THE NEVADAN (1951, Gordon Douglas)
Sumido en un periodo de especial febrilidad –y, por que no decirlo, acierto profesional-, Gordon Douglas acomete en 1951 THE NEVADAN, asumiendo una nueva aportación al western, género en el que a lo largo del tiempo aportaría no solo numerosos títulos de interés sino, en su conjunto, una mirada revestida de singularidad que pocos han sabido apreciar –uno de ellos fue mi admirado José María Latorre en las páginas de “Dirigido por…” hace bastantes años. Douglas, algo más que un competente artesano en las décadas de los cuarenta cincuenta e incluso hasta mediados de los sesenta, brillante en diversos géneros y erigiéndose en un destacable profesional en títulos como THE IRON MISTRESS (La novia de acero, 1952), THEM! (La humanidad en peligro, 1954), RIO CONCHOS (Río Conchos, 1964), HARLOW (Harlow, la rubia platino, 1965), CHUKA (1967), TONY ROME (Hampa dorada, 1967), THE DETECTIVE (El detective, 1968)... Es curioso constara como quizá el único género en donde demostró una cierta torpeza fue en la comedia, pese a que sus orígenes estaban vinculados a dicho género.
Pese a su apreciable atractivo, no puede decirse que con THE NEVADAN nos encontremos ante un exponente de especial relevancia en la aportación al cine del Oeste por parte de Douglas, en esta ocasión quizá limitado al amparo de suponer uno de los dos títulos que rodó bajo la productora de Randolph Scott en el seno de la Columbia. Todo ello, englobando esa amplia sucesión de exponentes enclavados en la serie B, que permitió a Scott erigirse como una auténtica estrella del género, y que aglutinó a cineastas como Edwin L. Marin, André De Toth o el mítico Budd Boetticher. El inicio de la película es ya percutante, mostrando en los títulos de crédito una sucesión de planos que describen el girar de ruedas de carros y cabalgadas, transmitiendo ya una sensación de movimiento que se verá concluía con el encadenamiento de la bota del que pronto comprobaremos es Tom Tanner (Forrest Tucker). Se trata de un atracador que aunque se encuentra en la cárcel mantiene escondido en un lugar que solo él conoce, una fortuna de doscientos mil dólares en oro. De manera repentina, y merced a la oportunidad que observa a la hora de acceder a unos aseos donde poder lavarse, este agredirá a quien ha soltado sus esposas y huirá por la ventana a caballo. Lo que no supondrá en ningún momento es que la estrategia ha sido cuidadosamente preparada, al objeto de permitirle seguir su sendero y, con ello, recuperar esa importante cantidad de dinero por la que fue encarcelado. El encargado de tal cometido será Andrew Barcleay (Scott), que se presentará ante Tanner como un hombre atildado que, poco a poco, se irá granjeando su confianza, rompiendo su inicial hostilidad. Sin embargo, ese marco de relativa confianza se romperá por parte del preso huido, llegando Barcleay a un rancho, donde será atendido por la joven Karen -Dorothy Malone, algunos años antes de convertirse en una de las más agresivas bellezas del cine USA de los cincuenta-, quien aceptará cambiarle el caballo herido que portaba y, al mismo tiempo, se iniciará entre ellos una cierta atracción mutua que, de momento, quedará aparcada. Y es que Andrew localizará de nuevo el rastro de Tanner, introduciéndose en la acción Edwards Galt (el siempre inquietante George Mcready), un hombre acaudalado, inesperado padre de Karen, y que del mismo modo desea en su insaciable fiebre apoderarse de ese oro cuyo escondite solo conoce el atracador –quemará un plano que tenía en donde figuraba dicho emplazamiento, para retenerlo en su mente-. Galt tiene a su servicio a tres matones; Sandy (Jock Mahoney) y a dos hermanos que mantienen una extraña relación que tiene algo de mórbido y de pugna en su común admiración hacia la hija de su jefe.
No puede decirse que el guión de THE NEVADAN sea un prodigio de originalidad. El devenir de un metraje ajustado a los márgenes de la serie B hace preveer al espectador los recovecos de su meandro argumental. Sin embargo, sí que es cierto que se percibe en el relato una especial morbidez en el desarrollo de sus personajes -¿quizá debido a la presencia de este estupendo y prematuramente retirado director de cine que fue Roland Brown, aquí acreditado en su aportación en los diálogos adicionales?-. Lo cierto es que se aprecia una extraña sensación de malignidad en el desarrollo de unos personajes que en su apariencia exterior conservan una apariencia de educación un tanto insólita al estar situados en un Oeste ya abocado a su necesaria evolución. No obstante, el gran acervo de la película se encontrará, como no podría ser de otra manera, en el alcance cinematográfico que Douglas proporciona al conjunto. Un tratamiento que de entrada tiene una de sus bazas más destacadas en el aura telúrica que proporciona al mismo, destacando esas cumbres nevadas que se sitúan en sus grandes planos generales en exteriores, o en la utilización de esas secuencias en parajes definidos en grandes rocas redondeadas, caracterizadas por su extraña textura. Es algo que tendrá su expresión más rotunda en el episodio desarrollado a partir de la cercanía de Tanner y Barcleay –el segundo ha rescatado al primero de una situación altamente peligrosa-, hacia el lugar donde se esconde el oro robado, ubicado en una mina abandonada escondida entre extrañas formas rocosas. La disposición escénica del episodio, permitirá a Douglas un formidable duelo entre los dos protagonistas cuando hasta allí lleguen Galt y sus hombres. Ello propiciará un magnífico episodio, en donde la planificación y el montaje de todos sus planos, estará siempre dispuesto en función de esos exteriores rocosos, a través de los cuales se articulará el enfrentamiento a tiros entre los dos grupos –el formado por la pareja unida por las circunstancias- frente al del ansioso usurpador. Es sin duda el fragmento más memorable de una película en la que se aprecian de un lado las cortapisas y de otro las posibilidades de la serie B de la Columbia protagonizadas por Randolph Scott, aunadas por la experta mano de un Gordon Douglas quien, aún dentro de un margen quizá poco habitual para sus cualidades como realizador, supo aunar esa ya señalada capacidad telúrica y de utilización de exteriores, que en esa parte final –que concluirá con la pelea entre Barcley y Tanner en el interior de la ruinosa mina-, tras haber logrado eliminar a los hombres de Galt –conmovedor el instante en el que fallece uno de los hermanos y el otro acude hasta él desolado-. Será precisamente gracias a la inesperada presencia de Karen, quien en un momento dado preferirá actuar en defensa del infiltrado agente de la Ley, quizá para cortar de raíz la eterna ambición de su padre. Sin embargo, esa actitud de la joven, dando por seguro el retorno de Andrew –aunque sea con la excusa de recuperar su caballo-, quizá no fuera la mejor conclusión para esta obra estimable, digna representante de la obra de un director caracterizado por logros sin duda más elevados, pero no por ello dejar de ser merecedor de una entrañable evocación.
Calificación: 2’5
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Alfredo Alonso (Cineyarte) -
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