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CINEMA DE PERRA GORDA

Stanley Donen, en el número 565 de la revista Dirigido por...

Stanley Donen, en el número 565 de la revista Dirigido por...

Antes incluso del inicio del mes, se encuentra ya en los kioskos del país, el número 565 de la revista DIRIGIDO POR..., correspondiente al presente octubre de 2025. Como está estipulado en su estructura, se encuentran presentes todas sus secciones habituales. Junto a ello, destaca su crónica del pasado Festival de Venecia.

Sin embargo, lo esencial de esta revista reside en la inclusión de un esperado y merecido 'dossier', que recoge al completo la obra de mi admirado Stanley Donen, algo que, sinceramente, me llena de alegría.

Mi aporte en este número, se centra en el comentario de tres de los títulos que conforman la obra de Donen. A saber, la excelente comedia dramática BÉSALAS POR MI (1957), la deliciosa comedia de salón VOLVERÁS A MI (1960), y la caustica y desmitificadora BEDAZZLED (1967) 

THE GUNS OF FORT PETTICOAT (1957, George Marshall) [Brigada de mujeres]

Siempre he pensado que, a la hora de una mirada global en torno a las estrellas generadas por el western, resultado obligado insertar un capítulo más o menos relevante, en torno al singular Audie Murphy. Conocido esencialmente por haber sido el soldado más condecorado del ejército americano tras la II Guerra Mundial, en Murphy hay que destacar e incluso reconocer su larga vinculación al género, desde el momento en que se inició su carrera cinematográfica. Es más, si bien a lo largo de la misma no se pueden encontrar logros rotundos en su devenir, sí cabe caracterizar el interesante nivel general de su aportación, al tiempo que la inserción en ella de títulos tan insólitos, atractivos y apenas reivindicados, como puede suponer DUEL AT SILVER CREEK (1952, Don Siegel), el oscuro NO NAME IN THE BULLET (1959, Jack Arnold), o la magnífica parábola bíblica POSSE FROM HELL (1961, Herbert Coleman). En cualquier caso, lo cierto es que, a través de su amplia aportación al cine del Oeste, Murphy logró configurar las aristas de un personaje eternamente atormentado y traumatizado, enriqueciendo su imagen inicialmente juvenil, y trasladándola a una veteranía encubierta desde un aspecto eternamente aniñado que, en buena medida, aparecía como trasunto a una personalidad real, dominada por desequilibrios psicológicos.

Dentro de este contexto, no puede decirse que THE GUNS OF FORT PETTICOAT (1957) resulte uno de sus títulos más perdurables. Sin embargo, no deja de suponer una de las propuestas -en la que igualmente ejerció como coproductor-, donde aún intentaba combinar la aportación con dicho género, pero insertándolo dentro de los márgenes de un cine familiar, destinado a todos los públicos, y en donde no faltaran oportunos toques de comedia. No olvidemos, a este respecto, que nos encontramos ante un nuevo encuentro con este tan destajista como en no pocas ocasiones interesante artesano, como fue George Marshall, uno de los realizadores que mejor manejó en su larga andadura la vertiente de comedia del western. Un aspecto que ya sirvió para que Murphy protagonizara tres años antes, dirigido por Marshall, la atractiva DESTRY (1954), remake de DESTRY RIDES AGAIN (Arizona, 1939), firmada por el mismo director, y a la que bajo mi modesta opinión supera, brindando a nuestro actor uno de sus mejores roles, ya abiertamente dentro del ámbito de la comedia.

En este sentido, el título que comentamos se inicia dentro de unos tintes dramáticos, habituales para cualquier muestra del western. Nos encontramos en las postrimerías de la Guerra Civil norteamericana. En ella, la acción pronto se detiene en el teniente tejano Frank Hewitt (Murphy). Este se encuentra ante los miembros de una pacífica tribu india que se ha salido de la reserva a la que ha sido confinada. Informado de la novedad su superior en el cuartel, este reaccionará con un cruel y sangriento enfrentamiento contra una de dichas tribus, lo que provocará la hostilidad de estas, que se pondrán en pie de guerra. Consciente del creciente riesgo, Hewitt, que en realidad es un desplazado, ya que sus orígenes son sudistas, desertará del cuartel para dirigirse al que fuera su entorno, al objeto de avisar sobre todo a mujeres y niños -apenas quedan hombres en el territorio, al estar movilizados en su mayor parte-, para prevenirles sobre una posible ofensiva india. Sin embargo, no dejará de ser recibido con hostilidad, e incluso ser considerado un traidor. Es más, se reencontrará con su antigua prometida, a la que dejó en puertas del altar, teniendo que intentar convencer a todas estas mujeres, con la muestra del cadáver de una mujer asesinada por los indios, de la veracidad de su alarma. Finalmente les hará entrar en razón, y las trasladará a una abandonada misión, al objeto de adiestrarlas y prepararlas para combatir la ofensiva india. Allí se reunirán mujeres de toda edad y condición, destacando la personalidad exuberante de Hannah Lacey (Hope Emersen), e iniciando nuestro protagonista una inesperada -e inicialmente hasta violenta- relación con la joven e inestable Anna Martin (Kathryn Grant).

Realmente, los primeros minutos del film de Marshall, y más allá del brillante cromatismo proporcionado por la iluminación en color de Ray Rennahan -ayudado por el técnico de color de la Columbia, Henri Haffa-, nos encontramos con unos pasajes tan eficaces como convencionales, que en ningún momento nos abren a la comprensión del gran drama que atenaza al aún joven protagonista; su condición de ser alguien en tierra de nadie, y en todo momento cuestionado por los dos bandos de la guerra. Un auténtico mcguffin dramático que, a la postre, supone la gran laguna de la película.

¿Es quizá esta, la circunstancia, por la que el teniente yanki decide abandonar su puesto y ayudar a un puñado de mujeres del que fue su entorno original? El guion de Walter Doniger, basado en una historia de C. William Harrison, no nos lo deja nada claro. En cualquier caso, sí que supone el punto de partida de lo más atractivo de esta modesta -poco más de 80 minutos de duración- y estimable película. Hablamos de la traslación cinematográfica, por un lado, del contraste de mundos, el militar que representa Hewitt, y por otro, la amplia y variada galería femenina que se entrenará -muy a pesar suyo- bajo su disciplina. Y, por otro, y a mi modo de ver, ahí se encuentran las mejores cualidades del relato, la armoniosa mixtura de western y comedia que se establece en sus imágenes, en la que la inclinación por uno u otro género nunca chirría, incluso en aquellos momentos donde la violencia domina el relato. Hablo, por ejemplo, de la tensa secuencia en la que el cabeza de los tres bandidos asesina al ya reducido e igualmente nada recomendable Emmett Kettle (Sean McClory), culpable de las difíciles situaciones vividas por las recluidas en la misión. O las del asedio de las tribus indias, y la difícil misión del protagonista de capturar y eliminar al hechicero para, con ello, poder detener in extremix dicho asedio. Lo cierto es que lo más atractivo de THE GUNS OF FORT PETTICOAT reside en la plasmación de la cotidianeidad de la convivencia de esas mujeres de diferente clase y condición -resulta muy acertada la coralidad social plasmada en la misma-. En ella, podemos ver a esa fanática religiosa que, poco a poco, irá dejando de lado el seguimiento perenne de la biblia, para adquirir una creciente humanidad. El enfrentamiento soterrado de las dos mujeres que sienten atracción por el teniente. La vigorosa personalidad que asume el personaje encarnado por la Emerson. O la evolución que despliega esa mujer ya veterana que mantiene a una criada negra -es impagable ver como dispara ordenándole a esta que lo haga-, transformando su inicialmente altanera educación.

