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CINEMA DE PERRA GORDA

Douglas Sirk

TAZA, SON OF COCHISE (1954, Douglas Sirk) Raza de violencia

TAZA, SON OF COCHISE (1954, Douglas Sirk) Raza de violencia

Como otros tantos cineastas de origen europeo -desde Fritz Lang hasta Jacques Tourneur, pasando por Otto Preminger- también Douglas Sirk sintió la tentación de ofrecer su mirada en el universo del western, el gran género americano. Para ello, se le brindaría la ocasión con TAZA, SON OF COCHISE (Raza de violencia, 1954), su única aportación para el cine del Oeste. Como quiera que Rock Hudson aún no se había convertido en una estrella -se consagraría ese mismo año con la inmediatamente posterior MAGNIFICENT OBSESSION (Obsesión, 1954), este estaba decidido a trabajar de nuevo con Sirk, en el que sería el segundo de los ocho títulos que protagonizó con el cineasta. Fruto de esta coyuntura surge una película en la que su artífice buscó ante todo un acercamiento sincero a la entraña de las tribus indias, a sus costumbres, sus contradicciones y a sus señas de identidad como pueblo. De esa inquietud se beneficia una película que en algunos momentos -por fortuna no demasiados- acusa su servilismo a la técnica de las 3D. También se le pueden objetar ciertas convenciones en su entraña argumental -por más que su guion vaya avalado por George Zuckerman, a partir de una historia de Gerald Dayson Adams, que colaboraría con Sirk en dos ocasiones posteriores-. Sin embargo, nos encontramos ante una película que busca una mirada personal. Que prolonga esa intensidad melodramática inherente a la personalidad de su realizador, y que, esencialmente, en sus mejores instantes adquiere una extraña belleza y fisicidad, adelantándose incluso a una vertiente casi telúrica que muy poco después brindaría un de las corrientes más valiosas del género.

Tras varios años viviendo la paz en la reserva de San Carlos, en Arizona muere en 1879 el gran jefe apache Cochise (una efímera aparición de Jeff Chandler, heredando el rol que asumiría en la previa BROKEN ARROW (Flecha rota, 1950. Delmer Daves)). Instantes antes de expirar implorará el apoyo de su hijo primogénito Taza (Rock Hudson), buscando ante todo la aprobación de su otro hijo Naiche (Rex Reason). Este último desde el primer momento se mostrará totalmente reacio a mantener la paz que se lograra tres años atrás, y para ello seguirán la estela del jefe indio Geronimo (Ian McDonald) siempre inclinado a retomar el uso de la violencia en la rebelión india. El asalto a una pequeña diligencia en la que resultan asesinados tres pioneros blancos, realizado por algunos de los indios que comanda Taza y que se han unido a la línea estipulado por su hermano, motivará que este los castigue con sus propias leyes, pero provoque la reclamación de la caballería para poder juzgarlos según las estipuladas por el ejército, a través de la reclamación del capitán Burnett (Greg Palmer). El choque de mentalidades provoca la rebelión de los chiricawas y el asalto al fuerte que comanda Burnett. Sus oficiales serán intimidados por la audacia guerra de los indios y, con la llegada del general George Crook (Robert Burton), tras una tensa y rápida negociación, Taza aceptará que su pueblo pueda dirigirse a la reserva, pero al mismo tiempo solicitará a los representantes de la caballería que accedan a que la policía que vigila a su tribu esté compuesta por representantes de la misma encabezada por el propio hijo de Cochise, utilizando todos ellos uniformes militares.

Lo que podría aparecer como el inicio de una nueva convivencia, muy pronto se irá enturbiando por un lado con la deriva belicista auspiciada por Geronimo y seguida por Naiche, contando con el permanente aliado del veterano Grey Eagle / Águila Gris (Morris Ankrum), componente de la tribu de Taza que muestra desafecto al pacifismo puesto en práctica con este. Pero un elemento incidirá en el enfrentamiento entre ambos, puesto que Grey Eagle es el padre de la sensible Oona (Barbara Rush), existiendo entre ella y Taza una sincera relación amorosa. A partir de estos elementos de enfrentamiento, uniendo a ello la insensibilidad y falta de tacto brindado los mandos de caballería, conformarán una situación de creciente inestabilidad a todos los niveles, que tendrá su más dramática plasmación en una terrible ofensiva apache hacia los soldados de caballería, descrita en un rocoso y agreste escenario, que jugará además con la ausencia de un desengañado Taza, a partir por un lado de la imposibilidad de acceder a la mujer que ama, y por otra harto del menosprecio recibido por parte de las autoridades militares, incapaces de entender la singularidad y las costumbres de los colectivos indios.

Sirk siempre señaló que, en TAZA, SON OF COCHISE se insertaba el primer personaje ‘intermedio’ encarnado por Hudson dentro de sus colaboraciones cinematográficas. Aún sin explotar en sus cualidades como estrella, el joven intérprete brinda una esforzada más no siempre eficaz encarnación de ese jefe guerrero sensible, empeñado en un cada vez más imposible mantenimiento de la paz de su tribu. Pero por encima de esta singularidad dramática, y ya desde sus primeros fotogramas durante los mismos títulos de crédito, podemos entrever uno de las cualidades más destacables de la película; su extraordinaria impronta visual, expresada en la que quizá resulte la mejor colaboración del cineasta con el imprescindible Russell Metty -ayudado por el técnico de color William Fritsche-. La belleza primitiva y telúrica de todo aquello que conforma la tradición y creatividad india es realzada ya desde esa confección artesanal que brindarán los citados títulos de crédito. Las pinturas que cubren sus cuerpos, los plumajes que envuelven sus cabezas, las tiendas de campaña… Todo ello quedará plasmado ante la pantalla con un sentido de la sinceridad y, al mismo tiempo, primitiva belleza, a través de la sensibilidad demostrada por la cámara de un Sirk, que utiliza con pericia la pantalla ancha, y acierta igualmente a describir la dureza y aridez de las condiciones de vida de los indios -la impronta del polvo que parece rodear su vida diaria en no pocos momentos-. A ello se sumará un hecho de especial importancia; la presencia de auténticos apaches encarnando la figuración del relato.

Junto a ello, este imperfecto pero singular western destacará por la plasmación de la crueldad de las torturas infringidas por los propios apaches contra los componentes que provocaron el triple, conciso, pero igualmente brutal, triple asesinato de jóvenes colonos, o de la tremendamente coordinada acción de ellos cuando asalten el fuerte para exigir la negociación que libere a estos mismos indios que se encuentran atados con el torso desnudo y al sol, por parte de la caballería. En cualquier caso, uno de los aciertos del film de Sirk se dirime en la sensibilidad con la que se muestra la accidentada relación de amor expresada entre Taza y Oona. Una relación a la que se opone el padre de la muchacha, acentuando en su oposición al joven líder guerrero un elemento de especial tensión, que tendrá muestras de especial gravedad en el azotamiento que propinará a su propia hija. Ello permitirá una secuencia de extraña belleza e incluso de aura eróticA -quizá la más lograda de la película- en la que Taza encuentre a su amada bañándose en un lago -metáfora de pureza-, descubriendo en su espalda desnuda la huella de los latigazos propinados por su progenitor.

