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CINEMA DE PERRA GORDA

BONNIE AND CLYDE (1967, Arthur Penn) Bonnie y Clyde

Casi seis décadas después de su estreno, nadie puede dudar que BONNIE AND CLYDE (Bonnie y Clyde, 1967. Arthur Penn) supone uno de los títulos más rupturistas e influyentes, de lo que se denominaría el Nuevo Hollywood. Hablamos de propuestas que ayudaron a derribar una serie de fronteras cinematográficas, que conectaron con la entraña de una sociedad norteamericana traumatizada por la guerra del Vietnam y los movimientos contraculturales, y que derribaron determinadas barreras temáticas. Una corriente en la que se encuentran exponentes tan reconocidos en su día -y tan mediocres en mi opinión- como THE GRADUATE (El graduado, 1967. Mike Nichols) y MIDNIGHT COWBOY (Cowboy de medianoche, 1969. John Schlesinger) o, por el contrario, tan sublimes como el posterior THE LAST PICTURE SHOW (La última película, 1971. Peter Bogdanovich) -por cierto, el que ofrecía una mirada más respetuosa al Hollywood del pasado-. Y se trata de un exponente que, partiendo del guion inicial, elaborado al alimón por el tándem de los muy pronto influyentes Robert Benton y David Newman, le fue propuesto al francés François Truffaut, quien, tras desestimarlo, lo pudo transmitir de manera casi casual al actor Warren Beatty, verdadero impulsor de lo que pronto fructificaría como película -pudiendo atribuirse ser uno de los precursores de esa vertiente de actores – productores – directores, junto a nombres como Paul Newman, Robert Redford o Kevin Costner-,  y algo más de una década después debutaría como director. Fue el propio Beatty, quien casi desde el primer momento intuyó en encomendar la realización de la película a un Arthur Penn, a cuyo cargo protagonizó la controvertida MICKEY ONE (Acosado, 1965). En todo momento, entre ambos se estableció una constante corriente creativa, debatiéndose sugerencias de uno u otro -también por parte del tándem de guionistas, e incluso un jovencísimo Robert Towne, que aportó ideas en diversas secuencias-, en un ámbito en el que Penn siempre asumiría la decisiva última palabra. Con esas premisas, la gestación y el posterior rodaje de BONNIE AND CLYDE se convirtió -más allá del caudal de cualidades y elementos más o menos cuestionables o caducos con el paso de los años-, en una expresión de simbiosis creativa que, justo es reconocerlo, se transmite en su discurrir.

Unos reveladores títulos de crédito -con unos sobrios grafismos que se van fundiendo tomando como fondo la sucesión de fotografías de los auténticos personajes de la película- nos dan paso, casi de sopetón, a dos de los elementos, contrapuestos, más significativos del relato. De un lado, la hoy día torpe, incluso chusca, expresión psicoanalítica de la relación entre la pareja protagonista, por medio de una hoy día bastante periclitada danza de seducción de Clyde Barrow (Beatty) a cargo de Bonnie Parker (Faye Dunaway). Se recurrirá para ello con una planificación entrecortada, y una recurrencia a ciertos elementos de comedia que, personalmente, considero no demasiado afortunados. Por el contrario, desde el primer instante BONNIE AND CLYDE resalta por la admirable ambientación de ese Sur rural de los Estados Unidos, obra del imprescindible Dean Tavoularis, que acertó a la hora de la elección de una serie de exteriores que aún se conservaban. Y unido a ello, la absoluta implicación del veteranísimo Burnett Guffey -quien consideró su participación en la película un pequeño calvario, ya que tuvo que asumir numerosas decisiones visuales poco frecuentes en él, por orden de Penn-, a la hora de entregarse en una iluminación en intenso cromatismo, que acierta en todo momento a proporcionar a sus imágenes fisicidad e intensidad, máxime cuando el director albergaba la intención inicial de rodar la película en b/n.

A partir de este punto de partida, la película se articula en una sucesión de episodios, tan libre como en ciertas ocasiones inconexa y arbitraria, que nos relatará por un lado la evolución de la andadura de la pareja de forajidos, a la que se unirá el joven C. W. Moss (Michael J. Pollard) y, más adelante, el hermano de Clyde -Buck (Gene Hackman), recuperado por Beatty, tras haber trabajado con él en la inolvidable LILITH (Lilith, 1965. Robert Rossen)- y su esposa Blanche (Estelle Parsons, asumiendo un personaje inicialmente dominado por un exceso de histrionismo, aunque paulatinamente devenga mejor perfilado).

Todo ello conforma el conjunto de una película que resalta por un lado por su frescura, por una contagiosa joie de vivre. Por esa extraña y arbitraria configuración narrativa. Por esa desprejuiciada plasmación de la violencia. Por el tratamiento de una extraña historia de amor entre dos seres convulsos. Dos rebeldes casi a pesar suyo, que son trasladados a a la pantalla casi como si fueran protagonistas de un insólito slapstick. Esa insólita, y hasta cierto punto fascinante andadura de esos dos maleantes, que se erigieron en portavoces de rebeldía dentro de una población rural terriblemente diezmada durante la Gran Depresión, y que el relato de Penn y sus colaboradores sublima, no solo modificando sus características por los estándares hollywoodienses marcados por la pareja Beatty / Dunaway. Pero es que además lo realizan de manera deliberada y contrastada con las imágenes que nos muestran los ya citados créditos. E incluso ofrecer un contraste en la propia imagen en pantalla, de la propia presencia de la atractiva pareja de intérpretes -que en todo momento brindan una química explosiva- con la presencia de episódicos personajes, indudablemente seleccionados de entre habitantes de las poblaciones, que proporcionan una rara e incluso hermosa sensación de verdad, en uno de los rasgos que, a mi modo de ver, siguen apareciendo más vivos en la película. Al mismo tiempo, esa apuesta por un determinado caos cinematográfico, es la que al fin y a la postre, la que otorga personalidad propia a una película que surgió como estandarte y símbolo de un tiempo concreto, y que con el paso de los años mantiene buena parte de su vigencia, aunque no dejo de recalcar que esa cierta escasez de sutileza, tiene más presencia de la debida con el paso de los años. Todo ello, esa mixtura de rasgos y estilos, queda envuelto y engarzado en la presencia de un tema country de guitarra, y montado con considerable nervio por la experta Dede Allen.

Sin duda, uno de los rasgos que en su momento impactaron con más fuerza -suscitando una enorme controversia-, y aún hoy día albergan un alcance más transgresor, lo supone la plasmación física de la violencia en sus imágenes. En ocasiones envuelta con elementos de comedia, pero siempre, siempre, atendiendo a una fisicidad hasta entonces atenuada en la pantalla, acentuada por ese cromatismo que subraya la presencia de la sangre, y envuelta en una planificación entrecortada y atomizada, inédita hasta el momento, que tendrá su catarsis final en la aún impresionante plasmación de la emboscada que culminará con la eliminación física de la pareja de bandoleros, en medio de un tan interminable como casi casi ritual lluvia de balas, en la cual los cuerpos de los protagonistas ofrecerán una extraña danza de la muerte, y a cuyo final un silencio ominoso brindará una casi ceremonial conclusión a la película.

