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CINEMA DE PERRA GORDA

Douglas Sirk

THUNDER ON THE HILL (1951, Douglas Sirk) Tempestad en la cumbre

THUNDER ON THE HILL (1951, Douglas Sirk) Tempestad en la cumbre

Por encima de cualquier otra valoración, THUNDER ON THE HILL (Tempestad en la cumbre, 1951) es una de las películas más insólitas, no solo de la filmografía de su realizador, Douglas Sirk, sino del cine de su tiempo, ya que nos encontramos con un producto inclasificable, dado sobre todo la mixtura de géneros que se insertan en su seno. En una primera instancia podríamos señalar que se trata de un exponente de cine de misterio, que guarda no pocas concomitancias con títulos rodados en aquellos mismos años por Alfred Hitchcock, en donde el tema de la falsa culpabilidad se sometía incluso a derivaciones metafísicas. Ejemplos como el de STAGE  FRIGHT  (Pánico en la escena, 1950) o la posterior I CONFESS (Yo confieso, 1953) podrían mostrar ciertas semejanzas, dentro de relatos desarrollados en tierras inglesas, introduciéndose elementos policíacos o de investigación, en los que además se incorporan curiosas disgresiones, conformando con ello conjuntos atractivos y, en cierto modo, sorprendentes. Dentro de dicho marco genérico, y a pesar de que el propio Sirk nunca manifestó un excesivo entusiasmo por la película, THUNDER ON… aparece no solo un título coherente con la elegancia expresiva de su realizador, sino que además sorprende por esa mixtura genérica que alberga su encunado, partiendo de una obra teatral de Charlotte Hastings, inserta en un contexto temático ligado al “cine de monjas”, sobre el que superpone un argumento policíaco y de intriga, contando además con una atmósfera propia del cine de terror gótico. Ya desde el primer momento advertiremos que el principal atractivo de esta producción de la Universal International, sobrepasa al seguimiento de una interesante pero poco original base argumental. Lo que realmente prende en el espectador es la capacidad de Sirk para poner en práctica un ágil e incluso fascinante tratamiento del espacio escénico, convirtiendo tanto las estancias del convento en donde se desarrolla la mayor parte de la acción, como aquellas secuencias en donde su discurrir se expresa en exteriores siempre nocturnos, en auténticos protagonistas del relato.

Nos situamos en la localidad inglesa de Norwich, donde una noche se viven sus siempre temidas riadas. Sus lugareños intentan salvaguardarse de la fuerza del agua, refugiándose en un convento que al mismo tiempo sirve de hospital para sus vecinos. La intensidad de las lluvias llegará al paroxismo al conocerse que una presa cercana se ha desplomado, provocando unas graves inundaciones. Entre las personas que acuden a refugiarse en el recinto religioso – hospitalario, se encuentra la inesperada visita de la joven Valerie Carns (Ann Blyth), acompañada por una atenta vigilante y un inspector. La muchacha se encuentra condenada a muerte por el envenenamiento de su hermano, y esa misma noche debía ejecutarse la sentencia. Sin embargo, la magnitud de la inundación -que provocará el corte de la línea telefónica-, incomunicará a todos los refugiados, incluso a esta condenada, que en el primer momento se mostrará arisca y descreída, coso si de esta manera intentara desafiar la implacable condena que sobre ella se establece de manera casi asfixiante. Por fortuna para ella –aunque en un primer momento no sepa agradecerlo-, se encontrará desde el primer momento con el apoyo y la simpatía que le manifestará la hermana Mary Bonaventure (una impecable y sutil Claudette Colbert). La religiosa se caracteriza por una personalidad segura e influyente, de elegantes maneras, que provocará no pocos recelos entre algunas de sus compañeras. En realidad, alberga en su interior el drama aún latente de no haber podido evitar el suicidio de una hermana suya. Será una mancha en su alma que supondrá la base oculta para mostrarse en todo momento atenta a asumir cualquier responsabilidad. Esa seguridad en sí misma, es la que le permitirá intuir que Valerie en realidad es inocente del crimen que se le acusa. Por ello, y aún contradiciendo las indicaciones de su superiora (la magnífica y recurrente Gladys Cooper), no dudará en dar rienda suelta a sus instintos, llegando a acudir en barca a Norwich junto al deformado y siempre menospreciado ayudante de las religiosas –Willie (Michael Pate)-, trayendo hasta el convento al amante de la encausada.

Partamos de reconocer que el argumento de THUNDER ON THE HILL – transformado en guión para la pantalla por Oscar Saul y Andrew Holt- no es precisamente un prodigio de originalidad. Sin embargo, y aún reconociendo que su texto sobrelleva no pocos estereotipos y lugares comunes, es en realidad en la estilizada puesta en escena que le brinda su realizador, donde la película se convierte en una especie de ballet sombrío, desplegando una extraordinaria agilidad en el manejo de todo tipo de elementos cinematográficos –grúas, encuadres elaborados- y consiguiendo con ello que el espectador se sienta como una especie de voyeur dentro de una escenografía de interiores de un edificio centenario, interesándose por vivir y sentir todo aquello que se desarrolla en sus diferentes estancias y espacios. Esa capacidad para situar su escenografía como elemento primordial, incluso superando el devenir de sus personajes, no puede decirse que ahogue el entrelazado de relaciones que se establece entre ellos. La acción se focalizará sin duda en los dos roles femeninos antes señalados, incidiendo en la progresiva angustia vivida por la condenada, que se decidirá a asumir su auténtica condición de inocencia y, por otra parte, la convicción marcada por la religiosa, empeñada en utilizar todos los medios para intentar demostrar la inocencia de esta, aún a costa de perder su prestigio en la institución religiosa de la que forma parte. En realidad, de manera inconsciente, Bonaventure busca exorcizar ese pasado que le atormenta, de la misma manera que la condenada desea liberarse de un pasado turbio que sin pretenderlo le llevó a ser condenada.

Pero es que además de los elementos que se entrelazan en su galería humana –atención a esa religiosa enfermera, siempre rival y decidida a desprestigiar a la protagonista-, el film de Sirk destaca en el uso de una escenografía que se encontraba muy cercana al cine de terror, aunque su desarrollo contemporáneo –y la magnífica fotografía de William Daniels ayuda no poco a aventurar dicha sensación- contribuya a acentuar esa sensación de fantasmagoría sobre la que se sustentan los cimientos más singulares del relato. Los recorridos por escaleras angostas, la presencia de arcos casi góticos, el constante recurso a rayos de tormenta, la inquietante presencia de ese Willie, que podría ser perfectamente una actualización de cualquier título de terror firmado en los años treinta… Una sensación que se extenderá en los pocos instantes en los que la acción se abra a exteriores nocturnos, como el viaje en barca de Bonaventure con Willie con objeto de llevar al convento al novio de Valerie; el descenso por la escalera que lleva a la barca que se encuentra en plenas aguas… En definitiva, parece que THUNDER ON… es un film de terror que, por momentos, se niega a serlo, y precisamente en esa mezcolanza de subgéneros y tramas, encuentra la singularidad y valía de su resultado. Los recorridos por esos antiguos recovecos del convento, esa ventana que se abre furtivamente mientras Valerie se encuentra en un recinto y Bonaventure se sitúa en un espacio contiguo, el crepitar de los rayos, o la catarsis que se manifiesta en la secuencia en la que el asesino desea desembarazarse de la entrometida monja –que parece preludiar algunos aspectos de otro film de Hitchcock –VERTIGO (Vértigo. De entre los muertos, 1958)-, son elementos suficientes para dotar de interés a esta insólita y atractiva producción, alejada por completo de ese Sirk posterior, caracterizado por su virtuosismo y belleza formal y, por el contrario, más cercano a su producción anterior. Nada malo hay en ello, cuando ya había brindado al cine USA, títulos atractivos como A SCANDAL IN PARIS (Escándalo en París, 1945) o la previa SUMMER STORM  (Extraña confesión, 1944). Poco después de esta película, el alemán se consolidaría como uno de los más populares y valiosos especialistas del melodrama del cine norteamericano en la década de los cincuenta.

