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CINEMA DE PERRA GORDA

THE HAPPY THIEVES (1961, George Marshall) Último chantaje

Hay películas que, por encima de otras muy superiores, se te quedan en la retina por un elemento muy concreto. En el caso de THE HAPPY THIEVES (Último chantaje, 1961. George Marshall), es un ejemplo muy personal, retenido de un lejanísimo visionado televisivo de casi medio siglo atrás. Y lo es, única y exclusivamente, por la singular y pegadiza melodía que se muestra ya en sus primeros fotogramas, compuesta por el italiano Mario Nascimbene. Un tema que, de manera precisa, define bastante acertadamente esta -digámoslo ya- discreta comedia de robos que, sin embargo, aparece como una de las propuestas más singulares del cine de su tiempo. Y es que, seamos realistas ¿Alguien se imagina una película producida por la propia Rita Hayworth y su entonces esposo James Hill, rodada en España, con un reparto internacional en el que no faltan actores patrios como el inefable Virgilio Teixeira ¡Encarnando al torero Cayetano!, y en que se cuenta incluso con la base de la novela del posteriormente prestigioso Richard Condon -con guion del prestigioso John Gay-? Pues todo eso y algo más, se da cita es esta producción tan curiosa como insuficiente. Tan grata de paladear como olvidable en último extremo que, de entrada, brinda un extraño inconveniente; su inadecuada y oscura iluminación en blanco y negro, obra de Paul Beeson, totalmente alejada de ese tono de lánguida comedia romántica de ladrones que preside su conjunto.

THE HAPPY THIEVES se inicia con la descripción del robo nocturno de un Velázquez, a cargo del sofisticado Jimmy Bourne (un Rex Harrison en ocasiones un tanto apagado), en el interior de un elegante y antiguo hotel, ubicado en la sierra de Madrid. Tras cometer el golpe, le entregará el lienzo, escondido en un tubo, a la no menos sofisticada Eve Lewis (la Hayworth), para que lo saque de España y viaje con él a Paris, vendiéndolo a un desconocido cliente que tiene como enlace a un marchante, obteniendo con ello un botín de 300.000 dólares. Pese a los miedos de Eve, el viaje se desarrolla finalmente sin contingencias, hasta que, al llegar a la capital francesa, tanto Jimmy como Eve no perciben que el cuadro no se encuentra dentro del tubo que, presumiblemente, se les ha ido de las manos en un intercambio de soporte. Las intuiciones les llevará de nuevo a Madrid, acompañados del atolondrado autor de la copia que fue intercambiada -Jean Marie Calvet (un sorprendente Joseph Wiseman)-. A su regreso, pronto conocerán que el artífice del cambio y el autor del asesinato que posibilitó el mismo, no es otro que el arrogante y aristocrático doctor Víctor Muñoz (el muy recurrente y aquí desaforado Grégoire Aslan). Este no solo se jactará del hecho, sino que incluso les planteará pruebas irrefutables del robo que cometieron, chantajeándoles con el robo de un gran lienzo de Goya en el Museo del Prado.

Lo que aparece casi como un imposible, en última instancia se planteará como un reto para Jimmy, que poco antes ha contraído matrimonio -en off- con Eve. Este verá incluso la oportunidad de con este último golpe, no solo recuperar el Velázquez que posee Muñoz, sino consolidar con ello una retirada definitiva del robo de obras de arte. De tal forma, utilizará la facilidad como copista de Calvet para simular la realización de una reproducción de los tres grandes lienzos de Goya expuestos en la gran pinacoteca española. Pero, de manera paralela, su astuto plan irá aparejado con la utilización de su amigo, el famoso matador de toros Cayetano (Teixeira), al que rogará que en el último momento renuncie a torear en Las Ventas la corrida de San Isidro, para al mismo tiempo recuperar definitivamente el amor de la entregada duquesa Blanca (Allida Valli), empeñada en que su amado abandone de manera definitiva la tauromaquia. Todo en apariencia se encuentra destinado para un resultado tan complejo como satisfactorio. Los ensayos, con dificultades, se encuentran ajustados. No obstante, el destino introducirá un matiz trágico, que desarbolará de alguna manera el plan, aunque, desde un prisma completamente opuesto, brinden la posibilidad de una inesperada redención.

Al hablar de THE HAPPY THIEVES, nos encontramos ante un relato que adquiere cierto grado de atractivo en función de su extrañeza, pero que aflora en él su discreción en una cierta falta de garra. En dicha mezcolanza, el film de Marshall, que en aquellos años se encontraba centrado en la dirección de irregulares comedias, acusa en cierta medida esa mirada del extranjero que rueda en tierras españolas, dominada por exotismos, acentuada en esta ocasión por esa insólita confluencia, a la hora de ser plasmada en blanco y negro. Es por ello que esta mezcla de comedia de ladrones y extraña aura romántica adquiere una insólita configuración por su neutralidad -e incluso morosidad- narrativa. Todo ello unirá los dos vectores temáticos bajo los que discurre el relato, no siempre bien aprovechados. De un lado, la tensión marcada entre las dos parejas que aparecen en la película. Tanto en la protagonista, como en la formada por el torero y la aristócrata. Por otra parte, la incapacidad de Jimmy y Eve de escapar de ese contexto, tan sofisticado como desafiante, en el que ocupan su tiempo y les permite un cómodo nivel de vida.

Es cierto que nos encontramos ante subtramas más desaprovechadas de lo deseable. Sin embargo, si más no, aparecen destellos de cierta singularidad, e incluso de brillantes. En esta última vertiente, podemos destacar con facilidad el que quizá suponga el mejor momento del conjunto. Se produce cuando la pareja protagonista se encuentra en Paris, y Jimmy habla por teléfono con el enlace de la venta finalmente truncada. Ante Eve, confesará indirectamente a su interlocutor que se piensa casar con ella. Una mirada de complicidad entre ambos fundirá con el viaje de ambos en tren de regreso a Madrid, festejando con una botella de champañ el matrimonio recién formalizado. Y hay que señalar a este respecto, que en la relación de ambos no dejo de observar ecos de la que se formulaba entre el propio Rex Harrison y la extraordinaria Kay Kendall -su esposa en la vida real-, antes de su prematura muerte.

Por otro lado, en su vertiente más o menos siniestra, la inesperada presencia de dos crímenes, servirán en ambos casos para mutar sendas secuencias que albergaban inicialmente una tonalidad muy diferente, como la festiva celebración de la boda por parte de los recién casados al regresar a Madrid o, bastante más adelante, la trágica situación vivida en Las Ventas, cuando Cayetano rompe finalmente con su compromiso y decide torear. Pero al mismo tiempo resultará atractivo todo el proceso previo al robo del lienzo de Goya en El Prado -impagable el detalle de los guardas que obsequian al pobre Calvet con un bocadillo impregnado de ese ajo que detesta-. THE HAPPY THIEVES concluirá con una inesperada mirada a la redención por parte de Jimmy. Será quizá el primer eco de un futuro en común dominado por la normalidad, para el que aún quedará pese a todo, algún tiempo.

Calificación: 2

BORN YESTERDAY (1950, George Cukor) Nacida ayer

Uno de los elementos más llamativos de la inmediatamente precedente ADAM’S RIB (La costilla de Adán, 1949) en la obra de George Cukor sería, sin duda, la presencia de un delirante rol secundario para Judy Holliday, en un cometido para el que se escribieron secuencias expresamente. Es por ello, que su inminente protagonismo cinematográfico era algo más que previsible. Y sucedería con BORN YESTERDAY (Nacida ayer, 1950), primera de las tres ocasiones en que Cukor dirigió a la actriz encabezando su reparto, en este caso adaptando a la pantalla la obra teatral de Garson Kanin que protagonizó la misma actriz, que, curiosamente, en un primer momento no estaba dispuesta a asumir, y que finalmente le proporcionó un Oscar a le mejor actriz, en un año donde compitió con roles legendarios con Bette Davis o Gloria Swanson.

Pero, y es curioso señalarlo, cuando en líneas generales se tiene en consideración está película por el liberalismo democrático de su discurso -valioso en un momento donde las consecuencias del maccarthismo se encontraban extendidas en Hollywood, a mi modo de ver nos encontramos ante una comedia que más de siete décadas después, destaca sobre todo por los valiosos esfuerzos que brinda su realizador no solo para emerger de la teatralidad de su origen, sino, sobre todo, de incorporar para ello un notable grado de experimentalidad, mucho más perceptible en nuestros días.