Dentro de esa innegable irregularidad que preside el film de Arthur Penn, lo cierto es que se marca un inesperado punto de inflexión entrada la segunda mitad del relato, a partir de la inicial secuencia de comedia que protagonizará un debutante Gene Wilder. La revelación por parte de este de tratarse del dueño de una funeraria, hará aflorar en Bonnie una conciencia de la cercanía de la mortalidad, que permitirá los momentos más hermosos de la película. Esa secuencia en un maizal, donde la joven se escapa, es rescatada por Clyde, que en ese momento le ratificará su amor. Todo ello, enmarcado en sendos planos generales sobre los que se proyectarán unas extrañas sombras, que surgieron de manera inesperada en el lugar de rodaje, y que Penn aprovechó de manera admirable. Serán el preludio del melancólico episodio de la visita a la madre ¡Que hermoso personaje, solo con contemplar la belleza de su rostro envejecido! Sería encarnado por Mabel Cavitt, una maestra tejana que acudió al rodaje y, muy pronto, acometería su única, breve y memorable incursión cinematográfica.

Entre lo mejor de BONNIE AND CLYDE cabe señalar esa secuencia posterior, en la que la asediada y casi inconsciente pareja, es atendida por un grupo de granjeros proscritos que se encuentran a la orilla de un río. O la visita del sheriff que los busca a una herida e invidente Blanche, a la que sonsaca la identidad de Moss, y deja abandonada sin ella percatarse de ello. Recordemos, por el contrario, entre los instantes más envejecidos de la película, el episodio previo en el que este mismo marshall es reducido por Clyde y humillado por Bonnie, hasta provocar la situación el estallido del primero.

Por fortuna, y antes de la catarsis final que permanecerá siempre en el recuerdo de la película, viviremos esa culminación emocional de la pareja, tras consumar elípticamente la relación sexual entre ambos. Clyde superará su impotencia y su amada mostrará su gratitud glorificando al joven con un poema, ante la cual Clyde asumirá -en un primer plano recortado sobre un cielo luminoso- que ello significará su mitificación. Pronto, el texto quedará encadenado con su presencia en las páginas de la prensa del momento.

Calificación: 3’5

THE CORSICAN BROTHERS (1941, Gregory Ratoff) Justicia Corsa

Quizá no se ha efectuado un recorrido lo suficientemente profundo, en torno a la dilatada andadura como productor del norteamericano Edwards Small (1891-1977), uno de los más significativos dentro de la evolución de la Serie B, iniciada en la década de los veinte, y prolongada hasta los primeros sesenta. Lo que no cabe duda es de su cierta importancia dentro del folletín de aventuras, sobre todo debido a sus reiteradas apuestas a la hora de adaptar diversas de las novelas escitas por el francés Alejandro Dumas. Dentro de dicha vertiente, THE CORSICAN BROTHERS (Justicia corsa, 1941. Gregory Ratoff) no es ni de lejos la más conocida de ellas, pero no es menos cierto que su grado de interés no desmerece en absoluto sobre aquellos títulos en su momento dirigidos por realizadores tan expertos en el drama de capa y espada, como Rowland V. Lee. En esta ocasión contaría como realizador con el actor y realizador ruso Gregory Ratoff, de copiosa filmografía, quizá caracterizado en títulos de época, y del que se puede destacar la posterior BLACK MAGIC (Cagliostro, 1949) ¿Se trataba de un hombre de cine de cultura europea, quizá capaz de apostar por el logro de una atmósfera espesa en sus realizaciones? Es difícil dilucidarlo, a tener de los pocos títulos suyos que he podido visionar, pero mi intuición me hace ver que ello entra dentro de lo probable. Y es algo que podemos percibir desde sus primeros compases en este delicioso folletín de aventuras, que alberga la singularidad de tomar como referencia la versión teatral de la novela de Dumas, elaborada a mediados del siglo XIX por el escritor irlandés Dion Boucicault.

THE CORSICAN BROTHERS se inicia con el movimiento festivo que se produce en el entorno de la mansión del apacible conde Víctor Franchi (Henry Wilcoxon). Se respira un alegre ambiente en esta hacienda ubicada en tierras de Córcega, dado que se espera el nacimiento del heredero del noble. Sin embargo, muy pronto se atisbarán dos sombríos nubarrones. Por un lado, el doctor amigo de los Frenchi -Enrico Paoli (un magnífico H. B. Warner)- anunciará a Víctor que ha sido padre de gemelos siameses, que se encuentran unidos por el cuerpo. La otra amenaza será mucho más cruel; el barón Colonna (desaforado y fascinante Akim Tamiroff), eterno enemigo de los Frenchi, invadirá con sus hombres el entorno de este y asaltará e incendiará la mansión, de las que apenas podrá huir Paoli custodiando a los dos bebés, a los que someterá a una delicada pero exitosa operación en sus dependencias, logrando separarlos. Sin embargo, y pese a que las apariencias dejan entrever que los bebés habrían muerto en el incendio, el médico de la familia decidirá separar a los recién nacidos, enviando uno de ellos a Paris junto a un matrimonio de confianza, y dejando al otro en el bosque bajo la responsabilidad de Lorenzo (J. Carrol Naish). La acción avanzará veintiún años, hasta que ambos hermanos han asumido la mayoría de edad. Louis reside en Paris bajo una vida acomodada, conociendo a la joven condesa Isabelle Gravini -Ruth Warrick, recién salida del rodaje de CITIZEN KANE (Ciudadano Kane, 1941. Orson Welles)-. Por su parte, Lucien ha establecido su discurrir habitual en los bosques corsos, realizando pequeños golpes contra los esbirros y las riquezas de Colonna. Ambos roles se encuentran interpretados, con notable acierto, por un Douglas Fairbanks que logro incorporar pequeños y sutiles matices, a la hora de disociar la psicología de ambos personajes. Destacará la galanura y elegancia del primero, mientras que de manera creciente se irá insertando en su interior esa telepatía o unión espiritual, que le liga a todos los movimientos, acciones y pensamientos de su hermano. La cita que les brinda el veterano médico los unirá de nuevo y hará conocer sus verdaderos orígenes, que hasta entonces desconocían. Por ello, los dos hermanos se propondrán vengarse e ir despojando a Colonna de sus posesiones, por medio de calculados y audaces asaltos, en los que este se mostrará inicialmente desconcertado, aunque sea su primo y lugarteniente Tomasso (John Emery), quien de manera paulatina irá descubriendo la realidad de la acción de los dos siameses, a quienes se dio por muertos poco después de nacer. La venganza de los dos hermanos irá cubriendo sus objetivos, pero en un momento dado, dos inconvenientes se interpondrán por el camino. El primero será la llegada de la condesa Gravini, quien reanudará de manera inesperada su relación con Louis, pero al mismo tiempo no dejará de sentir algo más que simpatía por su hermano, mientras que este acrecentará la ligazón espiritual con su hermano, sintiendo como un pinchazo en su alma la relación de ellos dos, que él mismo corresponde interiormente quedando prendado también de ella, hasta el punto de enfrentarse y desear la muerte de su hermano y, entonces, opositor. Todo ello, irá ligado a la intención de Colonna de casarse con la muchacha, lo que aparecerá como un detonante final, por un lado, para luchar contra este, rescatar a la joven duquesa y, en definitiva, dirimir el enfrentamiento entre hermanos.