Calificación: 3

HITLER’S MADMAN (1943, Douglas Sirk)

HITLER’S MADMAN (1943, Douglas Sirk)

Según relata Douglas Sirk en el libro – entrevista que le dedicó Jon Halliday, HITLER’S MADMAN (1943) surgió a través de la iniciativa de un productor independiente, y de forma clara como una producción serie B –en concreto partió de la PRC, el estudio donde Edgar G. Ulmer encontró más estabilidad en toda su obra-, cuyo rodaje se realizó en una semana, durante el verano de 1942. Fue después, tras los pases que se realizaron de su resultado, cuando la película fue comprada por los responsables de la Metro Goldwyn Mayer, quienes obligaron al director a rodar algunas secuencias adicionales, siendo la misma estrenada en 1943. Señalaba Sirk que cuando la rodaron desconocían la existencia de la excelente obra de Fritz Lang –HANGMEN ALSO DIE¡ (Los verdugos también mueren, 1943)-, que sin embargo fue estrenada antes que el film que comentamos. En cualquier caso, sea antes o después del referente langiano –habrá que recordar que su aportación al cine antinazi no tiene parangón en el Hollywood de su tiempo-, lo cierto es que la obra de Sirk se entronca con otros exponentes auspiciados en aquellos años, bien por la propia Metro THE MORTAL STORM (1940, Frank Borzage), ESCAPE (1940, Mervyn leRoy) o por otros estudios como la 20th Century Fox THE MAN I MARRIED (1940, Irving Pichel)-. Se trata en su conjunto de propuestas inscritas en las coordenadas, bien sea del melodrama o bien en el género de intriga, llevadas a cabo para ejercer un factor propagandístico de cara al público norteamericano del momento. Es más, puede que en apariencia la definición de los personajes de los nazis, se pudieran caracterizar por sus tintes esquemáticos o estereotipados. Lo malo de todo eso… es que la realidad en esta ocasión superaba la ficción.

Dentro de dicho contexto, HITLER’S MADMAN se caracteriza no solo a nivel historiográfico por suponer el debut en el cine norteamericano de Sirk, sino la constatación de que a la hora de asumir su carrera en el seno de otra cinematografía, nuestro cineasta ya se caracterizaría por su madurez. Es más, ciertos pasajes de la película –que deviene de un notable interés-, demuestran su querencia como ese consumado estilista que poco a poco iría revelando con creciente intensidad. Una voz en off nos describe los orígenes y las tareas cotidianas de la pequeña, agrícola y minera población checa de Lidice, a la que muy pronto comprobaremos se haya sometida al domino de la invasión nazi. Hasta allí regresa uno de sus vecinos –Karel (Alan Curtis)-, en plena acción de resistencia tras aterrizar en paracaídas, con la intención de preparar a la población para organizarse y realizar sabotajes contra los invasores. Pese a subsistir entre los habitantes una clara hostilidad al III Reich, en especial sus vecinos más maduros se mostrarán reacios a erigirse como componentes de la resistencia activa. No obstante, una serie de acciones emanadas de la mente perversa de Reinhard Heydrich (impactante composición de John Carradine) –el denominado “protector” de Praga-, desarrolladas en perjuicio de la convivencia de la comunidad, irán de forma paulatina modificando la mentalidad de la población, expresado en un atentado que acabará finalmente con la vida de este, y culminando el episodio con el extermino de la población a manos de las directrices de Himmler.

Basado en un poema de Edna St. Vincent Millay –The Murder of Lidice-, el film de Sirk ofrece ya desde sus primeros fotogramas un anticipo de su conclusión de relato de un sacrificio comunitario, expresado en esa enigmática y estilizada escultura de San Sebastián que presidirá la plaza principal de la población, y que tanta –y hermosa- significación, tendrá en sus compases finales. A partir de la incorporación del espectador en ese contexto de opresión nazi vivido –por medio de la llegada de Karel, ayudado por el atrincherado Nepomuk (el gran actor cómico Edgar Kennedy)-, dentro de una mirada a la que le costará un poco entrar –existe en los primeros minutos cierto grado de pintoresquismo-, y a la que cabe unir la manera con la que se describe de forma paralela las primeras acciones de Heydrich –el episodio en el que este invade la universidad resulta algo arquetípico-. No obstante, será a partir de la acción directa de los seguidores de las directrices nazis en el contexto de Lidice, cuando la película se elevará de forma definitiva. Será una espiral que se iniciará con la detención de uno de los mineros, las gestiones efectuadas por su esposa y el mediador de la población –Jan Hanka (Ralph Morgan)-, ante el burgomaestre nombrado por los nazis, y la impresionante resolución del mismo, al aparecer en el domicilio de la familia del detenido el ataúd con sus restos, ante la desolación de su esposa –una imagen ciertamente desacostumbrada de mostrar en el cine de su tiempo-. Será el inicio de una serie de fragmentos en los que se observará la destreza que Sirk albergaba ya como estilista de la imagen, proporcionando al conjunto de HITLER’S MADMAN una contundencia y creciente impacto en el espectador. Será algo que advertiremos en el atropello que sufrirán los habitantes de la localidad, cuando el coche que porta a Heydrich cruce el camino de la misma. Una secuencia planificada con claras resonsancias del cine de Einsenstein, que culminará con el sacrificio del sacerdote, iniciando con ello la concienciación colectiva de la población, en especial del representante de los vecinos, que hasta entonces se había mostrado más renuente a participar de forma activa.

A partir de ese momento, la labor de puesta en escena de Sirk se despliega en una serie de set pièces magníficas, insertas todas ellas con un sentido de la progresión admirable; el encuentro de la mujer del burgomaestre –escéptica con los nazis, y ya totalmente desencantada al recibir la noticia de la muerte de sus dos hijos como voluntarios en el frente de Rusia- con el responsable de Lidice en la capilla de la Iglesia –ausente de la figura de su párroco, ya asesinado-, comunicándole la noticia del regreso de Heydrich por la misma carretera, la propia configuración del atentado de este, el terrible episodio de la agonía del execrable personaje –con una escenografía e iluminación propia del cine de terror, que mostrará la vulnerabilidad y rabia de alguien que se creía poseedor de un poder casi absoluto, y comprueba como nada se puede hacer por su vida, ni siquiera aliviar sus dolores. Heydrich anunciará en su lecho de muerte la caída del régimen –unas palabras premonitorias- ante un Himmler que cuando este fallezca se mirará al espejo –una de las señas de identidad más particulares del cine sirkiano-, proyectando su imagen ante él e invocando una serie de falsas manifestaciones cuando tenga que ponerse en contacto con el führer. Una vez más, los fastos del régimen tendrán una clara manifestación de su debilidad, así como el único elemento para provocar su prevalencia temporal; el poder del terror. Es por ello que Himmler dispondrá la destrucción de Lidice, dando con ello pié a un bloque final de desgarradora fuerza dramática, complementado con la huída de Karel y Jarmilla Hanka (Patricia Morrison), falleciendo esta en una persecución de dos soldados nazis, y enterrando su prometido a quien le acompañó en intenciones y en amor hasta su último suspiro.

Mientras tanto, Lidice se verá sometido de forma rápida y concluyente, deportando a sus mujeres y niños, y llevando a sus hombres a un pelotón de fusilamiento en la propia plaza de la iglesia. En un momento de dignidad cuando todos están a punto de ser ejecutados, Nepomuk iniciará el canto de un himno checo, que será coreado por todos los congregados mientras las metralletas ejecutan el dictado de Himmler. La ciudad será destruida ante la mirada de esa estatua que parecer sobrevivir a tanta barbarie, y ante la que emergerán la imagen de los muertos sobre la de la ruina y las llamas de la ciudad, ratificando al espectador de que su espíritu sigue viviendo.

