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CINEMA DE PERRA GORDA

John Lee Thompson

AS LONG AS THEY’RE HAPPY (1955, John Lee Thompson) [Mientras sean felices]

AS LONG AS THEY’RE HAPPY (1955, John Lee Thompson) [Mientras sean felices]

El paso del tiempo ha corrido ha corrido en favor de la vindicación parcial de la obra del británico John Lee Thompson. La oportunidad de ir redescubriendo diversos de los títulos que jalonaron la primera parte de su filmografía, de un lado ha permitido ratificar que en sus años iniciales de andadura, Thompson se erigió como un brillante analista de personajes, ubicados en relatos dominados por tensos conflictos. Pero al mismo tiempo, dicha circunstancia permitió que la extensa y olvidable parte final de la misma, no se erigiera como definitiva catalogación a la hora de definir el grado de virtudes del director. Es por ello que siempre he encontrado un especial interés, a la hora de intensar revisitar unos más que estimulantes primeros pasos, que permitieron títulos de la categoría de YIELD TO THE NIGHT (1956), WOMAN IN A DRESSING GOWN (1957) o el más conocido TIGER BAY (La bahía del tigre, 1959).

No puede decirse que AS LONG AS THEY’RE HAPPY (1955), su quinto largometraje -jamás estrenado en nuestro país, aunque editado digitalmente con el título de Mientras sean felices- se ubique a la altura de estos otros exponentes de dicho periodo. Sin embargo, no deja de erigirse como una simpática comedia, que muestra el cierto dominio dentro del género que atesoraría su director. Una faceta esta, que años después le permitirá retomar dicho género, con la más ambiciosa -aunque no plenamente lograda- WHAT A WAY TO GO! (Ella y sus maridos, 1964).  Volverá a la comedia con JOHN GOLDFARB, PLEASE COME HOME! (Una yanki en el harén, 1965), que sigue resultando invisible en nuestros días.

Dominada por el cromatismo que le imprime el Eastmancolor de la iluminación del posteriormente prestigioso Gil Taylor, el film de Thompson aparece como un simpático vodevil basado en el contraste de personajes, centrados todos ellos en torno a la figura del prosaico, acomodado y muy british corredor de bolsa John Bentley (Jack Buchanan). En su entorno familiar todo se describe en torno a la rutina, aunque dos elementos romperán la misma muy a pesar suyo. De una parte, el inesperado regreso de sus dos hijas -una residiendo en Paris y otra en USA, debido a problemas con sus respectivas parejas-. De otra, la llegada hasta Inglaterra de la joven estrella de la canción Bobby Denver (Jerry Wayne) en pleno apogeo de su popularidad, y que por una argucia de la hija más pequeña de Bentley residirá en su holgada vivienda. En realidad, estos serán los sencillos mimbres de este enredo cómico de resonancias musicales, que no me cabe duda se erigió a partir del efímero renacimiento en la popularidad del excelente cómico escocés de vaudeville Jack Buchanan, para lo cual se decidió adaptar para la gran pantalla una obra de la cual un par de años antes se efectuó una grabación extraordinaria en el Garrick Theatre de Londres, para una emisión televisiva.

Con todos estos mimbres, en última instancia AS LONG AS THEY’RE HAPPY se define como una más de esas comedias basadas en el contraste generacional -THE RELUCTANT DEBUTANTE (Mamá nos complica la vida, 1958. Vincente Minnelli)-, en la que se dirime ese enfrentamiento entre el agente bursátil protagonista y sus tres hijas. El film de Thompson se articula en esa oposición entre padre e hijas, destacando la avanzada personalidad de Pat (Jeannie Carson, de sorprendente parecido con Kate Blanchet), ligada a Peter (Nigel Green) un existencialista acostumbrado a las noches parisinas, mientras que su hermana Corinne (Susan Stephen) regresa de Texas junto a su marido, un estridente cowboy. La farsa se completará con una vecina chismosa, quien no dejará de quejarse de los ruidos emanados de la cisterna de los Bentley. Un alocado psiquiatra, empeñado por un lado en instalar una nueva cisterna -con sones singulares- en la vivienda, y por otro en convencer al patriarca de una estrategia, para que su entorno familiar se olvide de una vez por todas del creciente hechizo que sienten hacia el crooner americano. Unamos a ello, por último, la presencia de una atontada criada -Linda (Joan Sims)- que no dejará de desmayarse a lo largo del metraje.

A través de esa iconoclasta galería de personajes, AS LONG AS THEY’RE HAPPY se articula como un divertido relato, donde Thompson destaca en su precisa utilización del espacio escénico, y un cierto intento dinamizador, que albergará incluso un par de números musicales -uno de ellos con una fuga bastante creativa- y una conclusión dominada por la impagable capacidad de Buchanan para el manejo de los resortes del vaudeville. La película, en realidad, se expresa como una liviana ronde de sentimientos, en las que lo superficial de ese enamoramiento en torno a Denver proporcionará diversos motivos de regocijo. Desde el instante en el que el propio patriarca sucumbirá a los instintos lacrimógenos que propician los temas del cantante, hasta la apoteosis cómica que se describirá en el episodio desarrollado en el recital teatral de Bobby, en donde se sucederán pequeños gags y apuntes de comedia. Es cierto que uno echa de menos en la película la mirada disolvente que en aquellos años ya había propiciado el norteamericano Frank Tashlin -ese instante en el que las fans dejan al cantante sin camisa-. Y es cierto igualmente que el actor que encarna al cantante -al parecer basado en el crooner Johnnie Ray- resulta especialmente irritante. Se trata de un lastre que merma la efectividad de un relato, que por otro lado incide de manera atractiva en los recovecos del mundo del espectáculo británico, y que en última instancia propone una resolución un tanto conservadora -esa reconversión de la pareja existencialista- pero en la que siempre estará presente esa parcela disolvente, en la que, de cualquier manera, uno echa de menos cierto superior grado de locura.

Calificación: 2’5

THE YELLOW BALLOON (1953, John Lee Thompson) Amenaza siniestra

THE YELLOW BALLOON (1953, John Lee Thompson) Amenaza siniestra

Nunca se ha destacado lo suficiente, la importancia que la mirada sobre el universo infantil, ha albergado en el cine británico. Estoy convencido, no solo que fue dicha industria, la que se tomó, a lo largo de su historia, con más interés dicho contexto, sino que, cabe destacar que precisamente ese conjunto de títulos que se centraron en la mirada en torno al universo de la infancia, fue una de las corrientes mejor definidas del cine de las islas. Así pues, y un año después de que Alexander Mackendrick -uno de los realizadores que, junto a Jack Clayton, profundizó en esta vertiente con mayor lucidez-, plasmara un antes y un después en esta vertiente, con la extraordinaria MANDY (Idem, 1952), John Lee Thompson rodaba el segundo título de su carrera, dominada en su primera década, por una valiosa sucesión de propuestas, en los que demostrará su precisión en el manejo de conflictos cotidianos y dramas psicológicos. Dentro de dicho ámbito, THE YELLOW BALLOON (Amenaza siniestra, 1953) es, por un lado, una película más que estimable y, sobre todo, nos permite en su trazado, vislumbrar esa capacidad en el trazo psicológico, que Thompson irá perfilando y enriqueciendo en ocasiones posteriores.