Como suele suceder en este subgénero, no cabe duda que para apreciar el notable grado de interés de THE CORSICAN BROTHERS, hay que pasar por algo no pocas ingenuidades. Desde ese aire de opereta que define esos planos generales de apertura, con los subalternos que festejan el esperado nacimiento de su señor, o esas injustificadas presencia y acciones de algunos de sus personajes -la casualidad del viaje desde París de Isabelle, la inesperada aparición de Louis transmutado en amanerado vendedor de joyas ante Colonna -lo que en cualquier caso brinda una brillante secuencia de comedia-, o la inverosimilitud de que tanto este con la propia joven aristócrata, tengan tanta facilidad para lucir lujosos trajes en el baile convocado por Colonna, máxime cuando el primero solo ha acudido para ofrecer una venta.

Sin embargo, pese a estas y otras ingenuidades, lo cierto es que el film de Ratoff prende muy pronto en el espectador, fundamentalmente por un sentido del ritmo manifestado casi desde el primer momento. También, por la fuerza que le imprime la iluminación en blanco y negro propuesta por Harry Stradling, que potencia con sus atractivos claroscuros, el aura bizarra del relato. Y, en una vertiente más secundaria, la partitura propuesta por Dimitri Tiomklin, que acierta al subrayar las convenciones y giros de este subgénero. Son elementos que articula, con bastante pericia, su director, Gregory Ratoff, capaz al mismo tiempo de proponer una planificación caracterizada por su agilidad, a la que ayuda no poco el excelente uso que el ruso obtiene de una escenografía que quizá fuera reutilizada de otras producciones previas, pero a la que saca un enorme partido, especialmente en secuencias de interiores palaciegos -el duelo final que mantiene Colonna con el malherido Louis, en donde tanta importancia alberga un enorme espejo, y que parece preludiar ciertos pasajes similares de la muy posterior THE PRINCESS BRIDE (La princesa prometida, 1987. Rob Reiner) con el joven Cary Elwes, es prueba de ello-. Pero unido a esa capacidad de Ratoff por desenvolverse por interiores suntuosos, hay que añadir su ligereza en exteriores, filmando con precisión cabalgadas, e incluso insuflando el relato una atractiva aura bizarra, bastante ligada a otras producciones del género auspiciadas por el propio Small. Unido a ello, otro acierto de considerable alcance lo proporciona la caracterización del villano que encarna con tanto exceso como delectación por parte de Akim Tamiroff, en el que su maldad queda conjugada por un constante sentido del humor, lo que acerca un cierto de identificación por parte del espectador -la primera vez que la película nos lo presenta, en medio de una lúbrica celebración gastronómica, es bastante explícita a este respecto, sin olvidar la ocasional presencia de esa estridente amante ocasiones, que verá en Isabelle una oponente-, dejando la insidia de su maldad a Tomasso.

En cualquier caso, el elemento que proporciona especial singularidad a THE CORSICAN BROTHERS reside en la incorporación de una subtrama fantastique que supera las dualidades de personajes que caracterizaron otras adaptaciones de Dumas. En este caso, el creciente sufrimiento por parte de Lucien de las acciones de su hermano, que tendrán un creciente pathos en su imposibilidad de afrontar la relación de la joven noble con su hermano, ya que él también la ama -incluso se lo demostrará de manera explícita-. Todo ello, adelanta otras propuestas con las que comparte ciertas características, como podría ser la igualmente brillante GOLDEN EARRINGS (En las rayas de la mano, 1947. Michell Leisen), esta última encuadrada sin embargo en la II Guerra Mundial. Como antes señalaba, del film de Ratoff se puede destacar esa lograda atmósfera e inclinación por lo bizarro -las secuencias iniciales del asalto a la mansión de los Frenchi, la tortura infligida por Colonna a Louis, o los intensos momentos en los que el veterano doctor -brillantísimo en esos instantes H. B. Warner- intenta devolver a Louis a la vida.

De entro de esa vertiente ligada con lo fantástico e incluso lo feérico, lo cierto es que el punto álgido de esta atractiva propuesta de aventuras folletinescas, lo proporciona esa larga secuencia en la que, en el refugio boscoso de los dos hermanos, Louis galantea a su amada, en medio de unos tranquilos exteriores que se ven potenciados por los lejanos cánticos de los ayudantes de su hermano. Todo un remando de paz y de serenidad casi sobrenatural expresada con una extraña fuerza cinematográfica, que tendrá su doloroso contrapunto cuando la cámara se detenga en el casi insoportable tormento interior vivido por Lucien en su cabaña, al sentir en su interior la felicidad de su hermana y su también amada.

Calificación: 3

OEIL POUR OEIL (1957, André Cayatte)

Ir escarbando poco a poco entre la producción del cine francés de los cincuenta, en especial aquel que fue demonizado por los cachorros de Cahiers du Cinema, nos traslada, cada vez más, a una realidad insospechada. Es cierto que surgen títulos de rápido consumo. Pero no es menos evidente que se desempolvan de sus telarañas propuestas de notable interés. También producciones realmente sorprendentes, a las que el paso del tiempo no solo no ha menguado en su interés, sino que incluso en la actualidad sus singularidades aparecen en plena vigencia. Ese es, en mi opinión, el caso de la ignota OEIL POUR OEIL (1957, André Cayatte). Una propuesta que se apartaba -solo en apariencia- del universo temático habitual del cineasta francés. Que concursó sin éxito en el Festival de Venecia de aquella edición, obteniendo una adversa acogida crítica en Francia -no podía ser de otra manera-. Lo curioso del caso es que la película fue rodada en nuestro país, utilizando las agrestes y áridas tierras del desierto de Almería. El acierto en la elección personal de Cayatte de estos exteriores, huyendo de los naturales de los territorios en los que se centra la acción, hizo que esta película se convirtiera en avanzadilla, y esto es historia, abriendo la posibilidad a que muy poco después, Almería se convirtiera en uno de los escenarios más populares de Europa, durante cerca de dos décadas. Y es curioso que ello se produjera con un título que jamás se estrenó en nuestro país, como sucedería con otros títulos interesantes rodados aquellos años en el sur de España, como THE MAN WHO NEVER WAS (1956, Ronald Neame) o LES BIJOUTIERS DU CLAIR DE LUNE (1957, Roger Vadim), con la diferencia que, en estos dos últimos casos, nos encontramos con argumentos que sí se desarrollaban argumentalmente en tierras españolas.

OEIL POUR OEIL centra su acción en tierras libanesas, describiéndonos la rutina profesional del dr. Walter (un entregado Curd Jurgens, en el mejor momento de su irregular carrera). Se trata de un médico reputado, metódico y con fama de atinar en sus diagnósticos, al tiempo que entregado a su profesión. Una noche, tras regresar a su casa, será reclamado con alguien que porta en su coche a su esposa gravemente enferma. Totalmente exhausto, señalará desde la distancia de su dormitorio a su sirviente, recomendando al hombre que acuda al hospital, donde se le atenderá. A la mañana siguiente, Walter comprobará las trágicas circunstancias sufridas por el matrimonio que demandó su ayuda. En el trayecto se averió el vehículo, teniendo que caminar de manera penosa durante seis kilómetros, con lo cual la mujer perdió la vida con su complejo embarazo a cuestas. A partir de ese momento, y de manera casi imperceptible, el médico se irá sintiendo perseguido por Bortak (inquietante Folco Lulli), aquel marido que le imploró ayuda. Cada vez más inquieto, el doctor decidirá hospedarse en el propio hospital e incluso buscar distracción, que se producirá en un club de la ciudad. Allí se verá en una incómoda situación al no encontrar su dinero para pagar el importe… que de manera inesperada abonará Bortak, allí presente de manera solitaria en su barra. A partir de ese momento las tornas mutarán, buscando nuestro protagonista al misterioso personaje, con la intención de devolverle el dinero que abonó y, de manera secundaria, intentar trabar contacto con él. Pese a sus intentos, ello no se producirá hasta que ambos protagonicen un pequeño accidente de tráfico, llevando Walter a este y a su hija hasta su vivienda rural, donde se verá obligado a pasar la noche, dada la imposibilidad de conseguir gasolina. A la mañana siguiente, y quizá queriendo exorcizar ese gesto de su pasado cercano, el médico viajará hasta una inhóspita aldea para atender a un anciano gravemente enfermo. La decisión será el inicio de una inesperada deriva, en la que tendrá especial significación la reaparición del desaparecido Bortak, viviendo ambos una singladura de inciertas consecuencias en la inmensidad de las arenas del desierto.