No cabe duda que HITLER’S MADMAN no supera el alcance dialéctico ni la rotundidad del citado referente de Fritz Lang. Esa ya señalada dificultad en “entrar” en sus primeros minutos, la poco sutil manera con la que queda descrito Heydrich, o la presencia de matices caricaturescos como el que define al mediatizado burgomaestre, son pequeños elementos que pesan en un pequeño margen. Sin embargo, no cabe duda que Sirk expone arrojo, compromiso, fuerza e incluso lirismo –el ya señalado episodio final-, demostrando no solo su clara apuesta en contra de un régimen que estaba en aquellos momentos demostrando su atrocidad sino, sobre todo, unas maneras cinematográficas ya bastante configuradas en su madurez, a la hora de integrarse en el contexto de una cinematografía hasta entonces ajena a su vida.

Calificación: 3

INTERLUDE (1957, Douglas Sirk) Interludio de amor

INTERLUDE (1957, Douglas Sirk) Interludio de amor

Leyendo las declaraciones de Douglas Sirk en el libro que elaboró Jon Halliday a partir de sus declaraciones, este parecía no tener en demasiado afecto a INTERLUDE (Interludio de amor, 1957). Poco más o menos la define como un compromiso, señala que los exteriores fueron localizados previamente por su director de fotografía William Daniels y, aunque fuera en el ámbito de una producción de Ross Hunter, ni se contó con la aportación de Russell Metty como operador de fotografía –aunque la aportación de Daniels nada tiene que envidiarle-, ni el reparto contaría con intérpretes tan reconocibles del universo sirkiano en la Universal como Rock Hudson, Robert Stack, John Gavin, Jane Wyman, Lana Turner o Barbara Stanwyck. En su lugar, la pareja protagonista se limitaba a la siempre infravalorada June Allyson –espléndida en su rol protagonista- y el generalmente despreciado Rozanno Brazzi –que cierto es desentonaba cuando intentaba imitar los movimientos de un director de orquesta, pero resultaba convincente como galán más o menos otoñal-. Añadamos algo más; INTERLUDE no tiene esa mirada crítica sobre el puritanismo de la sociedad norteamericana que caracterizó algunos de los más célebres films de su realizador, e incluso la presencia argumental del relato de James Cain parece pesar como una losa. Sin embargo, me parece que todas estas miradas provistas de prejuicio, en modo alguno hacen justicia a esta espléndida película, que aunque es posible no podamos situar entre la cima de la obra de Sirk, sí personalmente ubicaría por encima de otros títulos más prestigiosos –y, si se me permite la expresión, efectistas, como WRITTEN ON THE WIND (Escrito sobre el viento, 1956)-. En realidad, considero INTERLUDE como la muestra más pura de melodrama que jamás firmara el director austriaco, su equivalente –a una pequeña menor escala- al AN AFFAIR TO REMEMBER (Tu y yo, 1957. Leo McCarey), o al en absoluto reconocido y previo SEPTEMBER AFFAIR (1950) de William Dieterle. Y cito esos dos ejemplos, en absoluto al azar, ya que se trata de referencias que guardan no pocas semejanzas con la esencia de esta elegante y delicada muestra del género, a la que incluso el prestigio de su realizador no ha conseguido todavía elevar a la notable consideración que merece.

Helen Banning (June Allison), es una norteamericana que decide viajar hasta territorio alemán, quizá con la secreta intención de encontrarse con ella misma. Con este deseo llega hasta Munich, donde se emplea en una biblioteca. Allí pronto será cortejada por el doctor Morely Dwyer (Keith Andes), sin gran interés por parte de nuestra protagonista. No obstante, un encuentro casual en un ensayo, le acercará de manera irresistible hacia un temperamental y prestigioso director de orquesta. Se trata de Tonio Fischer (Rozanno Brazzi), con el que incluso tendrá un encuentro desastroso. Sin embargo, algo ha prendido entre ellos. Envueltos ambos en constantes sones musicales, poco a poco ese inicial rechazo se irá convirtiendo en un amor sincero. Un amor en el que quizá influya en ella el encontrarse en otro ámbito vital, y para él la posibilidad de escapar de la gran tragedia de su vida; el estado creciente de enajenación sufrido por su joven esposa –Reni (Marianne Koch)-, aspecto este que Helen desconocerá hasta que su romance con Tonio sea un hecho consumado. El descubrimiento de ese matrimonio oculto, asustará a la norteamericana –que nunca ha dejado de ser cortejada de forma discreta por Dwyer-, aunque en un momento determinado, e incluso alentada por la aristócrata tía de Reni –la condesa Reinhart (maravillosa Françoise Rosay)-, acceda a prolongar su relación con el famoso concertista, admitiendo la posibilidad de que su amor contribuya a aliviar la tragedia que este sufre. Será no obstante una vana ilusión, que una dramática circunstancia mostrará en toda su crudeza, admitiendo Helen que su estancia en Alemania no ha sido más que un hermoso, pero irreal, cuento de hadas.

Desde sus propios títulos de crédito, insertados sobre hermosos parajes alemanes –si fueron elegidos por Daniels, ya que Sirk se encontraba con una lesión de pierna que le impidió efectuar dicha tarea, lo cierto es que este demostró un gusto exquisito-. El espectador advierte que INTERLUDE no es un simple melodrama alimenticio. Hay en la cadencia de sus imágenes, en su ritmo interno, en esa sensación de irreductible y finalmente infructuosa búsqueda de la felicidad –uno de los temas vectores no solo del cine de Sirk, sino del conjunto del género-, en ese ritmo pausado y al propio tiempo seguro, una extraña sensación de placidez, envuelta en el inevitable aroma de la aventura efímera. La película pertenece a un subgénero que tuvo un notable apogeo en la segunda mitad de los cincuenta, y de la que además de los dos referentes que hemos citado anteriormente, podríamos señalar títulos que van desde el SUMMERTIME (Locuras de verano, 1955) –también contando con Rozanno Brazzi como galán- de David Lean, hasta la sórdida THE ROMAN SPRING OF MRS. STONE (La primavera romana de la Sra. Stone, 1961. José Quintero), pasando por ejemplos de menor calado –sobre todo al estar puestos en marcha para lucimiento de estrellas juveniles de cortos vuelos-. Todos ellos valoraban esa necesidad de seres sensibles –sobre todo mujeres- de huir de su realidad cotidiana para intentar un modo de encontrar sentido a su existencia. Para ello tenían que viajar o bien a la vieja Europa –siempre motivo recurrente para esa Norteamérica de inferior pasado histórico-, o a exóticos lares orientales. Y justo es reconocer que dentro de dicho subgénero se produjeron títulos de verdadero interés, entre el que se encuentra el que nos ocupa, dominado en todo momento por un magnifico equilibrio interno. Se trata de una constante sensación que se manifestará en la serenidad de las conversaciones –aquellas que mantiene la condesa con Helen-, en el equilibrio de las composiciones visuales –especialmente aquellas que abordan exteriores-, adaptándose a la perfección a la belleza del CinemaScope, en la sensibilidad que se manifiesta en momentos que en manos de otros podrían haber quedado en meramente turísticos, como la visita de la pareja de enamorados a la ciudad y la propia habitación donde naciera Mozart. Todo ello adquiere un conjunto provisto de forma paradójica de una densa serenidad, de una sensación de hechizo planteado de forma natural, en el que contribuirá la fuerza que para la recién llegada adquiere un entorno revestido de historia y de pasado. Un marco en definitiva adecuado para poder intentar vivir un nuevo modo de entender una existencia que se intuye ha resultado gris hasta entonces para ella.