En el fondo, la entraña de THE YELLOW BALLOON, descrita a partir de una historia original de Annie Burnaby, trasladada como guion por ella misma, junto al propio Thompson, viene a describir el proceso de acercamiento del pequeño Frankie (Andrew Ray), al entorno de sus padres que, pese a mostrarse cercanos con él, percibimos la existencia de una barrera que los separa. Su progenitor es Ted (Kenneth Moore) y su madre Em (Katleen Ryan), prototipo de pareja joven, ambos luchadores por salir adelante, en un contexto en el que la huella del trauma de la II Guerra Mundial, aún se percibe en sus calles. La película resaltará en la frescura albergada en sus secuencias de exteriores -la que abre el relato, es paradigmática en este sentido-, incidiendo muy pronto en la mirada de ese pequeño, que desea igualar a los amigos de su edad, comprando un globo amarillo, que todos ellos albergan. Ello será el inicio de una peripecia, que le hará perder los peniques que su padre le ha dado para comprar el globo, quitando el que porta uno de sus grandes amigos. Este le perseguirá, introduciéndose ambos en un edificio ruinoso, fruto de un bombardeo de guerra -elemento que conecta esta película, con la previa y notable HUE AND CRY (1947, Charles Crichton)-, en un episodio de vertiginosa fuerza y efectivo montaje, que culminará de manera tan inesperada como trágica. El inquietante desenlace del episodio, se complementará con la inesperada aparición del inquietante Len (William Sylvester), un delincuente que chantajeará emocionalmente al muchacho, comprometiéndose a no revelar el episodio que ha contemplado si, a cambio, Frankie se aviene a ayudarle.

A partir de ese momento, puede decirse que detectamos con facilidad, lo más atractivo y, al mismo tiempo, lo menos perdurable, de THE YELLOW BALLOON. Claramente, en la primera vertiente, encontraremos la plasmación del desequilibrio emocional, e incluso el tormento interior, vivido por Frankie a partir de ese momento, en especial en la relación mantenida con sus padres, a quienes no se atreverá a confesar la situación vivida. En su parte contraria, en ningún momento se percibe en el relato, la credibilidad necesaria, para entender la forzada y temerosa dependencia del pequeño hacia este joven delincuente -al que, sin embargo, Sylvester proporciona la necesaria credibilidad-. En ese contraste, contando como indispensable aliado, con la contrastada y física fotografía en blanco y negro, del estupendo Gilbert Taylor, el film de Thompson acrecienta su interés, en las secuencias en las que Frankie marca su efecto y sus temores con sus padres, o incluso en su asustada soledad -ese primer plano en el que rompe silenciosamente a llorar, sin duda recordando ese amigo suyo desaparecido-. Incluso cabe la capacidad de Thompson, para acercarse al rostro de sus personajes, buscando siempre captar ese detalle que transmita en el interior de sus pensamientos, o en la movilidad con la cámara, desplegada en un escenario tan limitado como el hogar de la familia protagonista. Un contexto en el que se seguirá respirando el aroma de una posguerra no tan lejana, y que de alguna manera, aparece como uno de tantos precedentes, de lo que apenas unos años después, serían los kitchen sink -esa tetera que alberga los ahorros que atesora pacientemente Em para, con ellos, poder costearse más adelante, unas modestas vacaciones-.

La autenticidad que respiran todos estos pequeños episodios, contrastará con el seguidismo del muchacho hacia Lem, dentro de un servilismo argumental que, personalmente, me resultará artificioso en todo momento. Sin embargo, en el último tercio de la película, esta asumirá un extraño y valioso giro, con el inesperado y, de entrada, poco creíble encuentro, de Andrew, con una mujer de personalidad abierta, a punto de adentrarse en la madurez, que acogerá al muchacho en su casa, cuando este huía de Lem, después de haber sido testigo inesperado de un asesinato por parte de este. Será el climax de un relato, que se describirá en un tenso y asfixiante episodio, descrito en la oscuridad de una abandonada estación de metro. Unos minutos absolutamente admirables, en donde uno percibe el eco de la inolvidable conclusión de la no muy lejana en el tiempo THE THRID MAN (El tercer hombre, 1949. Carol Reed). Será, quizá, la inesperada catarsis, que servirá tanto a padres e hijo, para dejar atrás esa invisible barrera que, de manera inesperada, les ha separado hasta entonces, sin que ambos lo asumieran.

No cabe duda, que ni como mirada en torno al universo de la infancia, ni aún menos, en la interacción de este con una situación de riesgo -pienso en un ejemplo mucho más valioso en esta vertiente, como el posterior THE WEAPON (Amanecer incierto, 1956. Val Guest)-, nos encontramos con un exponente especialmente relevante. Ello, no obstante, no elimina su apreciable atractivo y, sobre todo, los pasajes donde se percibe la entraña de su delineado dramático o, en su defecto, los que se destacan por la presencia de lo inquietante, o la directa amenaza. Y lo hace, sobre todo, al servirnos como referencia, para percibir las cualidades que muy pronto convertirían a Thompson en un realizador dotado de considerables cualidades, que iría reiterando, en un ramillete de títulos, tan vigentes en sus postulados, como lamentablemente desconocidos en la actualidad.

Calificación: 2’5

NO TREES IN THE STREET (1959, John Lee Thompson)

NO TREES IN THE STREET (1959, John Lee Thompson)

Cuando en 1959, el británico John Lee Thompson dirige NO TREES IN THE STREET, desconoce que la película cerrará el notable periodo inicial de su carrera, muy poco reconocido aún en nuestros días, pero trufado de magníficos títulos, que le hicieron acreedor de ser uno de los representantes más válidos del drama psicológico en diversas vertientes marcados en la segunda mitad de los cincuenta. Con posterioridad, Thompson no dejaría de ofrecer títulos de interés –algunos incluso brillantes-. Sin embargo, se observa una inclinación a la comercialidad, que a partir de finales de los sesenta, le iría descender en una pendiente de creciente mediocridad, hasta su pavoroso servilismo a los fascipolicíales, al servicio de Charles Bronson. Esta circunstancia, mucho más cercana a nuestros días, al tiempo que la escasa disposición a acceder a los exponentes de su primer periodo, es lo que ha permitido ese creciente desconocimiento, permitiendo que exponentes tan brillantes como el que motivas estas líneas, apenas merezcan la más mínima referencia en cualquier antología más o menos rigurosa del cine británico.

