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CINEMA DE PERRA GORDA

LA MORT EN CE JARDIN (1956, Luis Buñuel) La muerte en el jardín

Al margen de sus intrínsecas cualidades, LA MORT EN CE JARDIN (La muerte en el jardín, 1956) ofrece de entrada numerosas singularidades dentro de la obra de su artífice, Luis Buñuel. De entrada, tras su primera experiencia en la atractiva ROBINSON CRUSOE (1952) supone una nueva apuesta del cineasta con el color -aspecto que no recuperará y normalizará hasta una década después, con BELLE DE JOUR (Bella de día, 1966)-. Por otro lado, y tras su ensayo previo con los modos de producción del cine francés con la inmediatamente precedente CELLA S’APELLE L’AURORE (Así es la aurora, 1955), supone su consolidación en la acogida con la cinematografía gala -en este caso en una coproducción con México-, que se irá prolongando de manera paulatina.

A partir de estas premisas, lo cierto es que de entrada nos encontramos con un relato de aventuras desarrollado en tierras latinoamericanas, que podrías oscilar en sus referencias iniciales -pese a su disparidad temporal con el título que nos ocupa- entre el John Huston de THE TREASURE OF THE SIERRA MADRE (El tesoro de Sierra Madre, 1948), el aliento historicista de ¡VIVA ZAPATA! (¡Viva Zapata!, 1052. Elia Kazan), o la mixtura de ambas vertientes que podría ejemplar el maravilloso y bastante reciente en el tiempo, VERACRUZ (Veracruz, 1954. Robert Aldrich). Adaptación de la novela de José-Ándré Lacour, se formuló en guion por el propio Buñuel, en un proceso al parecer muy tormentoso, en el que contó con la colaboración Luis Alcoriza, Gabriel Arout y Raymond Queneau. De entrada, la película aparece como un melodrama de aventuras desarrollado en un indeterminado país latinoamericano durante 1945. Inicialmente se centra en los avatares de un grupo de extractores de diamantes, que pronto se intentarán revelar contra las autoridades dictatoriales de la zona, prestos a expulsarles de su trabajo. Será el contexto, pronto dominado por la tensión y la densidad visual, del que poco a poco irán emergiendo sus cinco personajes principales. Por un lado, el ya veterano Castin (Charles Vanel), que ha logrado consolidar una fortuna extrayendo diamantes y desea retornar a Francia para abrir un restaurante, y que custodia a su joven y hermosa hija sordomuda Maria (Michèle Girardon). La acción pronto va a quedar enriquecida con la llegada del aventurero Shark (George Marchal), que será sometido a la entrega a las corruptas autoridades por Djin (Simone Signoret), una prostituta que se encuentra en aquel entorno, casi como en tierra de nadie. Algo que se extenderá en la figura del padre Lizzardi (Michel Piccoli), un sacerdote que intenta mediar entre los muy contrastados vértices del oscuro y tenso microcosmos descrito, e intentando introducir en ellos -de manera inútil- la doctrina cristiana.

Dividida de manera clara en dos partes de desigual duración, e igualmente dispar grado de interés, lo cierto es que su primera mitad alterna situaciones estereotipadas con elementos provistos de interés. Es más, además del notable apoyo que brindan los contraluces y la fuerza de la iluminación en color ofrecida por Robert Lefebre, no dejarán de sufrir instantes y momentos dignos del mejor Buñuel. Hablo, por ejemplo, del fundido en negro y la elipsis que describirá Shark al apagar la luz de una vela antes de acostarse, que liga a ese quinqué que ilumina de nuevo el recinto, y nos presentará Djin. O la violencia con la que el ya citado aventurero, traicionado por esta, es detenido y obligado a arrodillarse por sus guardianes. Todo, en definitiva, irá incidiendo en la pintura de una galería humana embrutecida y sin valores, que alcanzará su catarsis con la rebelión violenta, en la que Castin y Shark serán erróneamente acusados de la misma, y puesto precio a sus cabezas por las autoridades militares recién llegadas para sofocar la rebelión. La peligrosa situación llevará a la huida -en otros casos, forzada, como en el caso del sacerdote- de los cinco protagonistas en la barcaza que tripula el siniestro Chenko (Tito Junco), hasta poco antes cómplice de la prostituta. Los fugitivos serán perseguidos por los militares en un barco dotado de notable velocidad. Por ello, los huidos se insertarán en la selva, acompañados por un Chenko al que Shark estaba dispuesto a ejecutar, pero que a cambio de salvar su vida se brinda a guiarles, aunque cuando tenga la menor ocasión huirá, no sin poco después recibir la venganza por parte del aventurero.

En no pocas ocasiones previas, hemos podido comprobar que, por encima de sus rasgos de estilo, en Buñuel se ha dado cita un brillante narrador de cine de género. Una cualidad que tiene en esta película un atractivo exponente, que por fortuna irá de menos a más, y que nos brindará una magnífica segunda parte, una vez el quinteto de protagonistas huye y se inserta en la selva, en la azarosa búsqueda de la frontera con Brasil y, con ello, huir de sus perseguidores. Será todo ello un extenso y asfixiante bloque narrativo, desprovisto de banda sonora -la música de Paul Mizraki apenas tiene en el relato presencia en un solo de guitarra-. En su lugar, el sonido de las criaturas de la selva serán el amenazante acompañamiento de la singladura de estos cinco hombres, que son incluso abandonados por los militares perseguidores, en la convicción de que la propia selva los engullirá sin remedio. A partir de ese momento, LA MORT EN CE JARDIN se imbuye en las aguas cenagosas de un relato de supervivencia, erigiéndose poco a poco en una mirada ascética en torno a unos seres que irán abandonando todo aquello que de estereotipado albergaban en sus primeros minutos y, en buena medida también, aquellos rasgos que pudieran agregárseles de mezquindad en su personalidad y comportamientos. En no pocos momentos, se tiene la sensación de encontrarnos ante un relato que bien pudiera erigirse como una prolongación del espléndido y apenas reconocido APPOINTMENT IN HONDURAS (Cita en honduras, 1953. Jacques Tourneur). Lo cierto es que una vez traicionados por Chenko y abandonados sin víveres en el inmenso follaje selvático, se irá percibiendo un creciente ascetismo entre los protagonistas, uniendo a su afán de supervivencia la presencia de rasgos nobles en su comportamiento. Los detalles se irán adueñando en esa búsqueda de supervivencia -esa biblia que el sacerdote estará en varias ocasiones dispuesto a sacrificar para poder encender un fuego-, e incluso pese a insertarnos en un claro drama psicológico de aventuras, no dejarán de aflorar instantes en donde una cierta querencia surrealista adquiera cierto protagonismo. Ello se expresará en ese casi kafkiano reencuentro de los protagonistas con el lugar donde horas antes habían logrado encender una hoguera, celebrando inicial e inútilmente la posible presencia de otros seres humanos. No obstante, dentro de dicha vertiente, el episodio más logrado reside en la captura de una enorme serpiente que inicialmente les proporciona sustento. Todos ellos se imbricarán en la afanosa y casi imposible tarea de encender un fuego, dada la humedad reinante. Una vez alcanzado este objetivo, comprobarán con horror -en una de las imágenes más impactantes del cine de Buñuel, en la que no resulta difícil intuir un adelanto de la célebre metáfora del perro salvado de VIRIDIANA (Viridiana, 1961)- como el cuerpo de la serpiente se encuentra totalmente invadido por las hormigas.

En un inesperado giro de guion, los cada vez más desesperados expedicionarios encontrarán un avión estrellado, que les proporciona todo aquello que anhelaban; comida, ropa, e incluso joyas… Será el momento de reponerse y plantearse la definitiva huida, pero también de enterrar los numerosos cadáveres generados por el accidente. Y en este inesperado y traumático reencuentro con elementos de nuestra civilización, se producirá la definitiva catarsis en torno a sus personajes. Una deriva que tendrá un hermoso y sincero pasaje romántico en la conversación mantenida entre Djin y Shark frente a ese mar que separa la ya cercana frontera con Brasil, y en la que por vez primera aflora el amor entre ellos. Será, quizá, demasiado tarde. El destino marcará su trágica impronta. Junto al mar, con su trágica belleza y, una vez más, teniendo únicamente como fondo el sonido de las fieras. Al igual que sucediera con otros títulos ubicados en esta década, dentro de la obra de Buñuel, LA MORT EN CE JARDIN demuestra la capacidad de adaptación del cineasta aragonés en propuestas inmersas en el cine de género, que su`p atraer a su personalidad fílmica con tanta humildad como destreza.

