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CINEMA DE PERRA GORDA

Sacha Guitry

LA VIE D’UN HONNÊTE HOMME (1953, Sacha Guitry)

LA VIE D’UN HONNÊTE HOMME (1953, Sacha Guitry)

LA VIE D’UN HONNÊTE HOMME (1953) es el número 23, de los 29 largometrajes que rodó como mettre en scène ese autentico genio megalómano de las artes escénicas -actor, escritor, autor teatral, guionista y director cinematográfico- francesas, que atendió al nombre de Alexandre-Georges-Pierre Guitry, conocido popularmente como Sacha Guitry. En realidad, se trata de su última producción, antes de rodas tres grandes frescos historicistas en torno a la letra pequeña de la historia de su país y, tras ellos, concluir su obra cinematográfica -y vital- con dos pequeñas y brillantes producciones. Señalamos esa extraña y atractiva trilogía apelando a la grandeur francesa, puesto que constituyen una excepción al conjunto de la producción fílmica de Guitry, quien desde la liberación francesa -con lo que la misma tuvo de humillante y breve encarcelamiento del cineasta, acusado injustamente de colaboracionismo- asumió un devenir creativo caracterizado por una mirada revestida de creciente misantropía. Es cierto que en ocasiones la misma aparecía teñirá de cierta aura esperanzadora -la maravillosa fábula LE TRESOR DU CANTENAC (1950)-, pero lo habitual sería encontrarse con propuestas avaladas por su devastadora mirada en torno a diferentes aspectos de la condición humana. Y hay que señalar -sin haber podido acceder a todos los títulos que engloban dicho periodo- que con LA VIE D’UN HONNÊTE HOMME asistimos a una de las propuestas más sombrías y desesperanzadas jamás legadas por el gran dramaturgo y -lo subrayo con especial convicción- cineasta francés.

Tras la acostumbrada e inconfundible voz en off del propio Guitry -quien no intervendrá como intérprete-, su muy ajustado diseño de producción, e incluso los siempre irónicos créditos que el director convertía en auténtico elemento distanciador, muy pronto se nos mostrará el casi militar contexto que brinda la vida de la familia burguesa que en encabeza el inflexible y adinerado Albert Ménard-Lacoste (un magnífico Michel Simon). Albert domina y casi nos atreveríamos a señalar que atemoriza a su esposa Madeleine (Marguerite Pierry) y sus dos hijos. Incluso a su propios sirvientes -entre los que encontraremos a un divertido y amanerado Louis de Funés-. En esa mirada teñida de acerada crítica a una familia mortecina y revestida de prejuicios, la cámara de Guitry no obviará introducir pequeños flashes en los cuales el señor de la casa imaginará a su joven sirvienta casi desnuda, a su esposa muerta, y donde la presencia en segundo término de la incipiente pantalla televisiva, no hará más que confirmar la visión teñida de pesimismo que el director albergaba del mundo que le tocaba vivir.

Esa rutina casi polvorienta, se verá turbada casi de la noche a la mañana, con la llegada a la mansión de Alain, su hermano gemelo (de nuevo Simon, sabiendo establecer con extrema sutileza las diferencias de dos personalidades contrapuestas). En un encuentro entre ambos en el despacho de Albert, se establecerá la enorme distancia establecida para los dos, ya que el más adinerado intentó incluso olvidar a Alain durante treinta años, al señalar a su esposa que este había muerto. En apariencia, la razonada mezquindad de Albert apenas le brindará a Alain, el vagabundo y hombre libre, la entrega de tres mil francos para que pueda subsistir unos pocos días y, sobre todo, desaparezca de su vista para siempre. No obstante, la presencia ante sí de un gemelo que siempre ha ignorado y menospreciado, y que paradójicamente se asemeja tanto a él a nivel físico como se opone en su manera de entender la existencia, supondrá un punto de inflexión en una vida dominada por el lujo y al mismo tiempo ese puritanismo y ausencia de verdad propio del entorno burgués. Guitry insertará con acierto los contrastes entre ellos. Alain vivirá con felicidad una cena modesta, mientras que Albert aparecerá progresivamente atormentado, hasta el punto que abandonará la comodidad de su mansión para acudir hasta la modesta habitación en la que se recluye su hermano, propiciando un encuentro con él en el que le ofrecerá un trabajo estable, con la inesperada consecuencia de que este último -ya bastante enfermo de corazón- sufrirá una embolia que le costará la vida. Por unos instantes Albert lamentará hondamente su muerte -en un plano fijo de gran emotividad, a mi juicio el instante más conmovedor de la película-.

Será una casi implícita catarsis, ya que el adinerado hermano decidirá asumir la identidad del fallecido y, con ello, preparará un testamento que le otorgue sus propias propiedades, por encima de la previa intención de que su esposa -y aparente viuda- lo reciba. Y es a partir de ese momento, cuando el aura transgresora de la película alcanza su máxima expresión. Por momentos hemos advertido la ascendencia dickensiana de la propuesta de Guitry -el acaudalado protagonista aparece como un Ebenizer Scrooge cualquiera, y ese cambio de identidad parece sacado de ‘Historia de dos ciudades’-. Es más, por momentos podemos evocar la lejana referencia que nos proporciona una década atrás la extraordinaria comedia de John M. Stahl HOLY MATRIMONY (1943), a partir de la novela de Arnold Bennett transformada en guion de la mano del experto Nunnally Johnson. Pero lo que en el film de Stahl aparece como la apuesta por una nueva vida revestida de placidez, en el film de Guitry deviene una casi irrespirable mirada teñida de pesimismo, en torno a la imposibilidad del encuentro con la autenticidad en la existencia. Ese deseo del burgués protagonista por reiniciar su vida asumiendo la de su hermano, pero conservando su opulencia económica, de entrada, le permitirá ser mucho más benevolente con sus empleados, acercarse a sus hijos e incluso a su esposa, cuando de entrada aparece como su tío o cuñado.

Esa mixtura de sorda ironía irá acompañada por una mirada crecientemente desencantada. Nos lo brindarán las imágenes del cortejo fúnebre de Andrés -en realidad Alain-, las acechanzas de la supuesta viuda de este, empeñada en un acercamiento al que considera su cuñado o, finalmente, en el horror que este manifestará cuando su auténtica familia lo admita de nuevo como una versión mejorada del que fuera su padre, sin saber que en realidad se trata de él mismo. Será algo que Madeleine descubrirá en el último momento tras una llamada del médico de la familia, y mientras nuestro protagonista no podrá huir de la propia incomodidad de su existencia, en un final de tremenda negrura, mientras se escucha de nuevo la canción de Mouloudji a modo de lúgubre conclusión. Pese a su sorprendente brillantez, no puedo situar LA VIE D’UN HONNÊTTE HOMME entre la cima de los trece largometrajes suyos que he contemplado hasta el momento. Sin embargo, sí podría calificarlo como el más pesimista de todos ellos. Hay desde su primer a su último fotograma un aura desesperanzada que no evade ni sus momentos más divertidos -que los hay-. Estoy convencido que esta misma propuesta, si estuviera firmada por cineastas más reputados y supuestamente más transgresores -pongo por ejemplo a Luis Buñuel- gozaría desde hace décadas del reconocimiento que sus imágenes aparentemente -solo aparentemente- apagadas merecen.