Si tuviera que definir, a grandes rasgos, que es lo que nos propone OEIL POUR OEIL, lo resumiría en un relato kafkiano sobre la culpa y la justicia, que aparece con ecos de la lejana GREED (Avaricia, 1924. Erich von Stroheim) y de alguna manera parece prefigurar elementos de nuestro televisivo mediometraje LA CABINA (1972, Antonio Mercero), sobre todo en esa admirable segunda mitad, donde a grandes rasgos se nos narra una actualización de la célebre parábola del escorpión y la rana, en la creciente inmensidad del desierto libanés. El film de Cayatte, desde el primer momento alumbrado por el abrasador cromatismo del veterano Christian Matras, esgrime una puesta en escena que orilla poderosamente los diálogos -expresados en el relato con enorme concisión- y apuesta decididamente por un tratamiento visual minimalista y descriptivo, dejando que sean sus propios personajes -en especial, su médico protagonista- quienes hablen a través de sus acciones, del temor inicial a las consecuencias que podría ejercer sobre él el marido viudo. La cámara de Cayatte registrará de manera certera las tribulaciones de ese hombre seguro de sí mismo, que poco a poco se verá arrastrado por esas amenazas que nunca sabremos serán fundadas o fruto de sus propias sugestiones. Y será en el preciso momento en el que el viudo pague misteriosamente su cuenta, cuando Walter modifique las tornas y se dedique a buscar al impertérrito Bortak, en principio para abonarle la cantidad que pagó en el club. Sin embargo, el espectador tiene la intuición de que con ello busca trabar contacto con ese hombre misterioso, de aspecto cotidiano y semblante circunspecto, con el que finalmente se acercará de manera inesperada en un pequeño accidente. Ni siquiera ese encuentro, pese a que permitirá al médico poder conocer el entorno y la familia del viudo, permitirá que se derribe la barrera de incomunicación entre ambos. Todo ello es descrito por Cayatte con una enorme frialdad. Con cierto aire bressoniano si se quiere. Sin dar la más mínima ocasión al aflore de cualquier sentimiento -la episódica presencia de la hermana de la desaparecida-. Poco a poco, en el relato se irá insertando una creciente aura metafísica. Una huida de lo cotidiano, para enfangarnos en una experiencia compartida por parte de dos seres que nada tienen en común. Entre los cuales no se ha podido espulgar la aureola del resentimiento, y que vivirán una experiencia al límite, más allá de toda lógica, en las casi interminables montañas y tierras del desierto libanés. Será, de manera especial, a partir del traslado de ambos hombres por medio de un viejo teleférico, que les llevará, sin ellos imaginarlo ¿O quizá sí? A una inhóspita tierra de nadie.

Si atractiva e inquietante, por lo preciso y quirúrgico de su entramado psicológico, es su primera mitad, hay que rendirse a la evidencia; la segunda parte de OEIL POR OEIL deviene absolutamente magistral. Ese penoso recorrido por dos seres que apenas se conocen, en el interminable marco de un desierto dominado por la aridez, se convierte en un bloque narrativo que, por momentos, aborda el terreno del absurdo, el universo de Kafka, un relato escorado al fantastique e incluso la ciencia-ficción. Todo irá discurriendo a modo de extraños ditirambos narrativos que, cuando aparecen estar a punto de su resolución, encuentran otro nuevo escollo, cada vez venciendo las decrecientes resistencias de la pareja protagonista que, ni siquiera en esas situaciones tan extremas, romperán el hielo de sus relaciones sin abandonar nunca el recelo, sobre todo por parte del médico hacia Bortak, quien prolonga su recorrido para salir del desierto y alcanzar la ciudad, siempre pertrechado con su chaqueta, y esa maleta en la que en algunas ocasiones aparece el retrato de su difunta esposa. En ese enfrentamiento latente entre ambos personajes, se desprende un apasionante recorrido físico y de introspección psicológica, siempre abonado en el ámbito límite de la propia supervivencia. Algo en donde el médico se encuentra en desventaja, dado que carece de los conocimientos de la zona que, en apariencia, alberga su oponente. A partir de ese punto de partida, esta segunda mitad del film de Cayatte deviene todo un must cinematográfico. Un recorrido de andanzas, decepciones y frustraciones -es memorable el momento en que Walter, solitario y casi enajenado, cree contemplar con vida el cuerpo putrefacto de un mulo, hasta que, inesperadamente, comprobamos que en su vientre se encuentra acechando un buitre-.

Todos sabemos que el cine de André Cayatte, por encima de su mayor o menor grado de interés, siempre se encuentra dominado por su tendencia a lo discursivo. OEIL POUR OEIL no es una excepción a este respecto. Sin embargo, considero que en esta ocasión optó de manera deliberada por huir de los ámbitos cinematográficos habituales en su trayectoria. Y lo hizo insertándose en el terreno de la parábola y, al mismo tiempo, hacerlo de manera abierta dejando que el propio espectador albergue sus propias conclusiones, una vez el relato concluya, de manera tan abrasadora. Todo ello, al insertarlo en una abierta apuesta por la abstracción, que a mi modo de ver permiten considerar esta película, como una apuesta arriesgada e incluso apasionante, que merece una más que necesaria revalorización, como una de las propuestas más insólitas del cine francés durante la segunda mitad de los cincuenta.

Calificación: 3’5

LONG LOST FATHER (1934, Ernest B. Schoedsack) [El padre perdido]

Es curiosa la aportación cinematográfica del norteamericano Ernest B. Schoedsack (1893-1979). Iniciada en una apenas conocida andadura como documentalista, os obvio señalar que una filmografía que apena supera la quincena de largometrajes, queda recordada en nuestros días con dos cimas del cine en las décadas de los años treinta, ambas ligadas en el ámbito del fantastique y lo bizarro. Y ambas, curiosamente, codirigidas con otros realizadores. La primera de ellas, firmada al alimón con el también actor Irving Pichel, será la magnífica adaptación de la novela de Richard Conell THE MOST DANGEROUS GAME (El malvado Zaroff, 1932). Apenas un año después, el nombre de Schoedsack pasaría a la mítica de la historia del cine, al firmar junto a Merian C. Cooper la inolvidable KING KONG (King Kong, 1933). Antes, entremedias y después de la misma, la trayectoria de Schoedsack quedará ligada a la RKO, con hasta un par de secuelas en torno a la criatura que le permitió la inmortalidad cinematográfica, sin llegar nunca ni a atisbar la magia e inspiración del referente señalado.

