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CINEMA DE PERRA GORDA

William Wyler

A HOUSE DIVIDED (1931, William Wyler) La casa de la discordia

A HOUSE DIVIDED (1931, William Wyler) La casa de la discordia

Ha pasado ya tiempo suficiente, para poder efectuar una mirada global, en torno a la andadura cinematográfica de William Wyler. Una filmografía extendida en títulos y en el tiempo -hundida en sus inicios durante pleno periodo silente-, y que, a nivel personal, me revela parcialmente, la intuición de que, en sus primeros largometrajes, se dio cita a un realizador dotado de un notable dinamismo, y afectividad en el tratamiento de personajes. Es algo que me permitiría, dentro de su aporte mudo, la contemplación de la notable THE SHAKEDOWN (El testaferro, 1929). Y que me volverá a transmitir, contemplar A HOUSE DIVIDED (La casa de la discordia, 1931), rodada un par de años después, cuando el cine sonoro se había normalizado con inusitada rapidez, en la producción cinematográfica. En este caso, nos encontramos con una producción Universal, que Wyler aceptó, intentando elevar su status profesional, y aconsejado por su hermano Robert. Para ello, se asumió la adaptación de la historia denominada ‘Heart and Hand’, original de Olive Edens, en la que participaron como guionistas John B. Climer y DSale Van Emery, actuando oficialmente John Huston como dialoguista, aunque, al parecer, su intervención en el libreto, fue bastante más considerable. Se ha señalado, creo que, con razón, que nos encontramos ante una traslación del universo dramático de Eugene O’Neill, hasta el punto que se señala que nos encontramos ante una base dramática, con claras influencias de ‘Deseo bajo los olmos’.

Bajo dichas premisas, A HOUSE DIVIDED destaca ya desde sus primeros instantes, en la descripción de la secuencia del sepelio de la esposa de Seth Law (Walter Huston), y madre de Matt (Douglass Montgomery). El ataúd de la fallecida será sacado de la barca en la que se encontraba depositada, iniciándose el rito funerario, dentro de una composición pictórica que, es curioso señalarlo, y pese a estar ubicado en un marco totalmente divergente, me recordó el inicio de la coetánea FRANKENSTEIN (El doctor Frankenstein, 1931. James Whale), también producida en el mismo estudio. Ello nos llevará a unos pasajes dominados por lo sombrío, caracterizados por una casi irrespirable densidad, que culminarán con una brillante idea en el off visual; cuando se alejen los asistentes al entierro, se seguirá escuchando el sonido de las paletadas de la tierra, que caen encima del féretro de la difunta -para ello, Wyler instaló un micro dentro de un féretro, alcanzando esa ingeniosa y claustrofóbica sugerencia, dentro de la incipiente aplicación del sonoro-. Pero es que muy pronto, la inquietud del inspirado realizador, se plasmará en la inesperada secuencia que le sucederá, mostrando como padre e hijo acuden a la taberna de la pequeña localidad de pescadores, al objeto de que el primero, intente olvidarse de la tragedia vivida, ante el asombro y escándalo, del aún dolorido hijo. Será otro pasaje, en el que parece recogerse esa capacidad de definición de caracteres, tan propia del inolvidable Erich von Stroheim de GREED (Avaricia, 1924).

A partir de esos primeros pasajes, buena parte del ulterior de la película, se describirá en el interior de la vivienda de los Law. Una convivencia entre padre e hijo, que desde el primer momento estará plasmada en su casi irreductible dificultad, y en la que, en estas secuencias iniciales descritas en la misma, casi se hará palpable la ausencia de la madre. Dada la blandura y sensibilidad de Matt -del que se presupondrá una fuerte dependencia de su progenitora, que al mismo tiempo se hará visible la importancia que albergaba en ese hogar, ahora ausente de su presencia-, y la casi inmediata huida de la vieja sirvienta que se encontraba en la rústica vivienda, Seth decidirá consultar una revista, viendo la posibilidad de escribir a mujeres, con las que poder concertar una boda, y logrando que la elegida se pueda hacer cargo de las tareas del hogar. Será la oportunidad por parte de su hijo, de lograr que este le autorice a abandonar ese entorno opresivo -quiere establecerse como granjero-, que de manera evidente, no aparece como el más adecuado para él.

Sin embargo, todo cambiará con la llegada de la joven Ruth Evans (Helen Chandler). Esta acudirá en sustitución de la mujer inicialmente elegida para ser convertida en esposa de Seth, ya que la primera había contraído previamente matrimonio. Ruth será recibida por el muchacho, estableciéndose una rápida relación de complicidad que, casi de inmediato, se convertirá en una irrefrenable pasión. Ese mismo día, y pese a que la recién llegada se mostrará recelosa de casarse, al conocer a Seth, se celebrará la boda entre ambos, luciendo la novia un traje de boda ya preparado por su esposo, en una ceremonia celebrada en exteriores, y compartido por el conjunto de la pequeña comunidad. El temor de la recién casada, viéndose conminada ante la impetuosa personalidad de su nuevo marido, facilitará que el muchacho decida modificar su criterio inicial, sintiéndose casi obligado a proteger a la que se ha convertido oficialmente en su madrastra, y en la que, de manera inconsciente, y más adelante de manera explícita, se transmutará en su amante. La misma noche de bodas, cuando el padre desea consumar su matrimonio, ante el casi irreprimible terror de su esposa, Law se enfrentará a su padre en una durísima pelea, de la que este último quedará irremisiblemente lisiado de sus piernas. La extraña y dolorosa situación, permitirá que Seth tenga que dormir en la planta baja de la casa, mientras que su esposa y su hijo, lo hagan en sendas habitaciones de la planta superior. Será esta un ámbito de convivencia, en el que el patriarca intentará mejorar de su invalidez, mientras corretea por los exteriores de aquel pequeño puerto en silla de ruedas, mientras su esposa y su hijo, no dejan de planificar un futuro entre ambos. Una noche, en medio de una fuerte tormenta, los celos de Seth le harán escalar hasta el primer piso, sorprendiendo a los dos amantes en la misma habitación, e iniciando una brutal pelea contra su hijo, en la que sus deseos de venganza se sobrepondrán a sus limitaciones físicas. En medio de aquella dantesca situación, Ruth huirá y se embarcará en el pequeño bote de pesca, adentrándose en plena tormenta. A su rescate acudirán padre e hijo, efectuando finalmente el mar su decisión ante un trágico destino.