Todo ello, confluye en una propuesta que asume algunos ecos de la previa y reivindicable WESTWARD THE WOMEN (Caravana de mujeres, 1951. William A. Wellman), pero también del aura claustrofóbica que domina la estupenda y apenas referenciada APACHE DRUMS (1951, Hugo Fregonese). En todo caso, lo más importante de esta simpática comedia -destaca en ella la mezcla de tensión y comedia que revisten las secuencias de los asedios indios a las mujeres allí recluidas, o el uso de los interiores y el espacio escénico que refiere; los pasadizos subterráneos-, reside en esa manera de integrar con cierta entidad la presencia de colectivos femeninos, dentro del ámbito de la comedia más o menos cotidiana. Es una tendencia, que se extendería al año siguiente en el ámbito del cine de submarinos, con la estupenda OPERATION PETTICOAT (Operación Pacífico, 1959. Blake Edwards)

Calificación: 2’5

HOUSEBOAT (1959, Melville Shavelson) Cintia

No es la primera vez que lo señalo. Junto a los grandes cineastas que cimentaron el último gran periodo de la comedia americana -Donen, Edwards, Quine, Tashlin, Lewis, Minnelli, Wilder…- se aglutinaron las aportaciones, en ocasiones incluso llenas de brillantez, de otros artesanos del género como George Marshall, David Swift, Melvin Frank, Norman Panama o Melville Shavelson. Profesionales que en buena medida se pusieron al servicio de diversas y populares estrellas de la comedia y que, in situarse a la altura de los referentes antes citados, sí que brindaron en más de una ocasión títulos más que perdurables. El caso de Shavelson quizá estuvo destinado a un determinado ámbito de comedia familiar, en el que se encuadró buena parte de su no demasiado extensa filmografía, y de las que me gustaría destacar la apreciable y agridulce THE WAR BETWEEN MEN AND WOMEN (Guerra entre hombres y mujeres, 19729 y, sobre todo, su debut en la dirección cinematográfica en la estupenda comedia musical THE SEVEN LITTLE FOYS (1955) -biopic de la estrella de vaudeville Eddie Foy-. Y es curioso señalarlo, ya que las mejores virtudes de esta primera película, podemos trasladarlas a HOUSEBOAT (Cintia, 1959), que le supuso un enorme éxito comercial y de crítica, contando con el inigualable atractivo de la pareja protagonista, unos Cary Grant y Sophia Loren, cuya química se extiende a todos los fotogramas de la función. Sin embargo, al citar las virtudes que se disfrutan en esta película, me refiero sobre todo a la pericia en el tratamiento de actores y personajes infantiles -un terreno absolutamente temible-. Y, sobre todo, al dar vida una comedia que bordea lo romántico e incluso lo puramente melodramático, y hacerlo en todo momento con un pudor emocional y un intimismo cinematográfico realmente sorprendente, aunque en buena medida aparezca como una sabia inspiración, de referentes existentes en el cine de aquel tiempo, por medio de cineastas mayores como Leo McCarey -AN AFFAIR TO REMEMBER (Tú y yo, 1957)- o incluso Frank Tashlin -THE GEISHA BOY (Tu, Kiki y yo, 1957)-. De estas y otras referencias, Shavelson acierta a plasmar este guion articulado por él mismo junto al experto Jack Ross -aquí también productor-, a la hora de dar vida un argumento que, de entrada, podía resultar indigesto. Sin embargo, muy pronto percibimos el encontrarnos ante una deliciosa combinación de comedia romántica y familiar, en la que no faltan constantes elementos cómicos, e incluso algunos de ellos ligados al slapstick.

Tom Winter (Cary Grant) es un alto funcionario que ha quedado viudo de una esposa con la que no mantenía una especial buena relación, quedando a su cargo tres niños -dos varones y una pequeña- a los que apenas ha atendido en su crianza. Con ánimo de asumir su potestad los llevará al apartamento que mantiene en Washington, donde muy pronto se evidenciarán tanto sus carencias, como el casi nulo apego que le brindan los niños. Por ello se impondrá la captación de una niñera que, de manera inesperada, facilitará el más pequeño y distante de los niños -Robert (Charles Herbert)-. Este, tras encontrarse incómodo en un concierto huirá, hasta ser rescatado por Cintia Zaccardi (Sophia Loren). Se trata de una italiana en constante rebelión con su padre -el director del concierto-, para quien el encuentro con el niño supondrá la puerta de entrada a un nuevo mundo, independiente e inesperado. Winter pronto verá la oportunidad de encargarle la responsabilidad de los niños, e incluso retornar al entorno rural donde se encuentra su cuñada. Dicha decisión no será más que el inicio de una serie de penalidades, que llevarán al inesperado quinteto a residir en una vetusta casa flotante ubicada junto al río. Lo harán inicialmente para una sola noche, pero poco a poco el recinto se hará habitual y plácido para sus nuevos moradores, y a partir de ahí se irán estrechando -no sin conflictos- las relaciones entre todos ellos. Y es que, si el acercamiento de los tres niños con su padre se irá fraguando, de manera paralela lo hará el estrechamiento en las mantenidas entre Tom y Cintia. Entre ambos, se superpondrá la alargada y elegante sombra de Carolyn (Martha Hyer), la cuñada de este, siempre secretamente enamorada de él. En cualquier caso, la complejidad en la consolidación de los afectos, llegará incluso a entrelazarse entre las de sus hijos a su padre, y la de esa sirvienta que ejerce casi como de madre para ellos, pero que en un momento dado los propios pequeños encontrarán como inconveniente para el acercamiento hacia sus padres.

Desde sus primeros instantes, HOUSEBOAT deja bien clara la limpieza y elegancia de su planteamiento. El hermoso score de George Duning, ayudado por la belleza que le proporciona el Vistavision de Paramount, la iluminación en color de Ray June, potenciada por el imprescindible consultor de color del estudio, Richard Mueller, en muy pocos planos acierta a describirnos, con inusual pudor, la distancia existente entre ese padre viudo que retorna con unos hijos que apenas sienten nada por él. Casi de inmediato, los sorprendentes y modernísimos títulos de crédito de la película, articulado con el fondo de una alfombra a modo de diana, perfecta metáfora de ese anhelo de aciertos en los sentimientos que articulará el relato. Un anticipo que nos introduce a una comedia que alberga numerosas cualidades, la menor de las cuales no es, por supuesto, la capacidad que alberga en todo su metraje de alternar, sin estridencias, las diversas vertientes de comedia y melodrama que se alternan en su seno. Todo ello, en una tendencia ya consolidada en los nuevos modos de la comedia por numerosos de sus más célebres representantes, y que aquí Shavelson acierta a plasmar con considerable convicción.