Calificación: 3

AMADEUS (1984, Milos Forman) Amadeus

Todavía recuerdo el enorme éxito y la repercusión que tuvo en el momento de su estreno, AMADEUS (Amadeus, 1984) de Milos Forman. Repercusión tanto a nivel de acogida popular como crítica -salvo excepciones, en líneas generales muy cálida-. Y, finalmente, en la catarata de premios recibida, concluida en los ocho Oscars, de entre las once nominaciones obtenidas. Cuatro décadas después, sorprende comprobar como la andadura ulterior de su director se materializaría en apenas cuatro largometrajes más. Es decir, se tomó su tiempo para ir progresando en una filmografía, por otro lado, más allá de cualidades o limitaciones, avanzada de manera cuidadosa. Desde mi relativa distancia ante su obra, de la que aprecio propuestas más recientes como THE PEOPLE VS. LARRY FLYNT (El escándalo de Larry Flynt, 1996) o MAN ON THE MOON (Man on the Moon, 1999), creo que una mirada distanciada nos puede ofrecer un análisis desapasionado, en torno a una película que sigue gozando de bastante buena acogida crítica, con la excepción de algunos analistas sobre los que curiosamente tengo en especial estima.

Vista la edición que se articuló como ‘el montaje del director’, que añade unos veinte minutos en secuencias al parecer destinadas a incidir en la maldad innata en Antonio Salieri (el oscarizado F. Murray Abraham, en una de las interpretaciones más celebradas del cine de los 80) sobre el joven compositor Wolfgang Amadeus Mozart (Tom Hulce, nominado al Oscar en la misma categoría al mejor actor). En líneas generales, distanciándome tanto de todos aquellos que consideran la película como un film inolvidable, como de los que lo deploran, considero que AMADEUS se erige como un compacto espectáculo cinematográfico, que hay que asumir atesora una de las singularidades en la obra de Forman, centradas en el tratamiento de personajes extravagantes y dotados de talentos y sutilezas de comportamiento, tal y como podrían ejemplificar los dos títulos que he destacado anteriormente en su obra.

A partir de estas premisas, el film de Forman se pliega a la obra teatral de gran éxito de Peter Shaffer. Una obra de la que podemos detectar con facilidad elementos de otras previas suyas, que dieron como fruto películas quizá más destacables aún que la que nos ocupa. No podemos olvidar la brillantez lograda por Joseph Leo Mankiewcz en la que supondría su testamento cinematográfico SLEUTH (La huella, 1972), o la transgresora propuesta fantastique que legó el neófito Robin Hardy con THE WICKER MAN (1973). De la primera de ellas podríamos destacar la semejanza con el enfrentamiento de clases de sus dos personajes protagonistas. Por su parte, de la segunda retoma esa vertiente blasfema, que en el film de Forman se representa en la obsesión de Salieri de ver la elección de talento musical del protagonista, a una persona tan poco recomendable a todos los niveles.

AMADEUS se inicia con la plasmación del intento de suicidio de un anciano Salieri, que es trasladado a un degradado hospital. Allí acudirá un joven sacerdote dispuesto a llevar paz a su alma escuchando su confesión, e iniciando con ello el recorrido en flashback de la andadura musical de Mozart y, sobre todo, la relación de este con Salieri, en lo que comporta una arquitectura dramática desarrollada en medio de una muy cuidadosa ambientación de época -algo obligado en una producción de estas características-, ayudado de manera poderosa con la magnífica iluminación en color brindada por Miroslav Ondricek, capaz de definir a la perfección la personalidad de los distintos escenarios en que se desarrolla el relato. Poco a poco, el relato en off del anciano músico-y su ocasional retorno a la pantalla en sus confesiones al sacerdote- se irya á haciendo más menguado. Desde el primer momento asistiremos al contraste entre el mundo de la corte del emperador vienés José II (Jeffrey Jones), en el que Salieri se encuentra integrado como músico oficial de la misma, y la llegada de ese joven advenedizo, insolente y de risa histérica que, sin embargo… alberga un deslumbrante talento musical, que el propio rival del joven prodigio, no duda en calificar como el sonido de Dios. Considero que al film de Forman le cuesta un poco adquirir verdadera densidad, ya que inicialmente esa rivalidad entre ambos protagonistas no deja de albergar tintes caricaturescos -la risa histérica de Mozart; las miradas libidinosas de Salieri-. Por momentos, y aunque parezca una irreverencia, se tiene una cierta sensación de que la sinuosa lucha del segundo contra el joven prodigio, no sea más que una plasmación ‘de época’ y en imagen real, de las andanzas de los conocidos personajes de cartoon ‘Correcaminos’ y ‘El Coyote’. Se plantea inicialmente dicha rivalidad de manera quizá algo caricaturesca, y en ello incida el hecho de una planificación poco imaginativa por parte de Forman, centrada reiteradamente en el uso del plano-contraplano.

Por fortuna, esas limitaciones iniciales irán dando paso a una mayor enjundia narrativa y de introspección de sus personajes. En realidad, la esencia de AMADEUS se centra, a mi modo de ver, en la tormentosa ambivalencia que expresa el auténtico protagonista del relato -nunca olvidemos que su argumento no responde más que a una fabulación de Shafter, que se toma muchísimas licencias en torno a la realidad de sus personajes- a la hora de torturarse por el inmenso talento que la divinidad ha otorgado a un joven caprichoso y sin virtudes, en contraposición a la entrega e incluso la virtud que él mismo ha ofrecido a Dios. Pero al mismo tiempo, ese mismo Salieri es incapaz de escapa de la fascinación que le brinda la música de Mozart, de quien, en realidad, es su más ferviente admirador. Esa dualidad es, en última instancia, la verdadera piedra filosofal de una película que crece mucho cuando se acerca a la misma, y se torna más convencional cuando se adentra por otros vericuetos dramáticos. A partir de esas premisas, es cierto que su esencia se plasma en secuencias tan intensas como aquella en la que Salieri queda extasiado, cuando lee las partituras que la esposa de Mozart le ha llevado para que recomiendo a su esposo como músico de la princesa y, con ello, consolidar un sustento económico que ahuyente la ruina que padece el matrimonio. O en su semblante cuando se deleita en su palco, al asistir a todas las óperas y composiciones del joven músico -incluso cuando este se tiene que adaptar a un público de clase más plebeya-. Ello no impide que en el personaje de Mozart -y, con él, en la magnífica performance de Hulce, iniciando una carrera que luego no tuvo la esperada continuidad- brinde episodios tan brillantes, como aquel en el que explica al emperador la confianza que alberga en la ópera que ha compuesto, a modo de comedia, sobre una temática que el monarca había prohibido de manera expresa-.

En cualquier caso, para asistir a los instantes más memorables de la película, tenemos que esperar hasta su tramo final, en donde la decadencia del entorno social de Mozart -auspiciada en buena parte por Salieri-, brindará a este la oportunidad de vengarse de él, una vez fallezca el padre del joven compositor, y mediante un ardid le conmine a crear un requiem. Una vez se estrene la última ópera de Amadeus y éste sufra un síncope, su eterno rival lo trasladará a su vivienda -de la que se ha ausentado su esposa e hijo-. Allí, al conminarle a que culmine la pieza sagrada, viendo al joven casi agonizante -y, en esos momentos, más humano; le agradecerá haber sido el único colega que asistió a su ópera-, Salieri -después de confesar, una vez más, la devoción por su música- se brindará a ayudarle a traducir en la partitura, aquello que el genio musical alberga en su mente, en un episodio memorable que vale por toda la película, y en el que la rivalidad de años del veterano músico, se transmute por unas horas en un acto de amor entre ambos por medio de una creación musical conjunta. Es demasiado tarde, sin embargo, para revertir un final trágico, que además romperá los esquemas que Salieri albergaba sobre el destino divino del inspirado músico. Quizá, en esos minutos finales, se encuentre en última instancia la medida de lo que hubiera podido ser un auténtico logro. Algo que el film de Milos Forman no llega a alcanzar, aunque ello no evite asistir a una propuesta interesante, en la que su deuda por el brillante espectáculo visual y de recreación de época, no siempre encuentre la justa correspondencia en la deseable profundidad psicológica de su enunciado, o una mayor inventiva narrativa. En cualquier caso, su disfrute resulta una experiencia ciertamente estimulante.