En todo caso, si de algo se sentía especialmente orgulloso Sirk en esta película, era de la plasmación de la ofensiva india comandada por Geronimo y Naiche contra la avanzadilla del regimiento de caballería. La contienda tendrá lugar entre unos exteriores rocosos utilizados con enorme sentido cinematográfico, que el realizador rodó con cuatro cámaras durante una semana e intentando en sus imágenes huir de toda épica -el cineasta confesaba a Jon Halliday que fue el bloque narrativo más complejo y del que se sentía más orgulloso de toda su carrera- y, por el contrario, transmitir esa sensación de tragedia colectiva, en ocasiones dominada por un sentimiento de irracionalidad paralela, y en donde el ocasional recurso de planos frontales destinados a destacar las tres dimensiones del formato, se revelan de notable efectividad. Una vez más en esta película, Sirk contará con la presencia de indios auténticos quienes, según señalaba, trasladaron sus métodos de lucha hasta el límite, dotando al conjunto de gran autenticidad.

TAZA, SON OF COCHISE culmina quizá de manera un tanto apresurada, en un conjunto en el que se echa de menos quizá una mayor duración -no alcanza los ochenta minutos-, lo que impide una mayor densidad de algunas de sus sugerencias dramáticas, aunque justo es reconocer que nos encontramos ante una propuesta valiente en su planteamiento -un acercamiento sincero a la entraña del mundo de las tribus indias- y, en última instancia, provista en numerosos momentos de una hermosa impronta visual.

Calificación: 3

 

THE LADY PAYS OFF (1951, Douglas Sirk)

THE LADY PAYS OFF (1951, Douglas Sirk)

Tan crítico con buena parte de su obra previa al periodo dorado en Universal, Douglas Sirk se refería en términos poco amables con THE LADY PAYS OFF (1951) uno de sus primeros pasos dentro de dicho estudio, destacando sobre todo los problemas que albergaba con su protagonista masculino -Stephen McNally-, cuyas dificultades y miedos interpretativos le obligaban a constantes repeticiones de tomas. Sea como fuere, y dentro de su asumida condición de modesta comedia romántica destinada a públicos familiares, su resultado alberga suficientes motivos de interés.

Evelyn Warren (Linda Darnell) es una recatada pero reconocida maestra -ha sido portada del magazine Time nombrándola maestra del año- que recibe el homenaje de las fuerzas vivas de una pequeña población. Sin embargo, desde el primer momento exteriorizará el aura opresiva que delimita una personalidad arisca y a la defensiva. Viajará para disfrutar unas vacaciones, tomando contacto con un cargante matemático familiar de una amiga de su entorno, y el destino le llevará a un salón de juego donde, de manera inesperada y con unas copas de más, contraerá una deuda de 7.000 dólares con el establecimiento. El recinto, dirigido por el avieso Matt Braddock (McNally), que reconoce a Evelyn por tener un ejemplar del Time, le propondrá conmutar dicha deuda si se dispone a pasar unas semanas en su lujosa residencia de verano, donde su hija Diana (Gigi Perreau) sobrelleva una extraña tristeza, probablemente por la ausencia de su madre muerta desde tiempo atrás. El encuentro de la maestra -que ha acudido hasta allí forzada por el chantaje de Matt- con la pequeña devendrá desastroso y doloroso para una pequeña deseosa de encontrar cariño y afecto. Será una circunstancia que Evelyn descubrirá, mutando con rapidez su inicial hostilidad por una creciente cercanía hacia la niña. Su padre se unirá a ellos y a sus sirvientes, y a partir de ese momento se iniciará un acercamiento con la profesora, que esta acompañará con inicial desapego, e incluso aprovechando subterfugios para intentar marcharse. Sin embargo, el discurrir del tiempo y las añagazas de la niña -y su nurse- que buscan el definitivo acercamiento entre Evelyn y Matt, casi, casi, lograrán su objetivo, aunque en él se introduzca de manera inesperada un inconveniente; la visita de la frívola Kay Stoddard (Virginia Field), vieja amigad de Matt y empeñada en conquistarlo de manera definitiva.

A partir de un brillante plano general en grúa, que acierta a describir el entorno provinciano que está homenajeando a la protagonista, Sirk muestra esa inclinación crítica en esas sociedades cerradas y biempensantes, que se convertirían en uno los epicentros temáticos de su obra. Desde ese punto de partida, y tal y como sucedería en títulos posteriores como MEET ME AT THE FAIR (1953), el cineasta inserta una serie de fugas cómicas a través de evocaciones físicas de sus agobiantes pretendientes, surgidos desde los propios comensales, que tendrán prolongación más adelante con la propia proyección de la protagonista dialogando con ella misma. Esa inclinación por el ámbito de la comedia, es una muestra más de la habilidad con la que el cineasta se imbricó en ella a lo largo de su carrera. Un género del que se consideró en todo momento especialmente atraído, y que incluso demuestra abiertamente la primera mitad de su última obra americana, la extraordinaria IMITATION OF LIFE (Imitación a la vida, 1959),

Y en esa ondulación entre los elementos de comedia y la querencia por el melodrama -incluso en el servilismo hacia el personaje de la pequeña, encarnado por la actriz infantil Gigi Perreau- es donde se observan las virtudes, y también las limitaciones, de un pequeño relato, en el que, de manera inesperada, y pese a los lamentos esgrimidos por Sirk, se alimenta una inesperada química entre dos intérpretes tan opuestos como la Darnell y McNally. A partir de ese punto de partida dramático, THE LADY PAYS OFF se dirime con tana humildad como efectividad. Con instantes tan eficaces -e incluso inspirados-, como carencias e inconsistencias, que impiden que su alcance cuotas superiores. Pero por encima de esa mirada, es cierto que se vislumbran de manera intermitente destellos de ese estilo tan personal esgrimido por el cineasta en su no muy lejano periodo dorado. Esa inclinación por planos fijos delimitados por su intensidad -el fondo sonoro de Frank Skinner ayudará lo suyo- caracterizarán algunos de los instantes más valiosos de la película, aunque en alguno de ellos se inserte de manera sorprendentemente una mixtura de dicho sesgo con la combinación de elementos de comedia, como sucederá en la secuencia en la que Matt espera de Evelyn una declaración amorosa en la playa, que de inmediato se transmutará en una divertida vertiente. También observaremos la inclinación de Sirk por describir secuencias introduciendo elementos naturales como fondo, a modo de metáfora de libertad. O su consustancial manejo de la movilidad de la cámara, acertando por lo general en el seguimiento de discurrir de sus intérpretes, buscando mantener el foco dramático en todo momento.