¿Y qué sucede con el resto de su filmografía? Más allá de simpáticas y estimables -no más- propuestas como DR. CYCLOPS (1940), su cine queda definido por una extraña pátina de apelmazamiento narrativo, más allá del hecho de que parte de sus realizaciones no se encuentren disponibles. De alguna manera, ese rasgo era el que me hacía temer, y mucho, el visionado de LONG LOST FATHER (1934), rodada tras la citada KING KONG y producida por el citado Cooper, imponía no pocas reticencias previas. Por fortuna, y sin encontrarnos ante un resultado especialmente brillante, esta adaptación de la novela de G. B. Stern, a cargo Dwight Taylor, no solo destaca en un cierto grado de ligereza y dinamismo cinematográfico, si no que lo hace integrando su resultado dentro del estilo de melodrama -ligero, dominado por una cierta frescura, ajeno al moralismo- que definió la producción del género en esa primera mitad de la década de los años treinta -en cuyo marco se impuso el restrictivo código Hays-, y que permitió atractivas obras firmadas por nombres como John Cromwell, un principiante George Cukor, el esporádico Lowell Sherman, o el muy fugaz Philip Moeller.

Pese a las reticencias iniciales que albergaba, Schoedsack acierta muy pronto al describir los mundos contrapuestos que representan a la joven Lindsay Lane (una Helen Chandler dominada por su frescura). La película se iniciará al presentárnosla junto a su prometido, el apacible médico Bill Strong (Donald Cook). Ya en esta conversación inicial, podremos apercibirnos del nulo apego que la joven mantiene con un padre que se ha mantenido al margen de ella desde que fuera bien pequeña. Será la eficaz manera con la que se nos introducirá al entorno de este, Carl Bellairs (John Barrymore), quien ejerce como administrador de un lujoso restaurante que comanda Sir Tony Gelding (Alan Mombray). Bellairs atesora un oscuro pasado en Australia dentro del mundo de las apuestas con la ayuda de un viejo amigo -Spot Hawkins (E. E. Clive)-, que ha salido de la cárcel, y a quien empleará como camarero en el establecimiento. Dos circunstancias permitirán elñ reencuentro entre padre e hija. El primero, la inesperada -y pírrica- herencia que les deja un familiar, algo que Schoedsack reflejará mediante el ingenioso encadenado que proporciona la citación que se les envía a ambos. Será, inicialmente, un contacto, en el que los dos desconocen su parentesco, al tiempo que revelará la fuerte personalidad de la hija. La discusión que mantendrá Lindsay con su progenitor una vez concluya la cita con el abogado, de alguna manera será el acicate para que acepte la invitación de Gelding y ser contratada como cantante en el club.

A partir de ese momento, todo se dirimirá por un lado en la inclusión de la muchacha dentro un mundo frívolo de clases altas, que pondrá en aviso a un padre cada vez más preocupado por la deriva de su hija, incluso viendo como ello va a perjudicar la relación sentimental que mantiene con Bill, a quien ha conocido y ha demostrado una inesperada simpatía. Pero otro frente se plantea sobre el ingenioso, elegante y locuaz protagonista, ya que la reiterada visita del inspector Townsley (Claude King), pondrá el foco tanto en su pasado como el de Spot en Australia. Todo ello conformará un punto de inflexión en la inesperada desaparición de 1200 libras que atesoraba Gelding, acusando -injustamente- a la hija de Carl del supuesto robo. Será el instante en el que el lado paternal del protagonista resucite, aunque para ello tenga que retornar a sus antiguas argucias como estafador junto a su eterno compinche.

Puesta al servicio del singular y divertido histrionismo de John Barrymore, y retomando de alguna manera del previo A BILL OF DIVORCEMENT (Doble sacrificio, 1932), que supusiera el debut de Katharine Hepburn, de las manos de George Cukor, también con protagonismo de Barrymore, nos encontramos ante una comedia dramática, que cabe destacar por la ligereza de su trazado. Un relato que combina el elemento de alta comedia proporcionado por su protagonista, la mirada distanciada de la frivolidad de las clases altas del momento, y también esa capacidad para penetrar en esa aura invisible que ligará a un padre con su hija, pese a la casi infranqueable distancia que los separa, especialmente por el justificado resentimiento de la descendiente. Todo ello quedará plasmado en esta película de poco más de una hora de duración, en la que Schoedsack acierta al describir una narrativa ligera y dotada de una cierta frescura. En ella brillará tanto el recurso a sobreimpresiones y elipsis, como en su capacidad con la dirección de actores, que se mostrará pertinente tanto para trazar la coralidad de esas clases mundanas acomodadas o la tipología de característicos -el viejo amigo del protagonista, amparado por este; la vieja que ocasionará el auténtico problema de la hija, al huir llevándose el dinero que guardaba Gelding en sus pantalones-. En todo caso, esa capacidad para el intimismo y la precisión en el uso de la planificación y los primeros planos, se centrará de manera especial en la relación entre padre e hija -algunos de los momentos más valiosos de la película, se manifestarán al expresar la vulnerabilidad de la muchacha al verse sometida a una situación que le sobrepasa, y serán momentos donde Carl revelará esa vertiente paternal hasta entonces oculta ante ella-, y también en la confluencia de ambos con el bondadoso prometido de la muchacha, que el padre siempre ha visto de buen grado.

Así pues, LONG LOST FATHER se erige como una pequeña pero estimable parábola en torno a la fuerza de la paternidad, y también en torno al peso atávico del pasado que, contra toda prevención, se mantiene en un más que aceptable grado de frescura, quizá debido a su propia modestia.

Calificación: 2’5

IT SHOULD HAPPEN TO YOU! (1954, George Cukor) La rubia fenómeno

Resulta evidente que en la sucesión de comedias firmada por George Cukor durante la primera mitad de los cincuenta se observa una clara evolución, que no siempre va aparejada por el mayor o menor grado de interés de las mismas -partiendo de la base del atractivo existente en todas ellas-. IT SHOULD HAPPEN TO YOU! (La rubia fenómeno, 1954) lo ratifica de nuevo. Se trata de la última de las cuatro películas en que el cineasta contó con Judy Holliday en su reparto, tres de ellas como protagonista. Y, una vez más, contando con la base argumental y el propio guion del experto comediógrafo Garson Kanin. En esta ocasión, no encontramos la entraña dramática que oscurece el devenir del matrimonio protagonista de la previa THE MARRYING KIND (Chica para matrimonio, 1952). Sin embargo, no es menos cierto que bajo su apariencia inofensiva e incluso festiva, esconde más cargas de profundidad de las que pudiera contemplarse a primera vista, y además -y esto es especialmente relevante- a través de unas formas visuales hasta cierto punto novedosas en el cineasta.

Se trata de algo que podemos advertir en esta propuesta a casi desde el primer momento. En primer lugar, mediante el uso de una pantalla que permite a Cukor una puesta en escena más dinámica, en la que las angulaciones de su planificación o esa cierta presencia de planos medios o primeros planos, rompen de alguna manera con los -por otro lado, magníficos- modos visuales articulados por el realizador hasta entonces, ayudados por la nitidez y los contrastes que le brinda la magnífica iluminación en b/n de Charles Lang. Y, junto a ello, en el relato se percibe una clara voluntad por exteriorizar su engranaje, hasta el punto de poder considerar que uno de los principales personajes de la película es la propia ciudad de Nueva York. Pero además se introduce el personaje del documentalista cinematográfico Pete Sheppard (Jack Lemmon, en su primer papel como coprotagonista). La circunstancia de encontrarnos ante un joven hombre de cine, contribuye no poco a insuflar al argumento de una cierta aura de modernidad fílmica, incluso adelantándose de manera inesperada a las corrientes que poco tiempo después, puede decirse que renovarían las estructuras del arte cinematográfico.

