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CINEMA DE PERRA GORDA

VERTIGO (1958, Alfred Hitchcock) Vértigo / De entre los muertos

Resulta casi ocioso intentar proponer algunas reflexiones que aporten algo nuevo, ante una película que desde hace unas décadas ha ido agigantando su importancia en la Historia del Cine, como es el caso de VERTIGO (Vértigo / De entre los muertos, 1958. Alfred Hitchcock). Acogida de manera tibia por público y crítica en el momento de su estreno -recordemos que participó en nuestro Festival de San Sebastián aquel año, recogiendo una Concha de Plata, ex aequo junto a I SOLITI IGNOTI (Rufufú, 1958. Mario Monicelli), quedando ambas por debajo de una Concha de Oro de la cual nadie se acuerda-. Su posterior devenir vivió una circunstancia muy curiosa; junto a otros títulos de aquel periodo rodados al amparo de la Paramount, quedaron durante décadas imposibilitados para ser contemplados por el gran público, oscureciendo por ello la posibilidad de mantener viva su memoria. Pues bien, en 1984 acogió la posibilidad del reestreno en nuestro país, junto a la experimental ROPE (La soga, 1948) -en este caso riguroso estreno en nuestras pantallas-, la extraordinaria REAR WINDOW (La ventana indiscreta, 1954), la insólita THE TROUBLE WITH HARRY (Pero… ¿quién mató a Harry?, 1955) y la magnífica THE MAN WHO KNOW TOO MUCH (El hombre que sabía demasiado, 1956). Recuerdo que aquellos cuatro títulos, en copias perfectas, fueron exhibidos comercialmente en España durante la primavera de 1984 -contaba yo entonces 18 años-, bajo la formulación de un ciclo denominado “Lo esencial de Hitchcock”. Como cinéfilo ya avezado que era, disfruté de todas estas películas, con especial mención al protagonizado por James Stewart y Grace Kelly, salvo el caso de VERTIGO -que asumió este título, dejando en segundo término el ‘De entre los muertos’ con el que se bautizó inicialmente en nuestro país-, que había visto poco antes en una copia que albergaba la entonces incipiente Filmoteca Valenciana.

Desde entonces, el prestigio de esta última no ha hecho más que agigantarse. Recuerdo la encuesta realizada por la revista Nickelodeon en 1997, que la situaba en cabeza junto a ORDET (La palabra, 1955. Carl Theodor Dreyer), o el hecho posterior en encabezar la penúltima encuesta de la revista Sight & Sound, situándola como la mejor película de todos los tiempos. Algo a lo que contribuiría su definitiva restauración en 2012, a partir de cuya fecha podemos gozar la deslumbrante belleza visual que supo utilizar con suma inspiración y en su beneficio, los adelantos técnicos y artísticos que se encontraban a la disposición de la industria, en uno de los momentos de mayor febrilidad creativa del arte cinematográfico. Casi siete décadas después de llegar al gran público, la película de Hitchcock atesora una ingente literatura internacional a sus espaldas, que en el ámbito nacional alberga sus dos vértices más distinguidos en el ensayo del desaparecido Eugenio Trías ‘Vértigo y pasión’ (1998), y en el recientísimo y magnífico ‘Ficción fatal’ (2024), obra de mi buen amigo Manolo Arias Maldonado.

Así pues, y precedidos del anagrama de su estudio y la propia VistaVision en blanco y negro, de inmediato la subyugante sintonía de Bernard Hermann y los fascinantes títulos de crédito de Saul Bass nos sumergen en una obra magistral, en la que el espectador, por momentos, ha de tomar partido entre la realidad, la sugerencia e incluso la avocación sobrenatural, que les muestra la ficción ideada por Hitchcock, a partir de la novela de los especialistas Pierre Bolleau y Thomas Narcejac ‘D’entre les morts’ -que alberga ciertos ecos románticos cercanos al espíritu de Allan Poe-, delimitada en guion cinematográfico -tras un largo proceso previo- por parte de Alec Coppel, Samuel Taylor y la ayuda, sin acreditar, del veterano Maxwell Anderson. La película se inicia de manera tan sorprendente como percutante, con ese travelling de retroceso que muestra la huida de un delincuente por un peligroso tejado, en cuya persecución se producirá el traumático descubrimiento por parte del inspector Ferguson (James Stewart) de que padece acrofobia -pánico a las alturas-, al quedar impactado por la traumática muerte de un agente que se disponía a ayudarle a salir de la situación límite que estaba sufriendo.

A partir de ese momento, esta obra maestra de Alfred Hitchcock se articula en la insondable combinación de un relato de suspense, que alberga en sus entrañas una mirada radicalmente sombría de la condición humana. Y todo ello, centrado en la figura de su protagonista, un hombre traumatizado y solitario, de personalidad nada complaciente, que apenas hace caso de las insinuaciones que le brinda su eterna prometida -Marjorie (Barbara Bel Geddes)- en unas secuencias entre ambos, que parecen heredadas de las que protagonizaron el propio Stewart y Grace Kelly en la previa y ya citada REAR WINDOW. ‘Scottie’ Ferguson es un hombre de edad aún deseable, que se encuentra aislado y casi olvidado, en medio de la fauna urbana de un San Francisco que aparece ante la pantalla más seductor, alienante y fantasmagórico que nunca. Esa frustración de nuestro protagonista, anímica y psicológica, alberga también un claro componente sexual. Y todo ello se pondrá en evidencia en la trampa tendida por su viejo compañero estudiantil y ahora acomodado hombre de negocios que es Gavin Elster (Tom Helmore). Elster le encargará vigilar a su esposa, de la que destaca sus ausencias y extraños comportamientos, obsesionada como está por el recuerdo de una fallecida -Carlota Valdés- que residió más de un siglo atrás en una vieja fundación española, ubicada en dicha ciudad.

Película que fascina e hipnotiza por su envolvente puesta en escena, antes que por sus giros argumentales, Hitchcock articuló en VERTIGO su activa incorporación en el ámbito de renovación que se estaba extendiendo en las cinematografías mundiales. Estoy convencido que ese carácter experimental es el que impidió que la película triunfara en el momento de su estreno. Ahí es nada, articular una propuesta que huye considerablemente de una narrativa más o menos convencional. Por el contrario, esta extraordinaria película brilla y se expande a través de su admirable capacidad sensorial y contemplativa, transmitiendo al espectador las emociones, tribulaciones e incluso comportamientos censurables, de un alma torturada que, en su búsqueda de una felicidad plena, no dudará en adentrarse en una búsqueda casi sobrenatural, en la que la ausencia de la mujer amada una vez muerta, pueda ser incluso sustituida con una supuesta sustituta. Es decir, necrofilia y fetichismo en primer grado.

En VERTIGO nos encontramos ante un extraño y fascinante ballet de sensaciones. Una sucesión de traslados, lentas persecuciones o paseos inquietantes. Se trata de una película que en no pocos momentos adquiere una sensación de duermevela. En la que su dramaturgia oscila entre lo romántico y lo sombrío. Entre lo evocador, y una de las más claras demostraciones en la obra de Hitchcock, a la hora de indagar en la psique de la condición humana. En este caso, todo ello se encuentra centrado en el rol protagonista. Y esa incorporación de un creciente grado de necrofilia que adquirirá en ciertos instantes de la película -las secuencias en las que forzará a vestirse e incluso a teñirse a Judy como la desaparecida Madeleine-, concluirá en la que quizá suponga la secuencia más arrebatadora, fantasmagórica e incluso sobrenatural de la película. Esa gradación en torno al personaje que encarna de manera magistral James Stewart, ejercerá como columna vertebral de esta película en su momento tan experimental como aún hoy día trufada de sugerencias.

Se trata de un relato estructurado en torno a bloques narrativos separados en fundidos en negro. Envuelto en su mayor parte en ese estado de ensoñación, combinando secuencias narrativas con otras en las que dicha premisa queda en un segundo término, en una clara apuesta por pasajes contemplativos e incluso emocionales, la admirable obra de Hitchcock destaca de manera muy poderosa en su abierta apuesta por contrastes de todo tipo. Es como si en su premisa hubiera heredado el Rossellini más experimental, y preludiara al muy cercano en el tiempo Alain Resnais. El que va de los tiempos del momento de rodaje -aunque mostrando un San Francisco tan atrayente como hipnótico en ciertos momentos- a las evocaciones de la misión del pasado. El contraste entre la rutina que ha definido la andadura del detective tras el trauma vivido en las secuencias iniciales, con el mundo numinoso y casi irresistible que le muestra su acercamiento a Madeleine. O incluso la oposición entre sus propias elecciones visuales, como ese instante deslumbrante en el que Scottie sigue a Madeleine por un callejón, que casi de repente deja entrever una arrebatadora floristería en donde esta adquiere un ramo de flores, de especial relevancia para su argumento.