Dentro de este contexto, uno no puede dejar dentro de esa vertiente melodramática la secuencia en la que Evelyn descubre de manera inesperada el daño que ha provocado el desapego con el que ha mantenido su primer contacto con la pequeña Diana, lo que confluirá en un emocionante instante de reencuentro. O la que describe la mirada escondida de la niña en torno a la primera cena en solitario en la pareja, dentro de una estratagema urdida por ella y su nurse. O, de manera inesperada, en la conversación que se mantendrá entre Kay y Evelyn, cuando la primera asuma la pérdida del favor de Matt. En su oposición, THE LADY PAYS OFF ofrecerá un sorprendente -por su efectividad- episodio claramente inclinado en los confines del slapstick que define la azarosa andadura de la pareja protagonista en un viejo pesquero que acude en su ayuda, cuando el sabotaje de Evelyn intente detener la pequeña lancha que tripulan. Un muy divertido fragmento, de contagiosa comicidad, que se erige como el más valioso de la película, que bien podría estar firmado por un primitivo Frank Tashlin,

Lamentablemente, no todo alcanza el mismo nivel en esta pese a ello agradable película. Se percibe una excesiva caricaturización a la hora de presentar al personaje de la rival amorosa Kay -aunque ello nos brinde una divertida secuencia en la jornada de senderismo-. Unamos a ello dos aspectos insertos en su tramo final. De una parte, la superficial e inofensiva resolución de la subtrama, que liga a Matt con el lado oscuro de su salón de juegos y la venta del mismo a sujetos poco recomendables. De otra, la escasamente consistente, por lo ligera, propia conclusión del relato, tras haber incorporado en ellas ciertos destellos de intensidad melodramática, en donde la simbiosis entre comedia y melodrama no alcanza, quizá por carencia de metraje, la debida eficacia.

Calificación: 2’5

SIGN OF THE PAGAN (1954, Douglas Sirk) Atila, rey de los hunos

SIGN OF THE PAGAN (1954, Douglas Sirk) Atila, rey de los hunos

No cabe duda que SIGN OF THE PAGAN (Atila, rey de los hunos, 1954) es una de las películas más insólitas insertas en el periodo más relevante de la filmografía de Sirk. También se encuentra entre las que él tenía en menor consideración. Partiendo de la frialdad con la que este diseccionó su obra -algo que siempre le honró-, no puedo estar más en desacuerdo. Y lo hago en la medida que me parece una película brillante, que no solo acierta a sortear los tópicos y convenciones que siempre lastraron los contornos del Peplum -consagrado aquel año con títulos conocidos como ULISSE (Ulises) de Mario Camerini, o la otra versión del mismo personaje; ATTILA (Atila: Hombre o demonio) de Pietro Francisci-. Por el contrario, el cineasta austriaco logró modular unos códigos aún en estado embrionario, hasta articular un relato en el que se encuentran presentes los elementos temáticos y narrativos inherentes a su cine e incluso, en algunos casos más de una sorpresa.

En el siglo V de la era cristiana el imperio romano se encuentra dividido en la zona Occidental, asentada en Roma, y la Oriental que se dirige desde Constantinopla. Dentro de ese contexto, los pueblos bárbaros que se encuentran situados al norte del Danubio han logrado ser encabezados por el temible Atila (Jack Palance), rey de los hunos, que alberga la secreta intención de acaudillar las dos vertientes del imperio, En una refriega capturarán el centurión romano Marciano (Jeff Chandler), destinado a llevar un mensaje del emperador romano al de Oriente. La franqueza y valentía del prisionero provocará la simpatía del guerrero, por lo que salvará su vida. Sin embargo, la astucia de este le permitirá escapar de aquel entorno, llegar hasta Constantinopla y trasmitir su mensaje al emperador Teodosio (George Dolenz). Allí pronto recibirá el cariño de la hermana de este, la princesa Pulcheria (Ludmilla Tcherina), quien lo nombrará jefe de su guardia. De todos modos, en una gran fiesta convocada por Teodosio acudirá Atila y, con él, su hija Kubra (Rita Gam). Ello provocará un doble sentimiento amoroso de sendas mujeres hacia Marciano, pero en la segunda de ellas se irá asentando la idea de huir del entorno pagano y violento, quedando cada vez cercana al entorno de paz y confraternidad que desprende ese cristianismo al que su padre, paradójicamente, respeta como un enemigo con el que no quiere competir.

Todos podremos concluir que uno de los ejes de la obra sirkiana se erige en la plasmación reiterado, y bajo diferentes exponentes dramáticos, de una oposición de mundos. Al mismo tiempo, hay en el recorrido de su cine una mirada serena y libre en torno a la importancia del elemento religioso, entendido este realmente como algo sagrado. En este sentido, poco se ha hablado de las semejanzas que podrían establecerse entre su obra y la de Henry King, a la hora de expresar en sendos cineastas una visión de cierto cristianismo entendido en ocasiones de manera casi panteísta. Y es curioso señalar, ratificando dichas semejanzas, como apenas tres años antes, King preludiaba de alguna manera esta corriente, al firmar la excelente DAVID AND BATHSEBA (David y Betsabé, 1951). En cualquier caso, y muy pronto, tras esa voz en off y los planos de cabalgadas que nos ponen en situación -al modo de la previa TAZA, SON OF COCHISE (Raza de violencia, 1954)- muy pronto la película se inclina por una mirada cercana e intimista, dejando bien a las claras una de sus cualidades más reseñables; un preciso estudio de personajes. Es algo que permitirá por un lado un rápido descenso a la entraña dramática, en lo que permitirá sobre todo asistir a la vulnerabilidad de todos ellos. Será algo que tendrá una especial significación en el propio personaje de Atila, que permitirá a Jack Palance relanzar en su carrera precisamente a partir de la sensibilidad demostrada en su performance.

Nos encontramos ante la primera ocasión en la que Sirk utiliza el CinemaScope, y lo hace desplegando su capacidad en la composición, utilizando para ello esa presteza en la ubicación de elementos escenográficos o la adecuada presencia de los actores en el encuadre. Y es cierto que nos encontramos -una vez más- ante una película en la que las cruces y elementos cristianos se extienden en numerosos momentos, como permanente metáfora de esa oposición entre paganismo y cristianismo que aparece como eje vector de la película. A su través, y tomando numerosas licencias históricas, SIGN OF THE PAGAN se extiende con envidiable ligereza, combinando secuencias corales -la fiesta en el palacio de Teodosio-, otras en las que domina la acción -las menos-, y no podría dejar de destacar aquellas que adquieren un carácter intimista. Estas últimas bien pueden estar desarrolladas en interiores, pero este rasgo se extenderá en numerosos pasajes descritos en exteriores -la secuencia, delante del grabado de la Virgen, en la que Kubra confesará a marciano su progresivo acercamiento a esa nueva religión-; también la ratifican buena parte de los momentos confesionales que Atila mantendrá con un veterano y visionario astrólogo -magnífico Edward Grant-. Serán estos los que acertarán a mostrar esa creciente vulnerabilidad de un guerrero implacable que, sin embargo, se mostrará cada vez más temeroso de un enemigo invisible para él; el cristianismo. En concreto, el penúltimo de ellos brindará unos pasajes casi estremecedores, en donde el creciente temor de Atila a ser inmolado adquiere un rasgo casi irracional en su mente.

Así pues, y sin olvidar los elementos de enfrentamientos de personajes y parábola política y también de tragedia griega, lo mejor, lo más valioso de la película se articula en esa misma oposición. Oposición que igualmente se brindará en ese invisible y sorprendente triángulo amoroso establecido entre Marciano, la sofisticada Pulcheria -quien finalmente será investida como emperatriz- y la salvaje y cada vez más sensible Kubra. En el fondo, nos encontramos ante una latente rivalidad amorosa, como la que se producirá tres años después, en un contexto dramático y temporal completamente opuesto, en BATTLE HYMN (Himno de batalla, 1957). Pero en un conjunto dende de nuevo brilla la fuerza cromática de Russell Metty, y por el contrario chirría un poco la aportación musical de Hans J. Salter y Fran Skinner, podremos ratificar la dotación escenográfica y pictórica del cineasta, que acierta a dotar de personalidad propia lo que en manos menos diestras contribuiría a acentuar una previsible pesadez en su conjunto, que por fortuna en este caso no hace acto de presencia.