Calificación: 3’5

LE TRÉSOR DE CANTENAC (1950, Sacha Guitry)

LE TRÉSOR DE CANTENAC (1950, Sacha Guitry)

Cuando uno contempla y disfruta de una película dotada con el ingenio y la constante inventiva cinematográfica de LE TRÉSOR DE CANTENAC (1950), no deja de sorprenderse ante el hecho de que permanezca absolutamente ignorada por los aficionados. Ignorada tanto como la figura de su artífice, el tan megalómano como absolutamente genial Sacha Guitry, una de las figuras artísticas más importantes surgidas en la primera mitad del siglo XX europeo. Escritor, autor teatral, actor, y también guionista y realizador cinematográfico, su inmarchitable figura recibió un amargo revés al ser acusado -e incluso encarcelado por un corto espacio de tiempo- de colaboracionista en Francia, una vez transcurrida la II Guerra Mundial. Tras esa forzada y dolorosa interrupción, Guitry retorna a la realización cinematográfica en 1948 con dos extraordinarios títulos, como fueron LE COMEDIEN y LE DIABLE BOITEUX. Películas que prolongaban la punzante ironía consustancial a la obra de Guitry, pero que al mismo tiempo quedaban impregnadas de tanta amargura como pátina autobiográfica. Algo de ello se prolonga en esta admirable LE TRÉSOR DE CANTENAC, que en su primera mitad se erige en uno de los más duros tratados de misantropía que jamás he contemplado en la pantalla -una misantropía que, por otro lado, acompañaría buena parte de la filmografía posterior de Guitry-. Sin embargo, la singularidad que proporciona esta película, es la de dividir su temperatura emocional en dos partes claramente diferencias, para contraponer en su segunda mitad esa mirada devastadora sobre la condición humana, para proponer en su oposición una posibilidad de redención, articulada, como no, en la propia figura de su artífice. Unido a ello, hay un elemento que con el paso de siete décadas desde su rodaje la reviste de enorme actualidad; proponer una mirada didáctica en torno a la reversión del éxodo rural.

Una vez más, el gran artista francés inicia su película como uno de sus habituales trompe l’oeil meta cinematográficos, al filmar desde su propio despacho la llegada de dos vecinos que le transmitirán el relato original, haciendo pasar a sus personajes, y poco después al equipo técnico y artístico accediendo por una escalera. Una vez más, y a lo largo de unos deslumbrante y al mismo tiempo sencillos minutos iniciales, nuestro cineasta separa con tanta agudeza como ironía las diferencias entre realidad y ficción, erigiéndose una vez más como admirable demiurgo, en una obra cinematográfica todavía carente de su necesaria difusión -un servidor todavía no ha alcanzado a contemplar el 50% de sus largometrajes-. A partir de ese momento, Guitry nos traslada a la perdida y depauperada población de Cantenac. Un poblado en decadencia, antaño creado al socaire de la existencia de un palacio actualmente en ruinas, en el que su menguada población consume sus días aburrida, enfrentada casi cómicamente, y sin posibilidad de encontrar el más mínimo asidero emocional en sus vidas. Por allí sobrevive el cura, al que no visita ningún feligrés -tan solo recurren a él en los últimos instantes de sus vidas-, dado que se encuentra enfrentado con su hermano gemelo, que es el alcalde -con el que los lugareños tampoco se relacionan, pero que votan invariablemente cada 4 años-, laico y reacio hacia cualquier inclinación religiosa. Por allí discurre en bicicleta en ocasiones un médico al que los vecinos desprecian dada su nula eficacia. O esa taberna en las que sus clientes juegan la partida diariamente sin comunicarse siquiera, tan solo con la excepción de la muerte de algún familiar. Un cuadro desolador que Guitry describe con la precisión del entomólogo y la punzante ironía del comediógrafo, y utilizando para ello una manera de describir absolutamente brillante. Lo hará a lo largo de casi media hora de metraje, mediante la inserción de pequeños episodios con una casi total ausencia de diálogos, y punteando la sucesión de viñetas con la personalísima voz y el inagotable sentido sardónico de su propio artífice. A partir de estas premisas, y recuperando algunos postulados del cine silente, Guitry describirá pasajes tan delirantes como esa tabernera que comparte marido y amante, sin saber el espectador a ciencia cierta quien es el primero o el segundo. O esa sacristana que se confiesa con su párroco inventándose algunos pecados al día para que el sacerdote no olvide su misión. O esa joven gitana adivinadora que leerá las manos y predecirá ventura a todos su vecinos -al final acertará en sus vaticinios-, pero que saldrá apedreada del pequeño pueblo al sentirse sus vecinos estafados. O ese tonto que en realidad es más listo que el resto de habitantes. O ese ancianísimo vecino de la localidad -casi 150 años- que se resiste a revelar a sus avariciosos descendientes el lugar donde se esconde un tesoro familiar, ya que teme ser objeto de asesinato por parte de estos.

Lo cierto es que la galería de personajes y situaciones que Guitry describe en esta población condenada al aburrimiento, a la falta de ilusiones, a la envidia colectiva y, en última instancia, a la extinción colectiva es tan demoledora como divertida. Tan punzante como cercana en su retrato colectivo. Nuestro cineasta propone una mirada revestida de sordo pesimismo, pero al mismo tiempo es tan audaz el escalpelo utilizado, que no deja de provocar el regocijo constante del espectador, aunque en no pocas ocasiones este se encuentre reflejado en sus imágenes. Esa admirable recurrencia a los ecos del cine silente irá aparejada por una evidente, asumida y extraordinaria influencia del cine de Chaplin. Tanto en su vertiente satírica como, sobre todo, en esa segunda mitad, donde la mirada nihilista planteada hasta entonces mutará en un delicioso tono de fábula redentora y posibilista, sin que en ella quede ausente en modo alguno la eterna mirada irónica de su artífice.

Dicho punto de inflexión se producirá al trasladar el foco a las circunstancias personales del último Barón de Cantenac (como siempre, descomunal el propio Guitry). Un hombre maduro y culto pero actualmente arruinado, que vive siendo atendido por los que en el pasado fueron sus criados ¡y que ahora son los dueños de sus propias dependencias! Totalmente superado por un contexto existencial desprovisto del más mínimo aliciente, hará testamento destinando sus escasas propiedades a sus sirvientes y disponiéndose a suicidarse. Una inesperada mirada a un óleo que conserva de Cantenac levantará su curiosidad y viajará hasta la vieja población en un lento carruaje. Allí contemplará la decadencia de lo que le rodea y la tumba de sus antepasados, todos enterrados en el mismo panteón. Entre la expectación de los ociosos vecinos alertados por la presencia de un inusual forastero, comprobarán como éste visita la iglesia y conserva con el párroco, rompiendo el aislamiento del entorno parroquial. Nadie sabrá el contenido de la conversación salvo el sacerdote, ya que la misma anuncia una futura misa funeral, regresando hasta su lugar de residencia, y disponiéndose a poner fin a su vida. El anciano lugareño pondrá en conocimiento del sacerdote el destino del famoso tesoro oculto, por lo que este de manera inmediata se trasladará hasta el entorno del barón para hacerle partícipe de una nueva que evitará dicho suicidio… que de todos modos nunca se hubiera producido, ya que sus criados-propietarios ya se preocuparon de quitar las balas del revolver con que iba a cometer el trágico hecho.