Calificación: 3

CHINA (1943, John Farrow) China

Una película como CHINA (China, 1943) aparece como claro fruto de su tiempo. Y lo hace para lo bueno y lo menos bueno. Entre lo segundo, verse destacada en ese maniqueísmo con el que se describe al ejército japonés, dentro de un melodrama de ambientación bélica, rodado con evidente aura propagandística, en un Hollywood -en este caso a través de Paramount-, aún conmocionado con el ataque nipón a las fuerzas norteamericanas de Pearl Harbor. Pero, al mismo tiempo, nos encontramos ante un relato en el que la sucesión de sus convenciones, no impide que nos encontremos ante un conjunto provisto de un encomiable sentido del ritmo, e incluso exprese algunos pasajes de notable brillantez, fruto sin duda de las capacidades ya demostradas en dicho ámbito -en concreto, un año antes, con la estupenda COMMANDOS STRIKE AT DAWN (1942)- por el australiano John Farrow, ya fogueado previamente en el ámbito de la serie B, y plenamente enraizado en el seno de la ya citada Paramount, desde donde daría vida prácticamente toda su filmografía.. En este caso, además, el guion de Frank Butler a partir de una obra teatral John Stuart Dudley, incorpora en sus pasajes finales el ya traumático bombardeo nipón a las tropas norteamericanas en Pearl Harbor, que el propio realizador ya había tratado en la previa WAKE ISLAND (1942).

Por todo ello, CHINA supone como una más que estimable, e incluso por momentos muy atractiva mistura de relato bélico encaminado al compromiso propagandístico del estudio. Todo ello, dentro del radio de acción de un cineasta que ya albergaba no solo un suficiente brío, sino algunos de sus más característicos rasgos de estilo. Y, al mismo tiempo, supone uno de los primeros exponentes de la consideración como estrella de la major de Alan Ladd, apenas consolidado tras sus dos primeros títulos noir, coprotagonizados por Veronica Lake, e iniciando una larga y al mismo tiempo esporádica en el tiempo, colaboración con Farrow, que se extendió en cinco títulos. Dichos mimbres, pueden explicar en buena medida el alcance de un relato que, bien es cierto, acusa no pocos esquematismos -sobre todo, como hemos señalado con anterioridad, a la hora de definir de una pieza la villanía del ejército nipón, y también la ausencia de una mayor duración, que hubiera proporcionado una mayor densidad a su conjunto-. Sin embargo, nos encontramos ante una propuesta que acierta a insuflar un ritmo que en ningún momento abandona a su discurrir, lo que permite obviar no pocas de dichas objeciones, e insertando en este trazado su verdadera entraña, la progresiva toma de conciencia de su protagonista y, a su través, transmitiendo al espectador esa necesaria voluntad de implicación en la ayuda a la sociedad china, que revela ya ese propio rótulo de apertura. Ese personaje es David Jones (Ladd), un joven y arrogante norteamericano, al que no importa ejercer como vendedor de petróleo antes los japoneses, conocedor de los beneficios que tal actividad le proporciona, sin tener en cuenta que, con ello, en el fondo está ayudando a que estos puedan proseguir con su lucha contra los chinos, en ese 1941 que aún no ha vivido el trágico bombardeo antes citado.

La película, tras unos brevísimos planos de apertura, despliega con enorme fuerza por medio de un fabuloso plano secuencia -casi minuto y medio de duración-, con el que el director nos introduce en el bombardeo a una ciudad china en donde se encuentra tanto Jones como su fiel Johnny Sparrow (estupendo William Bendix, compañero de Ladd en no pocos títulos de aquellos años). Este se desplazará en esa intensa escena, seguidos con contundencia por la cámara de Farrow, destacando ya desde el primer momento la enorme fuerza que proporcionarán al conjunto los contrastes de la fotografía en b/n del gran Leo Tover. También, la brillantez del diseño de producción, escenografía y dirección artística de la película -Hans Dreier, Robert Usher, Bertram Granger y Ray Moyer- capaces de echar el resto con un inicio percutante y lleno de fuerza, ante el que el espectador se integra en su devenir desde el primer momento. Será por un lado el preludio para describir el carácter paternal de Sparrow, al acoger a un niño que ha quedado huérfano en el bombardeo, y el paso previo para darnos a conocer a Jones, que se encuentra durmiendo y acompañado por un fugaz amante. Muy pronto se nos aparecerá como uno de esos tantos escépticos, que con tanta fortuna dominaría muy poco tiempo después el gran Humphrey Bogart. Y es que, en esta faceta inicial, lo cierto es que Ladd revelaba no pocas insuficiencias dramáticas, aunque, curiosamente, su look -aspecto aventurero, sombrero, cazadora de cuero, botas- puede señalarse como la auténtica referencia del muy posterior y spielberiano personaje de Indiana Jones, incluso bastantes años antes de la posterior referencia marcada por el Charlton Heston de SECRET OF THE INCAS (El secreto de los incas, 1954. Jerry Hopper).

Muy pronto vamos a comprobar la frialdad del protagonista, expresada de nuevo en el inicio de su viaje hasta Shanghai donde se mostrará imperturbable en un bombardeo aéreo nipón y su nula actitud de ayuda hacia damnificados chinos. Sin embargo, será el momento del inesperado encuentro con Carolyn Grant (una excelente Loretta Young), profesora norteamericana empeñada en lograr de una serie de jóvenes alumnas suyas una preparación en la China que desean proyectar. Pese a la inflexible oposición de nuestro hombre, un buen número de estas viajarán en la noche ocultas de las fuerzas japonesas, aunque este se muestre firmemente remiso en desviar su tura inicial para llevarlas a su destino. Sin embargo, poco a poco, una serie de trágicas circunstancias modularán su inicial hostilidad, acercándose de manera paulatina con la resistencia china y, al mismo tiempo, acercándose hacia Carolyn, al establecerse entre ambos una creciente y rápida atracción.

Evidentemente, no hay en CHINA nada que no hayamos visto en tantos y tantos productos de Hollywood, y en no pocas ocasiones con mejor resultado. Pero también peores. Y no se puede poner en duda ni la profesionalidad, ni la ambientación, ni el sentido del ritmo e incluso el realismo, que John Farrow imprime al conjunto de un relato que, insisto, le falta duración para el engranaje de sus relaciones humanas. Y dentro de esa limitación de metraje, chirrían en algunos momentos esos escarceos con la comedia, en torno a ese conjunto de alumnas que tendrá que transportar el inicialmente reticente protagonista.

Por fortuna, la película albergará ese necesario punto de inflexión en la estupenda y trágica secuencia de intento de rescate de la muchacha que ha decidido regresar con su familia, y que Farrow resolverá con tanta intensidad como elegante sentido de la elipsis. El episodio servirá para que Jones exprese por vez primera su abierta hostilidad hacia los japoneses, ametrallando en off visual a los que han estado ultrajando a la mucha -que fallecerá, en una secuencia inmediatamente posterior, dominada por una elogiable intensidad dramática-. A partir de ese momento, la película articulará algunos de sus mejores pasajes. A nivel físico, esto se concretará con el silencioso episodio del robo de explosivos a los nipones, por parte de los escasos pero entregados resistentes chinos, unido a Jones, en un pasaje nocturno junto a un río, revestido de fuerza. Sin embargo, lo más perdurable de la película surgirá en los minutos en los que la pasión entre Jones y la profesora se desatará con elegancia y delicadeza. Serán los instantes en los que la mutación interior del protagonista permita a Ladd mayores matices dramáticos, e incluso una inesperada química en pantalla con la Young, que siempre se quejó de su escasa cercanía con el joven intérprete.

Es, por ello, sorprendente, que CHINA acabe de manera tan apresurada. Casi como si se tuviera miedo de prolongar su metraje, en una secuencia que destaca por el uso de exteriores físicos, pero en la que se redunda a la hora de plasmar una visión esquematizada de las fuerzas japonesas -anunciando a este incluso el bombardeo de Pearl Harbor-, e incluso de extraer mayor partido dramático del sacrificio de alguien que, sin pensarlo, encontró un nuevo sentido a su vida.