En un conjunto quizá no apasionante, pero en conjunto notable, donde no se registran baches de ritmo, uno no de deja de destacar todas aquellas secuencias descritas en zonas densas y boscosas rodadas en estudio, lo que contribuye a acentuar esa estilización inherente a los modos del cineasta. En ese contexto, pocos han apreciado que en sus imágenes nos acercamos bastante a una iconografía del cine de terror, que muy pocos años después expresaría la productora Hammer Films en todo su esplendor. Y prosiguiendo con dicho sendero, así como en en la importante significación que la presencia cristiana tiene en el conjunto del relato, la recurrencia al elemento de la cruz hará acto de presencia en numerosas ocasiones, y ante las cuales Atila siempre se mostrará tan considerado como temeroso. Y es en algunos de esos instantes -el pasaje en que se introduce a un templo en que devotos se encuentran orando y aparece una gran cruz dorada entre la penumbra; la propia escenificación de la muerte del guerrero-, donde también por momentos podríamos tener la intuición de encontrar en el líder huno, a un precedente de la escenificación que sobre el mito vampírico del conde Drácula se manifestaría en las primeras producciones dirigidas por Terence Fisher en la ya citada productora británica. Junto a ello, secuencias como las ya señaladas confesiones entre el protagonista y el astrólogo, o la fantasmal presencia del sumo pontífice -en una secuencia que parece preludiar determinados momentos de THE MASQUE OF THE READ DEATH (La máscara de la muerte roja, 1964); una vez más adelantando elementos en la iconografía futura del cine de terror gótico-, proporcionan a su relato algunos de sus pasajes más apasionantes.

SIGN OF THE PAGAN -que inicialmente no estaba programada para ser dirigida por Sirk-, por fortuna, logra desde muy pronto emerger de las limitaciones del contexto genérico que supone su punto de partida, para erigirme en una demostración de la aparente versatilidad de su cine, para, en el fondo, ser una plena demostración de la coherencia estilística y temática de su obra cinematográfica.

Calificación: 3

TAKE ME TO TOWN (1953, Douglas Sirk)

TAKE ME TO TOWN (1953, Douglas Sirk)

A nivel puramente técnico, el rodaje de TAKE ME TO TOWN (1953) supone para Douglas Sirk, no solo su primera película en color si no, ante todo, su encuentro con el operador de fotografía Russell Metty, uno de los indiscutibles vértices en la configuración del periodo más reconocido de la obra del cineasta austriaco en Hollywood. También, con el productor Ross Hunter. Sin negar ambos enunciados -de cuya primera vertiente se beneficiarán visualmente las imágenes de este modesto relato-, lo cierto es que nos encontramos ante un film delicioso, que camina inicialmente bajo variadas premisas, y bajo los rasgos del Americana deja presentes diversas constantes temáticas -sobre todo la intolerancia de la sociedad- ante las que Sirk incidiría en algunos de sus títulos posteriores más célebres. Pero, por encima de ello, y dentro de su aparente modestia, nos encontramos ante una propuesta que a nivel cinematográfico revela la madurez de estilo de un cineasta que, apenas un año después, daría el salto a la primera división del melodrama, con una serie de títulos de enorme éxito comercial que, con el paso del tiempo, se han convertido en clásicos incontestables.

TAKE ME TO TOWN se inicia a ritmo de balada -que se prolongará en sus instantes finales, relatando el destino de los protagonistas- y presentándonos a Vermilion O’Toole (una espléndida Ann Sheridan), quien se encuentra esposada junto a Newton Cole (Phillip Reed), y escoltados ambos en tren por el alguacil Ed Dagget (el siempre estupendo Larry Gates). Ambos han sido acusados por delitos de los que la joven en realidad es inocente, y tan solo llevada por un amor equívoco hacia Cole. De manera inesperada, esta se fugará del tren tirándose por una ventana, algo que posteriormente secundará su compañero de manera más violenta. Vermilion se instalará como cantante en el salón de una pequeña ciudad, buscando equilibrar una vida hasta entonces dominada por la inestabilidad. Hasta allí, pasado el tiempo, se acercará Newton buscando que ella se ligue de nuevo a él, aunque recibiendo un sincero rechazo. Pero también lo hará de manera inesperada Dagget, quien intuirá que en dicho salón puede encontrarse la mujer que en su momento lo dejó en evidencia con su fuga y, sobre todo, el hombre sobre el que se centraba la acusación. De manera paralela conoceremos la intención de los tres hijos de Will Hall (Sterling Hayden), un pastor viudo a los que sus muchachos -en especial el mayor de ellos, Corney (Lee Aaker)- desean buscar una nueva esposa, que sobre todo no sea la antipática y puritana Edna Stoffer (Phyllis Stanley) empeñada en ligarse a él. El destino les llevará al salón y, sobre todo, a descubrir a Vermilion, ofreciéndoles ingenuamente la propuesta, máxime cuando por motivos laborales de su padre se encuentran viviendo solos en su cabaña. En principio, la protagonista se tomará con humor el envite, pero al comprobar que está siguiéndole el alguacil lo aceptará, viviendo y cuidando de los muchachos hasta que el padre regrese, y aprecie con reticencias la presencia de la mujer, en lo que tendrá mucho que ver los crecientes comentarios de la comunidad. Sin embargo, y según vaya creciendo la presión de los vecinos, poco a poco se irá desprendiendo un creciente sentimiento de atracción entre Will y Vermillion. La joven intentará un acercamiento hacia ellos, no sin oposición, para celebrar un festival artístico que logre importantes beneficios cara a edificar la deseada iglesia. Será el momento en el que la inesperada presencia, por un lado. de un Dagget ya retirado de sus tareas judiciales y enamorado de la veterana madame del salón y, por otro, del avieso Cole, empeñado de nuevo en que Vermillion comparta su vida con él.

Bajo sus aparentes costuras livianas, TAKE ME TO TOWN supone una película de cierta hondura en sus líneas temáticas y, sobre todo, de insospechada madurez en su plasmación fílmica. De entrada, ratifica la pericia con la que Sirk se manejó en la comedia. Y, entre dicha aparente superficialidad, el guion de Richard Morris propone interiormente -y se nota la mano del propio realizador en el libreto- la radiografía colectiva de una búsqueda de una segunda oportunidad en los afectos. La práctica totalidad de sus personajes anhelarán dicho deseo, hasta el punto que puede señalarse que se trata de la auténtica entraña emocional de sus imágenes. En cualquier caso, el film de Sirk destaca en la precisión de sus formas. Pese a la nula calidad de la copia que he podido contemplar, resulta fácil percibir la comunión que se establece entre el cineasta y su recién asumido operador de fotografía, lo que permite una sucesión de encuadres caracterizados por su notable elaboración y su relativo barroquismo. A ello se sumará una precisa y al mismo tiempo en apariencia invisible modulación de la cámara, capaz de deslizarse en función de las necesidades del relato, y aunando con ello un equilibrio en el servicio a su base argumental. Pero al mismo tiempo, todo sucederá bajo el tamiz de un cineasta del que se percibiría ya la puerta a su muy cercano periodo de gloria.