A partir de ese momento se producirá el retorno de Cantenac al pueblo, donde será acogido en la casa parroquial. Y junto al centenario, pero eternamente vitalista personaje encarnado con magisterio por Marcel Simon acudirán, con la inapreciable ayuda del tonto del pueblo, a abrir el enorme arcón que contiene ese codiciado tesoro. A primera instancia la decepción se impondrá, pero muy poco después surgirá la fortuna largamente acariciada. A partir de ese momento, todo cambiará para el propio aristócrata, convertido casi de inmediato en benefactor o filántropo de esa colectividad que desea revitalizar. La aspereza de sus habitantes se irá convirtiendo en un terreno abonado para la esperanza, y para que en ellos surjan de nuevo sentimientos de vecindad, amistad, e incluso para el amor. Y el maravilloso film de Guitry, sin perder un ápice de punzante ironía, virará la severidad de su planteamiento inicial para introducirse por completo en el ámbito de la fábula, sin abandonar para ello esa ascendencia chapliniana, que se complementará llegados a este punto con influencia de otros cineastas franceses de su tiempo -hay quien ha señalado la de Marcel Pagnol, pero en algunos instantes no dejo detectar el eco del muy inicial Jacques Tatí-. Ayudado por la excelente -y chapliniana- partitura de Louiguy, y combinando con tanta perfección como espontaneidad la delicadeza con el sentido del hunor, Sacha Guitry nos ofrece una segunda mitad llena de placidez y confianza en el individuo. Rebestida de momentos tan maravillosamente románticos como ese pasaje en la tienda, donde el barón se retira pudoroso y elegante -maravilloso como actor- cuando comprueba el latente amor que se profesan la hija de la tendera y un apuesto joven que más adelante adoptará como hijo. En el emocionante e inesperado instante en el que el alcalde se reconciliará con su hermano el sacerdote, abrazándose delante del confesionario. Pero al mismo tiempo, la película en ningún momento se encontrará ausente de inventiva cinematográfica, como en ese extraordinario episodio-ballet de la profusión de bicicletas -mostrando la progresión económica de sus habitantes-, en el que no dejarán de aparecer modelos de novedosa configuración -como el que servirá para ubicar a la ya madura tabernera, su marido y su amante- que concluirá de manera deslumbrante -en un instante digno del mejor Jerry Lewis- con el tonto del pueblo discurriendo hacia la pantalla en patinete hasta que se estrelle, literalmente, contra la cámara.

Eterno demiurgo de su pluma, de su mirada y de su cine, Sacha Guitry se mostrará en esta película extraordinaria, por vez primera en mucho tiempo, esperanzado en las posibilidades del ser humano. Y nos lo transmitirá en el conjunto de esta película inicialmente sombría y demoledora en su constante ingenio, que en última instancia se nos convertirá en una hermosa fábula repleta de felicidad. ¡Grande Guitry!

Calificación: 4

A 28 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (VII) DIRECTED BY... Sacha Guitry

A 28 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (VII) DIRECTED BY... Sacha Guitry

Foto: el escritor, comediógrafo y realizador francés Sacha Guitry, en uno de sus rodajes.

 

SACHA GUITRY... en CINEMA DE PERRA GORDA

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(5 títulos comentados)

ASSASSINS ET VOLEURS (1956, Sacha Guitry)

ASSASSINS ET VOLEURS (1956, Sacha Guitry)

Hace ya bastantes años que llegué a la conclusión, de encontrar en la figura de Sacha Guitry (1885 – 1957), a uno de los más grandes cineastas franceses. En realidad, Guitry fue un auténtico intelectual. Un hombre de talento e ironía portentosa, que utilizó el medio cinematográfico, como una vertiente más de sus facultades creativas, brindando una treintena de largometrajes, de los que por desgracia no podemos disponer de una mirada generalizadora sobre su conjunto. Aún así, habiendo llegado hasta la fecha a contemplar un tercio de sus películas, es un muestreo suficiente -destacaría entre ellas, las admirables LE COMEDIEN y LE DIABLE BOITEUX, ambas de 1948-, para apreciar la singularidad y la inventiva de un artista, al que se cuestionó la supuesta teatralidad de su cine, sin entender que aplicaba unas formulas personalísimas. Una concepción muy diferente del hecho cinematográfico, en la que no solo estaban bien presentes una extraordinaria dirección de actores, o unos diálogos llenos de desbordante ingenio. Por encima de todo ello, el cine de Guitry está lleno de trompe d’oil, y dominado por un ingenio que transgredía cualquier convención, articulando incluso distanciaciones narrativas, o una comunión, cara a cara con el espectador. En definitiva, siempre he tenido a Gutry, como el precedente europeo, de esas formulaciones narrativas, que se harían tan populares en la obra del norteamericano Joseph. L. Mankiewicz, una vez que en la andadura fílmica de este, empezó a incorporar insólitas estructuras narrativas.

Hombre de inmensa popularidad, Guitry vivió con comodidad en el periodo de ocupación nazi de Francia, aspecto por el cual, una vez concluyó la II Guerra Mundial fue detenido, aunque en ningún momento se pudo probar su presunto colaboracionismo. Es el periodo en el que filma algunas de sus diatribas más punzantes, en torno a la ambigüedad de la vida política -la ya citada LE DIABLE BOITEUX-, y al parecer se insertó en su vida un poso de amargura. Por ello, su obra cinematográfica en los años cincuenta, hasta su muerte en 1957, se describe con la realización de grandes frescos, relativos a la historia francesa, en donde Guitry combinaba una fastuosa reconstrucción, con esa mirada llena de agudeza e ironía. Pero junto a estas grandes producciones, en los últimos años de su producción, se esconden pequeñas películas, en las que ya no intervenía como actor, caracterizadas por una visión muy desencantada de la condición humana. Es algo que puede representar LE POISON (1950), y que despliega plano a plano, la magnífica ASSASSINS ET VOLEURS (1956), penúltima de sus realizaciones, caracterizada por una mirada disolvente, y dominada por una misantropía atroz, sobre el comportamiento humano.

Una vez más, utilizando un guion propio, ASSASSINS ET VOLEURS se inicia con la inesperada intrusión de un ladrón -Albert Le Cagneux (un joven Michel Serrault)-, al domicilio del acomodado y elegante Philippe d’Artoix (Jean Poiret). Este no se inmutará de la visita del asaltante -parece casi esperar su presencia-, relatándole la circunstancia que padece, que le va a llevar de inmediato al suicidio, al señalar que lleva en su pesar, el hecho de haber afectado una vida humana. Por ello, propondrá entregar a Le Cagneus 200.000 francos, si lo elimina, evitando que él mismo tenga que dispararse a sí mismo. Para ello, le relatará a este la situación que le ha llevado a esta triste condición, remontándose la acción a bastantes años atrás, donde evocará su inesperado encuentro con una atractiva rubia -Madeleine Ferrand (Magali Noël), de la que se enamorará perdidamente, en una extraña situación de aparente rescate en alta mar. De inmediato esta desaparecerá, aunque el destino la reencontrará, como esposa de un viejo compañero de colegio, que solía asustarle constantemente. Casi sin poderlo evitar, Philippe y Madeleine describirán una irrefrenable relación, esquivando al marido de esta -Jean Walker Ferrand (Clément Duhour)-, siempre enfrascado en reuniones y negocios. Todo irá funcionando hasta la perfección, hasta que una noche Jean Walker descubrirá a su esposa siéndole infiel, y estrangulándola, sin que Philippe pueda salvarla, pese a matar a su esposo, huyendo del lecho del crimen, aunque dejando la pistola a un ladrón que hasta allí ha llegado -¡el mismo La Cagneux!-, que será condenado a diez años de prisión, una vez confiese haber sido autor de un crimen, que en realidad no ha cometido.

Por su parte, d’Artoix huirá y sufrirá un accidente de coche, siendo internado en un manicomio, donde convivirá con una extravagante fauna, hasta que finalmente se una a una de las internas -una cleptómana-, iniciando un robo, en el que finalmente este resultará estafado. Por ello, desarrollará su carrera como desvalijador, utilizando para ello su encanto y elegancia, hasta que, llegado el momento de saber que aquel encausado por su culpa del crimen de su amante, ha sido puesto en libertad, alimentará en él la angustia de que irá a por él, cosa que así sucederá, aunque de manera inesperada, desde el primer momento de la función.