Y nos encontramos a finales de los cincuenta, cuando dicha cinematografía se encuentra sacudida por el impacto de las primeras muestras del Free Cinema y, con ella, una mayor permisividad en temas e incluso en la expresión de la sexualidad en las pantallas, lo que permitirá romper tabúes y favorecer una más sincera expresión de problemáticas y situaciones, hasta entonces vedadas o sutilmente expresadas en la producción inglesa. Planteada como un apólogo moral a través del guión de Ted Willis, profundo conocedor de los conflictos sociales y la lucha de clases inherente a la sociedad británica, la película se inicia con un poderoso picado sobre una serie de edificaciones de nueva creación, edificadas en un barrio obrero, sobre el que se observa no obstante el solar en el que, en teoría, se instalará una gran plaza. Sobre dicho solar discurre un adolescente corriendo, que es atrapado por el veterano Frank Collins (Ronald Howard). El muchacho –interpretado por un jovencísimo David Hemmings-, porta una herida de navaja en una mano, siendo reducido por el veterano agente, que actúa de paisano, y quien le relatará como era ese mismo entorno, dos décadas atrás. Ello propiciará una leve panorámica lateral, marcando un sorprendente flashback que deja noqueado al espectador, trasladándonos al contexto obrero, denso y miserable que marcaba dicho emplazamiento a finales de los años treinta. Así pues, como si fuera una prolongación del universo miserabilista descrito por la pluma de Charles Dickens, asistimos a un entorno superpoblado y dominado por la pobreza de Kennedy Street. Un ámbito que es descrito con unas vigorosas pinceladas, hasta adentrarnos en el contexto de la familia Martin, formada por su viuda –Jess (Joan Miller)- su hija mayor Hetty (espléndida Sylvia Syms) y su hijo menor, el joven de 17 años Tommy (Melvyn Hayes). Su casi ruinoso apartamento siempre se verá acompañado por el invidente Jess (soberbio Liam Redmond) y el festivo y decadente Kipper (un Stanley Holloway, prolongando su legendaria ascendencia con el vaudeville), dentro de unas composiciones visuales, caracterizadas por sobrecargados encuadres, acentuados por la física fotografía en blanco y negro de Gil Taylor, conformando en su conjunto una genuina atmósfera de irrespirable convivencia. Frente a ellos, se situará la figura del poco recomendable Wilkie (admirable Herbert Lom), que ha logrado poderío económico a través de prácticas mafiosas, granjeándose respeto en un ámbito tan convulso como el que forjó su vida precedente.  Wilkie no esconde su interés por Hetty, pese a que esta detesta todo lo que él representa, mostrando su cercanía hacia ese Collins que ya ejerce como inspector de policía, y en cierto modo procura encauzar el buen sendero del pequeño Tommy. Sin embargo, la miseria y el desgarro es constante tanto en el conjunto de la fauna humana que se enracima en la calle, como en el de la propia familia protagonista, viviendo Tommy la tentación marcada por Wilkie, de trabajar para él. Será el inicio de una pendiente autodestructiva para el muchacho, al tiempo que la vivencia de unas dramáticas circunstancias, para el conjunto de este desestructurado y en realidad inexistente núcleo familiar.

“Aquí la gente no vive, existe” le dirá en un momento dado Hetty a Wilkie, simbolizando en esa sintética definición, el embrutecimiento que la sociedad londinense ha favorecido al permitir que en su extrarradio existiera la realidad de ese conjunto de seres que se enraciman, sin diferencias de edades ni sexos, y casi al margen de cualquier mirada humanista. Es más, en un momento determinado, un superior de Collins se referirá a este contexto de forma despectiva, tildando al comprensivo inspector de ‘rojo’ –algo sorprendente de escuchar en una película británica de su tiempo-. En cualquier caso, esa capacidad de denuncia del clasismo británico, aparece como telón de fondo para una historia que refuerza sus costuras dramáticas, a partir del férreo trabajo brindado en la planificación por Thompson, capaz de ofrecer una autentica sinfonía de tensiones soterradas en creciente presencia. Esos encuadres cincelados, a través de los cuales, casi podemos sentir la suciedad y decadencia moral y física de aquel ámbito, y los más turbios efluvios de un ámbito en donde se puede percibir el palpitar más oscuro de la condición humana. Será un contexto en el que su director revelaría una vez más su mano maestra para el tratamiento de los perfiles psicológicos, que alcanzará en esta película algunos fragmentos absolutamente magistrales. Pienso en esos intensos y casi fantasmagóricos primeros planos sobre el rostro del joven Tommy, disueltos en plena noche londinense, cuando se plantea robar a ese camionero que duerme y que está a punto de golpear con una llave inglesa. O en ese asombroso episodio en el que, con un extraordinario dominio de la puesta en escena, Thompson describe el sorprendente cambio en las relaciones existentes entre Hatty y Wilie, que oscilará desde un desprecio absoluto por parte de la primera al segundo, hasta un estallido de deseo y amor tras despertar de un inesperado exceso de bebidas alcohólicas, donde percibirá en este hombre duro, una sensibilidad hacia ella inesperada y conmovedora. Esa capacidad para modular un retrato tan complejo como el de Wilkie, revestido de constantes matices que avalan su despreciable personalidad, su vulnerabilidad e incluso su sensibilidad, es lo que en última instancia avala a un realizador, que sabe extraer de su conjunto de actores magníficas interpretaciones. Que permito que incluso los rostros de esos anónimos habitantes de la calle aparezcan revestidos de verdad cinematográfica. Que incluso los roles secundarios proporcionen instantes de lucidez –“Los titulares de los periódicos, en poco tiempo conducirán al olvido”, señalará Kipper al joven Tommy, cuando este haga ostentación de altanería en ese inesperado regreso a su hogar, cuando se encuentra perseguido por la policía. Todo ello, dentro de una catarsis, en la que su madre aparecerá como inesperada provocadora, y al mismo tiempo, víctima –ese plano memorable en el que contemplará por última vez a su hijo en la ambulancia-, de un mundo violento e inestable, que quizá no supo combatir a la hora de de criar a sus hijos, pero del que tampoco se puede considerar responsable, ya que las circunstancias, le vencieron por completo, cuando tuvo que abrirse a su existencia adulta.

Magnífico apólogo moral, dispuesto dentro de una sorprendente estructura que liga el pasado para proyectarlo en un convulso presente. Espléndida en el retrato de un contexto sombrío, que por momentos podría evocarnos el Buñuel de LOS OLVIDADOS (1950), NO TREES IN THE STREET es una nueva muestra del vigor que el cine británico mantenía a finales de los cincuenta, como consecuencia de su propia evolución fílmica, combinada con la fuerza de las nuevas corrientes imbricadas en su inmediato discurrir.

Calificación: 3’5

TIGER BAY (1959, John Lee Thompson) La bahía del tigre

TIGER BAY (1959, John Lee Thompson) La bahía del tigre

Cuando el británico John Lee Thompson realiza TIGER BAY (La bahía del tigre, 1959), atesora a sus espaldas una decena de largometrajes, entre los que cabría destacar los magníficos YIELD OF THE NIGHT (1956), WOMAN IN A DRESSIGN GOWM (1957) o ICE COLD IN ALEX (Fugitivos del desierto, 1958). Lo cierto es que Thompson, ya había atesorado en su andadura, la evidencia de un vigoroso trazado, así como una capacidad notable para aplicar densidad psicológica a sus personajes. Serían rasgos todos ellos que prolongaría en títulos posteriores, aunque su progresiva integración en la industria y, sobre todo, el engranaje de Holywood, iría adormeciendo su talento, hasta desembocar con el paso de los años en una decadencia profesional, que durante décadas sepultó una obra parcial, que por fortuna vuelve a emerger para disfrute de los aficionados. Llegados a este punto, quizá fuera este el primer título de alcance internacional dentro de la obra de Thompson, adaptando para ello una historia corta de Noel Calef.

