SANDS OF THE KALAHARI (1965, Cyril Endfield) Arenas de Kalahari
En la mente de todo aficionado al cine, hay títulos buscados durante largos años, y que se retienen en el subconsciente con la lejana espera de poder acceder a ellos en alguna ocasión. Por lo general –al menos es lo que puedo manifestar de mi experiencia personal- no suelen fallar en las expectativas, y en muchas ocasiones tampoco hay una justificación lógica para justificar esa mezcla de intuición y deseo de llegar hasta ellos. Eso es que lo que, durante muchos años, me ha venido sucediendo con SANDS OF THE KALAHARI (Arenas de Kalahari, 1965). No puedo decir que cuando su existencia ya me intrigaba –que puede remontarse perfectamente a más de tres décadas atrás-, para mi el nombre de su realizador -Cyril Endfield-, tuviera ningún especial interés. El paso del tiempo –especialmente los últimos años-, sí me han permitido acercarme y valorar una filmografía desigual pero capaz de albergar no pocos títulos magníficos –en especial el memorable THE SOUND OF FURY (1950), pero también HELL DRIVERS (1957), la casi mítica ZULU (1964) y también la menospreciada y previa MYSTERIOUS ISLAND (La isla misteriosa, 1961), que por cierto debe no pocos elementos al título que comentamos-. Pero había que encontrar la ocasión de contemplar esa película por la que suspiraba durante tantos años… Y esa ocasión llegó –cierto es que con una edición en DVD que, dentro de su corrección, no hace justicia a la misma-, permitiendo por fortuna ratificar esa intuición que albergaba desde mis primeros pasos como aficionado al cine, acrecentados por el acceso posterior a una parte significativa de la filmografía de su artífice. Y es que, además de parecerme una de las cuatro mejores películas de aventuras rodadas en la década de los sesenta –junto a HATARI! (¡Hatari!, 1962. Howard Hawks), SAMMY GOING SOUTH (Sammy, huída hacia el sur, 1963) y la más reconocida A HIGH WIND IN JAMAICA (Viento en las velas, 1965), ambas dirigidas por Alexander Mackendrick-, de observar en ella una de las más crueles disecciones sobre la verdadera naturaleza humana –es curioso como en aquellos años, títulos posteriores como PLAY DIRTY (Mercenarios sin gloria, 1969) o TOO LATE THE HERO (Comando en el mar de china, 1970) incidirán desde su posición dentro del género bélico, en esa visión casi nihilista-, proyectándola desde una mirada retrospectiva emerge como una auténtica recapitulación de los temas que este exiliado cineasta norteamericano había puesto en solfa en los mejores momentos de su cine.
SANDS OF THE… se inicia de manera tan ágil como equívoca. Con el fondo sonoro de la partitura de John Dankworth, el tono fotográfico, y el hecho de que aparezca el nombre de Joseph Levine como productor, parece prometernos una aventura africana de tintes amables y cercanos a la comedia. Pero no conviene llamarse a engaño. La manera con la que Endfield presenta al único personaje femenino –Grace (Susannah York)- filmando su provocador caminar, ese inicio que parece plantearnos la acción en pleno territorio indígena aunque la cámara pronto lo sitúe en las inmediaciones de un aeropuerto situado en Sudáfrica, o la excitación de los nativos al paso de los turistas –especialmente el de Grace-, ya pueden hacernos pensar que no nos introducimos ante una aventura más o menos convencional. En efecto, muy pronto el retraso en el vuelo que iban a tripular una serie de personajes, obligará a cinco de ellos a trasladarse hasta su destino en Sudáfrica, tripulando un pequeño avión que sufrirá una invasión de langostas –una situación sorprendente, resuelta con gran impacto cinematográfico-. Será el inicio del verdadero nudo gordiano de la película –de cuyo guión se responsabilizó el propio director, adaptando la novela de William Mulvihill-. A partir del aterrizaje forzoso del pequeño aparato –en el que resultará muerto uno de sus pilotos-, la película pronto descubrirá sus cartas, siempre silueteadas bajo ese plano en –esta ocasión justificado- teleobjetivo, remarcando el abrasador sol del desierto del Kalahari. En ese momento, cualquier noción de cortesía y educación, de simulación incluso, irá quedando en un lugar cada vez más lejano, permitiendo que cada uno de los supervivientes vaya revelando su verdadera faz, y mostrando a través de ellos la contradictoria faz del ser humano, la importancia que en sus comportamientos tienen sus orígenes, su educación y, en última instancia, esa herencia animal y embrutecedora que todos albergamos en nuestras conciencias. Será algo que sufrirá en primera instancia Grace, como única mujer de entre los supervivientes, sometiéndose en primer lugar al acoso de Sturdevan (Nigel Davenport), el piloto del avión siniestrado, aunque pronto vaya cayendo en las redes que le brinda el atractivo O’Brien (Stuart Whitman), un cazador que muy pronto se erigirá como el líder del grupo –tomando para ello el uso de su fusil, y enmarcando esa metáfora en su superioridad física con el resto-. También entre ellos se encontrará un profesor de amables modales –Bondrachai (Theodore Bikel)-, un antiguo oficial nazi (el siempre maravilloso Harry Andrews), y un ingeniero que ha resultado herido en el accidente –Mike (Stanley Baker). Todos ellos iniciarán el casi imposible intento de retorno a la civilización, para lo cual tendrán que atravesar las temibles arenas del desierto. Llegarán a encontrar un macizo rocoso en el que podrán refugiarse, tener el sustento del agua y ciertos alimentos –melones-, aunque se encuentren rodeados de una avanzada raza de monos –los babuinos-. Llegados a este punto se planteará entre ellos la necesidad de encontrar un plan que les permita el retorno a la civilización. Para ello se ofrecerá voluntario Sturdevant, quien iniciará un sórdido y casi suicida recorrido en solitario por el desierto, mientras el resto de sus compañeros vivirán casi sin advertirlo un juego perverso auspiciado por O’Brian. Poco a poco este irá forzando a los supervivientes al destinarlos a nuevas misiones o incluso eliminándolos, dentro de una extraña maraña psicológica casi incómoda de ser asumida por el espectador –quizá por el hecho de que sus imágenes representan en el fondo lo más íntimo de nosotros mismos-.
Dentro de una narración cuya áspera textura podría retrotraernos a la figura del propio Erich Von Strohëim –en algunos momentos nos retrotraemos a los pasajes finales de GREED (Avaricia, 1924)-, lo cierto es que el film de Endfield deviene tan apasionante como incómodo, tan atractivo como desolador. Combinando la interacción de la andadura de los enviados Sturdegant –que finalmente logrará salvar a Grace y Mike, proporcionando un momento memorable cuando este intenta convencer a los vigilantes de la mina de diamantes a la que ha llegado, de la veracidad de sus afirmaciones- y la paralela del veterano doctor –quien presumiblemente logrará salvarse con el encuentro con una primitiva tribu; la película deja el devenir del personaje en un cierto halo de ambigüedad-, lo cierto es que SANDS OF THE KALAHARI combina aventura exterior con tensiones internas, mostrándose finalmente como una parábola de contundente alcance sobre la auténtica faz de aquellos que nos consideramos superiores al resto de animales que pueblan la tierra. Para ello, la presencia de diálogos agudos logrará elevarse por encima del estereotipo –impagable las alusiones del personaje que encarna Andrews sobre la publicidad-, estableciéndose un relato siempre atractivo, en el que no se registran apenas fisuras, donde sus personajes adquieren no solo entidad como tales, sino que además una extraña fisicidad rodeará su presencia –el instante en el que el doctor, por completo quemado por el sol, descubre la tribu que le rodea-.
En realidad, el film de Endfield –que supera los por otro lado magníficos registros alcanzados por Robert Aldrich en THE FLIGH OF THE PHOENIX (El vuelo del Fénix, 1965. Robert Aldrich), rodada en tiempo paralelo a este, aunque quizá más centrado en el terreno de la acción-, queda definida como una de las parábolas más crueles jamás brindadas en el contexto del cine de aventuras, escondida bajo los perfiles de una lucha por la supervivencia. Una propuesta que –de forma insólita-, jamás ha alcanzado el reconocimiento que merece, y que concluye además con una de las secuencias más sorprendentes que jamás haya acogido el género; el reconocimiento por parte del arrogante y vencido O’Brian de su juego mortal, que su único lugar en la existencia está reducido a hacerse frente a esa enorme colectividad de babuinos; el animal humano reducido como líder de una especie en teoría inferior. Dominada por una estética que no rehuye la presencia de ciertos modos narrativos habituales en la época –como algunos zooms-, en esta ocasión insertos con precisión, no solo me place asumir después de tantos años que mi intuición tenía una cierta base, sino reconocer que en SANDS OF THE KALAHARI se encuentra además de un título fundamental del cine de aventuras, una de las propuestas más crueles que dicho género ha propuesto jamás.
Calificación: 4
5 comentarios
David Breijo -
David -
Pero el retrato de personajes sigue vigente y es muy lúcido.
En un mundo ideal sería la típica película que un Mel Gibson (alguien con redaños para no edulcorar el material) podría hacer un remake sin tanto zoom dañino como el que usa Endfield.
En cualquier caso merece verse.
Saludetes.
Juan Carlos Vizcaíno -
Nada que objetar a tu cierta decepción, pero lo que me ha dejado "K.O." es tu definición de "pudibunda" jajajaja ¡Anda que la palabrita!
Un abrazo.
Carlos Díaz Maroto -
red -