ASSASSINS ET VOLEURS se inicia de manera desenfada y en apariencia sin pretensiones, presentando a esos dos personajes que dominarán el conjunto del relato, envuelto en ágiles y mordaces diálogos, e instaurando ecos del vodevil, en medio de una base argumental repleta de giros inesperados y dobles sentidos. Sin embargo, lo que se hace muy patente en esta magnífica película, es la tremenda carga de misantropía, que desplega en todo su metraje. A partir de una estructura sencilla, pero revestida de jugosísimas disgresiones -esa inesperada narración de Philippe al propio protagonista del proceso, del juicio que condenaría al ladrón al que se culpó del asesinato del marido de su amante, descrita a partir de los ecos que este ha leído de la prensa-, Guitry ofrece un relato que literalmente, no deja títere con cabeza, plasmando una de las más duras disecciones de la burguesía, que podía brindar el cine francés de su tiempo. Una mirada que desprende un profundo nihilismo, en el que prácticamente no hay lugar para el amor. Ni siquiera entre Philippe y Madeleine. En el que el marido de esta aparecerá como un ser detestable, carente de la más mínima delicadeza -es más, será el autor del asesinato de su esposa-. En el que incluso las telefonistas, están en combinación con sus clientas, al objeto de falsear el lugar donde estas se ocultan, flirteando con sus amantes.

La deslumbrante descripción del doble asesinato -la secuencia clave de la película-, deja noqueado por la sorpresa que sobrellevará, pero al mismo tiempo por la terrible ironía que desprende toda ella, dejando paso al sombrío devenir de nuestros dos protagonistas. De un lado, ese ladrón al que se condenará de manera injusta, en una de las vistas más grotescas y, al mismo tiempo, demoledoras en su alcance satírico, que jamás he podido contemplar en la pantalla. Esa mirada disolvente a la incapacidad de la justicia, acentuada por la presencia de ese testigo anárquico y fuera de tono, interpretado por Darry Cowl que, en su aparente incoherencia, en el fondo, servirá para subrayar ese sinsentido de unos juristas, incapaces de creer en la verdad de Albert, pero que sin embargo se mostrarán conmiserativos cuando reconozca la culpabilidad, de un asesinato que no ha cometido.

Por su parte, Philippe será internado en un manicomio, poblado por una extraña fauna de frikis que, en el fondo, no deja de suponer una representación del conjunto de nuestra sociedad. De entre sus moradores, este una vez devuelto a la vida normal, iniciará una andadura conjunta como ladrón de joyas, por una cleptómana, que no dudará en tomarle el pelo. Ya en soledad, prolongará sus modos de ladrón sofisticado, permitiendo una vida acomodada, en la que no resultará ausente el peso de esa persona que fue a la cárcel de manera injusta, y con la que el destino, finalmente, le permitirá reencontrarse. Una vez más, Guitry apelará en el parlamento final de ese hombre atormentado, quien no dejará señalar que esos inesperados encuentros, en realidad, solo se producen en la película.

Pese a su apariencia de juguete cómico y chispeante, ASSASSINS ET VOLEURS aparece como una propuesta atrevida en su articulación dramática, deslumbrante en algunos de sus giros y, sobre todo, profundamente pesimista en la visión de la condición humana. Todo ello, tendrá una nueva muestra del desprecio a las convenciones dramáticas, en un inesperado final, rotundo, disolvente y noqueante. Una conclusión en el fondo consecuente con esa mirada sombría, envuelta en una puesta en escena transparente, en la cual un artista que había vivido con intensidad la existencia, casi, casi, nos revelaba su poca fe en la sociedad, de la que casi pudiera quedar como un ser anacrónico.

Calificación: 3’5

LE ROMAN D’UN TRICHEUR (1936, Sacha Guitry)

LE ROMAN D’UN TRICHEUR (1936, Sacha Guitry)

¿Podría suponer Sacha Guitry un precedente de la capacidad de fabulación visual desarrollada años después por Orson Welles? Quizá sea una boutade de improbable aplicación. Sin embargo, contemplando los primeros minutos de LE ROMAN D’UN TRICHEUR (1936), uno no deja de advertir los modos con los que su director y guionista asume el propio hecho cinematográfico. Como un auténtico juego, desarrollando ya en los propios títulos de crédito esa capacidad para ironizar por las propias convenciones marcadas por un arte que ya contaba con varias décadas de existencia y evolución. Nos encontramos con uno de los primeros exponentes que forjaron la filmografía del polifacético y –para mi- genial, autor, comediógrafo y cineasta francés, y ya en ella podemos atisbar su peculiaridad como narrador, su visión irónica hasta grados extremos de la existencia y, sobre todo, desmintiendo plano a plano ese aforismo que durante décadas condenó su cine como simple “teatro filmado”. Craso error, ante una formulación tan original en una obra única, que podrá ser admirada en un mayor o menor grado, pero a la que nadie puede rechazar en su acusada personalidad. Guitry fue uno de los primeros y más valiosos auteurs que mantuvo el cine francés, y en esta película –una original muestra de alta comedia-, lo demuestra, aunque cierto es que lo ofrezca de manera diferente a la puesta en práctica en posteriores exponentes de una filmografía para la que aún restaban numerosas muestras.