Esa capacidad para penetrar con especial intimismo en las tribulaciones emocionales de sus cinco personajes principales, se expresa por medio de una cámara elegante, discreta y siempre pudorosa, pendiente del respeto en torno al drama interior de cada uno de ellos, por lo general sin forzar la planificación, utilizando con especial significación el esmerado diseño de producción y la escenografía. Y también, y como no podría ser de otra manera, en una película protagonizada por Cary Grant en su mejor momento de madurez, imbricándose en ese ámbito de comedia tan elegante como por momentos absurdo -cercano al slapstick silente-, que tiene su focalización en torno a las desventuras vividas por su personaje, acometidas con esa eterna impasibilidad que, a mi modo de ver, le acerca tanto a los modos cómicos de Oliver Hardy, y que tendría un discípulo tardío en el igualmente inigualable Walter Matthaw. Esa capacidad de asumir con estoicismo cualquier contratiempo -la rebelión de sus hijos en el apartamento de Washington; las enormes torpezas sufridas en la vieja barcaza donde residirán; ese impertérrito hundimiento en las aguas tras partirse la pasarela hacia la barcaza, que nos recuerda un gag similar de la mítica BRINGING UP BABY (La fiera de mi niña, 1938. Howard Hawks), y que tendría una nueva prolongación en la casi inmediata THE GRASS IS GREENER (Página en blanco, 1950. Stanley Donen)-. Esa diversidad de líneas se encuentra entrelazada con sorprendente serenidad por un realizador que sabe en todo momento de dotar a cada secuencia o giro argumental del adecuado grado de sensibilidad. De la sonrisa hasta casi la lágrima. Desde el absurdo cómico hasta la profunda emoción. Desde el estallido emocional hasta el gesto casi imperceptible. Todo tiene la justa medida en una propuesta que podría incurrir en los excesos más temibles, pero que, por el contrario, adquiere bajo nuestros días una frescura y una sinceridad emocional y cinematográfica sorprendente. Es más, este argumento que habla de la necesidad del amor y la comprensión, a diferentes escalas, y que en no pocos momentos aparece como un nada velado precedente de la espléndida THE COURTSHIP OF THE EDDIE’S FATHER (El noviazgo del padre de Eddie, 1963. Vincente Minnelli), se encuentra trufado de momentos de notable brillantez fílmica.

De entre ellos, no puede dejar de destacar dos de sus secuencias. Una de ellas, es sin duda la desarrollada en la fiesta de sociedad, en la que, tras haberse comprometido Tom con la eternamente postulante Carolyn, sin solución de continuidad este bailará con Cintia, en unos instantes provistos de una enorme sensualidad -la química entre ambos en esos momentos, resulta asombrosa-. Todo ello, en unos instantes que, en ciertos momentos, nos evocan la secuencia similar de PICNIC (Picnic, 1955), el debut de otro de los más grandes cineastas románticos de aquel tiempo; Joshua Logan. Sin embargo, y con anterioridad, nos encontraremos con pasmoso episodio, trufado de sensibilidad, en el que el padre intenta acercase a su hijo mayor, el conflictivo David (Paul Petersen). Para ello, decidirá ponerse a pescar junto a él desde la barcaza, estableciéndose entre ambos una conversación dotada de tal sinceridad, que sin duda podría situarse entre los mejores pasajes del melodrama de su tiempo.

Calificación: 3

PERSONAL AFFAIR (1953, Anthony Pelissier) Escándalo en Rudford

Dentro de una cinematografía como la británica, de por sí tan necesitada de una mirada global lo suficientemente profunda, para hacer valer su enorme caudal de cualidades, aún hoy ocultas, es cierto que en ellas se arrincona la aportación de nombres que dejan entrever verdadero talento entre la parte de su obra que hemos podido atisbar. Hablamos de nombres como el reconocido actor, pero apenas reseñado director que fue Peter Ustinov. De figuras tan extrañas, y necesitadas de revisionismo como Henry Cass, Wolf Rilla, Thorold Dickinson, la reivindicada Muriel Box, quizá por su condición de mujer, ese Lance Comfort que unos pocos intentamos llevar al sitio que creemos merece… o Anthony Pelissier.

Al detenernos en este último, hablamos de alguien polifacético, también escritor y productor, depositario de una andadura que combinó la escena, la gran pantalla, el cortometraje e incluso el medio televisivo Sea como fuere, entre 1949 y 1953 rodaría un total de siete largometrajes, de los cuales hasta el momento, tan solo había podido disfrutar de su segundo film, la deliciosa fábula infantil y fantastique THE ROCKING HORSE WINNER (1949), que ya me dejaba entrever la singularidad y sensibilidad de este hombre de cine. Tan solo quedaba ratificar si ese talento era ocasional, o provenía de alguien del que se podía intuir un cierto grado de inspiración generalizado. Por fortuna, PERSONAL AFFAIR (Escándalo en Rudford, 1953), lamentablemente su penúltima realización, no solo me ratifica en esa necesaria mirada sobre su figura, sino que, pese a ciertos comentarios recelosos de su resultado que he podido leer, me aparece como una de esas joyas que atesoró el cine británico de la primera mitad de los cincuenta.

De entrada, partimos de un relato inserto por derecho propio, en una de las parcelas donde considero que la producción inglesa alcanzó una primacía dentro de las cinematografías mundiales; el drama psicológico. Es curioso señalarlo, ya que para no pocos comentaristas, parece que esa especialización solo nació con las obras más populares llevadas a cabo por Joseph Losey -que justo es reconocer atesoran alguna de las cimas de esta vertiente-, pero que ha sido una especialización habitual en el cine de las islas desde los años cuarenta, con admirables exponentes, firmados por cineastas tan ligados a su país como Basil Dearden o, más adelante, Bryan Forbes, sin ocultar la importancia que albergó el Free Cinema para actualizar dicha corriente. Valga este preámbulo, a la hora de poner en valor la precisión, el rigor analítico, la destreza dramática y, porque no decirlo, la perfección cinematográfica de esta adaptación cinematográfica -a cargo del propio autor- de la obra teatral de Lesley Storm. Una película que se dirime en un progresivo estado de angustia, delimitada en un radio de acción de poco más de tres días, y centrada en el caso de una desaparición, que pondrá en jaque a la hasta entonces aparentemente tranquila población de Rudford.

