LA VIE DUN HONNÊTE HOMME (1953, Sacha Guitry)
LA VIE D’UN HONNÊTE HOMME (1953) es el número 23, de los 29 largometrajes que rodó como mettre en scène ese autentico genio megalómano de las artes escénicas -actor, escritor, autor teatral, guionista y director cinematográfico- francesas, que atendió al nombre de Alexandre-Georges-Pierre Guitry, conocido popularmente como Sacha Guitry. En realidad, se trata de su última producción, antes de rodas tres grandes frescos historicistas en torno a la letra pequeña de la historia de su país y, tras ellos, concluir su obra cinematográfica -y vital- con dos pequeñas y brillantes producciones. Señalamos esa extraña y atractiva trilogía apelando a la grandeur francesa, puesto que constituyen una excepción al conjunto de la producción fílmica de Guitry, quien desde la liberación francesa -con lo que la misma tuvo de humillante y breve encarcelamiento del cineasta, acusado injustamente de colaboracionismo- asumió un devenir creativo caracterizado por una mirada revestida de creciente misantropía. Es cierto que en ocasiones la misma aparecía teñirá de cierta aura esperanzadora -la maravillosa fábula LE TRESOR DU CANTENAC (1950)-, pero lo habitual sería encontrarse con propuestas avaladas por su devastadora mirada en torno a diferentes aspectos de la condición humana. Y hay que señalar -sin haber podido acceder a todos los títulos que engloban dicho periodo- que con LA VIE D’UN HONNÊTE HOMME asistimos a una de las propuestas más sombrías y desesperanzadas jamás legadas por el gran dramaturgo y -lo subrayo con especial convicción- cineasta francés.
Tras la acostumbrada e inconfundible voz en off del propio Guitry -quien no intervendrá como intérprete-, su muy ajustado diseño de producción, e incluso los siempre irónicos créditos que el director convertía en auténtico elemento distanciador, muy pronto se nos mostrará el casi militar contexto que brinda la vida de la familia burguesa que en encabeza el inflexible y adinerado Albert Ménard-Lacoste (un magnífico Michel Simon). Albert domina y casi nos atreveríamos a señalar que atemoriza a su esposa Madeleine (Marguerite Pierry) y sus dos hijos. Incluso a su propios sirvientes -entre los que encontraremos a un divertido y amanerado Louis de Funés-. En esa mirada teñida de acerada crítica a una familia mortecina y revestida de prejuicios, la cámara de Guitry no obviará introducir pequeños flashes en los cuales el señor de la casa imaginará a su joven sirvienta casi desnuda, a su esposa muerta, y donde la presencia en segundo término de la incipiente pantalla televisiva, no hará más que confirmar la visión teñida de pesimismo que el director albergaba del mundo que le tocaba vivir.
Esa rutina casi polvorienta, se verá turbada casi de la noche a la mañana, con la llegada a la mansión de Alain, su hermano gemelo (de nuevo Simon, sabiendo establecer con extrema sutileza las diferencias de dos personalidades contrapuestas). En un encuentro entre ambos en el despacho de Albert, se establecerá la enorme distancia establecida para los dos, ya que el más adinerado intentó incluso olvidar a Alain durante treinta años, al señalar a su esposa que este había muerto. En apariencia, la razonada mezquindad de Albert apenas le brindará a Alain, el vagabundo y hombre libre, la entrega de tres mil francos para que pueda subsistir unos pocos días y, sobre todo, desaparezca de su vista para siempre. No obstante, la presencia ante sí de un gemelo que siempre ha ignorado y menospreciado, y que paradójicamente se asemeja tanto a él a nivel físico como se opone en su manera de entender la existencia, supondrá un punto de inflexión en una vida dominada por el lujo y al mismo tiempo ese puritanismo y ausencia de verdad propio del entorno burgués. Guitry insertará con acierto los contrastes entre ellos. Alain vivirá con felicidad una cena modesta, mientras que Albert aparecerá progresivamente atormentado, hasta el punto que abandonará la comodidad de su mansión para acudir hasta la modesta habitación en la que se recluye su hermano, propiciando un encuentro con él en el que le ofrecerá un trabajo estable, con la inesperada consecuencia de que este último -ya bastante enfermo de corazón- sufrirá una embolia que le costará la vida. Por unos instantes Albert lamentará hondamente su muerte -en un plano fijo de gran emotividad, a mi juicio el instante más conmovedor de la película-.
Será una casi implícita catarsis, ya que el adinerado hermano decidirá asumir la identidad del fallecido y, con ello, preparará un testamento que le otorgue sus propias propiedades, por encima de la previa intención de que su esposa -y aparente viuda- lo reciba. Y es a partir de ese momento, cuando el aura transgresora de la película alcanza su máxima expresión. Por momentos hemos advertido la ascendencia dickensiana de la propuesta de Guitry -el acaudalado protagonista aparece como un Ebenizer Scrooge cualquiera, y ese cambio de identidad parece sacado de ‘Historia de dos ciudades’-. Es más, por momentos podemos evocar la lejana referencia que nos proporciona una década atrás la extraordinaria comedia de John M. Stahl HOLY MATRIMONY (1943), a partir de la novela de Arnold Bennett transformada en guion de la mano del experto Nunnally Johnson. Pero lo que en el film de Stahl aparece como la apuesta por una nueva vida revestida de placidez, en el film de Guitry deviene una casi irrespirable mirada teñida de pesimismo, en torno a la imposibilidad del encuentro con la autenticidad en la existencia. Ese deseo del burgués protagonista por reiniciar su vida asumiendo la de su hermano, pero conservando su opulencia económica, de entrada, le permitirá ser mucho más benevolente con sus empleados, acercarse a sus hijos e incluso a su esposa, cuando de entrada aparece como su tío o cuñado.
Esa mixtura de sorda ironía irá acompañada por una mirada crecientemente desencantada. Nos lo brindarán las imágenes del cortejo fúnebre de Andrés -en realidad Alain-, las acechanzas de la supuesta viuda de este, empeñada en un acercamiento al que considera su cuñado o, finalmente, en el horror que este manifestará cuando su auténtica familia lo admita de nuevo como una versión mejorada del que fuera su padre, sin saber que en realidad se trata de él mismo. Será algo que Madeleine descubrirá en el último momento tras una llamada del médico de la familia, y mientras nuestro protagonista no podrá huir de la propia incomodidad de su existencia, en un final de tremenda negrura, mientras se escucha de nuevo la canción de Mouloudji a modo de lúgubre conclusión. Pese a su sorprendente brillantez, no puedo situar LA VIE D’UN HONNÊTTE HOMME entre la cima de los trece largometrajes suyos que he contemplado hasta el momento. Sin embargo, sí podría calificarlo como el más pesimista de todos ellos. Hay desde su primer a su último fotograma un aura desesperanzada que no evade ni sus momentos más divertidos -que los hay-. Estoy convencido que esta misma propuesta, si estuviera firmada por cineastas más reputados y supuestamente más transgresores -pongo por ejemplo a Luis Buñuel- gozaría desde hace décadas del reconocimiento que sus imágenes aparentemente -solo aparentemente- apagadas merecen.
Calificación: 3’5