No cabe duda que ese grado de experimentalidad se percibe desde sus primeros compases. Ese inicio en una estación nos brinda ya dos pistas. Una, el sombrío tono fotográfico en blanco y negro, obra de Joseph Walker, a media entre documental y cercano a la atmósfera de ciertos títulos coetáneos de ámbito social que empezaban a proliferar aquellos años. Será una elección formal que el realizador prolongaría en las siguientes comedias que dirigió con la actriz, y que contribuye a la adopción de cierto tono naturalista, en el que las pinceladas de comedia se insertan en ocasiones casi como contraste. Unamos a ello la casi total ausencia de banda sonora, un elemento que pocos años después se consideraría como elemento indispensable en el último gran periodo dorado del género.

Y ya en esos instantes casi de apertura, podemos percibir la enorme importancia que adquirirá el diseño de producción, en el que tendrá una importancia esencial la aportación del muy premiado y ocasionalmente atractivo realizador que fue el checo Harry Horner, capaz de erigirse como elemento de capital importancia. Casi como base fundamental para que a través de sus limitadas escenografías -no conviene olvidar la labor como decorador de William Kiernan- adquieren un singular tratamiento dramático, precisamente por la agudeza con la que Cukor se sirve de ellas para articular el engranaje dramático de la película.

Es algo que tendrá su principal foco de interés en las amplias dependencias de la suite donde se aloja el magnate de la chatarra Harry Brock (un en ocasiones algo excesivo, en otras rotundo Broderick Crawford), que cuenta con la tan vulgar como estridente Billy Dawn (Holliday, imprescindible escucharla con su voz original) como su amante. Se trata de alguien que Brock sacó cuando actuaba como corista, y con quien comparte una relación próxima dominada por la vulgaridad, aunque, en el fondo, por parte del pco ortodoxo magnate se oculte un sincero sentimiento -que se manifestará en los últimos minutos-. La cámara de Cukor utilizará su aguda y casi invisible planificación en planos largos, para permitir la presentación de los personajes, entre los que se incluirá el joven periodista Paul Verralt (William Holden), quien va a realizar una entrevista al recién llegado, y que muy pronto se convertirá en el detonante de la progresiva toma de conciencia de Billy y, en definitiva, del desmoronamiento de la estructura que mantiene el chillón y casi mafioso empresario. Y, entre ellos, se encontrará el abogado de este. Se trata del lúcido y veterano Jim Devery (un impresionante Howart St. John), alguien consciente de encontrarse sometido ante un ser al que detesta, pero plenamente capaz de reconocer la corrupción en la que lidia, y que considero en realidad el mejor personaje de la película.

A partir de estas premisas, Cukor se introduje en una estructura bastante libre, articulando a través de ese sencillo engranaje, su destacada apuesta por la importancia de la secuencia, insertando en ella su máxima entrega, bien sea a través de una planificación sencilla y, algo innato en Cukor, la dirección de actores. De alguna manera, parece como si el cineasta tomara lecciones de otro referente del género, Leo McCarey, a la hora de estructurar la película a través de dichos parámetros narrativos. En la conjunción de todos estos elementos, BORN YESTERDAY aparece como una extraña mixtura de comedia y drama, definida en un tinte naturalista, despejada por completo de ese glamour que adornaría las muestras del género pocos años después, pero, quizá, por ello, singular en un planteamiento casi atonal, del que emergen no sus giros argumentales, en realidad bastante previsibles, sino la diversidad expresada en la sucesión de sus escenas. La ya señalada e inicial, que nos presenta a sus principales personajes, es evidente que resulta un pequeño prodigio a este respecto. Y es que más allá del relativo histrionismo marcado entre Harry y Billy, supone un extraño ballet que acierta no solo a presentar a sus criaturas esenciales sino, de manera singular, las relaciones establecidas entre ambos, dentro de una intrincada planificación que los sigue dentro de un marco que aparece crecientemente opresivo.

Esa diversidad nos presenta un episodio resuelto de manera admirable, con escasísimos planos, que define la creciente tensión establecida entre la pareja protagonista, por medio de esas reiteradas partidas de Gimmy jugadas, donde los sucesivos triunfos de Billy no harán más que exasperar a Harry. Todo ello, mediante una auténtica exhibición de slow burn, de tensión cómica, que ejerce como divertida oposición en un relato revestido de sorprendentes contrastes. Es algo que nos permitirá un posterior episodio de desasosiego ascendente; el enfrentamiento entre el tosco magnate y su cada vez más reticente amante, cuando se niega a efectuar la firma de uno de sus chanchullos, hasta que este no dude en utilizar la violencia contra ella, en el momento más -insospechadamente- cruel, de la película. Entremedias de ambos, se irán insertando pequeños episodios y visitas de Billy, bien sea en solitario o en compañía de Paul, en los que la ordinaria joven se va abriendo a la lectura, al conocimiento y, en definitiva, a un nuevo mundo hasta ahora ajeno a ella. Pasajes filmados con una cierte querencia por una iluminación por momentos ligadas a un cierto misticismo, un tempo narrativo más reposado, e incluso por una puntual presencia de fondo musical.

Rasgos como estos son los que contribuyen a la singularidad de la película, en la que curiosamente ese elemento discursivo en defensa de las libertades democráticas, es posible que en periodos posteriores resultara algo desfasado. Sin embargo, intuyo que el alcance transgresor del momento de su estreno, puede volver a alcanzar una renovada vigencia, varias décadas después. Curiosamente, el paso del tiempo, en ocasiones, nos retrotrae a la casilla de salida.

Calificación: 3

LIMELIGHT (1952, Charles Chaplin) Candilejas

Tras el enorme revés comercial que recibirá en 1947 con la extraordinaria MONSIEUR VERDOUX (Monsieur Verdoux) -quizá el largometraje más arriesgado de su carrera-, Charles Chaplin se toma cinco años de descanso para acometer su siguiente obra. Nos situamos en un ámbito irrespirable para la cultura y la cinematografía norteamericana, donde una figura liberal como la de Chaplin no hace más que cosechar la expresión de una cierta animadversión, quizá por negarse a asumir la nacionalidad norteamericana.

Sea como fuere, y en un contexto donde el maccarthismo se extiende como un tumor incurable, y tras las apariencias de un plácido y cómodo rodaje, el cineasta inglés sorprende a todos con LIMELIGHT (Candilejas, 1952), una obra de aparentemente cómoda ejecución, que le permite retornar de manera directa con el melodrama -tras su experiencia previa con la admirable y lejana A WOMAN OF PARIS: A DRAMA OF FATE (Una mujer de París, 1924)-. Sin embargo, en esta ocasión ha superado ampliamente la barrera de los sesenta años. Tras sus espaldas se encuentra ya la vivencia del fracaso e, irreductiblemente, vislumbra ante sí el fantasma de la decrepitud… y de la muerte. Todo ello, unido a la importancia del legado del artista, la sensibilidad y el paso atávico del pasado, dio como frito la que quizá haya quedado como la obra más personal del cineasta. También uno de sus títulos más memorables. Intuyo que, sin él pretenderlo, puesto que nos encontramos en los primeros pasos de la década, Charles Chaplin brinda otra de sus propuestas más arriesgadas, más íntimas y, al mismo tiempo, una de las cimas del melodrama legadas por el cine en dicha década. LIMELIGHT puede emparentarse con los mejores logros de Ophuls o Dreyer. Es más, no dejo de considerar como esta extraordinaria película, pudo ofrecer referencia a un entonces incipiente Ingmar Bergman, hasta el punto que su inolvidable y posterior SMULTRONSTÄLLET (Fresas salvajes, 1957), asume no pocos ecos del título que nos ocupa.

Nos encontramos ante una obra -iniciada en un rincón del verano de 1914 londinense, en donde podemos encontrar ecos que van desde Dickens hasta Griffith-, dominada desde sus primeros compases por la melancolía y una inequívoca aura fatalista. Un contexto en el que la sombría iluminación en b/n brindada por Karl Struss y un magnífico pero ajustado diseño artístico de Eugène Lourié, unido a la propia y atinada banda sonora compuesta por el propio Chaplin, brindan el marco inapelable, para esa dolorosa confesión en primera persona, en primer plano incluso, sobre la mirada atávica del pasado -son numerosas las referencias a los inicios artísticos del artista o a su propio pasado familiar-. Sus evocaciones rezuman el aroma de los desgastados escenarios de music hall para, a partir de esa mirada retrospectiva, articular una auténtica balada de la decadencia, del miedo a la senectud, envuelta en una perfecta modulación entre la sobriedad y la audacia expresiva. Entre el aura melodramática y la mirada comprensiva. Entre la importancia de la creación como expresión existencial y la inevitable llegada de la mortalidad.