En ella, ejerce como profesor de su viejo instituto de secundaria el amable Stephen Barlow (una precisa y conmovedora creación de Leo Genn. Tal vez la más valiosa de toda su carrera cinematográfica). Se ocupa de dar clases de latín ante un joven y desprejuiciado auditorio, entre el que destaca una joven de especial sensibilidad. Se trata de Bárbara Vining (una espléndida Glynis Johns, encarnando con convicción a una joven de diecisiete años, cuando tenía treinta en el momento del rodaje). Varios detalles nos inducen a pensar que se encuentra secretamente enamorada del profesor -lo sigue a distancia desde la salida de las clases-. Por su parte, Barlow se encuentra casado con la posesiva y americana Kay -Gene Tierney, remedando un poco su célebre rol en la mítica LEAVE HER TO HEAVEN (Que el cielo la juzgue, 1945. John M. Stahl)-. Muy pronto, con una precisión encomiable a partir de una planificación precisa, se nos introduce en un contexto en apariencia idílico. También en la oculta pasión de la muchacha. Y, por supuesto, en el carácter posesivo que muestra la esposa en torno al profesor, que tendrá su punto de estallido -un ominoso primer plano sobre Kay- al manifestar esta a la adolescente sin el menor miramiento, que sabe que está enamorada de su marido. Pero ya antes, habremos tenido las primeras impresiones del hogar de los Vining, encabezado por Henry (magnífico Walter Fitzgerald), director del rotativo local, su esposa, la meliflua Vi (Megs Jenkins), y la insidiosa hermana de esta, la solterona Evelyn (Pamela Brown, iniciando su estela de roles estridentes), en todo momento recelosa, a causa de una vieja y frustrada relación amorosa, que sentenció el gris devenir de su existencia.

Estos serán los mimbres en apariencia estables que saltarán por los aires cuando la muchacha desaparezca, tras haber salido huyendo después de la provocación de Jay, y una conversación nocturna mantenida con el profesor y favorecida por este, al objeto de atenuar el trauma que intuye le ha provocado la situación. La ausencia de Bárbara irá provocando toda una creciente montaña de murmuraciones y frustraciones, que asumirá Barlow con tanta nobleza como estoicismo. Será despedido de su trabajo, objeto de maledicencias, e incluso de presiones por parte de su esposa. Pese a la relativa comprensión recibida en un momento dado por el padre de la desaparecida, llegará a ser interceptado por agentes de una policía por presiones, y pese a no encontrar indicios relevantes -tan solo aparecerá la gorra de la muchacha en el rio-. También se efectuarán operaciones de rastreo en las aguas, sin resultado en un sentido u otro. Una auténtica olla a presión, en la que se revelará el verdadero rostro de una colectividad sometida a una situación extrema, por más que la misma se encuentre inserta dentro de la clásica personalidad inglesa.

Antes lo señaba, PERSONAL AFFAIR resalta por suponer un imponente ejemplo del mejor drama psicológico cinematográfico, tanto por la intensidad del material que le sirve de base, como en su contundente e inspirada plasmación cinematográfica, dentro de una serie de giros que llegan a atesorar una atmósfera casi aterradora, para devenir en último término como una propuesta que habla de imposibilidad de conciliar los sentimientos y, al mismo tiempo, de la propia imposibilidad de reprimirlos. En torno a ese eje central se dirime la galería de personajes que verán alteradas sus vidas, en una película que destaca por el acierto en la apuesta por el detalle -ese pañuelo mojado por lágrimas que Evelyn esconde cuando acude a la habitación de su sobrina en búsqueda de pistas; la preferencia de Kay por el café, en un entorno donde el te es una seña de identidad; la apuesta por los espejos en algunas secuencias de especial significación del relato-, pero que al mismo tiempo en todo momento se atiene a la humanización de sus personajes, por más que en ocasiones sus comportamientos o reacciones sean censurables -el director del colegio, encarnado por Michael Hordern, al cesar al profesor; la propia personalidad posesiva de su esposa-. Con toda esta amalgama, Pelissier va perfilando la afilada tela de araña de un relato que irá discurriendo hacia un cenit que, en última instancia, jamás llegará. Lo hará con la ayuda de la oscura y penetrante iluminación en B/N de Reginald Wyer que, por momentos, parece albergar la atmósfera de un confesionario. También, con la banda sonora de William Alwyn que, en algunos instantes, llega a erigirse como un personaje más -sonará durante la conversación entre el protagonista y la adolescente, antes de que esta salga de escena, en medio del imponente azud de agua que se sitúa ante ellos-. Más allá incluso de estos dos elementos, el director contará como especial aliado con el admirable montaje brindado por Frederick Wilson, propicio en afortunadas e incluso audaces transiciones -una de ellas llegará a mostrar, en primer plano, el rostro de la muchacha en negativo-.

Con todo ello, con la anuencia de un reparto en estado de gracia -se percibe que Pelissier tuvo muy presente la entrega de todos sus intérpretes-, se asiste a un auténtico calvario personal en torno al apacible y culto profesor, en un relato que opta por discurrir en voz callada, siempre con susurros, en el que los gestos tienen capital importancia, y en donde todo queda más bien sugerido aunque, en su conjunto, revele las costuras arrancadas de la falsa convivencia de una sociedad llena de agujeros. Ese descenso a los infiernos de un hombre sensible, está articulado con el escalpelo de un realizador que conoce el alma humana. Y además se inserta en unos postulados cinematográficos que, por momentos, parecen acercarnos incluso al cine de terror -el uso de sombras y claroscuros no será ajeno a dicha percepción-. Es más, en ocasiones, uno tiene la extraña sensación de encontrarse -con todas las distancias temáticas que se le puedan formular- ante un procedente de propuestas tan brillantes y, al mismo tiempo, de reconocimiento tan opuesto, como pueden ser EL CEBO (El cebo, 1958. Ladislao Vajda), NEVER TAKE SWEETS FROM A STRANGER (1960, Cyril Frankel) o, incluso BUNNY LAKE IS MISSING (El rapto de Bunny Lake, 1965. Ottto Preminger). PERSONAL AFFAIR va bullendo como un volcán a punto de erupción, sobre todo en secuencias de interiores donde la reflexión, intimismo, desnudez dramática e creciente intensidad, dejan paso a momentos en los que la verdad aparece. Lo hace en esos instantes que revelan la eterna y dañina frustración de la resentida solterona. O en la secuencia confesional plasmada entre el hundido profesor y el padre de la muchacha -admirables los dos intérpretes-. O, sobre todo, en el ese intenso y casi abrasador primer plano sobre la adolescente Bárbara, consciente que su sueño de amor imposible, ha supuesto finalmente el primer dolor de su existencia. Una vez más, el inagotable baúl del cine británico me ha brindado otro de sus tesoros ocultos.

Calificación: 4

THE MARRYING KIND (1952, George Cukor) Chica para matrimonio

Hay películas, no demasiadas, que son recordadas por una secuencia o episodio concreto, que les ha permitido quedar en la memoria. Por lo general, se suelen situar como cierre de las mismas. Sin embargo, en algunas otras ocasiones, dicha singularidad se incluye en el devenir de su argumento, logrando eso sí que su presencia sirva como catarsis o catalizador de su posterior desenlace. Es lo que sucede, punto por punto, en THE MARRYING KIND (Chica para matrimonio, 1952), con la que con bastante probabilidad suponga la mejor escena jamás rodada por George Cukor. Me estoy refiriendo a aquella que describe la inesperada y trágica muerte del hijo del matrimonio protagonista, formado por Florry (Judy Holliday) y Chet Keefer (Aldo Ray, en su debut cinematográfico, una circunstancia señalada al culminar la película). Lo inesperado de la misma, la originalidad y el pudor de su plasmación cinematográfica, en medio de una celebración campestre, y la congoja que suscita en sus padres la evocación de la tragedia, transmite al espectador una inesperada ráfaga de dolor, poco habitual en el cine de aquel tiempo.