Todo ello va a ir discurriendo en torno a Gladys Glover (Judy Hollyday), una joven que acaba de ser despedida de su trabajo de modelo, y que se encontrará con Sheppard en pleno Central Park. Será el momento de presentar a ambos personajes, con el ingenioso detalle de mostrárnosla descalza, en lo que supondrá toda una metáfora reiterada a lo largo de la película. Muy pronto descubriremos que la muchacha anhela emerger como alguien en el conjunto de la sociedad, viendo para ello una insólita oportunidad en un enorme espacio publicitario ubicado en un lugar de privilegio. Utilizando buena parte de los ahorros que atesoraba, alquilará el mismo durante tres meses, pudiendo disfrutar de su extraña notoriedad mediática. Curiosamente, ese espacio lo anhelan igualmente los componentes de una firma de jabón que encabeza el joven ejecutivo Evan Adams III (Peter Lawford), quienes intentarán que la joven les ceda el espacio. La contumacia de Gladys en negarse le permitirá diversificar su presencia en diversos rincones de la urbe, y de manera inesperada irá creciendo su fama, llevándola a televisión y espacios publicitarios. Paralelamente, Pete se mudará a vivir al edificio de apartamento en donde reside la protagonista, ya que pese a su timidez se encuentra enamorado de ella. Sin embargo, las circunstancias hacen parecer que Gladys ha caído ante las dotes de seducción de Adams, lo que provocará la desolación de un Pete, decidido en renunciar en su amor -jamás declarado- hacia ella.

Lo señalaba con anterioridad. IT SHOULD HAPPEN TO YOU! parte del seguidismo a la personalidad cinematográfica de la Holliday, en su enésimo rol de muchacha simple e inocente, pero dotada de un creciente sentido de la lógica y la lucidez. Pero lo hace también con el aditamento de todos estos rasgos que en, en líneas generales, aparecen como cualidades que ayudan a proporcionar al conjunto de una notable frescura, al tiempo que dotarlo de personalidad propia dentro de la aportación al género de nuestro realizador. Todo ello le permitirá articular su estructura habitual dando el principal protagonismo a la fuerza de la escena. Sin embargo, en esta ocasión, esta apuesta dramática goza de una diversidad más habitual de lo acostumbrado en Cukor, sin duda inserto en un ámbito temporal más proclive a ello. Es decir, podemos ya resaltar la frescura de esa secuencia inicial en el conocido parque, pero en su desarrollo hay algo que resalta de manera vigorosa, a partir de esa diversidad formal que dinamiza su conjunto. Me refiero al hecho de considerar esta película como una especie de avanzadilla a los diferentes ámbitos de comedia, que florecerían con inusual fuerza muy poco tiempo después. Así pues, esa sátira del mundo televisivo -el primer contacto de la protagonista en un show, llevada de la mano de su representantes -Brod Clinton (Michael O’Shea)- no solo nos acerca al mundo satírico de Frank Tashlin -también preludiado en todos aquellos instantes relativos al gigantesco anuncio publicitario, que en ocasiones cobra vida propia-, sino incluso avanza la cruel sátira que al año siguiente brindarían Stanley Donen y Gene Kelly en la excelente y poco apreciada  IT’S ALWAYS FAIR WEATHER (Siempre hace buen tiempo, 1955). El ya citado preludio tashliniano podría tener otro brillantísimo ejemplo con la impagable secuencia desarrollada en los grandes almacenes, donde empleados y público reconocerán a esa joven que se anuncia por toda la ciudad, demandándole anuncios. Es más, poco antes de ese momento, el paseo que Gladys y Pete realizan por las calles newyorkinas adquiere una encantadora frescura, adelantando de manera quizá menos glamourosa los paseos entre Audrey Hepburn y George Peppard que aparecían en algunos de los momentos más inolvidables de la muy posterior BREAKFAST AT TIFFANY’S (Desayuno con diamantes, 1961. Blake Edwards). Ello sin olvidar cierto matiz satírico que bien poco después caracterizaría la valiosa aportación en el género de Billy Wilder.

Y es curioso señalarlo, la relación entre los dos protagonistas, dentro de ese avejentado edificio de apartamento, no deja de avanzarnos otro de las relaciones amorosas más inolvidables de la comedia romántica de aquel periodo, surgida años después. Me refiero a la protagonizada por Jack Lemmon y Shirley MacLaine en THE APARTMENT (El apartamento, 1960), una vez más, tomando como base la obra posterior de Wilder. Fruto de esa querencia por la melancolía, aparece el episodio más brillante e inesperado de la película, la declaración de amor/despedida que Pete brindará a Gladys a través de un pequeño cortometraje, incapaz de hacerlo en persona ante ella, pero capaz con la fuerza de la imagen, de conmover a una joven que, hasta entonces, ha sido incapaz de valorarlo como merece. Una vez más, nos encontramos una propuesta de Columbia, destinada al lucimiento de su principal estrella cómica, una de las actrices más singulares en la historia del género. Y alguien que, de manera casi inmediata, sería dirigida por el otro gran exponente del estudio, como fue Richard Quine. De hecho, no dejan de aparecer ciertas influencias de esta comedia tanto en su primer título protagonizado por la actriz THE SOLID GOLD CADILLAC (Un Cadillac de oro macizo, 1956) como en el previo y casi inmediato MY SISTER EILEEN (Mi hermana Elena, 1955) sin su presencia, aunque sí asumiendo esa frescura al firmar en exteriores newyorkinos, e incluso las semejanzas que nos brindan la configuración de los personajes encarnados por Peter Lawford en el título que comentamos y el propio Jack Lemmon en el de Quine.

Calificación: 3

TOMORROW AT TEN (1962, Lance Comfort) [Mañana a las diez]

No haría falta más que destacar las excelencias de TOMORROW AT TEN (1962), para tomarlas como reiterada base de cara a la reivindicación de la figura del británico Lance Comfort, extendida en cerca de cuarenta largometrajes. Delimitada en un ajustadísimo diseño de serie B, con una duración que no alcanza los ochenta minutos, sin grandes estrellas en su reparto –lo que no impide que todo su cast aparezca perfecto, incluyendo en el mismo a un ya veterano John Gregson y un Robert Shaw, poco antes de consolidar su fama como villano de la serie Bond-, proporciona al espectador, no solo una de las muestras más destacadas del cine policíaco británico sino, lo que es más importante, la plena demostración del engrase de dicha corriente como una de las principales vetas que el drama psicológico asumió, plena expresión de las contradicciones y lucha de clases, inherentes en su sociedad. Fue algo que se aplaudió con justeza en cuantas propuestas acometió Joseph Losey en dicho ámbito, pero que lamentablemente, apenas se apreció en títulos quizá más modestos, quizá también menos discursivos, que elevaban el alcance de dicha corriente, por encima incluso de lo expresado por el ya señalado Losey. Ese fue el caso de esta magnífica película, que circunscrita dentro del ámbito de su país, justo es reconocer que ha generado un merecido culto, aunque fuera del mismo apenas sea conocida –en España no registró estreno comercial-.