Calificación: 2’5

DUFFY (1968, Robert Parrish) Duffy, el único

Uno de los subgéneros más olvidados dentro de los seguidores de la comedia, es aquel que surgió ya insertos en la segunda mitad de los años sesenta. Propuestas dominadas por un rutilante technicolor, de aureola vitalista, vestuarios muy de su época, tramas por lo general ligadas a robos o situaciones policiacas, y que en buena medida respondían a los postulados estéticos del Swinging London -su ascendencia inglesa era generalizada-, y en ocasiones tenían una expresión visual muy propia del momento. Estamos hablado de títulos como ARABESQUE (Arabesco, Stanley Donen), KALEIDOSCOPE (Magnífico bribón, Jack Smight) y MODESTY BLAISE (Modesty Blaise, agente secreto femenino, Joseph Losey), ambas de 1966, o BEDDAZZLED (Stanley Donen) e incluso CAPRICE (Capricho, Frank Tashlin), las dos de 1967. Dentro de dicho contexto, nos encontramos con uno de los exponentes más desconocidos de estas poco reconocidas -y por mi bastante estimadas- propuestas, se encuentra DUFFY (Duffy, el único, 1968), dirigida por el norteamericano Robert Parrish. Alguien que había salido como uno de los codirectores de la tan irregular como por momentos fascinante CASINO ROYALE (Casino Royale, 1967. Huston, Parrish, Guest, McGrath y Hughes) -filmando a mi juicio los mejores momentos de la película, como la secuencia de la partida de cartas de Sellers con Orson Welles, y filmando la recreación de la canción de Burt Bacharach ‘The Look of Love’, entre Sellers y Ursula Andrews-. A continuación, rodaría también con Peter Sellers, la estrafalaria THE BOBO (1967) en las calles de Barcelona -quizá la peor película de su carrera, aunque el recuerdo que albergo de la misma es muy lejano-.

Tras esta inmediata andadura previa, Parrish asume la festiva DUFFY, de la que albergaba igualmente un lejano y poco estimulante recuerdo. Pero que he de reconocer he encontrado realmente estimulante en esta revisión, demostrando no solo la profesionalidad sino, ante todo, la sensibilidad albergada por un cineasta como Parrish, capaz de ofrecer miradas personales en torno a los géneros en los que se insertaban sus títulos. En cierto modo, eso es lo que sugiere esta producción británica, rodada en buena parte de sus exteriores en nuestra costa almeriense, dominada en su look por una clara estética sixties, quizá de manera más extrema que otras producciones similares, pero que por el contrario se muestra dentro de una planificación no por ágil, más clásica que otros compañeros de subgénero. Tras unos centelleantes títulos de crédito -a modo de tragaperras en animación-, pronto se nos adentra en el aristocrático ámbito del acaudalado empresario J. C. Calvert (James Mason), dentro de una animada fiesta en donde se nos presentarán a sus dos diletantes hijos, fruto de sendos matrimonios -Stefane (James Fox) y Antony (John Alderton)- así como a la novia del primero -Segolene (Susannah York que, recordemos, también fue coprotagonista junto a Warren Beatty, de la mencionada KALEIDOSCOPE)-. Es el contexto en el que pronto percibimos las relaciones y, sobre todo, las tensiones existentes entre el padre y sus dos hijos, enfrentándose -y venciendo- en una partida de dardos con Stefane. Tras unos minutos quizá aún no provistos de suficiente atractivo, pronto vamos a conocer el plan ideado por el hijo mayor, compartido por Antony e incluso por Segolene, para asaltar y robar un millón de libras esterlinas, que J. C. pretende trasladar de manera clandestina en un buque. Una vez los tres de acuerdo, viajan hasta Tánger, con la intención de logar la colaboración del carismático Duffy (James Coburn, recién salido de sus encarnaciones cinematográficas del agente Flint). Pese a sus reticencias iniciales, este hombre libre e irónico acepta la propuesta, desarrollándose la elaboración del golpe, en el que por un lado se irá enfrentando a las imprudencias individuales de Stefane y, por otro, inicia una relación con Segolene, a quien no importa alternarla con la que mantiene con el hijo adulto de J. C., en un triángulo amoroso expuesto con inusual naturalidad.

Contando con un guion en el que formó parte el controvertido Donald Cammell -quien finalmente fue expulsado del rodaje, y en el que conoció al joven James Fox, a quien prometió que le escribiría un personaje protagonista, en el que sería la posterior PERFORMANCE (Performance, 1970. Donald Cammell & Nicolas Roeg)-, está claro que aquí y allá aparecen elementos contraculturales, muy propios de este singular artista británico. Desde ese par de secuencias de alcance sicodélico, dominadas por filtros -las únicas que se inclinan en dicha vertiente, aunque se encuentren filmadas de manera clasicista-, hasta la impagable decoración que preside la iconoclasta vivienda de Duffy. O el vestuario de Coburn, York o, sobre todo, James Fox. Incluso se percibe en la utilización de exteriores que brinda Parrish con su cámara, siempre sin formar la planificación, y dejando de lado la presencia de zooms, teleobjetivos o efectismos varios, que por fortuna apenas tienen acto de presencia.

DUFFY se ofrece al mismo tiempo como una original comedia de robos, repleta de giros y sorpresas. Pero de manera esencial, lo importante de su propuesta se centra a mi modo de ver en la descripción y el tratamiento de una galería humana dominada por el nihilismo y al mismo tiempo la libertad en sus relaciones. En ese sentido, la incapacidad de sentimientos que expresan todos ellos, tendrá su exponente más certero en la precisión con la se describe a una Segolene libre de todo prejuicio, que en la secuencia más brillante del relato -descrita ante Duffy tras el golpe, en el exterior del faro en donde se cobijan- donde le confiesa su personalidad abierta al disfrute, pero incapaz de pertenecer a nadie. El film de Parrish se centra, por tanto, en esa charada. En un extraño musical pop, que servirá como marco para describirnos la peripecia de una pequeña galería de seres, tras la cual todos ellos serán objeto de giros y trampantojos pero que, a fin de cuentas, servirá para acentuar en ellos senderos de madurez o, en algún caso, de castigo.

Ayudado por una estupenda fotografía en color de Otto Keller, capaz de envolver el alcance serendipity de su propuesta, con una dirección artística y vestuario más que adecuado, la película de Robert Parrish brinda no pocos motivos de regocijo, que confieso me han sorprendido en este nuevo acercamiento, casi un cuarto de silgo después, a una película que sigue permaneciendo olvidada, y que en su momento apenas me interesó. Destaquemos la sorprendente frescura de la entrada de los tres llegados al domicilio junto a Duffy, donde se expresará la extraña personalidad de este mediante una decoración dominada por esculturas y motivos pop caracterizados por su alcance erótico. Será un ámbito donde los dos hermanos vivirán momentos muy ligados al nonsense, como esa mirilla por la que Stefane mira y contempla una improbable película porno, o la no menos sorprendente máquina tragaperras que hará vaciar un acuario… con pez dentro. Y en la diversidad de su aura festiva, resulta especialmente regocijante la persecución que Duffy protagoniza por las atestadas calles de Tánger, portando metralletas en la mano, y seguido de tres ataúdes con cadáveres que en ese momento no sabemos para que se van a utilizar, de un alcance bastante similar a algunas secuencias de la no menos divertida A FUNNY THING HAPPENED ON THE WAY TOI THE FORUM (Golfus de Roma, 1966. Richard Lester).

Cuando menos lo podíamos siquiera intuir -la película acierta al incorporar pequeñas subtramas que permiten olvidar su eje central-, todo el proceso del asalto que centra DUFFY, resulta no solo casi apasionante sino, en última instancia, revestido de originalidad, incorporando a partir de ese momento constantes y oportunos giros, además siempre envueltos en lógica argumental, que nos llevará a una conclusión llena de cinismo, en la que se mostrará la realidad que anida en todos sus personajes. Todo ello, poco después de esos ya citados instantes al pie de faro, dominados por una extraña melancolía, entre Duffy y Segolene, donde ambos se sincerarán, no sin añoranza por lo vivido, aunque en realidad todo lo vivido ya forma parte del pasado.

Solo hay, a mi modo de ver, algo enteramente reprochable, dentro de esta grata charada de sentimientos que es DUFFY; la inoportunidad de esa música pop -obra de Ernie Freeman- que envuelve de manera molesta la mayor parte de su metraje, capaz en algunos momentos de restar intensidad e incluso placer, a una película que, sorprendentemente, lo ofrece casi, casi, a manos llenas.