Ya lo señalaba al principio, al comprobar como los primeros minutos de LE ROMAN… describen la visualización de las personas que van a intervenir en el film, remarcando la reconocida egolatría del propio artífice del relato, cuya voz en off anuncia irónicamente la aparición de todos ellos. Sin embargo, la película se inicia de un modo revelador, la mostración ordenada de las cartas de una baraja ubicadas boca abajo, muestran el título de la película, como atisbando el mensaje final que su contemplación nos brinda; que la propia existencia es un juego que ha de ser degustado disfrutando su efímera condición. Ello será algo que nuestro protagonista vivirá de primera mano siendo pequeño, librándose de una muerte segura al evitar ingerir unas setas venenosas que ha recolectado su abuelo, al estar castigado por su padre. La manera con la que se muestra dicha situación trágica, ya nos avanza lo que promete esta divertida película, cuyo sentido del sarcasmo viene acompañado a sus singulares formas narrativas. De repente, la mesa en la que se encuentra toda la familia, pasa repentinamente a aparecer vacía, restando solo el pequeño díscolo. Es ya en estos momentos, cuando Guitry apostará por una formulación narrativa en la que en absoluto podemos hablar de teatro filmado, pero sí de una narración que sigue debiendo mucho al cine mudo –algo en sí nada reprobable, más bien al contrario-, y que se encuentra irónicamente reforzada por los constantes comentarios con los que Guitry sustituye a los propios diálogos. Tan solo en los intermedios de esos episodios que jalonan su vida desde la infancia, se nos mostrará al protagonista, veterano, arruinado y en la mesa de un café, redactando esas “Memorias de un tramposo” que han servido para rememorar su andadura existencial y que, en los últimos momentos de la misma, servirán para reencontrarse con un viejo amor –un gesto de nobleza al devolverle un reloj servirá para reiniciar una vieja relación y, quizá con ello, devolver la vitalidad a un viejo experimentado de la vida, que tuvo el amor como catalizador de su afilada visión de la existencia, no dudó en colaborar con mujeres ladronas de guante blanco, y que cuando mantuvo una auténtica relación, no le funcionaba esa extraña química que mantenía con una mujer cómplice, con la que amasó una fortuna en los casinos de Montecarlo. Será precisamente esa ciudad o, más en concreto, Mónaco, el país que Guitry fustigará sin piedad a través de sus comentarios e incluso situaciones dignas del más desaforado slapstick –el instante en el que al adquirir la nacionalidad monaguesca se le entrega el instrumento para ejercer como empleado de casinos, es tan divertido como resulta hilarante la descripción que se ofrece de un país de opereta, que se divide en la zona de sus habitantes; Mónaco y la de juegos; Montecarlo-. En este aspecto el francés deviene mucho más mordaz que el propio Lubitsch, siendo una muestra más de esa capacidad de Guitry para jugar con el lenguaje cinematográfico, utilizando el avance y retroceso de la misma situación a modo de moviola, y discurriendo esa evolución y crecimiento de su protagonista como un auténtico recetario de esa capacidad e inventiva que nuestro protagonista demostraba en uno de sus primeros títulos. Cierto es que LE ROMAN D’UN TRICHEUR no resulta su título más elaborado, pero si supone una apuesta valiente, que se atreve a resultar disolvente en los diálogos que acompañan al trágico desfile de los ataúdes que contienen los cadáveres de los componentes de su familia, y demuestra la extraordinaria capacidad para la lucidez de ese bon vivant que siempre fue nuestro protagonista. Cierto es que, en medio de ese constante despliegue de inventiva, lo principal que queda tras el visionado de la película, es esa apuesta del disfrute pleno de la existencia, asumiendo la misma como un auténtico juego. Lo importante en este caso, es que este hombre a quien se acusó de rodar teatro filmado, aplicaba en 1936 unas formas cinematográficas eminentemente visuales, con una clara nostalgia por el cine silente, y poniendo en práctica un sentido de la dramaturgia, del cual su caudal de ironía sigue manteniendo una considerable vigencia. Cierto es que en posteriores exponentes de su obra esta capacidad para sorprender al espectador –y que estoy seguro tomaba como pruebas de superación personal, me remito al casi inmediato LES PERLES DE LA COURONNE (Las perlas de la corona, 1937)-, tendrían exponentes aún más conseguidos, incluso cercanos al logro casi absoluto. No por ello hemos de olvidar el conjunto de cualidades que ofrece esta brillante, fresca e irónica propuesta, en la que la ironía y el sarcasmo devienen moneda corriente.

Calificación: 3

NAPOLEON (1955, Sacha Guitry) Napoléon

NAPOLEON (1955, Sacha Guitry) Napoléon

Que el cine ha sido generoso con el tratamiento de la figura de Napoleón Bonaparte, no solo es una verdad incontestable, sino una opción llena de lógica. De pocos personajes en la historia de la Humanidad se han podido extraer tal cantidad de matices y reflexiones cara a su tratamiento dramático en la pantalla. Es así como desde la apuesta brindada por Abel Gance en pleno cine mudo, hasta la encarnación hollywoodiense del personaje a cargo de Marlon Brando, pasando por la narración de sus más célebres batallas, lo cierto es que el recorrido sobre la filmografía que ha generado el personaje daría pie a todo un grueso estudio. Y estoy seguro que en ese hipotético tratado, habría que consignar un apartado muy especial, para la que puede ser sea al mismo tiempo la visión más certera, escéptica, respetuosa y crítica, sobre la figura de Bonaparte. Era evidente que no se podía esperar otra cosa de NAPOLEON (1955), viniendo de la mano de una de las personalidades más apasionantes del cine francés –habría que extender ese carácter a un concepto más amplio dentro del ámbito de la intelectualidad gala- y, por ende, del cine europeo; Sacha Guitry. Cierto es que antes de contemplarla, albergaba cierto temor, en la medida que nos encontramos en el periodo final de su obra –Guitry murió un par de años después-, había visto hace algunos años su previa –y algo irregular- SI VERSAILLES M’ÉTAIT CONTÉ (Si Versalles pudiese hablar, 1954), en la que su brillo habitual se veía algo mermado, y mucho me temía que esa adscripción del francés a un determinado tipo de gran producción, provista de deslumbrantes repartos y lujoso cromatismo, fuera un cierto elemento que neutralizara el ingenio del cineasta, dramaturgo, actor, guionista. Había otro elemento que me predisponía en contra; la larga duración de la película, que se extendía a tres horas de duración.

Por fortuna, todos mis prejuicios se disiparon casi desde su primer instante que, es cierto, alberga algunas secuencias –no demasiadas- en las que el ritmo decae, pero que vuelve a mostrarnos a un Guitry en plena forma, deleitándonos con un relato en el que esas tres horas de duración se devoran como un suspiro, y en las que el cineasta, una vez más, vuelve a demostrar su casi inagotable ingenio y su más que notable dominio de la técnica cinematográfica. Pero además de ello, cultiva con magisterio el diálogo sarcástico y distante, logra un reparto deslumbrante en pequeños roles –atención al casi irreconocible Erich Von Strohëim encarnando a Beethoven- y, sobre todo, vuelve a incidir en las constantes que definieron toda su obra cinematográfica; su profundo conocimiento de los recovecos del comportamiento humano, puestos por lo general en práctica como catalizadores de mecanismos de poder. Es por ello que, quien espere ver en el NAPOLEON de Guitry una visión rigurosa o basada en los elementos de masas –aunque los ofrezca- o en la brillantez como se exponen las batallas –aunque estas aparezcan con claridad, debidas a la tarea del posterior realizador Eugene Loirie-, es preferible que desista del interés de contemplarla –y por ello no me extrañan algunos comentarios que desacreditan el film basados en una ausencia de rigor histórico o de falta de acción-. Claro está, que poco conocían la singular personalidad de este fascinante cineasta, capaz de atrapar un caudal de lucidez en sus películas, sin por ello tener que renunciar a la fantasía sobre los personajes históricos en los que trabajaba. La historiavfrancesa, supuso para Guitry un caldo de cultivo fascinante para su visión de intelectual distanciado, lúdico, bon vivant y, cada vez más, desencantado –a lo que no dudo contribuiría no poco tanto la comprometida situación que vivió al ser acusado de colaboracionista con los nazis en la invasión francesa de estos, o su propia decrepitud física.

NAPOLEON se inicia con la reunión de un grupo de cortesanos, encabezada por el influyente Tayllerant (un rol que Guitry ya había encarnado en la excelente LE DIABLE BOITEUX (1948). En la misma se anuncia la muerte de Bonaparte, elemento que dará pie a la narración del propio realizador / actor, con el particular matiz de hacerlo “como si hubieran pasado cien años” –un artificio narrativo que permite que la película nos relate incluso el destino final de los restos del emperador varias décadas después, a su retorno a Francia-. A partir de ese instante, la película será otra muestra brillante, chispeante, épica por momentos, crítica en otros, en torno a la figura que protagonizará la función. Una vez más, el realizador galo no se interesará por los aspectos más comúnmente conocidos y resaltados –aunque tampoco los desdeñe-. De nuevo adentrará su recorrido sobre la biografía de Bonaparte, que se iniciará a modo de postal adentrada en una estampa sobre sus primeros años de vida. A partir de ese instante, asistiremos a su singladura biográfica, pero siempre “a la manera” de Guitry, que aparece como si en su cine se brindara una mixtura del Lubitsch de las puertas cerradas, los ingeniosos guiones históricos de Preston Sturges –IF I WERE KING (Si yo fuera rey, 1938. Frank Lloyd)-, o la espléndida combinación de cine – teatro que brindaba el mejor cine de Mankiewicz. No es la primera vez que afirmo que sin la referencia de Guitry, quizá el realizador de ALL ABOUT EVE (Eva al desnudo, 1950) nunca hubiera alcanzado notoriedad como cineasta.