De tal forma, desde el primer momento percibimos en la película un extraño equilibrio en esa búsqueda de una nueva oportunidad en el amor. Será la que representen esos tres niños ante la posible incorporación de una nueva figura materna, que Sirk describe de modo divertido y exento de caer en el terreno de la cursilería. O poco después en la atracción que sentirá la protagonista por el padre de estos, que la recibirá con sequedad. Sin embargo, esa búsqueda de relaciones se extenderá por todos aquellos que pueblen la película. Incluso el desalmado Cole buscará afanosamente su reencuentro con la protagonista. Como lo hará el inquisitivo y veterano alguacil que, de manera inesperada, se ligará con la madura propietaria del salón, buscando un nuevo modo para sobrellevar el ocaso de su existencia. Todo ello será mostrado con aparente ligereza por la cámara de un cineasta que ya evidenciaba el gusto por las composiciones recargadas a nivel pictórico, en plena comunión con un Russell Metty que, desde esta ocasión, se convertiría en uno de los mayores aliados -si no el que más- de su perdurable obra posterior.

TAKE ME TO TOWN funciona, pues, de manera tan liviana como vitalista. Tan aparentemente intrascendente, como dominada por una extraña lógica. Y tan cercana a sus personajes como, en ocasiones, presente en el dominio de la caricatura -la descripción que se ofrece de los personajes puritanos que dominan la pequeña población, en especial los femeninos-. Pero incluso llegados a este punto, la película acierta al describir el aliento de estos, de manera especial por el recelo de Edna al no ver correspondidos sus deseos de llamar la atención de Will. Es más, la confluencia de ambos mundos proporcionará al relato dos episodios magníficos, como serán aquel en el que Vermilion busca integrarse con este contexto y propone la fórmula de realizar un festival artístico para obtener cuantiosos ingresos para elaborar la iglesia. En unos instantes brillantísimos, la practica totalidad de todos ellos se despojarán de sus rostros habituales para, en su lugar, dejar paso a la ilusión de exteriorizar otra manera de buscar su autenticidad como seres humanos, precisamente al asumir diferentes maneras de simulación. Esa tensión se extenderá en otro episodio magnífico, durante los ensayos, donde aflorará tano el deseo de todos los participantes de exteriorizar sus talentos ocultos como, al mismo tiempo, el recelo del reducido entorno de Edna por que la iniciativa llegue a buen puerto.

Y en una película donde la relaciones y, sobre todo, la búsqueda de la autenticidad, se encuentra tan en primer plano, considero que lo mejor, lo más intenso, y lo más personal de cara al devenir posterior de la obra sirkiana, de esta apenas conocida TAKE ME TO TOWN, se encuentra en esas secuencias intimistas y ‘a dos’, establecidas entre Ann Sheridan y Sterling Hayden, en el interior de la cabaña del segundo. Momentos donde la planificación y, sobre todo el experto manejo de la duración del plano, desprende momentos intensos que, en algunas ocasiones se encuentran tomando como fondo una gran ventana, y expresando con ello la búsqueda de libertad en los sentimientos de ambos. Serán instantes en los que no resulta difícil vislumbrarlos como precedentes de instantes similares, más elaborados y más conocidos, presentes en la magnífica -y bastante cercana- ALL THAT HEAVEN ALLOWS (Solo el cielo lo sabe, 1955).

Unido a ello, la película ofrece una conclusión sorprendente, más cercana a determinados estilemas del western, retornando en su epílogo a ese envoltorio de comedia con el que se inició, y cerrando un relato vitalista, con más calado emocional del que, en un primer término, pueden inducir sus costuras y, sobre todo, una madurez cinematográfica que muy pronto revelaría todo su esplendor en la obra sirkiana.

Calificación: 3

MYSTERY SUBMARINE (1950, Douglas Sirk) El submarino fantasma

MYSTERY SUBMARINE (1950, Douglas Sirk) El submarino fantasma

Aunque el propio Sirk afirmara con desdén no tener el menos recuerdo de esta película, y a que en buena medida su andadura en Hollywood hasta acercarse al periodo dorado de Universal bajo el auspicio de producción de Ross Hunter, derivó en una producción muy variopinta, lo cierto es que la misma -en líneas generales bastante estimable- demostró algo que no se le ha reconocido a Sirk; su versatilidad. Es verdad que estas películas en ocasiones escoradas a la serie B, demostraban que el cineasta austriaco quizá no se ajustaba con tanta facilidad como otros profesionales emigrados de Europa -o incluso procedentes del propio Hollywood-, a los confines de la producción de bajo presupuesto. Sea como fuere, MYSTERY SUBMARINE (El submarino fantasma, 1950) aparece de entrada como el título que facilitó el ingreso del realizador en el ámbito del mencionado estudio, en el cual en muy pocos años articuló y perfeccionó unas constantes de estilo que, a la postre, forjarían su imagen definitiva como creador cinematográfico.

No cabe duda que, dentro de este heterogéneo conjunto de títulos, MYSTERY SUBMARINE aparece quizá como uno de los más alejados a sus propias características cinematográficas. Sin embargo, pese a su condición alimenticia, no por ello hemos de considerarlo como algo desdeñable. Pese a los convencionalismos que tiene que asumir. A los estereotipos que se establecen en sus minutos iniciales y finales, que estoy seguro pillaron a Sirk a contrapelo, nos encontramos ante un relato que funciona parcialmente a dos niveles. El primero de ellos, establecerse como una singular propuesta bélica, con un argumento que se desarrolla con posterioridad a la conclusión de la II Guerra Mundial, y en una modalidad bastante peligrosa, como es el ‘cine de submarinos’. Por otro lado, la vertiente melodramática que rodea su andadura dramática, en algunos de sus pasajes llegará a albergar una relativa singularidad.

La joven alemana, nacionalizada estadounidense, Madeleine Bremmer (Märta Torén) se va a someter a una vista preliminar por parte del fiscal de Nueva York, acusada de traición. Absolutamente desorientada, no dudará en declarar, lo que nos retrotraerá a un breve flashback en el que descubriremos su vida como solitaria y joven viuda de un oficial al que se dio por muerto cinco años atrás, al hundirse un submarino. Esa soledad asumida de manera pesada, y que comparte el actual momento como secretaria de una mujer adinerada, se verá interrumpida con el inesperado encuentro con alguien que le señala que su marido en realidad se encuentra vivo. No será más que el señuelo propuesto por el comodoro nazi Erich von Molter (estupendo Robert Douglas), quien incluso tras la caída del III Reich sigue prolongando sus actividades delictivas, utilizando el submarino que se suponía destruido al terminar la contienda. Su estrategia permitirá que la ingenua Madeleine le suponga de vital ayuda a la hora de capturar al veterano científico Adolph Guernitz (Ludwig Doanth). Ese secuestro de ambos en el submarino comandado por Molter, tendrá una consecuencia trágica; el hundimiento del personal del barco que portó a ambos, e incluso algunos de los oficiales que han huido del submarino.

