
Dentro de una cinematografía como la británica, de por sí tan necesitada de una mirada global lo suficientemente profunda, para hacer valer su enorme caudal de cualidades, aún hoy ocultas, es cierto que en ellas se arrincona la aportación de nombres que dejan entrever verdadero talento entre la parte de su obra que hemos podido atisbar. Hablamos de nombres como el reconocido actor, pero apenas reseñado director que fue Peter Ustinov. De figuras tan extrañas, y necesitadas de revisionismo como Henry Cass, Wolf Rilla, Thorold Dickinson, la reivindicada Muriel Box, quizá por su condición de mujer, ese Lance Comfort que unos pocos intentamos llevar al sitio que creemos merece… o Anthony Pelissier.
Al detenernos en este último, hablamos de alguien polifacético, también escritor y productor, depositario de una andadura que combinó la escena, la gran pantalla, el cortometraje e incluso el medio televisivo Sea como fuere, entre 1949 y 1953 rodaría un total de siete largometrajes, de los cuales hasta el momento, tan solo había podido disfrutar de su segundo film, la deliciosa fábula infantil y fantastique THE ROCKING HORSE WINNER (1949), que ya me dejaba entrever la singularidad y sensibilidad de este hombre de cine. Tan solo quedaba ratificar si ese talento era ocasional, o provenía de alguien del que se podía intuir un cierto grado de inspiración generalizado. Por fortuna, PERSONAL AFFAIR (Escándalo en Rudford, 1953), lamentablemente su penúltima realización, no solo me ratifica en esa necesaria mirada sobre su figura, sino que, pese a ciertos comentarios recelosos de su resultado que he podido leer, me aparece como una de esas joyas que atesoró el cine británico de la primera mitad de los cincuenta.
De entrada, partimos de un relato inserto por derecho propio, en una de las parcelas donde considero que la producción inglesa alcanzó una primacía dentro de las cinematografías mundiales; el drama psicológico. Es curioso señalarlo, ya que para no pocos comentaristas, parece que esa especialización solo nació con las obras más populares llevadas a cabo por Joseph Losey -que justo es reconocer atesoran alguna de las cimas de esta vertiente-, pero que ha sido una especialización habitual en el cine de las islas desde los años cuarenta, con admirables exponentes, firmados por cineastas tan ligados a su país como Basil Dearden o, más adelante, Bryan Forbes, sin ocultar la importancia que albergó el Free Cinema para actualizar dicha corriente. Valga este preámbulo, a la hora de poner en valor la precisión, el rigor analítico, la destreza dramática y, porque no decirlo, la perfección cinematográfica de esta adaptación cinematográfica -a cargo del propio autor- de la obra teatral de Lesley Storm. Una película que se dirime en un progresivo estado de angustia, delimitada en un radio de acción de poco más de tres días, y centrada en el caso de una desaparición, que pondrá en jaque a la hasta entonces aparentemente tranquila población de Rudford.
En ella, ejerce como profesor de su viejo instituto de secundaria el amable Stephen Barlow (una precisa y conmovedora creación de Leo Genn. Tal vez la más valiosa de toda su carrera cinematográfica). Se ocupa de dar clases de latín ante un joven y desprejuiciado auditorio, entre el que destaca una joven de especial sensibilidad. Se trata de Bárbara Vining (una espléndida Glynis Johns, encarnando con convicción a una joven de diecisiete años, cuando tenía treinta en el momento del rodaje). Varios detalles nos inducen a pensar que se encuentra secretamente enamorada del profesor -lo sigue a distancia desde la salida de las clases-. Por su parte, Barlow se encuentra casado con la posesiva y americana Kay -Gene Tierney, remedando un poco su célebre rol en la mítica LEAVE HER TO HEAVEN (Que el cielo la juzgue, 1945. John M. Stahl)-. Muy pronto, con una precisión encomiable a partir de una planificación precisa, se nos introduce en un contexto en apariencia idílico. También en la oculta pasión de la muchacha. Y, por supuesto, en el carácter posesivo que muestra la esposa en torno al profesor, que tendrá su punto de estallido -un ominoso primer plano sobre Kay- al manifestar esta a la adolescente sin el menor miramiento, que sabe que está enamorada de su marido. Pero ya antes, habremos tenido las primeras impresiones del hogar de los Vining, encabezado por Henry (magnífico Walter Fitzgerald), director del rotativo local, su esposa, la meliflua Vi (Megs Jenkins), y la insidiosa hermana de esta, la solterona Evelyn (Pamela Brown, iniciando su estela de roles estridentes), en todo momento recelosa, a causa de una vieja y frustrada relación amorosa, que sentenció el gris devenir de su existencia.
