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CINEMA DE PERRA GORDA

Jack Arnold

OUTSIDE THE LAW (1956, Jack Arnold)

OUTSIDE THE LAW (1956, Jack Arnold)

Nos encontramos en 1946, en el entorno de un acuartelamiento norteamericano que salvaguarda sus intereses en Berlín. Allí una noche se producirá el asesinato a bocajarro de uno de sus oficiales. Es el inicio, percutante, pero al mismo tiempo casi, casi, serial, de OUTSIDE THE LAW (1956) producción Universal con la que Jack Arnold se insertaba en los meandros de ese noir tardío que en aquellos años pondrían en práctica, entre otros, cineastas tan atractivos y contrapuestos como Jacques Tourneur -NIGHTFALL (1957), THE FEARMAKERS (1958), Irving Lerner -MURDER BY CONTRACT (1958), CITY OF FEAR (1959)- o Don Siegel -PRIVATE HELL 36 (1954), THE LINEUP (1958). Propuestas que van de los excelente a lo simplemente apreciable, pero siempre caracterizadas por un peculiar nervio y acertar a transmitir en sus imágenes, por encima incluso de sus propuestas argumentales, el aroma de aquellos tiempos tan convulsos para la sociedad norteamericana.

Por eso, de entrada, sorprende la elección de una historia de Peter R. Brooke convertida en guion cinematográfico por Danny Arnold. Ya que ello deja de lado la habitual. contemporaneidad de estas propuestas de género, por más que su puesta en escena sí se suma a las habituales estos años. Tras su violento inicio, los títulos de crédito muestran un vuelo hasta USA, donde viaja Johnny Salvo (muy eficaz Ray Danton). Se trata de un expresidiario que conmutó su pena por una libertad condicional sirviendo a su ejército en tierras alemanas. Ya en suelo norteamericano se le propone limpiar de manera definitiva su historial, pero para ello ha de colaborar con las autoridades policiales de Los Ángeles. Y debe hacerlo dado que era compañero del soldado asesinado en Berlín, quien en el pasado fue acusado de falsificar billetes, un delito que se ha detectado de nuevo en los últimos tiempos. Para ello se le invitará a relacionarse con la viuda del finado, la joven y sensible María Craven (Leigh Snowden). En realidad, la entraña dramática de OUTSIDE THE LAW propone la historia de una doble soledad, en ambos casos siempre ligada a la figura de su protagonista. De un lado describe la nueva oportunidad al amor de María con Salvo, alguien quien en todo momento ha permanecido al margen de sentimientos -ella le señala en su primer encuentro que observa sus ojos vacíos-, Y de otro la oportunidad del padre del muchacho, el veterano agente Alec Conrad (Onslow Stevens) para provocar un progresivo acercamiento a él, motivo por el cual favoreció su traslado desde Alemania y el encargo de esta misión que podría limpiar los claroscuros judiciales del pasado.

A partir de esas sencillas premisas, puede decirse que lo más atractivo del film de Arnold proviene de su eficaz puesta en escena, aunque no siempre esta logre elevar la relativa rutina de su base argumental, que se erige como lo menos interesante de una película directa y brillante en sus mejores momentos pero que, en su conjunto, apenas puede salir del estadio de la medianía. No cabe duda que en su ayuda acude su brillante diseño de producción -especialmente destacable es la ambientación de ese cochambroso restaurante hispano y su entorno- realzado por la estupenda y contrastada iluminación en blanco y negro que le brinda Irving Glassberg, facetas ambas que proporcionan a su conjunto esa aura de inmediatez esencial para cualquier apuesta del género. En cualquier caso, no se deja de percibir en una cierta sensación dejà vú, sobre todo en lo poco creíble que aparece la rapidez con la que se estrecha la relación entre Johnny y María, e incluso en los recelos marcados entre el protagonista y su padre, aunque justo es reconocer que en esta última vertiente su fuerza dramática reviste mayor interés, en buena medida dada la química existente entre los intérpretes que encarnan el progenitor y su hijo, y a la disposición de pequeñas secuencias y diálogos que, sobre todo en el caso del primero de ellos, aciertan a definir el atormentado mundo interior de ese veterano comisario, que desea despejar los caminos en el afecto hacia su hijo, totalmente anegados desde muchos años atrás.

En cualquier caso, no dejo de reconocer que lo mejor de esta eficaz, aunque un tanto previsible OUTSIDE THE LAW se inserta en el entorno del extraño, apuesto y turbador personaje de Don Kastner, del que Grant Williams ofrece un escalofriante retrato, en el que sería su segunda película y, al mismo tiempo, su segunda colaboración con Arnold -su debut se produciría inmediatamente antes con RED SUNDOWN (1956) un western donde encarnaría a otro asesino psicópata con aspecto angelical-. Esa capacidad de Williams de encarnar el retrato de un joven de extraña psicología y aspectos psicopáticos, elevan todas y cada una de las escenas en las que aparece en pantalla. Destacaremos también en su discurrir dramático dos breves episodios que revelan esa posibilidad de humanización que, por el contrario, se encuentra ausente del resto del relato. Me refiero al encuentro con una pareja de humildes inmigrantes, que asumen con tristeza que han perdido dos mil quinientos dólares que recibieron en Londres, al estar sus billetes falsificados, o la secuencia confesional en la que el veterano Conrad pide a su más directo colaborador opine como está llevando su estrategia de acercamiento a su hijo.

No obstante, el film de Arnold eleva su tono y deja bien a las claras su tersura, en tres episodios caracterizados por su violencia. El primero se centra en la trastienda del desvencijado restaurante hispano, donde uno de los investigadores se adentrará para descubrir a su propietario descubriendo un cargamento de billetes falsificados, y recibiendo una grave agresión con un objeto de hierro. Junto a ella, dos escenas destacarán con especial fuerza, curiosamente, ambas con la presencia del citado Williams. La primera, la paliza que este y sus hombres propina a un despistado Johnny en la habitación de su hotel, en plena penumbra. La última y, sin duda, el episodio más brillante de la película, lo ofrecerá el enfrentamiento final entre ambos en medio de un almacén de autobuses, descrito con una espléndida planificación, y en donde la crudeza de la pelea entre ambos antagonistas por momentos resultará casi insoportable.

Por desgracia, OUTSIDE THE LAW concluye con demasiada ligereza, resolviendo esa doble soledad que discurría de manera subterránea por sus imágenes. Ello no impide reconocerle su innegable eficacia, así como ratificar el talento cinematográfico de su artífice.

Calificación: 2’5

A 17 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (XXXVII) DIRECTED BY... Jack Arnold

A 17 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (XXXVII) DIRECTED BY... Jack Arnold

Jack Arnold (a la derecha), junto a los actores (de izqda. a dcja.) Julie Adams, Richard Carlson y Nestor Paiva, en el rodaje de CREATURE FROM THE BLACK LAGOON (La mujer y el monstruo, 1954).