Película, como antes señalaba, destacable en su densidad, y la utilización de un expresionismo tardío, capaz de insuflar vida, lo que sobre el papel no aparecía más que como un melodrama triangular, lo cierto es que los poco más de 70 minutos de A HOUSE DIVIDED devienen una experiencia intensa. Se trata de una producción, en la que por un lado destacará la fuerza de su terceto protagonista, al controlar Wyler la tendencia al histrionismo de un espléndido Walter Huston -que unos años después, volvería a trabajar con el director en la magnífica DODSWORTH (Desengaño, 1936)-, al tiempo que hacer brindar del por lo general excesivamente blando Douglass Montgomery, quizá su interpretación más matizada ante la pantalla, estando presente entre ambos, la sensibilidad y delicadeza de Helen Chandler. A partir de esa sencilla premisa, nuestro realizador articulará un duro drama pasional, logrando extraer el máximo partido posible, de esa vivienda en la que se articularán los momentos más intensos del relato, en los que la utilización de sus escaleras centrales devendrá esencial, como lo será en buena parte de la obra del cineasta. Ello no le evitará, del mismo modo, el óptimo partido dramático alcanzado, tanto en la descripción de esa secuencia en la taberna, o incluso en la plasmación de este ambiente de puerto de pescadores -con especial significación, en los momentos románticos entre los dos jóvenes, recortados entre fondos marinos o rocosos-. Con una -afortunada- querencia, por la intensidad del cine silente, la película encontrará su episodio más logrado, en la extraordinaria secuencia del asalto de un alucinado Seth, venciendo de manera sobrehumana su invalidez, y acosando a su hijo de manera asesina, en unos instantes que recuerdan, y mucho, a los mejores instantes de un Lon Chaney, en algunos títulos bizarros y silentes, de la obra de Tod Browning. Lástima que lo que aparece a continuación, destinado a erigirse como el clímax del remato, se resienta no poco de la presencia de ostentosas maquetas, y una cierta aura de convencionalismo, se adueñe del episodio de la tormenta en pleno mar. Pese a ello, lo cierto es que A HOUSE DIVIDED aparece como un relato compacto y plenamente vigente, que avala el buen pulso que albergaba el cine de William Wyler, años antes de que su obra, empezara a ser reconocida, en el conjunto del cine norteamericano.

Calificación: 3

A 9 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (LVIII) DIRECTED BY... William Wyler

A 9 días, del XV aniversario de Cinema de Perra Gorda (LVIII) DIRECTED BY... William Wyler

El magnífico realizador norteamericano William Wyler.

 

WILLIAM WYLER... en CINEMA DE PERRA GORDA

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(9 títulos comentados)

THE HEIRESS (1949, William Wyler) La heredera

THE HEIRESS (1949, William Wyler) La heredera

Cuando se lleva a cabo el rodaje de THE HEIRESS (La heredera, 1949. William Wyler), el universo literario de Henry James, apenas había tenido un par de manifestaciones cinematográficas –entre ellas, la excepcional THE LOST MOMENT (Viviendo el pasado, 1947. Martin Gabel)-. En esta ocasión, Wyler atisbó las posibilidades de este original literario, a través de la adaptación teatral que brindaron Ruth y Augustus Goetz, a partir de la novela Washington Square, de inmediato éxito escénico, tanto en Londres como en Broadway. Muy pronto, la actriz Olivia de Havilland intuyó las posibilidades que le brindaba el rol protagonista, y fue en definitiva la que logró trasmitir al realizador, las posibilidades de un proyecto, que por otra parte conectaba a la perfección con esa mano experta que el director había demostrado con anterioridad, a la hora de plasmar esos dramas de época, que ya habían entronizado su figura en el anterior decenio al amparo de la Warner. Pero es curioso señalar, que cuando acomete el proyecto de THE HEIRESS, Wyler llevaba un tiempo con la sombra del éxito de su extraordinaria THE BEST YEARS OF OUR LIVES (Los mejores años de nuestra vida, 1946), y a continuación el corto bélico documental THUNDERBOLT (1947, codirigido con John Sturges). Es decir, nos encontramos con un cineasta que llevaba nada menos que ocho años, al margen de un ámbito de producción –el drama de época-, en el que había cosechado algunos de sus mayores éxitos.

La anuencia de dichas circunstancias, unidas al hecho de insertarse en un sentido tan singular en su configuración visual como fue la Paramount, es la que proporciona las mayores virtudes de este atractivo reencuentro de Wyler con el drama psicológico, entendido con su habituales rasgos visuales y temáticos, que quedan claramente emparentados con referentes como aquellos germinados en Warner Bros, al tiempo que poseen un cierto grado de autonomía propia. En realidad, y por definirla en pocas palabras, THE HEIRESS aparece en nuestros días como la triple manifestación de un sentimiento compartido de infelicidad, aunque descrito bajo perfiles totalmente contrapuestos. La infelicidad será la vivida por el dr. Austion Sloper (Ralph Richardson), viudo y añorante de su esposa, que contemplará con constante desagrado a su hija, a la que siempre opondrá como comparación de las supuestas virtudes de su fallecida. Infelicidad en la propia hija –Catherine Sloper (Olivia De Havilland)-, que no solo irá viendo acrecentada la desafección de su progenitor, lo que aumentará la carencia de su propia autoestima. E infelicidad al mismo tiempo, en el atractivo Morris Townsend (Montgomery Clift). Se trata de alguien que tiene lo que lo que los otros dos personajes carecen –juventud o atractivo-, pero se encuentra ausente de lo que para él –en realidad un arribista- supondría su anhelo de felicidad; el dinero. Así pues, THE HEIRESS aparece como una elegante, en ocasiones romántica y en otras dolorosa, crónica de costumbres sociales, en una Norteamérica de mitad del siglo XIX, donde tantos rasgos puritanos y oposiciones de clase, solo servían para impedir la felicidad de sus habitantes.

Más allá de lo conocida que aparece su base argumental –que vivió un nada desdeñable remake en 1997, dirigido por Agnieszka  Holland-, lo importante en el film de Wyler residen de entrada en su notable adaptación a los modos de producción de la Paramount, para lo cual se recurrió a la mano experta del en ocasiones interesante realizador Harry Horner. En el vigor que proporciona la banda sonora de Aaron Copland, o en la pulsión que brinda la excelente iluminación en blanco y negro propuesta por Leo Tover. Es evidente que se puede discutir con un cierto grado de fundamento, la carencia de ese mundo expresivo y temático que impida a Wyler ser considerado bajo esa esquiva consideración de “autor”. Sin embargo, no es menos cierto que se detectan con facilidad elementos comunes, sobre todo en aquellos títulos encuadrados en los vértices del melodrama de época, que una vez más, quedarían como los más característicos de su cine. De nuevo, encontramos en THE HEIRESS una enorme agilidad en el montaje. Una precisión en captar con la cámara la evolución de sus personajes, que en esta ocasión cuenta además con el extraordinario aporte de un trio protagonista, con los que el realizador sabe jugar, extrayendo de ellos sus posibilidades, y logrando trasmitir un enfrentamiento de caracteres, que por momentos llega a provocar chispas, aunque siempre dentro de las constantes de comportamiento caballeresco, que en todo momento presidía el entorno social de aquel New York de mediado el siglo XIX.