Y dentro de esa clara apuesta por un cine no narrativo y, en su lugar, inclinarse ante lo que podríamos denominar un cine ‘en condicional’, no cabe duda que el paso del tiempo no es que haya sentado bien a esta obra maestra. Es algo tan simple, como reconocer que se adelantó a su tiempo y en pleno inicio de la culminación del periodo dorado de Hollywood, bajo la apariencia de una historia de suspense, el maestro inglés se sumaba, sin que nadie lo advirtiera, a las cimas del cine moderno. Y como no podría ser de otra manera, VERTIGO consolida peldaños en torno al pasado y el futuro de su obra. Ya he comentado que las secuencias entre Stewart y Barbara Bel Geddes, parecen heredadas de la mencionada REAR WINDOW. Pero es que en esta película encontramos elementos que anticipan la muy cercana PSYCHO (Psicosis, 1960) -que sigo considerando la cumbre y obra más radical de la filmografía hitchcockiana-. No se centra -aunque algo hay de ello- en la presencia de ese viejo hotel que parece albergar el fantasma de Madeleine. Por el contrario, ya en esta ocasión el cineasta apuesta por la inesperada desaparición del argumento de un personaje femenino que inicialmente ha sido presentado con especial importancia. Me refiero al encarnado por la citada Barbara Bel Geddes, a la que se dedicará un largo plano sostenido cuando desaparece por un pasillo, absolutamente derrotada al comprobar que ese Scottie al que ama, en realidad sigue enamorado por una mujer que ha muerto.

Esa voluntad rupturista, que tendrá su última expresión en esa conclusión abierta y nada tranquilizadora -uno de sus rasgos más impactantes, en una inesperada catarsis aún hoy día definida en múltiples y contrapuestas interpretaciones-, no evita que varias generaciones de aficionados, críticos, historiadores y espectadores, sigan fascinados una película que es mucho más que un drama de suspense o una historia romántica, aunque en sus infinitos tentáculos alberge esos dos puntos de partida. VERTIGO es toda una experiencia sensorial que, en el fondo, ahonda en lo más oculto de nosotros mismos. Y una obra magna, que permite secuencias tan inolvidables como la ya descrita que muestra entro colores verdosos y evocaciones del pasado la transformación de Judy en Madeleine, o la no menos extraordinaria del intento de suicidio de la segunda ante el puente colgante de San Francisco, convertido en todo un icono cinematográfico. En cualquier caso, si tuviera que elegir un breve pasaje de esta obra suprema, no dudaría en destacar ese breve momento en que Madeleine -transmutada de manera efímera en Carlota Valdés-, con su mano enguantada, señala el escaso margen de tiempo que alberga su existencia, en medio del tronco de una secuoia. Unos instantes casi de embrujo, en los que Scottie -y, con él, el espectador- por un instante, cree estar ante el antepasado de esta, que deambulará por ese bosque dominado por una neblina, en el que parece detenerse el tiempo, y en donde esta desaparecerá de manera repentina. Nunca antes ni después, Alfred Hitchcock se sintió más cerca en el manejo y la sublimación de los resortes del fantastique.

Calificación: 5

THE TEMPTRESS (1926. Fred Niblo) La tierra de todos

Absolutamente olvidado en nuestros días -en la actualidad, la evocación del periodo silente, se mantiene apenas con algunas comedias filmadas por Chaplin o Keaton, o ciertas muestras del cine fantástico-, lo cierto es que en la figura de Fred Niblo (1874-1946) se da cita a uno de los pioneros de Hollywood, que debutó en la gran pantalla de manos de Thomas H. Ince, y que extendió su andadura hasta bien entrada la década de los años treinta del pasado siglo. Realizador muy competente, aunque solo ocasionalmente inspirado, Niblo destacó en su trabajo con las incipientes pero idolatradas estrellas de Hollywood del momento: Douglas Fairbanks -THE MARK OF ZORRO (La marca del zorro, 1920); Rodolfo Valentino -BLOD AND SAND (Sangre y arena, 1922) o Ramón Novarro -BEN-HUR; A TALE OF THE CHRIST (Ben-Hur, 1925). También, dentro de este ámbito, y partir de ser descabalgado de su rodaje el cineasta sueco Mauritz Stiller, Niblo es designado como responsable tras la cámara, de la que sería la segunda película protagonizada por Greta Garbo en Hollywood tras la casi inmediatamente previa TORRENT (El torrente / Entre naranjos, 1926. Monta Bell), otra de las numerosas adaptaciones de novelas de Blasco Ibáñez, a las que recorrió tanto el cine melodramático USA de aquellos años.

Nos estamos refiriendo a THE TEMPTRESS (La tierra de todos, 1926). Que no dudo en destacar como la mejor de las películas de Niblo que he tenido ocasión de presencia -no son muchas, hasta el punto que en sus mejores momentos -esencialmente sus minutos de apertura y buena parte de los de cierre- pueden erigirse a la altura del extraordinario nivel que el arte cinematográfico asumía en aquellos años. La acción se inicia en el París del siglo XIX, donde pronto se nos presentará, a partir del fragor de una fiesta nocturna de disfraces, a la bella, misteriosa y distante Elena (Garbo), a la que, sin conocer aún, vemos como rechaza la proposición de un hombre de cierta madurez. Sin embargo, a la salida del acontecimiento será cortejada por el joven y apuesto Manuel Robledo (el español Antonio Moreno), viviendo ambos una velada apasionada junto al Sena, apenas sin conocerse, aunque emplazándose la noche siguiente en el mismo marco. Este último pronto descubrirá que Elena se encuentra casada con su amigo, el marqués de Torreblanca (Armand Kaliz). Desconcertado al descubrir su condición, ella le ratificará que solo le ama a él, acudiendo invitado con el matrimonio, a la multitudinaria cena que ha convocado el conocido banquero Fontenoy (Marc Macdermott). De manera sorprendente, este revelará públicamente el rechazo que Elene le brindó en los primeros instantes del film, suicidándose. La trágica situación, y el descubrir el doble juego que su inesperada amada mantenía entre el banquero y su propio esposo, hará que la abandone, pese a que ella le ratifique lo que le dijo la noche anterior; que ha sido el único hombre a quien ha amado. Robledo regresa a Argentina y, más en concreto, el entorno rural en la Pampa, donde se encuentran sus compañeros, con los que tiene previsto construir una presa. Allí retornará a un ámbito de placidez, en donde podrá controlar a su personal, hasta que de manera inesperada reciba la llegada desde París de su amigo el marqués y de su esposa Elena, que huyen de su ruina económica. Su efímero amado marcará distancias con la recién llegada, consciente de su seductora personalidad siempre lleva acarreados problemas entre los hombres. Poco a poco, la intuición del arquitecto se hará una sombría realidad. La injerencia de ‘Manos Duras’ (Roy D’Arcy), será quizá el rasgo más evidente en esta progresiva deriva, así como el elemento de rebelión que este comandará sobre su grupo de gauchos. Poco a poco, sin ella pretenderlo, esa extraña maldición que ejerce en torno a los hombres su presencia, tendrá en la árida región argentina en la que ha recalado, consecuencias de enfrentamiento e incluso de muerte. Muerte de su esposo, e incluso de otras personas que la desean, al tiempo que una reciente desesperación en torno a un Robledo que, secretamente, nunca ha dejado de amarla.

De todos es conocido -antes lo he señalado- que THE TEMPTRESS se inició en su proyecto por el sueco Mauritz Stiller, asumiendo muy pronto el mismo y su dirección Fred Niblo, puesto que el primero no se encontraba familiarizado con los modos de Hollywood. Sea como fuere, los primeros minutos de la película son absolutamente maravillosos y mágicos. Niblo acierta y dota de enorme sensibilidad la descripción de esa velada artística y el baile de disfraces que se vive en un nocturno París. Los escasos instantes que muestran el rechazo de la proposición de matrimonio del banquero -a quien entonces no conocemos- y, sobre todo, los momentos que expresan el encuentro con Robledo. Serán el preludio de unos instantes maravillosos, plasmados en los jardines junto al Sena, en donde se revelará el tan inexplicable como profundo amor revelado entre dos profundos desconocidos, como Elena y Manuel, quienes se despojarán de sus antifaces y se emplazarán al día siguiente. No cabe duda que, junto a algunos de sus momentos finales, nos encontramos ante unos pasajes revestidos de ese romanticismo tan perdurable y tan propio del mejor cine silente.