 

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(6 títulos comentados)

THE TATTERED DRESS (1957, Jack Arnold)

THE TATTERED DRESS (1957, Jack Arnold)

Analizar el aporte de una propuesta tan brillante y poco conocida como THE TATTERED DRESS (1957, Jack Arnold), adquiere no pocas premisas al objeto de profundizar en sus diversas capas. De un lado, su inserción en un contexto en el que proliferaron diversas propuestas de drama judicial –subgénero en el que se inserta la película-. Unido a ello, resulta fácil deducir que se plantea dentro de un ámbito crítico, en torno a la supuesta estabilidad del gran sueño americano. Al propio tiempo, nos encontramos en sus imágenes, con el inconfundible sello visual propuesto por su productor; el singularísimo Albert Zugsmith. Y, finalmente, nos encontramos con una muestra más del talento de ese cineasta todavía tan inexplorado, desigual y, por momentos, fascinante, llamado Jack Arnold, que quizá encontró las mayores posibilidades de su andadura artesanal, a la hora de desarrollar argumentos centrados en atmósferas turbias y convulsas. En la confluencia de todos estos factores, aparece éste estupendo y tenso drama, en un ámbito temporal en el que se registraban obras como THE COURT-MARTIAL OF BILLY MITCHELL (1955, Otto Preminger) -el gran maestro vienés abriría el sendero, siempre rompiendo moldes y prejuicios establecidos, y aportando ya en 1959 la obra cumbre del subgénero; ANATOMY OF A MURDER (Anatomía de un asesinato)-. En ese mismo 1957 Billy Wilder dirige la muy popular -y quizá algo sobrevalorada- WHITNESS FOR THE PROSECUTION (Testigo de cargo). Será un contexto que cobraría cierta fuerza en el cine USA, canalizando en líneas generales un marco disolvente, que en el film de Arnold toma la base argumental del experto George Zuckermann, proporcionando un guion rico y bien trabado, lleno de afilados diálogos, en el que nada se deja al azar. Esta deliberada condición de denuncia social, es imbricada en la película con esa querencia de Zugsmith por una explícita sexualidad, que quedará patente en la impactante secuencia pregenérico, dando paso por un lado a una implicación activa del espectador, al describir el crimen sobre el que se sustentará el grueso del relato, al tiempo que despojar toda apuesta por el suspense en torno a la misma. No es la intención de THE TATTERED DRESS, que muy pronto dirige su epicentro en la figura del prestigioso abogado newyorkino James Gordon Blaine (una de las mejores y más matizadas interpretaciones de Jeff Chandler). Este, avalado por una trayectoria judicial revestida de triunfos, y pese a sufrir una crisis de pareja con su esposa Diane (Jeanne Crain), no dudará en insertarse en un terreno en apariencia sencillo -se trata de defender al adinerado matrimonio que ha protagonizado el crimen que acabamos de presenciar, para la cual, Blaine está sobrado de recursos-. Sin embargo, ese traslado físico de un contexto urbano a otro rodeado por el desierto -lo que implica en cierto modo una sensación de aislamiento-, en realidad será una oportunidad para descubrir en sí mismo esa humanidad que ha venido ocultando en su meteórica carrera hacia la fama profesional, dejando por en medio cualquier tipo de escrúpulo.

De tal forma, la defensa del matrimonio Reston le resultará tan sencilla como, en el fondo despreciable para sus, pese a todo, ocultas convicciones éticas. Se trata de una pareja adinerada, ociosa y amoral, nada apreciada en la población, unido al hecho de que el asesinado fuera alguien que sí contaba con la estima de sus convecinos. Será el primer aldabonazo de esa soterrada tensión, que se irá percibiendo en los exteriores del recinto judicial, y que irá de la mano del sheriff Nick Hoak (un magnífico Jack Carson), a quien nuestro protagonista ha humillado en la vista inicial,

Así pues, el film de Arnold se erige en un sombrío apólogo moral, a partir del cual descubrimos las entrañas de una sociedad que se encuentra muy al margen del American Way of Life, pero que al propio tiempo no se encuentra alejada en mezquindades entre uno y otro ámbito. Por un lado, la oscura labor soterrada de Hoak, ayudado por la ambivalencia que le proporciona Carson a su personaje, dotado de humanidad, simpatía y aura amenazadora al mismo tiempo. Pero por otro hasta esa ciudad rodeada de sol y arena ha legado un hombre frívolo y sin escrúpulos, que tendrá que asumir su particular catarsis, sufriendo las consecuencias de un proceso judicial basado en una falsa denuncia, del que paradójicamente no podrán librarle los trucos judiciales que tanto han hecho por el progreso de su carrera.

En medio de este contexto, THE TATTERED DRESS resalta en la fuerza y elegancia con la que Arnold utiliza -una vez más- ese formato panorámico, una de las marcas de fábrica del avispado Zugsmith, que supo aplicar su impronta visual -también en la iluminación oscura en blanco y negro de su cine, en películas que dirigiera Arnold, Welles o Sirk-. Pero al mismo tiempo, la película se reforzará con la presencia de personajes episódicos, como ese veterano periodista -Ralph Adams (un excelente Edward Platt)-, en el fondo testigo crítico de lo que representa el abogado, y poco a poco partícipe del calvario que este sufrirá, ejerciendo en cierto modo de punto de vista del espectador. Y, finalmente, encontraremos a ese cómico acabado; Billy Giles (memorable George Tobías), a quien James salvó en el pasado de una condena segura por un doble crimen a su esposa y amante, que en el fondo vive atormentado por su pasado, aunque se vuelque en ayudar a su abogado y amigo en apuros. La capacidad descriptica de un contexto convulso y amenazante. Esa sensación opresiva de estar presente en un colectivo en el que la hostilidad es manifiesta, o vivir una espiral agónica, en la que el horizonte penal se acerca casi de manera inevitable, está muy bien plasmada en este relato cortante y preciso, dominado por esa aura malsana del contraste de mundos. Por un ámbito en el que el caciquismo de Hoak, en el fondo no supone más que el mandato consentido de una comunidad cerrada e intolerante. La película acertará a la hora de describir ese estado de creciente densidad y angustia, combinando la complejidad del proceso judicial a que es sometido Blaise por un soborno que todos sabemos es una trampa del sheriff, pero al que le fallarán curiosamente apelando a la verdad, todas esas tácticas que han hecho célebre su poco recomendable andadura como jurista. Y será finalmente, cuando antes de la apelación ante el jurado, desnude su alma, rinda cuentas con su pasado, cuando la verdad y la justicia haga acto de presencia, aunque ello no pueda evitar una inesperada conclusión trágica, que en cierta medida parece surgir como inesperado precedente de THE CHASE (La jauría humana, 1966. Arthur Penn).

Es cierto que en ocasiones podemos percibir un cierto grado de artificio en el personaje de la amante oculta del sheriff, pese a lograr con dicho personaje, una magnífica interpretación de la personalísima Gail Russell. Y es que la perfecta dirección de actores, se hará presente en roles casi episódicos, como el atildado abogado que encarna magistralmente Edward Andrews -uno de los grandes característicos de su tiempo-. Todo ello, dando forma a un magnifico drama que, en realidad, esconde el proceso de humanización, de alguien que hasta entonces se había insertado en el lodazal del triunfo social, hasta sencillamente, encontrarse a sí mismo y, quizá, ayudar a ese preso anónimo, que necesita la ayuda de un letrado. Una delicatessen.