Será, en definitiva, el marco perfecto para ese cuento de hadas, para esa hermosa fábula que, pese al impulso decidido de sus dos protagonistas, jamás tendrá posibilidad de tener visos de realidad. La manera con la que Sirk logra trasladar eser proceso, esa ensoñación y, finalmente, ese reconocimiento del fracaso del empeño de ambos, y la asumida falsa felicidad que asumirá nuestra protagonista por ese bondadoso doctor que nunca le podrá transmitir la pasión que en poco tiempo le brindó Tonio, permite al director –aunque a él mismo le costara asumirlo-, una de las muestras más puras que le ofreció su obra cinematográfica. Lo confieso con sinceridad, siempre había sido renuente a contemplar esta obra “bastarda” inserta en el periodo dorado de la obra sirkiana. Después de haberla disfrutado, de haber podido sentir tan de cerca la fuerza de un melodrama sin coartadas de ningún tipo –aunque esa elección final provista de tanta aparente complacencia, encubra una de las más tristes conclusiones del género-, creo que INTERLUDE no supone, ni de lejos, ese título que nadie se atreve a mencionar a la hora de analizar el grueso de la filmografía de su autor, y sí una de sus propuestas más sencillas a la hora de apostar únicamente por los sentimientos de los seres que la pueblan y, quizá por ello, más merecedora de un necesario reconocimiento.

Calificación: 3’5

SUMMER STORM (1944, Douglas Sirk) Extraña confesión

SUMMER STORM (1944, Douglas Sirk) Extraña confesión

Acercarse a SUMMER STORM (Extraña confesión, 1944. Douglas Sirk), es una experiencia que propongo a cualquier espectador cinematográfico. Y no lo digo porque su resultado –con ser estimulante-, revista bajo mi punto de vista una especial relevancia. Antes que ello, propongo la posibilidad de una doble lectura que, si más no, en último término proporciona a este extraño melodrama su auténtica e insólita personalidad, que con probabilidad es la razón por la que su propio director se sentía tan satisfecho del mismo, ubicándolo entre sus mejores obras.

 

Nos encontramos en la Rusia post revolucionaria. En dicho contexto el envejecido Conde Wolsky (Edward Everett Horton) –familiarmente conocido como Piggy-, se dirige a una editorial, en la que se encuentra al mando la joven Nadena Kalenin (magnífica Anna Lee). Aunque esta en un primer impulso rehusa recibirle, este llegará hasta ella, ofreciendo para su posible publicación las memorias de Fedor Mikhailovich Petroff (George Sanders). Por la actitud de la muchacha, comprenderemos que su simple mención sirve para que sirva de evocación de un pasado compartido por ambos personajes. Será el inicio de un flash-back que ocupará la práctica totalidad del film, coincidiendo con la lectura del manuscrito. Una evocación escrita que remitirá la acción a las postrimerías del periodo zarista, dentro de un contexto rural en el que convivían el propio Fedor –ejerciendo como juez de una pequeña localidad-, el acaudalado Piggy, la propia Nadena –novia de Fedor- y la intromisión en ese panorama tan apacible de la turbia y sensual Olga (Linda Darnell). Será el elemento perturbador de una cotidianenidad apacible, violentando con su agresiva belleza los sentimientos amorosos de Fedor –quien se iniciará en una espiral autodestructiva que le costará su relación con Nadine-, los del mismo conde –que sucumbirá a los encantos de esta, estando dispuesto a casarse con ella-, e incluso el propio ayudante del aristócrata –el pacífico Urbenin (Hugo Haas)-. Ambos supondrán los vértices de esa joven hermosa y arribista, que no dudará en utilizar sus encantos para intentar salir del contexto de miseria en que se encuentra –su padre es un desarrapado campesino-. Lo que no calibrará es el alcance de sus métodos, que en un momento dado sufrirá en sus propias carnes. Será el comienzo del fin para Fedor, quien a partir de entonces asumirá una constante situación de tormento interior, debatiéndose entre el deseo de supervivencia consustancial al ser humano, y la necesidad de recuperar esa dignidad perdida en un comportamiento, que marcará el devenir posterior de su existencia. La acción de SUMMER STORM recuperará e el último tramo de su metraje la actualidad de sus primeros minutos –siete años después del grueso del relato-, permitiendo el reencuentro ente un decrépito Fedor y su antigua y siempre recordada amada –Nadena-. Será quizá el acicate que el antiguo juez necesitaba para enfrentarse de una vez por todas con su destino. Una decisión que su inseguridad mantendrá latente hasta el último instante, aunque finalmente le lleve a vivir –como en el pasado hiciera Olga- la “electricidad del cielo”, llegado el momento de su último suspiro.

 

Al iniciar estas líneas, señalaba las diversas posibilidades con las que el espectador se podía plantear esa adaptación de la novela de Chejov “The Shooting Party”. Voy a descartar de antemano la propia cuestión de la fidelidad o no de dicha adaptación –un tema en el que siempre está presente mi reconocido escaso apego y conocimiento de la literatuta-, pero sí convendría por un lado ligar su resultado, a esas corrientes del melodrama más o menos singulares, instaladas en la década de los cuarenta en el seno de los “estudios pobres” del cine norteamericano. De alguna manera, SUMMER STORM posee, en esa propia y escueta reconstrucción de época, y en sus propias características como relato, una cierta semejanza con títulos como el posterior A SCANDAL IN PARIS (1946) del mismo realizador, o ese mismo año con STRANGE WOMAN de  Edgar G. Ulmer –de la cual Sirk filmó algunas de sus secuencias, o incluso en otros títulos –más ligados al fantastique- como el excelente THE LOST MOMENT (Viviendo el pasado, 1947. Martin Gabel). Con todos ellos y con algunos otros, comparte ese deliberado artificio de la reconstrucción de época, que de manera implícita proporcionaba a todas estas películas una deliciosa singularidad. Ese artificio de reconstrucción, que permite que la película por momentos advierta la inutilidad de su desarrollo en la Rusia pre revolucionaria, por otro lado le ofrece un rasgo insólito, al cual se suman algunas de las elecciones formales aportadas por un Sirk, que en los comienzos de su periodo americano, demostraba ya su condición de estilista de la imagen. Detalles de planificación como los que muestran el caminar de Piggy en los primeros fotogramas del film, la forma de encuadrar el encuentro de este con la editorial a la que llevará el manuscrito, las bellísimas imágenes que inician el flash-back, combinando la voz en off del magnífico George Sanders con la descripción de la plácida experiencia amorosa de este junto a Nadena –unos instantes en los que logra transmitir una sensación de felicidad terrenal absoluta-, la magnífica manera con la que Sirk liga la muerte de Fedor y Olga –tan separada en el tiempo-, por medio de esa planificación del rostro de ambos entre sombras, y con la ya citada mención metafísica que supondrán las últimas palabras de ambos. Ligando un sentimiento que tiene más de deseo irracional que de verdadero amor, será el nudo gordiano de un relato que permitirá también bellas composiciones visuales por parte de su realizador –la forma con la que se planifica en fuera de plano el apuñalamiento de Olga, propiciando además un grado de suspense-, utilizando sombras, rejas y todo tipo de elementos estéticos, destinados a mostrar la interioridad de sus personajes, tal y como el propio realizador haría de forma más perfeccionada en títulos posteriores.

 

Por último, hay un elemento que sorprende y proporciona una singularidad suplementaria a SUMMER STORM. Me estoy refiriendo a la delibrada intención de Sirk por incorporar en el reparto a conocidos intérpretes de la comedia o incluso el cine cómico. Es algo que tiene una destacada representación no solo en la presencia de Edward Everett Horton, sino en la de Sig Ruman –este un poco chirriante-, o incluso en roles episódicos de actores menos conocidos pero presentes en numerosos films cómicos. Conociendo la minuciosidad de su realizador por una propuesta que –pese a dominarse por un presupuesto cercano a la serie B-, queda definida por rasgos de personalidad, cabría pensar en las intenciones que le guiaron para incorporar dicha parcela. Él mismo jamás hizo mención a esta circunstancia en sus declaraciones sobre el film ¿Una forma más de distanciación, dentro de una película atípica e inclasificable? ¿Una manera de incidir en esa “comedia de la vida” en quién años después plantearía la misma metáfora con aquella televisión que reflejaba a los personajes en ALL THAT HEAVEN ALLOWS (Solo el cielo lo sabe, 1955)? Quien sabe, aunque bien pudiera ser que de manera indirecta se planteara esa apuesta por la distanciada representación del drama, dentro de un contexto ligado al slapstick.