El relato de la encausada finalizará ahí, para introducirse de manera separada el del doctor Brett Young (McDonald Carey), quien, desde su neutralidad, iniciará en otro flashback más extenso sus vivencias simulando convertirse en un galeno alemán -su dominio del idioma le supondrá una oportuna ventaja-. Esa suplantación de personalidad le permitirá ser introducido por el mando del submarino, al objeto de que cuide la alicaída salud del científico, mientras inicialmente se encuentran escondidos en un oculto lugar costero de Sudamérica. El recién llegado, mientras intenta aplicar su plan de rescate de Guernitz, contemplará con desapego a la muchacha retenida. Será una opinión repleta de escepticismo que poco a poco irá revirtiéndose, al contemplar como en la joven se encuentra alguien atormentado que, en realidad, solo desea un cierto grado de redención, a partir del enorme error cometido por su comprensible deseo de reencontrarse con un esposo al que sabía muerto -como así era en realidad- pero que por un momento imaginó vivo.

Lo peor de MYSTERY SUMARINE proviene, sin lugar a dudas, de los minutos iniciales y de cierre de la película, descritos en el despacho del fiscal que va a enjuiciar a Madeleine. Apenas esas pinceladas que nos presentan al personaje -ese titular de prensa; la propia actitud distante de la enjuiciada-, evitan esa sensación antipática que aparece en la actitud paternalista del propio jurista y el entorno institucional descrito, que reaparecerá con mayor blandura si cabe en los instantes de cierre del relato. Por fortuna, este adquiere de repente una inusual fuerza en los primeros instantes de la evocación de la protagonista, puesta en escena por Sirk. Esa breve plasmación de su soledad, caminando por la playa mientras evoca sus sensaciones, al tiempo que nos muestran destellos de la sensibilidad romántica del cineasta, no dejan de retomar una secuencia similar de la muy cercana THE AMAZING MR. X (1948, Bernard Vorhaus), en aquella ocasión más escorada hacia el fantastique. Muy pronto esa situación inicial derivará en la una ya definitiva inclinación hacia el drama psicológico con trasfondo bélico, en una base argumental que, paradójicamente, se encuentra ubicada con posterioridad a la égida de la lucha contra el nazismo.

Y es en esa misma vertiente donde el film de Sirk encuentra otro de sus agujeros dramáticos, a partir del seguimiento de una torpe historia de Ralph Dietrich, George F Slavin y George W. Georgre, trasladadas a guion cinematográfico por parte de los dos últimos. Lo que podría haber supuesto una atractiva mirada en torno a la prolongación de las actividades del nazismo en tierras americanas -al modo del atractivo CORNERED (1945, Edward Dmytryk)-, quedará reducido a un relato pulp en el que las referencias a esa herencia hitleriana quedarán diluidas en los intentos de Molter de alcanzar la captura y venta del científico a una fuerza extranjera de la que nunca se dará noticia. Esa propia delimitación argumental, o hechos puntuales como la rapidez con la que Young encontrará el escondrijo donde se oculta el alemán, su personal, el científico y el propio submarino, sin duda quedan en el debe de una película de bajo presupuesto, que no busca sutilezas o la precisión de una lógica dramática.

Por fortuna, dejando de lado estas debilidades, MYSTERY SUBMARINE funciona bastante bien como relato físico, ofreciendo una mixtura de propuesta dramática y bélica que en algunos de sus episodios lindará con la vertiente del cine de aventuras desarrollado en marcos exóticos. Ayudado por la corpórea iluminación en blanco y negro que brinda Clifford Stine, y por la propia y ajustada duración de menos de 80 minutos, lo que impide la ausencia de baches de ritmo, lo que en la película se ausenta de densidad en el tratamiento de sus personajes, sí que es cierto se va impregnando en fisicidad y un cierto grado de tensión. Es algo que podremos intuir en una imagen suelta como ese submarino apenas escondido entre matojos y unos toldos en un lugar perdido, pero pronto se percibirá en el malestar que existente entre la extraña pareja que acogerá al personal que comanda Molter. A partir de estos pasajes ya resaltará la atmósfera del intento de fuga de Madeleine -en la que se adivina un intento sutil por parte de la mujer que los ha acogido, para que la eliminen- y, sobre todo, el tenso episodio en el que el alemán, algunos de sus hombres y el propio Young, acudan a un misérrimo hospital al objeto de robar medicación que pueda revertir la grave enfermedad del científico. Será la primera ocasión, además, en la que se introduzca el mcguffin de la nota con la ubicación del encuentro donde se va a producir la entrega de este. Serán unos instantes que culminarán de manera inesperada e impactante con el asesinato a sangre fría, y en off, del médico que se encontraba en el recinto.

A partir de ese momento, puede decirse que MYSTERY SUBMARINE prende casi por completo, describiéndose un tercio final magnífico en el que la utilización de la escenografía en el interior del submarino, las bien trazadas tensiones entre sus personajes, el intento de Madeleine de propiciar que el ejército USA pueda localizar la presencia física del submarino, el intento del médico americano de poder hacer llegar el mcguffin antes ensayado -lo que propiciará una solución tan ingeniosa como angustiosa-, el creciente pánico de la tripulación al sufrir unos bombardeos de creciente peligrosidad, o el intento de la nave de silenciar su presencia y, con ello, hacer ver a los americanos que esta ha sido hundida. Todo ello conformará un  bloque estupendo -tan solo lastrado por el ya señalado epílogo que cierra la película-, que suple y fortalece en buena medida el conjunto de una película tan modesta como atractiva en sus mejores momentos, en la que por encima de todo se plasma esa versatilidad de un Sirk quizá más inmerso que nunca en el contexto de un ámbito aún difuso, pero en el que sale más que airoso de su resultado.

Calificación: 2’5

A 19 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (XXXI) DIRECTED BY... Douglas Sirk

A 19 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (XXXI) DIRECTED BY... Douglas Sirk

Douglas Sirk (sentado), junto a los actores Rock Hudson, Jane Wyman y Agnes Moorehead, en el rodaje de la magnífica ALL TAHT HEAVEN ALLOWS (Solo el cielo lo sabe, 1955)

 

DOUGLAS SIRK... en CINEMA DE PERRA GORDA

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(14 títulos comentados)

ALL THAT HEAVEN ALLOWS (1955, Douglas Sirk) Solo el cielo lo sabe

ALL THAT HEAVEN ALLOWS (1955, Douglas Sirk) Solo el cielo lo sabe

Sin duda apreciada, pero siempre, por asi decirlo “escondida”, a la hora de mencionar las obras más recordadas del cineasta, lo cierto es que ALL THAT HEAVEN ALLOWS (Solo el cielo lo sabe, 1955) aparece quizá como una de las obras más puras en la obra americana de Douglas Sirk. No es de extrañar esa injusta ubicación en un segundo término, en el pródigo periodo del cineasta al amparo de la producción de Ross Hunter para la Universal. Al contrario de buena parte de sus más célebres y justamente reconocidos exponentes del género que dirigió en estos años, ni nos encontramos ante una adaptación literaria de especial relieve –siquiera planteando dicho adjetivo en su entronque popular-, ni en su argumento se plantean disquisiciones ni giros dramáticos de especial significación. Por el contrario, se desarrolla un argumento sencillo. Como si apareciera una metafórica “sinfonía para una naturaleza muerta”, asistimos a una mirada dispuesta a flor de tierra, en torno a la dificultad de poder asumir una segunda oportunidad existencial, en torno de una pequeña sociedad acomodada, como la descrita en una localidad de Nueva Inglaterra. Bajo su aparente representación del American Way of Life, no es más que una demostración del puritanismo y los prejuicios que anidan en la sociedad norteamericana.