Calificación: 3’5

THE MAN FROM BITTER RIDGE (1955, Jack Arnold)

THE MAN FROM BITTER RIDGE (1955, Jack Arnold)

Hasta hace muy pocos años, nadie se había planteado que la aportación de Jack Arnold al universo del western era bastante más extensa que la ofrecida por la atractiva y antirracista MAN IN THE SHADOW  (Sangre en el rancho, 1957) que, para más inri, no pocos esgrimieron que sus mayores cualidades provenían de la mano de Orson Welles –uno de los protagonistas del film- ¡Que eterna manía de atribuir a Welles todo aquello que podía destacar en los títulos en los que intervenía como actor! Caracterizada bajo su look visual por el padrinazgo del productor Albert Zughsmith, lo cierto es que durante décadas han quedado oscurecidas otras tres aportaciones que Arnold brindó al cine del Oeste. Aportaciones que, al contrario que MAN IN THE SHADOW, todas ellas se rodaron en intenso Technicolor, y que no se si servirían para afirmar que en la incursión en el género había motivo justificado para albergar una mirada personal, pero no es menos evidente que nos encontramos ante títulos singulares, caracterizados por la densidad que les proporcionaba el trazado de diversas subtramas, elevadas en líneas generales de la producción serial del género en la Universal International no solo por la elección de temas en líneas generales poco tratados en el género –en los que incluso se insertaban planteamientos metafísicos-, sino en la manera con la que el cineasta evidenciaba una especial destreza a la hora de ejecutar sus encargos.

THE MAN FROM BITTER RIDGE (1955), era el último de los cuatro westerns firmados por Arnold que aún no había tenido ocasión de contemplar. Y aún partiendo de la base de que quizá sea el menos brillante de ellos –lo que no quiere decir que se encuentre carente de interés-, ratifica esa capacidad del realizador por aportar historias novedosas, entrelazándolas con singular habilidad, a la hora de mostrar un marco coral en el que el espectador pueda al mismo tiempo asistir a la renuencia de ciertas personas a la llegada del progreso y la democracia, la presencia de un triángulo amoroso, y una investigación que encubre seres que aparentan lo que no son. Todo ello envuelto con el deslumbrante cromatismo de Russell Metty, contando con el protagonismo del atractivo y estólido Lex Barker, posterior Tarzán y años después esposo de Carmen Cervera, hoy baronesa Thyssen. Lo cierto es que la película se iniciará con un ajstado ritmo, relatándonos el asalto a una diligencia –es el quinto que se ha realizado en poco tiempo-, poniendo de espaldas a sus ocupantes. Sin embargo, uno de ellos observará una pintura roja en la bota de uno de los asaltantes, lo que le costará la vida –sirviendo al mismo tiempo a Arnold a ligar a los malhechores con la figura del siniestro y poderoso Ranse Jackman (el siempre excelente John Dehner)-, candidato a ocupar el cargo de sheriff de la población de Tomahawk, con vistas futuras de llegar incluso a gobernador.

Lo que no podrán imaginar ni él ni sus hombres, es la llegada de un extraño joven de elegante y atractiva presencia y cuidados modales, a quien en los primeros minutos del film se robará su caballo, e injustamente se acusará del asalto a la diligencia. Cuando se encuentre en la población a punto de ser linchado, el sheriff Dunham (Trevor Bardette) intercederá por el joven, aun a sabiendas que su seguimiento de la Ley poco le servirá para resultar elegido, dada la fortuna gastada por su competidor en las campaña –fruto en buena parte de los botines de los asaltos efectuados por sus hombres-. El joven acusado pronto hará valer una coartada inapelable, haciendo público su nombre: Jeff Carr. En realidad se trata de un muchacho que tenía trabajo como administrativo en San Francisco, pero decidió trasladarse hasta este entorno para aplicar un giro a su vida, ejerciendo como gerente de la empresa de diligencias que ha sido constantemente asaltada, a la que suspenderá de servicio teniendo la intuición que el encargado que las sobrellevaba, se encontraba en connivencia con Jackman. Y en la búsqueda de los elementos que impidan a este llegar a ser elegido como representante de la Ley, deberán por un lado trabar contacto con un grupo de pastoreros mal vistos en la población, encabezados por Alec Black (Stepehn McNally), al tiempo que encontrar a Bascom (Ray Teal), un testigo de capital importancia que podría acusar abiertamente a Jackman de su autoría de dichos asaltos e invalidarlo para presentarse como candidato.

Como se puede deducir de todo lo enunciado, y en base a una duración arquetípica en este tipo de producciones de serie B de la Universal International –algo más de setenta minutos-, lo cierto es que Arnold sabe entrelazar con no poca inspiración las diversas subtramas que se irán insertando en el relato, una de las cuales será en el encuentro de Carr con la joven pastorera Holly Kenton (Mara Cordey), de la que mostrará atraído de inmediato, comprobando su fuerte personalidad. Sin embargo, Holly se encuentra tácitamente comprometida con Alec, y dicha circunstancia provocará no pocos elementos de conflicto entre dos hombres que en realidad se respetan –para ello tendrán que disputar una pelea ritual como inicio de amistad-, contribuyendo a ello no poco la seguridad y altanería dispensada por Carr, a la que la frialdad y al mismo tiempo el físico absolutamente contrapuesto de Black con respecto a quienes le rodean, favorecerá de manera ostentosa.

Lo cierto es que THE MAN FROM BITTER RIDGE no alberga un solo segundo para la tregua, combinando con pertinencia los conflictos personales y sentimentales, con los ataques recibidos por los hombres de Jackman, las constantes argucias de este, los tiroteos en los que Blac, Carr y los hombres que se encuentran al servicio del primero responderán a estos o, sin duda, el episodio más brillante del relato. Ese tiroteo final cuando la elección del nuevo representante de la Ley  está a punto de iniciarse, apareciendo el conjunto de pastoreros –que se han visto notablemente diezmados tras los ataques de los hombres del candidato a sheriff, aunque este haya perdido a uno de sus hombres más importantes en el asalto efectuado. Todo confluirá en un duelo entre ambas partes, ejecutado con brillantez por Arnold, describiendo uno de los episodios más violentos del western de su tiempo.

Si que es cierto que quizá la resolución del triángulo amoroso formado entre Carr, Black y Holly, carezca de una exploración más adecuada. Pero ello no impide oscurecer los valores de una película que merece no solo complementar el aporte de Jack Arnold –eternamente ligado a la ciencia-ficción- a un género al que brindó cuatro títulos cargados de atractivos, que deberían ocupar el manos, un pequeño lugar en el devenir en el cine del Oeste.

Calificación: 3

THE INCREDIBLE SHRINKING MAN (1957, Jack Arnold) El increíble hombre menguante

THE INCREDIBLE SHRINKING MAN (1957, Jack Arnold) El increíble hombre menguante

Dentro de esa máquina de ensoñaciones que denominamos séptimo arte, hay sentimientos que han sido plasmados con mayor o menor emotividad o sensibilidad… Sensaciones que han permitido que en esa mágica pantalla todos nos hayamos sentido aliviados, aterrorizados, emocionados o, simplemente, estupefactos. De toda esta gama siempre he considerado la más difícil aquella destinada a plasmar lo intangible. Aquello que nos resulta inexplicable y que no solo sobrepasa nuestro entendimiento, sino que incluso en ocasiones llega a bloquear las posibilidades de nuestros sentimientos. Me estoy refiriendo a esa búsqueda en la imagen de lo absoluto. Es esa batalla muy pocas veces lograda con contundencia en el fotograma de intentar atisbar ese infinito que nos rodea, esos destellos de luz sobre los cuales cada uno puede forjarse su propia concepción de la trascendencia, bien esta se adscriba a un sentido teísta, panteísta o incluso se diluya en la nada.