 

Calificación: 2’5

THERE'S ALWAYS TOMORROW (1955, Douglas Sirk) Siempre hay un mañana

THERE'S ALWAYS TOMORROW (1955, Douglas Sirk) Siempre hay un mañana

THERE'S ALWAYS TOMORROW (Siempre hay un mañana, 1955) es uno de los títulos más insólitos y quizá menos conocidos del periodo dorado de Douglas Sirk en el seno de la Universal. Una amplia presencia en un estudio en el que, de la mano del productor Ross Hunter, Sirk legó algunos de los exponentes más valiosos del genero, aportando una mirada crítica y barroca al mismo tiempo. El melo de Sirk sirvió de manera paralela como consumo ferviente de las norteamericanas en un periodo de despegue de dicho país, que lloraban las andanzas melodramáticas de Rock Hudson, Jane Wyman, Dorothy Malone o Lana Turner. Pero de manera paralela, y a través del brillante y personalísimo barroquismo visual desplegado por el cineasta, se escondía una de las visiones más críticas de esa sociedad que en masa acudía a contemplar estas propias películas. Esa doble mirada, unida a los modos visuales ofrecidos por su artífice, consolidaron una rotunda visión del melodrama cinematográfico en la que se integra el título que nos ocupa, pero que en esta ocasión lo ofrece mediante un prisma posiblemente más modesto, anticipando a mi modo de ver esa inclinación puntual del realizador por un uso expresivo del blanco y negro, que tendría como fruto más rotundo la excelente THE TARNISHED ANGELS (Ángeles sin brillo, 1958).

 

En el célebre libro de entrevistas que le dedicó Jon Halliday, Sirk se refiere con brevedad pero cierto afecto a THERE'S ALWAYS..., destacando en ella la brillantez de su pareja protagonista, aunque echando de menos en la película una mayor fuerza en el personaje de la esposa que encarnaba Joan Bennett, al tiempo que la propia presencia del color. No voy a entrar a valorar lo manifestado por el propio cineasta, aunque sí señalaré que esa propia ausencia de cromatismo, permite que esta muestra del cineasta adquiera una extraña singularidad. Un elemento sin duda buscado por el propio Sirk, ya desde los primeros compases del film, en los que de manera irónica se presenta “la soleada California”, confrontando su cotidianeidad con una tarde lluviosa. Muy pronto nos introducirá en el mundo profesional que vive diariamente un acomodado industrial de juguetes –Clifford Groves (Fred MacMurray)-. Los primeros minutos nos mostrarán el dominio que este adquiere en un negocio que se erige prácticamente como el epicentro de su vida, y disponiéndose en todos los anaqueles del recinto, juguetes, muñecas y elementos que aparecen aquí como fruto de la creación propiciada por el “Dios Grove”. Paradójicamente supondrá su único mando válido, dirigiendo una empresa destinada a la fabricación de juguetes que harán la delicia de los niños norteamericanos. Pero esa eficacia en los negocios, muy pronto revelarán el hecho de que Clifford se encuentra por completo desasistido en su propia casa. Desde su esposa –Marion (Joan Bennett)-, que solo piensa en atender a sus hijos, hasta la propia actuación de estos, obstinados en sus citas y relaciones, pasando incluso por la propia criada de la familia –encarnada por la admirable Jane Darwell-, lo cierto es que muy pronto, con extraños tintes de comedia que muy pronto devendrán sórdidos, atisbaremos el contexto doméstico en que se desenvuelve la rutina existencial de nuestro protagonista. Cuesta trabajo encontrar alguna película de aquel tiempo, que ofrezca en su relato una visión más castrante y demoledora de la institución familiar. Para Sirk, la familia Grove se manifiesta dentro del ámbito de lo que en la Norteamérica de aquellos años se entendía como “ideal”, aunque detrás de sus costuras se encuentre inserta con absoluta pertinencia la presencia de un referente de relaciones en el que el dominio, el desprecio, la hipocresía y la ausencia de verdadera personalidad invada a sus componentes.

 

Será algo que sentirá en un momento dado el bonachón de Clifford, tanto por parte de su esposa como, sobre todo, sus desconsiderados hijos. En especial el mayor de todos ellos –Vinnie (el estupendo William Reynolds, recién salido de ALL THAT HEAVEN ALLOWS (Solo el cielo lo sabe, 1955, también de Sirk), en donde encarnaba un rol de similares características). Se trata de un joven consentido, perfecto exponente del all american boy de la época, capaz de mostrar su constante recelo hacia la figura de su padre, en vez de compartir con él la realidad de su angustiosa situación. Vinnie igualmente demostrará un trato despectivo hacia su novia, como perfecto representante que es de la ausencia de valores que engendra un contexto acomodado y basado en las apariencias y los falsos buenos modos.

 

Un contexto este, en el que la presencia casual de Norma Viller (magnífica Barbara Stanwick) supondrá para nuestro protagonista el reencuentro con algo que parecía perdido para él; la autenticidad de los sentimientos. Norma fue un antiguo amor que finalmente no cuajó, viviendo esta un auténtico despegue profesional como diseñadora de moda. Paradójicamente, el retorno de esta al hogar de los Grove se planteará como una visión de lo que para ella aparece como el ideal de existencia; una vida familiar. Sin embargo, para su antiguo –y aún añorado- enamorado, la repentina presencia de esta quedará enmarcada como un auténtico halo de luz dentro del rutinario y oscuro contexto de su existencia. Sirk sabe expresar magníficamente ese constraste de perspectivas, ofreciendo una visión más romántica y reposada de los momentos, citas e instantes compartidos por Norma y Clifford, e incidiendo en el casi insoportable marco de existencia familiar definido en el empresario juguetero. Sin embargo, esa lógica adscripción sirkiana no impide que entremedias inserte su sempiterna presencia de la incidencia del destino y la casualidad como marco de la infelicidad, sobre todo en aquellas acciones de los dos antiguos amantes que son contempladas por Vinnie, en primera instancia de manera casual, aunque más adelante casi anhelados por el autosuficiente y egoísta vástago de los Grove.

 

Será este un contraste de modos de asumir la existencia, que se encontrará muy bien entrelazado por las maneras del realizador, expresando a través de ellos no solo el anhelo del ser humano en busca de su felicidad, entendida esta como un anhelo de realización personal, compartida por los seres que pueda amar y comprender, sino la practica imposibilidad del individuo por una realización plena, en la medida que la opción por un sendero significará, ineludiblemente, el descuido de los elementos complementarios sin cuya presencia esa felicidad sería sencillamente inexistente. Ese grito lanzado en voz baja, la invectiva ofrecida con guante blanco pero portando una bola de acero, es planteada por el realizador alemán renunciando al brillo que le proporcionaba el uso del color –por más que el b/n aportado por el habitual Russell Metty sea magnífico-, pero apostando por el especial cuidado que muestra en la composición de unos planos en los que abundarán la presencia de sus protagonistas insertos entre rejas u objetos que denotan esa opresión vital que ahogan sus vidas, que les acompañarán mientras vivan. Tanto ello como la analogía de Grove con una de sus propias creaciones –ese robot que va a tener un gran éxito, pero que representa en sí mismo la alienación del individuo-, tendrá una especial significación en los planos finales. Una conclusión en la que puede parecer que todo vuelve al orden. Norma abandonará Los Ángeles no sin antes haber abierto los ojos a los hijos de su antiguo amor; Vinnie recapitulará e intentará recuperar el respeto de su novia. Incluso los vástagos del protagonista intentarán un acercamiento a este, apareciendo como valedores de una ficticia ceremonia o rito familiar. En realidad, Clifford asumirá su fracaso existencial, contemplando desde la ventana de su cómoda vivienda como se eleva el avión en el que viaja la única posibilidad que tenía para salir de la aterradora tela de araña en la que se ha convertida su marco de existencia, por más que sus perfiles aparezcan revestidos de terciopelo y buenos modales.