THE MARRYING KIND, escrita exprofeso por el tándem formado por Garson Kanin y Ruth Gordon al servicio de su protagonista femenina, en buena medida prosigue, y crece, en ese terreno de experimentación que Cukor irá poniendo en práctica en sus diferentes aportaciones en la comedia durante este periodo. En este caso, ya en los primeros instantes podemos comprobar esa mixtura de tonalidades, que van desde la festiva sintonía con la que se envuelven sus sobrios títulos de crédito, abriéndose la narración con una tan escueta como caricaturesca plasmación de los enfrentamientos que se producen en las puertas de un juzgado de paz. Sin embargo, ya desde el principio observaremos ese tono fotográfico cotidiano e incluso en ocasiones sombrío, que nos brinda la iluminación en blanco y negro de Joseph Walker. Y esa búsqueda de un matiz realista se consolidará cuando se muestren los primeros instantes de la vista que protagonizan los Keefer, destinada a consolidar su divorcio, y que se extenderá de manera mucho más intimista, cuando ambos se encierren con la juez Carroll (una extraordinaria, por lo sobria, Madge Kennedy). Será esta la confluencia que servirá para que el matrimonio en crisis pueda establecer una mirada reflexiva, intentando evocar la evidencia de sus contradicciones -algo que expresará mediante un acelerado recorrido de imágenes de sus actividades, que entrarán en rápida colisión con las evocaciones que ambos esposos ofrecen de sus respectivas vivencias en común, en donde se apostará por unos modos de comedia quizá un tanto caricaturescos, aunque es indudable que supone el oportuno preludio para esa crónica agridulce y, en última instancia, tragicómica, de un joven matrimonio obrero, que desea unir sus destinos, establecer una familia, e incluso en un momento dado, lograr dar ese salto en el destino, que en ocasiones se encuentra presente en todo ser humano. Esos diez segundos de gloria que implora el impulsivo Chet, y que le vendrán sobrevenidos tras una pesadilla de alcance cómico, y que por su propia configuración visual alcanzará tintes surrealistas. Será el contexto en que creará unos patines articulados por pequeñas bolitas metálicas, con la que el matrimonio por un momento creerá haber logrado una casi inmediata fortuna económica, pero que solo servirá para que el cuñado de ambos sufra un accidente doméstico.

Los cierto es que THE MARRYING KIND alberga no pocas influencias de la lejana y sublime THE CROWD (…Y el mundo marcha, 1928. King Vidor), sustituyendo aquel voluntarioso matrimonio Sims de la Nueva York en los instantes previos de la Gran Depresión, por un equivalente inserto en la sociedad del ‘gran sueño americano’. No son pocas las semejanzas marcadas entre ambos relatos, que van desde el acierto descriptivo que se ofrece de sus respectivos marcos sociales urbanos, los ritos de una ciudadanía dominada por la alienación colectiva y, también, esa alternancia entre pequeños instantes de felicidad y otros dominados por la tragedia -en ambos títulos, representado por la trágica muerte de sus hijos-. Pero también podemos emparentar esta magnífica obra de Cukor, con otra comedia romántica como la excelente y tristemente olvidada PENNY SERENADE (Serenata nostálgica, 1941. George Stevens). En cualquier caso, lo cierto es que nos encontramos ante de las primeras miradas que Hollywood articuló en torno a la crisis de las relaciones de pareja, adelantándose a exponentes más explícitos -y más rotundos, a todos los niveles- como los planteados por Stanley Donen en TWO FOR THE ROAD (Dos en la carretera, 1967) y Richard Brooks con THE HAPPY ENDING (Con los ojos cerrados, 1969).

Más allá de este alcance discursivo, resalta en THE MARRYING KIND esa voluntad verista. Esa capacidad de observación, que fue una de las mejores armas de su cineasta. Su acierto al penetrar en la letra pequeña de las relaciones. De establecer pequeñas secuencias y momentos intimistas que, en su sucesión, van formando el corpus de una relación en la que la lucha, la esperanza, la aceptación, la frustración, el desgaste e incluso el drama, se van dando la mano de manera tan invisible como inapelable. De todo ello podemos dar buena cuenta en este relato, En él podremos sensibilizarnos con la delicadeza con la que Cukor muestra ese primer amanecer para retornar a trabajar por parte del esposo, mientras que Florry se resiste a despertarse casi como una niña pequeña. También divertirnos con el relato de ambos de la fiesta ofrecida por la hermana y marido de ella, donde los celos de nuestra esposa se verán justificados ante los ridículos intentos de baile de una rumba por parte de una fugaz conquista de este. O incluso sentir casi en carne propia, la casi insoportable tensión sostenida por los dos esposos, discutiendo acaloradamente durante la noche por la diferente percepción de la inesperada herencia recibida por el antiguo jefe de ella, que solo podrá interrumpir la inesperada queja de la hija cuando se levante de la cama. Incluso, fuera del alcance directo de nuestros dos protagonistas, será especialmente reveladora la confesión que le brindará un amigo carnicero a Chet, evidenciando en su breve testimonio un plácido conformismo existencial que, en su sencillez, no deja de suponer más que un cercano precedente del Ernest Borgnine de MARTY (Marty, Delbert Mann. 1955). Esa alternancia entre el drama y la comedia, nos permitirá, dentro de las enormes consecuencias que la muerte del hijo provocará el matrimonio -esos instantes en que ambos lloran desconsoladamente ante la jueza al evocar la tragedia, ciertamente noquean al espectador por su sinceridad-, nos permitirá un doloroso instante posterior, cuando el padre -en estado casi catatónico- compre entre la multitud un juguete a su hijo fallecido, en un estadio de absoluta soledad entre la multitud, que culminará en su atropellamiento.

Lo admirable en esta comedia que abre nuevos senderos, tanto en la mirada sobre el desgaste de las relaciones de pareja, como en las aristas de esa nueva Norteamérica urbana deviene, una vez más, en la capacidad de su cineasta para aplicar no solo en ella una serie de diversidades tonalidades incluso experimentales en su trazado. Lo importante reside, una vez más en Cukor, en la sabiduría a la hora de establecer una puesta en escena casi invisible, dominada por planos largos y reencuadres casi imperceptibles, encaminada en buscar un creciente rasgo de sinceridad en sus criaturas, para lo cual la entrega en la dirección de actores se centra en esta ocasión en una tan insospechada como valiosa química entre sus dos espléndidos protagonistas.

Al final, la entraña de THE MARRYING KIND se encuentra vehiculada a través de la mirada y la apuesta de una jueza abierta y costumbrista que, a través de su mirada en apariencia neutral, ha descubierto desde el primer momento, que ese matrimonio en crisis alberga la posibilidad de una nueva oportunidad y que, quizá solo logrando una definitiva catarsis, mutando por unas horas en inesperada psicóloga, consiga hacer realidad aquello que intuyó desde el primer momento.

THE MARRYING KIND no es una obra redonda -hay elementos que se encuentran presentes con cierta ausencia de sutileza-. Sin embargo, considero que se trata de una magnífica obra. Una de las comedias dramáticas más brillantes legadas por George Cukor.