Prácticamente desde sus primeros compases, LIMELIGHT transmite al espectador la complejidad de su estructura dramática. La llegada de Calvero a su vetusto apartamento y la situación extrema que le permitirá conocer y salvar de una muerte segura a la joven Terry (excepcional Claire Bloom), se encuentra plasmada con tanta sobriedad como riesgo cinematográfico. Nada sobra y nada falta en esos primeros minutos, que, además, se encuentran trufados de pequeños destellos de comedia, perfectamente modulados en la admirable performance que Chaplin efectúa de su protagonista -la recreación mímica de los pensamientos-. A partir de ese momento, nos encontramos con la manifestación de una hermosa historia de soledades compartidas, que permitirá por un lado al protagonista no solo salvar la existencia sino, especialmente, devolver su dignidad artística, a una traumatizada bailarina. Es decir, convertirla en el objeto de su última creación artística -resulta excepcional esa intensa secuencia en la que la muchacha descubre, accidentalmente, y tras el hundimiento de Calvero, que puede andar, culminada en un paseo nocturno de ambos por las calles de Londres-. Una vez alcanzado este objetivo, está intentará mostrarle su gratitud confundiéndolo con un amor, que el veterano artista sabrá en todo momento no es real -la presencia del joven personaje de Neville (Sydney Chaplin)-.

A partir de este punto de partida, encaminado a un inevitable y trágico desenlace, el cineasta articula una conmovedora reflexión sobre temas universales, con tanta delicadeza como hondura dramática -huyendo, por cierto, de ciertas críticas de sensiblería, que en ocasiones he llegado a leer-. Y hacerlo, además, asumiendo con enorme riesgo, las costuras del Film d’Art, prolongando la estela de títulos como THE RED SHOES (Las zapatillas rojas, 1948. Michael Powell & Emeric Pressburger), e imbricando, como señalaba al inicio de estas líneas, esta película, con propuestas firmadas posteriormente por Max Ophuls o los más ilustres representantes del drama cinematográfico sueco. Todo ello dará como fruto una película intensa, asumida hasta las entrañas, que nos brindará algunos de los mejores pasajes del conjunto de la obra de Chaplin y, en conjunto, del cine de su tiempo, por lo general, centrados en la repercusión sobre el rostro del protagonista. Secuencias como la pesadilla vivida por Calvero, que finalizará al contemplar el patio de butacas vacío e inerme ante su actuación, y culminado con un angustioso primer plano sobre su rostro -de nuevo este episodio aparece como clara referencia al SMULTRONSTÄLLET de Bergman-. O el dolor con que se expresa su fracasada reentré, donde los chuscos espectadores van abandonando el mugriento teatro, culminando con otro primer plano, en el que Calvero se limpia el maquillaje totalmente hundido. O la resolución del ensayo de Terry dentro del ballet donde ha sido elegida, que, finalmente, dejará a oscuras las bambalinas del teatro, dejando solo en el recinto a Calvero, iluminando apenas su rostro angustiado, consciente de que su relación con la muchacha no alberga ningún futuro.

Esa crecente intensidad dramática nos mostrará la sensación del cineasta para ir al grano en el relato -la elipsis que nos traslada a un Calvero convertido en músico callejero, tras huir del entorno de Terry al considerarse un estorbo para carrera triunfal de la muchacha y, también, su estabilidad emocional con Neville-. El cineasta habrá plasmado ese triunfo de la muchacha, por medio de esa deslumbrante plasmación del ballet que protagoniza, que es descrito mostrándolo desde el punto de vista del espectador, y también desde las bambalinas del mismo. A partir de ese momento, LIMELIGHT se adentra en una extraordinaria catarsis. En un clima emocional, envuelto en el deseo de realizar una función de homenaje a Calvero que, por un lado, nos brindará uno de las evocaciones del slapstick más memorables de la historia del cine -el número de vaudeville encarnado por Chaplin y Buster Keaton, un episodio histórico para los amantes de ambas figuras-. Sin embargo, nos encontramos ante unos minutos conmovedores y dominados por cierto vértigo dramático, en donde la pasión por el espectáculo, la búsqueda de un definitivo reconocimiento, ese público que pronto pasa de suponer una claque, a demostrar un sincero entusiasmo colectivo -percibido desde el primer momento por un avezado Calvero-. Será el marco perfecto y definitivo para un hombre que sabe no tiene ya lugar en este mundo, sobre todo debido a la imposibilidad de su relación sentimental con Terry, objeto de su creación como artista. Todo ello quedará plasmado en una conclusión tan lúcida como electrizante, donde la creación, la muerte, el reconocimiento y la supervivencia del arte, aparecen plasmados con un grado de inspiración insuperable, casi de un fotograma a otro, centrados una vez más en el rostro traspasado de dolor de un Calvero -quizá en uno de los instantes de interpretación más intensos y entregados jamás contemplados ante la pantalla- que solo espera ya una última mirada a Terry, su criatura, antes de exhalar su último suspiro.

En una película de la categoría de LIMELIGHT, apenas se pueden reprochar detalles menores; la eterna pesadez de Nigel Bruce, la superficial relación de Calvero con la estridente dueña del vetusto edificio… Sin embargo, hubiera sido el testamento perfecto e ideal en la obra de una de las más grandes figuras que ha legado el cine. En cualquier caso, y pese al inferior interés de dos títulos posteriores, nos permitieron mantener el talento de su figura. Ya es bastante.

Calificación: 4’5

LARCENY (1948, George Sherman) Aves de rapiña

Dentro del periodo dorado del noir, se inserta una curiosa y sugestiva variante, que intercala en su ámbito temático, desde la mirada en torno a pequeños microcosmos y la presencia de estafadores, discurriendo en sus protagonistas roles dominados por el arribismo. Es el ámbito que puede englobar títulos en apariencia tan dispar como SHADOW OF A DOUBT (La sombra de una duda, 1943. Alfred Hitchcock), MILDRED PIERCE (Alma en suplicio, 1945. Michael Curtiz), NO MAN OF HER OWN (Mentira latente, 1950. Mitchell Leisen) o A PLACE IN THE SUN (Un lugar en el sol, 1951. George Stevens). Dentro de esta nómina, en la que podríamos incluir diversos otros ejemplos, hay que señalar que LARCENY (Aves de rapiña, 1948. George Sherman) no desentona en absoluto. Y conviene destacar las cualidades de esta brillante película, en la medida que supone una película totalmente desconocida, y al mismo tiempo reveladora del talento del enormemente prolífico George Sherman, a quien en los últimos tiempos se le está empezando a reconocer una cierta mirada personal dentro de su amplia producción en el western, pero al que convendría intentar concretar una visión retrospectiva del conjunto de su obra. Es muy probable que en ella no se oculte ningún logro absoluto. Pero al mismo tiempo, estoy convencido que en la misma abundan propuestas llenas de interés, siempre encauzadas dentro del contexto del cine de Serie B, o la presencia de repartos eficacísimos, pero por lo general al margen de las grandes estrellas.

LARCENY es, por tanto, uno de dichos exponentes, y no precisa demasiado metraje para sentar sus reales al describir el modus operandi del reducido grupo de estafadores que encabeza el nada escrupuloso Silky Randall (Dan Duryea, inapelable en estos roles). La película, producción de Universal, estudio que Sherman frecuentó de manera considerable, supone una adaptación de la novela de Lois Eby y John Fleming The Velvet Fleece, centrándose en la azarosa andadura del joven Rick Maxon (un joven y ya templado John Payne). Se trata del principal ariete del tinglado de estafas mantenido por Randall, quienes, junto a su otro ayudante, se verán en la tesitura de huir tras haber saqueado al dueño de un club de campo con una inversión fraudulenta. Pese al creciente hastío de Maxon, Silky ya le ha endosado otra misión; dirigirse hasta Mission City, una pequeña población californiana, y engatusar a la joven hija del potentado de la localidad, simulando que conoció a su esposo fallecido en combate, y a través de ello lograr tajada intentando una serie de inversiones inmobiliarias. En cualquier caso, hay algo que enturbia las relaciones entre los dos hombres. Se trata de la amante del jefe del gang -Tory (una sensual y jovencísima Shelley Winters)-, en realidad encaprichada de Rick, en una relación consentida por este, y de la que Silky sospecha.

