatado por Davis a Suzanne deviene en una notable fuerza dramática, como lo manifiesta el tenso episodio en el que el personaje encarnado por Burt Lancaster viaja con un jeep policial a la búsqueda de los preciados minerales, teniendo como obligado rehén a Vogel. En un momento determinado abandona a este en las arenas del desierto en plena noche, con la única iluminación de los faros del vehículo. Un fragmento admirable, tenso y físico –sin duda, el mejor de la película-, en el que en apenas segundos de distancia, la víctima se intentará convertir en verdugo, dentro de una pelea de inusitada fuerza.

 

Junto a estos episodios, es fácil constatar la potenciación que Dieterle desarrolla de la escenografía de interiores –la mansión de Vogel, dominada por la presencia de bellos objetos artísticos, que definirá a un esteta de tendencias sádicas-, acentuando el uso de las sombras sobre los rostros de los actores –rasgo por otra parte habitual en las producciones de Wallis para Paramount-. Paralelamente, incorpora una atmósfera de cine negro, en la que resaltará la adecuada descripción del enfrentamiento existente entre el sutil Martingale –en los primeros planos del film, comprobaremos como ha sido él quien ha vetado el ascenso del oficial- y el violento, torpe, y recónditamente sensible Vogel. Sin embargo, esta acertada descripción de personajes, no tiene su justa correspondencia con la blandura y escasa entidad ofrecida al encarnado por un Burt Lancaster, que de alguna manera reitera ese retrato de joven íntegro, que representaría en otros títulos de aquella época, como los previos DESERT FURY (1947, Lewis Allen) o I WALK ALONE (Al volver a la vida, 1948. Byron Haskin). Con ellos comparte esa eficacia, ocasional intensidad y limitado alcance, que de nuevo reiteraremos en esta película de Dieterle que, como las citadas, comparte una atmósfera noir dominada por una verdadera ausencia de esa turbiedad consustancial a los mejores títulos del género, y que además, concluye de manera demasiado acomodaticia, renunciando con ello a los tintes virulentos previamente alcanzados.

 

Calificación: 2’5

SEPTEMBER AFFAIR (1950, William Dieterle)

SEPTEMBER AFFAIR (1950, William Dieterle)

Escondido y casi nunca citado entre aquellos escasos aficionados y comentaristas cinematográficos que se han molestado en indagar por la tan desigual como generalmente interesante filmografía del alemán William Dieterle, SEPTEMBER AFFAIR (1950) me ha supuesto un gozoso descubrimiento. Incluso Hervé Dumont lo cita sin especial cariño en su muy interesante trabajo sobre la trayectoria de Dieterle, editado con motivo de la retrospectiva que protagonizó en el Festival de San Sebastián 1994. Y sin embargo, incluso teniendo en cuenta que su argumento plantea ecos nada velados de títulos representativos del melodrama romántico, como INTERMEZZO –en cualquiera de sus dos versiones- o BRIEF ENCOUNTER (Breve encuentro, 1945. David Lean), o incluso el más lejano LOVE AFFAIR (Tu y yo, 1939) de Leo McCarey, lo cierto es que la fuerza, cadencia, delicadeza y sensibilidad demostrada por Dieterle en el título que comentamos, a mi juicio debería permitirle por derecho propio incluir esta jamás reconocida película, en una imaginaria galería de grandes títulos románticos ofrecidos por el cine. No se trata de una cuestión de planteamientos o situaciones, sino de formas, de maneras de expresar con entrega cinematográfica argumentos sin duda plasmados en la pantalla en mil y una ocasiones. Una vez más, apostamos por el triunfo de la sensibilidad de la pantalla, ese elemento mágico que puede permitir, a pesar de partir de bases manidas o de escasa consistencia, alcanzar cotas de auténtica grandeza.

 