Será algo que viva en carne propia la aún deseable Cary Scott (excelente Jane Wyman). Viuda desde hace algunos años, y madre de dos hijos ya crecidos, se resigna en su papel de mujer respetable que afronta con dignidad la legada de su madurez, aburrida en un contexto de comodidad, asistiendo a los cócteles y fiestas organizadas en el club de la población, contando tan solo con la fidelidad de su amiga Sara Warren (Agnes Moorehead). Ese panorama tan plácido y acomodado, se verá subvertido inesperadamente, con el inesperado contacto trabado con el joven y apuesto jardinero Ron Kirby (un Rock Hudson débil como intérprete, pero enamorando la cámara por completo). Como si fuera un aviso del destino, se establecerá una relación entre ambos, que para la viuda supondrá una nueva luz a su existencia, hasta el punto que acepte la propuesta de matrimonio que este le formula, iniciando una vida centrada en la naturaleza, en la que Kirby prospera como cultivador de árboles. Lo que no podrá asumir con certeza, será las consecuencias que su decisión tendrá en su entorno. No solo se verá expuesta a todo tipo de murmuraciones entre la venenosa e hipócrita comunidad que en teoría, hasta entonces la ha tenido entre sus miembros más respetados. Será aún más grave el rechazo que provocará entre sus dos hijos. Por un lado el expeditivo Ned (el siempre infravalorado William Reynolds), y por otro Kay (Gloria Talbott), en apariencia más racional, y recurriendo en todo momento a factores psicoanalíticos, pero en el fondo tan frágil en sus planteamientos como su hermano.

Ante una situación tan polarizada, Cary carecerá de la necesaria fuerza emocional, para llevar a sus últimas consecuencias esa oportunidad no solo para el amor, sino incluso para realizarse de nuevo como persona, quizá con mayor sinceridad que en su primer matrimonio. Debido a ello romperá con Ron, decidiendo prolongar su vida solitaria y rutinaria, Muy pronto se dará cuenta del egoísmo de sus hijos, que no dudarán en prolongar sus trayectorias, dejando implícitamente a su madre como un simple objeto decorativo. Quizá ya sea demasiado tarde para ella, a la hora de hacer marcha atrás. Las sospechas y los falsos recelos le impedirán dar ese necesario paso adelante para volver con su amado. Sumida en unos permanentes dolores de cabeza, su médico le animará a ello, decidiendo acudir con su coche a reunirse de nuevo con Ron, aunque en un momento determinado decida dar marcha atrás a sus intenciones. El destino será el que coloque a los dos amantes en una dramática aunque definitiva situación, que pondrá a prueba su futuro.

Las películas de Douglas Sirk –especialmente las de su fastuoso periodo en la Universal-, no se pueden narrar ateniéndonos a su base argumental. Se trataría de una enorme simplificación, obviando por completo lo que las mismas adquieren de experiencia, de ceremonia de los sentimientos. De auténtico rito, que se inicia con esa sensible panorámica en leve contrapicado, que nos describe el marco de esa aparentemente plácida localidad que va a ejercer como marco de la acción. Desde el primer momento contemplamos esa vegetación en estado otoñal, con esa aura mortecina y opresiva, que ejercerá como constante metáfora de la lucha interior de la protagonista. Una lucha en la búsqueda de sí misma, intentando desprenderse de un entorno asfixiante, y que le brindará un joven emprendedor y revestido de verdad. Todo un contraste, un auténtico manantial de vitalismo. La presencia de la viveza de la naturaleza, se opondrá con esa vegetación que se intenta domar, en los exteriores de las acomodadas viviendas de la población. Todo fluirá en la película en base a esos contrastes, en la oposición de la verdad de los sentimientos, rebelándose y luchando con la hipocresía y la falsa formalidad. Y son constantes, los ejemplos que Sirk describe, ayudado por la suntuosidad de sus producción, la singularidad de su dirección de actores, el uso de luces y sombras, teniendo casi como un compañero de puesta en escena la entrega absoluta de un Russell Metty, en uno de sus más memorables trabajos el servicio de Sirk –lo que equivale a uno de los mejores tratamientos cromáticos del cine USA en los años cincuenta-.

Como señalaba al principio, todo se dirime en una aterciopelada sinfonía de los sentimientos. Una mirada venenosa en torno a una naturaleza muerta. Una llamada al disfrute de lo auténtico de la existencia, a la que se opondrá esa colectividad mediocre y recelosa, comandada en el círculo de Cary por una vecina chismosa –y suponemos que sexualmente reprimida; solo hace falta ver su expresión cuando Roy defiende a su prometida del ataque de un despreciable pretendiente-. Esa permanente tensión entre lo auténtico y lo aparente, se encontrará plasmado a la perfección con constante detalles de puesta en escena, que sin duda exigen diversos visionados para poder percibir la delicadeza con la que el cineasta los inserta, revelando una vez más su condición de extraordinario estilista de la imagen.

Sin embargo, dentro de esa extraordinaria y al mismo tiempo intimista sucesión de situaciones, emociones, decepciones y pequeños detalles de felicidad, quisiera destacare dos episodios, en los que a mi modo de ver se encuentra la quintaesencia de este film mágico y venenoso a partes iguales, bajo cuyas imágenes se establece una de las miradas más demoledoras en torno a la Norteamérica del falso progreso tras la II Guerra Mundial, sometida a la sombra del macartismo. Dos episodios de incidencia totalmente opuesta, en los que se representa la esencia de la felicidad y la frustración del ser humano, y sobre los que girará el devenir de la película. El primero es la fiesta que Cary y Ron vivirán en casa de Mick y Allida Anderson. Allí nuestra protagonista conocerá de manos de Alida la honestidad que siempre ha avalado el comportamiento de Ron, viviendo con él el desenfreno de un baile, en el que ambos aparecerán dominados por una felicidad que traspasará la pantalla y que, por un momento, romperá el tono ceremonioso del conjunto del relato.

Algo que si presidirá el fragmento más doloroso de la película. En él, Cary comprobará en carne propia el egoísmo de sus hijos. May se mostrará emocionada al anunciar a su madre su próxima boda, sin advertir que poco tiempo antes fue una de las causantes de la ruptura del compromiso, rompiendo a llorar con ella. Por su parte, Ned no solo se decidirá a viajar para completar su formación, sino que incluso planteará a su madre la venta de la casa, al no residir ellos en la misma. Cary se hundirá, y su desolación quedará planteada con la inesperada llegada del regalo de navidad de los dos hijos, ese aparato de televisión que encuadrará el reflejo de la actitud apesadumbrada de la madre, mientras el vendedor, le indicará que en la pantalla contemplará “la comedia de la vida”. Jamás Douglas Sirk fue más contundente en su diatriba, a través de la fuerza de su belleza metafórica. Pocas veces, el cine americano puso ser tan autocrítico en medio de un mèlo en apariencia convencional. Ejemplar muestra del género, una de las cimas de uno de sus especialistas más sensibles y personales, el plano inicial de ALL THAT HEAVEN ALLOWS, fue una indudable referencia en el no menos admirable Todd Haynes de FAR FROM HEAVEN (Lejos del cielo, 2002)

Calificación: 4

SLIGHTLY FRENCH (1948, Douglas Sirk) [Estrictamente francés]