TIGER BAY describe, ante todo, el encuentro, breve pero decisivo para las vidas de ambos, de dos seres inadaptados, o quizá, mejor definidos como fracasados. Uno es Korchinsky (Horst Buchholz), un joven marinero polaco, que retornara a tierra inglesa, con la intención de casarse con su prometida, Anya (la excelente Yvonne Mitchell, aquí en un papel muy reducido). Por otro lado, contemplaremos la cotidianeidad de la pequeña Gillie (Hayley Mills, en su debut en la pantalla), una muchacha que vive con su tía en condiciones dominadas por la dureza, y que se caracteriza por su incapacidad para relacionarse con los muchachos que forman su entorno, aspecto por el cual mantiene una personalidad huidiza, en la que la mentira aparece como un escudo de defensa. Tras su búsqueda en el lugar donde esta vivía con el dinero de su novio, Korchinsky finalmente encontrará a Anya –residente en el desvencijado edificio de apartamentos en donde también vive la tía de Gillie-, transformándose muy pronto su alegría en ira, al descubrir que esta ha huido de él, ya que ha conocido a otra persona, con la que va a casarse. Los dos antiguos amantes vivirán una disputa, a resultas de la cual Anya morirá de varios disparos. Causalmente, la pequeña ha sido testigo de este asesinato accidental, que provocará por un lado la aterrada huída del marino, y casi de inmediato también la de Barclay (Anthony Dawson), el amante de la fallecida, que acudía a visitarla.

De las pesquisas se encargará el superintendente Graham (John Mills), quien dada su experiencia pronto intuirá los perfiles del crimen, acercando su mirada en esa pequeña que en apariencia esquiva las preguntas de este, y que inesperadamente vivirá una corta pero intensa experiencia con el desorientado, pero al mismo tiempo sensible joven polaco. Será una vivencia que servirá, inconscientemente, para reconocerse ambos en su frustración existencial, que en sus momentos más intensos transmitirá una extraña aura, que por momentos sobrepasará la simple amistad. Por ello, la cercanía de las pesquisas de Graham, inicialmente se encaminará hacia el poco recomendable Barclay, pero una serie de pistas lo acercarán hacia el marino. Será precisamente la inmadurez de la niña, la que será decisiva para que el intendente ponga el foco sobre la previsible culpabilidad en torno al marinero. Será sin duda el inicio de la catarsis del relato, en la que la resolución de un caso cada vez más evidente, se dará de bruces con la sincera amistad existente entre la pareja protagonista, esperando al mismo tiempo, que la misma pueda tener visos de futuro.

El film de Thompson articula una vez más, la capacidad que el realizador mantenía, potenciando con notable pertinencia, una gradación psicológica en sus personajes. Es algo que aparece muy en primer plano en TIGER BAY, de manera muy especial en su trío protagonista. Lo percibiremos en ese ingenuo y temperamental hombre de mar, para el cual el director potencia las facultades y carencias de ese extraño, limitado y sin embargo, singular intérprete que fue un Horst Buchholz, en aquellos años definido como “el James Dean alemán”. Thompson potencia su encanto, sirviéndole esos primeros planos que envuelven su candor juvenil, sus vacilaciones y, por el contrario, dejando en un segundo término esos estallidos histriónicos, en los que Buchholz ponía la evidencia de sus notables limitaciones artísticas. Por su parte, Hayley Mills fue un enorme acierto de “casting” de Thompson, que tuvo la intuición de que en su juventud, la joven hija de John Mills, iba a estallar en la pantalla, con esa sencillez y vivacidad que la hizo célebre en aquel tiempo. Y será John Mills, al que cabría en algún momento, reconocer como uno de los mejores y al mismo tiempo más representativos del cine británico, aporta esa serenidad, esa ironía, esa sabiduría, en suma, del gran intérprete que siempre fue, cuya economía de gestos no impide en todo momento adueñarse del encuadre, cada vez que aparece en el mismo.

Pero esa autenticidad, se extiende al conjunto de intérpretes secundarios. A esa amante que será asesinada de manera inesperada e indeseada, al siniestro e hipócrita Barclay, a la sufrida tía de la pequeña, siempre trabajando para sacar adelante la casa. E incluso en roles tan episódicos con esa exótica prostituta, que en un momento dado protegerá al marino. Y es que, más allá del oportuno seguimiento a una doble trama, que se funde en los intensos minutos finales, descritos en alta mar, TIGER BAY es una obra dominada por lo sensorial. Algo que brindará en todo momento la humedad de la fotografía en blanco y negro de Eric Cross, y que se extenderá en secuencias tan magníficas, como la descrita en el altillo de la iglesia, descrita en penumbra, en donde el terror del indeseado encuentro de la niña y Korchinsky, irá dando paso al inicio de la inesperada relación entre ambos. Esa emotividad, irá salpicando el conjunto del relato. Como ese inesperado encuentro en la celebración en la calle de la boda entre negros –que al tiempo que acentúa esa mirada en torno a la presencia racial en el seno de la Inglaterra de su tiempo, que estaría presente en tantas obras de aquel tiempo, permitirá albergar la mirada melancólica de ese marino, que había regresado a tierra, con su intención de casarse con Anya; en mi opinión, la mejor secuencia de la película-. Esa sensualidad, irá impregnando la sinceridad que se establecerá en esa insólita pareja de loosers, que se describirá en esas secuencias de exteriores en medio de las ruinas que se encuentran en la campiña. El film de Thompson nos permite una mirada indulgente en torno a ese marino, castigado por la fatalidad del destino, al que sin embargo el espectador deseará que tenga una nueva oportunidad en su vida –en esos planos en los que se describe la salida de puerto del buque en el que se ha incorporado como marino, todos deseamos que finalmente logren el objetivo de alejarse de la línea de costa-. Todo ello tendrá su definitivo punto de inflexión en ese asalto de las fuerzas que comanda Graham. Serán unos minutos en donde los sentimientos, la intensidad de la dirección de actores, y la profundidad de campo –un rasgo de estilo que Thompson ha utilizado con especial acierto a lo largo de todo el metraje-, adquirirá una intensidad, por momentos desasosegadora, e incluso dominada por una sorda aspereza. El destino querrá, tras una catarsis inesperada, permitir una cierta luz, una nueva oportunidad, a esos dos seres casi desvalidos, que quizá con su presencia conjunta, proporcione una llamada a la esperanza.

Calificación: 3

KINGS OF THE SUN (John Lee Thompson, 1963) Los reyes del sol

KINGS OF THE SUN (John Lee Thompson, 1963) Los reyes del sol

Cuando John Lee Thompson acomete para la United Artists, la realización de KINGS OF THE SUN (Los reyes del sol, 1963), puede decirse que se encuentra en el momento de mayor popularidad de su andadura como realizador. En cierto modo es verdad. No el mejor, pero tampoco el más olvidable. Es decir, Thompson ya había dejado atrás un periodo digamos intimista, trufado de magnificas películas, dispuestas en diversos géneros, pero dominadas por su precisión psicológica. Al mismo tiempo, se encontraba muy lejos de su implicación en los fascipoliciales al servicio de Charles Bronson que le hicieron enormente taquillero, pero al mismo tiempo lo desahuciaron profesionalmente. El tiempo hay que reconocer que ha obrado en su favor, al ir redescubriendo un corpus inicial de sumo interés en su filmografía, que en el momento de su adscripción al cine de gran producción, es posible que menguara sus cualidades. Las mermó, pero no las anuló, tal y como puede evidenciar esta segunda producción de época rodada de forma consecutiva, tras la inmediatamente precedente TARAS BULBA (1962). Nos encontramos con una película que se inserta en un terreno no demasiado frecuentado por Hollywood, como es el del tratamiento del periodo precolombino, aunando en su desarrollo un ámbito libremente historicista –tomado de la historia de Elliot Arnold-, con el cual se podían incorporar –así se hizo- ecos de vertientes genéricas más o menos populares, al tiempo que asumir determinados ecos de éxitos cinematográficos recientes, en el contexto de una producción que, a mi modo de ver, buscaba ante todo una impronta visual más o menos atractiva, en la cual se insertara la intuición de un reparto que pudiera proporcionar cierta extraña química.