La película, no dejará de ofrecer en sus minutos siguientes jugosas audacias visuales. Desde la manera de trasladarnos hacia la figura del banquero -a partir de una fotografía suya enmarcada-, hasta esa interminable grúa de retroceso, que va a permitir describir la enorme mesa en la que se sitúan la ingente cantidad de invitados a la cena del magnate, con su agudo contrapunto con esos planos ubicados debajo de las mesas, que revelan la pulsión sexual de todos ellos.

Una vez THE TEMPTRESS se traslada a la Pampa argentina, preciso es reconocer que su metraje asume una cierta rémora al tener que asumir determinados clichés y servilismos de carácter folklorista, a la hora de trasmitir el modus vivendi del entorno gaucho. Ello se extenderá incluso al describir a los caballistas que comanda el siniestro ‘Manos Duras’, definiendo a este una estereotipada aura de villano. No obstante, pese a esos leves inconvenientes, el film de Niblo se irá caracterizando por una creciente densidad, sobre todo a partir de la llegada de Elena y su esposo a dicho contexto. El juego de las miradas, la irrenunciable sensualidad e innata capacidad de seducción de ella. El aparente rechazo, aunque, en el fondo, siempre latente atractivo que le liga por parte del arquitecto. Todo ello irá, en definitiva, forjando la tensión emocional e incluso sexual entre la pareja protagonista. Algo que provocará la ira de Robledo, al comprobar como Elena es capaz -de manera inconsciente- de revolucionar un entorno, bien sea suscitando la lascivia de ‘Manos Duras’, o bien propiciando que, en un enfrentamiento entre sus propios hombres de confianza, su fiel Canterac -un joven Lionel Barrymore-, apuñale, en un arrebato de ira, a otros de sus colaboradores, en medio de un enfrentamiento en torno a la eternamente provocativa joven.

Fruto de dicha coyuntura, THE TEMPTRESS brindará elementos magníficos. De entrada, más allá de percibir ya el magnetismo que envolvía a la Garbo, la película puede servir para recordar y reividicar el magnetismo, la virilidad y la frescura que expresa el hoy olvidado actor madrileño Antonio Moreno, a la hora de encarnar al joven y aguerrido arquitecto. En torno a su personaje y la interacción con las relaciones con Elena surgirán la tensa, violenta y casi irrespirable -aunque algo caduca- secuencia del duelo de látigos entre ‘Manos Negras’ y el joven. La posterior -repleta de erotismo y sexualidad reprimida- en la que Elena limpia de los regueros de sangre que surcan el cuerpo desnudo de Robledo, vendado para que sus ojos puedan salvarse. O la espectacularidad que revestirá el episodio de las torrenciales lluvias -heredando ecos de la previa BEN-HUR-, que desmoronarán parte de la presa ya casi concluida, en la que milagrosamente este sobrevivirá.

Todo ello, irá confluyendo en un extraordinario clímax, que nos retrotraerán a los mejores minutos -junto a los iniciales- de la película, iniciados por esos asombrosos planos que casi parecen asfixiar la ira de Manuel, cuando asciende por las escaleras al objeto de reencontrarse con una Elena, quizá con propósitos homicidas, aunque pronto se revele como una catarsis de rendición ante un amor que ambos no pueden controlar. Sin embargo, cuando este se manifiesta entre ellos casi como una redención, ella optará por marcharse de inmediato, casi a modo de sacrificio personal.

THE TEMPTRESS describe una elipsis de varios años, al trasladarnos de nuevo a Paris. Allí comprobamos la estabilidad profesional y emocional del arquitecto, que presenta en sociedad a su prometida. Entre el público asistente se encuentra una decadente y envejecida Elena. Manuel quedará sorprendido al encontrar a la que fuera su amada, en tan triste circunstancia. Apenas podrá conversar unos instantes con ella, quien, fingiendo indiferencia, en ningún momento revelará la permanente herida de sus sentimientos, y cuando se despida de ella, entregará ese anillo que en el pasado este le entregó como prueba de su amor, a un mendigo, a quien confundirá con Cristo. Tosdo ello, envuelto en una atmósfera llena de melancolía y tristeza perfectamente modulada. Cuando el film de Niblo se estrenó, con un final tan triste, Luis B. Mayer obligó a filmar una conclusión alternativa, de carácter más optimista, que al parecer era proyectada en aquellas ocasiones que era requerida.

Melodrama provisto de una envidiable fuerza dramática y una no menos remarcable fluidez narrativa, THE TEMPTRESS tan solo acusa una cierta querencia con el folklorismo y el estereotipo en sus pasajes descritos en la Pampa argentina. Escasas objeciones para un conjunto magnífico, revelador del mejor pulso de su artífice, del magnetismo que consagraría a su estrella femenina, es incluso del carisma de un actor hoy día injustamente olvidado.

Calificación: 3’5

1917 (2019, Sam Mendes) 1917

El paso de los años y mi propia evolución como aficionado, me permitió asumir una creciente admiración en torno al género bélico, que en mi adolescencia asumía como el menos atractivo de los géneros cinematográficos. Sin embargo, poco a poco he ido disfrutando de grandes muestras del mismo, firmadas incluso desde el periodo silente por referentes como Griffith, Vidor o ya décadas después, por especialistas como Walsh, Milestone, Dmytryk o Fuller, entre otros. Nos encontramos, en líneas generales, ante relatos de supervivencia -algo especialmente evidente en las muestras rodadas en Gran Bretaña-, de los que inicialmente apenas podía reprochar su supuesto alcance patriotero, sin apreciar esa fisicidad y alcance psicológico que, en muchas ocasiones, lo emparentaba con el western. También es cierto que, dentro de su propia evolución como género, el cine bélico fue adquiriendo una mayor capacidad a la hora de cuestionar las supuestas virtudes militares, permitiendo crecer en cierto grado de espectacularidad y, al mismo tiempo, en ocasiones brindando unas miradas hasta entonces poco frecuentadas. Son las que pueden ejemplificar cineastas como Steven Spielberg, Terrence Malick o, más recientemente, el Christopher Nolan de DUNKIRK (Dunkerque, 2017) y este 1917 (1917, 2019. Sam Mendes) que protagoniza estas líneas.

A lo largo de los años, he podido contemplar la mayor parte de la producción del británico Sam Mendes, debutante en el terreno del largometraje por medio de la atractiva, aunque sobrevalorada AMERICAN BEAUTY (American Beauty, 1999). Sería el punto de partida de una filmografía en la que las maneras de un profesional competente pero no especialmente inspirado, quedaba bañado por supuestas audacias visuales y/o temáticas, en títulos que, bajo su apariencia de complejidad, no eran más que muestras solventes de producto mainstream, que no es poco por otra parte. Es probable que Mendes iniciara un periodo de cierta madurez con la sombría SKYFALL (Skyfall, 2012), una de las propuestas más destacadas en el proceso de evolución sobre el personaje de James Bond. En cualquier caso, no tengo la menor duda que con 1917, nos encontramos hasta el momento ante la gran película del británico. Un inspirado, atrevido, elegante, dantesco, intimista e incluso en algunos pasajes conmovedor relato, que su artífice retomó, a partir de unas historias y experiencias bélicas relatadas por su propio abuelo Alfred Hubert Mendes. Receptor de esta memoria de experiencias, Mendes se aunó con la colaboración de la joven escritora Krysty Wilson-Cairns, más fogueada a la hora de dar forma dramática a las sugerencias de su responsable, aunando entre ambos el desarrollo dramático de una base argumental desarrollada en el transcurso de muy pocas horas. Una planteamiento llevado a la pantalla con una formulación narrativa centrada en escasos planos secuencias, que acierta a trasladar esa sensación de viaje iniciático en torno a dos jóvenes soldados, de los cuales tan solo uno de ellos, el inicialmente más reacio -Schofield (George MacKay)-, será quien culmine el doble encargo, como más adelante reseñaremos. La película se inicia -y culminará-, de manera circular, con ese plano americano que mostrará al protagonista descansando junto a un árbol, en plena campiña. Pronto se acercará a él su compañero, el también soldado Blake (Dean-Charles Chapman), y la cámara describirá un largo travelling de retroceso, mostrando la realidad de un grupo de soldados, y revelando al mismo tiempo, la clave estilística sobre la que pivotará el conjunto de la película.

Llegados a este punto, quizá sea oportuno referirnos a cierta inclinación que en ciertos momentos podría albergarse en torno a la presencia de largos planos secuencia en producciones durante las últimas décadas. Desde las preferencias que podría marcar un Brian De Palma -SNAKE EYES (Ojos de serpiente, 1998)-, no cabe duda que el mayor reto de dicha tendencia lo marca la asombrosa, sublime RUSSKIY KOVCHEG (El arca rusa, 2002. Aleksandr Sokúrov), rodaba en un único, inconmensurable e incluso conmovedor plano secuencia, brindando una de las cimas del arte cinematográfico en el presente siglo XXI. El film de Mendes logra desprenderse del cierto artificio que marca ese deslumbrante inicio, que culminará, tras el paso de los dos protagonistas hacia las trincheras, para acceder al mando que les encargará la misión que, en última instancia, vehiculará el conjunto de la película.