Trasladado Rick a la ciudad, pronto logrará la complicidad del atolondrado recepcionista del hotel donde se aloja, al que engañará al decirle que fue compañero de contienda del desaparecido soldado. Ello pronto le llevará hasta Deborah (estupenda Joan Cauldfield) -en una estupenda secuencia, mientras este dirige unas inocuas palabras a unos muchachos, vislumbrándose entre ambos una inmediata atracción-. A partir de ese momento, todo discurrirá más o menos según los planes marcados por el cabeza del pequeño núcleo de estafadores. Sin embargo, lo que despliega en realidad este insólito cuento navideño -a la llegada al hotel, comprobaremos la presencia de ese abeto adornado- es, en última instancia, la imposibilidad de redención de un joven estafador sin especial maldad, que podría tener en sus manos la -complicada- voluntad de redimirse de un pasado adverso, intentando el amor de esta joven acaudalada que aún no ha logrado superar la muerte de su esposo tres años atrás en la contienda mundial. Dos soledades compartidas de diferente calado, en la que la figura del recién llegado supondrá todo un punto de inflexión para que Deborah supere su dolor, y para él la posibilidad de atisbar un mundo hasta entonces imposible.

Pese a encontrarnos ante un relato dominado por elementos recogidos de referentes previos -nada hay de malo en ello-, destaca en sus imágenes la convicción que le imprime Sherman. Resaltemos en sus primeros minutos el juego con la cámara al reencuadrar los personajes y las conversaciones que forman el mundo encabezado por Silky. Pero una vez trasladada la acción a Mission City, el director incide de manera muy especial en la pintura de toda una colectividad, que irán desde ese despistado y bonachón recepcionista, hasta las dos muchachas que no cejarán cortejar al recién llegado. Personajes todos ellos que permitirán la incorporación de un cierto elemento de comedia, en especial en esa provocativa secretaria del padre de la protagonista, en quien Maxon detectará de inmediato su ascendencia newyorkina; “Hueles a quinta avenida” le llegará a decir. Y es que otro de los valores de LARCENY -uno de los más evidentes- reside en la utilización de unos diálogos cortantes, y en algunos casos incluso demoledores, provenientes sobre todo de esa reducida fauna de delincuentes que se ciernen sobre un pequeño y adormecido microcosmos. En especial, estos se dirimen en las conversaciones establecidas entre los dos estafadores protagonistas y la insaciable Tory, capaz de burlan el destino que su amante le tenía destinado en La Habana, para residir en un desvencijado y oculto apartamento alejado de la población, desde donde prolongaría su relación con Rick.

En medio de ese constante enfrentamiento emocional entre una joven viuda que, literalmente, retorna a la vida, ante su llegada, y el influjo de la salvaje amante que no desea en modo alguno que lo abandone, se dirime la deriva emocional de un muchacho de apariencia dura, pero, en el fondo, dominado por una evidente inocencia emocional, muy bien trasladada tras la aparente imperturbabilidad del joven Payne. Algo que incidirá hacia Deborah en la secuencia del paseo nocturno de ambos, teniendo como fondo la ciudad o, sobre todo, en la emotividad que se desprende en la celebración de fin de año, donde de manera inesperada reaparecerá aquel hombre al que estafaron al inicio de la película. Serán pasajes que harán convencer a la viuda en edificar e instaurar una residencia para jóvenes, en la que la memoria de su mitificado esposo quedara inmortalizada, cumpliéndose los planes establecidos por los estafadores de alcanzar un botín de cien mil dólares.

Es cierto que el film de Sherman asume en su metraje ciertas carencias de guion -la escasísima presencia del padre de Deborah, la fugaz del veterano hombre de negocios estafado, solo presente para romper el hechizo de la celebración de fin de año-. Pese a dichos desequilibrios, los últimos minutos del relato reincorporan el aura malsana de ese grupo de estafadores y la insaciable actitud de Tory. En definitiva, el pasado hará imposible que Rick pueda encontrar el sendero de una nueva vida. Es más, en un momento dado, dejará las pautas preparadas, al objeto de que cualquier desviación de sus compañeros pudiera desalojarlos de su destino. “Elimina la hoja de esta semana de tu calendario”, le dirá a una desolada Deborah en los segundos finales, antes de que un fundido en negro culmine una de las conclusiones más sorprendentemente fatalistas y cortantes del cine de aquel tiempo.

Calificación: 3

THE BARBARIAN AND THE GEISHA (1958, John Huston) El bárbaro y la geisha

No es la primera vez que me he referido -y comentado- a algunos de los títulos que forjaron una de las modas más populares del Hollywood en la segunda mitad de los cincuenta. Hablo de todo un ciclo de títulos que se centraban en historias desarrolladas en tierras orientales, daba igual que estos se insertaran en tiempos pasados o contemporáneos. De entrada, hay que señalar que fueron en general producciones que lograron un gran éxito popular en su momento, mientras que tiempo después fueron en líneas generales despreciadas por la crítica. Curiosamente, creo que el paso del tiempo ha tratado bastante bien este subgénero, en el que hay que señalar que quizá fuera la 20th Century Fox, el estudio que con mayor ímpetu se inclinara en dicha vertiente, con producciones tan atractivas, y al mismo tiempo tan opuestas, como podrían ejemplificar el noir HOUSE OF BAMBU (La casa de bambú, 1955. Samuel Fuller) o el drama romántico LOVE IS A MANY-SPLENDORED THING (La colina del adiós, 1955. Henry King).

Relacionado con este y otros exponentes, aunque centrando su base argumental en un argumento centrado en un hecho del pasado -lo que proporciona a su propuesta un entorno de film de época- nos encontramos con THE BARBARIAN AND THE GEISHA (El bárbaro y la geisha, 1958. John Huston). Hablamos de una película que, desde el momento de su estreno, parece atesorar a sus espaldas una aureola de malditismo o, peor aún, de rechazo generalizado que, mucho me temo, ha favorecido que durante décadas la película haya permanecido prácticamente sin el menor deseo de ser contemplada con la debida inocencia. La razón, es indiscutible, recae más que en sus propios resultados, en el hecho concreto de estar firmada por quien lo está, y erigirse prácticamente como un corpúsculo inusual de su filmografía.

Es cierto que en unos tiempos donde el cine clásico aparece casi un ámbito reducido al interés de unos pocos miles de personas, la figura de John Huston queda como uno de esos referentes casi apolillados, al objeto del interés de una parte de dicha cinefilia, y la relativa indiferencia de otra, que nunca le ha tenido en especial consideración. Personalmente, y desde mi relativo -no incondicional- aprecio a su figura, me atrevo a señalar que nos encontramos ante un título bastante más estimable de lo que se le ha venido a reconocer, y que al mismo tiempo lo sitúa a mi juicio a similar altura de otros exponentes de su obra que, por el contrario, considero bastante sobrevalorados. Me refiero a propuestas como la previa MOULIN ROUGE (Moulin Rouge, 1952) o la posterior A WALK WITH LOVE AND DEATH (Paseo por el amor y la muerte, 1969), que pese a sus limitaciones gozan de mayor predicamento, en la medida que aparecen más integradas en lo que se denominó un hipotético ‘mundo hustoniano’.

Por el contrario, el título que nos ocupa, de entrada, se encuentra ajeno por completo a los supuestos intereses que adornaron la filmografía de Huston. Pero, además, sobrelleva a sus espaldas el enorme enfrentamiento que el director y su protagonista, John Wayne, registraron no solo durante el rodaje, sino, de manera fundamental, con posterioridad del mismo, en el momento en el que nuestro director se dispuso a la preparación en tierras africanas de su siguiente película -THE ROOTS OF HEAVEN (Las raíces del cielo, 1958)-, lo que permitió a Wayne poder confabular en el estudio y eliminar secuencias ya rodadas, en las que Huston intentaba una serie de búsqueda visuales relacionadas por la personalidad e incluso la cinematografía japonesa -recordemos la presencia del director Teinosuke Kinugasa, dentro de un notable equipo de colaboradores nipones-, en detrimento de una querencia por la acción y la narración tradicional por la que apostaba Wayne. Fruto de este enfrentamiento, uno u otro renegó finalmente de la película, lo que permitió a los seguidores de Huston pasar página en lo que se suele señalar como uno de los “garbanzos negros” del primer periodo de su obra, que podríamos ubicar desde su debut hasta la llegada de los sesenta.