Calificación: 3

THE SECRET PLACE (1957, Clive Donner) La ronda del diamante

Siempre he considerado que una de las vetas que mayor riqueza proporcionó al cine británico -quizá más que en cualquier otra cinematografía mundial-, fueron esos títulos donde la presencia de niños resultaba fundamental. No se trata de recurrir a referencias que sitúo entre las películas de mi vida -desde SAMMY GOING SOUTH (Sammy, huida hacia el Sur, 1963. Alexander Mackendrick), hasta THE INNOCENTS (¡Suspense!, 1961. Jack Clayton)-. Y no es casual, al citar estas dos obras maestras, referirnos a nombres como Mackendrick y Clayton, quizá los cineastas ingleses que abordaron con mayor hondura los más oscuros y recovecos matices de la infancia. Precisamente, una de las vertientes en donde el protagonismo infantil tuvo una especial significación, lo proporcionó su implicación en relatos policiacos o de intriga. Podemos hablar de brillantes referencias como THE WEAPON (Amanecer incierto, 1956. Val Guest) o, por retrotraernos en el tiempo, la original e igualmente atractiva HUE AND CRY (1947, Charles Crichton). Dentro de dicha corriente, cabe insertar sin lugar a dudas, y además en un lugar reseñable, THE SECRET PLACE (La ronda del diamante, 1957), debut en el terreno del largometraje de Clive Donner.

El caso de Donner es uno de los más sorprendentes dentro del cine inglés de la década de los sesenta, ya que sus dos títulos más prestigiosos -que aún no he tenido ocasión de contemplar, se basaron en sendas obras o guiones de figuras prestigiosas de Harold Pinter -THE CARETAKER (1963)- o Frederick Raphael -NOTHING BUT THE BEST (Fango en la cumbre, 1964)- Sin embargo, muy pronto sus expectativas artísticas se fueron diluyendo, revelando una rápida decadencia -quizá marcada en un servilismo a los vicios visuales del momento-, aunque de manera inesperada rodara la atractiva e infravalorada ALFRED THE GREAT (Alfredo el Grande, 1969). En todo caso, hay que reconocer que la fuerza, la intensidad y el arrojo que expresa esta tan modesta como por momentos apasionante THE SECRET PLACE revela a un realizador apasionado y con ganar de dejar su impronta, que, como iba a suceder con obras posteriores firmadas por Donner, tenía que partir de una base dramática lo suficientemente brillante. La que propone la desconocida Lynette Perry, en su única incursión cinematográfica.

Lo que verdaderamente proporciona singularidad a este debut cinematográfico, es la confluencia de dos relatos. Dos películas claramente separadas, que no solo funcionan con precisión en sí mismas, sino que, además, alcanzan un estatus superior al imbricarse ambas en una sola. Uno de ellos nos cuenta el preludio, la ejecución y los inesperados problemas, vividos por la escueta banda de gangsters que comanda el joven Gerry Carter (un eficazmente lacónico Ronald Lewis), y en la que cuenta como colaborador más cercano al sensible y timorato Steve Waring (el pronto hammeriano Michael Gwynn). El interés de la banda es el asalto a un establecimiento de diamantes, en buena medida para lograr con ello elevar su nivel de vida que, en el caso de Gerry, se liga a la joven y hermosa Molly Wilson (Belinda Lee). La joven procede de una familia muy humilde -en la que se encuentra su hermano Mike (David McCallum)- y trabaja en un modesto kiosko, en donde es constantemente cortejada por Freddie (un fantástico Michael Brooke, en el último de sus escasos roles cinematográficos). Ahí se inserta la segunda vertiente del relato. La crónica de un muchacho que se encuentra secretamente enamorado de ella, y que es hijo mayor de un matrimonio cuyo padre es un ya veterano agente de policía -encarnado por Geoffrey Keen-.

Ante la necesidad por parte de Gerry de un uniforme de policía para efectuar el asalto, y la inesperada imposibilidad de conseguirlo, a Mike se le ocurrirá la idea de que su hermana presione al pequeño Freddie, usando la cercanía que mantiene con él -ella lo aprecia sinceramente- para que consiga uno de los uniformes de su padre durante unas horas, con el que finalmente poder ejecutar el golpe. Pese a las reticencias de la muchacha, finalmente logrará su objetivo y, con él, la consecución final del asalto. Todo parece salir según lo previsto, pero, una vez más, se entrecruzarán las dos líneas paralelas de la película, al descubrir el pequeño la relación de Molly con Gerry.  Dicha circunstancia, y la presencia de un singular mgguffin al guardarse los diamantes robados en el viejo tocadiscos que la joven entregará a Freddie, propiciará un inesperado giro del destino de las piedras preciosas, mientras la policía intenta descubrir su paradero y el joven delincuente se desespera al no poder recuperarlas.

Son numerosas las circunstancias que confluyen en el hecho de encontrarnos antes una magnífica película, que acierta al revertir su modestia, para confluir en una propuesta densa y provista de valiosas sugerencias. Es evidente que la mayor de las mismas proviene de la antes señalada confluencia de dos vías narrativas totalmente opuestas -que hubieran podido ofrecer sendas propuestas dramáticas totalmente diferenciadas- pero que se unifican en no pocos momentos, no solo para brindar unos extraordinarios minutos finales sino, lo que es más importante, dejar a lo largo del relato numerosos elementos dispersos, todos ellos enriquecedores en su discurrir. Entre ellos, no puedo dejar de destacar la extraordinaria ambientación que se ofrece de ese East End londinense, que al mismo tiempo nos revela con tono documental las cicatrices que se mantienen en esos solares, huella aún de la II Guerra Mundial -marco en el que Freddie vivirá la expresión de su personalidad introvertida; en pocas ocasiones le veremos con compañeros de su edad-. Pero, curiosamente, esa misma atmósfera exterior, remarcada en unas localizaciones reales, se integran en un ámbito temporal muy ligado a ese cine realista que ya protagonizaban los kitchen sink drama que protagonizarían los títulos más célebres del Free Cinema inglés -no olvidemos que en aquel tiempo ya se habían exhibido algunas de las primeras muestras, aún no bajo los estándares del largometraje, que consolidaron aquel movimiento cinematográfico-. Esa inclinación hacia la sordidez de la vida urbana, queda descrita en la sombría descripción del hogar de los Wilson, e incluso en la extraña normalidad que define el más ortodoxo de los Haywood -en el que en todo momento queda evidente la extraña relación que sus padres mantienen con Freddie-.

A partir de dichos elementos, ayudado con la oscura y nada embellecedora iluminación en blanco y negro de Ernest Steward, se nos ofrece una atmósfera absolutamente áspera y desesperanzada, de una galería de personales que, paradójicamente, se muestran provistos de una considerable carga de humanidad, incluso en aquellos que podrían caracterizarse como negativos -las tribulaciones mostradas en no pocas ocasiones que expresa Steve-. Es decir, que la cámara de Donner consolida la descripción de un entorno humano tan dominado por la tristeza y el pesimismo, como vitalista en la medida que transmite la cotidianeidad -incluso la fisicidad- del marco del doble drama descrito.

THE SECRET PLACE se encuentra trufado de magníficas secuencias, ratificando además la diversidad de su enunciado dramático. Lo mostrará la enorme precisión, sobriedad, originalidad y tensión interna, que revestirá el episodio del atraco al establecimiento de diamantes. La creciente intensidad que se establecerá en torno a ese tocadiscos, a partir de esconder en su interior el botín de diamantes y entregarse el mismo a Freddie. Las tribulaciones psicológicas vividas por el muchacho, al descubrir la relación que Molly mantiene con Gerry -en esta vertiente concreta, la película resulta especialmente precisa e incluso dolorosa, al expresar la silenciosa tribulación que vive-. En el insólito giro que protagonizan los diamantes, una vez estos son expandidos por el hermano pequeño de Freddie entre diversos niños vecinos, lo que nos permitirá una dinámica mirada documental en torno a la cotidianeidad de las clases obreras del momento. En la creciente ira manifestada por el joven ladrón que, al contemplar como el fruto del botín cada vez se le antoja más inalcanzable, exteriorizará el lado más terrible de su personalidad.