Será el instante en que la misma parece cobrar luz propia, unido a la presencia de exteriores abiertos, y también a iniciar un relato que a partir de ese momento expresa su sentido último, y además potencia una mirada que contempla a su paso el horror de la guerra, dentro de un escenario al aire libre, que adquiere una extraña y al mismo tiempo aterradora belleza. Para ello, para articular la singular formulación visual y narrativa de la película, no cabe duda que resulta de especial significación el especial protagonismo que adquiere no solo la extraordinaria iluminación que brinda Roger Deakins al conjunto, si no, ante todo, la intuición e incluso capacidad de innovación que brinda un modelo narrativo y visual, articulando cámaras digitales de nueva generación, manejadas a través de un audaz juego de pértigas como soporte de las mismas, y aunado por una novedosa utilización de lentes. Facetas ambas que, en su conjunto, permiten otorgar a la propuesta una casi perfecta gradación dramática en base a una sucesión de episodios, en los que el espectador en numerosas ocasiones deja de percibir el falseamiento temporal que esconden algunos de los cambios temporales -la manera con la que se intercala la presencia de la caravana militar tras el dramático episodio en la granja abandonada. La contemplación de Schofield del dantesco bombardeo en la población, tras despertar del shock producido por el ataque del soldado enemigo. La inesperada caída en un río y una caída de agua de enorme fuerza…-.

Nos encontramos ante una licencia narrativa que sirve para comprimir en las menos de dos horas de duración de la película, el desarrollo de una misión prolongada en bastantes más, sin por ello alterar ese deseo de proporcionar a la misma una permanente continuidad temporal. A partir de dicha premisa, lo cierto es que 1917 permite comprobar ese acelerado -y para Blake, trágico- coming of age de ese par de jóvenes soldados, que se verán envueltos en una misión, tan rápida y aparentemente sencilla, como pronto trufada de incontables peligros. Un mandato centrado en comunicar a un mando militar, la orden de retirada de un ataque a los alemanes, en un episodio de la I Guerra Mundial, ya que en el fondo estos han escenificado dicha falsa retirada, escondiendo el plan forjado para un ataque decidido a dicho destacamento.

A partir de este momento, puede decirse que se describe una odisea siempre fluida. Magníficamente expresada por un ritmo impecable, acertando al describir con elegancia el horror que deja a su paso el eco de batallas pasadas -la presencia de cadáveres putrefactos, mostrados con encomiable sentido de la elipsis, sin que ello evite sentir el terrible aura que estos proyectan, como lo hacen el discurrir por tanques, trincheras, alambradas, y charcas con aguas estancadas, que adquieren una extraña atonalidad. Sobre este marco, y con la configuración visual antes señalada, lo cierto es que en 1917 se aprecia en algunos de sus pasajes, una cierta aura de viaje iniciático, que la emparenta con la mayestática APOCALYPSE NOW (Apocalypse Now, 1979. Francis Ford Coppola). Ese recorrido reposado, o la presencia de algunos episodios de devastador alcance -el dantesco bombardeo nocturno de la población-, la emparenta por la magistral obra de Coppola. Es más, en algunos momentos, esa querencia por lo espectral en exteriores, primordialmente diurno, que inserta la película en el ámbito del fantastique o la ciencia-ficción.

Al mismo tiempo, nos encontramos con dos episodios que inclinan la película a un ámbito del cine de aventuras muy cercano al Steven Spielberg de RAIDERS OF THE LOST ARK (En busca del arca perdida, 1981). Me refiero, por un lado, al que describe el recorrido por el refugio subterráneo abandonado, con un aura fantasmal, al que la presencia de ratas contribuirá a activar una trampa mortal preparada por los alemanes, para que los ingleses caigan allí como moscas. Por otro, al que bastante después define la caída de Schofield a un río embravecido, filmado además de manera tan admirable como audaz.

1917 nos permitirá retener en la memoria del género, el ya señalado episodio del aterrador bombardeo nocturno, pero, al mismo tiempo, albergará en su siempre subyugador recorrido, secuencias e instantes conmovedores. Y, además, logrando plasmarlo tanto en momentos intimistas como en otros dominados por la espectacularidad. Da igual. Desde el instante en el que el film de Mendes logra pulsar el pedal de la emocionalidad, esta hará acto de presencia, de manera especial, a partir del extenso y modélico episodio del encuentro de los jóvenes soldados a una granja abandonada, verdadero punto de inflexión de la película, que culminará de manera trágica. Será precisamente la desaparición de Blake -quizá en los instantes más emocionantes del relato-, va a permitir la definición del  definitivo protagonista, hasta entonces escéptico ante la misión, que a partir de ese momento asumirá con una carga especial; el encargo de su compañero para que haga entrega de sus simbólicas pertenencias a su hermano. A partir de ese momento, emocionará la tristeza y el dolor reflejado en Schofield -excelente MacKay- mientras viaja en un camión, poco después de la muerte de su compañero. También lo hará esa secuencia casi espectral, cuando este se refugie de un ataque en un sótano, y se encuentre casi en la penumbra con una joven francesa que custodia a un bebé que se ha encontrado. O cuando más adelante, al salir del accidentado discurrir por el río embravecido, discurra por un bosque dominado por la abstracción, y una lejana canción le acerque a un enorme contingente de soldados, comprobando que ha llegado a su destino.

La película alcanzará su definitiva catarsis en el impresionante episodio -de ascendencia griffithiana- en el que el soldado correrá en medio de un bombardeo que se ha iniciado contra los alemanes, y al que estos responden con virulencia, para llegar al general y transmitirle ese mensaje que detendría un ataque en el que, es consciente, se perdería la vida de cientos y cientos de soldados ingleses. Por ello, el cumplimiento de la misma se mostrará en la pantalla con tanta sobriedad como contención. De alguna manera, ese cumplimiento de la misión aparece como el objetivo de la película. Una manera de adquirir un estadio de nueva madurez para el protagonista. Pero aún resta cumplir el encargo postrero de su amigo fallecido. El encuentro con su hermano -un excelente Richard Madden-, proporcionará unos instantes de dolor y al mismo tiempo serenidad. 1917 no aparece como un relato antibélico. En realidad, su discurrir ofrece los más diversos perfiles en torno al horror, al absurdo, al honor y a tantas otras cuestiones que rodean el hecho de la guerra. El film de Mendes mira, no teoriza. No moraliza. Al menos no lo hace en primera instancia. Precisamente esa es la circunstancia la que permite adquirir personalidad. Eso, y la entrega y audacia de una configuración visual y narrativa, que han otorgado ya a esta película la condición de logro dentro de la historia del cine bélico.

Calificación: 4

MY FRIEND IRMA GOES WEST (1950, Hal Walker)

Tras el éxito alcanzado con MY FRIEND IRMA (1949, George Marshall), era evidente que la Paramount se encontraba presta a rentabilizar, no solo la presencia de la novedosa pareja cinematográfica formada por Dean Martin y Jerry Lewis, previamente destacada en su éxito en el mundo del espectáculo norteamericano. En realidad, se buscó un rápido aprovechamiento de la fórmula que propició dicho éxito, en la que, no lo olvidemos, Martin y Lewis aparecían como dos más de los cinco personajes que conformaban esta simpática y modesta comedia coral. De tal forma, bajo el apresurado título MY FRIEND IRMA GOES WEST (1950, Hal Walker) se prolongaban las peripecias de la atolondrada Irma Peterson (Marie Wilson), su amiga y compañera de apartamento Jan Stacey (Diana Lynn), Al (John Lund), novio de la primera y patético representante de espectáculos, Steve Laird (Dean Martin), ligado sentimentalmente a la segunda y el atolondrado Seymour (Jerry Lewis). Estos dos últimos trabajan en una taberna, aunque ambos desean triunfar en el mundo del show business.