SLIGHTLY FRENCH (1948, Douglas Sirk) [Estrictamente francés]

“No siento el menor interés por esta película”, confesaba el realizador Douglas Sirk al historiador cinematográfico Jon Halliday, en su célebre libro-entrevista, al referirse a SLIGHTLY FRENCH (1948).  Es cierto que Sirk asumió siempre un ámbito hipercrítico al referirse a su propia obra, en especial con aquellos títulos –por así decirlo- “alimenticios” de la misma, hasta que su vinculación con la Universal a través del productor Ross Hunter, le permitieron recrear esa visión renovada y subversiva del melodrama cinematográfico. Sin embargo, convendría poner en cuarentena esas opiniones distanciadas, en las que la memoria de Sirk se revelaba, por otra parte, deliberadamente perezosa. Sucedió en aquellos años, que numerosos cineastas con periodos previos de éxito, tuvieron que acomodar su subsistencia como hombres de cine, al servicio de productos coyunturales, en no pocas ocasiones al servicio de estrellas de menguado calado, rápidamente ocultos en beneficio de una posterior andadura de mayor importancia. Es algo que podría ejemplificarse en numerosos cineastas, como podría ser el caso de Otto Preminger, Frank Borzage o, en este caso, un Douglas Sirk, que asumió una andadura orillado en la serie B, que quizá no le permitiera en apariencia un desarrollo cinematográfico creativo, pero que convendría observar con más detenimiento del que a primera instancia merecería su condición de cine de fácil consumo.

Y es ahí donde, a mi modo de ver, acceder a esta modesta producción de la Columbia, pese al desprecio que le manifestaba su propio director, y pese al hecho de contar con una pareja protagonista de cortos vuelos –aunque bien aprovechada-, nos permite asistir a una atractiva comedia romántica, reveladora por otro lado de una serie de elementos que Sirk prolongaría en conocidos títulos posteriores, y al mismo tiempo provista de un nada desdeñable trabajo de puesta en escena. SLIGHTLY FRENCH aparece claramente delimitada como vehiculo de la Columbia al servicio de una Dorothy Lamour ya no en sus momentos de gloria, pero desde sus primeros compases, y a partir de una ajustada duración que apenas alcanza los ochenta minutos de duración, proporciona además de un ritmo constante, una nada velada propuesta en torno a la autenticidad de las emociones. A dejarnos en el camino las mascaras que impiden que el sentimiento amoroso prevalezca sobre el ego. Una premisa que siempre ha sido base de numerosas comedias, y que en este caso se entrelaza en un argumento centrado en el contexto cinematográfico, que al mismo tiempo servirá al cineasta para exteriorizar una aguda reflexión sobre el punto de vista fílmico, sobre el que vertebrará una mirada sin duda meditada y de impecable enjundia narrativa e incluso meta cinematográfica. La película se inicia con la elegante filmación de un número de danza de dramático alcance –que destaca por su pericia y garra visual, de ecos expresionistas-, que muy pronto descubriremos es la imagen de una realización cinematográfica. Nos encontramos en un estudio, y asistimos al rodaje de una película musical, realizada por el prestigioso y egocéntrico John Gayle (Don Ameche). Su tiránica actitud con la francesa protagonista, provocará que esta caiga víctima de un síncope y haya que abandonar la finalización del rodaje. Gayle quedará despedido de la productora. Tras lamentar con su hermana Louisa (Janis Carter) la situación planteada, compartiendo ambos su incapacidad para amar, el destino le brindará en un parque de atracciones el encuentro con una bailarina de una de dichas atracciones. Su insólita versatilidad –adopta diversas caracterizaciones según cada pase-, encenderá una luz en su interior, transmitiendo a Mary O’Leary (Dorothy Lamour), la posibilidad de convertirse una estrella, si sigue sus pasos y le permite moldear esa personalidad artística que intuye en ella. No sin reticencias, esta aceptará, sometiéndose al designio de un director que desea utilizarla para recuperar el rodaje aparcado, y al tiempo sus posibilidades como director. Para ello, inventará una falsa ascendencia francesa para Mary, sometiéndola a un infrahumano periodo de aprendizaje –especialmente hilarante son las clases que le brinda la veterana Nicolette-. Logrará el resultado apetecido, intercediendo para ello su amigo y productor Douglas Hyde (Willard Parker), convenciendo este al magnate del estudio –al que nunca veremos físicamente, más que el sonido de su voz por el interfono, respondiendo a este-. El objetivo se alcanzará, pero en él, emergerán los sentimientos contrapuestos de Mary, muy pronto enamorada de un John al que solo le preocupa el éxito de su producción. Sin embargo, algo se irá cociendo cuando la estrella vaya viéndose agasajada de manera creciente por Douglas, que al mismo tiempo ha sido siempre el objetivo latente de la hermana del director. Un enredo que Douglas Sirk sirve con enorme elegancia, mirando frontalmente los sentimientos de sus personajes, sin abandonar el lado Screewall de su argumento, al tiempo que brindando una película que debería introducirse sin desdoro, dentro del amplio conjunto de títulos que engrosan ese jugoso subgénero de “cine dentro del cine”. Hay momentos en el que uno parece estar ante uno de los relatos filmados aquellos años por Mitchell Leisen, pero no es menos cierto que en muchos de sus instantes se advierte el gusto por la composición y no pocas de las constantes que posteriormente harían muy personal el cine de Sirk. Así pues, y junto al servilismo a las nunca excesivas canciones de la Lamour –impecablemente filmadas, y siempre insertas dentro de la evolución de su argumento-, podemos destacar en SLIGHTLY FRENCH su nitidez visual, y la espléndida utilización de las secuencias de interiores –especialmente centrada en la mansión de los Gayle y el estudio de rodaje, con sus respectivas escenografías-. Sirk no olvidará esos constantes insertos de ramos de flores –esas naturalezas muertas que poblaron su cine, en este caso muestras del constante agasajo de Hyde a la impostura francesa de Mary-, ni la presencia de esos bellos fondos de arboledas, tras la escalera central de la mencionada mansión, en donde se desarrollarán algunos de sus instante más sinceros.

Todo ello, combinando comedia con melodrama con una enorme precisión y, sobre todo, brindando un constante relevo en el punto de vista, mostrando a sus personajes en su actuación sincera como tales, exteriorizando sus emociones o, por el contrario, mostrándose estos como imposturas de sus comportamientos. Para ello, Sirk utilizara ya entonces el recurso de los espejos y su proyección de actitudes –la arriesgada planificación del inicio de la canción de Mary en la fiesta que supondrá su lanzamiento-, o la incorporación de objetos que encuadran sus acciones –como el que describe el ensayo inicial de la actriz ante el piano-, ofreciendo por el contrario una planificación más sencilla –pero no por ello menos eficaz-, cuando en realidad estamos contemplando emociones sinceras.

Es cierto que quizá a SLIGHTLY FRENCH le falte algo más de duración, para extraer el partido definitivo a sus propuestas, pero no es menos evidente que se ofrece como una de las películas insospechadamente más atractivas de este periodo poco relevante de la andadura del cineasta austriaco. Una muestra más, que ratifica que en cine, muchas veces los árboles no nos permiten vislumbrar y apreciar, sorpresas como esta humilde pero atractiva propuesta.

Calificación: 3