ASSASSINS ET VOLEURS (1956, Sacha Guitry)
Hace ya bastantes años que llegué a la conclusión, de encontrar en la figura de Sacha Guitry (1885 – 1957), a uno de los más grandes cineastas franceses. En realidad, Guitry fue un auténtico intelectual. Un hombre de talento e ironía portentosa, que utilizó el medio cinematográfico, como una vertiente más de sus facultades creativas, brindando una treintena de largometrajes, de los que por desgracia no podemos disponer de una mirada generalizadora sobre su conjunto. Aún así, habiendo llegado hasta la fecha a contemplar un tercio de sus películas, es un muestreo suficiente -destacaría entre ellas, las admirables LE COMEDIEN y LE DIABLE BOITEUX, ambas de 1948-, para apreciar la singularidad y la inventiva de un artista, al que se cuestionó la supuesta teatralidad de su cine, sin entender que aplicaba unas formulas personalísimas. Una concepción muy diferente del hecho cinematográfico, en la que no solo estaban bien presentes una extraordinaria dirección de actores, o unos diálogos llenos de desbordante ingenio. Por encima de todo ello, el cine de Guitry está lleno de trompe d’oil, y dominado por un ingenio que transgredía cualquier convención, articulando incluso distanciaciones narrativas, o una comunión, cara a cara con el espectador. En definitiva, siempre he tenido a Gutry, como el precedente europeo, de esas formulaciones narrativas, que se harían tan populares en la obra del norteamericano Joseph. L. Mankiewicz, una vez que en la andadura fílmica de este, empezó a incorporar insólitas estructuras narrativas.
Hombre de inmensa popularidad, Guitry vivió con comodidad en el periodo de ocupación nazi de Francia, aspecto por el cual, una vez concluyó la II Guerra Mundial fue detenido, aunque en ningún momento se pudo probar su presunto colaboracionismo. Es el periodo en el que filma algunas de sus diatribas más punzantes, en torno a la ambigüedad de la vida política -la ya citada LE DIABLE BOITEUX-, y al parecer se insertó en su vida un poso de amargura. Por ello, su obra cinematográfica en los años cincuenta, hasta su muerte en 1957, se describe con la realización de grandes frescos, relativos a la historia francesa, en donde Guitry combinaba una fastuosa reconstrucción, con esa mirada llena de agudeza e ironía. Pero junto a estas grandes producciones, en los últimos años de su producción, se esconden pequeñas películas, en las que ya no intervenía como actor, caracterizadas por una visión muy desencantada de la condición humana. Es algo que puede representar LE POISON (1950), y que despliega plano a plano, la magnífica ASSASSINS ET VOLEURS (1956), penúltima de sus realizaciones, caracterizada por una mirada disolvente, y dominada por una misantropía atroz, sobre el comportamiento humano.
Una vez más, utilizando un guion propio, ASSASSINS ET VOLEURS se inicia con la inesperada intrusión de un ladrón -Albert Le Cagneux (un joven Michel Serrault)-, al domicilio del acomodado y elegante Philippe d’Artoix (Jean Poiret). Este no se inmutará de la visita del asaltante -parece casi esperar su presencia-, relatándole la circunstancia que padece, que le va a llevar de inmediato al suicidio, al señalar que lleva en su pesar, el hecho de haber afectado una vida humana. Por ello, propondrá entregar a Le Cagneus 200.000 francos, si lo elimina, evitando que él mismo tenga que dispararse a sí mismo. Para ello, le relatará a este la situación que le ha llevado a esta triste condición, remontándose la acción a bastantes años atrás, donde evocará su inesperado encuentro con una atractiva rubia -Madeleine Ferrand (Magali Noël), de la que se enamorará perdidamente, en una extraña situación de aparente rescate en alta mar. De inmediato esta desaparecerá, aunque el destino la reencontrará, como esposa de un viejo compañero de colegio, que solía asustarle constantemente. Casi sin poderlo evitar, Philippe y Madeleine describirán una irrefrenable relación, esquivando al marido de esta -Jean Walker Ferrand (Clément Duhour)-, siempre enfrascado en reuniones y negocios. Todo irá funcionando hasta la perfección, hasta que una noche Jean Walker descubrirá a su esposa siéndole infiel, y estrangulándola, sin que Philippe pueda salvarla, pese a matar a su esposo, huyendo del lecho del crimen, aunque dejando la pistola a un ladrón que hasta allí ha llegado -¡el mismo La Cagneux!-, que será condenado a diez años de prisión, una vez confiese haber sido autor de un crimen, que en realidad no ha cometido.