Nos encontramos en una Roma que emerge de los traumas de la II Guerra Mundial, convertida en un marco aparentemente idílico para turistas sensibles o, quizá, deseosos de huir de la rutina de sus vidas. Uno de ellos es el empresario David Lawrence (Joseph Cotten). Se trata de un hombre que ha huido de su vida habitual, en cuyo entorno es un hombre aparentemente definido por el éxito. Empresario triunfante, casado y con un hijo, en realidad vive unas vacaciones en Italia como búsqueda de un punto de reflexión en el que encaminar su futuro. Un futuro al que el destino ofrecerá una prueba; su encuentro con Manina Stuart (Joan Fontaine). Ella es una concertista de piano que se dispone a viajar a New York para ofrecer un recital que, probablemente, le brindaría una ocasión para su vocación profesional. Ambos se conocerán en pleno vuelo y, a causa de una parada para resolver una avería, de repente protagonizarán una fugaz visita a Nápoles que marcará sus vidas. No sería la primera vez en la que Dieterle plasmara esa fascinación romántica, casi producto de una ensoñación cercana al fantastique. Estaba no muy lejano en el tiempo el ejemplo de la magnífica PORTRAIT OF JENNIE (Jennie, 1948) o la previa LOVE LETTERS (Cartas a mi amada, 1945) –ambas protagonizadas igualmente por Joseph Cotten-, de cuyas virtudes se impregna por completo esta película, escorada más en su vertiente romántica, pero que en modo alguno desdeña internarse en unos terrenos que –justo es reconocerlo-, domina a la perfección, logrando transmitir al espectador una serie de sensaciones y emociones que trascienden el estado de ánimo de sus protagonistas. Esta sensibilidad no impide que Dieterle, desde el primer momento, logre trascender la condición de “relato turístico” en que podría quedar enclavada por sus características. Lo hace, en primer lugar, no obviando en ningún momento en mostrar esa Italia aún dominada por las secuelas de la II Guerra Mundial –la alusión de la novia de Mussolini que formula el guía a David en los primeros compases del film, el encuadre que muestra las huellas de la guerra en las ruinas de Nápoles, la alusión a ese soldado ausente y presumiblemente muerto, que dejó en una vieja taberna un lote de discos… -. A partir de ese encuentro casi fugaz, David y Manina vivirán una especie de ensoñación amorosa, una intensa ilusión que penetrará en su interior a modo de encantamiento, y que tendrá su punto de inflexión al escuchar en la vieja taberna napolitana el hermoso tema September Song –en la voz de Walter Huston-. Hay que tener una enorme capacidad de convicción para insertar la totalidad de esa canción, en un episodio admirable y de gran riesgo cinematográfico, en el que el espectador asistirá al modo en el que esos dos casi desconocidos, viven en carne propia la fuerza irresistible de un amor, proyectándose en ellos unos deseos que, probablemente, llevaban muy adentro de sí mismos. Estoy convencido que nos encontramos ante uno de los fragmentos más memorables del cine de Dieterle, prefigurando el destino inmediato de nuestros dos protagonistas. Ambos regresarán tarde al avión que ya ha despegado de Nápoles, planteándose en ellos la posibilidad de vivir unos días juntos recorriendo la zona. Evidentemente, se ha planteado ante ellos una situación irreal, que vivirán con la intensidad de un asidero a sus vidas. Los dos inconfesados amantes visitarán las ruinas de Pompeya –antes de que lo hiciera Rossellini en VIAGGIO IN ITALIA (Te querré siempre, 1954)- y se sumergirán en una intensa vivencia romántica, como si de este inesperado encuentro se plasmara en ellos una oportunidad para encontrar un sentido a sus vidas. Será algo que se planteará con mayor intensidad si cabe, cuando descubran que ese vuelo que perdieron, se estrelló en el mar y murieron todos sus tripulantes. Ante ellos se planteará la posibilidad de dar un paso adelante, intentando asumir una nueva vida en común, para la cual Manina solo renunciaría a su proyección profesional, mientras que para David plantearía la liberación de su esposa, a la que había solicitado reiteradamente el divorcio, algo a lo que últimamente se había negado.

 

Para ello, mediante una argucia legal de este y la ayuda que les prestará la vieja profesora de piano de Manina –Maria Salvatini (Françoise Rosay)-, lograrán los medios económicos necesarios para trasladarse a un viejo palazzo de Florencia. En dicho marco, rodeado de estatuas y viejos objetos artísticos, y en una ciudad definida como una de las expresiones máximas del arte en el mundo occidental, nuestros protagonistas creerán vivir la expresión más sincera, perdurable e irrepetible de su amor, aunque en realidad este no sea más que la proyección de las frustraciones y temores de ambos, desarrollada por la magia del destino y con la confluencia de un entorno casi mágico, que ha logrado penetrar en sus almas. Es por ello, que quizá la valoración de SEPTEMBER AFFAIR no haya alcanzado jamás la categoría que merece. Mirado como un melodrama que finalmente concluya con la claudicación de los dos amantes –como ha creído detectar el ya citado Hervé Dumont-, podríamos pensar que se trata de uno de tantos dramas burgueses o incluso con trasfondo moralista y reaccionario. Sin embargo, no creo que sea esa la intención que plantea esta bellísima película. Antes al contrario, creo que esta se plantea como un auténtico sueño, una experiencia al límite de la credibilidad humana, recreada por dos seres de sensibilidad acusada y opuesta, intentarán fundirse ante un entorno ensoñador. En este sentido, los ecos del fantastique resuenan no demasiado lejanos, expresados en esta película a través de esa casi enfermiza sensualidad que baña cada encuadre, en una Florencia invadida de obras de arte que pueden casi nublar la noción de la realidad, y en una vieja mansión llena de evocaciones, en las que casi todos sus encuadres muestran asfixiantemente el eco de un pasado dominado por la sensibilidad. En este sentido, el film de Dieterle alcanza unas cotas de entrega cinematográfica de tal calibre, que el espectador se encuentra en todo momento hechizado ante la fuerza, el vigor y la delicadeza que muestra su casi inapelable progresión dramática.