TOMORROW AT TEN se inicia con extrañeza. Un individuo del que no conocemos nada –George Marlow (Robert Shaw)- se introduce en una típica vivienda de tres plantas, ubicada en el exterior de Londres. Nada permite intuir que nos adentramos en un ámbito siniestro, máxime cuando nuestro hombre se adentra portando comida. Sin embargo, comprobar como el interior de la edificación se encuentra deshabitado, descuidado y lleno de telarañas, introduce en el relato un matiz bizarro, que se acrecentará al contemplar como introduce y activa una bomba, dentro de un muñeco de trapo que encarna a un negro. Todo ello aparecerá en un elegante y siniestro plano general, sobre el que se insertarán casi ceremonialmente los títulos de crédito. De inmediato nos trasladaremos a la mansión del veterano y acaudalado Anthony Chester (Alec Clunes), que se dispone a despedir a su pequeño hijo antes de que lo lleven en coche al colegio. Intuimos su viudedad, que traslada al cariño que mantiene por el niño, al que cuida una nurse, contemplando de inmediato que Marlow sustituye al chofer habitual, haciéndose responsable del traslado, con la intención de secuestrarlo. Con enorme frialdad llevará al pequeño hasta la vivienda que hemos contemplado en el pregenérico, y dejará al niño encerrado con el muñeco y la bomba activada, retornando en persona a la residencia de Chester, donde reclamará cincuenta mil libras si desea que libere al niño. El ama de llaves llamará a la policía en un descuido, introduciendo en la película al inspector Parnell (John Gregosn) de Scotland Yard. En apenas unos segundos, describiendo la habilidad de sus procedimientos, para lograr que confiese un detenido, nos apercibiremos que se trata de un hombre de notable capacidad de penetración psicológica, ganada a lo largo de toda una entregada a una profesión, ante todo por la asumida convicción de respetar la Ley. Parnell es un hombre casado y de modesta extracción social, que permanece enfrentado al arribismo que representa Bewley (Alan Wheatley), y que se opondrá a las intenciones de este, de atender a la reclamación del padre del niño, de entregar al secuestrador su dinero y lograr con ello su inmediata liberación, tras la huida de este a Río de Janeiro. Por el contrato, el veterano investigador apuesta por retener al secuestrador, aplicando sus métodos dialécticos, en la convicción de lograr en un momento u otro, la ‘rendición’ psicológica de Marlow. Tras un duro enfrentamiento con Bewley intentará aplicar sus métodos, encontrando con cierta rapidez un resquicio psicológico en el secuestrador, apelando a la figura de su madre. Sin embargo, una inoportuna entrada del padre del niño abortará dicho sendero, que se opondrá a un dramático enfrentamiento entre este y el secuestrador, que terminará con una lesión en la cabeza en el segundo. A partir de ese momento, el dramatismo de TOMORROW AT TEN penderá de un hilo, el hilo que se ha roto con la irreversible lesión del secuestrador, que impide cualquier pista o indicio donde encontrar el pequeño, mientras las horas se acercan, hasta llegar a esas diez de la mañana, en donde la bomba elaborada explotará, matando al secuestrado.

De entrada, hay que destacar que la base dramática del film de Comfort es una pequeña pieza de orfebrería. Bajo su apariencia de crónica inmediata de un suceso de raíz policial, el guion de Peter Miller y James Kelly logra imbricar en su descripción, no solo una meridiana parábola sobre la lucha de clases, sino sobre todo una radiografía de esa Gran Bretaña que se debatía entre el pasado y el futuro, sin atreverse a enfrentarse con sus propios demonios. Es por ello que Comfort se entrega hasta el límite en la precisión de un relato que funciona como un mecanismo de relojería, pero al mismo tiempo respira humanidad y cercanía en su discurrir, en cualquiera de sus matices y vertientes. La película destaca por el aprovechamiento de sus sugerencias, dentro de una estructura dramática revestida de sobriedad y, al mismo tiempo, de absoluta densidad, en el que incluso se pueden detectar ecos de ascendencia loseiana –la utilización escénica de la mansión de Chester-, sin por ello incurrir en ese esteticismo que, con mayor o menor pertinencia, caracterizaba al realizador de la admirable THE SERVANT (El sirviente, 1963). Por el contrario, el gran acierto de TOMORROW AT TEN proviene de la absoluta precisión de una puesta en escena, que por un lado aprovecha certeramente sus posibilidades dramáticas, procurando al mismo tiempo frustrar las expectativas del espectador, con una serie de giros dramáticos y narrativos que, por otra parte, sirven para acrecentar la entraña y mecánica de su suspense. Y ello, en todo momento, ligado a ese aspecto de meridiana metáfora en torno a la lucha de clases inherente a la sociedad británica, expresado por un lado en el enfrentamiento marcado entre el atildado e hipócrita Bewley –solo pendiente de todo aquello que beneficie su promoción dentro del estamento policial-, y también entre Parnell y el secuestrador. Buena prueba de ello lo proporciona el fascinante episodio en el que ambos se establecen en un debate dialéctico, favorecido por el inspector, al objeto de lograr penetrar en su coraza psicológica. Pero no será, sin duda, el único aspecto memorable, de una película pródiga en ellos. El dinamismo narrativo que frecuenta un montaje admirable, descrito a través de constantes llamadas telefónicas que marcan sucesivos cambios de marcos, y un constante nerviosismo a su discurrir. La aterradora secuencia en la que el niño encerrado, muestra temor ante la llegada de la noche, y se abraza en la cama con el muñeco que porta la bomba. El demoledor fragmento de la visita del inspector y su ayudante, el sargento Grey (Kenneth Cope), al club que regentan los padres del secuestrador, describiendo un ambiente sórdido, en donde se encontrará al mismo tiempo la clave de la querencia de este por los muñecos de negritos –admirable el montaje que inserta la presencia de estos, mientras la madre habla con Parnell-, con ese plano cuando estos se han marchado, que muestra a un músico negro, en que quizá se encuentre el origen de dicha preferencia. La singularidad con la que se plantea la resolución del suspense, aunando cotidianeidad y máxima tensión con elementos de extrema sencillez –la manera con la que se evita la explosión de la bomba-. O, en definitiva, la desoladora sensación que los dos oficiales mantienen cuando han resuelto el caso, de no suponer más que una pieza en un engranaje, en el que la fuerza del individuo quedará ahogada por la maquina represiva de las instituciones.

TOMORROW AT TEN es, en definitiva, una muestra más del admirable interés de una cinematografía, que incluso en un ámbito de producción –que no creativo- en apariencia secundario, lograba ofrecer muestras de una vitalidad extraordinaria.

Calificación: 4

Stanley Donen, en el número 565 de la revista Dirigido por...

Stanley Donen, en el número 565 de la revista Dirigido por...

Antes incluso del inicio del mes, se encuentra ya en los kioskos del país, el número 565 de la revista DIRIGIDO POR..., correspondiente al presente octubre de 2025. Como está estipulado en su estructura, se encuentran presentes todas sus secciones habituales. Junto a ello, destaca su crónica del pasado Festival de Venecia.

Sin embargo, lo esencial de esta revista reside en la inclusión de un esperado y merecido 'dossier', que recoge al completo la obra de mi admirado Stanley Donen, algo que, sinceramente, me llena de alegría.