La premisa argumental de Cy Howard y Parke Levy, que un par de años después daría pie a una serie televisiva, pronto nos trasladará a la inesperada propuesta de actuación que Al propiciará a Steve en un programa televisivo, en las que se incorporará su infatigable y trastabillado compañero. En la actuación -paupérrimamente remunerada con unos botes de espárragos-, conocerán a la cantante y actriz francesa Yvonne Yvonne (Corinne Calvet), que quedará atraída por Steve. En medio de la decepción por el escaso rédito económico de la actuación, recibirán la inesperada llamada de un acaudalado empresario, que acudirá al apartamento para ofrecer al cantante un contrato en Hollywood, que mediará su novia, y en el que tendrán la posibilidad de acudir el quinteto de amigos. Imbuidos por un lógico entusiasmo, todos ellos -incluido Seymour- articularan un largo viaje, adelantando para ello con sus ahorros, sin conocer que en realidad quien les ha ofrecido la oferta, no es más que un enfermo mental que ha escapado del psiquiátrico.

Todos ellos viajarán en tren, en donde no dejarán de producirse situaciones accidentales. Por un lado, en una parada del tren, Irma quedará apeada del mismo, no sin descubrir al comprar la prensa la circunstancia del enfermo mental que los ha embarcado. Por otro lado, Yvonne viaja también en el ferrocarril provocando incómodas situaciones con Steve -a quien no deja de proponerle que sea el galán de su inminente película-, al advertir su novia estos encontronazos. El argumento llevará a los protagonistas hasta Las Vegas, donde Steve actuará como cantante, secretamente contratado por Yvonne, en plena connivencia con Al. El propio manager será captado por un grupo de malhechores, al objeto de ser contratado como croupier en un casino que van a poner en marcha, y desde allí poder proceder de manera tramposa y corrupta con los jugadores del mismo. De tal forma, la deriva de la película se bifurcará por un lado en los agobios que Steve sufrirá por el acoso de Yvonne y los problemas que le provoca ante su novia, y el involuntario desvelo que Irma provocará en el entorno de las trampas a que se ha ido obligando a su novio, lo que provocará que este se encuentre casi al punto del asesinato, y extendiendo ello al rapto de Irma, que será custodiada por los gangsters para que Al pueda entregarles los 50.000 dólares que les ha prometido para resarcirles por las pérdidas, aunque en realidad corra a denunciar el secuestro a la policía.

Como se puede deducir por este somero recorrido argumental, MY FRIEND IRMA GOES WEST no supone más que una apresurada y poco distinguida excusa para intentar bañar en las rentas de la previa -y algo más reseñable- MY FRIEND IRMA. Ese apresuramiento se manifiesta ya desde la adscripción de un título que en nada responde a su argumento -más allá de esa leve referencia a los indios en su tercio final-. La primera de las tres obras primerizas en las que Martin y Lewis fueron dirigidas por el anónimo Hal Walker, no deja de dirimirse más que en una sucesión de situaciones apenas conectadas entre sí, destinadas al supuesto lucimiento cómico de su quinteto de personajes. En este sentido, uno se sorprende del infructuoso -e irritante- intento, de convertir a John Lund en actor cómico, mientras que Diana Lynn aparece como actriz ‘seria’, encargada de la vertiente romántica. Por su parte, hoy en día la supuesta comicidad Marie Wilson aparece hoy día superada, por otras actrices que con posterioridad sí supieron aprovechar esa vertiente slapstick, como Judy Holliday o Janet Leigh.

¿Qué nos queda, pues, en esta tan inofensiva e inconexa MY FRIEND IRMA GOES WEST? Pues me atrevería a señalar que tras sus imágenes, leve anécdota y magro resultado, se puede destacar ese bullir urbano -bien envuelto por un fondo sonoro que se haría cada vez más reconocible-, que sería uno de los estilemas que forjarían unos nuevos modos para la comedia americana, y que irían practicando los nuevos especialistas del género, no solo Frank Tashlin o Richard Quine, sino también otros valores de menos reconocimiento, como George Marshall… A partir de esas premisas, el intento de alternar una estructura argumental muy sencilla, definida en una serie de bloques narrativos apenas inconexos, en esa ocasión se revela poco interesante. No hay garra en la mayor parte de los mismos, con muy escasas excepciones, la mayor parte fugaces en el metraje. Por ejemplo, la imitación de Bette Davis que ofrece Lewis -que en la película parece un auténtico progenitor de Jim Carrey-. El momento en que a Irma le estalla el ave que ha puesto al horno. El número cómico de Lewis con la mona de Yvonne en el viaje en tren. O el inquietante encuentro de Al con ese mafioso que parece adelantar al Akim Tamiroff de TOUCH OF EVIL (Sed de mal, 1958. Orson Welles). Sin embargo, la película discurre con notable abulia, e incluso el episodio en el que Irma se encuentra secuestrada en la montaña, y acude a su rescate el atolondrado Seymour, carece de ese necesario gramo de locura. Por fortuna, pese a ello, el film de Walker culmina de manera divertida, convirtiendo a Lewis en inesperada estrella cinematográfica, y ofreciendo unas nuevas imitaciones cinematográficas por su parte, dando la medida de lo que podría haber ofrecido esta comedia que, por desgracia, no sobrepasa la mediocridad.

Calificación: 1’5

PACK UP YOUR TROUBLES (1932. George Marshall & Raymond McCarey) El abuelo de la criatura

¡Que olvidado se encuentra el cine de Laurel & Hardy! Podría hacerse extensivo dicho lamento al 95% del burlesco norteamericano, con la excepción de escasas -y merecidas- excepciones, dentro de la obra de Chaplin o Keaton que, al menos, han quedado como monumentos cinematográficos de un modo de entender la comedia, y como piedra angular el género. Pero es cierto que resulta desalentador comprobar como la extraordinaria comicidad del mejor tándem generado por la Historia del Cine -tanto en comedia como en cualquier otro género-, apenas ha perdurado para generar un icono pop que se sigue vendiente en posters. Y es una pena, ya que la obra de Stan Laurel y Oliver Hardy, además del placer que provoca una comicidad intemporal y eterna, encierra a mi modo ver un profundo misterio; el de un tándem irrepetible, en el que Laurel fue el genio creador, pero que en pantalla mutó siempre en una asombrosa química con Hardy, transmitiendo al espectador una rara sensación de complicidad, quizá jamás igualada en el cine. La pareja, además, fueron uno de los cómicos que mejor se adaptaron al periodo silente al modo sonoro, ámbito en el que rodaron todos sus largometrajes, dentro de una andadura ciertamente irregular, que se prolongó hasta inicios de la década de los cincuenta.

PACK UP YOUR TROUBLES (El abuelo de la criatura, 1932. George Marshall & Raymond McCarey), supone su segunda apuesta con le largometraje, tras la divertida PARDON US (De bote en bote, 1931. James Parrott). Al parecer, fue Marshall el que en realidad dio vida a la película -además de interpretar el impagable rol del cocinero belicoso, papel que encarnó a última hora al no aparecer el actor previsto-, y el hermano del gran Leo se limitó a momentos contados. En realidad, la película se plantea en sus poco más se sesenta minutos de duración, a modo de la suma de tres cortos. El primero nos describe las hilarantes aventuras de nuestra pareja como soldados en la I Guerra Mundial. El bloque posterior muestra las azarosas aventuras de los protagonistas, para encontrar el abuelo de una niña cuyo padre, un amigo soldado, ha caído en batalla. Finalmente, el último bloque describirá los desafortunados intentos de Laurel & Hardy por conseguir financiación para huir con la niña, a la que quieren evitar que internen en un orfanato.

De entrada, resulta incluso transgresora, la manera con la que la película nos introduje en el ámbito del reclutamiento de civiles para la contienda, en medio de una divertidísima situación de apertura en la que la pareja simulan ser mancos para evitar convertirse en soldados. Ya desde ese inicio, comprobaremos incluso la efectividad cómica de los rótulos de presentación y, sobre todo, la sensación de ir “al grano”. Como no podía ser de otra manera, las incidencias cómicas de Laurel & Hardy en el ejército serán cuantiosas -resaltemos la confusión que llevará bidones de basura al irascible general que encarna el eterno James Finlayson-. Sin embargo, dentro de este tercio inicial, no dejaría de destacar la capacidad de introducir el caos cómico en medio de un inclemente bombardeo, e incluso de diluir la caída en combate de Eddie Smith (Don Dillaway) -el padre de la pequeña que se erigirá en epicentro dramático del relato-, a través de una deliciosa catarsis cómicos, en la que la pareja se verá envuelta en una azarosa singladura dentro de un tanque en plena batalla, ¡desde el cual, inesperadamente, acabarán con sus enemigos!