Y es curioso constatar como desde el primer momento, Wyler nos aporta una serie de detalles, que adelantan todo lo que la película propone en su ulterior desarrollo. De entrada, los títulos de crédito –teniendo como fondo el bellísimo tema de Copland-, se describen con un bordado del exterior de Washington Square en el que se desarrollará la película. Un detalle que nos anticipa el protagonismo de Catherine, cuya máxima virtud se centra en la maestría en dicha disciplina. Un rótulo nos señala “cien años atrás”, proyectando con ello una mirada crítica ante lo que vamos a contemplar. Y antes de adentrarnos en el interior de la mansión de los Sloper, Wyler intercalará sendos planos contrapuestos de la arteria sobre la que girará el eje del relato. Será una metáfora visual que anticipará el enfrentamiento que se producirá en dicha familia con la llegada del elegante, atractivo, refinado y arribista Townsend.

Sin embargo, por encima del magnifico diseño de producción, por las características narrativas antes señaladas, o incluso oponiendo un cierto grado de artificio en el uso de esa sempiterna escalera –como corazón de la mansión-, en donde quizá el realizador incida de menara demasiado enfática, con el uso de picados y contrapicados, en función del contraste dramático que se produce en el curso de las relaciones establecidas en los tres roles protagonistas. Por el contrario, uno se queda antes con el Wyler capaz de apelar al intimismo. En la complicidad que se establece entre Monty Clift en sus secuencias de cortejo hacia la protagonista. En la capacidad que alberga la De Havilland para conferir nuevos matices a su personaje, en función de la evolución de su relación con Townsend. Y, por supuesto, en la extraordinaria sutileza desplegada por Ralph Richardosn, en episodios como el elegante acoso a que somete a Townsend, en el instante de su viaje en Paris con su hija, donde asume que esta sigue amando a Morris o, sobre todo, en el conmovedor episodio –precisamente por su sobriedad-, en el que este descubre un mal incurable en sus propios pulmones, dictando órdenes para ser cuidado, y comprobando con tanto dolor como contención, como su hija, amargada por haber favorecido la ruptura del romance que mantenía con Townsend, al tiempo que someterla a una humillante descripción de su propia personalidad, ha roto cualquier relación de afecto con él. O la terrible y dolorosa elipsis que describirá la muerte del anciano doctor, plasmada desde el exterior de la calle, donde su hija se mantendrá impertérrita ante el aviso de la enfermera.

Lo reconozco. El excesivo énfasis que describe la conclusión del relato, a mi juicio rompe, y no para bien, ese equilibrio que sí se ha logrado mantener en el conjunto del relato. Ello no impide, sin embargo, dejar de valorar el conjunto de cualidades que esgrime esta dolorosa metáfora en torno a la infelicidad que podía transmitir una época en la que la apariencia y las buenas costumbres, en realidad, no hacían más que esconder la insatisfacción ante su libertad como seres humanos.

Calificación: 3

THE DESPERATE HOURS (1955, William Wyler) Horas desesperadas

THE DESPERATE HOURS (1955, William Wyler) Horas desesperadas

Dentro de la desconcertante andadura fílmica de William Wyler en aquellos años cincuenta, tras el éxito logrado con su incursión en la comedia que supuso ROMAN HOLIDAY (Vacaciones en Roma, 1953), decidió introducirse de nuevo en un ámbito más o menos discursivo –tal y como expresaba DETECTIVE STORY (Brigada 21, 1951)-, formando parte de ese conjunto de producción más o menos habitual en aquellos años, en donde desde un prisma conservador, se planteaba el enfrentamiento de una familia claramente representativa del American Way of Life, contra una serie de seres que violentaban su cotidianeidad. Es cierto que en ocasiones tales planteamientos eran subvertidos por medio de una narración vigorosa –VIOLENT SATURDAY (Sábado trágico, 1955. Richard Fleischer)-, pero en su oposición aparecían títulos dominados por la convención, como podría ejemplificar RAMSOM! (Rapto, 1956. Alex Segal). En medio de las posibilidades de una y el moralismo de otra, Wyler rodó para la Paramount este THE DESPERATE HOURS (Horas desesperadas, 1955), en el que de entrada sorprende la carencia de valentía, a la hora de afrontar un relato de suspense que incidiera en ese elemento transgresor, inherente a las mejores muestras del género –recordemos el posterior y tanto años ignorado MURDER BY CONTRACT (1958, Irving Lerner)-. Y sorprende además por partir de un cineasta que tiempo atrás, había destacado por su voluntad transgresora, y que en esta ocasión discurre por una tenue línea, sen la que por un lado cabe valorar ese alcance de crónica, con la clásica unidad de espacio y tiempo, aunque por el contrario haya que lamentar esa mirada en apariencia acrítica planteada en torno a la familia Hilliard, cuyo patriarca –Dan (Fredric March)-, aparece muy pronto como alguien quizá demasiado disociado por su avanzada edad, a unos modos de comportamiento, que no solo chocan con los de sus hijos, sino incluso con los de su esposa Ellie (Martha Scott).

Es probable que los intereses tanto de Wyler como de de la base dramática planteada por Joseph Hayes, se inclinaron en dicha vertiente. Es decir, plantear una doble oposición. En primer lugar, la que aparece entre el cabeza de familia y su pequeño Ralph, intuyéndose en ella una carencia de comunicación entre ambos. Sin embargo, la segunda y principal aparecerá en la lucha planteada entre el propio Dan, y el líder de los tres fugados de la prisión que invadirán su cómoda y espaciosa vivienda. Este es Gleen Griffin (Humphrey Bogart), a quien acompaña su joven hermano Hal (Dewey Martin), y el bruto y anormal Sam (Robert Middleton). Será el elemento de enfrentamiento sobre el que girará la tensión del relato. De una parte, los deseos de Glenn de contactar con su esposa, al objeto de que le envíe dinero que le permita escapar con sus compañeros. Y por otra, los intentos del cabeza de familia, de intentar poner en practica la astucia, al objeto de luchar contra la fuerza que le plantean estos tres individuos que han invadido la placidez de su hogar, y que quizá de manera inconsciente le permitirán para reencontrarse consigo mismo, y recuperar ante su mujer y sus hijos, esa importancia perdida que como tal ha ido diluyéndose en los últimos tiempos.

Reconozcámoslo. Si algo lastra, e impide que THE DESPERATE HOURS alcance esa altura que apuntan tímidamente sus mejores momentos, es ese servilismo. Ese canto a las virtudes de la familia media americana de su tiempo. Sin embargo, ese cierto tufo conservador que se adueña de dicha estampa familiar, no dedbería impedirnos valorar un relato que discurre en voz callada, en el que Wyler sabe extraer el máximo partido posible de las predominantes secuencias de interior de la cómoda vivienda de los Hilliard. Ayudado por la magnífica iluminación en blanco y negro de Lee Garmes, y las posibilidades que le brindaba el VistaVision, lo cierto es que Wyler logra extraer un magnífico resultado en esos picados y contrapicados que tienen como epicentro, las escalera central –una vez más en su cine-, de la vivienda. Pero también se manifestará en la contundente utilización de la profundidad de campo, otorgando dinamismo a las acciones de sus personajes en el interior de la misma. Y es algo que ya desde sus primeros instantes, permitirá con leves trazados, delimitar la personalidad de su galería humana. Llegados a este punto, justo es reconocer que no se apunta con la debida gama de matices, la psicología de esos tres fugados, quizá tan solo con la excepción del joven Hal que encarna Dewey Martin, en cuyas dudas se atisba un deseo interior de emerger del mundo violento y sin futuro que representa su hermano.