Así pues, KINGS OF THE SUN aparece como una fantasía historicista, descrita en los confines del aún no descubierto y bautizado Golfo de México, cuando ya se encontraban asentadas determinadas civilizaciones y grupos humanos, posteriormente descubiertos y “domesticados” por los conquistadores españoles. La misma presenta en primer lugar a la pacífica civilización maya que encabezará, a la muerte de su padre, el joven y carismático Balam (un George Chakiris en la cima de su fama). Se trata de un muchacho dotado de una enorme capacidad reflexiva, que recela por completo de los sacrificios humanos a los dioses que ha normalizado la religión que profesan, y que tendrá que huir con su pueblo, tras la invasión a las que han sido sometidos por un grupo de guerreros que comanda Hunac Ceel (Leo Gordon). Para ello, tendrán que viajar por el océano, aún pensando en el temor de encontrarse con el abismo de lo que entonces se señalaba como el límite del planeta. Pese al desafío a dichos augurios, el principal inconveniente aparecerá cuando tengan que convencer a un pueblo de pescadores para que les cedan sus barcos. Su veterano líder accederá finalmente, aunque para elo comprometa a Balam a comprometerse con su joven y bella hija Ixchel (Shirley Anne Field, aquella joven promesa lanzada por el Free Cinema inglés). No sin enormes penurias –que el metraje describe con escasa intensidad y recurriendo en exceso a la elipsis-, la expedición llegará a una tierra en apariencia inhabitada, donde pronto se establecerán, edificarán, e incluso crearán una nueva pirámide para los dioses. Una existencia plácida, que sin embargo aparecerá limitada para el rey por la carencia de confianza hacia Ixchel, ya que entre ambos se interpondrá un elemento compartido de arrogancia, que les impedirá consolidar el amor que en realidad les une. Al mismo tiempo, de manera sutil Balam se irá distanciando de cierto radicalismo emanado de los poderes religiosos, optando por el contrario por una especie de sincero mecenazgo y culto por el progreso de su pueblo. Dentro de dicha coyuntura, se producirá el encuentro con el jefe Black Eagle (Yul Brynner), cabeza de una tribu establecida no demasiado lejos de los nuevos moradores. Este será atrapado tras una violenta pelea con Balam, y dispuesto como un inesperado sacrificio para los dioses, siendo custodiado en una celda. Será Ixchel la que lo ayude a recuperarse, estableciéndose entre ambos un alumbramiento romántico, quizá al encontrar entre este ser tan sensual, aquello que en realidad nunca ha exteriorizado el hombre a quien ama. El sacrificio de Black Eagle será por otro lado un momento de inflexión, ya que Balam por vez primera se opondrá a la misma, desobedeciendo al líder religioso Ah Min (Richard Basehart), quien se inmolará para evitar ofender a los dioses. La actitud pacífica del joven mandatario, aparecerá como una posibilidad a la hora de convivir ambos pueblos, lo que intentarán aunque en realidad pesen más sus discrepancias que los elementos de unión. Todo sucederá mientras Ixchel vaya acercándose al líder indio, provocando el recelo de un Balam incapaz de dar el paso adelante que esta desea por su parte. El recelo provocará una pelea a muerte entre ambos, que la joven logrará abortar, viendo por vez primera lo que siente su alma hacia alguien que ha estado esperando abandonará esa arrogancia, que en realidad no era más que la exteriorización de una falta de madurez. Ambos pueblos se separarán, hasta que un hecho inesperado vuelva a ligarlos de nuevo; la legada de las naves de Hunac Ceel. Será el momento en el que, finalmente, la fuerza de ese insólito triángulo emocional, llegue a una conclusión trágica y lúdica a partes iguales.

Me sería muy fácil cuestionar KINGS OF THE SUN acentuando sus considerables carencias. Denota una falta de equilibrio dramático notable –en ningún momento se profundiza en los recelos existentes entre Balan e Ixchel-, su exteriorización narrativa propicia no pocos elementos chirriantes –ciertos zooms que no vienen a cuento en una planificación clásica-, y la combinación de vertientes genéricas no siempre funciona de buen grado. Es más, pocas veces el servilismo hacia el narcisismo de Yul Brynner ha sido tan molesto, con su constante exhibición de un bronceado y aceitado físico casi al desnudo. Sin embargo, es este un ejemplo entre otros muchos, en los cuales un título lleno de defectos logra, contra todo pronóstico el acierto de su relativa singularidad. De entrada, si algo proporciona interés a la película, es el intento basado a partes iguales en referencias históricas y elucubración fantástica, de recrear una civilización tan lejana en el tiempo. Para ello, la elección de Joseph MacDonald será esencial, exaltando en su magnífica gama cromática en formato panorámico, la sensualidad de un mundo pretérito, ayudado por la majestuosidad de un vestuario –a destacar los diseños que lucirá en sus ceremonias Balam-. A ello cabrá ligar esa querencia por combinar formatos contrapuestos como ecos del peplum y el universo del western –la presencia del ya mencionado Elliot Arnold –experto en determinadas vertientes del género- no es nada casual. Sin embargo, lo más atractivo del relato aparecerá en ese insólito triángulo amoroso que, con todas las insuficiencias que se quiera, se establece entre los dos representantes y la joven desplazada entre ambos, que estoy convencido tuvo en su definición dramática, e incluso en la propia recreación de la actriz, en la Jean Simmons de la maravillosa SPARTACUS (Espartaco, 1960. Stanley Kubrick). Con dicha conjunción, el film de Thompson legará a su máximo punto de interés en esas secuencias casi de conclusión, en las que un extraño sentimiento de lealtad se transmitirá en plena lucha, en la que Black Eagle no dudará en ayudar al pueblo de Balam, quizá a costa de su propia vida. Será todo ello una catarsis, en la que la acción, el sentimiento, las miradas de los actores y la planificación del director, logren que un relato eficaz pero lleno de debilidades, se eleve en una conclusión, esta vez sí, inspirada, que nos permita percibir la intensidad de una mezcla de relato dramático en el contexto de una fantasía de gran espectáculo, que al menos sabe valorar la fuerza de un final consistente.

Calificación: 2

RETURN FROM THE ASHES (1965, John Lee Thompson) Una llamada a las doce

RETURN FROM THE ASHES (1965, John Lee Thompson) Una llamada a las doce

Una de las corrientes más saludables que proporcionó el cine de la primera mitad de los sesenta, fue la proliferación de exponentes de suspense psicológico. La herencia de ejemplos ya probados en tiempos precedentes, combinada por la incidencia por las nuevas corrientes emanadas en el cine europeo, es la que facilita la presencia de títulos ya clásicos, firmados por nombres como Joseph Losey o Roman Polanski, entre muchos otros. Lo cierto es que ante todo, la impronta del cine británico es la que proyecta la misma –con aportaciones tan valiosas y aún tan infravaloradas como la extraordinaria NIGHT MUST FALL (1964) de Karel Reisz-, aunque en el cine francés aparecieran valiosas aportaciones como la de René Clément –el reconocido PLEIN SOLEIL (A pleno sol, 1960), y el lamentablemente ignorado LES FÉLINS (Los felinos, 1964). Un cine en el que se sumaron influencias de aspectos como la obra de Bergman o Antonioni, ejerciendo como una especie de extraña simbiosis, reflejando la paranoia de aquellos tiempos, con exponentes tan reivindicables como THE THIRD SECRET (El tercer secreto, 1964. Charles Crichton)