Estos serán los mimbres en apariencia estables que saltarán por los aires cuando la muchacha desaparezca, tras haber salido huyendo después de la provocación de Jay, y una conversación nocturna mantenida con el profesor y favorecida por este, al objeto de atenuar el trauma que intuye le ha provocado la situación. La ausencia de Bárbara irá provocando toda una creciente montaña de murmuraciones y frustraciones, que asumirá Barlow con tanta nobleza como estoicismo. Será despedido de su trabajo, objeto de maledicencias, e incluso de presiones por parte de su esposa. Pese a la relativa comprensión recibida en un momento dado por el padre de la desaparecida, llegará a ser interceptado por agentes de una policía por presiones, y pese a no encontrar indicios relevantes -tan solo aparecerá la gorra de la muchacha en el rio-. También se efectuarán operaciones de rastreo en las aguas, sin resultado en un sentido u otro. Una auténtica olla a presión, en la que se revelará el verdadero rostro de una colectividad sometida a una situación extrema, por más que la misma se encuentre inserta dentro de la clásica personalidad inglesa.
Antes lo señaba, PERSONAL AFFAIR resalta por suponer un imponente ejemplo del mejor drama psicológico cinematográfico, tanto por la intensidad del material que le sirve de base, como en su contundente e inspirada plasmación cinematográfica, dentro de una serie de giros que llegan a atesorar una atmósfera casi aterradora, para devenir en último término como una propuesta que habla de imposibilidad de conciliar los sentimientos y, al mismo tiempo, de la propia imposibilidad de reprimirlos. En torno a ese eje central se dirime la galería de personajes que verán alteradas sus vidas, en una película que destaca por el acierto en la apuesta por el detalle -ese pañuelo mojado por lágrimas que Evelyn esconde cuando acude a la habitación de su sobrina en búsqueda de pistas; la preferencia de Kay por el café, en un entorno donde el te es una seña de identidad; la apuesta por los espejos en algunas secuencias de especial significación del relato-, pero que al mismo tiempo en todo momento se atiene a la humanización de sus personajes, por más que en ocasiones sus comportamientos o reacciones sean censurables -el director del colegio, encarnado por Michael Hordern, al cesar al profesor; la propia personalidad posesiva de su esposa-. Con toda esta amalgama, Pelissier va perfilando la afilada tela de araña de un relato que irá discurriendo hacia un cenit que, en última instancia, jamás llegará. Lo hará con la ayuda de la oscura y penetrante iluminación en B/N de Reginald Wyer que, por momentos, parece albergar la atmósfera de un confesionario. También, con la banda sonora de William Alwyn que, en algunos instantes, llega a erigirse como un personaje más -sonará durante la conversación entre el protagonista y la adolescente, antes de que esta salga de escena, en medio del imponente azud de agua que se sitúa ante ellos-. Más allá incluso de estos dos elementos, el director contará como especial aliado con el admirable montaje brindado por Frederick Wilson, propicio en afortunadas e incluso audaces transiciones -una de ellas llegará a mostrar, en primer plano, el rostro de la muchacha en negativo-.
Con todo ello, con la anuencia de un reparto en estado de gracia -se percibe que Pelissier tuvo muy presente la entrega de todos sus intérpretes-, se asiste a un auténtico calvario personal en torno al apacible y culto profesor, en un relato que opta por discurrir en voz callada, siempre con susurros, en el que los gestos tienen capital importancia, y en donde todo queda más bien sugerido aunque, en su conjunto, revele las costuras arrancadas de la falsa convivencia de una sociedad llena de agujeros. Ese descenso a los infiernos de un hombre sensible, está articulado con el escalpelo de un realizador que conoce el alma humana. Y además se inserta en unos postulados cinematográficos que, por momentos, parecen acercarnos incluso al cine de terror -el uso de sombras y claroscuros no será ajeno a dicha percepción-. Es más, en ocasiones, uno tiene la extraña sensación de encontrarse -con todas las distancias temáticas que se le puedan formular- ante un procedente de propuestas tan brillantes y, al mismo tiempo, de reconocimiento tan opuesto, como pueden ser EL CEBO (El cebo, 1958. Ladislao Vajda), NEVER TAKE SWEETS FROM A STRANGER (1960, Cyril Frankel) o, incluso BUNNY LAKE IS MISSING (El rapto de Bunny Lake, 1965. Ottto Preminger). PERSONAL AFFAIR va bullendo como un volcán a punto de erupción, sobre todo en secuencias de interiores donde la reflexión, intimismo, desnudez dramática e creciente intensidad, dejan paso a momentos en los que la verdad aparece. Lo hace en esos instantes que revelan la eterna y dañina frustración de la resentida solterona. O en la secuencia confesional plasmada entre el hundido profesor y el padre de la muchacha -admirables los dos intérpretes-. O, sobre todo, en el ese intenso y casi abrasador primer plano sobre la adolescente Bárbara, consciente que su sueño de amor imposible, ha supuesto finalmente el primer dolor de su existencia. Una vez más, el inagotable baúl del cine británico me ha brindado otro de sus tesoros ocultos.
Calificación: 4