En cualquier caso, pese a esa incapacidad para profundizar en una mirada más crítica, no es menos cierto que el film de Wyler se conserva moderadamente bien. Destaquemos al margen de esa ya señalada configuración como crónica –es notable la sobriedad con la que se plasman las pesquisas policiales-, la presencia de un notable ritmo. La singularidad que proporciona al renunciar en la mayor parte del metraje de banda sonora, o incluso la agudeza de algunos diálogos. A este respecto, es digna de ser resaltada la importancia de esa bicicleta que aparecerá como el elemento que hará decidir a Glenn invadir la vivienda de los Hilliard, y que la cámara de Wyler reslatará una vez concluya el drama. En un momento determinado, el fugado lo hará constar; “me gustan las casas con bici fuera”, añorando con ello una infancia normalizada de la que quizá careció. Es en gestos, en miradas, donde realmente se encuentra lo más valioso de esta, con todo, más que estimable THE DESPERATE HOURS. En ese primer plano sobre el rostro de Bogart, cuando logra conversar por teléfono con su mujer. En la mirada sonriente y cómplice de Martin, cuando desde detrás de una cortina, contempla un vehiculo portando a jóvenes divirtiéndose. En el rostro desencajado por el miedo del basurero, cuando se encuentra amenazado por el brutal Sam, y que culminará con una tensa e insospechada secuencia de infructuosa huída de este. O en la enorme tensión que se vivirá en el altillo de la vivienda vecina de la de la ocupada por los delincuentes, donde los mandos policiales debaten entre sí las acciones a determinar, mientras que Dan no deja de abstraerse, plasmando en su semblante su único objetivo; rescatar de allí a su mujer y pequeño hijo.

Y en una película que, en última instancia, se basa en la oposición de caracteres; Dan – Glenn, Glenn – Hal, Dan – Ralph, yendo en ello más allá que la propia pugna que pudieran representar la familia convencional y los fugados –y es ahí, a mi modo de ver, donde se encuentra la entraña de la película, no siempre convenientemente formulada-, personalmente, no dudaría en destacar ese estallido emocional y violento, digno del mejor Joseph H. Lewis, que aparece a partir de la huída del en todo momento débil Hal, que a lo largo del asedio a la vivienda, ha ido dejando indicios de su incomodidad en la decisión de su hermano, y que articulará un plan de fuga asaltando un coche, del que tirará a su dueño a punta de pistola, al escuchar por la radio el asedio de la policía a los fugados. Procederá en un restaurante a efectuar una llamada, con tan mala fortuna que coincidirá con la entrada de unos agentes de policía. Desde la cabina, e intuyendo una falsa detención, disparará contra uno de ellos, siendo él mismo herido, trágicamente atropellado por un camión, y muriendo casi como un perro.

Calificación: 2’5

DETECTIVE STORY (1951, William Wyler) Brigada 21

DETECTIVE STORY (1951, William Wyler) Brigada 21

Dentro de un contexto en el que el cine norteamericano, ofrecía no pocas de sus mejores muestras dentro del ámbito del noir, una vertiente del mismo se denominó procedural, centrado en el tratamiento de problemáticas surgidas desde el interior del propio estamento policial. Es algo que ejemplificaría con rotundidad el extraordinario y muy cercano en el tiempo WHERE THE SIDEWALK ENDS (Al borde del peligro, 1950. Otto Preminger). Nos encontramos ante la prehistoria de una corriente, que tendría su apogeo bastantes años después, dentro del denominado neonoir, Cpn el aporte de cineastas como Don Siegel o, más adelante, y de forma más rotunda, Sidney Lumet.

Dentro de dicho ámbito, William Wyler dirige DETECTIVE STORY (Brigada 21, 1951), tomando como base la obra teatral de Sidney Kingsley –que ya había colaborado con Wyler con la previa DEAD END (1937)-. Una base dramática que basaba su previsible eficacia, a la hora de describir el funcionamiento de una comisaría, en un ámbito temporal muy ajustado –apenas unas horas-, y centrándose en el comportamiento lindante con la psicopatía, del detective James McLeod (Kirk Douglas). Así pues, el film de Wyler se describe a dos bandas. De un lado el desarrollo de varias subtramas, en torno a diversos personajes que acuden a la comisaría en calidad de detenidos. De otro, la catarsis que irá sufriendo su protagonista, enunciando las motivaciones de ese comportamiento violento, que le llega a un desprecio irracional en torno a la figura del delincuente. “Odio a los criminales” expresará en los primeros minutos del relato, y durante todo el metraje hará gala de esta psicología, motivada en una relación de rechazo hacia la figura paterna, cuando siendo niño maltrató a su propia madre. El film de Wyler se plantea como una obra supuestamente “fuerte” y con “mensaje”, planteando temas tan prohibidos de tratar en la pantalla en aquellos tiempos como el del aborto.

Y es llegados a este punto, cuando uno percibe que DETECTIVE STORY se mantiene bastante bien cuando funciona “hacia adentro”. Es decir, se deja llevar por instantes, momentos y situaciones, en las que lo intimista incorpora a sus imágenes en sesgo de autenticidad. Por el contrario, cuando la película se inserta en un ámbito que quizá en su momento provocara cierto impacto, el paso de los años ha demostrado su caducidad. Y es algo que es evidente que se centra fundamentalmente en todo cuando rodea al personaje y la propia performance de Douglas, que encuentra terreno abonado para exteriorizar su crispado histrionismo, hasta concluir en una catarsis final, que a mi modo de ver, proporciona lo más caduco de su conjunto. Unamos a ello lo caricaturesco en la definición de algunos de sus roles secundarios, como es el caso de Charlie (Joseph Wiseman), un delincuente de ascendencia italiana y modales chulescos, que parece preludiar los peores excesos del Actor’s Studio. Son elementos sin duda desfasados, que limitan, y no poco, el alcance de una película que, caso de haber seguido de manera más constante el sendero de la intensidad, en lugar de ámbitos de forzoso alcance discursivo, hubiera mantenido en nuestros días una más cercana sensación de verdad.