Calificación: 3’5

 

DUNKIRK (1958, Leslie Norman)

No es la primera ocasión en la que me refiero a que la vertiente británica del cine bélico, disociándola de la expresión de dicho género en el cine norteamericano, muestran su oposición a unas producciones USA, donde quizá se vislumbra de manera más clara un cierto alcance apologético y, del mismo modo, una vertiente más física en su expresión. Mi creciente interés hacia un género que abominé durante muchos años, me ha permitido valorar en una gran medida buena parte de un tipo de producción inglesa, dominado por relatos de supervivencia, centrando estos en una de las grandes especialidades del cine de las islas, su maestría en el drama psicológico.

DUNKIRK (1958, Leslie Norman), jamás estrenada en nuestro país, ni siquiera recuperada en las cada vez más menguantes ediciones digitales, cobró hace unos años una relativa actualidad -fuera de España- en 2017, con motivo del estreno de la magnífica DUNKIRK (Dunkerque) de Christopher Nolan. Ambas trataron el mismo hecho; el retorno de las fuerzas británicas a su país en 1940, tras la invasión nazi a Francia y Bélgica. En ambos casos nos encontramos con sendas superproducciones propias de su tiempo, aunque en el título que comentamos predomine el retrato psicológico, antes que el despliegue de acción y de masas, sin obviarla en aquellos momentos que lo requiera el relato. Lo importante, lo realmente relevante para esta producción de Michael Balcon para la Ealing Studios, reside en el hecho de combinar el drama exterior y el interior, pero, ante todo, brindar una mirada honda en torno a sus principales protagonistas.

Y para ello, no pudo ser más afortunada la elección del británico Leslie Norman (1911-1993), más conocido en su dilatada y reputada andadura televisiva, pero que entre los años 40 y 60 albergó una nada desdeñable andadura -una decena de largometrajes- como realizador cinematográfico. Se trataba de un hombre de cine especialmente dotado para el tratamiento psicológico de sus personajes, y que quizá alcanzara con el título que comentamos el máximo exponente de su trayectoria. DURKIRK se inicia con los melodiosos compases del score del gran Malcolm Arnold, y apuntando ciertos aires de superproducción. Sin embargo, desde sus primeros compases la película claramente por el intimismo, al tiempo, y es esta a mi juicio la principal cualidad de la película, por insertar de inmediato su compleja estructura narrativa. Algo que me permite considerarla como una de las cimas del género en el cine inglés, lo cual equivale en este caso a extenderla en dicha vertiente cinematográfica a secas, ámbito en el que se erige como una de sus muestras más singulares y, al mismo tiempo, valiosas.

Esa complejidad narrativa se manifiesta ya en sus primeros minutos, a partir de la proyección de un documental que nos introduje de inmediato en la realidad política inglesa, ante la contemporización de Chamberlain en torno a Hitler en 1940. Ese audaz punto de partida nos llevará a las dos líneas narrativas del relato. Una primera, centrada en el contexto de la política británica y la mirada social, en torno a la implicación bélica de su ejército, narrada en tono de crónica dramática, de apariencia convencional, pero muy pronto mostrando la densidad de su propuesta. Lo hará por un lado, a través de la implicación emocional y profesional del periodista Charles Foreman (un portentoso Bernard Lee). Alguien que apuesta decididamente por la incorporación inglesa en la lucha contra el nazismo, y que desde el primer momento, en vista de la invasión alemana, vislumbra la necesidad de recuperar las fuerzas inglesas que se encuentran en tierras francesas, que desprotegerían las islas de una posible invasión alemana. En su oposición se encontrará la representación del inglés medio, en este caso representado por John Holden (magnífico Richard Attenborough). Se trata de un pequeño empresario, que ha logrado un creciente impulso económico sirviendo al ámbito bélico, pero que se muestra reacio a acercarse a la contienda, en buena medida debido a una esposa dominante, que no quiere que se aleje de su entorno familiar.

La otra vertiente narrativa de la película, que se muestra ya desde la propia proyección cinematográfica, se centra en la realidad bélica luchada en tierras francesas, inclinada sobre la figura del modesto coronel ‘Tubby’ Bells (espléndido John Mills, prototipo del héroe anónimo inglés). Se trata de un soldado que, sin pretenderlo, y movido por las circunstancias, tendrá que asumir de manera forzada el mando de un pequeño comando en dichas tierras, hasta que llegue a la playa de Dunkerke. Será el contrapunto de la letra pequeña y la cotidianeidad de la contienda, que Norman acertará a describir en un tono semi documental, obviando en sus imágenes la incorporación de banda sonora.

En esa confluencia, DUNKIRK va asentando su engranaje dramático de manera precisa e inspirada, hasta llegar a ese tercio final que tiene su marco en la playa eje de aquel suceso, que aparece como auténtico colofón del relato en un largo, denso y, por momentos, casi asfixiante bloque narrativo, perfectamente delineado por Norman a partir del guion de David Divine y W. P. Lipscomb, tomando como base, referentes literarios previos. Esa duplicidad de puntos de partida, sin duda enriquece el conjunto de la película. Lo hace tanto en la deriva de ese héroe a pesar suyo que es Bells, como en la creciente entrega de Foreman, así como la reversión de la interesada abulia de Holden. Todo ello será plasmado por medio de un admirable tiralíneas dramático, que confluirá en ese ya señalado tercio final, dotado tanto de una irresistible mezcla de fuerza dramática, como de intensidad casi metafísica.

De toda la peripecia del personaje encarnado por Mills se pueden retener, más allá de esa espesa iluminación en blanco y negro de Paul Beeson, que brinda un plus de autenticidad a sus imágenes, la brutal autenticidad del bombardeo que aniquila a numerosos labradores que huyen -esa mujer que queda muerta en primer plano en la cuneta, con un niño revoloteando a su alrededor-. La fuerza de la llegada a una granja abandonada, a la que pronto se acercarán soldados alemanes, formando una violenta escaramuza. El conflicto del indeseado mando con sus soldados, que se mostrarán a punto de desertar de una lucha a la que entienden han sido dejados abandonados. O incluso antes, atender a la orden de un superior, que pronto comprobarán se trataba de algo que les iba a permitir salvarse. Esa mirada en la que se combina lo casi documental, el instinto de supervivencia y un creciente sentido de la responsabilidad como ejército, se encuentra delimitada en este segmento narrativo, con una autenticidad única.

En la subtrama más ligada a la narración convencional, DUNKIRK se centra en el creciente equilibrio mostrado en la actitud de dos actitudes inicialmente tan antitéticas como las de Holden y Foreman -atención a la influencia que para los dos tendrán sus esposas-, hasta que ambos se incorporen para tripular sus respectivas barcas, cuando han sido una de las muchas incautadas para rescatar a soldados de la playa de Dunkerke. Todo ello se irá consolidando sin elevar nunca el tono. En ocasiones a través de simples miradas y gestos entre ellos y otros personajes que les rodean, se va tejiendo esa tela de araña de relaciones y complicidades, que se estrechará una vez todos se adentren en el Canal de la Mancha.

