BONNIE AND CLYDE (1967, Arthur Penn) Bonnie y Clyde

Casi seis décadas después de su estreno, nadie puede dudar que BONNIE AND CLYDE (Bonnie y Clyde, 1967. Arthur Penn) supone uno de los títulos más rupturistas e influyentes, de lo que se denominaría el Nuevo Hollywood. Hablamos de propuestas que ayudaron a derribar una serie de fronteras cinematográficas, que conectaron con la entraña de una sociedad norteamericana traumatizada por la guerra del Vietnam y los movimientos contraculturales, y que derribaron determinadas barreras temáticas. Una corriente en la que se encuentran exponentes tan reconocidos en su día -y tan mediocres en mi opinión- como THE GRADUATE (El graduado, 1967. Mike Nichols) y MIDNIGHT COWBOY (Cowboy de medianoche, 1969. John Schlesinger) o, por el contrario, tan sublimes como el posterior THE LAST PICTURE SHOW (La última película, 1971. Peter Bogdanovich) -por cierto, el que ofrecía una mirada más respetuosa al Hollywood del pasado-. Y se trata de un exponente que, partiendo del guion inicial, elaborado al alimón por el tándem de los muy pronto influyentes Robert Benton y David Newman, le fue propuesto al francés François Truffaut, quien, tras desestimarlo, lo pudo transmitir de manera casi casual al actor Warren Beatty, verdadero impulsor de lo que pronto fructificaría como película -pudiendo atribuirse ser uno de los precursores de esa vertiente de actores – productores – directores, junto a nombres como Paul Newman, Robert Redford o Kevin Costner-, y algo más de una década después debutaría como director. Fue el propio Beatty, quien casi desde el primer momento intuyó en encomendar la realización de la película a un Arthur Penn, a cuyo cargo protagonizó la controvertida MICKEY ONE (Acosado, 1965). En todo momento, entre ambos se estableció una constante corriente creativa, debatiéndose sugerencias de uno u otro -también por parte del tándem de guionistas, e incluso un jovencísimo Robert Towne, que aportó ideas en diversas secuencias-, en un ámbito en el que Penn siempre asumiría la decisiva última palabra. Con esas premisas, la gestación y el posterior rodaje de BONNIE AND CLYDE se convirtió -más allá del caudal de cualidades y elementos más o menos cuestionables o caducos con el paso de los años-, en una expresión de simbiosis creativa que, justo es reconocerlo, se transmite en su discurrir.
Unos reveladores títulos de crédito -con unos sobrios grafismos que se van fundiendo tomando como fondo la sucesión de fotografías de los auténticos personajes de la película- nos dan paso, casi de sopetón, a dos de los elementos, contrapuestos, más significativos del relato. De un lado, la hoy día torpe, incluso chusca, expresión psicoanalítica de la relación entre la pareja protagonista, por medio de una hoy día bastante periclitada danza de seducción de Clyde Barrow (Beatty) a cargo de Bonnie Parker (Faye Dunaway). Se recurrirá para ello con una planificación entrecortada, y una recurrencia a ciertos elementos de comedia que, personalmente, considero no demasiado afortunados. Por el contrario, desde el primer instante BONNIE AND CLYDE resalta por la admirable ambientación de ese Sur rural de los Estados Unidos, obra del imprescindible Dean Tavoularis, que acertó a la hora de la elección de una serie de exteriores que aún se conservaban. Y unido a ello, la absoluta implicación del veteranísimo Burnett Guffey -quien consideró su participación en la película un pequeño calvario, ya que tuvo que asumir numerosas decisiones visuales poco frecuentes en él, por orden de Penn-, a la hora de entregarse en una iluminación en intenso cromatismo, que acierta en todo momento a proporcionar a sus imágenes fisicidad e intensidad, máxime cuando el director albergaba la intención inicial de rodar la película en b/n.
A partir de este punto de partida, la película se articula en una sucesión de episodios, tan libre como en ciertas ocasiones inconexa y arbitraria, que nos relatará por un lado la evolución de la andadura de la pareja de forajidos, a la que se unirá el joven C. W. Moss (Michael J. Pollard) y, más adelante, el hermano de Clyde -Buck (Gene Hackman), recuperado por Beatty, tras haber trabajado con él en la inolvidable LILITH (Lilith, 1965. Robert Rossen)- y su esposa Blanche (Estelle Parsons, asumiendo un personaje inicialmente dominado por un exceso de histrionismo, aunque paulatinamente devenga mejor perfilado).