En cualquier caso, dos serán los episodios en los que THE SECRET PLACE alcance una extraordinaria brillantez. Uno de ellos, la inesperada secuencia -sin duda la más sorprendente de la película-, en la que Gerry llevará a su novia hasta un edificio aún sin habitar, mostrándole un piso que va a comprar para compartir con ella el futuro de la existencia de ambos. Será, prácticamente, un extraño oasis de falsa felicidad, en el que Molly confesará el deseo que albergaba de vivir esa situación, e incluso agradecerá esa vista de un exterior sin edificaciones que enturbien la perspectiva exterior, hasta el punto de brindar a la secuencia de un aura casi ligada a la fantasía.

Por supuesto, el gran bloque, rozando la excelencia, que concluye el film de Donner, lo brinda esa extensa, casi extenuante, persecución nocturna de Gerry al pequeño muchacho, que se insertará en un edificio en obras, sufriendo por la ira del ladrón en su creciente deseo de eliminarlo. Una secuencia escalofriante en su intensidad, dominada por excelentes composiciones visuales y un impecable montaje, que culminará con una extraño y poético final, en el que el gesto final de Molly que permitirá la salvación de Freddy, permitirá un gesto de gratitud del alguien que pronto se adentrará en la adolescencia, y quizá suponga un soplo de esperanza hacia esa joven que se aleja entre las sombras.

Sin alcanzar hasta el momento de prestigio alguno, THE SECRET PLACE es una obra tan modesta como espléndida, capaz de aglutinar vertientes argumentales y narrativas contrapuestas y, en su conjunto, brindar una propuesta digna de ser evocada dentro del cine inglés de su tiempo. Lo merece.

Calificación: 3’5

THE SOLID GOLD CADILLAC (1956, Richard Quine) Un cadillac de oro macizo

Galardonada con un inesperado Oscar a la mejor actriz en 1950 por BORN YESTERDAY (Nacida ayer, 1950. George Cukor), sin duda hemos de calificar a Judy Holliday como una de las mejores comediantes de todos los tiempos. Alguien que curiosamente podríamos emparentar con la británica Kay Kendall, a la que unió su mayor implicación con la escena y, tristemente, el hecho de que ambas fallecieran muy prematuramente. En el caso de la norteamericana, consciente la Columbia de la estrella que albergaba en el estudio, y sorteando su intenta implicación teatral, pudo de manera escalonada permitirle protagonizar una no demasiado extensa serie de comedias, dirigidas en última instancia por George Cukor, y por uno de los nuevos realizadores estrella del estudio; Richard Quine. Es cierto que de ellas destaca por su importante dramática la excelente THE MARRYING KIND (Chica para matrimonio, 1952), pero no es menos patente que su conjunto no solo destaca por su elevado nivel, sino incluso por proponer en sus diferentes matices, un modelo de comedia inserto en un periodo puente para el género.

En dicho contexto, THE SOLID GOLD CADILLAC (Un Cadillac de oro macizo, 1956) es una de las dos comedias que, casi de manera consecutiva, realizó Quine al servicio de la Holliday. Ambas producidas por Fred Kohlmar, fotografiadas en b/n, en este caso se partiría del éxito teatral previo de George S. Kauffman y Howard Teichmann. Curiósamente sería Abe Burrows el artífice del guion, pocos años después uno de los coautores del descomunal éxito teatral de Broadway, que más adelante daría pie a la excelente comedia musical HOW TO SUCCED IN BUSINESS WITHOUT REALLY TRYING (Como triunfar sin dar golpe, 1966. David Swift). Es de destacar, que tanto en este último referente como el film de Quine, centran su mirada en el mundo de los negocios. Algo que en el título que nos ocupa adquiere una especial singularidad, ya que hasta el momento puede decirse que la comedia se había mantenido al margen de la satirización del mundo de las finanzas norteamericanas -no así el drama, con ejemplos como EXCUTIVE SUITE (La torre de los ambiciosos, 1954. Robert Wise)-.

Una voz en off nos adentra en el dinámico entorno del edificio central de International Project, una gran empresa que se dispone a celebrar, de manera rutinaria, su asamblea anual de accionistas. En ella se producirá el relevo de su hasta entonces fundador y máximo mandatario –Edward L. McKeever (Paul Douglas)-, ya que este se marcha a un cargo en el Senado, siendo sustituido por su hasta ahora segundo de a bordo, John T. Blessington (John Williams). Lo que se presupone una junta formularia, pronto se verá alterado por las preguntas, ingenuas pero contundentes, de una sencilla accionista; Laura Patrtidge (Holliday). La insistencia de esta en sucesivas juntas, motivará que el nuevo dirigente tenga la idea de contratarla como directora en la firma, teniendo con ello al enemigo dentro y quizá eliminando las inconveniencias que esta le provoca. Sin embargo, no contará con la mezcla de ingenuidad y perseverancia del personaje, puesto que esta, dentro del cometido, iniciará su contacto con los pequeños accionistas, y adquiriendo un inesperado poder que, de nuevo, pondrá a los directivos en la picota. Sobre todo, cuando uno de ellos, cuñado de Blessington, venda estúpidamente una firma de relojes que pertenece a la firma. Por ello, decidirá enviar a una crecida Laura hasta Washington, al objeto de obtener contratos por parte del ya senador McKeever, y en buena medida quitarse de encima su molesta intromisión. El viaje pondrá de manifiesto la atracción de esta por Edward, y su intento para que este -que no se encuentra cómodo en el Pentágono- regrese al mando de la firma que él mismo creó. No será todo ello más que el inicio de una serie de disparatadas peripecias, en las que la aparente ingenuidad de Laura avalará el inesperado poder personal que atesora, en función de la voluntad personal que ha albergado, atendiendo a ingentes cantidades de pequeños y anónimos accionistas.

Heredera del universo idealista emanado por el universo de Frank Capra desde dos décadas atrás, de entrada, THE SOLID GOLD CADILLAC introduce en el ámbito cinematográfico la sátira al mundo de las modernas altas finanzas. No conviene olvidar que desde la 20th Century Fox, adaptando otra exitosa comedia teatral, esta vez escrita por el muy influyente George Axelrod, Frank Tashlin filmaría una de sus más célebres comedias. Hablamos de WILL SUCCESS SPOIL ROCK HUNTER? (Una mujer de cuidado, 1957), en la que por cierto también se contaba con John Williams ejerciendo como dirigente empresarial. Más modesta en sus planteamientos, pero no por ello desprovista de atractivos, el film de Quine se inserta decididamente en esos modos de comedia de base realista, que definieron las propuestas protagonizadas por la Holliday, e integrándose todas ellas como una mirada crítica en torno a diversos de los perfiles que, en apariencia, formaban los pilares del denominado American Way of Life. En este caso, las invectivas se dirigirán contra el mundo de las altas finanzas, siempre dentro de esa visión cotidiana que subraya la brillante fotografía en B/N del gran Charles Lang.

A partir de dichas premisas, con el elegante fondo sonoro de Cyril J. Mockridge -al parecer contando con el aporte anónimo de George Duning, el gran compositor de Quine-, la película ofrece un relativo desequilibrio en el tratamiento de los personajes positivos con aquellos que son objeto de la mirada cuestionadora. En este caso, el conjunto de ejecutivos que poco a poco nos irán revelando su abyecta personalidad -destacaremos entre ellos al magnífico Fred Clark-, y que Quine ya acertará a definir en los primeros compases del relato, al presentarlos mediante sucesivos congelados de imagen, y definidos irónicamente por la señalada voz en off. Nuestro realizador acierta al humanizar el entorno de la protagonista, y si bien es cierto que en su conjunto no se aprecia en demasía esa elegancia formal que sería una de las marcas de su estilo, este hará acto de presencia en no pocos momentos. Lo manifestará, por ejemplo, ese largo travelling lateral que describirá el aumento de personal que se dispone a Laura para enviar su enorme correspondencia, o un en ocasiones destacable manejo de la grúa. Sin embargo, en donde más destaca la elegancia de Quine reside en la relación de la protagonista con su secretaria y, sobre todo, en la establecida con McKeever. Lo percibiremos en la naturalidad con la que se va consolidando el acercamiento entre ambos, descrito ya en los primeros minutos, cuando este la traslada en su coche hasta su modesta vivienda -unos instantes que transmiten una rara sensación de sinceridad-. Ello tendrá su prolongación, bastante más adelante, en el modélico episodio del reencuentro del ya senador en el despacho de Laura, donde se articularán de manera armónica diferentes y contrapuestos estilos de comedia, en la que quizá sea la set piece más lograda del conjunto, y que de alguna manera tendrán su prolongación en episodios similares desarrollados ya en Washington.