La presencia de la niña y la búsqueda de su abuelo -que abandonó en su momento a sui hijo, al unirse este a una mujer a la que no aceptaba- centra el segundo tercio, albergando la cualidad de no caer más de lo necesario, en el componente ternurista que podría brindar, de entrada, la presencia de esa niña, que muy pronto se encariñará con ellos. Por el contrario, esa azarosa búsqueda de un “Señor Smith” -apellido común donde los haya-, les hará enfrentarse a un irascible boxeador, a un improbable abuelo negro o, sobre todo, el impagable caos cómica que brindará el error cometido en una boda de alta alcurnia, donde un petimetre de buena familia está a punto de casarse con una joven ¡que da las gracias a nuestra pareja por haber evitado el enlace! Al margen de este detalle concreto, resulta altamente disolvente la mirada que se ofrece sobre la alta sociedad de la época, en unos minutos donde las situaciones cómicas alcanzan un envidiable paroxismo.

Por su parte, la parte final adquiere cierta herencia del universo de Dickens, en la medida de incidir en un componente siniestro y de persecución, pese a mostrar episodios tan divertidos, como el intento de pedir un préstamo al dirigente de un banco, al que obsequian con unos puros que, en realidad, son salchichas que han cogido erróneamente de su puesto ambulante. El crescendo se prolongará con la huida de la pareja en su propio y desvencijado apartamento, tanto del banco en el que has sustraído unos miles de dólares, como de los responsables del orfanato que quieren hacerse cargo de la custodia de la niña. Serán unos minutos donde no dejaremos de divertirnos con las tribulaciones de Laurel y Hardy en su propio apartamento. El primero, intentando inútilmente esconderse en los sitios más inverosímiles. Por su parte, Hardy sufrirá la tremenda caída por un montacargas averiado. La película concluirá, en apariencia, con un Happy End, que se verá, una vez más, transgredido, con la inesperada presencia de ese irascible cocinero que se la tenía jurada a nuestros cómicos.

No se quiera ver en PACK UP YOUR TROUBLES alarde narrativo alguno. Más allá de cierto apelmazamiento visual, lo cierto es que nos encontramos ante una película al servicio de la pareja cómica y, como tal, está funciona de manera admirable. Resulta pasmoso, más de nueve décadas después, comprobar esa mixtura cómica, de infalible eficacia, en momentos como los ya citados, o en otros en teoría de peligrosa tendencia melodramática, como la pelea que les hará vencer al poco recomendable sujeto que cuida de la peor manera posible a esa niña, que nuestros protagonistas acogen. Es el universo, perenne en su magia, de dos de las personalidades cinematográficas que más he admirado siempre; Stan Laurel y Oliver Hardy.

Calificación: 3

THE WHISPERERS (1967, Bryan Forbes)

Hace escasos días, leía en la prensa que en nuestro país se encuentran más de cinco millones de personas que viven -vivimos, me uno a esta definición, en soledad-. Sin embargo, con ser esta situación algo permanente desde que la Humanidad existe, no es menos cierto que se hizo especialmente presente, en el proceso deshumanizador de las grandes ciudades. Y contemplar las dolorosas, medidas, melancólicas, tristes e incluso decadentes secuencias de la admirable THE WHISPERERS (1967, Bryan Forbes), nos revelan que incluso en un periodo de supuesto y aparente progreso para la sociedad británica, no había lugar para seres que se consideraban al margen de ese aparente progreso social. Por ello, se entiende que una propuesta tan dura, que por momentos parece proponer una actualización del universo temático del mismísimo Charles Dickens, tuviera una pobre acogida de público. Unos espectadores ingleses, a los que quizá esa mirada en torno a seres que fueron parte importante del pasado de su mundo, permanecían entonces al margen del mismo, olvidados por todos.

Al parecer, en el momento de su estreno, la película obtuvo una cálida acogida crítica, que no dudó en aclamar con justicia, la extraordinaria, matizada y casi obsesiva performance de Dame Edith Evans -una de las grandes figuras de la escena inglesa-, que recibió una considerable cantidad de galardones, entre ellos el Oso de Plata a la mejor interpretación femenina del Festival de Berlín, o su tercera y última nominación al Oscar-Hasta cierto punto era comprensible, que en un tiempo en el que el Swinging London estaba ya dando señales de agotamiento, el espectador británico de la época, dejara de lado una película que podía incomodarle -como de hecho así sucedía-. En cierto modo, el cine de Forbes iba avanzando en un sendero absolutamente libre, dejando en la cuneta posibles asideros genéricos y/o temáticos. Es más, efectuando una mirada global sobre los más valiosos exponentes de su obra, queda bastante perceptible la querencia de Forbes por los personajes marginados, capaces de articular sus títulos más valiosos. Una andadura como realizador, que considero alcanzó su más alto grado de excelencia con esta misma película y con la no muy alejada en el tiempo KING RAT (King Rat, 1965). Es por ello, que desde su evidente minimalismo, su sensación de pieza de cámara, y la propia circularidad de su base argumental, nos encontramos de entrada con una mirada inmisericorde hacia la insensibilidad de esa sociedad inglesa, envuelta en progreso, en torno a sus mayores. La soledad que invade la vida cotidiana de la septuagenaria Margaret Ross (Evans), asumiendo día a día la rutina, viviendo en un bajo dominado por la decrepitud, conservando el sello de una educación relevante (sigue leyendo la prensa como un rito, guardando los ejemplares en un cuarto casi atiborrado de antiguos periódicos). Pese a ello, mantendrá siempre un semblante digno ante una evidente decrepitud (acude a una biblioteca cada día, en donde se acumulan otros ancianos en su misma situación, aprovechando un canal de calefacción para apoyar su pie húmedo). Suplantará su ruinosa situación, simulando la espera de un dinero de una herencia, en las misivas que escribe al sensible responsable de caridad que le ha tocado en suerte -Mr. Conrad (magnífico Gerald Sim)-. Un ámbito existencial desolador, ante el cual nuestra protagonista no encuentra más que una extraña huida; escucha una serie de voces -que el espectador no percibe-.

Si algo define el film de Forbes es la incomodidad y la capacidad de transgresión, que brinda este doloroso drama a tres bandas, que alterna la mirada firme pero compasiva de ese ‘juguete roto’ de la sociedad inglesa, con la visión cruel, desesperanzada, de ese progreso, que en la película se representa por medio de esos nuevos e impersonales polígonos de viviendas. Todo ello se encuentra presente en este relato que adapta la novela previa de Robert Nicholson, adaptada a la pantalla por el propio realizador, quien siempre señaló que nunca se sintió más libre a la hora de trasladar su material.

La andadura de la protagonista se describe en la pantalla a modo de pinceladas, como la crónica de un ser casi fantasmal. Pero lo hará siempre con delicadeza, como en si en las dolosoras imágenes de la película, se trasladara al mismo tiempo el respeto hacia una mujer que en su pasado albergó distinción. Que aún sigue conservando el eco de una educación esmerada, y que intuimos fue una buena persona, aunque muy propia de la educación de su tiempo. A partir de esa premisa, y siempre con una puesta en escena que sabe discurrir siempre con una pátina descriptiva. Con una extraña y dolorosa cadencia. Buscando en todo momento no alzar la voz -apenas conoceremos un instante donde la narración adquiere una inusual violencia; cuando el esposo de la protagonista es testigo del asesinato de un mafioso y huye con un considerable botín, abandonando a Margaret-. Todo discurrirá, sin embargo, en una mirada contemplativa, incluso en los instantes más desgarradores del relato -el episodio en que se emborracha a la protagonista para robarle el dinero que porta, dejándola tirada cerca de su casa como si fuera un animal muerto, provocándole una neumonía-.

Como ante señalaba, en realidad el argumento de THE WHISPERERS es bastante sencillo. Lo que importa en él es la miurada. La búsqueda del matiz. La manera que albergan las inspiradas imágenes de Forbes, a la hora de describir ese mundo de ancianos que se encuentran abandonados por todos, y que apenas tienen ocasión de recibir las pequeñas ayudas estatales, acudir a la biblioteca a leer la prensa y, sobre todo, pasar las horas resguardados del frío, o tener que asistir a los sermones de un extrañe predicador, a cambio de poder comer de manera miserable. Para seguir todo este recorrido existencial, que trasciende lo individual para extenderse a una mirada colectiva, Forbes atesora materiales de extraordinaria magnitud. Lo brinda la perfección de un cast impecable, pero a ello hay que sumar la extraordinaria iluminación en b/n de Gerry Turpin, que acierta a proporcionar a los fotogramas una atmósfera entre triste, húmeda, sombría, e incluso aterradora en su propia cotidianeidad. Y es algo que tiene un especial reflejo, en el acierto que se brindan la elección de escenarios, en lo que aparece como una ciudad del Norte de Inglaterra. Unos escenarios -especialmente en exteriores- que aparecen ante nosotros con una casi lacerante fisicidad, en aquellas secuencias descritas en el ruinoso entorno donde se encuentra el viejo apartamento de la protagonista, y que se extiende a la hora de plasmar esos nuevos barrios -en la secuencia donde Margaret es asaltada-, dominados por la grisura y la impersonalidad. Y para dar forma a esa auténtica sinfonía de la decadencia, resulta admirable la tarea como montador del posterior realizador Anthony Harvey, capaz de proporcionar al conjunto una extraña configuración de fábula decadente, en la que se encontrará un elegíaco aliado en el fondo sonoro brinda por un entonces recién oscarizado John Barry.