El lenguaje del cine fantástico es el código más adecuado para intentar llevar a cabo tan compleja plasmación. Sin embargo, creo que en muy pocas ocasiones se ha logrado expresar de una forma concluyente esa manifestación fílmica de la trascendencia y lo absoluto. Evocando ejemplos, estos se pueden reducir al magistral milagro de resurrección creado por Dreyer en ORDET (La palabra, 1955); al intento casi enfermizo del agnóstico Stanley Kubrick por encontrar un sentido a la existencia en la parte final de 2001: A SPACE ODYSSEY (2001: una odisea del espacio, 1968); o al momento en que Bruce Willis reconoce su mortalidad en THE SIXTH SENSE (El sexto sentido, 1999. M. Night Shyamalan). Podríamos señalar también proyectos frustrados como aquella batalla entre los muertos y los vivos que quedó en la mente del creyente Jacques Tourneur, o incluso las derivaciones que podrían plantear en cuanto a superación de la dimensión espacio/tiempo brindada por títulos tan excelentes como PORTRAIT OF JENNIE (Jennie, 1948. William Dieterle) o el casi desconocido THE LOST MOMENT Viviendo el pasado, 1947. Martin Gabel). Sin embargo, creo que en toda la historia del cine no ha habido un film que haya apostado de forma más rotunda y resuelta una búsqueda sobre las limitaciones del ser humano e incluso haya abierto una puerta abierta ante la esperanza sobre la trascendencia, que ese humilde título casi de serie B que lleva por título THE INCREDIBLE SHRINKING MAN (El increíble hombre menguante, 1957. Jack Arnold).

Revisando las imborrables imágenes de este film, no dejo de asombrarme que de las manos de un artesano como Jack Arnold pudiera surgir un diamante del calibre del título que comentamos ¿Como es posible que muchos de los grandes maestros del cine jamás hayan logrado una realización de esta envergadura? Porque -y lo digo ya abiertamente-, considero THE INCREDIBLE SHRINKING MAN no solo la obra cumbre del cine fantástico de todos los tiempos, sino que no dudaría en incluirla en cualquier relación de mis títulos favoritos. Tal es su capacidad de fascinación, de precisión en sus imágenes y de perfecta ejecución de su desarrollo como si se tratara de una tragedia griega que finalmente deviene en la que quizá considere la más impresionante conclusión que he tenido oportunidad de disfrutar como espectador. Retomando de nuevo el célebre y, si se me permite la digresión, un tanto sobrevalorado film de Kubrick, se dijo en el momento de su estreno y como tal tópico se viene sucediendo, que con dicha película nació la ciencia-ficción adulta para el cine. Aquellos que acuñaron esta afirmación, o no habían visto o, lo que es peor, jamás habían valorado la madurez, riesgo y perfección de esa obra maestra absoluta que comentamos, y que se erige como cima de entre la amplia producción del género en aquella década, en donde coexisten un núcleo de referencias notables, con lo pocos exponentes de escasa enjundia. Lo mejor de todo, es que esa obra cumbre se levanta sobre el rasgo más noble del que podría surgir: la sencillez.

Antes de entrar en su análisis, conviene situar la gestación y la propia existencia de un proyecto -que contó con un coste de 700.000 dólares, y recaudó en apenas dos meses unos cuatro millones de dólares-, emergida en un estudio como la Universal, bajo la égida de ese curioso productor llamado Albert Zugsmith. Estamos en 1957, un año y una época en la que el influjo de la televisión se hace notar en todas las productoras, y en dicha major esa referencia no es menos importante. Es por ello que en ese periodo concreto el conjunto de su producción se encuentra dividido por –entre otros- la serie de melodramas que –producidos por Ross Hunter- dirigirá el gran Douglas Sirk, al margen de otros nombres de menor entidad. Serán films rodados inicialmente en blanco y negro, pero muy pronto acogerán el inolvidable color de Russell Metty y constituirán un éxito de público, legando entre ellos algunos verdaderos clásicos.

Junto a ellos convivirá la serie B de dicho estudio –en la que también participará de alguna manera Sirk con su trágica THE TARNISHED ANGELS (Ángeles sin brillo, 1957) -. Es en ese contexto donde hay que incluir la labor de producción de Zugsmith, de la que surgen dos obras cumbres de modo paralelo: TOUCH OF EVIL (Sed de mal, 1957. Orson Welles) y la que centra estas líneas. Apenas tres años después ese díptico tendrá un complemento rotundo con la mítica PSYCHO (Psicosis, 1960. Alfred Hitchcock) –en esta ocasión sin la aportación de Zugsmith-. En ambos casos nos encontramos con cintas extremas, todas ellas rodadas en blanco y negro. La primera de ellas es prácticamente el último grito agónico del noir americano, intentaré razonar a continuación la significación del film de Arnold, mientras que PSYCHO marca un antes y un después en la historia del cine, al margen de adaptar de forma ejemplar un lenguaje cinematográfico ya ensayado previamente en la televisión –y que excede el ámbito de los realizadores que forjaron la conocida generación del mismo nombre-. En ambos casos considero que nos encontramos con tres obras maestras absolutas del cine, tres exorcismos de distinta índole, extremos que ahí están en la justificada mitología de los aficionados. Sin embargo, y esta es la singularidad y grandeza de la imagen, me permitirán que resalte la realizada por ese sencillo hombre de cine llamado Jack Arnold, que en un momento de extraordinaria inspiración legó todo un tratado de metafísica y una excepcional lección a la hora de mostrar como lo fantástico está dentro de nosotros mismos, en el que mucho tuvo que ver la novela que sirvió de base a la misma, que contiene la esencia de la visión del fantastique latente en la obra del novelista Richard Matheson.

Al intentar buscar las cualidades de THE INCREDIBLE SHRINKING MAN, en líneas generales creo que todos coincidiremos en diversas vertientes. Sin embargo, me van a permitir que subraye algunos elementos que en su combinación permitieron que aflorara su carácter inclasificable junto a su condición de obra maestra. Es probable que al contemplarla por vez primera no podamos percibir el magma de sus inagotables sugerencias. Su discurrir se inicia con un hermoso solo de trompeta de tono elegíaco que remite a los modos del cine negro, y la advertencia de un cierto tono de tragedia. De inmediato, la voz en off del propio protagonista –Scott Carey (Grant Williams, desarrollando un excelente trabajo en el que se combina la potenciación de su aparente opacidad expresiva, para ir incidiendo en la fuerza de su expresión física)- nos induce a ello –aunque poco a poco nos demos cuenta que su propia existencia no deja de inducir a ese final tan esperanzador como sobrecogedor que nos propone Arnold-. Sus minutos iniciales remiten de forma clara al modo de producción de la Universal. Por momentos parece que nos encontremos ante el inicio de un melodrama de Douglas Sirk. Después de la primera inquietante secuencia en el barco –precedida de un diálogo banal que nos demuestra un matrimonio americano medio en apariencia ideal pero en el fondo carente de pasión-, ante nuestros ojos se desarrolla durante pocos minutos la clásica iconografía del American Way of Life mostrado por el cine en aquellos años –especialmente por el propio estudio en sus melodramas-; vida cómoda, guapos esposos, reparto de leche –ya se anuncia la posterior amenaza de ese gato en apariencia encantador-... En definitiva, ya tenemos el marco. De forma insólita, en muy pocos planos y de forma concisa, Arnold consigue plasmar una demoledora radiografía. Retengamos ese como el primer elemento transgresor de la película.