Buena parte de dichas premisas, casi se palpan en RETURN FROM THE ASHES (Una llamada a las doce, 1965), con la que el británico John Lee Thompson recuperaba parcialmente las cualidades para la introspección psicológica que había caracterizado su cine, antes de adentrarse en el terreno de las superproducciones, y pocos años antes de iniciar una tremenda espiral de decadencia, que durante décadas ocultó esa parte de su filmografía llena de interés. Es más, Thompson prolongaría e incluso elevaría ese atractivo con EYE OF THE DEVIL (1966), notable revisión de temática satanista, cuyos evidentes conflictos de rodaje y producción, no mermaron una de las propuestas menos reconocidas del cine de terror de su tiempo. En esta ocasión, Thompson asume –también como productor- una propuesta de la Mirisch Corporation, aunando un reparto internacional, en el que desde el primer momento destaca la poderosa impronta visual del gran operador de fotografía Christopher Challis, agrandada por la elección de un húmedo blanco y negro, y el formato panorámico. La aportación de la banda sonora del británico John Dankworth, es otro aspecto que nos inserta en referentes loseyanos, en una película que bebe de forma poderosa en el “Losey Style”, a la hora de narrar en imágenes la adaptación realizada por el muy veterano Julius Epstein, a partir de la novela de Hubert Monteilhet. Una base dramática en la que intuyo, se dejó por el camino buena parte de lo que podría tener de reflexión, en torno al desarrollo de un conflicto en las postrimerías del nazismo, o la personalidad de sus principales roles –en especial la predilección de su principal protagonista masculino, por el lado nihilista de la literatura de Dostowiesky-.

RETURN FROM THE ASHES se inicia de manera admirable, con una secuencia pregenérico que podría calificarse como la más perdurable de su conjunto, sirviendo para describir con rotundidad el tremendo estado anímico de Misha Wolf (estupenda Ingrid Thulin). Se trata de una doctora judía que fue apresada en 1940, tras la ocupación nazi de Paris, y que su entorno había dado por muerta en los campos de concentración. Vuelve acabada, hundida, y pronto comprobará como su esposo mantiene relación con una joven. Un encuentro nocturno con el dr. Charles Bovard (magnífico Herbert Lom, el mejor del reparto), permitirá al espectador descubrir parte del sentir que anida en la retornada. Bovard fue un eterno pretendiente de Misha, aunque un breve flashback, nos permita descubrir el encuentro de esta con Staníslaus Pilgrin (Maximillian Schell) un joven arrogante, descreído y embaucador, que seducirá a la doctora a partir de un inesperado contacto para jugar al ajedrez. El encuentro provocará que una vez llegada la ocupación alemana, Pilgrin proponga a Misha la boda, casándose aunque por parte de él no anide el amor. El retorno a la actualidad del relato, nos permitirá comprobar que la joven con la que el esposo se relaciona no es otra que Fabienne (Samantha Eggar, recién salida de THE COLLECTOR (El coleccionista, 1965. William Wyler)), la hijastra de Misha, a la que en realidad nunca prestó especial atención. Precisamente entre esta inesperada pareja se planteará la posibilidad de obtener su herencia –no olvidemos que todos la han dado por muerta-, observando por casualidad Fabienne a la retornada médica, y confundiéndola con otra persona ¡con gran parecido con la desaparecida! El discurrir del relato permitirá descubrir la realidad de esta, y el establecimiento de un presuntamente mórbido triangulo entre Pilgrin y las dos mujeres, hasta enfrentarse con una situación ideada por Fabienne y aprovechada por el astuto Pilgrin, que finalmente revelará a Misha la realidad de sus relaciones.

Lo que uno lamenta en el film de Thompson, es el hecho fácilmente constatable, de haber desaprovechado las múltiples sugerencias que emanan de su relato –el relato del entorno de posguerra, la relación establecida a tres bandas, el peso de la vivencia de la protagonista, el aspecto canallesco de la ascendencia de Pilgrim sobre las mujeres-, para dirimirse todo ello en una intriga que, justo es reconocerlo, funciona a primera instancia, pero en muy pocas ocasiones llega a trascender o a prender más allá de su propia especificidad como juguete de intriga psicológica. Dentro de un juego al gato y al ratón, lo cierto es la película bebe de manera poderosa el referente de Losey –la secuencia de la inesperada llegada de Misha a su mansión en Paris, descubriendo a Pilgrim y su hijastra en su dormitorio superior, parece calcada de un célebre pasaje de THE SERVANT (El sirviente, 1963. Joseph Losey), e incluso la performance de Schell y su propia dicción, estoy seguro tuvieron como referente los modos de Dirk Bogarde-. Hay instantes en donde aparece ese lado inquietante de la obsesión de los dos vértices femeninos por el nada recomendable Pilgrim.

Un adecuado uso de las secuencias de interior, en donde la movilidad de la cámara y los claroscuros en torno a los rostros y acciones de su trío protagonista deviene pertinente en casi todo momento –atención a la secuencia en el cuarto de baño, entre Pilgrim y Fabienne, dominada por la insinuación y la demostración de la villanía del primero-, se ve lastrado por la molesta ocurrencia de Thompson en alguna ocasión al inclinarse por instantes enfáticos –el breve fragmento en la taberna protagonizado por Pilgrim-, o el convencionalismo que preside su conclusión, empeñados en explicar casi al detalle los recovecos finales de la intriga, rechazando cualquier anuencia con la sugerencia y la ambigüedad. Con todo, un relato muy propio de su tiempo, revelador del nada menguado talento que aún albergaba su realizador, y que mantiene un estimable grado de interés.

Calificación: 2’5

WOMAN IN A DRESSING GOWM (1957, John Lee Thompson)

WOMAN IN A DRESSING GOWM (1957, John Lee Thompson)

Lo primero que se le viene a uno a la mente al contemplar WOMAN IN DRESSING GOWM (1957) –rodada por John Lee Thompson inmediatamente antes de la estupenda ICE COLD IN ALEX (Fugitivos en el desierto, 1958)-, es ratificar una vez más al hecho de que el Free Cinema no surgió de la noche a la mañana, sino que fue un escalón más en torno a una tendencia realista inherente a los modos del cine británico, convenientemente evolucionada con el paso del tiempo. Es más, la película de Thompson, podría establecerse como una especie de puente entre los primeros exponentes del Free, y la lejana corriente de relatos psicológicos entre los que podríamos señalar el mítico –y para mi un tanto sobrevalorado- BRIEF ENCOUNTER (Breve encuentro, 1945. David Lean)-. Entre ambas vertientes, asistimos –conviene ya señalarlo- a un magnífico drama matrimonial, centrado en un contexto de residencia dominado por modernas y frías edificaciones. Una panorámica casi circular nos introduce en los propios títulos de crédito, a ese contexto de relativo progreso, prolongado al contemplar a un muchacho repartiendo periódicos en la mañana de un domingo y, con ello, introduciéndonos en el hogar de los Preston. Una familia compuesta por Amy (Ivonne Mitchell), su esposo Jim “Jimbo” (Anthony Quayle), y el hijo de ambos, Brian (Andrew Ray), ya encaramado en la adolescencia.