Todo ello conforma el conjunto de una película que resalta por un lado por su frescura, por una contagiosa joie de vivre. Por esa extraña y arbitraria configuración narrativa. Por esa desprejuiciada plasmación de la violencia. Por el tratamiento de una extraña historia de amor entre dos seres convulsos. Dos rebeldes casi a pesar suyo, que son trasladados a a la pantalla casi como si fueran protagonistas de un insólito slapstick. Esa insólita, y hasta cierto punto fascinante andadura de esos dos maleantes, que se erigieron en portavoces de rebeldía dentro de una población rural terriblemente diezmada durante la Gran Depresión, y que el relato de Penn y sus colaboradores sublima, no solo modificando sus características por los estándares hollywoodienses marcados por la pareja Beatty / Dunaway. Pero es que además lo realizan de manera deliberada y contrastada con las imágenes que nos muestran los ya citados créditos. E incluso ofrecer un contraste en la propia imagen en pantalla, de la propia presencia de la atractiva pareja de intérpretes -que en todo momento brindan una química explosiva- con la presencia de episódicos personajes, indudablemente seleccionados de entre habitantes de las poblaciones, que proporcionan una rara e incluso hermosa sensación de verdad, en uno de los rasgos que, a mi modo de ver, siguen apareciendo más vivos en la película. Al mismo tiempo, esa apuesta por un determinado caos cinematográfico, es la que al fin y a la postre, la que otorga personalidad propia a una película que surgió como estandarte y símbolo de un tiempo concreto, y que con el paso de los años mantiene buena parte de su vigencia, aunque no dejo de recalcar que esa cierta escasez de sutileza, tiene más presencia de la debida con el paso de los años. Todo ello, esa mixtura de rasgos y estilos, queda envuelto y engarzado en la presencia de un tema country de guitarra, y montado con considerable nervio por la experta Dede Allen.
Sin duda, uno de los rasgos que en su momento impactaron con más fuerza -suscitando una enorme controversia-, y aún hoy día albergan un alcance más transgresor, lo supone la plasmación física de la violencia en sus imágenes. En ocasiones envuelta con elementos de comedia, pero siempre, siempre, atendiendo a una fisicidad hasta entonces atenuada en la pantalla, acentuada por ese cromatismo que subraya la presencia de la sangre, y envuelta en una planificación entrecortada y atomizada, inédita hasta el momento, que tendrá su catarsis final en la aún impresionante plasmación de la emboscada que culminará con la eliminación física de la pareja de bandoleros, en medio de un tan interminable como casi casi ritual lluvia de balas, en la cual los cuerpos de los protagonistas ofrecerán una extraña danza de la muerte, y a cuyo final un silencio ominoso brindará una casi ceremonial conclusión a la película.
Dentro de esa innegable irregularidad que preside el film de Arthur Penn, lo cierto es que se marca un inesperado punto de inflexión entrada la segunda mitad del relato, a partir de la inicial secuencia de comedia que protagonizará un debutante Gene Wilder. La revelación por parte de este de tratarse del dueño de una funeraria, hará aflorar en Bonnie una conciencia de la cercanía de la mortalidad, que permitirá los momentos más hermosos de la película. Esa secuencia en un maizal, donde la joven se escapa, es rescatada por Clyde, que en ese momento le ratificará su amor. Todo ello, enmarcado en sendos planos generales sobre los que se proyectarán unas extrañas sombras, que surgieron de manera inesperada en el lugar de rodaje, y que Penn aprovechó de manera admirable. Serán el preludio del melancólico episodio de la visita a la madre ¡Que hermoso personaje, solo con contemplar la belleza de su rostro envejecido! Sería encarnado por Mabel Cavitt, una maestra tejana que acudió al rodaje y, muy pronto, acometería su única, breve y memorable incursión cinematográfica.
Entre lo mejor de BONNIE AND CLYDE cabe señalar esa secuencia posterior, en la que la asediada y casi inconsciente pareja, es atendida por un grupo de granjeros proscritos que se encuentran a la orilla de un río. O la visita del sheriff que los busca a una herida e invidente Blanche, a la que sonsaca la identidad de Moss, y deja abandonada sin ella percatarse de ello. Recordemos, por el contrario, entre los instantes más envejecidos de la película, el episodio previo en el que este mismo marshall es reducido por Clyde y humillado por Bonnie, hasta provocar la situación el estallido del primero.
Por fortuna, y antes de la catarsis final que permanecerá siempre en el recuerdo de la película, viviremos esa culminación emocional de la pareja, tras consumar elípticamente la relación sexual entre ambos. Clyde superará su impotencia y su amada mostrará su gratitud glorificando al joven con un poema, ante la cual Clyde asumirá -en un primer plano recortado sobre un cielo luminoso- que ello significará su mitificación. Pronto, el texto quedará encadenado con su presencia en las páginas de la prensa del momento.
Calificación: 3’5