 

Como si fuera un intermezzo, y adelantándose en ello a las excelencias ofrecidas por Leo McCarey en su posterior AN AFFAIR TO REMEMBER (Tu y yo, 1957), el film de Dieterle discurre con una convicción admirable, dejando en todo momento la patina de unos sentimientos aparentemente inamovibles, pero a los que la ingerencia de elementos puntuales, harán revelar la falsa ilusión que asumen los protagonistas de este auténtico “hechizo de amor”. Mientras tanto, en USA la viuda y el hijo de David acudirán finalmente a Italia para recorrer los lugares que este visitó, buscando conocer a esa Maria Salvatini con la que tuvo relación el aparentemente difunto. Allí casualmente se encontrará Manina, a la cual el hijo reconocerá como otra de las pasajeras del vuelo en que viajaba su padre. Será la señal que este necesita para intuir que su padre sigue vivo. Una noticia que Catherine (Jessica Tandy), la esposa de David, asumirá con enorme alegría, ya que hasta entonces se había autoinculpado como la causante involuntaria de la muerte de su marido. Evidentemente, será este un elemento insalvable de cara a nuestra protagonista para proseguir en su sincera relación con su amado, decidiendo conocer a la esposa de este, aunque finalmente solo podrá conversar con su hijo –David Jr. (Robert Arthur)-, quien le entregará una carta que su madre había escrito a su padre, en la que le otorga agradecida la concesión del divorcio. Será todo ello un contexto que harán florecer viejos recuerdos y raíces en el interior de David, mientras que Manina asumirá interiormente que su intenso amor fue fruto de una ilusión intensa, pero pasajera. Abandonarán el palazzo, dirigiéndose en avión a USA –en pleno vuelo la sensible pianista descubrirá como David ya ha olvidado el hechizo que para ellos supuso Capri, prefiriendo detenerse en anotar detalles de su retorno profesional-. La lucidez de la pianista le hará advertir la fragilidad de la situación, pese a que en apariencia esté dispuesta a seguir el sendero iniciado. Su debut en New York será apoteósico, y además nos brindará una secuencia de descripción coral de personajes, provista de una fuerza irresistible. Mientras esta ejecuta su concierto, la interpretación nos servirá para reconocer los sentimientos del resto de personajes que encierra la historia. David se encuentra entre bastidores, algo temeroso; su hijo está entre el público, admitiendo en su semblante los motivos por los que su padre apostó por la sensibilidad de esta mujer de gran talento; su madre escucha atormentada el concierto por la radio, mientras que finalmente la cámara recordará a la veterana Maria, que se encuentra recostada en un sofá, ojeando unas partituras… Un auténtico tour de force, un fragmento de enorme intensidad, en el que la fuerza de la música contribuirá para acentuar los sentimientos emanados por todos sus personajes, y que por derecho propio debería quedar inserto entre los grandes momentos del melodrama cinematográfico de los años 40 y 50.

 

Indudablemente, Dieterle logra en esta película conjugar y al mismo tiempo ser uno de los precursores en la utilización de escenarios europeos como marco de un interludio amoroso. Una vertiente en la que se lograron títulos de interés y también otros de escasísimas cualidades. Sin embargo, en pocos de ellos se puede ofrecer esa capacidad para expresar en la pantalla unos sentimientos muy íntimos, en donde un encuadre, la inflexión de un recitado, el mero hecho de que el fondo de un plano aparezca bañado con la otoñal caída de hojas de árboles, o la conjunción entre la banda sonora, la inclusión de piezas de música clásica, o la permanente presencia de objetos artísticos, pueden ejercer como fruto, marco o consecuencia de una exacerbación de los sentimientos. Evidentemente, el realizador alemán se encontraba en un momento difícil de su trayectoria, trufada de éxitos cercanos, pero dominada en aquel momento por cierta carencia de personalidad. Ello no fue impedimento para que con SEPTEMBER AFFAIR lograra, bajo mi punto de vista, uno de los títulos más logrados de toda su filmografía. En él, la implicación de Victor Young con su banda sonora y la química que mantienen unos excelentes Joseph Cotten y Joan Fontaine, contribuyen decisivamente a concluir de su conjunto un auténtico logro, y una atrevida incursión a partir de los códigos del melodrama, sublimados, tamizados e impregnados, de la irresistible fragancia del amor imposible. Un film casi memorable.

 

Calificación: 4