TWO OF A KIND (1951, Henry Levin)
Aunque el primer recuerdo que se suele tener de la filmografía de Henry Levin, nos traslada de manera indefectible a numerosas comedietas y títulos carentes de relieve –fue uno de los destajistas más cuestionable del género en la década de los sesenta-, no es menos cierto que en los primeros pasos de su obra se dan cita títulos cuanto menos aceptables, en los que al tiempo que apreciar un hombre con oficio, se detectaba esa cierta blandura que caracteriza su modo de concebir el cine. Hay al menos un par de excepciones, que han quedado como sus exponentes más valiosos. El más conocido de ellos es la adaptación de Julio Verne JOURNEY TO THE CENTER TO THE EARTH (Viaje al centro de la tierra, 1959)-, aunque también en algunos instantes se detectaran esos servilismos –la presencia de Pat Boone en el reparto, con canciones incluidas- y quizá el más valioso resulte el previo y sobrio western THE LONELY MAN (Un hombre solitario, 1957). Esa ya señalada blandura poco a poco se adueñaría de su posterior –y olvidable- trayectoria. Sin embargo, en esos exponentes iniciales podemos consignar aportaciones nunca memorables, pero sí revestidas de cierta dignidad, de las que TWO OF A KIND (1951) se erige como uno de sus ejemplos más pertinentes. Auspiciada dentro del ámbito de la serie B de la Columbia –aspecto que le permite un look más elegante y moderno de lo que podría permitir otro estudio que apostara por características opuestas-, ello conllevaría la presencia en el vestuario del indispensable Jean Louis, del gran George Duning en su fondo sonoro –siempre caracterizado por su ligereza y singular estilo-, aunque en esta ocasión sorprenda la presencia en el reparto de una Lizabeth Scott por lo general ligada a la Paramount.
La Scott interpreta –con sorprendente prestancia, todo hay que decirlo- a Brandy Kirby, una joven de Los Angeles a quien en las primeras secuencias contemplaremos realizando unas pesquisas en torno a un ser que no conocemos. Esta investigará los orígenes en su infancia de un orfanato de un niño al parecer conflictivo, posteriormente descubrirá sus devaneos en ambientes turbios, y su posterior alistamiento en la marina. Serán unos primeros minutos que logran atraer el interés del espectador –partiendo del desconocimiento del personaje en cuestión-, y detectando ya la presencia de un elemento que permitirá una notable eficacia en la misma; su montaje. No podía ser de otra manera, al tratarse de una producción que apenas alcanza los setenta y cinco minutos de duración, obligando a una gran concisión en el desarrollo del guión propuesto al alimón por el especialista James Edward Grant –se detecta su impronta en los diálogos-, James Gunn y Lawrence Kimble. Muy pronto Brandy se encontrará con el hombre buscado –un elegante travelling de retroceso nos lo describirá trabajando en un bingo y trabando contacto con ella-. Se trata de Michael “Lefty” Farrell (Edmond O’Brian), un ser afable y al mismo tiempo marrullero, quien se mostrará muy pronto ligado a esa mujer de sofisticada presencia, que pretende su anuencia para un plan del que desconoce sus términos. Será algo que se iniciará al obligarle que se destroce en el coche su dedo meñique –una secuencia revestida de insólita tensión-, tras lo cual dejará que se recupere de la lesión, explicándole tras ella el objetivo de su presencia. Para ello conocerá a Vincent Mailer (Alexander Knox), abogado que en realidad ha diseñado el plan, consistente en hacer pasar a Farell por el hijo perdido del millonario matrimonio McIntyre, del cual es su asesor legal. Se trata de dos personas ya ancianas que perdieron a su hijo cuando este contaba con tres años de edad, a partir de cuya avanzada edad dejarían previsiblemente a este su cuantiosa herencia.
Tomando como eje dichas premisas, el plan se ejecutará no sin ciertas dificultades, entrando en escena la sobrina de estos, la alocada Kathy (Terry Moore), quien tras diversos intentos logrará acercarse a nuestro inesperado protagonista, valorando en este precisamente su lado más oscuro. Poco a poco, este se introducirá en el seno del veterano matrimonio, utilizando para ello su pretendido encanto, aunque asumiendo en su interior algo con lo que no esperaba contar; la familiaridad que le propicia un matrimonio que ha estado durante décadas añorando su hijo perdido. Dividido entre el cumplimiento del plan –en el que el supuesto padre no dudará en reconocerlo pero argumentará suficientes razones para dejarlo fuera de la herencia-, su creciente atracción hacia Kathy, y también ese nuevo sentido que a su vida le ha proporcionado la serenidad que le ha brindado el trato con el acaudalado matrimonio, se introducirá un nuevo elemento dramático al plantearse ese deseo del patriarca de no modificar su testamento, lo que llevará a plantear a Mailer su intención de eliminar accidentalmente al anciano tras dicho reconocimiento y antes de que prolongue sus intenciones iniciales de donar su herencia a instituciones de caridad.
En realidad, TWO OF A KIND destaca en una relativa indefinición, que justo es reconocer alterna fragmentos atractivos –los ya señalados, ese episodio final en el que el planteamiento de la muerte de McIntyre suscita la desaprobación de Farrell y Kathy, planteando nuevos elementos de tensión entre los tres promotores del plan-, unido a la eficacia de un montaje que en ningún momento proporciona tregua a su base argumental. El uso de la elipsis y la capacidad de síntesis aportada, unido a una eficaz realización de Levin –atención a la valoración del escenario de la cuidada más no habitada mansión del veterano matrimonio-, permiten que la modesta película se deguste con moderado interés, propiciando además la fotografía en blanco y negro del gran Burnett Guffey el oportuno contraste entre sus aspectos más cotidianos, con otros como el episodio final en el muelle, en el que la vida de Farrell correrá peligro. Sin embargo, y contra lo que solía suceder en las grandes propuestas de la serie B, en TWO OF A KIND se tiene la sensación de que la duración existente queda corta, e impide dotar de una mayor densidad a un relato con más posibilidades que las finalmente apreciadas. Unamos a ello –y es una opinión muy personal-, el miscasting existente en la presencia en el reparto de Edmond O’Brian –un buen actor, aunque inadecuado para encarnar a un rol que debe asumir un encanto personal del que careció su personalidad como intérprete- y, sobre todo, la horripilante presencia de esa Terry Moore que arruina cada secuencia en la que aparece, encarnando esa jovencita snob atraída por la vertiente oscura de Farrell. De hecho, su presencia en los últimos minutos está a punto de echar por tierra la tensión generada en la misma. Son los lastres que contribuyen a limitar las, por otro lado, apreciables características de este modesto drama policíaco, que sin buscar un lugar de especial relieve en el discurrir del género, aporta en su reconocida discreción un moderado atractivo.
Calificación: 2
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