 

Esa analogía visual de la imposible identificación de dicho vuelo, supone la última vuelta de tuerca de uno de los relatos de factura más sobria realizados por Sirk dentro de su aportación al melodrama, en el que el realizador trasladó una continuidad y actualización temporal de la previa ALL I DESIRE (Su gran deseo, 1953), y que personalmente creo se erige como una de sus cargas de profundidad más rotundas cuestionando el gran sueño americano.

 

Calificación: 3’5

NO ROOM FOR THE GROOM (1952, Douglas Sirk)

NO ROOM FOR THE GROOM (1952, Douglas Sirk)

Siempre he estado convencido de que, caso de no haber puestro en práctica su retirada dentro del cine norteamericano tras el estruendoso éxito logrado IMITATION OF LIFE (Imitación a la vida, 1959), Douglas Sirk hubiera dirigido total o parcialmente sus derroteros fílmicos como uno de los grandes especialistas de la comedia romántica, en un periodo en que dicho género alcanzaría un especial protagonismo de la mano de realizadores como Tashlin, Lewis, Wilder, McCarey, Minnelli, Quine o Edwards. Precisamente de este último hablaba muy elogiosamente Sirk en su libro de memorias –quizá debido a haberlo conocido en el periodo en que ambos se encontraban trabajando en la Universal-, y lo cierto es que en no pocas ocasiones se manifestó en el cine del cineasta alemán una innataza capacidad para la incorporación de sutiles elementos ligados a dicho género, que tendrían un oportuno marco de cultivo en la mencionada IMITATION… -los instantes iniciales del film, desarrollados en una abarrotada playa, pueden ser un perfecto ejemplo de dicho enunciado-. En la defensa de esta impresión personal cabe mencionar que en los primeros instantes de su andadura en la Universal, Sirk se responsabilizó de la realización de diversas comedias que, si bien no se encuentran entre lo más valioso de su obra, no se les puede negar ocasionales cualidades, al tiempo que se erigen como exponentes más o menos complementarios de una filmografía más destacada en su rotunda apuesta por un concepto arriesgado, crítico y abigarrado del melodrama cinematográfico.

 

Y es en esa vertiente secundaria y complementaria de su obra, donde cabe situar películas poco conocidas de su obra como la inmediatamente posterior HAS ANIBODY SEEN MY GAL? (1952) y el título que comentamos, NO ROOM FOR THE GROOM (1952) –ambas inéditas comercialmente en nuestro país-. A diferencia del primero de los títulos que comentamos, NO ROOM… se plantea en plena actualidad, describiéndose como una tragicomedia de tintes amables, centrada en la singladura existencial que define a un joven soldado norteamericano –Alvah Morell (Tony Curtis)-, quien contraerá matrimonio en Las Vegas en un breve permiso que disfruta dentro de su voluntariado como combatiente de la Guerra de Corea. Lo hará enamorado con Lee (Piper Laurie), la cual no se ha atrevido a decir a su posesiva madre su entrega hacia Alvah, dejando de lado el interés de su progenitora por que se case con el acaudalado Strople, dueño de la factoría cementera de la localidad. La inoportuna aparición de la varicela en el soldado impedirá que los recién nombrado esposos puedan consumar su matrimonio, regresando el joven soldado tras diez meses en la contienda, y encontrando que su casa se ha visto invadido por la casi incalculable presencia familiar de los Kingshead. Una embajada encabezada por la dominadora y castrante madre de Lee, empeñada en el deseo de que su hija –de la que sigue sin saber que se encuentra casada con Alvah- se una sentimentalmente con Strople. Esta será la situación que se encuentre el protagonista cuando regrese a su propiedad familiar con una semana de permiso, encontrando un clima de pesadilla al no poder ni siquiera mantener un momento de intimidad con su esposa –ya que su entorno desconoce que han contraído matrimonio-, viéndose invadido por una interminable pléyades de seres que invaden su domicilio particular hasta límites casi inverosímiles, y sintiéndose finalmente como un auténtico extraño no solo en su propia casa, sino en un contexto social en el que se manifiesta como un auténtico corpúsculo molesto, pese a representar en apariencia el prototipo del héroe norteamericano.

 

Es en esta vertiente donde probablemente el film de Sirk no alcance la debida virulencia. Quizá sea por su intrínseca condición de ser poco más que un producto de complemento, finalmente se tiene la sensación de que NO ROOM… deja escapar la posibilidad de brindar a través de sus imágenes una punzante mirada satírica de diversos de los elementos sobre los que, ya en aquel entonces, se sostenía la frágil mitología del American Middle Class. Desde la aterradora visión del matriarcado ofrecida, hasta la crítica ofrecida a la inclinación a la psiquiatría, es cierto que la película deja entrever en su desarrollo no pocas puyas críticas que, cierto es reconocerlo, no siempre alcanzan el debido grado de eficacia. Sea probablemente por ausencia de sutileza, de escasa definición de sus personajes, de simpleza en varios de sus planteamientos, o quizá por la acumulación indiscriminada de efectos, lo cierto es que nos encontramos con una película que deja un sabor de boca bastante agridulce, no solo por su combinación de elementos ligados a la comedia con otros de matiz melodramático, pero que jamás llega a profundizar en ninguno de ellos, legando un resultado tan estimable como escasamente aprovechado.

 

En el célebre libro de entrevistas realizado por Jon Halliday como recorrido a toda su obra, Douglas Sirk confesaba no tener recuerdo alguno de esta película, de la que solo aventuraba estar realizada simplemente como lanzamiento del joven Tony Curtis. En este sentido, y más allá del excesivo alcance autocrítico formulado por el realizador alemán –lo que dice bastante del rigor con que calificó su propia obra-, y de la destreza que el joven Curtis demostraba ya en sus primeros años como galán de la Universal, lo cierto es que no se pueden dejar de anotarse el caudal de virtudes que por momentos se adueña de esta pequeña película, en la que podría verse un exponente tardío –y menguado- del cine de Preston Sturges, mientras que en otros instantes parece vaticinar la corriente renovadora que la comedia USA consolidaría pocos años después. Dentro de sus cualidades, cierto es que la película en todo momento deja ver la capacidad de Sirk tras la cámara, logrando con su planificación y destreza en la realización dinamizar unas situaciones que quizá sobre el papel no tendrían un excesivo alcance. Algo especialmente demostrable en la aplicación de planos largos definidos por un encomiable uso del reencuadre. Lo cierto es que en sus mejores momentos, NO ROOM… rebela un cierto adelanto de lo que pocos años después quedaría definido como el “musical sin danza” en el seno de la comedia norteamericana –las secuencias que Alvah y su esposa, se unen poco antes del final en el apartamento del amigo del primero, preparando un encuentro de los esposos-.

 

Más allá de estas facetas reveladoras de un interés cinematográfico, y de aquellos aspectos en los que esa mirada crítica se desaprovecha por completo –ese hipotético héroe local que comprueba con estupefacción que la sociedad en la que se reintegra por unos días, no duda incluso en intentar declararle como loco-, quizá el elemento más perdurable de la película sea mostrar una de las galerías familiares más aterradoras del cine norteamericano. Algo que nuestro protagonista comprobará en la modélica secuencia de regreso a esa vivienda de su propiedad en la que comprobará sentirse como un extraño, hasta ese otro momento en el que resulta prácticamente imposible encontrar un solo rincón en el que pueda encontrar una mínima intimidad con su esposa, lo cierto es que reconozco que en no pocos momentos me provocó una sensación de creciente irritación el descarado comportamiento de esa extraña, alocada e incontrolable familia, definida dentro de un trazado no demasiado bien perfilado, en el que junto a detalles por momentos cercanos a la genialidad se suceden otros en los que esa sensación de desaprovechamiento de sus posibilidades se adueñan de la pantalla. Con ello me refiero especialmente a la escasa sutileza con la que queda descrita la madre de Lee, una mujer castrante y dominadora que encubre tras sus ficticios achaques al corazón sus adicciones al tabaco y los dulces.