Provista de un ritmo fluido, es cierto que THE SOLID GOLD CADILLAC adolece de una conclusión demasiado atropellada. Incluso su célebre secuencia final en color creo que no aporta nada al conjunto -tampoco lo empobrece-, visto este casi siete décadas después de su realización. Sin embargo, su conjunto si que logra transmitir el palpitar de una renovación del género, del que esta propuesta aparece como un valioso exponente puente, de una corriente de la que el propio Quine sería uno de sus más relevantes y tristemente olvidados representantes.

Calificación: 3

ALL THE PRESIDENT'S MEN (1976, Alan J. Pakula) Todos los hombres del presidente

Casi medio siglo después de su realización, resulta atinado considerar que ALL THE PRESIDENT’S MEN (Todos los hombres del presidente, 1976) ha superado con enorme fuerza la en ocasiones inclemente barrera del paso del tiempo. Es más, no me cabe la menor duda que se ofrece como una de las cimas del talento -a mi modo de ver, tan solo superada por la previa y magnífica THE PARALLAX VIEW (El último testigo, 1974), de la que hereda sus elementos más inquietantes- que expresó ese tan estimable como irregular realizador que fue Alan J. Pakula. Como propuesta brillante que es, la película brilla -tomando como espejo la trastienda del caso Watergate-, al proponer una mirada en torno a la fuerza del periodismo como necesario contrapoder. También ofrece una visión en torno a un periodo convulso de la sociedad norteamericana -salida de la guerra del Vietnam, movimientos contraculturales-. Ofrece, a mi modo de ver, la última muestra brillante de lo que se denominaría el ‘cine de la paranoia’, que tuvo en los años 60 su máximo esplendor, con obras de Frankenheimer, Lumet y otros realizadores. Y, en última instancia, el mensaje más universal de la película, lo brinda su mirada globalizadora en torno a la soledad urbana de aquel tiempo, que la emparenta con otros títulos, como el coetáneo TAXI DRIVER (Taxi Driver, 1976. Martin Scorsese).

Personalmente, lo menos atractivo de ALL THE PRESIDENT’S MEN reside en sus minutos iniciales, propicios a un cierto equívoco, aunque pronto nos demos cuenta que nos introducen en los orígenes de la justificación dramática de la película. La plasmación, entre sombras, del robo de la sede demócrata de Watergate, será el confuso punto de partida que con celeridad nos introducirá en el entorno del Washington Post, en especial el de la pareja protagonista. Primero, la agudeza del neófito Bob Woodward (Robert Redford), quien será el primero al que su olfato ligará el oscuro suceso. Es decir, el robo nocturno y determinadas situaciones, personajes y pagos efectuados por la campaña electoral del presidente Nixon. Muy pronto irá atando cabos, y se producirá el encuentro con su compañero de rotativo, el más veterano en la profesión Carl Bernstein (Dustin Hoffman). Es cierto que, en estos primeros minutos, junto a esa autenticidad que describe el aroma de la redacción -algo que muy después prolongaría la maravillosa serie televisiva ‘Lou Grant’ (1977)- se aúnan una serie de estereotípicas situaciones, destinadas fundamentalmente para presentar a los dos protagonistas y, con ello, un cierto aroma de servilismo en torno a sus dos estrellas. No conviene olvidar que el film de Pakula surge, esencialmente de un proyecto inicial auspiciado por Robert Redford, quien, al igual que otras estrellas del momento -Paul Newman, Warren Beatty-, evidenció su inteligencia, a la hora de imbricarse en otras facetas, adentrándose ya en 1980 en una estimable andadura como realizador cinematográfico.

Por fortuna esos casi obligados servilismos iniciales, pronto van adentrándonos en un relato de progresiva densidad, que va afianzándose tanto en sus maneras de thriller, en la descripción de determinados y oscuros aspectos de la vida política y, como no podía ser de otra manera, la trastienda de una labor periodística, que en aquellos años albergaba una singular importancia. Todo ello, es conformado por Pakula con singular grado de inspiración, hasta el punto de conformar en su conjunto un atractivo tapiz de subtramas, sabiamente entrelazadas que, en su conjunto, brindan esa mirada desesperanzada sobre esa soledad urbana antes señalada, que expresan a modo de metáfora esos planos generales como el que se va alejando de la enorme biblioteca, o el aéreo que plasma una visión nocturna de Washington.

Película dominada por secuencias sombrías y nocturnas -tanto en interiores como en exteriores-, es evidente que su conjunto tiene un aliado fundamental en la extraordinaria iluminación brindada por el gran fotógrafo urbano de aquel tiempo. Un Gordon Willis capaz de brindar un plus inquietante a cada instante de la película. De insuflar lugares de sombra, de ambivalencias, de inquietudes, en un relato que poco a poco va introduciéndose en un aura casi apasionante, sobre todo al adquirir un minimalismo en su discurrir, que permite que el espectador se vea así impregnado de esa creciente y oscura atmósfera, de una investigación que, poco a poco, nos va introduciendo en ese otro lado de la aparente sociedad del progreso norteamericano. Tomándose su tiempo, el film de Pakula va adquiriendo una pátina casi asfixiante, con episodios tan admirables, como supone el encuentro con la tímida contadora -Bookkeeper (una extraordinaria Jane Alexander)-, o con el joven funcionario Hugh Sloan (Stephen Collins). En el primer caso, rompiendo la intimidad de una mujer tímida y llena de tribulaciones, en una secuencia realmente espléndida, donde resaltan los matices entre la entrevistada y Bernstein. El segundo, acierta al transmitir la angustia de un matrimonio de clase acomodada, a punto de recibir un hijo, a la hora de verse implicado en unas circunstancias que pueden hipotecar su futuro.

Sin embargo, confieso que lo más valioso, lo mas inquietante y lo más perdurable de esta magnífica película, se centra en esas casi abisales secuencias descritas casi en la oscuridad, en ese parking que sirve de escenario para los encuentros entre Woodward y el denominado ‘Garganta profunda’ -un poderoso Hal Hoolbrook-. Encuentros dominados, más allá de ejercer como progreso a las pesquitas, como un inesperado oráculo para el joven periodista, encontrando en su interlocutor un extraño apoyo, ya que más allá de revelarle elementos para sus investigaciones, en el fondo lo que este intenta que el periodista ejercite su propia capacidad deductiva. Son instantes donde la excelencia de la iluminación -dominada por el uso de sombras y contraluces-, adquirirá su máximo vigor expresivo. Es más, en uno de dichos encuentros, la inesperada presencia de un vehículo, permitirá la inesperada desaparición del confidente, dejando al protagonista y, con él al espectador, en un ámbito de numinosa atmósfera, tan cercana a aquel estilo de cine de terror, generado por el célebre productor Val Lewton durante los años cuarenta.

ALL THE PRESIDENT’S MEN está trufada de momentos de buen cine. Ese travelling lateral que describe el exterior de los Sloan, describiendo un contexto urbano dominado por la tranquilidad, pero en el fondo encubriendo la angustia de la familia que se encuentra tras sus paredes. O la ingeniosa manera con la que se inicia la relación de amistad entre los jóvenes periodistas, cuando Bernstein corrige y mejora el artículo inicial que ha redactado Woodward. O el placer que se va sintiendo cuando ambos reporteros van alcanzando informaciones relevantes con sus llamadas telefónicas en la redacción. El film de Pakula ofrece, igualmente, todo un recorrido en torno a los trucos, sentido de la ética e intuición, que regía la prensa de aquel tiempo -y muchos años después-. Desde las reuniones del comité de redacción -impresionante reparto de característicos; Robards, Warden, Balsam, todo un prodigio de verdad interpretativa-, a la hora de distribuir contenidos y dar prioridad a la portada, la importancia del bloc de notas de cada periodista, los trucos de los jóvenes reporteros para forzar la obtención de información, las tácticas para la obtención de las mismas sin revelar las fuentes. Todo ello va conformando un relato denso, desesperanzado en momentos, positivo en sus conclusiones en otros, que pronto atrapa el interés y que, paradójicamente, culmina de manera muy elíptica, dejando de lado las consecuencias conocidas por todos de este caso. Y es que, en realidad, estoy seguro que cuando los hoy célebres reporteros iniciaron su investigación -no olvidemos que uno de ellos era republicano- ni de lejos podían imaginar el alcance de su intuición. Toda una lección, dentro de una prensa que hoy día apenas puede mirar a la cara, ante referentes como ellos.