Y es por ello, que las líneas que siguen buscan incidir es los numerosos instantes que hablan de la sinceridad e intensidad de la película, y que a mi modo de ver, son los que mantienen el nada desdeñable grado de interés de esta obra descompensada, y en la que el aporte de la iluminación en blanco y negro de Lee Garmes, o la ausencia de fondo sonoro, ayuda considerablemente a crear esa sensación de desasosiego, transmitiendo una producción que alberga contadas secuencias rodadas en el exterior de la misma –notable acierto de Wyler esta potenciación de la teatralidad del conjunto-. Así pues, y aunque aparezca descrita como una especie de concesión romántica, aparece dominada por cierta autenticidad, la relación establecida entre el joven Arthur (Craig Hill) y Susan (Cathy O’Donnell). El primero es un antiguo combatiente, que ha cometido un desfalco en la firma donde trabaja, al objeto de poder corresponder a la chica a la que ha venido cortejando inútilmente. Hay en la relación entre ambos una cierta delicadeza, como la que se establece entre el propio Arthur y el detective Brody (excelente William Bendix), quien ve en el muchacho un trasunto de su hijo, voluntario que murió en un ataque en la contienda mundial. O en la sobriedad con la que se describe la conversación entre el superior y el poco recomendable Giacopetti, donde el segundo le relata la relación que mantuvo con la esposa de McLeod, antes de que conociera a este, y que finalizó con un aborto indeseado por su parte. O en la secuencia nocturna desarrollada en la terraza en la comisaría, en la que Brody y a continuación otro de los compañeros, intenta imbuir de cierto grado de lucidez al creciente comportamiento autodestructivo del detective protagonista. O, en definitiva, todo lo que emana el rol de la esposa de McLeod, ayudado por las excelencias en la performance de la maravillosa Eleanor Parker, recién salida del rodaje de CAGED (Sin remisión, 1950. John Cromwell), y viviendo el mejor momento de su carrera.

Y es que lo mejor y lo peor aparece interrelacionado, sin solución de continuidad, en una película que, justo es reconocerlo, se sigue en todo momento merced a un notable sentido del ritmo, pero en el que no dejarán de aparecer secuencias e instantes, en donde la debilidad de Wyler quedará de manifiesto. Pienso en lo poco convincente de la agresión del detective a Schneider (un sorprendentemente sobrio George Macready). En lo enfático de ese contrapicado que muestra la impotencia de Arthur cuando se siente esposado a una butaca de la comisaría. O, en definitiva, en lo excesivamente discursiva que aparece la secuencia casi final, en la que el detective tiene un encontronazo con el abogado de Schneider, rodada una vez más en una escalera y en contrapicado, acentuando esa aura moralizante, que desequilibra una película, culminada con una histriónica conclusión a modo de sacrificio casi religioso, a la que sucederá un lejano plano general, en el que esa pareja de jóvenes que ha vivido una catarsis personal, tendrán una oportunidad de futuro.

Calificación: 2’5

ROMAN HOLIDAY 1953, William Wyler) Vacaciones en Roma

ROMAN HOLIDAY 1953, William Wyler) Vacaciones en Roma

Como pudo suceder con Billy Wilder con WITNESS FOR THE PROSECUTION (Testigo de cargo, 1957), ROMAN HOLIDAY (Vacaciones en Roma, 1953), es una feliz rareza en la obra de William Wyler. Lo es en la medida que suponía un auténtico reencuentro con la comedia –no me encuentro entre los que ensalzan su apreciable pero limitada, y muy lejana en el tiempo, THE GOOD FAIRY (Una chica angelical, 1935), y es evidente que las secuencias de raíz cómica que aparecían en COME AND GET IT (Rivales, 1936, Wyler & Hawks), llevan una clara impronta hawksiana-, rompiendo por completo el perfil escorado al drama que caracterizó la mayor parte de su cine. Y lo mejor de todo, es que esta actualización del cuento de Cenicienta, no solo ha superado la barrera del tiempo, hasta erigirse como una autentica cult movie –y en ello, estimo que tiene que bastante que ver la presencia de Audrey Hepburn como protagonista femenina-, sino que no dudo en considerarla una de las mejores obras de su director.

En esencia, la historia original escrita por Dalton Trumbo –que tuvo que esperar varias décadas para ver reconocido su crédito, al ser unos de los represaliados de las listas negras de McCarthy, teniendo que asumir su crédito en solitario Ian McLellan Hunter- más allá del contraste entre el mundo rígido, acartonado y aristocrático, con la vitalidad de las clases populares, el proceso por el que una niña a la que se han asumido responsabilidades impropias de su edad, en prácticamente un día sufrirá un proceso acelerado que le permitirá acceder a una asumida madurez. Todo ello quedará representado en la deliberada huída de un contexto engolado, clasista, en el que apenas hay cabida para la espontaneidad. Así pues, el film de Wyler se iniciará con un falso noticiario y una recepción de la princesa Ann (Audrey Hepburn), sin señalarse su país. Muy pronto la película deja ver sus cartas, dejando a un lado un previsible sendero lindante con la opereta o la blandura de Rene Clair, introduciendo esa divertida secuencia de comedia, en la que la joven heredera se verá en una situación apurada, al despojarse de su zapato en medio del acto.

Será la primera pista en esa mirada que, por encima de cualquier aspecto rosáceo, introduce esta magnífica comedia romántica, dentro de un conjunto de elementos y singularidades que, a mi modo de ver, son las que han permitido que su resultado perviva con enorme frescura. Más allá del componente de mítica que propone la presencia y el triunfo personal de la joven Hepburn, lo cierto es que ROMAN HOLIDAY supone una extraña simbiosis de diversas corrientes ya preexistentes, que alcanzarían una extraña e insospechada armonía, en un periodo puente para la comedia americana, en la que el aporte de figuras como Cukor, Hawks, Minnelli, Leisen, Wilder o los ya seminales La Cava, hasta que muy pronto aparecieran las figuras del último gran periodo del género, como Tashlin, Edwards, o Quine, articulándose una renovación de sus estructuras, coincidiendo con una mayor permisividad temática. Es por ello, que el film de Wyler sorprende por esa inserción dentro de aquel intermedio temporal. Y para ello, su estructura se articula en torno a tres claros elementos de referencia, que en su confluencia proporcionan al conjunto su definitiva personalidad. De entrada, con su apuesta para el rodaje en exteriores romanos, en lugar de recurrir a las tradicionales transparencias, es evidente que el cineasta acusaba la influencia del neorrealismo en su vertiente rosa, algo por otro lado acorde con el argumento central del relato. Y justo es reconocer que ese recorrido por la vieja Roma, sus monumentos, potenciados por la excelente fotografía en b/n de Franz Planer y Henri Alekan, logran transmitir al espectador esa extraña sensación de autenticidad en la urbe italiana. Y a ello, le acompañará uno de los elementos a mi juicio más brillantes del conjunto. Me refiero al especial cuidado brindado a los roles secundarios y episódicos, representativos de esa Italia tradicional –atención al propietario de la pensión en la que se hospeda Gregory Peck, y a la propia y airada limpiadora del recinto-. Junto a ello, ROMAN HOLIDAY me parece una comedia profundamente británica. Más allá de la presencia de la inglesa Hepburn –que se había fogueado en comedias ingresas menores-, la presencia como coguionista del británico John Dighton, muy ligado a los modos de la Ealing, o el aporte musical del francés George Auric –tan representativo de la comedia de las islas-, hay en sus imágenes una sensación prolongada de imperturbabilidad que beneficia su conjunto, en un relato donde no abundan los diálogos y si, por el contrario, un especial cuidado en la imagen. Y para completar el tercer vértice en la singularidad de esta película, no puede obviarse esa oportuna apuesta por ecos del lejano slapstick silente, e incluso la presencia de algunas situaciones claramente enmarcadas en el slowburngags de efecto dilatado-, ubicadas de manera oportuna a la hora de potenciar el elemento cómico –la pelea en el baile sería un episodio emblemático a este respecto, pero previamente lo supondrá la accidentada huida de la vespa en la que viaja la protagonista.