El segundo adquirirá mayor protagonismo conforme vaya avanzando su metraje en su estructura de thriller, que de forma paulatina irá adquiriendo un carácter angustioso. En todo momento, THE INCREDIBLE SHRINKING MAN transmite una extraña sensación de incomodidad, quizá debida al resultarnos tan cercanos los personajes, no tanto por los estereotipos que encarnan, sino por sernos tan familiares en tantas y tantas realizaciones hollywoodienses. Y es que un elemento importante que propone esta obra es una diáfana reflexión sobre la relatividad de las cosas. Este planteamiento va unido al nudo argumental central, pero al mismo se unen diversos detalles no menos interesantes, y algunos de ellos incluso disolventes –el débil carácter inicial del marido ¿sutil crítica al matriarcado americano?-, que irá fortaleciéndose en la contundencia de su personalidad según va menguando; la amenaza que muy pronto proporcionará ese gato (emblema de convivencia doméstica). En definitiva, nada en sus fotogramas deviene gratuito. Cualquier elemento o sugerencia que nos pueda parecer leve, tiene su concatenación causa/efecto a lo largo del metraje.

En su ajustada duración de apenas ochenta minutos, THE INCREDIBLE SHRINKING MAN se dispone en una estructura de cuarenta escenas, realizadas y montadas de forma admirable, puesto que en todo momento sigue una concatenación de secuencia de tensión seguida de otra en la que el protagonista –y con él, el espectador– tiene un leve descanso o incluso elemento de esperanza en esa extraña mutación que poco a poco lo va convirtiendo en un ser diminuto. Ocioso es recordar los episodios que, cada vez con menor duración, van angustiando y variando las perspectivas que hasta entonces se convertían familiares en la vida diaria de nuestro protagonista. Será sin embargo hasta su caída al sótano –subrayada con un amenazador picado-, cuando realmente la odisea de Scott Carey adquiera unos matices ya irresolubles. Con enorme sentido drmático, Arnold efectuó el storyboard de cada una de las secuencias del film, ordenando la realización de una serie de decorados en perspectiva, que se erigieron en la piedra angular de la credibilidad que a nivel puramente artesanal sigue manteniendo la película. No será sin embargo ese su mayor atractivo. Por el contrario, a partir de esa caída de Carey, el ritmo que hasta entonces se había realizado con un montaje más cotidiano, se irá relajando, como si las desventuras del protagonista por lograr sobrevivir de una situación que ya, a partir de ese momento, suponen la entrada de otro mundo, permitan a Arnold utilizar un minimalismo de prodigioso impacto. Será prácticamente un tercio del metraje, en que observaremos por un lado el reto de suponer una apuesta por las propiedades de la imagen –no existen diálogos, y solo en ocasiones escucharemos las reflexiones en off de su protagonista-. Serán minutos en los que la cámara del realizador logra extraer todo su potencial de angustia. En definitiva, supondrán los últimos y más elevados peldaños de esa arriesgada estructura dramática propuesta –un elemento en el que creo que nadie se ha detenido hasta el momento-, que contrasta y complementa narrativamente la insólita vivencia de Carey. Es decir, cuanto más reducido se encuentra su tamaño, mayor es la intensidad y duración con la que sus imágenes muestran su odisea, que tendrá su culmen físico en la lucha contra la araña que marcará esa demostración de la superioridad del ser humano sobre el resto de animales, haciéndonos entrar en esos minutos finales, en donde el ser humano más pequeño, mutará en una nueva visión de su propia existencia, e incluso podemos intuir en ese despertar como una auténtica “resurrección” con ecos místicos cercanos a la figura de Cristo.

Y es en ese fragmento, donde el film de Arnold adquiere bajo mi punto de vista el calificativo de sublime –y para ello, recomiendo enfervorizadamente al lector que al menos esos instantes los contemple en versión original subtitulada, ya que en su doblaje español se adultera su hermoso tema musical de fondo-. Es la apuesta directa de su director por el encuentro de Carey con la trascendencia –contradiciendo en principio lo dispuesto en la novela original de Richard Matheson, aunque no dudo que años después este aceptara la misma dentro de la implicación mística expuesta con posterioridad en su obra literaria-. Desde la aparición del protagonista de la reja, accediendo al exterior de una naturaleza que para él supone otro universo, sus diálogos, la belleza del tema musical elegido, y una simple concatenación final de cinco planos que finalizan con el del cosmos, ejerce una sensación de emoción, de extraña, sobrecogedora y al mismo tiempo esperanzadora conclusión, que culminará con ese diálogo final casi desgarrador de su protagonista, convertido en un simple átomo pero provisto de su conciencia intacta –auque despojada de cualquier ligazón o recuerdo a su existencia terrena-: “Para Dios el cero no existe. Yo sigo existiendo”. Se puede hablar de los conflictos que el guionista Matheson mantuvo con el realizador sobre los cambios de este final en el que el director aportada por una opción teísta, pero no puedo dejar de señalar que para este humilde firmante, se erige como el más sobrecogedor que jamás he contemplado en la pantalla, y cuyo reiterado visionado no hace más que confirmar en como con tal sencillez de elementos, concluye en unos de los instantes más estremecedores jamás generados por el cine.

Calificación: 5

RED SUNDOWN (1956, Jack Arnold)

RED SUNDOWN (1956, Jack Arnold)

Aunque escasa en su montante, puede afirmarse sin embagues que la aportación al western de Jack Arnold, el director centrado en el cine fantástico dentro del seno de la Universal en la década de los cincuenta, puede ser todo menos desdeñable. Tres son los títulos que componen la misma, manifestados entre 1956 –año en que firma RED SUNDOWN- y 1959, donde cerrará su aportación al género con NO NAME TO THE BULLET-. Entre ambas, rodará MAN IN THE SHADOW (Sangre en el rancho, 1957), sin duda la más conocida de todas ellas, debido en primer lugar al hecho de haber sido estrenada en nuestro país, y también a la presencia al frente del reparto de un Orson Welles que, como siempre… se dice que tuvo algo que ver con su planificación, bla, bla, bla… Leyendas wellesianas aparte, lo cierto es que estas tres obras poseen un nivel notable, suponen ambas disgresiones y singularidades notables dentro del género, logrando de alguna manera introducirse dentro de ese corpus que el cine del Oeste iba formulando, de la mano de realizadores como Jacques Tourneur, Samuel Fuller, Allan Dwan o tantos otros, creando un marco extraño, abstracto e incluso inclasificable, alejado por tanto de unos tintes clásicos que se encontraban a punto de borrarse de la actualidad cinematográfica de aquel periodo de transformaciones para el cine USA.