Pero lo que nos interesa en esta ocasión, es comprobar como un hombre ya envejecido como Guitry –que de nuevo confirma ser uno de los mejores actores de todos los tiempos; atención a esa inconfundible voz e inflexiones, imposibles de apreciar con un doblaje-, sabía no solo emerger de un proyecto que en manos menos diestras habría estado abocado al fracaso más absoluto. Por el contrario, se encontraba en un momento óptimo, llevando a cabo el segundo eslabón de esa trilogía sobre su visión sotto voce de la historia moderna francesa –iniciada con el antes citado SI VERSAILLES… y prolongada con la inmediatamente posterior SI PARIS NOUS ÉTAIT CONTÉ (1956). Y dentro de ese recorrido casi exhaustivo sobre una andadura vital que transforma y adapta a su manera, sin por ello saber transmitir quizá como ningún otro cineasta su importancia, su auténtica personalidad, sus contradicciones y su grandeza ante el pueblo francés, lo cierto es que este se expresa como un auténtico placer para paladares exquisitos. Un placer que tiene su base en unos diálogos de venenosa efectividad –confieso haberme carcajeado en no pocas ocasiones ante alguno de ellos-, pero en los que también coexiste –y es algo en lo que cada vez hay que incidir con mayor convencimiento-, una inteligentísima plasmación de cine – teatro, bajo la cual hay que reconocer en la figura de su artífice a un auténtico “autor” en la acepción más “cahierística” posible. Bajo la estructuración de estampas –es algo innegable-, se expone una narrativa precisa, consciente, aguda e inspirada en la mayor parte de su trazado. No le importaba a Guitry “epatar” con planos de gran complejidad –aunque cuando la ocasión lo requiriera los plasmara-. Realmente, él se sentía cerca de sus personajes, en líneas generales para ironizar sobre sus comportamientos, pero también para mostrarles su cariño –ver la visión que se ofrece de Josefina en los últimos instantes que mantiene con Napoleón ante de separarse de él-. Y, aunque solo sea como ejemplos extraídos al azar que sirvan como ilustración de esta aparente contradicción, citemos esa larguísima panorámica que recorre la inmensa capa que se está confeccionando al poco después proclamado emperador –un movimiento de cámara dotado de una demoledora capacidad crítica sobre la megalomanía del protagonista-, lo que no impedirá que más adelante inserte ese plano que muestra a nuestro protagonista durmiendo en el descanso de una batalla, pertrechado tras los tambores de sus soldados, retrotrayendonos incluso ecos fordianos.

Pero así era el cine de este francés olvidado, genial e irrepetible, capaz de obviar en el recorrido vital de Napoleón la referencia a su desafortunada invasión española –una simple frase de Tayllerant despacha tal episodio-, e incluso de mostrar con cruel ingenio las negociaciones que en Elba sufrió el reconocimiento de su propio cadáver. Fueron todo ello muestras del ingenio desorbitante de un intelectual que en su vertiente puramente fílmica, siempre recibo con placer. Pese a algunas pequeñas objeciones, NAPOLEON solo ha supuesto para mí ratificar ese enunciado.

Calificación: 3’5

LE COMÉDIEN (1948, Sacha Guitry)

LE COMÉDIEN (1948, Sacha Guitry)

¿Cuánto tiempo hará falta para que llegue esa casi indispensable retrospectiva o ciclo a gran escala que permita situar la figura de Sacha Guitry (1885 - 1957), no solo como uno de los grandes realizadores del cine francés –a mi juicio a la altura de Bresson, Becker o Melville-, sino, sobre todo, uno de los intelectuales europeos más ingeniosos, vitalistas y al mismo tiempo acres? Una figura que a través de las diferentes facetas en las que extendió su desbordante capacidad artística, ratificó la expresión de un mundo y unas inquietudes personalísimas, revestidas de una amarga lucidez siempre envuelta en las más exquisitas maneras. Es por ello que su tarea cinematográfica es solo parte de la vastísima aportación creativa de Guitry, pero aún partiendo de esa circunstancia, creo que una aportación que supera ligeramente la treintena de títulos, es motivo suficiente para un profundo acercamiento a una obra que, a raíz de lo que he podido atisbar de la misma, roza lo apasionante. Y fue una intuición que se inició en mí hace ya mucho tiempo, allá por 1984, cuando en el segundo canal de TVE programaron un ciclo de cine francés, emitiendo en una de sus sesiones LES PERLES DE LA COURONNE (Las perlas de la corona, 1937). Fue mi primer contacto con el cine de Guitry, y ya desde mis juveniles dieciocho años pronto disfruté del sentido de la ironía, esa mirada disolvente, los divertidos private joke y la mirada distanciada de unas convenciones que dinamitaba con apenas unas líneas de diálogo.

 

Ha pasado desde entonces más de un cuarto de siglo, espacio en el que apenas he podido contemplar otros seis títulos más de su filmografía. Han sido, no obstante, suficientes, para reconocer en su figura a un realizador apasionante, que entra dentro de esa galería personal en la que me interesaría acercarme a cualquiera de sus títulos a los que tenga ocasión de acceder, y una base suficiente para admitir que sin el referente de Guitry, estoy convencido que dos directores – guionistas tan elogiados como Joseph L. Mankiewicz o Preston Sturges, poco hubiera tenido que hacer –el segundo de ellos nunca citaría esa evidente referencia en sus manifestaciones, siempre el autor de ALL ABOUT EVE (Eva al desnudo, 1950) fue poco dado al elogio ajeno, mientras que Sturges en su exilio francés quizá hubiera deseado encontrarse con nuestro protagonista-.

 

Dentro de esta evocación de la obra cinematográfica de Guitry, me decidí por revisar uno de los títulos que en su momento más me atrajeron de cuantos pude contemplar hace años. Se trata de LE COMÉDIEN (1948), dedicada por su artífice a la figura de su padre –Luicién Guitry-, de quien en los planos iniciales, Sacha insertará los únicos testimonios fílmicos que se conservaron de su figura. Lo que en manos de cualquier otro cineasta –sobre todo otro que hiciera una película sobre su progenitor- podía haberse estrellado dentro de los temibles límites del biopic, en esta ocasión se erige en una obra deliciosa, quintaesencia del arte de su autor, resultando de forma paralela como una de las mejores películas que en la gran pantalla han tratado las interioridades de la vida teatral y, finalmente, de manera sutil se muestra como un emocionado homenaje a la figura del veterano actor protagonista, encarnado por el propio realizador, al igual que asumiendo este a su propio personaje, elección esta última que le ocasionó graves problemas, ya que en el momento de filmar esta película contaba con la edad aproximada del padre en el contexto temporal que deseaba narrar, y se encontraba por tanto bastante mayor como para encarnar su propia juventud.

 

Dejando de lado este aspecto puramente anecdótico, tampoco tengo suficientes elementos de juicio para afirmar que nos encontrarnos ante uno de los mejores títulos de su creador, aunque no dudo en señalar que sí me parece una propuesta excelente, y junto con la posterior LE DIABLE BOITEUX (1948), la cima más alta del cine de este creador que hasta la fecha he tenido oportunidad de ver. Estoy convencido, en este sentido, que entre la treintena larga de títulos realizados –de entre los que me restan unos veinticinco por contemplar-, se encuentran escondidas muestras e incluyo auténticas joyas que por desgracia lamentablemente no son accesibles al disfrute del aficionado –hablar del gran público en los tiempos que corren, puede parecer una auténtica herejía-.

