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CINEMA DE PERRA GORDA

THE LONELY MAN (1957, Henry Levin) Un hombre solitario

THE LONELY MAN (1957, Henry Levin) Un hombre solitario

Admirar un western tan singular como en muchos de sus fragmentos lo ofrece THE LONELY MAN (Un hombre solitario, 1957), supone un ejemplo perfecto de cómo unos condicionamientos de producción –en este caso el que marca la Paramount en la segunda mitad de los cincuenta, aplicando el VistaVision, y especialmente en productos intimistas expresados en un magnifico blanco y negro-, sobrepasan con mucho –o incluso pueden inspirar- a un realizador caracterizado por su general escasa general inspiración como es Henry Levin. Cierto es que en los primeros pasos de su filmografía se encuentran algunos policiales apreciables, y en la misma se da cita un pequeño clásico como es JOURNEY TO THE CENTER OF THE EARTH (Viaje al centro de la tierra, 1959) ¡Pero es tan difícil encontrar títulos de relieve en la misma! –aunque intuyo que existirán algunos más dignos de ser resaltados-, que cada vez es más recomendable abandonar la teoría de los autores para valorar los placeres –que no son pocos- que nos transmiten centenares de títulos olvidados precisamente por estar firmados por realizadores por lo general dignos de escaso relieve. Este es uno de ellos, y no por estar firmado por un director de segunda o tercera fila, ha de dejar de ser ensalzado en la medida que merece, erigiéndose como una especie de extraño complemento –por sus propias características-, del excelente y por lo general infravalorado THE TIN STAR (Cazador de forajidos, 1957) –bajo mi punto de vista uno de los grandes westerns de Anthony Mann-.

Bajo un formato también escueto –casi de serie B- y una duración que apenas supera los ochenta minutos, THE LONELY MAN nos cuenta el relato de Jacob Wade (un extraordinario Jack Palance, quizá en el mejor rol de su carrera, por encima incluso de otros papeles suyos más reconocidos), un ya curtido vaquero, de quien se desprende ha tenido un pasado que le hace ser rechazado en todos aquellos lugares por los que discurre, y del que muy pronto apreciaremos ya no tiene asideros para seguir perteneciendo a este mundo. En los primeros instantes llegará a una pequeña ciudad, donde su sheriff le invitará a abandonar la misma. Sin embargo, su intención es otra; la de recuperar a su hijo, quien se encuentra en la barra del saloon y acepta una invitación de este. Se trata de Riley (un estupendo Anthony Perkins, demostrando esa vulnerabilidad de su personalidad juvenil), quien le escupirá el trago a su padre al saber que se trata de este. Contra todo pronóstico válido, y mostrándole el joven donde falleció su madre y esposa de Wade –suicidada en un barranco casi sin fondo-, el muchacho aceptará acompañar a su padre, puesto que su horizonte de vida tampoco alberga ningún futuro –malvive en una descuidada cabaña-, aunque en su interior no se desprenda el odio que siente hacia su progenitor, a quien hace culpable de la muerte de la misma. Ambos acudirán a otra población, en la cual Jacob intentará comprar un negocio de herrería, siendo de nuevo expulsados de la ciudad, hasta que no le que quede otra opción que retornar al pequeño rancho que el veterano cowboy y asesino regaló en su tiempo a la aún deseable Aida (Elaine Aiken). Esta se alegra al ver retornar a un hombre que sigue amando, insistiendo en el hecho de que el rancho es realmente de él, y acogiendo tanto a padre e hijo, quien seguirá en su senda de constante recelo, aunque al mismo tiempo su comportamiento se mantenga en unos aparentes márgenes de educación.

A partir de estas premisas, es cierto que hay un elemento que, con tener su interés, impide que THE LONELY MAN adquiera este estatus de logro que, por momentos, está a punto de alcanzar. Me refiero a la introducción de la venganza que contra Jacob auspiciará King Fisher (el estupendo secundario Neville Brand), líder de una banda de forajidos que en el pasado colaboraron con Wade en atracos y actos delictivos, y del que se intuye tuvo un último enfrentamiento con este. No quiero con ello señalar que este aspecto carezca de interés, pero se sitúa por debajo de la bellísima, sutil, atonal e incluso melancólica historia de un hombre que presume cercana su muerte –se encuentra a punto de adquirir la ceguera-, que intenta olvidar un pasado del que se percibe no se encuentra nada satisfecho, aunque no siempre en él se insertara la culpa –el episodio por el que abandonó a su madre- y que antes de desaparecer desea dejar al mundo un hijo al que pueda transmitir aquellos aspectos positivos que le legara su dura existencia. Esa intención marcada por un hombre casi acabado pero aún diestro en las armas, seguro en el manejo de la vida del Oeste, unida al desapego que muestra su hijo, en el que poco a poco se va atisbando una cierta curiosidad por aquello que ejecuta ese padre al que inicialmente odia, es mostrada por una narrativa serena, expresada mediante episodios separados por sencillos fundidos en negro, dejando de lado cualquier tentación a una sensiblería a la que hubiera sido muy fácil recurrir –y para ello no tenemos más que fijarnos en su sorprendente y rotunda conclusión-. Y lo hará además utilizando unos parajes agrestes y rocosos que son mostrados con una cierta patina de melancolía y suavidad, como si en una historia de pasado terrible hubiera lugar para una extraña posibilidad de redención e incluso de renacimiento transmitido de padre a hijo.