Cuando han pasado ya demasiadas décadas, y cuando incluso la trayectoria de su realizador aparece ya casi encaminada a un injusto olvido, convendría situar en su justa medida los aciertos -que los tiene- y los desequilibrios e incluso debilidades que alberga una propuesta como THE BARBARIAN AND THE GEISHA que, de no llevar la firma de Huston, estoy seguro sería acogida con mayor y más superficial benevolencia. Y es que, digámoslo ya, nos encontramos ante una tan irregular como pasable aportación a ese subgénero que aúna la reconstrucción histórica y el biopic, combinado con el aura de gran producción. En esta ocasión, su trama se desarrolla en tierras japonesas a mediados del siglo XIX, sirviendo como marco para la narración de las tribulaciones vividas por el diplomático norteamericano Townsend Harris (un John Wayne en ocasiones afortunado, en otras extraño en su papel). Alguien que, recibido desde una hostilidad inicial, finalmente fue el artífice de establecer los primeros lazos comerciales y diplomáticos, con un Japón hasta entonces cerrado en su milenaria cultura.

La película se articula a través del relato en off de Okichi (Eiko Ando), la geisha que articulará la humanización del protagonista y se enamorará abiertamente de él. Sus evocaciones serán las que sirvan como referencia, a la hora de dar vida a un relato que, caso de no haber sido firmado por Huston y, en su lugar, por un artesano de menos calibre, estoy seguro sería valorado con mayor aprecio. Es cierto que nos encontramos ante una película desequilibrada. En la que se percibe la constante lucha de las intenciones de Huston y las que finalmente delimitaron su resultado. En donde su mirada en torno al mundo nipón de mediados del siglo XIX -es casi paródica la descripción del joven emperador local-, aparece dominada por no pocos estereotipos. Y, sin embargo, pese a estos y otros inconvenientes, nos encontramos ante un argumento que se sigue con cierto interés, en base a diversas circunstancias. Una de ellas es la apuesta por la elipsis -varios de sus elementos dramáticos aparecen muy en segundo término o en el propio off narrativo; entre ellos, la determinante votación final. Otra, es ese intento de mirada en voz callada, buscando por lo general una cierta querencia por el intimismo que envuelve su conjunto y, en sus mejores momentos, le proporciona una cierta calidez. Fruto de ello lo ejemplifican sus emocionantes instantes finales -un único primer plano de Okichi hubiera cerrado la película de manera admirable-. Sin embargo, y pese a esos ya señalados esquematismos en torno a la mirada en torno a la cultura japonesa de su tiempo, THE BARBARIAN AND THE GEISHA destaca en una serie de búsquedas visuales que trascienden con mucho la recurrente -y por fortuna, no excesiva- presencia de folklore, y que tiene algunos de sus mejores muestras en secuencias desarrolladas en las acondicionadas dependencias del diplomático protagonista. También en las lujosas estancias del emperador japonés, que son mostradas con tanta delectación como sobriedad. No me cabe duda, llegados a ese punto, que ese equipo técnico local que atesoró el norteamericano debió tener una gran importancia en este aspecto -la pictórica iluminación en color de Charles G. Clarke resulta reveladora a este respecto-. Y unido a ello, no se puede dejar de destacar en esta película tan limitada como grata en su modestia el retrato que se ofrece del personaje del gobernador local. Ese Tamura encarnado con brillantez por el actor japonés Sô Yamamura, en cuya definición surgen una serie de matices hasta incluso sus trágicos giros finales que, por el contrario, se echan de menos en algunos otros roles del relato.

Calificación: 2’5

FABIOLA (1949, Alessandro Blasetti) Fabiola

 

Hay películas que en su cáscara conservan todos los elementos propicios para poder ser despreciadas o ignoradas. Cualquier título más o menos anticomunista rodado en USA en los años 40 o 50 del pasado siglo ha sido por completo despreciados por la crítica, como si dicha opción temática invalidara por completo cualquier cualidad estrictamente cinematográfica. Y ello mismo sucedería con propuestas de apología cristiana. Es cierto que el paso de los años ha permitido valorar las excelencias de propuestas firmadas por Leo McCarey, y quizá haya puesto en su merecido lugar exponentes tan magníficos como THE SONG OF BERNADETTE (La canción de Bernadette, 1943. Henry King). Sin embargo, no es menor cierto que entre un corpus poco distinguido en dicho ámbito, sigue emergiendo títulos como THE KEYS OF THE KINGDON (Las llaves del reino, 1944. John M. Stahl).

En todo caso, no resulta fácil elevar la voz como una película como FABIOLA (Fabiola, 1949. Alessandro Blasetti). Ahí es nada, adentrarse en uno de los precedentes del peplum italiano, adaptación de una novela escrita el siglo pasado por un arzobispo británico -Nicholas Patrick Wiseman-, proponiendo unos orígenes casi inmaculados de la implantación del catolicismo en las postrimerías del Imperio Romano, muy poco antes de que el emperador Constantino se apodere del mismo e implante el cristianismo. Y todo ello, además, siendo firmado por el italiano Alessandro Blasetti, quien en su pasado había aparecido como el cineasta más reputado del ventennio nero del fascismo italiano -lo que no le impidió un profundo respeto de los profesionales cinematográficos del país hasta su muerte; recordemos el sincero homenaje que le brindó Federico Fellini en BELLISSIMA (Bellísima, 1951)-.

A partir de estas premisas, e intentando con relativa facilidad efectuar una mirada suficientemente distanciada, lo cierto es que FABIOLA -suntuosa coproducción franco-italiana- aparece como una magnífica película. En ocasiones incluso apasionante. En la que apenas pesan sus más de dos horas y media de duración. Y que no dudo en considerar como una de las muestras más valiosas de lo que podríamos insertar en los contornos del peplum’ -de cuantos he contemplado, solo podría situar por encima los extraordinarios DAVID AND BATHSHEBA (1951, Henry King) y SPARTACUS (Espartaco, 1960. Stanley Kubrick)-. Al contrario que buena parte de sus muestras, el film de Blasetti apenas recurre a la generalizada ampulosidad inherente en este subgénero. La intensa iluminación en b/n de Mario Craveri y Ubaldo Marelli, contribuyen no poco a dotar de densidad, atmósfera y espesura, a un relato en el que se contó con un a muy nutrida nómina de guionistas -entre ellos, uno de los padres del Neorrealismo; Cesare Zavattini, e incluso sin acreditar, referentes como Suso Cecchi D’Amico o Renato Castellani-, permitiendo que su conjunto logre imbricar una amplia coralidad de personajes y subtramas, sin que su confluencia interfieran entre ellas y, antes al contrario, logren confluir en una mirada colectiva en torno a la creciente implantación del cristianismo en el seno de un ámbito social en irreversible crisis, espoleado por la ofensiva de Constantino -cuyo personaje jamás aparecerá en pantalla.

En FABIOLA, desarrollada en el siglo IV después de Cristo, el hilo conductor se centra de manera esencial en el joven Rhual (un jovencísimo Henri Vidal, cuyas limitaciones interpretativas quedan compensadas con su apabullante presencia física, curiosamente años después casado con la que sería su amada en la película). Se trata de un muchacho galo que esconde su condición de cristiano -ese crucifijo que le cae al suelo y decide no recoger-, empeñado en consolidarse como gladiador, transportado hasta Roma en el barco que comanda Quadratus (Gino Cervi). Una vez llegado allí, el destino le acercará hasta la bellísima y distinguida Fabiola (exquisita Michèle Morgan). Sin que él lo sepa en el fortuito y romántico encuentro nocturno que mantendrá con ella, se ha enamorado de la hija del senador Fabius Severus (un excelente Michel Simon). La película nos adentrará al entorno del veterano político, quien en medio de un entorno elitista revelará su lucidez al analizar el convulso escenario que se vive en la aristocracia romana, y su firme convicción de que el predominio del cristianismo en algo irrefrenable, pese incluso a las terribles persecuciones que sobre sus convencidos se vienen desarrollando. Es más, en una arriesgada decisión, optará por dejar en su testamento la libertad de todos sus esclavos a su muerte. El clima incómodo que se percibe en ese contexto -magníficamente expresado por la cámara de Blasetti- concluirá con el inesperado asesinato de Severus.