 

LE COMÉDIEN se inicia con los ya citados planos del homenajeado intérprete, acompañados por la voz en off de su propio hijo –una de las escasas objeciones de la película; esa especial incidencia de dicha narración en los minutos de apertura-. Muy pronto se nos describirá la infancia y los primeros pasos tanto existenciales como dirigidos a expresar la inquietud del entonces muchacho por la interpretación, mejor dicho, por la escena, que alentarán sus padres. En realidad, no será todo ello más que un fondo que servirá a Gutiry para conducir su relato a la esencia del mismo; una mirada profunda, sincera, arrebatada y emocionada, hacia la verdad que en su figura –transmitida en esta ocasión en el referente de su padre-, ofreció la representación y la actuación, como bálsamo o escudo protector de cara a la propia rutina que genera la existencia. No soy el primero en señalarlo –mi buen amigo Jesús Cortés ya lo comentaba hace unos meses en un comentario-, pero si bien hay películas excelentes que tienen como fondo el mundo del teatro –la citada ALL ABOUT..., STAGE DOOR (Damas del teatro, 1937. Gregory La Cava)-, pocas las hay que aborden en sí mismo la importancia de la interpretación, del fingimiento, de la reinvención de la existencia a partir del arte de la simulación. Cierto es que, sin abundar, podemos encontrar títulos magníficos en esta vertiente, como lo expresan OPPENING NIGHT (1977, John Cassavetes) o la eternamente infravalorada THE DRESSER (La sombra del actor, 1983), probablemente dejada de lado por estar filmada por un hombre por lo general poco interesante como es Peter Yates. Sin embargo, quizá en ninguna ocasión como en esta se ha visto en la pantalla tal declaración de amor a la interpretación, en la que el respeto al bagaje cultural del teatro se intercale con la aportación de los trucos más evidentes de cada intérprete. Y todo ello, irá aparejado con esa reiterada expresión de misoginia y, quizá de manera aún más acusada, esa misantropía que Guitry mostró ante la vulgaridad que le rodeaba –no quiero ni pensar lo que le podrían sugerir los tiempos actuales-.

 

A partir de la introducción de dicho planteamiento, que ocupará los primeros quince minutos de la película, lo que sigue es una auténtica delicatessen. Un plato para paladares exquisitos, definido en una de las grandes películas del cine francés de la década de los cuarenta. Una propuesta en la que no se sabe que admirar más, si lo afilado de sus diálogos, la convicción con la que se inserta la apuesta de su discurso, o bien la capacidad de Guitry –a quien solo con su prestación en esta película cabría admirar como uno de los grandes intérpretes europeos de todos los tiempos- para conjugar de manera aparentemente descuidada, un profundo discurso en el que, y esto lo que cabría remarcar de manera muy expresa, destaca su magnifica formulación narrativa. Acusado durante muchos años de ser un simple artífice de “teatro filmado”, creo que contemplar con la suficiente atención LE COMÉDIEN supone una muestra definitiva de sus maneras expresivas, que van de esa misma presencia de los planos reales de la figura del homenajeado, la manera con la que en esos primeros instantes integra planos documentales de los lugares donde se desarrollaron los primeros pasos del célebre intérprete, ese insólito zoom de retroceso y acercamiento combinado con panorámica que nos describirá el instante en que Lucien aceptará integrarse en una academia de interpretación, la habitual y siempre ingeniosa apuesta por la elipsis por parte del cineasta, o incluso el hecho de que en todo momento huya casi por convicción de cualquier atisbo de sentimentalismo en su cine –aunque no por ello evite que en sus planos afloren momentos conmovedores-.

 

Todo ello serían motivos suficientes para reconocer la destreza y personalidad de Guitry en los recovecos del arte cinematográfico, pero es que además en su cine esta cualidad se aúna a la integración en sus propuestas de una constante inventiva, ingenio y refinamiento. En esta, concretamente el cineasta apuesta por dotar a sus imágenes la constante sensación de asistir a una continua representación por parte de su protagonista. Eso que algunos podrían reprochar a la película, en el fondo se erige como su auténtica razón de ser. Combinando siempre esa apuesta con diálogos deslumbrantes y placenteros, con la agudeza que ofrece su propia interpretación, y con la planificación cristalina que brinda la progresión de sus secuencias –en las que no parece importar ni su sucesión cronológica ni el hecho de que obedezcan a un especial relieve entre las estampas elegidas-, LE COMÉDIEN se despliega con la sabiduría de quien conoce que tras las frágiles bambalinas de su superficie, se encuentra la hondura del profundo conocedor de la condición humana, que de alguna manera trasladará a los recovecos del oficio del intérprete –destacaremos la dura crítica que ofrecerá a uno de los miembros de su reparto, o incluso a su propia amada, cuando esta realiza su primera y única representación-.

 

Es cierto. Admiro profundamente a este auténtico hombre del renacimiento –en una ocasión leí que también con admiración se le definía como uno de los grandes megalómanos del cine-. ¡Pero es de tal calibre lo que Guitry ofrece con maneras en apariencia simples y casi cercanas a la serie B! Por ello no me cabe más que descubrirme y dejarme hechizar por las formas y los contenidos que expresa con una sencillez pasmosa. Y es que junto a esa ironía casi ponzoñosa, a ese constante deleite intelectual que ofrecen todos y cada uno de los elementos de su obra, hay también en ella un lugar para la emotividad. La sensibilidad que queda plasmada en esos increíbles primeros planos de la fascinada Catherine (espléndida y bellísima Lana Marconi) cuando se encuentra por vez primera delante de Lucién, en la elipsis que culminará con la muda espera por parte de este de la joven, estando seguro de que esta acudirá a su encuentro con él, en las palabras que finalmente el célebre intérprete manifestará cuando descubre que pese a todo la ama, o en esa escena magnífica en la que Lucién –en plena representación- escribe a una veterana actriz que se encuentra en un palco.

 

Pero por encima de todo ello, no voy a ocultar que si algo me conmovió en esta película, son esos instantes –ambos recreados por el propio Guitry-, en los que se establece la complicidad que debió haber en vida entre padre e hijo. Es algo que se pondrá de manifiesto en la secuencia de la visita del entrevistador argentino al camerino donde, mediante una planificación muy eficaz, se expresará un delicioso juego de complicidades entre Lucien y Sacha. Pero, más allá incluso de ese contexto, hay un instante absolutamente prodigioso –a mi modo de ver, el más hermoso de la película- en el que se plasma la devoción que Sacha muestra hacia su desaparecido progenitor. Me refiero al momento en que el hijo –al cual no se ve el rostro- sube al escenario donde Lucien está ensayando su obra Pasteur, tocándole con las manos en la espalda de este. En justa correspondencia, asistiremos emocionados al momento en el que Sacha debuta en la escena, entregándosele por parte de su padre de un cuadro que para este supuso un auténtico talismán, como lo haremos al descubrir la postrera treta interpretativa puesta en práctica por su hijo, para que este no se ausentara de un momento trascendental en su vida.

 

LE COMÉDIEN es un título tan ignorado como magnífico. Me gustaría que sirviera como punta de lanza para redescubrir a todos los que lo deseamos, el calibre de una de las más grandes figuras de la cultura francesa del siglo XX.