RED SUNDOWN demuestra su singularidad ya desde los propios títulos de crédito, insertados con rótulos de destacado trazado rojo –es curioso como los finales, en los que se ha resuelto el conflicto interior de su protagonista, estos se inserten en blanco-, iniciándose la acción con un inmenso plano general de una árida pradera, sobre la que emergerá la figura del curtido pistolero Alec Longmire (un muy adecuado Rory Calhoun). Contra lo que es habitual en la iconografía habitual, este aparece desarrapado en medio del contrastado cromatismo ofrecido por la excelente fotografía en color de William E. Zinder, aportando ya desde sus primeros planos una extraña fisicidad al relato, que tiene su mayor ámbito de expresión en las secuencias de exteriores campestres. Alec se encontrará con un hombre que está a punto de desvanecerse de sed. Se trata de Bud Purvis (James Millican), otro veterano representante del Oeste, desencantado por haber vivido una vida de la que no le ha quedado nada. Ambos hombres acudirán a una población cercana, donde vivirán un altercado que obligará a nuestros protagonistas a matar a uno de los provocadores en defensa propia. Los dos tendrán que huir del acoso de cuatro de dichos pendencieros, refugiándose en una cabaña abandonada, en cuya estancia Bud confesará a Alec un grado de reflexión en torno a la perdida de oportunidad que ha supuesto para él su propia existencia, mientras ambos comen la barra de pan con mermelada que nuestro protagonista tiene como único alimento. Muy pronto vivirán el acoso de cuantos les persiguen, hiriendo a Purvis quien, sintiendo cercana su muerte, ideará una estrategia para que su nuevo amigo pueda salvarse. Será una insólita salida –pocas veces se ha presenciado en el género un ardid semejante-, basada en hacer una fosa en la que Longmire pueda enterrarse con un conducto que le permita respirar, mientras que su compañero se deje inmolar, no sin antes dejarle lo poco de que disponía –una pistola y un anillo-, pidiéndole la promesa de que deje las armas el resto de su vida. Gracias a este escondrijo, nuestro protagonista podrá sobrevivir al incendio de la cabaña, llegando hasta Durango con la intención de encontrar un empleo alejado del mundo de las pistolas. Poco a poco el espectador irá percibiendo el pasado que el personaje alberga en este terreno, habiendo sufrido la muerte de su hermano, y teniendo asimismo una conocida fama en el manejo de las armas. Aunque con renuencias, este aceptará el cargo de ayudante del sheriff  Jade Murphy (Dean Jagger) –impecable el encuentro tras tocar Alec en el saloon una urna en la que se encuentra un lagarto gigante-. A partir de ese momento, la película se interna en un terreno más o menos habitual dentro de los planteamientos que el género aborda en dicho sendero, destacando en su trazado la fisicidad antes señalada, una galería de personajes que logran sobresalir la condición de meros estereotipos, y un notable acierto en la progresión narrativa. Pero junto a ello, si de algo destaca RED SUNDOWN es por ese aire ambivalente que se sienten en todos sus pasajes. En el escepticismo que plantea la hija del sheriff –Caroline (Martha Hyer)- ante el recién llegado, espoleada por tantos y tantos ayudantes que luego han sucumbido a la tentación que brindan las armas, en la prepotencia apenas contenida del terrateniente –Rufus Henshaw (Robert Middleton)- a la hora de intentar captar para sus deseos expansionistas alejados de la legalidad, a Alec, e incluso en el tormento interior que este siente a la hora de huir por completo del manejo de las armas –expresado de manera magnífica en las sobreimpresiones que le atenazan en un momento en que descansa-. Arnold sabe articular las diversas subtramas con un sentido visual espléndido, destacando en ellos el episodio que muestra al personaje del pistolero Chet Swann (un sensacional y sorprendente Grant Williams, exteriorizando un enfoque sádico de su personaje, escondido bajo su encanto juvenil y una permanente sonrisa). Será a mi modo de ver la secuencia de presentación de Swann, dominada por una creciente inquietud, y mostrando su talante amenazador al veterano matrimonio Baldwin –que lo ha acogido de forma inocente, al ver en el muchacho un aspecto angelical-, quizá el episodio más escalofriante y revelador del film, marcando un punto de inflexión en la decisión de Alec de cerrar ese círculo de su pasado, a la hora de liquidar a quien ha contratado Henshaw para eliminar cualquier oposición entre los granjeros a expandir sus posesiones. Es probable que esa mirada y ajuste de cuentas con su propio pasado, propiciando un futuro en el que las ramas se encuentren por completo ausentes, no esté quizá del todo aprovechado en la película, como tampoco resulta suficientemente utilizado el personaje de Swannn –tendrá una brillante secuencia en su encuentro con Longmire, al esperarlo en la habitación de su hotel-. Es más, habiendo contemplado la posterior y ya citada NO NAME TO THE BULLET, creo resulta pertinente establecer una relación entre el Chet que encarna Williams, y el mensajero de la muerte interpretado por el condecorado y ya maduro Audie Murphy. Pese a esa rápida y expeditiva eliminación de Swan –atención a la evolución de los dos niños, que durante toda la película ejercerán como comentaristas de todo lo que suceda en ese Durango tan acostumbrado a la violencia-, lo cierto es que RED SUNDOWN elude la tentación del happy end, aunque sí proponga la liberación por parte de Alec de su pasado envuelto en violencia, proponiéndose una estabilidad en un trabajo diferente, tras el cual pueda volver con Caroline en un futuro no muy lejano, ante la mirada aprobatoria de su padre –al cual ha salvado la vida al evitar que se enfrente con el finado Swann y al que entregará tras ello su estrella de ayudante-.

Aún siendo el western de Jack Arnold menos conocido, de entre los tres que realizara –además fue el primero de ellos-, sus notables méritos le hacen merecedor no solo de un reconocimiento, sino de su definitiva catalogación en una corriente del género tan insólita y fascinante, como aún poco analizada en su conjunto.

Calificación: 3

MONSTER ON THE CAMPUS (1958, Jack Arnold)

MONSTER ON THE CAMPUS (1958, Jack Arnold)

A la hora de recuperar la aportación de Jack Arnold (1916-1992) a la ciencia-ficción cinematográfica de la década de los cincuenta –siempre al amparo de la Universal-, hay dos títulos que siempre se sitúan casi como auténticos “garbanzos negros” dentro de un cómputo que en su conjunto goza de una admiración en algunos casos desmesurada. Uno de ellos es REVENGE OF THE CREATURE (1955), a la cual su condición de secuela de CREATURE FROM THE BLACK LAGOON (La mujer y el monstruo, 1954) ha perjudicado en la valoración de su nada despreciable encanto. El optro aún goza de peor reputación, avalado además por el propio desapego que Arnold demostró por él. Un desprecio al que la propia clasificación de su enunciado –siguiendo la moda teen inserta en aquellos tiempos en el cine de terror-, habría que unir esa maldición extendida en tantos y tantos títulos, que han impedido una valoración objetiva de sus previsibles méritos o deméritos; el hecho de que apenas hayan podido ser vistos. Dentro de este contexto, MONSTER ON THE CAMPUS (1958), ha permanecido oculta desde el momento de su estreno, casi reconociendo de forma implícita que lo mejor que podía suceder para mantener el prestigio de su director, era que siguiera durmiendo el sueño de los justos. Craso error, en la medida que nos encontramos ante un título que reúne suficientes cualidades, que en modo alguno quedan por debajo de títulos quizá desmesuradamente alabados, como TARANTULA (1955) o la previa IT CAME FROM OUTER SPACE (1953). En realidad, sostengo la teoría que la aportación de Arnold a dicho género, se manifiesta en unos niveles por lo general inferiores a los que se les suele atribuir, con la eminente excepción de la sublime THE INCREDIBLE SHRINKING MAN (El increíble hombre menguante, 1957), aval suficiente para garantizar a su figura un lugar en la historia del cine. Curioso sería por el contrario intentar analizar en su conjunto su aportación en el cine del Oeste, que en líneas generales aparece de manera sorprendente con mayor interés y contundencia. Y es en concreto después de la citada obra maestra del realizador, y antes de un muy interesante y poco conocido western como es NO NAME ON THE BULLET (1959), donde a nivel cronológico se inserta la última realización de Arnold en el género por el que es recordado, dentro de una película que combina sus hechuras de serie B, una mirada más o menos complaciente de esa sociedad urbana amparada en un incipiente progreso, estudiantes bobalicones y, una vez más, ecos de la obra de Stevenson, Dr. Jeckyll y Dr. Hyde. Una mezcolanza que, cierto es reconocerlo, queda condensada en un guión repleto de tópicos y convenciones –obra de David Duncan-, que en manos menos diestras podría haber dado como resultado un auténtico desastre.