Con dichos elementos, Bryan Forbes configura una obra admirable. Uno de los grandes títulos del cine inglés en la segunda mitad de los sesenta, al que el paso del tiempo ha permitido agigantar su vigencia, y que creo podría aparecer como un epígono británico del previo y aún superior UMBERTO D. (Umberto D., 1952. Vittorio De Sica). Y todo ello, en un relato cuyas imágenes aparecen como una dolorosa balada de la decadencia, la soledad y el olvido, enmarcadas en una singular sinfonía de observador, sin afán moralizador. No hace falta subrayar en ellas. Solo con ver a esa anciana tirada por un guiñapo por aquellos que la han robado. En esa sucesión de planos que describen como esta mujer, abandonada desde hace años, ha recibido la atención y el cariño de las enfermeras, en su proceso de recuperación. En lo conmovedor -y duro- que resulta el reencuentro con su marido perdido -anteriormente, hemos asistido a una secuencia de enorme intensidad, en donde un asistente revela a este su condición de auténtico mendigo-, o incluso el reencuentro de Margaret a su vieja casa, donde queda sorprendida y extrañada por la limpieza que observa y que han efectuado los asistentes sociales. Ese momento inolvidable, en el que ella musita apenas dos palabras a su marido, que realmente la ignora; “Me abandonaste”. La manera con la que se describen esos jóvenes vecinos, representativos de las nuevas generaciones de ingleses, donde la inmigración aparece como un nuevo elemento social. Todo ello comporta una mirada tan realista como llena de tristeza. Antes lo señalaba, como si el universo de Charles Dickens se proyectara en ese lado sombrío de una Inglaterra imbuida de aparente progreso. En esa estructura simétrica de THE WHISPERERS se encuentra un doloroso barrido para una sociedad que no se atreve a mirar de cara a su pasado, a sus raíces. El paso del tiempo y la tendencia a las concentraciones urbanas, no ha hecho más que agudizar este drama inherente al mundo occidental, el ámbito acostumbrado del estado de bienestar. Una película tan honda y al mismo tiempo tan universal como la que nos propone Bryan Forbes aparece, casi seis décadas después, como un auténtico dardo envenenado. Como un inesperado grito de desgarro, además de una obra ejemplar, dentro de un cine como el británico, que se encaminaba a una de las crisis más graves de su historia.

Calificación: 4

KISSES FOR MY PRESIDENT (1964, Curtis Berhnardt) Besos para mi presidente

KISSES FOR MY PRESIDENT (1964, Curtis Berhnardt) Besos para mi presidente

Nos situamos en 1964, ámbito en el que la comedia americana se encontraba aún en todo su esplendor. Cineastas como Wilder, Donen, Edwards, Quine, Edwards, Tashlin, Lewis, Minnelli, e incluso figuras más artesanales como Swift, Panama, Gordon, o Delbert Mann. Entre unos y otros, se logró conformar el que a mi modo de ver sigue siendo el último periodo dorado del género, que propició en el éxito de su acogida, que otros directores y propuestas se sumaran a una corriente de casi segura aceptación. Una vertiente en la que se incorporaron diversas variantes que, de alguna manera, proponían un contrapunto humorístico a elementos de actualidad en aquel tiempo, dentro de lo que podríamos denominar cine “serio”.

En este sentido, la singularidad que propone la estimable KISSES FOR MY PRESIDENT (Besos para mi presidente, 1964. Curtis Bernhardt), propone no pocos elementos de interés. De entrada, supone una cierta mirada satírica, en torno a ese cine político que había albergado cierto éxito en aquellos años, que tendría su cima es la excepcional ADVISE AND CONSENT (Tempestad sobre Washington, 1962. Otto Preminger), pero en la que podemos destacar propuestas tan atractivas como THE BEST MAN (Franklin J. Schaffner) rodada ese mismo 1964, o algunas valiosas incursiones avaladas por John Frankenheimer.

La comedia que cerraría de manera insólita la filmografía del alemán Bernhardt -con el lejano aval sus espaldas de un ramillete de buenos títulos dentro del noir, firmados durante la segunda mitad de los cuarenta-, tras unos últimos años dominados por películas impersonales, de alguna manera aparece como respuesta a ese pequeño subgénero de producciones que narraban la vida política cercana al entorno de la Casa Blanca, introduciendo en el guion urdido al alimón por Robert G. Kane, junto al experto comediógrafo Claude Binyon, el planteamiento de que la más alta autoridad norteamericana fuera ocupado por una mujer. Cuando dicha posibilidad ya se planteó en las elecciones USA de 2016 -en la figura de Hillary Clinton- y lo reiteró hace escasas semanas de manos de Kamala Harris, esta película lo ofrece como hecho consumado, como auténtico punto de partida para quien en esta ocasión ha de ocupar el lugar habitualmente señalado para la ‘primera dama’. En la película, el cargo queda ocupado por Leslie McCloud (Polly Bergen), a quien contemplamos ocupar la Casa Blanca al inicio del relato, acompañada de su esposo -Thad (Fred McMurray)- y sus dos hijos. Lo hará tras unos breves planos -incluyendo algunos planos de índole documental, que integran la película en ese cine político del que parece emerger, ayudado por esa notable y verista fotografía en b/n de Robert Surtees.

Desde los primeros compases quedará claro que la película se articula en torno al personaje de Thad, permitiendo con ello el histrionismo y el timming cómico de McMurray. Todo ello, envolviendo las trazas de una agradable comedia familiar, en la que se insertan elementos de otros modos en el género, como puede ser la querencia por el slapstick -centradas ante todo en las peripecias, peleas y carreras protagonizadas por el dictador Valdés (un insólito y divertido Eli Wallach), o en la divertida secuencia del mareo de McMurray en el pequeño barco donde intenta vivir una tranquila velada junto a su esposa la mandataria-. También podremos asistir a algunas secuencias de tipo confesional, muy ligadas a esos tiempos muertos marcados por célebres comedias firmadas por los citados Donen, Quine, Edwards o Minnelli. Breves secuencias que en esta ocasión se dan cita en algunos instantes intimistas entre el matrimonio protagonista, e incluso en un par de secuencias marcadas entre Thad y la que fuera su antigua amante -Doris (Arlene Dahl)-, empeñada en captarle tanto a nivel sentimental, como utilizar su influencia para publicitar su empresa de cosméticos.

Todo ello configura una de esas clásicas comedias de enfrentamiento de caracteres -me recordó un poco la casi inmediatamente previa CRITIC’S CHOICE (1963, Don Weiss), y algunos otros títulos protagonizados aquellos años por Bob Hope-. En medio de ese contexto, no cabe duda que uno de los lastres, una de las limitaciones del film de Bernhardt, lo supone el atroz conservadurismo que envuelve su planteamiento, ya planteado desde esa acogida a los nuevos residentes, recibidos por una pléyade de criados negros, o culminado con la excusa argumental que solucionará la crisis familiar alimentada desde el prisma del esposo ¡con el embarazo de la mandataria, que tendrá que dejar su responsabilidad!

Con ser un tanto cuestionable ese sesgo -y más, a ojos de nuestros días- sería injusto condenar por ello una comedia en conjunto estimable, dirigida con precisión por el veterano realizador alemán, y que ofrece ciertos elementos de interés. No es el más atractivo de ello la superficial mirada en torno al consumismo o incluso la burla a las nuevas generaciones juveniles que describen los dos hijos del matrimonio -el muchacho es un devorador de la televisión y se convertirá en un estudiante díscolo en su instituto. La hermana, adolescente, se ligará a un joven y caricaturesco beatnick; una vez más, el matiz conservador se hace presente-. En su oposición, y en un conjunto adornado con sorprendente acierto por el veterano compositor Bronislau Kaper, podremos disfrutar de algunas magníficas secuencias de comedia. Entre ellas, no se puede dejar de destacar el brillante episodio -muy en la línea del estilo de Cary Grant-, en la que el presidente consorte se verá envuelto en un cómico episodio, en batín, escondiéndose de la múltiple presencia de turistas y sin poder zafarse de los distintos grupos de turistas. Resulta igualmente divertida la secuencia -muy lewisiana- en la que McMurray irá contemplando en sus dependencias los distintos retratos de las “primeras damas” que le precedieron, hasta llegar un momento en el que él mismo, sugestionado, se vea a sí mismo imaginado ataviado de mujer. En cualquier caso, creo que el mejor pasaje de KISSES FOR MY PRESIDENT lo brinda la magnífica secuencia que describe el desayuno de la presidenta junto a sus hijos, la mañana después de la pelea que ha protagonizado involuntariamente su marido contra Valdez, ante la presencia del periódico que refleja en portada del incidente -que la mandataria aún no conoce-. Se trata de unos instantes perfectamente planificados y coreografiados, jugando con movilidad del propio diario, manejado por unos y otros -atención a los gestos de sufrimiento del mayordomo-, en donde lo hilarante se combina con una nada soterrada tensión.