Calificación: 3’5                                           

ORDINARY PEOPLE (1980, Robert Redford) Gente corriente

Lo reconozco. Siempre me he mostrado bastante reacio al seguimiento de esos melodramas matrimoniales que proliferaron en los primeros años de la década de los ochenta, dominados por un matiz conservador, y algunos de los cuales tuvieron reconocimiento en forma de Oscars. Es por ello, que durante décadas me he mantenido reacio a contemplar ORDINARY PEOPLE (Gente corriente, 1980) primero de los nueve largometrajes, rodados a lo largo de más de tres décadas, que hasta el momento -es improbable que filme alguno más- ha forjado la andadura como realizador del popular actor Robert Redford. Un debut que le permitió la obtención de nada menos que cuatro estatuillas, entre ellas la de mejor película y, sorprendentemente, mejor director, iniciando una corriente encaminada a galardonar a actores-directores, que pronto se prolongaría por nombres como Warren Beatty o Kevin Costner.

En un año en el que se relegaron los premios a la excelente RAGING BULL (Toro salvaje, 1980. Martin Scorsese) e incluso se le negó el más mínimo reconocimiento -entre sus ocho nominaciones- a la magnífica THE ELEPHANT MAN (El hombre elefante, 1980. David Lynch), puede hasta cierto punto entenderse mi desdén y reticencias, en torno a un melodrama que, de entrada, no se me antojaba nada atractivo, aunque el deseo de ir contemplando la nada desdeñable filmografía del conocido intérprete -en la que cabría destacar el considerable atractivo de QUIZ SHOW (Quiz Show. El dilema, 1994), probablemente su mejor película, LIONS FOR LAMBS (Leones por corderos, 2007) o THE CONSPIRATOR (La conspiración, 2010)-. Por ello, visionar ahora una película que ya atesora casi 45 años de historia, y hacerlo con la debida inocencia, me revela el encontrarme ante un título pequeño, que sorprende -o quizá no tanto- haberse colado en la elección de los académicos de la edición. Pero al mismo tiempo se trata de una película más que estimable, que anticipa la cualidad y el defecto que mejor definiría la andadura posterior de Redford como director. En el primer ámbito, su capacidad para formular un cine intimista y dotado de una cierta sensibilidad, ayudado por su capacidad como director de actores. Como rémora, cabe citar una cierta tendencia al esteticismo visual, que lastrará a mi modo de ver la muy posterior A RIVER RUNS THROUGH IT (El río de la vida, 1992).

En esencia, ORDINARY PEOPLE narra -a partir del guion propuesto por Alvin Sargent- la historia de la fractura de una familia. Es la que forman el exitoso abogado Calvin Jarrett (Donald Sutherland) y su esposa Beth (Mary Tyler Moore, rompiendo con coraje su imagen habitual ligada a la comedia). Junto a ellos, y en su acomodada residencia, se encuentra su hijo Conrad (un extraordinario Timothy Hutton, erigiéndose de repente como uno de los mejores actores de su generación, en una carrera que, sin embargo, le brindó pocos roles con las mismas posibilidades). La aparente tranquilidad del colectivo, pronto se verá violentada por el primer y fugaz flashback -quizá el elemento narrativo, por su reiteración, más discutible del relato-, revelando la certeza de un contexto de comodidad económica y aparente placidez. Pero muy pronto, dentro del ritual del desayuno de cada día, podemos comprobar que la armonía familiar es inexistente. El rasgo conciliador del padre se verá contrastado por la frialdad de su esposa y el carácter esquivo del muchacho -que en su rostro transmite una sensación de desequilibrio-. Poco a poco descubriremos que Conrad retorna a las clases y la vida normal después de haberse recuperado -en apariencia- de un intento de suicidio. Que la aparente placidez del entorno familiar, en el fondo, encubre una cada vez más clara tensión, en la que Beth trata a su hijo con cierto recelo,

En realidad, podemos señalar que el drama interior del film de Redford, obedece a una entraña argumental quizá, con el paso de los años, bastante previsible. Pronto vamos a apercibirnos que la tragedia que encierra la familia Jarrett, reside en el traumático accidente de mar que vivieron los dos hijos -Conrad y Buck-, en el que el segundo, hijo mayor, adorado por su madre, perdió la vida. En realidad, la desaparición de Buck irá apareciendo como esa columna, ante cuya ausencia se irá desmoronando un universo familiar, quizá hasta entonces ya entonces herido, pero que, a partir de ese momento, revelará ya claramente deteriorado.

Con revestir cierto grado de convencionalismo, sobre todo con la mirada distanciada que proporciona el paso del tiempo, lo cierto es que lo mejor de ORDINARY PEOPLE proviene de la capacidad de observación que brinda un neófito Redford como realizador. Pese a ese cierto grado de blandura que limitará su alcance, ello se podrá mostrar en el episodio de la fiesta a la que acude el matrimonio protagonista, donde du director acierta a describir el convencionalismo y la ociosidad de esas parejas acomodadas y superficiales. Pero esas cualidades tendrán una mayor precisión en cuanto la acción se centra entre la familia Jarrett, o incluso en las tensiones emanadas entre Calvin y Beth -la discusión que se establece entre ambos mientras se encuentran jugando al golf junto a un matrimonio amigo viviendo sus vacaciones navideñas, descrita en un plano secuencia-. Todo ello nos brindará momentos verdaderamente intentos, como aquel que describe el encuentro de la familia, junto a sus padres, donde se exteriorizará la desafección de Beth con su hijo, el diluirse esta del intento de realizarse una fotografía de los dos y estallar el muchacho.

En todo caso, la esencia de la película se vehicula en torno al drama interior del muchacho -al que Hutton brindará una absoluta entrega interpretativa-, es cierto que podremos cuestionar el esquematismo juvenil que rodea a Conrad en sus estudios. O la blandura con la que se expresa su incipiente relación sentimental con Jeannine (Elizabeth McGobern) -su primer paseo descrito en plano general encuadrado en teleobjetivo y endulzado con un fondo musical, ausente casi en el conjunto del relato-. Sin embargo, el joven se erige en la esencia del relato. Sus miradas, su tormento interior, la interiorización de su drama personal, calan de inmediato con el espectador, alentado por la cámara precisa y sensible de su realizador, y que tendrá quizá su mayor punto de interés en aquellas secuencias en las que el atormentado joven desarrollará con el dr. Berger (un estupendo Judd Hirsch). Un proceso inicialmente de ayuda, que Redford acertará a describir con una creciente intensidad, como si a su través se dirimiera la columna vertebral del discurrir del relato.

Ello permitirá una magnífica secuencia final entre ambos, a modo de catarsis, en la que el muchacho exteriorizará esa frustración interior que hasta entonces atormentaba a este muchacho herido psicológicamente, consolidándose una incipiente amistad entre ambos. ORDINARY PEOPLE aún nos reservará momentos más intensos. Este se expresará en la última secuencia establecida a solas entre el matrimonio, en la que el esposo se sincerará ante Beth, revelando la imposibilidad de continuar una relación rota entre ambos. Ni siquiera el inesperado gesto de acercamiento de ese Conrad que aparece como un joven renacido, podrá impedir esa ruptura, en unos instantes rodados por Redford con enorme sensibilidad e incluso dureza, que tendrá quizá su momento más rotundo, en ese instante -maravillosa la Tyler Moore- en el que su rostro reflejará con una mezcla de rabia y terror, el irreductible miedo a un futuro carente de la seguridad que ha vivido hasta ese momento. Es una pena que el conjunto de la película, no sea prodigo de episodios definidos por similar entidad. Sin embargo, con sus insuficiencias y limitaciones, ORDINARY PEOPLE queda finalmente definido como un drama tan pequeño como apreciable, al que la carga de unos Oscars que siempre le vinieron anchos, no puede esconder esa tímida sensibilidad cinematográfica, que se hará extensiva en el posterior devenir como realizador de la tan popular estrella cinematográfica.

Calificación: 2’5