Pero el film de Wyler no sería lo que es, sin la química que provoca el encuentro insospechado de la princesa huída y casi anestesiada, con un periodista –Joe Bradley (Gregory Peck)-, quien sin conocerla finalmente la llevará a su sencilla habitación para evitar dejarla en la calle –tras sufrir una equívoca situación con otro típico taxista-, sin sospechar que se encuentra ante esa princesa, ya que no ha acudido a la recepción a la prensa que tenía anunciada, y que verá en ello la posibilidad de rentabilizar dicho encuentro simulando ante ella no conocerla, ayudado de su fiel colaborador, el fotógrafo Irving Radovich (Eddie Albert). Es innegable el enorme acierto en la elección del trío protagonista. Especialmente entre un enorme Gregory Peck -¿Cuándo se le reconocerá que fue uno de los realmente grandes de Hollywood?-, y la propia Hepburn, que fraguará en ese primer plano –a mi juicio el mejor momento de la película- de los dos tras huir de la pelea antes señalada, y caer a las aguas del Tíber, en donde se transmitirá por vez primera la pasión existente entre ambos, o en las miradas finales plasmadas entre Bradley –por cierto, ubicado entre los periodistas, entre dos reporteros españoles, mucho más bajitos que él ¿Ironía o burla de Wyler en torno a la situación de nuestro país en pleno franquismo?-, hacia esa muchacha, que en apenas unas horas ha madurado más que en el resto de su existencia previa. Que ha podido vivir la realidad de las clases populares, y será de la mano de alguien, al que el deber le impedirá prolongar en una historia de amor, tan efímera como intensa, que intuimos se prolongará el resto de sus vidas.

Retengamos de esta finalmente hermosa película, secuencias tan brillantes, como la silente, en la que vemos a Anna escapar en la noche en medio de la lujosa residencia en la que ha sido instalada –por momentos, parece que nos encontremos ante una secuencia de cartoon-. La divertida interacción de Bradley con su director, o la propia presentación del personaje con sus colegas en una partida de cartas, que no dudo tuvo mucho que ver la la elección de Peck en la inolvidable DESIGNING WOMAN (Mi desconfiada esposa, 1957. Vincente Minnelli). Los desternillantes subterfugios –patadas y caídas incluidas-, utilizados por Bradley ante Radovich, para intentar evitar que este identifique públicamente la verdadera identidad de Anna, en el primer encuentro que tenga con esta, asumiendo asimismo otra identidad, en vez de la suya como fotógrafo. La impagable y nada discreta llegada por via aérea, de una pléyade de agentes, vestidos todos con el mismo atavío a modo de detective, destinados a localizar la princesa extraviada. O, finalmente, ese bellísimo travelling de retroceso, en el que el periodista se ahogará en la inmensidad del palacio, tras quedar como la última persona en abandonar el mismo, como si con ese gesto inconsciente deseara que permaneciera en el recuerdo, una aventura inesperada, que también cambiará su vida. Insólita experiencia dentro del cine de Wyler. Definida en una encomiable simbiosis de comedia y romanticismo. Provista de un ritmo ligero y chispeante, ROMAN HOLIDAY supuso un nuevo e inesperado sendero para el cineasta, y preciso es lamentar que no lo explorara, tan solo más de una década después, con la simpática pero insustancial HOW TO STEAL A MILLION (Como robar un millón y…, 1966)

Calificación: 3’5

DEAD END (1937, William Wyler) [Calle sin salida]

DEAD END (1937, William Wyler) [Calle sin salida]

Por completo imbuido por esa aura de seriedad que caracterizó el cine producido por Samuel Goldwyn en aquellos años, es evidente que el magnate vio en Wyler un realizador idóneo, a la hora de trasladar argumento y planteamientos revestidos de severidad y una cierta aura de prestigio –dicho sea esto sin ánimo peyorativo-. Fruto de dicha circunstancia, aparece el proyecto de DEAD END (1937), que Goldwyn asumió, al contemplar una de las exitosas representaciones de la obra de Sidney Kingsley, que mandó reformular a la escritora Lillian Hellman. Con ello, se pretenderían sortear los inconvenientes de los órganos que podían coartar, el alcance de fresco social, que estoy seguro fue el elemento que interesó al productor, a la hora de producir una película, en la que se vislumbraran sus propias inquietudes sociales. Confiando en sus cualidades, trasladó el proyecto a Wyler, que de alguna manera tuvo como referente títulos previos como STREET SCENE (La calle, 1931. King Vidor), o la ya pródiga producción de films de gangsters con trasfondo social, que se había erigido como marca de fábrica de la entonces muy pujante Warner Bros.

Fruto de dicho empeño, DEAD END aparece como una película hasta cierto punto insólita, que alterna pasajes brillantes, con  otros de alcance discursivo, pero que atesora la singularidad de trasladar a la pantalla una especie de fresco de las zonas pobres del East River newyorkino. Los contrastes entre ricos y pobres, el atavismo de la falta de educación, a la hora de determinar una madurez condenada al fracaso personal, irá de la mano de una cierta conciencia social, expresada fundamentalmente en el personaje de la joven Drina (magnífica, como siempre Sylvia Sidney). Ella será, en realidad la auténtica alma del relato, representando en su nobleza e integridad el espíritu del obrero combativo –un elemento que al parecer se pulió bastante de su original escénico-. En realidad, y pese a su limitada apariencia en pantalla, su personaje aparece casi como el demiurgo de una producción que se inicia y culmina de manera simétrica. Tras los títulos de crédito, un admirable plano de grúa desciende de los rascacielos newyorkinos, para detenerse en esos vitales y al mismo tiempo explosivos bajos fondos. En sus instantes finales, tras la catarsis de la película, la cámara abandonará el escenario que ha descrito su metraje, para efectuar esa llamada a la integración, social, mediante el ascenso de la cámara a la posición inicial. En realidad, no sería la única ocasión en la que Wyler se encargaría de relatos dominados por una determinada unidad de acción. Recordemos que incluso en 1951 se utilizaría otra obra del mencionado Kingsley, para dar vida al apreciable y discursivo DETECTIVE STORY (Brigada 21). Ese traslado al espectador a orillas del río, dominado por una ambientación destacada en su verismo y perfecta ambientación, quedará dispuesta a manos del experto director de producción Richard Dey, a quien se dispuso un presupuesto de 300.000 dólares para recrear en estudio dicho ámbito urbano. Ello proporcionó a su conjunto su definitiva seña de identidad, al tiempo que brindó al gran Gregg Toland, una casi ilimitada gama de posibilidades, a la hora de poner en práctica esa apuesta por la profundidad, e incluso por el uso de angulaciones de cámara, sin duda propuestas en plena comunión con las líneas narrativas de su realizador.