Curiosamente, la comedia de Bernhardt incorpora una subtrama dramática, centrada en torno al insidioso senador Walsh (el siempre magnífico Edward Anhalt), líder de la oposición, quien, tras una serie de consejos nada claros a la nueva mandataria, en última instancia la someterá a un chantaje, del que lo desacreditará el propio Thad en una vista pública celebrada durante los minutos finales, donde la bobaliconería de su personaje quedará redimida. No se porque, pero la configuración de ese ladino político, no dejó de parecerme claramente inspirado en el que desarrolló Charles Laughton, en su último rol cinematográfico, en la ya citada ADVISE & CONSENTS.

Calificación: 2’5

MY SISTER EILEEN (1955, Richard Quine) Mi hermana Elena

Siendo el duodécimo largometraje de su filmografía, y aun cuando Richard Quine ya atesoraba entre ellos títulos notables -DRIVE A CROOKED ROAD y PUSHOVER (La casa número 322), ambas de 1954- puede decirse que con MY SISTER EILEEN (Mi hermana Elena, 1955) nuestro realizador encontraba un producto lo suficientemente perfilado, a la hora de describir una andadura posterior. Una trayectoria esta, definida en  la inclinación por la comedia, los ecos por un musical que se encontraba casi en el inicio de su extinción -más no la entraña de ese cine etéreo que fue la quintaesencia de lo mejor de su obra- y, por supuesto, la puesta en práctica de elegantes maneras, aunando con ello una innata inclinación por la entraña del melodrama. Todo ello se aúna con especial armonía en esta comedia musical, en la que ambas vertientes aparecen ligadas con una extraña armonía, en un conjunto donde el vitalismo y la alegría de vivir aparece como principal punto de inflexión.

Nos encontramos en el Greenwich Village. Un ámbito lleno de vida, que el espectador percibe desde los primeros planos de la película, en donde junto al cálido cromatismo de Charles Lawton Jr.  se aúna un poderoso uso del CinemaScope. Muy pronto escucharemos la voz en off de Ruth Sherwood (Betty Garret) quien, junto a su hermana Eileen (Janet Leigh), viajan desde una localidad de Ohio para establecerse en Nueva York. Ruth como escritora y su hermana menor buscando convertirse en figura del espectáculo. La realidad de ambas será más prosaica, al tener que alojarse en un destartalado apartamento ubicado en el sótano de un viejo edificio, en donde junto a calores han de soportar ocasionales explosiones de las obras de metro. Ambas iniciarán de manera frustrante sus anhelos. Ruth intentará seguir las escasas referencias recibidas por correo, mientras que Eileen se someterá a humillantes proposiciones y castings, que en realidad solo buscan aprovecharse de su físico. Sin embargo, en torno a ellas se vislumbrará la inesperada posibilidad de sendas relaciones. En el caso de la última, con el dulce y humilde camarero Frank (Bob Fosse) y por parte de Ruth en el reputado director editorial Bob Baker (Jack Lemmon). En este último caso, la sombra que de Eileen se establece en el relato que a este le ha gustado de cuantos Ruth le ha ofrecido, marcará una barrera casi infranqueable entre ambos. Sobre todo. por su autora, que cree que Bob no se siente atraído por ella -al señalarle que el relato se basa en sus propias aventuras- sino porque su narración proyecta el atractivo de su hermana.

MY SISTER EILEEN -surgida de una historia de Ruth McKenney- ya fue llevada al cine -con un resultado bastante agradable, aunque de inferior nivel al del título que nos ocupa- en 1942 -MY SISTER EILEEN (Los caprichos de Elena)-, de la mano del interesante y poco apreciado especialista del género Alexander Hall, adaptando en aquella ocasión el referente escénico de Joseph Fields y Jerome Chodorov. En esta ocasión, Quine traslada su vertiente musical a partir del previo éxito en Broadway de dicha versión, modificando los números y canciones, y asumiendo un guion plasmado al alimón por el propio realizador y el entonces aún poco conocido Blake Edwards, que aquel año debutaría como realizador, y cuyo tándem ya se había fogueado en el género de la comedia musical con diversos títulos de limitado calado. Unido a dicho andamiaje, cabe señalar la determinante presencia del citado Bob Fosse -presentado como Robert Fosse- como artífice de la vibrante coreografía de sus números musicales -en el segundo título donde ejercía su cometido-. Serán todo ello -unamos la divertida y entregada tarea de su cast-, elementos que configurarán un resultado tan humilde como lleno de vitalismo. Tan en apariencia insustancial como en realidad una apuesta abierta y sincera por la alegría de vivir, una de las piedras básicas de las mejores muestras del musical americano. MY SISTER EILEEN parte, por tanto, de los mimbres que en aquel tiempo configurarían los últimos años dorados de un género que se iba ubicando en una plataforma de muy pronta decadencia. Sin embargo, hay que reconocer que el film de Quine adquiere una personalidad propia, al tiempo que anticipa no pocos de sus elementos visuales. De la delicadeza en los modos narrativos del cineasta. En su destreza a la hora de describir entornos urbanos y, en definitiva, en el cariño que despliega sobre sus personajes, por más que al mismo tiempo sepa extraer de ellos sus elementos cuestionables y sus propias debilidades.

Todo ello se aprecia, y de que manera, en esta película deliciosa, en la que podemos destacar la habilidad con la que Quine orilla por completo la teatralidad en las numerosas secuencias desarrolladas en el apartamento de las dos protagonistas o en el patio del edificio. La brillante utilización del espacio escénico irá aunada por la no menos experta destreza en las secuencias corales -los equívocos que se manifiestan en el encuentro de los personajes en un sofisticado café-. Será algo que podremos ir ratificando en el devenir posterior de su obra. En todas estas escenas insertará oportunos gags y elementos humorísticos -ese temblor por el estallido de explosivos, el reiterado gag del pasamanos de la puerta, el calor existente, la casi ausencia de cortinas que las deja expuestas a los viandantes, los divertidos tropezones de Wreck (Dick York), el joven vecino, cuando quiere hacer deporte en el patio-. Al mismo tiempo, la película se verá enriquecida en todo momento por esa elegancia en el uso de las grúas, que tendrá su colofón en esa aparentemente intrascendente conclusión, con ese baile colectivo de la conga, pero que tal y como queda plasmado, supone una vitalista despedida a la historia que hemos contemplado. Pero en el conjunto no estarán ausentes oportunos travellings laterales, como el que describirá a los personajes dispuestos de diversas celdas de comisaría, ubicadas de manera consecutiva.

Y en una comedia musical donde se advierten las claves de su realizador, y podríamos señalarla como el primero de sus títulos ‘acabados’, no es menos evidente que Quine se siente especialmente a gusto en las aguas de un musical amable y vitalista. Y es bajo su influjo cuando podemos destacar sus momentos más perdurables, expresados en determinados números que al mismo tiempo responden a miradas narrativas, visuales e incluso temáticas contrapuestas. Lo podemos comprobar en el inesperado y deslumbrante “Competition Dance”, en el que se describe una pugna de baile entre Fosse y Tommy Rall, que al mismo tiempo servirá para dejar en el off narrativo el frustrante casting vivido por Eileen. Podemos destacar igualmente el delicioso “Give Me a Band and My Baby”, todo un estallido de alegría nocturno ante un kiosko de música desierto, por parte de Garrett, Leigh, Fosse y Rall. El divertido tono de comedia -descrito además con especial tino entre las dependencias del apartamento de Lemmon-, que expresa “It’s a Bigger Than You and Me”, donde este intenta acosar a Garrett. O, finalmente, la elegancia y melancolía que se muestra con “There’s Nothing Like Love It” donde Bob Fosse clama su amor por Leigh, sin saber que está siendo observado amorosamente por ella, hasta que al descubrirla esta se suma a una danza entre amboss. Cuatro intervalos musicales opuestos entre sí, todos ellos definidos en su brillante resultado, y bajo cuyo influjo pueden establecerse los vértices de un cineasta, que a partir de ese momento daba inicio a sus años de gloria.

Calificación: 3’5