Por su parte, d’Artoix huirá y sufrirá un accidente de coche, siendo internado en un manicomio, donde convivirá con una extravagante fauna, hasta que finalmente se una a una de las internas -una cleptómana-, iniciando un robo, en el que finalmente este resultará estafado. Por ello, desarrollará su carrera como desvalijador, utilizando para ello su encanto y elegancia, hasta que, llegado el momento de saber que aquel encausado por su culpa del crimen de su amante, ha sido puesto en libertad, alimentará en él la angustia de que irá a por él, cosa que así sucederá, aunque de manera inesperada, desde el primer momento de la función.
ASSASSINS ET VOLEURS se inicia de manera desenfada y en apariencia sin pretensiones, presentando a esos dos personajes que dominarán el conjunto del relato, envuelto en ágiles y mordaces diálogos, e instaurando ecos del vodevil, en medio de una base argumental repleta de giros inesperados y dobles sentidos. Sin embargo, lo que se hace muy patente en esta magnífica película, es la tremenda carga de misantropía, que desplega en todo su metraje. A partir de una estructura sencilla, pero revestida de jugosísimas disgresiones -esa inesperada narración de Philippe al propio protagonista del proceso, del juicio que condenaría al ladrón al que se culpó del asesinato del marido de su amante, descrita a partir de los ecos que este ha leído de la prensa-, Guitry ofrece un relato que literalmente, no deja títere con cabeza, plasmando una de las más duras disecciones de la burguesía, que podía brindar el cine francés de su tiempo. Una mirada que desprende un profundo nihilismo, en el que prácticamente no hay lugar para el amor. Ni siquiera entre Philippe y Madeleine. En el que el marido de esta aparecerá como un ser detestable, carente de la más mínima delicadeza -es más, será el autor del asesinato de su esposa-. En el que incluso las telefonistas, están en combinación con sus clientas, al objeto de falsear el lugar donde estas se ocultan, flirteando con sus amantes.
La deslumbrante descripción del doble asesinato -la secuencia clave de la película-, deja noqueado por la sorpresa que sobrellevará, pero al mismo tiempo por la terrible ironía que desprende toda ella, dejando paso al sombrío devenir de nuestros dos protagonistas. De un lado, ese ladrón al que se condenará de manera injusta, en una de las vistas más grotescas y, al mismo tiempo, demoledoras en su alcance satírico, que jamás he podido contemplar en la pantalla. Esa mirada disolvente a la incapacidad de la justicia, acentuada por la presencia de ese testigo anárquico y fuera de tono, interpretado por Darry Cowl que, en su aparente incoherencia, en el fondo, servirá para subrayar ese sinsentido de unos juristas, incapaces de creer en la verdad de Albert, pero que sin embargo se mostrarán conmiserativos cuando reconozca la culpabilidad, de un asesinato que no ha cometido.
Por su parte, Philippe será internado en un manicomio, poblado por una extraña fauna de frikis que, en el fondo, no deja de suponer una representación del conjunto de nuestra sociedad. De entre sus moradores, este una vez devuelto a la vida normal, iniciará una andadura conjunta como ladrón de joyas, por una cleptómana, que no dudará en tomarle el pelo. Ya en soledad, prolongará sus modos de ladrón sofisticado, permitiendo una vida acomodada, en la que no resultará ausente el peso de esa persona que fue a la cárcel de manera injusta, y con la que el destino, finalmente, le permitirá reencontrarse. Una vez más, Guitry apelará en el parlamento final de ese hombre atormentado, quien no dejará señalar que esos inesperados encuentros, en realidad, solo se producen en la película.
Pese a su apariencia de juguete cómico y chispeante, ASSASSINS ET VOLEURS aparece como una propuesta atrevida en su articulación dramática, deslumbrante en algunos de sus giros y, sobre todo, profundamente pesimista en la visión de la condición humana. Todo ello, tendrá una nueva muestra del desprecio a las convenciones dramáticas, en un inesperado final, rotundo, disolvente y noqueante. Una conclusión en el fondo consecuente con esa mirada sombría, envuelta en una puesta en escena transparente, en la cual un artista que había vivido con intensidad la existencia, casi, casi, nos revelaba su poca fe en la sociedad, de la que casi pudiera quedar como un ser anacrónico.
Calificación: 3’5
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