El discurrir narrativo de DEAD END se describe a lo largo de unas pocas horas, y funciona a modo de contrastes entre una amplia galería de personajes, dominados por la insatisfacción. La albergará Drina, pero también el joven arquitecto Dave (Joel McCrea), deseoso de huir de un ámbito existencial que le ahoga. Y la poseerá al mismo modo la joven y elegante Kay (Wendy Barrie), enamorada de Dave, y al mismo tiempo impelida a casarse con un hombre adinerado, para salvaguardar su futuro económico. Pero nada resultará más desolador, que la insatisfacción que a lo largo del relato, sufrirá el gangster Baby Face Martin (uno de los roles que contribuyeron a general la mítica de Humphrey Bogart). Este regresará a  su lugar de juventud, tras haber cumplido condena y realizarse una operación de cirugía estética para evitar ser reconocido, y acompañado por su fiel lugarteniente Hunk (excelente Allen Jenkins). Martin volverá a sus raíces, dispuesto a recuperar a las que han sido las dos mujeres de su vida. Por un lado se trata de su madre –Mrs. Main (Marjorie Main)-, y por otro su antigua novia Francey (Claire Trevor). Sin embargo, su reencuentro con ambas no podrá resultar más desolador. Cuando lo reconozca con su compleja y desagradable mutación en el rostro, la progenitora no dudará en abofetearle, recordando la influencia negativa que demostró en su familia. Peor será la constatación por parte del delincuente, de la degradación moral que sufrirá su ex novia, convertida en una prostituta, en una de las secuencias más sinceras y conmovedoras de su conjunto.

Y es que si algo caracteriza el discurrir de DEAD END, es la constante irregularidad que describen sus diversas subtramas. Una de ellas, la más caduca a mi modo de ver,  describe la incidencia de esa fauna de chavales –los célebres dead end kids, que tantas películas de estas características protagonizaron en aquellos años-. No se por qué, pero ha sido esta una característica que con el paso del tiempo ha empañado el tratamiento de la problemática de la juventud en el cine USA, por lo general orillada al esquematismo. Y es algo que nace en títulos como este, y se prolonga en exponentes muy posteriores, firmados por Don Siegel, Robert Wise o tantos otros. Sea como fuere, no es menos cierto que junto a este esquematismo en la plasmación de los bajos fondos juveniles, el film de Wyler no deja de proponer instantes magníficos. Pasajes como aquel, en el que –utilizando de nuevo una escalera interior-, Dave se esconde de Kay, entendiendo sin palabras el espectador la imposibilidad del joven arquitecto de evadirse de sus orígenes obreros y, con ello, comprendiendo a la perfección que la joven jamás podrá tener una relación satisfactoria con él. O el paroxístico climax, de cara ascendencia con el posterior noir, en el que se imbricarán las diversas subtramas de la narración, que culminarán con la eliminación de Martin, y que por momentos en su propia configuración visual, parecen preludiar la catarsis de THE THIRD MAN (El tercer hombre, 1949. Carol Reed). Es evidente, llegados a este punto, que la impronta visual de Gregg Toland, proporciona al conjunto del film de Wyler, buena parte de su verdadera personalidad. El uso de la profundidad de campo, la impronta de claroscuros y sombras. La utilización de rincones de luz, o personajes encuadrados tras elementos que hablan de la opresión del contexto social en el que se encuentran, son aspectos que hablan a las claras, de una extraña comunión visual entre un Wyler, que ya entonces destacaba por la impronta psicológica de su cine, con un operador de cámara que deseaba expresarse a través de un complejo mundo visual, utilizando para ello el extraordinario trabajo en el diseño de producción, formulado por el ya mencionado Richard Day. Son, que duda cabe, los elementos vectores de un triangulo cinematográfico, que consigue insuflar vida propia a un conjunto, en el que destacaríamos la crueldad que ofrece en torno al mundo de la prensa, la relatividad en torno al papel de la justicia –“Pagar por matar” exclamará Dave al saber que se le ha concedido una recompensa de casi cinco mil dólares por haber contribuido a acabar con Martín-. Todo ello, justo es reconocerlo, no siempre aparece pertinente en sus resultados, y en más ocasiones de las deseables, deja sueltos determinados elementos discursivos, que quizá chirríen en ocasiones –esa fiesta prolongada en una azotea del escenario, que describe un grupo de indolentes adinerados, ajenos a la terrible realidad que se manifiesta en el asfalto de dicho entorno-.

Sin embargo, por encima de su más o menos lograda condición de alegato social, y dejando de lado los vaivenes argumentales y psicológicos que registra su devenir, he de reconocer que hay una perturbadora secuencia, dominada por su malignidad, que se ha mantenido presente en mi recuerdo, desde que visionara por vez primera la película, en un pase televisivo allá por 1981. Me refiero a la trampa que los muchachos proporcionan al repelente y acaudalado Philip (Charles Peck), un muchacho siempre repeinado y vestido de blanco, que será tentado por los muchachos de clase obrera de la calle, para adentrarse en un recinto que aparece para el pequeño como algo atrayente. No será más que el anzuelo para propinarle una paliza, describa en un valioso off narrativo, del que emergerá este totalmente desmadejado y horrorizado.