Será en dicha playa donde ambas vertientes narrativas confluirán, encontrándose los tres personajes principales en medio de un pavoroso y extenso episodio, que combina con maestría la gran producción con la apuesta con el intimismo. Y que, en medio de una amplísima figuración, insertará la implicación del trio protagonista en medio de una transformación que, para el entregado periodista de opinión, devendrá mortal. Todo ello se expresa en pasajes donde queda perfectamente descrita la masacre contra soldados ingleses por los bombardeos aéreos nazis. Ese equilibrio en las dolorosas escenas de masas, tendrá su contrapunto en las penalidades de las criaturas que allí sufren desamparadas. En lo terrible de las masas de soldados allí desparramados a la intemperie. O en el ruego colectivo de muchos de ellos ante un improvisado servicio religioso… que será interrumpido de nuevo por los bombardeos.

Pese a esos breves instantes, en los que las fuerzas retornadas son aclamadas por la población, DUNKIRK es un relato tan valiente como lacerante. Una mirada honda en torno a la relatividad del comportamiento heroico, incluso ante la percepción sobre el hecho bélico, lamentablemente olvidada en nuestros días, pero que supone una de las más admirables propuestas brindadas por el cine de las islas en este género.

Calificación: 4

DANCE, FOOLS, DANCE (1931, Harry Beaumont) Danzad, locos, danzad

Pese a su general olvido -quizá debido a estar avalada por un realizador tan poco conocido como Harry Beaumont, del que solo conozco la discreta pero apreciable ENCHANTED APRIL (1935)-, ello no hace justicia al que con toda justicia habría que citar, como un verdadero precedente. Un precursor de esa mixtura de cine de gangsters y melodrama precode, DANCE, FOOLS, DANCE (Danzad, locos, danzad, 1931) quizá ya había albergado algún exponente más primitivo, pero que muy pronto se iría consolidando, a partir de las dos vertientes que alberga esta película -el melodrama y su génesis como cine de gangsters. Dicha incipiente corriente tendrá otro exponente más rotundo ese mismo año, por ejemplo, con la admirable THE PUBLIC ENEMY (1931, William A. Wellman)-.

Nos encontramos en las vísperas de la Gran Depresión. La película se inicia en un buque tripulado por personas adineradas, cuyos padres juegan a las cartas, dejando expresar los primeros y aún lejanos indicios del crack de 1929, y sus hijos se encuentran en la cubierta, bailando de manera despreocupada, como plena representación de esos ‘felices años veinte’, que se encuentran a punto de concluir de manera abrupta. La cámara pronto destacará a la desprejuiciada Bonnie Jordan (Joan Crawford), que baila junto al igualmente adinerado Robert Townsend (Lester Vail), mientras su hermano, el superficial Bob (William Bakewell) no deja de definirla con la chica con la que baila. Lo que en principio podría aparecer una variable de esos melodramas acartonados Made in Metro, muy pronto dejará ver una notable capacidad de observación en sus diálogos, unido a una querencia con la elipsis, que nos llevará casi de inmediato a la expresión física del inicio de la Gran Depresión, marcada desde una sesión de bolsa. En ella, que caerá fulminado de un infarto Stanley Jordan (William Holden, no confundir con el conocide intérprete), el patriarca familiar, al percibir que ha quedado arruinado. Sus dos hijos se tendrán que enfrentar a la pérdida de todos sus bienes, algo que asumirán con cierta ligereza, lo que para Bonnie supondrá renunciar al ofrecimiento de matrimonio de Townsend y, en definitiva, dejar de lado el entorno snob que le rodeó hasta entonces, independizándose y trabajando como periodista. Por su parte, y aunque vivan juntos, su hermano preferirá dedicarse a la venta fraudulenta de alcohol, lo que en un momento dado le acercará hasta el jefe de uno de los gangs de venta de bebida, el tan temible como carismático Jake Luva (un Clark Gable derrochando carisma pese a su juventud). Luva le encargará la búsqueda de nuevos clientes, iniciando una ofensiva contra la banda rival que culminará con una matanza, en la que el muchacho apenas actuará como conductor, mostrando en ese momento su debilidad de carácter. Esa debilidad es la que, de manera involuntaria, le hará confesar algunos detalles de lo ocurrido al periodista Bert Scranton (Cliff Edwards), casualmente el compañero más estrecho de su hermana en la redacción. Esta circunstancia supondrá, prácticamente, la sentencia de muerte del reportero, que Luva encargará a un aterrorizado Bob, que finalmente ejecutará, iniciándose en el rotativo la búsqueda del culpable, cuya responsabilidad asumirá Bonnie, sin saber en ese momento las implicaciones familiares que lo ocasionaría. Se infiltrará en el entorno del gangster como bailarina de su club -donde se reencontrará con un atónico Townsend-, acercándose a un Jake cada vez más seducido por la recién llegada. A partir de ese momento, todo discurrirá con enorme rapidez, en un ámbito donde la venganza, la redención e incluso la apuesta por un nuevo futuro, se dirimirá entre sus principales personajes.

DANCE, FOOLS, DANCE se ofrece, pues, como una muy atinada crónica, en torno a la llegada del crack del 29 y a los primeros pasos de la Gran Depresión, dentro de un relato que se inicia de manera burbujeante, pero en el que de manera progresiva se va instalando en el marasmo de una crónica criminal, capaz de romper una estructura familiar ya dañada de manera irreversible con la inesperada muerte de su patriarca, que en su momento fue incapaz de proporcionar a sus vástagos la capacidad de saber andar por el mundo con responsabilidad propia. A partir de esas premisas, resalta en la película el retrato, rebelde y decidido, de su protagonista femenina, esa joven que en el fondo, con esta circunstancia tan trágica, ha logrado romper con ese superficial entorno social con el que no se encontraba cómoda. Y hay que reconocer que, ayudado por el dinamismo -también algunos excesos- que proporciona la performance de una joven Crawford, se acierta al describir a uno de esos atractivos y activos roles femeninos, frecuentes en numerosos relatos precode. Ella será el verdadero anclaje de una película que destaca por una notable frescura, en la que se entremezcla la sequedad narrativa de los primeros años del sonoro, con un acertado uso de la elipsis, aciertos de ambientación, sobre todo en su vertiente urbana y, finalmente, no pocos hallazgos narrativos.

Y es que casi desde sus primeros instantes, en el film Beaumont se abandonan los vicios del estudio, al inclinarse tras la visualización del drama que articulará el destino de los dos hermanos, en una precisa descripción de ambientes -el cabaret de Luva y, muy en especial, la redacción del periódico en que trabajará la protagonista-. Todo ello irá articulado por precisas elipsis -de destacar es la magnífica que tras el infarto que costará la vida al padre, la película fundirá con el primer plano de esa tarjeta de condolencia de Townsend, que Bonnie lee, para ratificar la muerte de este. O el travelling lateral que iniciará una secuencia, anticipándonos y describiendo con enorme originalidad el trasiego de la rotación del periódico en el que esta ha empezado a trabajar. Mucho más adelante, tras el asesinato de Scranton, gran amigo de Bonnie, podremos contemplar otro travelling lateral, mostrando lo que los reporteros escriben del asesinado, hasta que la cámara recorra la máquina solitaria que utilizaba este.