 

Calificación: 4

SI VERSAILLES M’ÉTAIT CONTÉ (1954, Sacha Guitry) Si Versalles pudiese hablar

SI VERSAILLES M’ÉTAIT CONTÉ (1954, Sacha Guitry) Si Versalles pudiese hablar

Creo que en la personalidad de Sacha Guitry queda representada una de las figuras y referentes más necesitados de rehabilitación del cine y teatro europeo, además de situarlo personalmente entre los tres mejores realizadores con que contó la cinematografía francesa a lo largo de su historia –junto a Jacques Becker y Robert Bresson. Una vez más, una elección muy personal-. Hasta la fecha solo he podido contemplar siete de sus películas, lo cual me lleva a procurar el acercamiento a una obra cinematográfica en la que se aúna el ingenio, la sabia adaptación de las fórmulas del “cine-teatro”, y una constante inclinación a la revisitación de episodios cercanos a la historia francesa, brindando una segunda mirada revestida de ironía y escepticismo, que en su conjunto revela un profundo cuestionamiento a modos, normas y prejuicios, que tanto se prodigan en los entresijos del poder.

La figura de Guitry es tan valiosa como controvertida, y es probable que la acusación a la que fue sometido al finalizar la II Guerra Mundial de colaboracionista con los nazis, favoreciera una mengua en la valoración de sus enormes cualidades como actor, guionista y realizador cinematográfico. En su conjunto, pienso que todas estas facetas complementaban una personalidad sorprendente, que adelanta por un lado las vertientes manifestadas por nombres como Orson Welles, pero que personalmente inclinaría más en las figuras de Preston Sturges y Joseph. L. Mankiewicz. Es más, siempre he pensado que Mankiewicz tuvo que tenerle como una de sus referencias más relevantes a la hora de iniciar su andadura como director de cine. Con el francés compartió su gusto por los trompe d’oil, la originalidad en la utilización de argumentos y guiones aparentemente ligados con la vertiente teatral, la ironía de sus planteamientos, el recurso a la voz en off o la mirada reflejada en el pasado. En todo caso, pienso que la obra de Guitry es valiosa, fresca, sorprendente y personal en todo momento, y pese al esfuerzo de algunos –empezando por François Truffaut, que fue el primero en hacer pública una llamada sobre la obra del veterano y polifacético creador-, aún está pendiente de una revisión lo suficientemente profunda para dar a conocer los matices de una de las personalidades más singulares legadas por la cinematografía europea.

Con la referencia que me proporcionaba el visionado y disfrute de varios títulos excelentes –entre los que me gustaría destacar los magníficos LE COMEDIEN y LE DIABLE BOITEUX, ambas de 1948-, es el bagaje con el que me adentré en las imágenes de SI VERSAILLES M’ÉTAIT CONTÉ (Si Versalles pudiese hablar, 1954), que es el primer título de la obra de Guitry editado en DVD en España. Tras haberla contemplado, nadie puede negar la personalidad y capacidad de ingenio desplegado por su realizador, guionista e intérprete en la película. Es evidente que nos encontramos ante un título de relativo interés y que cuenta con algunos momentos magníficos. Sin embargo, creo que su conjunto acusa una cierta desproporción y el desgaste o la inadecuación de unas fórmulas de probado éxito hasta pocos años antes, que quizá en esta ocasión se aplicaron dentro de un entorno cinematográfico en el que ya no tenían el debido acomodo. Una vez más, Guitry –que aparece al inicio y al final de la función encarnando su propio personaje y ejerciendo de nuevo como demiurgo con sus constantes e irónicas referencias en off- nos anuncia –tras unos títulos de crédito tomados con el largo discurrir de la páginas de un álbum repleto de personajes históricos- la narración de la historia del palacio de Versalles, pretendiendo reflejar en él el espíritu de la grandeur de Francia. La película queda dividida en dos partes. La primera de ellas es más extensa y lograda, reflejando especialmente el reinado de Luis XIV. Por su parte, la segunda detalla aspectos del reinado de Luis XV y Luis XVI, adentrándose hasta el presente del periodo del rodaje del film. De demasiado extensa duración –cerca de dos horas y media- e irregular densidad, incido en la mayor eficacia de su mitad inicial –extendida en unos 85 minutos-, quizá por que sus contenidos se centran en un retrato sumamente irónico y divertido del periodo de esplendor del absolutismo de Luis XIV, y en buena parte debido a que el retrato del monarca ya envejecido corre a cargo del propio realizador, quien realiza una composición –habitual en él- ciertamente magnífica. A su alrededor se sucederán las contradicciones, secretos de alcoba, hipocresías, servidumbres, grandezas e injusticias, de un periodo de dominio absoluto de Francia, y del entorno de un monarca que no duda en tener un incontable número de amantes e hijos, que es capaz de compatibilizar el esplendor y el poder absoluto con unas acciones caracterizadas por la austeridad, que destaca en su visión de futuro –la construcción de Versailles para dejar huella de su paso por el cargo-, que es capaz de casarse en segundas nupcias sin mediar amor por medio, que finalmente verá con escepticismo el final del absolutismo, y al cual irónicamente enterrarán en la más absoluta intimidad –y totalmente descuartizado en su cuerpo-, para no soliviantar los ánimos de unos ciudadanos sojuzgados y hartos de vivir en la miseria.

Por su parte, el fragmento posterior optará por una serie de pinceladas sobre el reinado de Luís XV –encarnado por Jean Marais-, extendiéndose algo más en su sucesor –Luís XVI-, en su relación con María Antonieta y el advenimiento de la Revolución Francesa, hasta ofrecer unas breves fragmentos sobre la evolución del palacio hasta el presente del rodaje. Precisamente ese carácter disperso y desequilibrado, supone la causa del menor interés del largo episodio, que finaliza con una secuencia que inicialmente roza lo grandilocuente, pero a la que la convicción con la que está rodada, deviene en un momento brillante; el descendimiento por la escaleras exteriores del palacio, del hipotético ejército de las distintas generaciones que forjaron las historia de Francia desde su edificación, trescientos años atrás. Es en este sentido, donde la primera y más extensa mitad, deviene un producto mucho más conjuntado –podría haber sido perfectamente estrenada como una película individual-, más reveladora del estilo de su realizador, ingeniosa y homogénea. En cualquier caso, y ello se aprecia en su conjunto, SI VERSAILLES… acusa una cierta irregularidad. Quizá se tratara una falta de familiaridad de Guitry con los nuevos modos con los que la industria francesa se acometía en su evolución cinematográfica. Y en ello la anuencia de famosos actores en papeles de corta presencia –Gerard Phillipe, Claudette Colbert-, no contribuye a la solidez del producto. Las secuencias de exteriores están rodadas con desgana y escasez de figurantes. Se detecta un desequilibrio que logra eludirse con las habituales invectivas irónicas introducidas por el realizador y guionista, bien a nivel de diálogo, la prolongación de un plano o un giro de cámara oportuno –esa panorámica a los bancos de la iglesia vacíos en la homilía combativa del predicador-. Aún conservaba Guitry parte de esa capacidad escénica y cinematográfica, pero lo cierto es que el conjunto se resiente de ese cierto decalage entre ambiciones y resultados, que en mi opinión eran muestras de un cierto agotamiento como realizador, unido a ciertas dificultades de producción –no comprobadas-.

En todo caso, con todas estas salvedades, y pese al lastre de una desmesurada duración, lo cierto es que SI VERSAILLES… sigue proporcionando elementos de regocijo y demostración de la valía de Guitry como hombre de cine. Cito solo dos al respecto; el primero sería la sincera confesión que –ya anciano- mantiene Luis XIV con su segunda esposa, en la que el le revela su ausencia de amor hacia ella, aludiendo al desgaste que proporciona el matrimonio. El segundo, llega en sus ecos hasta el propio cine mudo. Me estoy refiriendo a la composición del plano en el que el cardenal es destituido por orden de Luis XVI. Su largo primer plano y la iluminación del mismo, nos remite por su intensidad a los mejores instantes del cine silente.

Calificación: 2’5