Calificación: 2’5

THE SHAKEDOWN (1929, William Wyler) El testaferro

THE SHAKEDOWN (1929, William Wyler) El testaferro

Cualquier espectador que se acerque con inocencia al visionado de THE SHAKEDOWN (El testaferro, 1929) se puede llevar una impresión que no concuerda con el estereotipo que albergamos sobre la figura de su realizador; William Wyler. Por muy contrapuesta que se la visión que se pueda tener del artífice de la maravillosa THE BEST YEARS OF OUR LIVES (Los mejores años de nuestra vida, 1946), lo cierto es que resulta difícil asumir como en los primeros compases de su obra, podía darse cita un título tan vitalista como el que brinda esta singular tragicomedia, que parece establecerse como auténtico puente entre la previa THE KID (El chico, 1921. Charles Chaplin) y la posterior CHAMP (El campeón, 1939. King Vidor). Y cabe decir que no resulta menguada su comparación con ambas. Puede que resulte algo inferior a la excelente obra de Chaplin, pero desde luego nada tiene que envidiar al referente vidoriano, formando un inusual triángulo temático, y mostrando la incardinación de diversos elementos temáticos –el relato “con niño”, la crónica social de un contexto de penuria, elementos de melodrama y otros de comedia-, a los que acompaña una realización llena de agilidad. A todo ello habría que acompañar unas precisiones. Durante muchos años se consideró la película como perdida, hasta que en 1999 se exhibió una copia restaurada de la misma. Del mismo modo, me gustaría consignar que la que he podido contemplar sobrelleva todos sus rótulos y subtítulos en italiano, se encuentra dividida en cuatro actos –intuyo que la película original no se establecía en dichos episodios, una costumbre muy habitual en el cine de dicho país-, y la misma se encuentra sonorizada, incorporando no solo una adecuada banda sonora, sino sobre todo punteando algunos de los elementos de la acción, como el sonar de los puñetazos de las peleas. A este respecto, el elemento más sorprendente de dicha sonorización, proviene de un elemento de comedia. Me refiero al silbido de la marcha fúnebre por parte del muchacho protagonista, cuando han dejado noqueado al entrenador del boxeador con quien se verá ligado de forma inesperada.

THE SHAKEDOWN narra en realidad la toma de conciencia de un joven boxeador –Dave Roberts (un excelente James Murray ¿Cuánto perdió el cine de los años treinta con su triste y prematuro fallecimiento?)-, perteneciente a un gang dedicado a realizar estafas en los combates de boxeo que organizan, logrando con ello cuantiosas ganancias en sus apuestas. En dicho contexto, Roberts aparece como víctima propiciatoria, utilizando su señuelo para engañar a incautos en dichos combates, donde finalmente se postulará como perdedor de todos ellos. Este será enviado hasta la localidad de Boonton, lugar centralizado en la búsqueda del petróleo, preparando allí un nuevo combate amañado, y provocando entre la vecindad el señuelo de su capacidad boxeística, mientras se encuentra trabajando en una de sus torres petrolíferas. En ese nuevo contexto, Dave entablará relación con una joven camarera –Marjorie (Barbara Kent), recién salida de otro drama de la época, el maravilloso LONESOME (Soledad, 1928. Paul Fejos)-, a la que cortejará desde el primer contacto. Pero dicha actitud le llevará a conocer a un muchacho –Clem (Jack Hanlom)-. Se trata de un pequeño vagabundo al que perseguirá cuando está robando una tarta, y al que a través de una situación extrema, acogerá en su modesta casa. Será el inicio de una relación de algo más que amistad, al que se unirá el progresivo acercamiento de ambos en torno a Marjorie, comprobando Dave de manera inesperada la posibilidad de vivir una vida plena, alejada por completo de todos aquellos trapicheos que hasta ahora han rodeado su existencia.

Ese proceso, está narrado con convicción y contundencia por un sorprendente William Wyler. Lo alcanza con frescura desde sus instantes iniciales, con la agilidad con la que muestra la presentación de su personaje protagonista. Ese Dave Roberts al que Murray presta su vigor, masculinidad y también su vulnerabilidad como ser humano. Esos primeros mientras marcan el tono que mantendrá todo el metraje –que apenas sobrepasa los setenta minutos de duración-, una vez el protagonista se traslada por orden de sus superiores de gang hasta el emporio petrolífero. Wyler nos mostrará con dinamismo al boxeador trabajando dentro de una torre de prospección, a través de una planificación de ascendencias soviéticas, que se integra a la perfección en un conjunto destacado en su modernidad. Ese mismo dinamismo ya lo hemos comprobado en la secuencia del primer combate de boxeo, narrada con una desarmante veracidad. Pero en un conjunto tan sorprendente, en el que encontramos un aspecto descriptivo de esa Gran Depresión que se encuentra  apunto de adueñarse de la vida americana, transmitido con tanta sinceridad y capacidad de observación, muy pronto emergerá la aparición del pequeño Clem, que ejercerá como inesperado detonante para ese cambio existencial vivido por el hasta entonces poco recomendable joven. Lo hará dentro de una secuencia en donde la pillería del chaval –roba una tarta del establecimiento en el que Marjorie es camarera-, dará pié a una deslumbrante secuencia en la que se combinarán los tintes de slapstick –los esfuerzos del muchacho por mantener erguido el pastel durante la carrera en la que es perseguido por Roberts-, con el rotundo dramatismo con que culmina la misma, al quedar Clem a punto de ser atropellado por un tren, de la cual es rescatada por este –un instante de asombrosa efectividad-.

A partir de ese encuentro, se producirá el acercamiento entre este chaval hambriento y despierto, ante un ser que poco a poco verá reflejada en este la conciencia de su hasta entonces poco recomendable comportamiento. La sinceridad y la progresiva admiración que Clem mantendrá en Dave, poco a poco irá prendiendo en este. Lo importante en la película, es que este proceso está mostrado combinando con acierto la presencia de elementos ligados a la comedia –el juego de expresiones caricaturescas que enfrentan al pequeño con el ayuda de cámara del boxeador –encarnado por Wheeler Oakman-, con otros en los que destaca el aspecto naturalista –las secuencias desarrolladas en los exteriores de la vivienda de Dave, donde este se entrena ante la mirada curiosa del público; los detalles que hablan de la existencia de esa miseria en la sociedad USA; la reprimenda que un ciudadano lanza a Dave, quejándose de que el pequeño se haya peleado-, y, por supuesto, aquellos aspectos en donde la apuesta sentimental adquiere una rara intensidad –las secuencias en donde Murray demuestra su capacidad para el drama abrazándose al muchacho, antes de renunciar a su pasado y después de reconocer lo que ha sido hasta entonces-. Pero incluso admitiendo dichos aspectos, se presentan en la película elementos que aún hoy día describen una notable capacidad de sorpresa. Lo hará esa sobreimpresión de las cifras del 1 al 10, trasladando el deseo que Dave ha marcado en el muchacho para que sea reflexivo antes de pelearse con otros niños. En la primera provocación, Clem contará las diez cifras –que se impresionarán correlativamente-, en la segunda estas ya aparecerán de dos en dos, dentro de un imaginativo apunte de comedia. Pero junto a ello, la película contará con un admirable episodio final, en el que el protagonista se enfrentará a su eterno contrincante en un combate que debería perder por orden de sus superiores, y que desea ganar sabiendo que lo tiene todo en contra. Será un episodio magnífico, en el que lo dramático y lo cómico –la manera con la que el muchacho domina el sonido de la campana en los momentos más necesarios- de da de la mano con armonía, dentro de un montaje magnífico, que sin duda debería ser insertado en cualquier antología de aquellos títulos destacables centrados en la materia boxeística. Así pues, con esa fuerza y dinamismo culmina un título ligero pero valioso, que no solo sirve para completar un perfil poco habitual en el cine de William Wyler, sino sobre todo apreciar un título de interés, enclavado en las postrimerías de un periodo silente, que ya casi daba la mano al sonoro.

Calificación: 3