Ello propiciará una excusa centrada en un nuevo ataque a los cristianos, buscando en Rhual una víctima propiciatoria, lo que provocará una inicial reprobación por parte de Fabiola, hacia el hombre de quien se ha enamorado. También se convocará una vista comandada por el noble Luciano (Sergio Tofano), en donde se harán visibles las tensiones y el juego sucio marcado por Fulvio, que ha utilizado incluso al joven hijo del senador -Corvino (Franco Interlenghi)- a quien ha utilizado para provocar una trágica desestabilización en un imperio herido de muerte, provocando incluso el suicidio de su padre en un momento magnífico.

A partir de estas premisas, y pese a algunas secuencias y giros excesivamente abruptos, lo cierto es que FABIOLA conforma un relato magnífico, que acierta al plantear ese mundo convulso, y en el que la progresiva irrupción del cristianismo ejerce como un ariete que responde por su propia convicción a renunciar a ejercer la violencia. La confluencia de esta coralidad de personajes, proporciona al film de Blasetti una creciente densidad, en un conjunto en el que, al contrario de buena parte de las muestras de un subgénero que se haría popular pocos años después, se deja a un lado la querencia por la ampulosidad y, en su oposición, nos transmite un relato vibrante, que conjuga su inclinación por el relato de aventuras, el drama romántico y la parábola política -la analogía sobre el fin del fascismo se enseñorea en sus imágenes-, logrando huir de esa temible arenga católica a la que podía inclinar su base literaria. Es por ello que la película se disfruta casi sin altibajos en su extensísima duración, alternando el intimismo y lo coral, lo romántico y el gran espectáculo. Y siempre teniendo tras la cámara a un cineasta que se tomó muy en serio una superproducción de estas características, que tiene un especial aliado en esa iluminación que acentúa las costuras de su drama.

Todo ello, nos permitirá la presencia de personajes tan magníficos como el de la joven Sira (admirable Elisa Cegani), la eterna y fiel sirviente de Fabiola, y en un momento dado confidente de esta, cuando ambas confiesen su asumido cristianismo. Es curioso señalarlo, pero esta sirvienta en no pocos momentos me aparece como un precedente de la muy posterior y dispar en argumento y época, pero también abnegada criada que encarnó Juanita Moore en la obra maestra de Douglas Sirk, IMITACION OF LIFE (Imitación a la vida, 1959).

Y en ese recorrido, lo cierto es que quedan en la retina no pocas secuencias y episodios, al mismo tiempo caracterizados por su diversidad en el tratamiento dramático. Lo comprobaremos en la belleza romántica que expresa el episodio nocturno en que Rhual conoce a Fabiola, viéndola por vez primera en un jardín, donde esta aparece casi surgida dentro de un conjunto de estatuas, hasta concluir situándose juntos frente a las aguas del mar. Son instantes sin duda heredados de esa estética romántica, de la que sería un ejemplo previo la muy cercana LA BELLE ET LA BÊTE (La bella y la bestia, 1946. Jean Cocteau). Pero puede igualmente destacarse el casi asfixiante y ya señalado episodio en el que Severus describe con elocuente lucidez la llegada de un nuevo mundo, delimitado por el cristianismo. O de igual modo, la fuerza dramática de esa cita judicial que nos permitirá contemplar con claridad las tensiones y maquinaciones existentes, y que culminará trágicamente.

Sin embargo, dentro de un conjunto dominado por una creciente densidad, me gustaría resaltar los tres pasajes más brillantes, intensos y perdurables de la película. Me refiero, por un lado, al que describirá el calvario -casi a modo e imitación de la crucifixión de Cristo-, que concluirá con el asaetamiento de Sebastian (Massimo Girotti), el oficial romano y oculto cristiano, en cuyos últimos minutos, además de modular en unos instantes donde cierta relajación y conciencia del misticismo al que se dirige el militar, se aúna con la plasmación del dilema que asumen en ese momento sus seguidores, a punto de revelarse contra el procónsul Manlius Valerian (Paolo Stoppa), a quien ajusticiarán, instantes antes de que de la orden para el alanceamiento del condenado. Me refiero a la contención a la violencia que interiorizan sus seguidores, que, en última instancia, será la base para el triunfo de esa nueva manera de entender la existencia. En esos momentos, puede decirse que se encuentra expuesta con intensidad la entraña del relato.

Será algo que emergerá de manera aún más rotunda en el clímax final, descrito en el coliseo romano, donde Blasetti acierta al entregarse en la plasmación de una  sorprendente -aún hoy- ceremonia del horror, que no dudo impresionaría sobremanera a los espectadores del momento. Toda una sucesión de torturas sobre los cristianos, ejecutados de la manera más inhumana posible antes las hordas de romanos que contemplan enardecidos dichas atrocidades, instantes entes de que Rhual se someta a los instantes más decisivos de su vida. O romper con la disciplina cristiana de la no violencia, defendiéndose de los gladiadores con los que está dispuesta su lucha, o poner en sacrificio su propia existencia.

Sin embargo, si tuviera que destacar un episodio memorable dentro del conjunto de esta brillante superproducción, no dudo en evocar el extenso y opresivo pasaje, donde se describe la reunión de cristianos en las catacumbas romanas para celebrar una ceremonia. Un punto de inflexión para la mayor parte de los personajes implicados en esa rebelión interna, mostrados en unos planos cerrados y de asfixiante atmósfera. Y, lo que es más importantes, bastante poco habituales en el cine de la época. Se trata de una mirada en torno a la coralidad de estos seres llenos de vitalidad y afianzamiento de sus convicciones, mostrados por unos planos cerrados, de cierta ascendencia wellesiana, cuyas miradas, reacciones, y tribulaciones, adquieren en ese escenario, al mismo tiempo opresivo y liberador, una singular percepción tanto individual como colectiva.

Calificación: 3’5

BONNIE AND CLYDE (1967, Arthur Penn) Bonnie y Clyde

Casi seis décadas después de su estreno, nadie puede dudar que BONNIE AND CLYDE (Bonnie y Clyde, 1967. Arthur Penn) supone uno de los títulos más rupturistas e influyentes, de lo que se denominaría el Nuevo Hollywood. Hablamos de propuestas que ayudaron a derribar una serie de fronteras cinematográficas, que conectaron con la entraña de una sociedad norteamericana traumatizada por la guerra del Vietnam y los movimientos contraculturales, y que derribaron determinadas barreras temáticas. Una corriente en la que se encuentran exponentes tan reconocidos en su día -y tan mediocres en mi opinión- como THE GRADUATE (El graduado, 1967. Mike Nichols) y MIDNIGHT COWBOY (Cowboy de medianoche, 1969. John Schlesinger) o, por el contrario, tan sublimes como el posterior THE LAST PICTURE SHOW (La última película, 1971. Peter Bogdanovich) -por cierto, el que ofrecía una mirada más respetuosa al Hollywood del pasado-. Y se trata de un exponente que, partiendo del guion inicial, elaborado al alimón por el tándem de los muy pronto influyentes Robert Benton y David Newman, le fue propuesto al francés François Truffaut, quien, tras desestimarlo, lo pudo transmitir de manera casi casual al actor Warren Beatty, verdadero impulsor de lo que pronto fructificaría como película -pudiendo atribuirse ser uno de los precursores de esa vertiente de actores – productores – directores, junto a nombres como Paul Newman, Robert Redford o Kevin Costner-,  y algo más de una década después debutaría como director. Fue el propio Beatty, quien casi desde el primer momento intuyó en encomendar la realización de la película a un Arthur Penn, a cuyo cargo protagonizó la controvertida MICKEY ONE (Acosado, 1965). En todo momento, entre ambos se estableció una constante corriente creativa, debatiéndose sugerencias de uno u otro -también por parte del tándem de guionistas, e incluso un jovencísimo Robert Towne, que aportó ideas en diversas secuencias-, en un ámbito en el que Penn siempre asumiría la decisiva última palabra. Con esas premisas, la gestación y el posterior rodaje de BONNIE AND CLYDE se convirtió -más allá del caudal de cualidades y elementos más o menos cuestionables o caducos con el paso de los años-, en una expresión de simbiosis creativa que, justo es reconocerlo, se transmite en su discurrir.