La película se iniciará con lo que podríamos denominar la “danza de la rutina”, describiendo los modos –torpes pero voluntariosos- de la madre, levantándose temprano para preparar el desayuno a los dos hombres de su casa. Con el fondo de la música de la radio –quizá el único contacto con una realidad que exteriorice Amy en una existencia dominada por su grisura-, la contemplaremos con su atropellada manera de preparar dichas comidas, acentuado por una planificación casi musical de Thompson, que por momentos nos recuerda la puesta en práctica por Mackendrick en algunos de sus títulos. Será el contrapunto narrativo al bloque que le sucederá –narrado de manera más clásica-, que de manera sorpresiva –Jimbo señala a su esposa que tiene que trabajar en domingo-, nos muestra la ya prolongada infidelidad que mantiene con la joven Georgie (Sylvia Syms), secretaria en la firma en la que él trabaja. Pese a la diferencia de edad existente entre ambos, mantienen una sincera unión amorosa, para la cual solo resta que Jim se decida a anunciar a su esposa la situación, pidiéndole el divorcio. Este no encuentra el momento adecuado, ya que no quiere herir sus sentimientos, reconociendo la bondad y abnegación que Amy ha demostrado en las dos décadas que llevan casados.

En el intento de este para exteriorizar dicha petición, los escarceos de esta para disuadirlo, y la resolución final que albergará esta incómoda situación, se describe el drama que encierra WOMAN IN A DRESSING GOWM, sin duda una de las diatribas más duras que jamás haya expresado el cine británico, en torno a la mediocridad y hastío de la vida matrimonial en las clases obreras del país. Son muchas las virtudes que atesora esta una de las brillantes aportaciones de Thompson al cine de su tiempo –y son bastantes, en las que demuestra ser un cineasta inspirado e incluso reconocible-, pero una de ellas reside en su capacidad para implicarse en la descripción del comportamiento de sus personajes, sabiendo ser crítico y al mismo tiempo compasivo con ellos. Por momentos, Amy puede aparecer como una mujer de nulo atractivo, o incluso cercana a la psicosis, pero en otros instantes esta demuestra su lucidez y talla humana. Por su parte, su esposo se describe en algunos instantes rudo, pero en otros resalta una vulnerabilidad que le supera. Su amante, quizá en algún momento nos pueda resultar posesiva, pero en sus palabras y actitudes destilará una enorme capacidad de comprensión, a la hora de entender las reservas de Jimbo, puesto que conoce a su esposa y comprende que se trata, sobre todo, de una mujer decente.

Estructurando el drama, tomando como epicentro ese piso no demasiado viejo, pero caracterizado por la falta de orden impuesta por esa madre superada por las circunstancias, y una rutina existencial de la que ella misma es incapaz de sobresalir, Thompson acierta al plasmar su abrasadora visión de esa vida matrimonial en la que ya no hay lugar para el disfrute, la sorpresa o el más mínimo aliciente. En pocas ocasiones el cine de las islas había transmitido una visión más desoladora, aunque sin dejar de mostrar esa aura crítica, refuerce esa invectiva al proporcionar ese elemento humano, al hacer vulnerables y hasta cierto punto compadecerse de las miserias de sus personajes. Es por ello, que aunque la planificación y línea narrativa varíe a la hora de describir los devaneos de la relación oculta entre Jim y Georgie, plasmándola con un aura más clásica y, por así decirlo, convencional. Será un oportuno contraste que servirá para que el espectador se sienta –quizá sin intuirlo- descolocado entre ambos ámbitos dramáticos. Un acierto más, en una película que sorprende por la capacidad de introspección que es capaz de esgrimir en su trazado. Algo a lo que ayudará notablemente la magnifica labor de su reducida pero admirable galería de actores –en especial, la asombrosa Ivonne Mitchell, premiada aquel año en el Festival de Berlín; atención a su reacción cuando Jim le anuncia su intención de divorciarse-, o la inspiración para matizar las contradicciones de ese nuevo escenario, para una pareja que navega a la deriva de la rutina, con una esposa que jamás acude a la peluquería y que no deja de llevar puesta esa vieja bata de estar por casa. Thompson al centrarse en ese reducido entorno de la amiga vecina –que también vive un contexto de crisis, pero se muestra más astuta ante ello-, pero sobre todo describe un autentico drama para ese matrimonio que no tiene ya nada que decirse, pero que quizá tampoco tiene posibilidad de acción fuera de su ámbito. Por una parte, ese marido que sin que lo advierta, en realidad no tiene posibilidad de rehacer su vida más allá de la coraza protectora de su esposa. Y enfrente de él se encuentra ese ser sin autoestima y abandonado de sí mismo, que intentará sorprender a Jim arreglándose y organizando una velada, en un episodio patético que llega a conmover –es imposible no sentir piedad por esa esposa que desea aparecer atractiva, y a la que una inesperada lluvia devolverá a al realidad, unido a su fallido intento de ponerse un vestido que levaba años sin utilizar –se le romperá la cremallera-.

Conla precisión de la húmeda fotografía en blanco y negro del gran Gilbert Taylor, WOMAN IN A DRESSING GOWM destaca en la apuesta por el detalle que Thompson prodiga a lo largo de su discurrir, y que se extiende en numerosas ocasiones en su planificación. Me referiré solo a algunos de ellos, insertos en su parte final. Ese polvo que Amy quitará del vestido que quiere ponerse para impresionar a su marido, ese pitido de la cafetera de te que se encuentra en el fuego, que impedirá a Jim y su amante acercarse ese momento en la vivienda del matrimonio, o la manera con la que el hijo retira o ubica una taza de te, en esa bandeja en la que figurarán dos o tres, en función del abandono o regreso de este.

Asumiendo un final en apariencia conformista, no cabe duda que con las anteojeras críticas del pasado, esa sería la mirada que se podría extraer en una visión rápida de la película. No hace falta que reparemos en la mirada ausente de Jim, en medio de unas convenciones que no abandonará durante el resto de su vida, delatando la lucidez de esta espléndida película, con la que se confirma la magnifica andadura que su director exteriorizó en sus primeros años de carrera. Algo que merecería una revisión detenida, reconociendo en él al menos una obra parcial llena de vigencia.

Calificación: 3’5

YIELD OF THE NIGHT (1956, John Lee Thompson)

YIELD OF THE NIGHT (1956, John Lee Thompson)

No es la primera vez que me referido al interés que reviste el primer tercio de la filmografía de John Lee Thompson, integrándose en la riqueza de un cine inglés dominado por un rasgo exterior artesanal, un seguimiento al cine de géneros pero, al mismo tiempo, incorporando en el mismo ese acervo por el perfil psicológico que, a fin de cuentas, ha sido siempre uno de los rasgos más valiosos y perceptibles de su personalidad conjunta.