La película, por tanto, mantiene la frescura de ese sentido de la crónica de un contexto y un entorno convulso, centrado en su tercio final en el ámbito tan sórdido como fascinante de Luva. Un entorno de dominio por parte de este, donde la mujer solo se ofrece como sujeto de su disfrute, donde un gesto o una mirada suya supondrá siempre una orden. Y donde, en un momento dado, este sucumbirá a los encantos que le brindará una camuflada Bonnie, a partir de su explosivo debut como bailarina en el club. Será, sin embargo, el preludio a una catarsis, en la que los dos hermanos -sobre todo Rob, en un gesto postrero- intentará redimir su pasado. Será el momento en donde se plasmará la última expresión de esa cierta relación incestuosa latente entre ambos -se besarán amorosamente en la boca antes de que el muchacho expire-.

DANCE, FOOLS, DANCE culminará con el relato sincero de la periodista en su cabecera, renunciando prolongar su andadura en la profesión. Será el momento de plasmar ese emocionante travelling de retroceso en plano general, mientras Bonnie recibe de manera latente el cariño y reconocimiento de los que fueron sus compañeros. La película no evitará recaer finalmente en la convención del happy end, aunque lo hará insertando una cierta ironía en torno a los compañeros del rotativo que va a abandonar.

Sin embargo, conviene mantener en la retina, la dureza del instante más percutante de la película; la enrome fuerza que reviste el asesinato de Scranton, de manos de un atormentado Bob. Una secuencia de potencia eléctrica, que culmina con la caída del cadáver por la boca de un metro.

Calificación: 3

DR. PHIBES RISES AGAIN (1972, Robert Fuest) El retorno del Dr. Phibes

A consecuencia de la cálida acogida -comercial y crítica- brindada en el momento de su estreno, la avispada American International da vía libre a la producción de una nueva entrega del maléfico y extraño personaje del Dr. Phibes. El primer paso para ello es la contratación del escritor Robert Blees para, junto al mismo Fuest, coescribieran el guion de un relato, donde al parecer hubo ciertos choques entre ambos a la hora de introducir matices humorísticos, algo de lo que su también realizador parecía recelar en la posibilidad de su predominio. También se introdujo en el reparto al norteamericano Robert Quarry, al que vanamente se quería plantear por parte de la productora como un sustituto del propio Price, una vez concluyera el contrato de este con dicha entidad. Finalmente, llegado el momento de su estreno, DR. PHIBES RISES AGAIN (El retorno del Dr. Phibes, 1972) no cosechó ni la acogida popular ni la positiva recepción crítica de su predecesora, lo que coartó la posibilidad de una tercera andadura del personaje, que se empezaba a bocetar.

Pese a todas esas reservas, considero que esta y última entrega de unos de los malvados más singulares -y entrañables- de los primeros años setenta, no solo adquiere personalidad propia, que era lo más complicado, sino que incluso en algunos de sus elementos supera a su precedente. Pero vayamos por partes. Tres años después del extraño embalsamamiento que hizo desaparecer de la vida pública a Phibes (Price) y al cadáver de su esposa Victoria, una insólita confluencia de planetas devuelve a la vida al médico, que se encontrará -detalle genial- con la realidad de que su mansión ha sido derribada en estos tres años. Poco después, los propios títulos de crédito nos muestran -en el mismo momento de presentar a su personaje, ayudado por el bonito tema musical de fondo- una apuesta por la mitificación de la figura de Price, que en esta secuela tiene mayor presencia. Al mismo tiempo, la base argumental en esta ocasión alberga tres vertientes. De un lado la nueva singladura del protagonista, empeñado en utilizar una conjunción de astros en Egipto para lograr la eternidad en el río de la vida. De otra, la pugna de Darrus Biederbeck (Quarry) por utilizar los datos del papiro que ha robado, y trasladarse también a Egipto, para alcanzar con él esa vida eterna que el tiempo le ha venido consumiendo en esos cien años vividos mediante los poderes de un elixir que ya se le acaba. Y, finalmente, en la segunda mitad se reincorporará la investigación del inspector Trout (Peter Jeffrey) acompañado con su superior, desplazándose también hasta el país oriental, para investigar la muerte de Harry Ambrose (Hugh Griffith) y las pistas que le llevan de manera extraña a unas probables nuevas pistas sobre el hasta entonces desaparecido Phibes. Todo ello se expresará a partir de su segundo tercio y hasta el final del relato, en un ámbito que prolongará la fluidez narrativa y de montaje heredada de la película previa y, de alguna manera, rompe con la dualidad precedente centrada en crímenes de Phibes / investigación policial.

Por el contrario, DR. PHIBES RISES AGAIN adquiere, de entrada, personalidad propia. Bajo mi punto de vista destaca en su abierta apuesta por lo delirante, en su querencia por lo pulp, a lo que ayudará de manera poderosa su ambientación exótica. Ello permitirá, por ejemplo, que su diseño escénico sea muy superior -las lujosas dependencias que Phibes mantenía escondidas en el interior de una montaña-. Será algo que además Fuest utilizará con un más brillante sentido escenográfico que en la película precedente. Esa descripción de las insólitas dependencias, aparecerán simuladas tras unas esculturas pétreas en forma de pies gigantes, que nos retrotraen en el recuerdo a la última película rodada por el gran Jacques Tourneur WAR-GODS OF THE DEEP (La ciudad sumergida, 1965). A partir de dicha terna de elementos argumentales, la película discurre liviana, mostrando un lado divertido y pérfido de Phibes en la ejecución de sus tan increíbles como delirantes crímenes, y acertando a brindar una mirada cada vez más comprensiva del inicialmente arrogante e insensible Biederbeck. Este, a modo de un novedoso Dorian Gray, tras transmitir al espectador la angustia existencial de alguien que ve como su tiempo se termina de manera irremediable. Por ello, la película le dedicará sus instantes finales, en una emotiva conclusión, aunque no totalmente aprovechada en la grandiosidad que casi pedía a gritos.

En cualquier caso, esa superior pericia narrativa y visual de Fuest, se percibe en una mayor querencia necrófila en las secuencias que relacionan a Phibes y su esposa muerta. Y, al mismo tiempo, brinda escenas y episodios tan atractivos como el encuentro del protagonista con un lujoso arcón procedente de un faraón, o aquella en la que Trout y su superior encuentran en pleno desierto a un supuesto grupo de soldados ingleses, que contemplarán con horror se trata de los inquietantes muñecos del maléfico doctor -quizá el pasaje más inquietante y surrealista de la película-. Curiosamente, es en la escenificación de los crímenes donde se observará cierta molesta tendencia al efectismo -el ayudante que muere asaeteado por un águila- pero al mismo tiempo, ello nos permitirá sufrir el que quizá sea el asesinato más sádico y cruel de todo el díptico, con esa tortura con una invasión de escorpiones sufrida por otro de los jactanciosos y chulescos ayudantes destinados en la expedición.

Señalar finalmente que la película recupera, en diferentes y episódicos roles, a los eliminados en la primera entrega Hugh Griffith y Terry Thomas, y permite la casi invisible aparición de Peter Cushing como capitán del barco que traslada a los principales personajes a Egipto. Una aportación indigna de un intérprete de su categoría.

Calificación: 3