Entremedias de ambos personajes se encontrará la figura de la aún joven Aida, fiel compañera de Jacob –del que se intuye inició una frustrada relación sentimental-, pero que poco a poco no solo intercederá para que Riley vaya disipando ese constante recelo que mantiene con este, pero al mismo tiempo contraiga con el joven muchacho una atracción –en la que cercanía de edad será un elemento determinante-, que tendrá su mayor grado de plenitud en el abrazo mutuo que ambos se brindarán cuando la primera logre rescatar al muchacho del grave accidente sufrido cuando ha intentado capturar por su cuenta a ese caballo blanco que serviría como metáfora de una inocencia perdida. Será a partir de su retorno al rancho –antes el servidor Ben Ryerson (Robert Midleton) le habrá contado al hijo las circunstancias por las que abandonó a su madre, que en realidad fueron opuestas a las que él suponía- cuando Riley pronuncie la palabra “Padre”, y Jacob pueda esbozar una sonrisa en su castigado y ya casi moribundo rostro. Por vez primera se podrá establecer entre ellos la condición de padre e hijo buscada por el primero, hasta que la irremediable catarsis del film, sirva ante todo para que ese joven que durante su juventud ha odiado a su padre, un hombre que apenas conoció, intente ayudarle en su última lucha, sintiendo entre sus brazos un ser que tuvo un pasado del que apenas conocemos los hechos terribles que sin duda protagonizó -“he matado a muchos hombres” dirá en una ocasión Jacob a su hijo-, pero que en su interior alberga una peculiar manera de poner en práctica la ética. Todo ello, generando un relato que discurre en voz callada, con esa ya señalada atonalidad en la que la búsqueda de un cierto remanso de paz casi parece una quimera para un viejo pistolero –como el de tantos clásicos del género- como Jacob Wade. Henry Levin se muestra en esta ocasión como un inspirado orquestador de una de esas películas que hablan casi en susurros, pero que en la intimidad de su enunciado expresan mucho más en aquello que ocultan, que en la sencillez de los episodios que muestran. Pocas veces estuvo más atinado este poco estimulante director –estoy convencido que tuvo mucho que ver el diseño de producción que asumió en su momento-, que a la hora de plasmar en imágenes un relato del que casi desde su primer fotograma conocemos como va a concluir, que puede erigirse como uno de los primeros westerns crepusculares poco tiempo después frecuentes en el cine norteamericano, y del que no nos importa que como espectadores prácticamente conozcamos su discurrir, ya que lo que realmente interesa es asistir e incluso apasionarnos ante como se va a plantear esa invocada y casi imposible unión entre padre e hijo. Dos seres humanos totalmente opuestos, unidos sin embargo por la sangre. Confieso que de no ser por la incidencia de ese elemento de venganza, quizá nos encontraríamos ante un extraordinario exponente del cine del Oeste. Sin embargo, no por ello dejo de reconocer que pocas muestras del género me han aparecido tan fugaces en su sobria emotividad como el que describe THE LONELY MAN.

Calificación: 3

2 comentarios

Alfredo Alonso (cineyarte) -

Coincido con ambos en vuestras impresiones sobre este notable filme y sobre Jach Palance. También me adhiero sl reconocimiento que en justicia le pertenece s The tin star, filme sereno y bellísimo que se emparenta con el aquí comentado y con otros como Pasión de los fuertes de John Ford, por su tono y estructura dramática.

westerner -

El visionado de este notable western supuso para mi una grata sorpresa.La interpretación de Jack Palance me parece muy buena y la mejor suya como protagonista, que es cuando a menudo sobreactuaba(The big Knife o La marca de Cain son ejemplos de histrionismo).Como bien destacas, resulta estimulante el tono de tristeza y sobriedad que se respira en ella. De los otros dos western que he visto de Levin, El hombre de Colorado es interesante y La marca de Cain resultó insuficiente a todos los niveles.