 

Nos encontramos en el entorno de la universidad de Dunsfield. En el seno de la misma el doctor Blake (Arthr Franz) recibe un extraño ejemplar de Celacanto, procedente de Madagascar, cuya configuración física y biológica se ha mantenido al margen de la evolución. Blake desea indagar en los orígenes de la misma, sin sospechar que la llegada de este cetáceo de desagradable aspecto, pronto llevará a dicho entorno una auténtica escalada de muerte y destrucción, relacionadas todo con la confluencia de un proceso al que fue sometido el citado cadáver del cetáceo. Será el eje sobre el que discurrirá una sucesión de hechos extraños y anormales –un perro común que de repente adquirirá una extraña agresividad e incluso una modificación de su estructura dental, una simple libélula que crecerá a un tamaño enorme y amenazador-, entre los que cobrará una especial importancia la extraña figura de una monstruosidad de lejana ascendencia humana, que llegará a provocar la muerte y la destrucción a su alrededor, aunque no sea precisamente con sus ataques, si no por el horror que su presencia provoca en cuantos le contemplan.

 

Como antes señalaba, el libreto dramático de MONSTER ON THE CAMPUS es de una simpleza considerable, y si nos tuviéramos que atener a esa máxima que señala que de un mal guión no se puede extraer una buena película, la lógica nos diría que estamos ante un conjunto detestable. Por fortuna, nos encontramos con una de tantas excepciones a dicha regla, e incluso me atrevería a señalar que tampoco nos alejamos incluso en su escritura de las simplezas presentes en la mencionada TARANTULA. Si en algo se caracterizó la S/F de aquel tiempo es en el predominio de la ingenuidad de sus propuestas, que solo en ocasiones lograban trascender esas limitaciones mediante discursos y entramados dramáticos de superior complejidad. En líneas generales, la aportación de Arnold en esta vertiente cabría destacarla en la fisicidad y pertinencia de su puesta en escena, siempre ligada a un tono fotográfico de un marcado blanco y negro –en esta ocasión obra del virtuoso Russell Metty-. Se trata de unas cualidades que, se quiera o no reconocer, también se encuentran presentes en el referente que nos ocupa, extendido en un ajustado metraje habitual, que desde el primer momento logra atraer la atención del espectador –un travelling lateral nos muestra los rostros en barro de diferentes cabezas de seres representativos del posterior género humano-. También en esos primeros minutos, introducirá la inquietud dentro del contexto plácido del que emerge la acción –a pesar de la fealdad de la recreación de la figura del Celacanto-; otro travelling lateral ligará el líquido que lame el pacífico perro y que ha dejado el deshielo del pez, unido a la música de fondo de la situación, personalmente me retrotrayeron a aquellas secuencias en las que el gato de THE INCREDIBLE SHRINKING... preludiaba la amenaza posterior.

 

A partir de esos primeros minutos, se impone la realidad del film de Arnold; la lucha de un realizador por insuflar de interés e incluso garra narrativa al conjunto, e intentando con ello superar las banalidades de un guión que aparece como un batiburrillo de lugares comunes –incluida referencia al reciente THE FLY (La mosca, 1958. Kurt Newmann)-. Elementos que se manifiestan a través de una puesta en escena que sabe ofrecer momentos impactantes e incluso insólitos –la presencia del primer cadáver femenino, colgado de los pelos en un árbol, que nos remite lejanamente a la aparición del cuerpo de Shelley Winters en THE NIGHT OF THE HUNTER (La noche del cazador, 1955. Charles Laughton)-, el interés por insertar elementos, figuras  e incluso rostros de primates como fondo de los planos medios de las conversaciones de los actores –en especial de su investigador protagonista-, apoyandose en la elipsis para acentuar el carácter amenazador del artífice de todas estas muertes –que en su aparición en los minutos finales devendrá decepcionante-. El interés que muestra el constante aporte cinematográfico de Arnold y que se manifiesta en numerosos detalles, es el que permite que la incidencia de sus elementos más o menos convencionales o previsibles, que van desde la rutina con la que se inserta la investigación policial, la relativa ridiculez de la mencionada secuencia del ataque y el atrape de la libélula gigante –además realizada como si fuera un juguete de corcho-, o incluso la ingenuidad con la que los que rodean la tragedia, que impiden intuir por donde se encuentra la raíz de ese monstruo que aparece y desaparece, puedan ser percibidos con benevolencia. Son, sin embargo, limitaciones que –aún mermando los logros de la película-, no logran diluir los aciertos y la convicción de la misma. Es decir, incluso las secuencias finales, pese a la pobre caracterización del doctor convertido en bestia, poseen una fuerza física al estar rodadas en exteriores, e incluso ese plano final de grúa en picado en el que los agentes de policía y su compañero de universidad comprueba como su cadáver vuelve a la normalidad, permite aportar a la película una extraña sensación que, salvando todas las comparaciones que se puedan aplicar, no dejan de evocarnos la memorable conclusión de la citada THE INCREDIBLE...

 

En definitiva, MONSTER ON THE CAMPUS no es una obra que merezca pasar a las antologías, pero queda configurada con dignidad a la hora de recuperar la aportación de Jack Arnold a la ciencia-ficción a la pantalla. Es la hora de que su referencia merezca salir de las telarañas del olvido, y aparezca como un, cuanto menos, digno corolario, a una vinculación en la que se encuentran títulos muy superiores, pero también otros de similar alcance que, por las circunstancias que fueran, supieron ser mejor apreciados. Y una consideración final al margen; a pesar de su nulidad como intérprete, hasta alguien como Troy Donahue poseía una voz poderosa, demostrando que cualquier actor norteamericano aportaba un elemento tan importante para la interpretación... salvo en nuestro país.