Dentro del considerable desconocimiento que se mantiene de esa parte de la obra de  Thompson, solo puedo evocar el atractivo bélico ICE COLD IN ALEX (Fugitivos del desierto, 1958), lo que me da una pista de ese grado de interés al contemplar YIELD OF THE NIGHT (1956), que a mi modo de ver da la medida de las posibilidades que el realizador mostraba en aquellos primeros pasos de su carrera. Y es que nos encontramos ante un título complejo, desconcertante, que ofrece al espectador numerosos quiebros a la hora de establecer su engarce dramático, creando una serie de expectativas, finalmente desembocadas en el objetivo prioritario de la cinta –que preciso es señalar, aparece con una precisión poco menos que admirable-. La película, basada en una novela de Joan Henry, y tomando al parecer como eferente el caso de Ruth Ellis, la última ejecución contra una mujer, sentenciada en Gran Bretaña el año anterior –cuyo caso fue tratado posteriormente por la interesante película de Mike Newell DANCE WITH A STRANGER (Bailar con un extraño, 1985)-, se inicia con una admirable secuencia pregenérico, en la que con una compleja, eficaz y percutante sucesión de planos, contemplamos el recorrido de una joven a la que aún no podremos ver el rostro. Dispuestos con una extraña angulación –lo que en un momento determinado nos hace temer lo peor-, todos ellos confluirán en el asesinato por parte de Mary Price Milton (una sorprendentemente intensa Diana Dors) de la adinerada Lucy Carpenter. Un crimen en plena calle, realizado con alevosía y sin ocultar nada, que le llevará a la prisión de Holloway, donde se la condenará a muerte, esperando una previsible apelación, que la encausada en principio no tendrá en cuenta, ya que el odio que sigue manteniendo por la asesinada ciega sus pensamientos. Será el momento en el que la película –ayudado por la voz en off de la protagonista, que en todo momento servirá como complemento, nunca como sustituto, de la puesta en escena del film-, nos incorporará uno de los tres flashbacks que evocarán el proceso que le llevó a dicho asesinato. Serán una vez que contemplemos el conjunto del metraje, sendos interludios, de progresiva intensidad dramática, en los que iremos descubriendo el repentino enamoramiento de la joven con Jim Lancaster (Michael Craig), un atractivo joven de inestable personalidad, que pese a su cariño hacia Mary nunca dejará de tener cerca de su corazón a Lucy. En esas miradas retrospectivas contemplaremos ese proceso de atracción y relativo rechazo en la relación de Jim y Mary, la inescrutable atracción del primero por esa Lucy que en el fondo lo tiene a como un juguete, mientras que él hace lo propio inconscientemente con Mary. Una inestabilidad compartida que culminará con el suicidio del primero –mostrado en un dramático off visual-, dejando una nota a la ausente Lucy, y provocando con ello en nuestra protagonista un odio irracional que culminará en su crimen contra esta.

Sin embargo, lo que podía convertirse en un relato o thriller que narrara dicho proceso, muy pronto se orillará en la película, al inclinarse la misma en una crónica, de marcado carácter psicológico, de ese proceso que llevará a la protagonista hasta el cumplimiento de su condena. La mayor parte del metraje de YIELD OF THE NIGHT se erige en una sutil proclama en contra de la pena de muerte, basada por completo en la observación del realizador, a través de la mente de la protagonista, de la vivencia, con creciente angustia, de su encuentro con la muerte. Y es a través de dicha premisa, por medio de una dirección de actores fabulosa –en realidad el conjunto del relato se beneficia de esa inagotable cantera de intérpretes ingleses, en los que en esta ocasión hay que incluir a la, por lo que se aprecia, poco aprovechada Diana Dors-, la fuerza que imprime el blanco y negro de Gil Taylor, imbricado en la apuesta por el alcance claustrofóbico y opresivo de la prisión, y la precisión de un montaje operado por Richard Best. Todo ello será utilizado con mano maestra por un J. Lee Thompson más inspirado que nunca –digo esto aún teniendo lagunas en este atractivo periodo de su filmografía-, consciente de que tenía entre manos un relato de profunda carga emocional, y en el que no desaprovechó la ocasión para plasmarlo con un rigor narrativo y dramático fuera de toda duda. Prueba de ello será la capacidad descriptiva de la galería de personajes que irán apareciendo en ese recorrido de las últimas semanas de vida de le encausada. La vivencia con su abogado, con el capellán de la prisión, con la aparente frialdad de la gobernanta de la misma –una máscara para poder asumir dicho rol-, con la insoportable reiteración de los ritos diarios en una celda en la que se encuentra siempre vigilada y acompañada –llegará a conocer todos los rincones, desperfectos y sonidos diarios que se encuentran en el interior y exteriores de la celda; conocerá incluso los andares de la gobernanta cuando se acerca a la misma desde el exterior-. En su estancia en la prisión recibirá con hostilidad las visitas de su madre y de su hermano pequeño, al que no quiere someter a la humillante situación de tener que visitarla acudiendo al recinto, paseará por el patio sosteniendo por costumbre un gato y también contemplando unos claros diurnos caracterizados por lo sombrío. También recibirá a su ex marido, que parece querer acudir a cumplimentarla como si quisiera sublimar con ello su fracasada relación, aunque no recoja de la recluaa más que indiferencia.

Cuesta creer que un título de la hondura psicológica y los matices de YIELD OF THE NIGHT haya permanecido –y lo sigua haciendo- durante décadas, en el ostracismo. Sin duda es otro de los muchos exponentes del cine inglés necesitados de una pronta revisión. Y lo es por formar parte de un subgénero no demasiado frecuentado en la producción de su tiempo. Pero aún lo supone en mayor medida por la irresistible fuerza de su metraje, hasta tal punto que su densidad llega a ahogar al espectador al plasmar con creciente tensión la angustia existencial de una muchacha que ve sin poder remediarlo como se acerca hasta ella la hora de su ejecución. De nada le valdrán los consejos del capellán, para una muchacha que confiesa no tener creencia alguna, aunque no deje de ser asistida por los ritos aportados por el clérigo. Para ella supondrá otra convención mal, como la de ser revisada por el doctor, o atendida por las enfermeras. Habrá una excepción entre estas últimas. Se trata de Hilda MacFarlane (excepcional Yvonne Mitchell), una de sus asistentas, con la que establecerá una especial empatía, quizá por que contemple como un día no cumple con su cometido al haber fallecido inesperadamente su madre. En un momento determinado se establecerá entre ambas una sinceridad insólita en dicho ámbito, conociendo Mary como esta se quedó soltera por permanecer cuidando  a su madre, o descubriendo en ella una fe de la que la condenada carece. La auxiliar intentará consolar a nuestra protagonista, señalándole en un momento dado que todas las personas mueren durante un día indeterminado, y se despedirá de ella en una secuencia dotada de una dolorosa fuerza emocional –quizá el instante más estremecedor de la película-, horas antes de que la condenada sea ejecutada.

Será la plasmación de dicha condena –que será descrita en off mediante un arriesgado fundido en negro-, la que intensificará el gusto por el detalle puesto en práctica por  Thompson a lo largo del film –el inserto del cenicero en donde aún se encuentra el cigarro encendido, ya casi consumido, del último cigarro de la condenada-, en un recorrido en el que no faltará la presencia de un entrañable personaje, el de la vieja Miss Bligh (Atiene Séller), empleada en el pasado de la prisión, y destinada sin que nadie la haya empujado a ello, a ayudar psicológicamente a la condenada con sus visitas. Especialmente en la última que tendrá con ella, ya sabiendo la cercanía de su muerte, en la que le aconsejará despertarse ya “en el regazo del Señor”.

Todo ello conformará un conjunto preciso, cortante como el cuchillo, dominado por una espiral de tensión que llega a hacerse irrespirable para el espectador, al que en su último tramo deja casi sin asideros emocionales, contagiando de es temor atroz hacia la nada. Hay un comentario intercambiado por las celadoras en un momento determinado, que resume a la perfección las intenciones del film, cuando una de ellas señala –ante el lamento de otra de las mismas- por la condena de la muchacha, el hecho de que Mary no pensó en ello cuando mató a Lucy. Será el que certifique “pero una muerte más no devolverá a la vida a la asesinada”. Un logro casi absoluto.

Calificación: 3’5