Mi aporte en este número, se centra en el comentario de tres de los títulos que conforman la obra de Donen. A saber, la excelente comedia dramática BÉSALAS POR MI (1957), la deliciosa comedia de salón VOLVERÁS A MI (1960), y la caustica y desmitificadora BEDAZZLED (1967) 

THE GUNS OF FORT PETTICOAT (1957, George Marshall) [Brigada de mujeres]

Siempre he pensado que, a la hora de una mirada global en torno a las estrellas generadas por el western, resultado obligado insertar un capítulo más o menos relevante, en torno al singular Audie Murphy. Conocido esencialmente por haber sido el soldado más condecorado del ejército americano tras la II Guerra Mundial, en Murphy hay que destacar e incluso reconocer su larga vinculación al género, desde el momento en que se inició su carrera cinematográfica. Es más, si bien a lo largo de la misma no se pueden encontrar logros rotundos en su devenir, sí cabe caracterizar el interesante nivel general de su aportación, al tiempo que la inserción en ella de títulos tan insólitos, atractivos y apenas reivindicados, como puede suponer DUEL AT SILVER CREEK (1952, Don Siegel), el oscuro NO NAME IN THE BULLET (1959, Jack Arnold), o la magnífica parábola bíblica POSSE FROM HELL (1961, Herbert Coleman). En cualquier caso, lo cierto es que, a través de su amplia aportación al cine del Oeste, Murphy logró configurar las aristas de un personaje eternamente atormentado y traumatizado, enriqueciendo su imagen inicialmente juvenil, y trasladándola a una veteranía encubierta desde un aspecto eternamente aniñado que, en buena medida, aparecía como trasunto a una personalidad real, dominada por desequilibrios psicológicos.

Dentro de este contexto, no puede decirse que THE GUNS OF FORT PETTICOAT (1957) resulte uno de sus títulos más perdurables. Sin embargo, no deja de suponer una de las propuestas -en la que igualmente ejerció como coproductor-, donde aún intentaba combinar la aportación con dicho género, pero insertándolo dentro de los márgenes de un cine familiar, destinado a todos los públicos, y en donde no faltaran oportunos toques de comedia. No olvidemos, a este respecto, que nos encontramos ante un nuevo encuentro con este tan destajista como en no pocas ocasiones interesante artesano, como fue George Marshall, uno de los realizadores que mejor manejó en su larga andadura la vertiente de comedia del western. Un aspecto que ya sirvió para que Murphy protagonizara tres años antes, dirigido por Marshall, la atractiva DESTRY (1954), remake de DESTRY RIDES AGAIN (Arizona, 1939), firmada por el mismo director, y a la que bajo mi modesta opinión supera, brindando a nuestro actor uno de sus mejores roles, ya abiertamente dentro del ámbito de la comedia.

En este sentido, el título que comentamos se inicia dentro de unos tintes dramáticos, habituales para cualquier muestra del western. Nos encontramos en las postrimerías de la Guerra Civil norteamericana. En ella, la acción pronto se detiene en el teniente tejano Frank Hewitt (Murphy). Este se encuentra ante los miembros de una pacífica tribu india que se ha salido de la reserva a la que ha sido confinada. Informado de la novedad su superior en el cuartel, este reaccionará con un cruel y sangriento enfrentamiento contra una de dichas tribus, lo que provocará la hostilidad de estas, que se pondrán en pie de guerra. Consciente del creciente riesgo, Hewitt, que en realidad es un desplazado, ya que sus orígenes son sudistas, desertará del cuartel para dirigirse al que fuera su entorno, al objeto de avisar sobre todo a mujeres y niños -apenas quedan hombres en el territorio, al estar movilizados en su mayor parte-, para prevenirles sobre una posible ofensiva india. Sin embargo, no dejará de ser recibido con hostilidad, e incluso ser considerado un traidor. Es más, se reencontrará con su antigua prometida, a la que dejó en puertas del altar, teniendo que intentar convencer a todas estas mujeres, con la muestra del cadáver de una mujer asesinada por los indios, de la veracidad de su alarma. Finalmente les hará entrar en razón, y las trasladará a una abandonada misión, al objeto de adiestrarlas y prepararlas para combatir la ofensiva india. Allí se reunirán mujeres de toda edad y condición, destacando la personalidad exuberante de Hannah Lacey (Hope Emersen), e iniciando nuestro protagonista una inesperada -e inicialmente hasta violenta- relación con la joven e inestable Anna Martin (Kathryn Grant).

Realmente, los primeros minutos del film de Marshall, y más allá del brillante cromatismo proporcionado por la iluminación en color de Ray Rennahan -ayudado por el técnico de color de la Columbia, Henri Haffa-, nos encontramos con unos pasajes tan eficaces como convencionales, que en ningún momento nos abren a la comprensión del gran drama que atenaza al aún joven protagonista; su condición de ser alguien en tierra de nadie, y en todo momento cuestionado por los dos bandos de la guerra. Un auténtico mcguffin dramático que, a la postre, supone la gran laguna de la película.

¿Es quizá esta, la circunstancia, por la que el teniente yanki decide abandonar su puesto y ayudar a un puñado de mujeres del que fue su entorno original? El guion de Walter Doniger, basado en una historia de C. William Harrison, no nos lo deja nada claro. En cualquier caso, sí que supone el punto de partida de lo más atractivo de esta modesta -poco más de 80 minutos de duración- y estimable película. Hablamos de la traslación cinematográfica, por un lado, del contraste de mundos, el militar que representa Hewitt, y por otro, la amplia y variada galería femenina que se entrenará -muy a pesar suyo- bajo su disciplina. Y, por otro, y a mi modo de ver, ahí se encuentran las mejores cualidades del relato, la armoniosa mixtura de western y comedia que se establece en sus imágenes, en la que la inclinación por uno u otro género nunca chirría, incluso en aquellos momentos donde la violencia domina el relato. Hablo, por ejemplo, de la tensa secuencia en la que el cabeza de los tres bandidos asesina al ya reducido e igualmente nada recomendable Emmett Kettle (Sean McClory), culpable de las difíciles situaciones vividas por las recluidas en la misión. O las del asedio de las tribus indias, y la difícil misión del protagonista de capturar y eliminar al hechicero para, con ello, poder detener in extremix dicho asedio. Lo cierto es que lo más atractivo de THE GUNS OF FORT PETTICOAT reside en la plasmación de la cotidianeidad de la convivencia de esas mujeres de diferente clase y condición -resulta muy acertada la coralidad social plasmada en la misma-. En ella, podemos ver a esa fanática religiosa que, poco a poco, irá dejando de lado el seguimiento perenne de la biblia, para adquirir una creciente humanidad. El enfrentamiento soterrado de las dos mujeres que sienten atracción por el teniente. La vigorosa personalidad que asume el personaje encarnado por la Emerson. O la evolución que despliega esa mujer ya veterana que mantiene a una criada negra -es impagable ver como dispara ordenándole a esta que lo haga-, transformando su inicialmente altanera educación.

Todo ello, confluye en una propuesta que asume algunos ecos de la previa y reivindicable WESTWARD THE WOMEN (Caravana de mujeres, 1951. William A. Wellman), pero también del aura claustrofóbica que domina la estupenda y apenas referenciada APACHE DRUMS (1951, Hugo Fregonese). En todo caso, lo más importante de esta simpática comedia -destaca en ella la mezcla de tensión y comedia que revisten las secuencias de los asedios indios a las mujeres allí recluidas, o el uso de los interiores y el espacio escénico que refiere; los pasadizos subterráneos-, reside en esa manera de integrar con cierta entidad la presencia de colectivos femeninos, dentro del ámbito de la comedia más o menos cotidiana. Es una tendencia, que se extendería al año siguiente en el ámbito del cine de submarinos, con la estupenda OPERATION PETTICOAT (Operación Pacífico, 1959. Blake Edwards)

Calificación: 2’5