Unos reveladores títulos de crédito -con unos sobrios grafismos que se van fundiendo tomando como fondo la sucesión de fotografías de los auténticos personajes de la película- nos dan paso, casi de sopetón, a dos de los elementos, contrapuestos, más significativos del relato. De un lado, la hoy día torpe, incluso chusca, expresión psicoanalítica de la relación entre la pareja protagonista, por medio de una hoy día bastante periclitada danza de seducción de Clyde Barrow (Beatty) a cargo de Bonnie Parker (Faye Dunaway). Se recurrirá para ello con una planificación entrecortada, y una recurrencia a ciertos elementos de comedia que, personalmente, considero no demasiado afortunados. Por el contrario, desde el primer instante BONNIE AND CLYDE resalta por la admirable ambientación de ese Sur rural de los Estados Unidos, obra del imprescindible Dean Tavoularis, que acertó a la hora de la elección de una serie de exteriores que aún se conservaban. Y unido a ello, la absoluta implicación del veteranísimo Burnett Guffey -quien consideró su participación en la película un pequeño calvario, ya que tuvo que asumir numerosas decisiones visuales poco frecuentes en él, por orden de Penn-, a la hora de entregarse en una iluminación en intenso cromatismo, que acierta en todo momento a proporcionar a sus imágenes fisicidad e intensidad, máxime cuando el director albergaba la intención inicial de rodar la película en b/n.

A partir de este punto de partida, la película se articula en una sucesión de episodios, tan libre como en ciertas ocasiones inconexa y arbitraria, que nos relatará por un lado la evolución de la andadura de la pareja de forajidos, a la que se unirá el joven C. W. Moss (Michael J. Pollard) y, más adelante, el hermano de Clyde -Buck (Gene Hackman), recuperado por Beatty, tras haber trabajado con él en la inolvidable LILITH (Lilith, 1965. Robert Rossen)- y su esposa Blanche (Estelle Parsons, asumiendo un personaje inicialmente dominado por un exceso de histrionismo, aunque paulatinamente devenga mejor perfilado).

Todo ello conforma el conjunto de una película que resalta por un lado por su frescura, por una contagiosa joie de vivre. Por esa extraña y arbitraria configuración narrativa. Por esa desprejuiciada plasmación de la violencia. Por el tratamiento de una extraña historia de amor entre dos seres convulsos. Dos rebeldes casi a pesar suyo, que son trasladados a a la pantalla casi como si fueran protagonistas de un insólito slapstick. Esa insólita, y hasta cierto punto fascinante andadura de esos dos maleantes, que se erigieron en portavoces de rebeldía dentro de una población rural terriblemente diezmada durante la Gran Depresión, y que el relato de Penn y sus colaboradores sublima, no solo modificando sus características por los estándares hollywoodienses marcados por la pareja Beatty / Dunaway. Pero es que además lo realizan de manera deliberada y contrastada con las imágenes que nos muestran los ya citados créditos. E incluso ofrecer un contraste en la propia imagen en pantalla, de la propia presencia de la atractiva pareja de intérpretes -que en todo momento brindan una química explosiva- con la presencia de episódicos personajes, indudablemente seleccionados de entre habitantes de las poblaciones, que proporcionan una rara e incluso hermosa sensación de verdad, en uno de los rasgos que, a mi modo de ver, siguen apareciendo más vivos en la película. Al mismo tiempo, esa apuesta por un determinado caos cinematográfico, es la que al fin y a la postre, la que otorga personalidad propia a una película que surgió como estandarte y símbolo de un tiempo concreto, y que con el paso de los años mantiene buena parte de su vigencia, aunque no dejo de recalcar que esa cierta escasez de sutileza, tiene más presencia de la debida con el paso de los años. Todo ello, esa mixtura de rasgos y estilos, queda envuelto y engarzado en la presencia de un tema country de guitarra, y montado con considerable nervio por la experta Dede Allen.

Sin duda, uno de los rasgos que en su momento impactaron con más fuerza -suscitando una enorme controversia-, y aún hoy día albergan un alcance más transgresor, lo supone la plasmación física de la violencia en sus imágenes. En ocasiones envuelta con elementos de comedia, pero siempre, siempre, atendiendo a una fisicidad hasta entonces atenuada en la pantalla, acentuada por ese cromatismo que subraya la presencia de la sangre, y envuelta en una planificación entrecortada y atomizada, inédita hasta el momento, que tendrá su catarsis final en la aún impresionante plasmación de la emboscada que culminará con la eliminación física de la pareja de bandoleros, en medio de un tan interminable como casi casi ritual lluvia de balas, en la cual los cuerpos de los protagonistas ofrecerán una extraña danza de la muerte, y a cuyo final un silencio ominoso brindará una casi ceremonial conclusión a la película.

Dentro de esa innegable irregularidad que preside el film de Arthur Penn, lo cierto es que se marca un inesperado punto de inflexión entrada la segunda mitad del relato, a partir de la inicial secuencia de comedia que protagonizará un debutante Gene Wilder. La revelación por parte de este de tratarse del dueño de una funeraria, hará aflorar en Bonnie una conciencia de la cercanía de la mortalidad, que permitirá los momentos más hermosos de la película. Esa secuencia en un maizal, donde la joven se escapa, es rescatada por Clyde, que en ese momento le ratificará su amor. Todo ello, enmarcado en sendos planos generales sobre los que se proyectarán unas extrañas sombras, que surgieron de manera inesperada en el lugar de rodaje, y que Penn aprovechó de manera admirable. Serán el preludio del melancólico episodio de la visita a la madre ¡Que hermoso personaje, solo con contemplar la belleza de su rostro envejecido! Sería encarnado por Mabel Cavitt, una maestra tejana que acudió al rodaje y, muy pronto, acometería su única, breve y memorable incursión cinematográfica.

Entre lo mejor de BONNIE AND CLYDE cabe señalar esa secuencia posterior, en la que la asediada y casi inconsciente pareja, es atendida por un grupo de granjeros proscritos que se encuentran a la orilla de un río. O la visita del sheriff que los busca a una herida e invidente Blanche, a la que sonsaca la identidad de Moss, y deja abandonada sin ella percatarse de ello. Recordemos, por el contrario, entre los instantes más envejecidos de la película, el episodio previo en el que este mismo marshall es reducido por Clyde y humillado por Bonnie, hasta provocar la situación el estallido del primero.

Por fortuna, y antes de la catarsis final que permanecerá siempre en el recuerdo de la película, viviremos esa culminación emocional de la pareja, tras consumar elípticamente la relación sexual entre ambos. Clyde superará su impotencia y su amada mostrará su gratitud glorificando al joven con un poema, ante la cual Clyde asumirá -en un primer plano recortado sobre un cielo luminoso- que ello significará su mitificación. Pronto, el texto quedará encadenado con su presencia en las páginas de la prensa del momento.

Calificación: 3’5

THE CORSICAN BROTHERS (1941, Gregory Ratoff) Justicia Corsa

Quizá no se ha efectuado un recorrido lo suficientemente profundo, en torno a la dilatada andadura como productor del norteamericano Edwards Small (1891-1977), uno de los más significativos dentro de la evolución de la Serie B, iniciada en la década de los veinte, y prolongada hasta los primeros sesenta. Lo que no cabe duda es de su cierta importancia dentro del folletín de aventuras, sobre todo debido a sus reiteradas apuestas a la hora de adaptar diversas de las novelas escitas por el francés Alejandro Dumas. Dentro de dicha vertiente, THE CORSICAN BROTHERS (Justicia corsa, 1941. Gregory Ratoff) no es ni de lejos la más conocida de ellas, pero no es menos cierto que su grado de interés no desmerece en absoluto sobre aquellos títulos en su momento dirigidos por realizadores tan expertos en el drama de capa y espada, como Rowland V. Lee. En esta ocasión contaría como realizador con el actor y realizador ruso Gregory Ratoff, de copiosa filmografía, quizá caracterizado en títulos de época, y del que se puede destacar la posterior BLACK MAGIC (Cagliostro, 1949) ¿Se trataba de un hombre de cine de cultura europea, quizá capaz de apostar por el logro de una atmósfera espesa en sus realizaciones? Es difícil dilucidarlo, a tener de los pocos títulos suyos que he podido visionar, pero mi intuición me hace ver que ello entra dentro de lo probable. Y es algo que podemos percibir desde sus primeros compases en este delicioso folletín de aventuras, que alberga la singularidad de tomar como referencia la versión teatral de la novela de Dumas, elaborada a mediados del siglo XIX por el escritor irlandés Dion Boucicault.