 

Calificación: 2’5

THE TARNISHED ANGELS (1957, Douglas Sirk) Ángeles sin brillo

THE TARNISHED ANGELS (1957, Douglas Sirk) Ángeles sin brillo

Ya desde los propios títulos de crédito de THE TARNISHED ANGELS (Ángeles sin brillo, 1957. Douglas Sirk) –que prolongan la presentación de sus personajes en la propia acción del film, tal y como sucedía en la previa WRITTEN ON THE WIND (Escrito sobre el viento, 1955. Douglas Sirk)-, me viene a la mente la impronta que conoció un determinado rasgo visual en las películas que en aquellos años produjo Albert Zugsmith para la Universal. En muchas ocasiones se tiende a olvidar el papel de estos de cara a la configuración del universo cinematográfico del Hollywood clásico –y aquí podrían recordarse exponentes tan significativos como Darryl F. Zanuck, David O’Selznick, Harry Cohn, Dore Schary, Val Lewton, Arthur Freed-, pero al mismo tiempo es justo señalar que no siempre en la andadura de estos grandes hombres de cine –denominación que no cabría, en líneas generales, aplicar a los productores de nuestros días-, se ha producido un periodo en el que las obras que cometieron lograran no solo tan alto nivel de calidad sino, sobre todo, un look visual reconocible. Este es el ejemplo que brindó Zugsmith –sorprendentemente escorado años después hasta incluso dirigir algún film nudie-, en buena parte de las películas que acogió bajo su amparo en la segunda mitad de la década de los cincuenta. Películas todas ellas rodadas para la Universal, y que en líneas generales respondían a un rasgo de relativa austeridad, lindante con la serie B, unidas además por el rasgo de un poderoso blanco y negro lleno de contrastes. En este conjunto, me estoy refiriendo a títulos que oscilan entre la brillantez de MAN IN THE SHADOW (Sangre en el rancho, 1957. Jack Arnold), a las cotas de excepción que definen dos obras maestras de la categoría de THE INCREDIBLE SHRINKING MAN (El increíble hombre menguante, 1957. Jack Arnold) y TOUCH OF EVIL (Sed de mal, 1957. Orson Welles), inolvidables referentes ambos del cine fantástico y el noir tardío.

Entre ambos ejemplos, cabe señalar a mi juicio THE TARNISHED…, que puede calificarse como uno de los más grades films rodados en la andadura de Douglas Sirk –sin duda es su gran película en blanco y negro-, y cuyas características visuales y de producción se entroncan a la perfección con los títulos antes señalados de la producción de Zugsmith. Como todos ellos, la elección fotográfica formal obedeció a factores económicos, y por ello cabría reflexionar en primer lugar sobre la dificultad de concebir hoy día un producto de estas características en color. Nadie puede dudar del virtuosismo que Sirk manifestó en todo momento tenía para utilizar el cromatismo de sus films, que se integraron no solo en sus melodramas, sino también cuando tuvo ocasión de abordar otros géneros. Pero lo cierto es que en esta ocasión se antoja insustituible el dominio de un blanco y negro fotográfico –extraordinaria la labor de Irving Glassberg-, que potencia de forma en ocasiones casi dolorosa, esta intensa sinfonía de sentimientos fatalistas, definido como un auténtico ballet de la muerte, en la traslación a la pantalla de la novela de William Faulkner “Pylon”.

Ambientada en plena gran depresión norteamericana, el film de Sirk narra el encuentro que se produce entre un periodista ávido de noticias –Burke Devlin (Rock Hudson)-, con una familia dedicada al pilotaje definido como elemento de atracción de una feria que se desarrolla coincidiendo con el carnaval de New Orleáns. Esta está formada por Roger Shumann (Robert Stack) –antigua figura de la aviación en la I Guerra Mundial, hoy venida a menos en su destreza al tener que recurrir al triste desempeño actual como elemento de feria-, su mujer –LaVerne (Dorothy Malone)-, joven insatisfecha con su modo de vida, también participante en el entorno acrobático de su esposo y madre de un pequeño –Jack-, del cual siempre se ha dudado si realmente es hijo de Roger, o en realidad fue fruto de una relación de LaVerne con Jiggs (Jack Carson), el eterno ayudante técnico de Shumann y amigo de la familia. Este es el contexto en el que se desarrollará esta mirada descrita ante unos seres a los que –en palabras certeras del propio Devlin-, les falta la sangre en las venas. Seres que han hecho del riesgo quizá la única salida para poder simplemente sobrevivir de un marco de fracaso y rutina existencial. Un entorno vital en el que Roger arrastra la vivencia de momentos de gloria que actualmente son girones de una andadura rota, y su esposa sobrelleva con amargura, desperdiciando su existencia junto a un ser que solo vive –o mejor sería decir, malvive- con su obsesión por el vuelo, y que jamás ha tenido un mínimo gesto con ella. Es por ello que le llegada del joven y alcohólico periodista, supondrá para LaVerne el atisbo de una mínima llama de esperanza. Un descenso con sus más mínimos sentimientos, que incluso le llevará a mantener con Devlin una exteriorización del sentimiento amoroso que aún se encuentra encerrado en ella.

Este conglomerado de sensaciones y percepciones se muestra con intensidad casi lacerante en esta sinfonía fatalista que define todos y cada uno de los fotogramas de THE TARNISHED… Fotogramas definidos en una puesta en escena que destacan tanto en la poderosa concepción de sus planos generales –caracterizados por una excelente utilización del cinemascope, por sus composiciones horizontales y la sensación de vacío que en ellas se describe-, como en una planificación de interiores que busca la potenciación en el uso de sombras y claroscuros. Una puesta en escena que en ningún momento muestra un instante de relajación –quizá esta solo se exprese en los planos finales, donde con la desaparición de Shumann y el grado de lucidez que se presenta en su viuda, se atisbará ante ella el indicio de una oportunidad probablemente unida a ese periodista de raza, que ahogado por su alcoholismo no ha dudado en poner en riesgo su profesión, debido a la fascinación vital que, pese a todo, ha encontrado en la desagarrada familia del decadente aviador.

Devlin devendrá como una actualización del Nick Carraway surgido de la mente literaria de F. Scott Fitzgerald. Testigo y protector de una familia rota e inexistente, de un grupo de seres tripulantes de un vuelo al abismo emocional, que tienen en el entorno de la aviación comercial una expresión de ese estado de desorientación vital y afectiva. Todo ello es mostrado por la cámara de Sirk con una implicación llena de dolorosa armonía, incidiendo en su demostrada maestría para las composiciones visuales, y en la que resultan parte destacada la propia ubicación de los actores en el encuadre –en bastantes momentos, la presencia de algunos de ellos en un segundo término ofrece un asidero emocional de gran importancia-. Este rasgo de puesta en escena permitirá describir una dramaturgia habitual en el cine de Sirk –y ahí tenemos el referente ya citado de WRITTEN ON THE WIND-, pero que en esta ocasión se brinda con un singular sentido de lo trágico.

Un rasgo este al que complementa la capacidad para extraer el máximo erotismo del personaje de LaVerne –es sorprendente la presencia de este elemento en el escalofriante momento del triple salto de esta en paracaídas-, y una dirección de actores intensa y sentida, en la que quizá cabría destacar la sorprendente fuerza que imprime Rock Hudson en su encarnación del periodista errante. Pocas veces el conocido galán ha logrado unos registros más admirables como intérprete, que en secuencias de THE TARNISHED… como la que registra el arrebato de sinceridad romántica con Laverne –interrumpido por la presencia de una pareja de borrachos disfrazados-, o el monólogo que pronuncia, totalmente borracho, en la redacción del periódico que ha abandonado, y al que invariablemente regresará, por que es en realidad parte de su percepción de la vida.