 

Calificación: 2’5

NO NAME ON THE BULLET (1959, Jack Arnold)

NO NAME ON THE BULLET (1959, Jack Arnold)

Curioso devenir el de la serie B norteamericana ya en las postrimerías de su indudable eficacia, y que tuvo en la figura de Jack Arnold un exponente de cierta representatividad. Un director que en estos años alternaba títulos por lo general efectivos dentro del ámbito del cine de géneros, y que demostraba impersonalidad cuando tenía que asumir productos alejados de sus rasgos de pericia, mientras de forma paralela efectuaba sus incursiones en terrenos televisivos. Dentro de ese contexto, y ya casi finalizada su andadura cinematográfica, Arnold firmó para Universal International –la productora en la que desarrolló la mayor parte de su carrera-, un insólito western –género en el que había ofrecido previamente exponentes de interés-, que nunca ha generado consideración alguna en las antologías del género, y menos en nuestro país, donde jamás ha sido exhibido, que yo sepa ni siquiera en pases televisivos. Es por ello que traer para un sucinto análisis NO NAME ON THE BULLET (1959) sirve fundamentalmente para apreciar y valorar una extraña mezcla de cine del Oeste y relato de suspense, envuelto en un extraño aroma metafísico, y del que no podemos tampoco obviar ese rasgo de crítica a una sociedad concreta, dominada por los miedos, que parecen evocarnos ecos maccarthystas, tan recurrentes en muestras del género tan dispares como HIGH NOON (Solo ante el peligro, 1952. Fred Zinnemann) o SILVER LODE (Filón de plata, 1954. Allan Dwan). No se puede decir a este respecto, que encontremos demasiado novedosa la propuesta de Arnold, pero tampoco es difícil de apreciar que nos encontramos con un relato denso, bien modulado, ajustado en sus poco más de setenta minutos de duración, y que en la combinación de dichos elementos alcanza, eso es innegable, una extraña y por momentos enfermiza personalidad.

 

Un extraño joven jinete de buenas maneras discurre con su caballo por un enorme valle, hasta llegar a una pequeña localidad del Oeste. Muy poco después de su llegada, su presencia comenzará a alarmar a los lugareños. Y es que se trata de John Gant (Audie Murphy), un conocido asesino a sueldo, infalible con el arma, que se dedica a matar por encargo logrando siempre que sus víctimas inícienle tiroteo correspondiente, para así evitar la acción de la justicia. La alarma cundirá en la apacible población, mostrando un panorama lleno de miedos, mezquindades y lugares ocultos en una comunidad en apariencia idílica. Destacando entre dicho colectivo, el dr. Luke Canfield (Charles Drake) es un referente respetado por todos, que de manera casual trabará contacto con el misterioso y lúgubre visitante. Escéptico a lo que posteriormente escuchará de Gant, Canfield mantendrá cierta relación con el asesino, aspectos estos que comentará con su prometida –Anne (Joan Evans)-, cuyo padre es un veterano juez que se encuentra aquejado de una tuberculosis terminal. Poco a poco irá emergiendo una espiral de pánico entre los vecinos de la población, alentada por la sensación colectiva de que todos ellos albergan motivos para ser la presa que Gant tiene en su pensamiento –“todos dejamos enemigos en el camino” manifestará el veterano sheriff Hastings (Willis Bouchley)-. Dentro de un contexto de creciente hostilidad, llegarán a producirse víctimas de manera insospechada, como si la propia presencia del pistolero emanara un aroma de muerte. Un acaudalado banquero llegará a suicidarse, incapaz de soportar la presión de pensar que él era la víctima elegida –intuición que se revelará falsa-, mientras que intuitivamente el viejo juez, padre de Anne, sabrá íntimamente que él es el destino que busca el enigmático pistolero.

 

Es evidente que una película como NO NAME… bebe en no escasa medida de esa corriente de westerns psicológicos y de intriga que tanta efectividad tuvieron en dicha décadas. Desde BAD DAY AT BLACK ROCK (Conspiración de silencio, 1955. John Sturges) –con la que conserva no pocas semejanzas-, hasta 3:10 TO YUMA (El tren de las 3’10, 1957. Delmer Daves), nos encontramos con una película que sabe dosificar su progresión dramática, y que descansa narrativamente por una magnífica utilización del formato panorámico. Una elección formal muy acorde con la estética que en aquellos años ofreció a través de su cine la Universal, pero que en esta ocasión ejerce como elemento vector para dilatar y dotar de una especial tensión a sus secuencias. Es así como las sugerencias que emanan de la historia creada por Howard Amacker, y trasladada en forma de guión por Gene L. Coon, son potenciadas por una puesta en escena que se basa en la precisión del Scope, algo que se puede observar ya en la propia secuencia de apertura; un gran plano general de gran fuerza paisajística, de donde emergerá la figura del misterioso pistolero protagonista, provocando una extraña sensación a esa pareja de ancianos granjeros con los que se topa antes de llegar a su nuevo destino.

 

Indudablemente, resulta de especial interés el tratamiento que se ofrece de un pequeño microcosmos aparentemente relajado, pero en el fondo dominado por frustraciones, mediocridades y corrupciones, para el que la presencia de Gant supondrá un elemento de catarsis que permitirá aflorar todos sus demonios interiores. Sin embargo, si hay un elemento que dota de su definitiva singularidad  a la película, y que muy pronto la hace merecedora de una consideración de la que actualmente carece, es sin duda el extraño aroma mortuorio que desprende la figura del pistolero protagonista, Más allá de ejercer como ejecutor de un crimen, el acierto del film de Arnold estriba en que su mera presencia sea portadora del mensaje de la muerte. Esa circunstancia, es la que propiciará esa siniestra aura y el relativo alcance metafísico que desprende un personaje que es consciente de su papel y en modo alguno se arrepiente de ejercerlo, siendo consciente de que su función es la de limpiar de escoria el mundo en que vive. Afortunadamente, esa diatriba no desemboca en la apología de un justiciero por encargo, sino que la película gira por unos derroteros muy diferentes e indudablemente sugestivos, que por momentos incluso nos permiten pensar que su propia presencia es una materialización de la figura de la muerte. Claramente, no se trata de ello, pero hay incluso un elemento que no me extrañaría permitiera pensar que los guionistas de la película o el propio Arnold hubieran tenido presente el referente de la muy cercana DET SJUNDE INSEGLET (El séptimo sello, 1957. Ingmar Bergman) a la hora de plantear la secuencia en la que Gant y Canfield juegan una partida de ajedrez, mientras plantean disgresiones sobre la relatividad de la vida y la muerte.

 

Es ahí sin duda donde podemos encontrar el rasgo de personalidad de una película, por lo demás magníficamente fotografiada en color –responsabilidad de Harold Lipstein-, muy eficazmente montada, y que incluso conserva una de las interpretaciones más perdurables del limitado Audie Murphy. La manera con la que es filmado y su propia y moderada presencia en el encuadre, permite que de su personaje se asome un aura entre malsana y lúcida, francamente desusada en el cine del Oeste de la época. Con todo ello, NO NAME… culmina de manera sorprendente –y es algo que ya nos había mostrado al inicio la cámara de Arnold, al comprobar la pericia del dr. Canfield manejando un hacha-, ratificando esa aura de lucidez que alberga el personaje de Gant, que incluso es consciente que su mensaje continuo de muerte, en algún momento podría encontrar en él a una nueva víctima propiciatoria. Un estupendo exponente de la serie B en el western, en suma, al que solo quizá cabría reprochar un cierto aire acomodaticio cuando la vertiente melodramática alcanza de lleno la narración. Un leve impedimento que no impide disfrutar de un título tan interesante como lamentablemente desconocido.

 

Calificación: 3