THE CORSICAN BROTHERS se inicia con el movimiento festivo que se produce en el entorno de la mansión del apacible conde Víctor Franchi (Henry Wilcoxon). Se respira un alegre ambiente en esta hacienda ubicada en tierras de Córcega, dado que se espera el nacimiento del heredero del noble. Sin embargo, muy pronto se atisbarán dos sombríos nubarrones. Por un lado, el doctor amigo de los Frenchi -Enrico Paoli (un magnífico H. B. Warner)- anunciará a Víctor que ha sido padre de gemelos siameses, que se encuentran unidos por el cuerpo. La otra amenaza será mucho más cruel; el barón Colonna (desaforado y fascinante Akim Tamiroff), eterno enemigo de los Frenchi, invadirá con sus hombres el entorno de este y asaltará e incendiará la mansión, de las que apenas podrá huir Paoli custodiando a los dos bebés, a los que someterá a una delicada pero exitosa operación en sus dependencias, logrando separarlos. Sin embargo, y pese a que las apariencias dejan entrever que los bebés habrían muerto en el incendio, el médico de la familia decidirá separar a los recién nacidos, enviando uno de ellos a Paris junto a un matrimonio de confianza, y dejando al otro en el bosque bajo la responsabilidad de Lorenzo (J. Carrol Naish). La acción avanzará veintiún años, hasta que ambos hermanos han asumido la mayoría de edad. Louis reside en Paris bajo una vida acomodada, conociendo a la joven condesa Isabelle Gravini -Ruth Warrick, recién salida del rodaje de CITIZEN KANE (Ciudadano Kane, 1941. Orson Welles)-. Por su parte, Lucien ha establecido su discurrir habitual en los bosques corsos, realizando pequeños golpes contra los esbirros y las riquezas de Colonna. Ambos roles se encuentran interpretados, con notable acierto, por un Douglas Fairbanks que logro incorporar pequeños y sutiles matices, a la hora de disociar la psicología de ambos personajes. Destacará la galanura y elegancia del primero, mientras que de manera creciente se irá insertando en su interior esa telepatía o unión espiritual, que le liga a todos los movimientos, acciones y pensamientos de su hermano. La cita que les brinda el veterano médico los unirá de nuevo y hará conocer sus verdaderos orígenes, que hasta entonces desconocían. Por ello, los dos hermanos se propondrán vengarse e ir despojando a Colonna de sus posesiones, por medio de calculados y audaces asaltos, en los que este se mostrará inicialmente desconcertado, aunque sea su primo y lugarteniente Tomasso (John Emery), quien de manera paulatina irá descubriendo la realidad de la acción de los dos siameses, a quienes se dio por muertos poco después de nacer. La venganza de los dos hermanos irá cubriendo sus objetivos, pero en un momento dado, dos inconvenientes se interpondrán por el camino. El primero será la llegada de la condesa Gravini, quien reanudará de manera inesperada su relación con Louis, pero al mismo tiempo no dejará de sentir algo más que simpatía por su hermano, mientras que este acrecentará la ligazón espiritual con su hermano, sintiendo como un pinchazo en su alma la relación de ellos dos, que él mismo corresponde interiormente quedando prendado también de ella, hasta el punto de enfrentarse y desear la muerte de su hermano y, entonces, opositor. Todo ello, irá ligado a la intención de Colonna de casarse con la muchacha, lo que aparecerá como un detonante final, por un lado, para luchar contra este, rescatar a la joven duquesa y, en definitiva, dirimir el enfrentamiento entre hermanos.

Como suele suceder en este subgénero, no cabe duda que para apreciar el notable grado de interés de THE CORSICAN BROTHERS, hay que pasar por algo no pocas ingenuidades. Desde ese aire de opereta que define esos planos generales de apertura, con los subalternos que festejan el esperado nacimiento de su señor, o esas injustificadas presencia y acciones de algunos de sus personajes -la casualidad del viaje desde París de Isabelle, la inesperada aparición de Louis transmutado en amanerado vendedor de joyas ante Colonna -lo que en cualquier caso brinda una brillante secuencia de comedia-, o la inverosimilitud de que tanto este con la propia joven aristócrata, tengan tanta facilidad para lucir lujosos trajes en el baile convocado por Colonna, máxime cuando el primero solo ha acudido para ofrecer una venta.

Sin embargo, pese a estas y otras ingenuidades, lo cierto es que el film de Ratoff prende muy pronto en el espectador, fundamentalmente por un sentido del ritmo manifestado casi desde el primer momento. También, por la fuerza que le imprime la iluminación en blanco y negro propuesta por Harry Stradling, que potencia con sus atractivos claroscuros, el aura bizarra del relato. Y, en una vertiente más secundaria, la partitura propuesta por Dimitri Tiomklin, que acierta al subrayar las convenciones y giros de este subgénero. Son elementos que articula, con bastante pericia, su director, Gregory Ratoff, capaz al mismo tiempo de proponer una planificación caracterizada por su agilidad, a la que ayuda no poco el excelente uso que el ruso obtiene de una escenografía que quizá fuera reutilizada de otras producciones previas, pero a la que saca un enorme partido, especialmente en secuencias de interiores palaciegos -el duelo final que mantiene Colonna con el malherido Louis, en donde tanta importancia alberga un enorme espejo, y que parece preludiar ciertos pasajes similares de la muy posterior THE PRINCESS BRIDE (La princesa prometida, 1987. Rob Reiner) con el joven Cary Elwes, es prueba de ello-. Pero unido a esa capacidad de Ratoff por desenvolverse por interiores suntuosos, hay que añadir su ligereza en exteriores, filmando con precisión cabalgadas, e incluso insuflando el relato una atractiva aura bizarra, bastante ligada a otras producciones del género auspiciadas por el propio Small. Unido a ello, otro acierto de considerable alcance lo proporciona la caracterización del villano que encarna con tanto exceso como delectación por parte de Akim Tamiroff, en el que su maldad queda conjugada por un constante sentido del humor, lo que acerca un cierto de identificación por parte del espectador -la primera vez que la película nos lo presenta, en medio de una lúbrica celebración gastronómica, es bastante explícita a este respecto, sin olvidar la ocasional presencia de esa estridente amante ocasiones, que verá en Isabelle una oponente-, dejando la insidia de su maldad a Tomasso.

En cualquier caso, el elemento que proporciona especial singularidad a THE CORSICAN BROTHERS reside en la incorporación de una subtrama fantastique que supera las dualidades de personajes que caracterizaron otras adaptaciones de Dumas. En este caso, el creciente sufrimiento por parte de Lucien de las acciones de su hermano, que tendrán un creciente pathos en su imposibilidad de afrontar la relación de la joven noble con su hermano, ya que él también la ama -incluso se lo demostrará de manera explícita-. Todo ello, adelanta otras propuestas con las que comparte ciertas características, como podría ser la igualmente brillante GOLDEN EARRINGS (En las rayas de la mano, 1947. Michell Leisen), esta última encuadrada sin embargo en la II Guerra Mundial. Como antes señalaba, del film de Ratoff se puede destacar esa lograda atmósfera e inclinación por lo bizarro -las secuencias iniciales del asalto a la mansión de los Frenchi, la tortura infligida por Colonna a Louis, o los intensos momentos en los que el veterano doctor -brillantísimo en esos instantes H. B. Warner- intenta devolver a Louis a la vida.

De entro de esa vertiente ligada con lo fantástico e incluso lo feérico, lo cierto es que el punto álgido de esta atractiva propuesta de aventuras folletinescas, lo proporciona esa larga secuencia en la que, en el refugio boscoso de los dos hermanos, Louis galantea a su amada, en medio de unos tranquilos exteriores que se ven potenciados por los lejanos cánticos de los ayudantes de su hermano. Todo un remando de paz y de serenidad casi sobrenatural expresada con una extraña fuerza cinematográfica, que tendrá su doloroso contrapunto cuando la cámara se detenga en el casi insoportable tormento interior vivido por Lucien en su cabaña, al sentir en su interior la felicidad de su hermana y su también amada.

Calificación: 3