Desarrollada en el ámbito de unos carnavales de New Orleáns que son aprovechados dramáticamente en su progresión argumental, pudorosa y profunda en la plasmación de sentimientos amorosos perdidos o quizá nunca encontrados, otros esbozados en un deseo sexual finalmente convertido en consideración, todos ellos centrados en Laverne –el intuido y recordado de Jiggs, el que siempre ha manifestado el acaudalado Matt Ord-, THE TARNISHED ANGELS supone uno de los más singulares, tristes y desesperanzados melodramas realizados en el seno del cine norteamericano en las postrimerías de la década de los 50. Una auténtica rara avis dentro de un entorno cinematográfico por lo general enmarcado en el esplendor del American Way of Life, quizá en ocasiones cuestionando elementos de dicho marco de consumo y falso progreso, pero sin duda pocas veces plasmado de forma tan amarga y desesperanzada –aunque se desarrolle en un marco temporal precedente-, que en esta triste y desoladora película de Douglas Sirk.

Calificación: 4

CAPTAIN LIGHTFOOT (1955, Douglas Sirk) Orgullo de raza

CAPTAIN LIGHTFOOT (1955, Douglas Sirk) Orgullo de raza

No cabe duda que durante largo tiempo, CAPTAIN LIGHTFOOT (Orgullo de raza, 1955) ha sido considerada como si un exponente bastardo supusiera dentro de la filmografía del austriaco Douglas Sirk. Es francamente injusta esa valoración, teniendo en cuenta lo que de gozoso, fresco y cómplice tiene el disfrute de esta una de las cintas de aventuras más representativas del género en un periodo fértil en su manifestación. Si  bien no cabe ubicar su resultado entre las cimas del mismo, no es menos cierto que su presencia resiste las comparaciones con tantos y tantos títulos quizá sobrevalorados en sus cualidades, erigiéndose en un resultado divertido, amable, con tintes sombríos e irónicos y, ante todo y como elemento primordial, teniendo en todo momento la sensación de asistir a una película que “transpira” la esencia de la aventura en todos sus fotogramas.

Estamos situados en la Irlanda de 1815. Un territorio que se va articulando en sociedades secretas distribuidas en las pequeñas poblaciones para luchar contra la dominación inglesa. Uno de estos representantes es el joven, atractivo e impulsivo Michael Martin (Rock Hudson) habitualmente ejerciendo como salteador de caminos, pero que decide robar la recaudación de un influyente lord, lo que le llevará a tener que huir perseguido por las tropas inglesas, siendo muy pronto recogido por un párroco que viaja en un carruaje, trasladándolo hasta Dublín. Una vez llega a la principal ciudad irlandesa, descubrirá que el aparente sacerdote es el conocido capitán Thunderbolt (Jeff Morrow), verdadero y mítico líder rebelde, quien para lograr recursos financieros tiene abierta una lujosa sala de juegos en donde muchos ingleses participarán –sin ellos advertirlo-, en el sostenimiento económico de la causa irlandesa. Sin embargo, pronto llegarán los problemas, puesto que el capitán Hood –inglés-, ofrece una oferta de compra del negocio, que Thunderbolt rechaza de plano. Dicha negativa le llevará a tener que sufrir una redada en sus instalaciones, forzando al líder irlandés a tener que robar al lord que ha proyectado esta acción, viéndose en una emboscada de la que resultará herido. Ello le llevará a dejar a Martin –ya bautizado como Lighfoot- al mando de todas sus propiedades, entre las que se encuentra su caprichosa hija, a la que llegará a propinar una azotaina, aunque poco después entre ambos se revele una estrecha relación amorosa. Será precisamente una actitud poco precavida de la hija de Thunderbolt –Aga (Barbara Rush)-, la que facilitará que su padre sea capturado y llevado a prisión, hecho este que impulsará a Lighfoot a introducirse en ella para rescatarlo.Un intento este que se verá frustrado, en la medida que el preso ya había logrado ser rescatado, mientras que su rescatador será capturado en su lugar y detenido –una de las secuencias más divertidas de un film impregnado de un constante sentido humorístico-.

Y es que, entre las principales cualidades de CAPTAIN LIGHFOOT –una historia de W.R.Burnett que fue plagiada en sus personajes por Michael Cimino en THUNDERBOLT AND LIGHTFOOT (Un botín de 500.000 dólares, 1974) –un plagio  que el propio Burnett maldijo siempre que pudo-, hay que destacar ante todo la sinceridad y espíritu aventurero irlandés que desprende la película. En ello que influye de forma muy notable el oportuno rodaje en auténticos exteriores irlandeses lo que, junto al sentido del humor y la ironía que proporcionan personajes y situaciones, como el ver inicialmente a Thunderbolt vistiendo ropajes como sacerdote, o la extraña ceguera manifestada por el viejo Callahan (Finlay Currie) –quien sin embargo en determinadas ocasiones demuestra tener más vista que un lince-, envuelven ese alcance bucólico, de búsqueda de libertad en un territorio que es de sus protagonistas, que se define como un lugar definido por la libre convivencia, y en el que se encuentran sojuzgados. Dentro de este entorno destacará igualmente la creciente importante que en el mundo de Thunderbolt tendrá el joven Lightfoot. Si a estos rasgos unimos el carisma y la simpatía que muestra en este segundo personaje un Rock Hudson idóneo para este tipo de personajes, lo cierto es que el film de Sirk se revela con un ritmo impecable, donde todas sus peripecias están planteadas con lógica, sin tiempos muertos, y también –justo es señalarlo-, sin buscar una excesiva dramatización –la ligereza de su tono despreocupado y festivo es sin duda algo que eligieron deliberadamente los responsables del film-. Pero incluso dentro de estas coordenadas tan alejadas a un producto más o menos crítico, lo cierto es que CAPTAIN LIGHFOOT ofrece motivos sobrados para la reflexión, envueltos eso sí, dentro de una aventura que nunca deja de erigir el vitalismo como protagonista de su tono. Esa aparente carácter liviano y exultante, no impide que entre líneas se muestren reflexiones nada inocuas en torno a la adecuación de los métodos empleados en la lucha contra los ingleses y, en definitiva, en sopesar los riesgos de formas, objetivos y causas. A este nivel, es cierto que resulta altamente irónico comprobar como ese salón de juego en el que tantos ingleses dejan sus ahorros en la búsqueda de la suerte, en realidad es la mayor fuente de financiación de los rebeldes.

Estamos ante un título de Douglas Sirk, y quizá vérnoslo enfrascado atendiendo el rodaje de una propuesta del género de aventuras, desde el primer momento motivara al rechazo o a obviar su resultado, fuera este cualquiera que fuere. Mal hecho, ya que a nivel puramente cinematográfico la película está llena de magníficos detalles visuales, que demuestran la categoría que Sirk tenía como realizador, incluso fuera de sus propuestas melodramáticas –que nadie duda fueron las que más fama le proporcionaron, pero que injustamente ocultan una nada desdeñable relación de títulos precedentes, por lo general llenos de atractivos-. En el film que nos ocupa, ese predominio visual se expresa en muchas ocasiones en los elementos laterales o secundarios que se disponen en los elaborados encuadres en Cinemascope. Habría muchos ejemplos a citar, pero mencionaré solo alguno de ellos; como la planificación previa al duelo de Lightfoot con el capitán inglés, que muestra en primer término el carruaje –en un fuerte rojo-, en otros instantes la presencia de espejos dicen mucho sobre la futura relación de Martin con Aga, e incluso en un momento de verdadera acción –cuando Lightfoot escapa de prisión, en un lateral del encuadre aparece un molino que transporta agua con rapidez-. Incluso, al final de la película, podremos ver como el viejo Callahan llenará el encuadre con sus cantos de arpa en un lateral del mismo, mientras se marcha Thunderbolt y su hija Ada, se queda con Lightfoot.

Ese cúmulo de cualidades y detalles me llevan a apreciar -pese a su escaso reconocimiento- CAPTAIN LIGHFOOT, no dudando en definirlo como un exponente brillante del buen momento que en aquellos años gozaba el cine de aventuras, y una prueba más de la versatilidad de Sirk en casi todos los géneros norteamericanos en los que se introdujo, dentro de su experiencia en la mayor parte de ellos, además de una declaración de amor a su querida Irlanda. A mi juicio, lo logró plenamente en esta película, que debe ser reconsiderada como un brillante y jubiloso exponente de su obra.

Calificación: 3